Lo que Lacan ha aportado a la concepción del duelo
(aunque más que un aporte se trate, en verdad, de una
mutación radical) está contenido en este párrafo tan complejo y a la vez luminoso de la clase del seminario La angustia del 30 de Enero de 1963:
Sólo estamos de duelo por alguien de quien podemos
decirnos “Yo era su falta”. Estamos de duelo por personas a quienes hemos tratado bien o mal y respecto a quienes no sabíamos que cumplíamos la función de estar en el lugar de su falta. Lo que damos en el amor es esencialmente lo que no tenemos, y cuando lo que no tenemos no vuelve, hay, sin duda, regresión y al mismo tiempo revelación de aquello en lo que faltamos a la persona para representar dicha falta. Pero aquí, debido al carácter irreductible del desconocimiento acerca de la falta, tal desconocimiento simplemente se invierte, o sea que la función que desempeñábamos de ser su falta ahora creemos poder traducirla como que hemos estado en falta con esa persona –cuando por eso le éramos precisamente indispensables–. 1
Comentar este texto me parece más interesante que
divagar en torno a un tema que, lo sabemos por la clínica, lo sabemos por nuestra propia vida –si no hemos sido paralizados por la neurosis–, resiste a cualquier teorización porque, al igual que la melancolía pero desde un ángulo diverso, nos enfrenta con aquello de lo que jamás seremos contemporáneos: ni de nuestro nacimiento, ni de nuestra muerte y ni siquiera del nacimiento del acto como tal: siempre llegamos tarde. En el momento del acto (es, se sabe, fórmula del propio Lacan) el sujeto no está presente. La clave del párrafo es el amor. En la versión cristiana corriente, la caridad consiste en dar lo que tenemos a quien le hace falta para ser; ahora bien, si lo que no tenemos y transmitimos (transmitir es oficiar de agente de pasaje entre dos, entre un significante y un sujeto en posición de objeto, no un vínculo de persona a persona) es el falo2, el que lo recibe experimenta el bienestar deslumbrante de una ausencia. La dehiscencia del amor, término de la botánica que designa una apertura para que surja el polen o las semillas, desconoce totalmente la plenitud de la falta; desconoce ese carácter ambiguo que se vuelve dolorosamente cierto cuando el duelo produce una inversión regresiva. Creemos haber estado en falta con respecto a aquel que nos falta, creíamos faltarle porque suponíamos, falsa y necesariamente, que al darle algo, cualquier cosa con valor fálico, incluso un gesto, debíamos cubrir su falta y por un efecto retroactivo calmar nuestra herida, cuando en verdad vivimos en y por el vacío que es pura dehiscencia del deseo, aunque, en la misma medida, se nos vuelva intolerable en virtud del incurable vínculo del éxtasis y el júbilo con la angustia. Tomemos el atajo de un ejemplo, entre tantos; el de un hombre que durante años estuvo ligado a una mujer intensamente amada y en la misma medida intensamente odiada, a la que sentía que no podía faltarle y siempre le faltaba bajo la forma de innumerables y consentidos actos de infidelidad; cuando ella inesperadamente muere y nada menos que en un hotel de citas en brazos del mejor amigo de la pareja, nuestro personaje se vuelve, de repente, un asceta. Años más tarde, al experimentar un renacimiento de su deseo, bajo la forma del ardor que le despierta una mujer entrevista en el subte, se ve asaltado por una intensa sensación de culpabilidad, tan intensa que llega a asustarse porque siente que está asediado por un mortal sentimiento de autocastigo; y así se hundía, cada vez más, en una actitud melancólica.
La argumentación que urdía, reforzaba, como es habitual,
el goce sintomático. Se decía y decía en análisis: “De alguna forma yo la lancé a ese lugar del cual no pudo salir, volviéndola cómplice de la envidia de mi amigo; así ella terminó su vida como puta; y él como traidor y yo en el lugar de mierda del cornudo”. El curso del análisis mostró que sus infidelidades, que tanto sufrimiento le provocaban a la extinta eran, de alguna manera, las únicas sensaciones intensas que ésta llegaba a experimentar en una vida cuya faz visible para el paciente, estaba signada por la más inhibida frialdad.
Así sus faltas aparentes de lealtad conyugal eran el tributo
más adecuado –más neuróticamente adecuado, desde luego–, a la falta constitutiva del deseo de su partenaire. Y al revés, a él mismo esas faltas le hacían falta para no quedar atrapado en una relación melancólica que repitiese su penoso vínculo con una madre demasiado ensimismada en su frío y distante narcisismo. Las visicitudes del duelo muestran casi al desnudo (y por ello de una manera intolerable, incurable) que no hay intersubjetividad: un sujeto se liga a otro sujeto sólo si éste ocupa un lugar de objeto fantasmático. De todas formas, habría que guardarse de otorgar a estos términos su sentido habitual e incluso su sentido más escolarmente filosófico3. Porque lo que llamamos sujeto es un polo de estremecimiento y de vacilación, de “temor y temblor”, para usar los términos de Kierkegaard de los que Lacan dispone en “Subversión del sujeto”; y en cuanto al objeto, si es que podemos desligarlo de las habituales y torpes asociaciones con la llamada “cosificación”4, es en verdad un médium5, en el sentido literal de “medio”, pero asimismo en su sentido espiritista de agente hipnotizado e hipnotizador de transmisión de lo que se agita en Otro lugar.
Ese objeto es para cada cual un sitio de traducción,
inversión y regresión, términos que Lacan ha empleado en el párrafo que comentamos y a los cuales podemos devolver su poder explicativo. Lo que otro me dice, lo que otro me muestra, lo percibo a través de la cristalización de lo que supongo son sus intenciones significativas. No obstante, todo lo que recibo a lo largo de una convivencia con esa trama objetual a la vez amada y odiada, deja subsistir el ruido de lo que parece emanar del caos, de lo que no se adecua totalmente al código cristalizado en rasgos e imágenes. Esa tensión que dura lo que dura la relación, esa tensión entre la codificación y lo que escapa a ella, ese desfasaje entre lo sobrecodificado y lo que perturba y hasta amenaza con hacer zozobrar a la máquina y que los narradores suelen captar con tanta sensibilidad, es el lugar de una constante inversión de mensajes que, en determinado momento, cuando desaparece bruscamente el partenaire, entra en estado de catástrofe; he aquí el instante de la regresión. Y con esta expresión quiero designar, al menos provisoriamente, una forma peculiar de retorno de lo reprimido: en el tiempo en que el lazo del sujeto con su objeto se constituyó (el vocablo “lazo” es insustituble, por lo que sugiere: quedar enlazado, quedar tomado, anudado) lo esencial de ese lazo se reprime profundamente para reaparecer, de improviso, tras el fallecimiento. Lo que vuelve es un verdadero revenant. Un spiritus6, un espectro, incluso, sobrevuela la escena durante un tiempo variable pero intenso e imperioso, y lo hace porque el comercio con este “huésped desconocido”7 ha pasado a las interioridades y culmina instalándose, provisoria o definitivamente, como una amenaza para el sobreviviente.
El muerto como parásito lleva a revivir muchas veces de
manera delirante y durante el tiempo que dure el duelo, todo lo que desde el comienzo parasita nuestra propia vida y que se confunde con lo que en ella hay de incurable porque constituye ese luto del que nunca acabamos de desprendernos, el duelo por nuestra propia existencia. _________________ 1. J. Lacan, El seminario. Libro 10. La Angustia, Paidós, Bs. As., 2006, p. 155. 2. En la versión oficial del seminario quinto, “Formaciones del inconsciente”, Paidós, Bs. As. 1999, clase del 23 de abril de 1953, p.359, párrafo final, la fórmula del amor es la siguiente: “dar lo que no se tiene, es dar lo que no tiene, el falo, a un ser que no lo es”. En las versiones no oficiales, que circularon mucho antes que ésta, la fórmula es la misma, salvo la cláusula “... a un ser que no lo es”. Entre una y otra expresión no hay diferencias teóricas señalables y hasta se podría decir que en la expresión “dar lo que no se tiene” es tácita la admisión que aquel que recibe el falo no lo es en modo alguno. No obstante, señalo las divergencias porque ha dado lugar a no pocas polémicas. ¿Qué dijo “verdaderamente” Lacan? Eso es algo a lo que no voy a contestar, ya que cualquier respuesta nos introduciría en el infierno de descubrir la presunta “ verdadera palabra” y las querellas religiosas que están en juego. O, en todo caso, la verdad de la palabra no es otra cosa que lo que yace entre las líneas de las diversas versiones, autorizadas, desautorizadas, oficiales, oficiosas, problemáticas, insostenibles. 3. Filósofos como Adorno, quien ha fundado su obra en la preeminencia del objeto, escapan a esta crítica. 4. La llamada “cosificación” es falsa porque en todos los casos intenta preservar una supuesta “intimidad” al margen de todas las cristalizaciones sin las cuales no hay sujeto. 5. Según el espiritismo, el médium es un agente, generalmente mujer y ostensiblemente histérica, que ofrece su cuerpo para la encarnación momentánea de los espectros de Otro mundo. Más allá del oscurantismo de esta concepción propia del siglo XIX y quizá de la histeria en su momento histórico de apogeo, hay allí un síntoma que podemos, como todo síntoma, tomar en serio. Si el fantasma es un marco para la identificación con objetos libidinales, esos objetos, cuando quedan efectivamente incorporados a la vida inconsciente del sujeto, se transforman en objetos mediúmnicos, voces y miradas a través de las cuales se reflejan y deforman las voces y los aspectos del mundo. Es el fundamento de la fascinación. 6. En la obra de Marsilio Ficino, el spiritus, que es pneumático, es decir, aéreo, soplo vital, es un eslabón entre la gravedad de la materia, porque es más sutil que ésta, y la liviandad del alma, porque es más grosero que ésta. El vocablo, ya se sabe, tiene vasta resonancia: hablamos, por ejemplo, del espíritu del vino, de su capacidad de embriagarnos. 7. La expresión le pertenece a Maurice Maeterlinck.