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Literatura infantil y juvenil: una historia interminable

Mónica Romero

Tengo un recuerdo tímido de mi infancia, relacionado con los


libros. Tenía ocho años y una tarde mi mamá nos dijo a mis dos
hermanos mayores y a mí que iríamos a comprar un libro para
leerlo en las vacaciones. Vengo de una familia en la que
predominaban las artes plásticas y escénicas. Después de la
escuela y los fines de semana, me la pasaba en clases de
música, actuación, pintura, dibujo y baile. Con todas estas
actividades, el tiempo para la lectura era poco, pero sí teníamos
una biblioteca y en esta había un gran librero ocupado, en su
mayoría, por libros de consulta en los que tenía que investigar los
orígenes de todo lo que quisiera comenzar a hacer o practicar.
Comprar un libro que no fuera de consulta no era una actividad
común para mí.

Al llegar a la librería, mis padres nos dejaron solos para que


recorriéramos los pasillos e hiciéramos nuestra elección. Cabe
señalar que aún no existían las secciones especializadas en
literatura infantil y juvenil, como las que tienen ahora muchas
librerías. El libro que escogí fue Canasta de cuentos mexicanos,
de B. Traven. Recuerdo que solo lo tomé porque el título llevaba
las palabras “cuentos” y “canasta”. Mi hermano de catorce años
escogió un libro de cuentos de Edgar Allan Poe y mi hermano de
dieciséis, uno de arquitectura.

En los últimos cuarenta años, el mundo de los libros para niños y


jóvenes ha crecido copiosamente, gracias a que la industria
editorial le ha dado un lugar importante a este público y hay cada
vez más editoriales especializadas en este tipo de libros y muchas
otras han abierto sellos o colecciones que se dirigen a este
mercado. Sin embargo, la literatura infantil y juvenil tardó mucho
tiempo en llegar a este punto. Dos de las principales razones son
la demora en reconocer al niño como parte de la sociedad y una
lenta transición para aceptarlo como un ser que tiene
características y necesidades diferentes a las de los adultos.

Relatos de la infancia
Antes de 1900, la incorporación de los niños a la sociedad estuvo
ligada, principalmente, con la educación, la cual fue regida
durante siglos por la religión. El objetivo de la enseñanza era
distinguir el bien y el mal, por eso, los libros buscaban construir un
pensamiento moral. En la época medieval, las fábulas de Esopo
fueron una fuente importante para la educación no solo de los
adultos, sino también de los niños, pues a partir de su lenguaje
figurativo muchas personas podían emprender reflexiones y
cobrar conciencia de lo bueno y lo malo.

La invención de la imprenta y el desarrollo de nuevas clases


sociales incrementaron la alfabetización de la población, lo que
permitió que se produjeran más libros, entre ellos varios dirigidos
a la infancia. En un principio, estos eran de instrucción –manuales
de educación con los cuales se enseñaba el alfabeto, la
gramática del latín, las sílabas y las oraciones– y de cortesía –
manuales que enseñaban los modales y costumbres de una
sociedad educada–. De manera paulatina, los contenidos se
fueron transformando y se comenzaron a escribir historias
dirigidas a los niños, pero aún tenían un contenido
primordialmente moralizante.
Por otro lado, algunos filósofos comenzaban a reflexionar sobre la
infancia y sus características. En 1693, John Locke
publicó Pensamientos sobre la educación, libro en el que planteó
que el niño es una tabula rasa y que el conocimiento se adquiere
a través de la enseñanza-aprendizaje, aunque también se puede
instruir mediante el entretenimiento. Con base en la filosofía de
Locke, se escribieron varios libros para niños y su producción
aumentó, pero todavía no lograba consolidarse un mercado
importante por la poca remuneración obtenida.

En el siglo XVIII, gracias al editor inglés John Newbery, el


mercado de los libros infantiles se hizo rentable. Newbery, con su
experiencia como comerciante y editor de libros para adultos, vio
en este público una gran oportunidad de negocio, e incluso él
mismo escribió algunas de sus publicaciones, como A little pretty
pocket-book, un libro para instruir y disciplinar a los niños
deleitándolos, pero dejando en claro que las pasiones y los
temperamentos debían subordinarse a la razón. Se dice que
Newbery fue el primer editor que publicó libros de entretenimiento
para los lectores más pequeños, aunque la mayoría seguían
teniendo propósitos didácticos.

Con el Romanticismo inglés cambió la idea del niño. William Blake


escribió Canciones de inocencia y de experiencia, veintitrés
poemas con los cuales, en palabras de Geoffrey Keynes, su
biógrafo y editor, “conocemos que la imaginación de un niño no
tiene complicaciones y es capaz de comprender el mundo sin los
obstáculos del razonamiento y la experiencia sofisticada [que
puede exigir el adulto]”.
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Desde las Canciones de inocencia y de experiencia hasta la


contemplación poética de William Wordsworth y Samuel Taylor
Coleridge, la idea de la inocencia infantil no se puede separar de
las reacciones de los románticos al pensamiento racionalista. En
la literatura infantil de la época romántica, la imaginación es de
gran importancia, pues gracias a ella se construyen otros mundos
fuera de las limitaciones de la realidad.

A partir de esa idea romántica de la inocencia, la literatura infantil


dio un giro. En la época victoriana, las obras para niños partieron
de ella y, además, la consideraron una fuente de energía
emocional. Por otra parte, algunas historias dirigidas a este
público tuvieron diferentes capas de fantasía que revelaron la
manera en que la sociedad quería ver a los niños, pero también
se crearon obras en las cuales se exponía la realidad que vivían y
otras tantas hicieron patente una crítica social en un reclamo por
mejorar sus condiciones de vida.

El concepto de la infancia que se desarrolló en el siglo XIX tuvo


un impacto tan importante en la literatura infantil que aún sigue
repercutiendo en nuestros días. A mediados de ese siglo
comenzó la época de oro de la literatura infantil, no tanto por el
aumento en su producción, sino por la manera tan diferente de
escribir libros para niños. Instruir y moralizar quedaron en
segundo plano. Obras, ahora clásicas, como Alicia en el país de
las maravillas, de Lewis Carroll; Pinocho, de Carlo Collodi; El
mago de Oz, de L. Frank Baum, y las historias de Beatrix Potter,
como El conejo Pedro, o Peter Pan, una obra de teatro que
después se adaptó como novela, de James Matthew Barrie, son
parte de esa época tan importante en que la literatura infantil
tomó en cuenta la inocencia e imaginación de sus lectores y
buscó significados no solo en la vida real, sino también en la
fantasía. Además, la lectura se volvió una actividad placentera de
entretenimiento y dejó de ser solamente un medio para educar.

La infancia es una etapa en la que el niño conoce el mundo, pero


su inocencia e ignorancia lo vuelven vulnerable a cierta
manipulación literaria. Peter Hunt, crítico literario inglés
especializado en literatura infantil y juvenil, dice que “todos los
libros son, finalmente, producidos y regulados por su audiencia
(aun cuando esa audiencia puede ser manipulada y, hasta cierto
punto, creada)”.
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Con estas líneas comienza su libro Literatura infantil, en el cual


no solo hace un recuento de los autores más representativos, sino
que reflexiona sobre los cambios sociales y culturales que han
influido en el transcurso de su historia. En su introducción, aborda
la controversial idea de que la literatura infantil es, en parte,
control y, por lo tanto, ese proceso de manipulación es más visible
en ella. Al estar los niños en una etapa en la que ensayan sus
primeros acercamientos al mundo y tienen poca o nula
experiencia en la manera de enfrentar las situaciones que viven,
los adultos, tal vez con la intención de protegerlos o guiarlos,
algunas veces los subestimamos y caemos en intentos de
manipulación. Sin embargo, los niños y jóvenes son cada vez más
perceptivos de esto y lo rechazan, reclamando una literatura que,
en palabras de Ana Garralón, “sea un espacio de liberación y
hasta de subversión”.

Si el desarrollo del concepto de la infancia tardó diecinueve siglos


para producir una literatura que conectara con ellos y tomara en
cuenta aspectos como su inocencia e imaginación, el concepto de
la juventud tuvo una evolución más lenta y el surgimiento de una
literatura para ellos tardó mucho más.

Juventud, divino tesoro


La juventud es el camino para ser adulto, una etapa de
trayectorias y transiciones, tal y como lo menciona Enrique Gil
Calvo en su ensayo “La rueda de la fortuna. Una lectura de la
temporalidad juvenil”. Ahí señala que la trayectoria de un joven es
el itinerario completo que “traza desde que abandona su infancia
y termina en su muerte, de la que renace en forma de adulto”,

mientras que las transiciones son las fases de esa trayectoria:


escolaridad, búsqueda de empleo, inicio de una carrera laboral,
noviazgo, emparejamiento y formación de una familia (conquista
definitiva de la posición adulta). Sin embargo, las transiciones de
los jóvenes del siglo XXI distan mucho de ser las mismas que las
de los jóvenes del siglo pasado.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, la juventud estaba
predeterminada por las clases sociales (burgueses y
trabajadores). Si un joven nacía en una familia burguesa, tenía la
posibilidad de estudiar; de lo contrario, sería parte de la mano de
obra desde una edad temprana. Después de la guerra, la
economía creció, los salarios y las clases se diversificaron y más
jóvenes pudieron acceder a la educación, lo que les dio la
oportunidad de crecer económicamente e internarse en una
cultura del ocio.

Con la globalización, hay una nueva división de las clases


sociales, se crean trabajos temporales y nace una atmósfera de
oportunismo. Debido a esto, las trayectorias de los jóvenes
cambian de manera constante. El objetivo de la adultez es tan
diverso e incierto que esas transiciones comienzan a volverse
inagotables y “ahora las trayectorias juveniles solo sirven a sí
mismas. No programan el futuro adulto sino el presente juvenil.
No son funcionales (aunque tampoco necesariamente
disfuncionales) para adquirir los futuros estatus adultos sino para
ocupar los presentes estatus juveniles. [...] [Los jóvenes] prefieren
continuar siendo jóvenes a cualquier precio”.

Sin embargo, esta postergación hace que las transiciones de


muchos jóvenes sean “círculos virtuosos de autocontemplación
narcisista [...] y círculos viciosos de contraproducentes efectos
perversos, [...] en los que destacan, además de las consabidas
epidemias de violencia y autodestrucción, otros defectos menos
señalados como la caída de la nupcialidad y la fecundidad, la
deserción de lo público y el déficit de la participación cívica”.

Ahora, la juventud es un periodo en el que el ser humano se


emancipa de la familia, toma sus propias decisiones, escoge lo
que le gusta hacer y así encuentra el sentido de la vida. Tomando
en cuenta las múltiples transiciones de los jóvenes de hoy en día,
la literatura juvenil se está diversificando de una manera tal que
nos impide ver el panorama completo.

La historia de la literatura juvenil no se puede separar de los


cambios que han tenido las trayectorias y transiciones de los
jóvenes. Algunas de las primeras lecturas adoptadas por los
jóvenes eran protagonizadas por personajes cuyas trayectorias
los llevaban a vivir aventuras que los incorporarían a la adultez,
como Mujercitas, de Louisa May Alcott; Grandes esperanzas, de
Charles Dickens; Jane Eyre, de Charlotte Brontë, por mencionar
algunas. Pero en una época de acelerados cambios
socioculturales las transiciones de los jóvenes ya no son las
mismas y, por lo tanto, aunque siguen disfrutando estas lecturas,
también han buscado otras que reflejen sus intereses y
preocupaciones de una manera más cercana a lo que viven en la
realidad.

En 1967 se publicó en Estados Unidos la novela The outsiders,


de S. E. Hinton, con la que surgió el término young adult
literature (ya), que se refiere a novelas de ficción realista, es decir,
historias que le pudieron pasar a alguien en un escenario real, en
la época contemporánea. Fue un libro controversial por abordar,
desde la mirada de los jóvenes, temas como la violencia, el
alcoholismo, el tabaquismo y las agresiones dentro del núcleo
familiar. Esta literatura se dirige a jóvenes de entre catorce y
dieciocho años, quienes se sienten atraídos por ella porque
aborda situaciones que viven ellos mismos o quienes los rodean.
Con este tipo de literatura inició una nueva forma de identificación
con los jóvenes y en los años setenta hubo un boom de escritores
de ya.

Las posibilidades de la literatura juvenil aumentaron en los años


ochenta. El género narrativo fue acompañado por la poesía, los
cómics, las novelas gráficas. Los géneros literarios se han
transformado y ramificado en respuesta al reclamo de los jóvenes
por tener más opciones de lectura. En los años noventa, el
género del terror y los clásicos se volvieron populares.

A finales del siglo XX y principios del XXI, el mercado de libros


juveniles se llenó de sagas y distopías como Harry Potter, de J. K.
Rowling; La materia oscura, de Philip Pullman; Memorias de
Idhún, de Laura Gallego; Divergente, de Veronica Roth; Los
juegos del hambre, de Suzanne Collins. Era evidente un interés
ávido por ese tipo de literatura y las editoriales crearon una oferta
masiva con esos temas. En la segunda década del siglo surgieron
libros alrededor del género y la inclusión, el cómic y la novela
gráfica se hicieron más fuertes, y diversos temas que interesan y
preocupan a los jóvenes se están abordando en este sector de la
industria editorial que se sigue fortaleciendo cada día.
Actualmente, los intereses de los jóvenes cambian rápido, como
resultado de los movimientos sociales y culturales en los que
participan. La industria editorial tiene la responsabilidad de
observar esos intereses, no solo para satisfacerlos, sino también
para orientar a los jóvenes en el camino hacia la adultez, sea cual
sea el que ellos escojan, para contribuir a que su paso por la
adolescencia sea lo menos confuso posible o, simplemente, para
acompañarlos en esa etapa de su vida. Ahora bien, debería
hacerlo sin miras a manipularlos y respetándolos. Los jóvenes son
rebeldes y si perciben que quieren ser controlados, lo
manifestarán, y pueden hacerlo alejándose de aquello que los
quiere dominar.

En este sentido, “la literatura no debe sucumbir ante las ideas que
emanan de los criterios tecnócratas de los ‘mercados’, ni ante la
pujanza y la competencia de los modernos medios de
comunicación que tienen en la imagen su principal poder de
fascinación”.

Los jóvenes se sienten cautivados por una literatura que plasma


sus intereses, las situaciones con las que se pueden enfrentar,
aventuras o experiencias que pueden vivir en otros mundos, pero
siempre acordes con la sociedad en la que viven y por la que
muchas veces luchan. Un lenguaje que no solo apele a lo que
conocen, sino que los rete, también es una manera de seducirlos.
Lo peor que podríamos hacer es ser condescendientes con ellos.
Sin embargo, vemos que, lamentablemente, algunas veces se
cae en esto al ofrecerles libros con una calidad literaria
cuestionable o que tratan los temas que les atañen de una
manera blanda o burda. Así, se producen libros cuyo propósito
principal son las ventas, sin darle la importancia debida a la
intención de conducir al lector a reflexiones significativas para su
vida, de desarrollar en él un pensamiento crítico o, ¿por qué no?,
de brindarle puro divertimento, pero que este sea hasta cierto
punto provocador.

De vuelta al País de Nunca Jamás


La literatura infantil y juvenil ha crecido de una manera
abrumadora en los últimos años y se están creando obras cada
vez más íntimas, más cercanas a ese perfil de lectores. Esta
literatura es uno de los mayores retos de la industria editorial,
tanto en términos de creación como de comercialización para
lograr ponerla en las manos de los lectores. Es un espacio que
despierta cada vez más interés por parte de autores que buscan
iniciarse y consolidarse en la escritura para esos públicos. Jaime
Alfonso Sandoval, Martha Riva Palacio Obón, Neil Gaiman,
Antonio Malpica, Laura Gallego, Cornelia Funke, Alberto Chimal,
Raquel Castro, Philip Pullman, Verónica Murguía, José Luis
Zárate son solo algunos de los autores reconocidos y queridos
por los jóvenes. Hay muchos autores que antes escribían para
adultos y, por curiosidad o reto, comenzaron a escribir para niños
o jóvenes. Algunos han tenido éxito, pero para otros ha sido una
experiencia pasajera, quizás un fracaso lleno de aprendizajes.
Han surgido editoriales especializadas como Libros del Zorro
Rojo, sellos como Nube de Tinta (PRH) y colecciones como A
Través del Espejo (FCE) y Gran Angular (SM), todos dirigidos de
manera exclusiva a esta audiencia. Incluso se han fundado
librerías donde únicamente se encuentran libros para niños y
jóvenes como Navegantes (México), El Dragón Lector (España),
Giannino Stoppani (Italia), Books of Wonder (Estados Unidos),
Gosh! (Inglaterra). Por otra parte, la competencia en la producción
de novedades es tan abrumadora que, si uno deja de ir por
algunos meses a una librería, se perderá varias de ellas.

Si esa tarde de mi infancia, cuando fuimos a comprar un libro para


las vacaciones, hubiera ocurrido en esta época, mis hermanos y
yo tal vez habríamos salido de esa librería con otros libros. Quizá
yo habría escogido una antología de cuentos para niños “no tan
niños”; mi hermano, que optó por Edgar Allan Poe, tal vez ahora
también lo habría hecho, pero en una edición ilustrada, y mi
hermano mayor a lo mejor habría seleccionado una novela gráfica
cuyas imágenes lo hubieran dejado maravillado. Lo más probable
es que estos libros los habríamos elegido en el inmenso mar de la
sección Literatura Infantil y Juvenil; un mar a cuyas aguas, si los
libros coexisten de manera honesta con los lectores, se desea
regresar para zambullirse de nuevo, aunque también exista el
riesgo de encontrarse con un mar abierto y agitado que puede
ahuyentar a los jóvenes o ahogarlos en esas oscuras
profundidades donde se encuentran los libros condescendientes.

Continuemos escribiendo la historia de una literatura infantil y


juvenil en la que lo más importante sea aceptar que los niños y
jóvenes tienen intereses y características diferentes a las de los
adultos, y en la que, recordando las palabras de Pedro Cerrillo,
“los libros [los ayuden] a captar el significado de las cosas, a
comprender el mundo y dar sentido a la vida”. ~
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