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Requiem por tlahuac

Hay días en los que vivir en Tláhuac duele mucho más que otros.
Hoy, 4 de mayo de 2021, la muerte anda rondando de una
manera distinta, cínica. No es la que viste de colores encendidos
y presume sus huesos ni la que acepta orgullosa altares que la
vuelven santa; tampoco es la que se anuncia con balazos a la
vuelta de la esquina; mucho menos la que viaja hasta Mixquic
para departir con los muertos. Hoy sabe que no habrá
tlahuaquense que olvide lo sucedido la noche anterior.

Eran poco más de las diez de la noche del 3 de mayo, cuando


una de las trabes de la interestación Tezonco-Olivos se venció y
dos vagones del tren que iba pasando en la dirección Tláhuac
cayeron al vacío. Eso dijo la jefa de Gobierno Claudia Sheinbaum.
Lo que recuerda Humberto Sánchez, un mototaxista de más de
cuarenta años, es que a esa hora la “checadora” del sitio de
Olivos le comentó que el metro ya se había tardado. “Oímos el
estruendo y salieron chispas. Enseguida se cayó el metro.
Primero entramos en pánico y luego fuimos a auxiliar”. Él junto
con otras personas ayudaron a rescatar a quienes estaban en el
auto color vino al que le cayó encima un enorme pedazo de
concreto. Cuenta que la mujer que venía de copiloto salió rápido,
pero que al conductor lo sacaron con vida como una hora
después porque estaba atrapado. Cuando llegaron las
ambulancias y las patrullas les pidieron que “retrocedieran”. “Ya
no nos dejaron ayudar. Nos juzgaron mal". La claridad con la que
cuenta Humberto Sánchez lo que vivió anoche no es la misma
que tuvo en ese instante. "Primero pensamos que un camión
había chocado y que había tirado un poste”. Daniel, otro
mototaxista, creyó que “el estruendo y la polvadera” los había
provocado el choque de un autobús. Pero en cuanto se acercó
más, pudo distinguir lo que había sucedido y empezó a ayudar a
sacar a las personas de los vagones con escaleras grandes. Max,
otro de los mototaxistas que estaban haciendo fila afuera de la
estación, se asustó y empezó a correr. Pensó que iba a ser como
un efecto dominó en el que al caerse una trabe le seguiría otra, y
luego otra, y otra, hasta que todas estuvieran destruidas. Él sólo
se quedó mirando por un tiempo y luego empezó a hacer viajes,
algunos gratuitos y otros pagados con cantidades al azar, para
transportar a quienes caminaban desesperados por llegar a su
casa o para llevar a amigos y conocidos a preguntar por sus
familiares. Fue y vino por las calles Adalberto Tejeda, Venado y
Escorpena como hasta las dos de la mañana. Los tres aseguran
que entre ellos y sus compañeros cerraron al principio ese tramo
de la avenida Tláhuac con sus motos y calandrias para que no
pasaran más coches. Calculan que a los veinte minutos llegaron
ambulancias y patrullas. Dice Humberto Sánchez que su dirigente
les pidió que suspendieran el servicio pasada la medianoche
porque era peligroso seguir circulando por ahí.

En cuanto los programas de noticias y las redes sociales


mostraron las imágenes de lo que había sucedido en la Línea 12,
en las calles de las colonias Metropolitana, Nopalera, Del Mar y
Olivos comenzaron a circular muchas motocicletas. Para los
vecinos es una señal de que algo anda mal: tal vez un operativo
policial, tal vez una pelea, tal vez una persecución, tal vez…
Ahora se podía adivinar hacia dónde se dirigían. Algunas eran
mototaxis con pasajeros, otras eran particulares con una o dos
personas encima. Dejaron de roncar por las calles como a las dos
de la mañana. Otra señal extraña: desaparecieron los vendedores
de pan, tamales y atoles, donas y empanadas, plátanos machos y
camotes que hacen recorridos nocturnos por estas calles.
Los teléfonos recibían llamadas y mensajes de preocupación:
“¿Tus hijos están bien?”; “¿Ya está en su casa?”; “Acabo de ver la
noticia y me acordé de ti porque sé que tú usas esa línea”. Ver los
trenes vencidos, destrozados, como si la mano de un niño que no
sabe medir sus fuerzas hubiera intervenido, provocó un vacío en
el estómago y resequedad amarga en la boca. Primero, un golpe
de dolor; luego vino la impotencia. ¿Por qué tienen que suceder
estas tragedias? ¿Por qué en este país el gobierno hace las
cosas mal y pone atención tarde?

Para los habitantes de Tláhuac la Línea 12 significó dejar atrás


entre tres y cuatro horas diarias de viajes en transporte público.
Hay quienes tenían que gastar de cuarenta minutos a una hora en
camión o microbús para llegar a una estación del metro. Y de ahí,
otras tantas estaciones. Era un alivio reducir a la mitad el tiempo
para llegar al trabajo, la escuela, una cita en el centro o el norte
de la ciudad y para regresar a tu casa. Y daba un respiro ante la
inseguridad de los continuos asaltos en los microbuses. Habrá
quien pueda contar que en una misma semana escuchó dos
veces las amenazas de los asaltantes.

El júbilo llegó a finales de septiembre de 2012, cuando los


usuarios pudieron hacer sus primeros “viajes de familiarización”
para calcular en cuánto tiempo llegarían a su destino. El 24 de
septiembre de aquel año, lunes por la mañana, Marcelo Ebrard
hizo su viaje de inauguración acompañado de servidores
públicos, reporteros, camarógrafos, fotógrafos y guaruras.

La Línea Dorada perdió por primera vez su fulgor el 11 marzo de


2014: cerrarían las estaciones entre Tláhuac y Culhuacán; 11 de
las 20 que tiene. El Gobierno del Distrito Federal sustituyó ese
servicio por viajes gratuitos en camiones RTP desde Tláhuac
hasta Atlalilco. La razón era aterradora: la firma alemana ILF
Consulting Engineers observó desgaste ondulatorio en rieles,
daños en las ruedas de los trenes, fisuras en los durmientes,
ruptura de piezas de fijación en ese tramo; es decir: los trenes
podrían salirse de las vías. Eso significó casi 600 días de filas
largas, viajes prolongados y cansancio, pues en la avenida
Tláhuac no había espacio suficiente para la cantidad de camiones
de apoyo, microbuses y transporte particular que circulaba
entonces. El 29 de octubre de 2015 se abrieron de nuevo todas
las estaciones. Dos años después, el terremoto dañó su
estructura y el 4 de mayo de 2021 hay al menos 24 muertos y 79
heridos por el desplome de dos vagones.

A quienes a partir de hoy viajan de nuevo en camión las


autoridades les piden paciencia y comprensión. ¿Cuánta
paciencia más se les puede pedir a estas personas? ¿Cuánto
más tienen que aguantar? Este cambio significa levantarse al
menos una hora más temprano, subirse a un camión y bajarse en
la estación Olivos y caminar el trayecto a la estación Tezonco en
banquetas en las que apenas caben dos filas de personas sin
oportunidad de guardar sana distancia. Esta mañana caminan por
ahí un señor con bastón, un hombre con el rostro sudado que
carga a una joven con la pierna enyesada, una hija y su padre
jalando un tanque de oxígeno, un joven cargando un costal con
herramientas; hacen todo lo posible para esquivar los puestos
metálicos que ocupan parte de la banqueta en los que venden
tortas, sacan fotocopias o ponen uñas postizas. Luego, los
usuarios se forman de nuevo para viajar hacia Mixcoac. Es
verdad que hay una solución para la movilidad, pero ¿por qué los
ciudadanos tienen que padecer?

A las nueve de la mañana de este martes, en la calle Gallo de


Oro, hay comercios cerrados y de los que estaban abiertos salen
los espectros de la noticia de anoche. Ecos de noticieros de radio
y televisión. Al paso un locutor dice: “Ahora la jefa de Gobierno se
pregunta por qué se cayó esa trabe, por qué”. No es la única que
lo hace y hay a quienes les urge la respuesta. Al llegar a la
avenida Tláhuac comienza el golpe de la realidad: hay filas de
camiones verdes en los dos sentidos que son “Apoyo SCT Metro”,
microbuses que van a Tulyehualco, Tláhuac, Milpa Alta, Tecómitl,
Mixquic; Taxqueña y Periférico.

Los microbuseros tocan el claxon cuando un policía les pidió que


se desvíen por la calle Cocodrilo; ellos quieren seguir derecho,
pero era imposible por el cordón de seguridad. Pasos más
adelante, en la dirección hacia Tláhuac, están estacionadas
patrullas de la Guardia Nacional, un camión de bomberos y otro
del Ejército.

De ese lado de la avenida las banquetas son más amplias, así


que los caminantes pueden detenerse con calma a tomar fotos y
videos. Otros hablan sin perder el paso: “Con la grúa lo van a ir
bajando”; “Qué grande está [el primer vagón que separaron]”; “No
sabes, es un puto desmadre. Voy caminando”.
Fotografía: Kathya Millares
Los restos de la noche siguen apareciendo. Hay trozos de la cinta
amarilla de precaución tirados en la entrada de la estación Olivos;
personal de limpieza del metro barre vasos de unicel, papeles,
polvo y restos de concreto del tamaño de un frijol. En la calle
Olivos, las vallas metálicas interrumpen el paso. Es necesario
cruzar la avenida, pasar por debajo del metro y sumarse a un
delgado río de personas que caminan hombro con hombro.

Más adelante el camino se desvía hacia el estacionamiento del


Walmart. Ahí la gente camina más rápido o se suma a los que
están observando el vagón que todavía cuelga. Las
conversaciones suenan más fuertes y ríspidas. “Ha de haber
estado impresionante venir anoche porque había un chingamadral
de gente”; “No sé qué quieren hacer ahora si ya se murieron”.

Muy cerca de uno de los muros de un cine hay una fila de


elementos de la Guardia Nacional que están parados, rectos,
cargando sus armas. Hasta ellos llegó Melani, de 18 años, y les
entregó botellas con agua. Varios se lo agradecieron. Ella vive
cerca de la estación Nopalera y estaba en su casa cuando los
trenes colapsaron. Al ver que había personas heridas, trajo
material de curación, pero no le permitieron pasar para
entregárselo a alguien. Recuerda que pensó en los autos y en las
personas que acostumbran a transitar a esa hora por la avenida,
en lo que les cayó encima.

Luego la prensa reconoce al presidente del PAN en la Ciudad de


México, Andrés Atayde Rubiolo y a los diputados Christian Von
Roehrich, Héctor Barrera, Orlando Garrido y Federico Döring.
Mientras dicen ante cámaras y grabadoras que están ahí para
apoyar a las familias afectadas y señalan culpables, se escuchan
los gritos desoladores de Marcela Tapia, madre de Brandon
Geovanny Hernández Tapia, a quien ha estado buscando desde
anoche. Les dice que está desesperada porque han pasado
muchas horas y no sabe nada de su hijo. Su madre la acompaña.
Los medios las rodean y los legisladores empiezan a hablar de
denuncias. Un reportero interrumpe el diálogo y aparta a Marcela
para entrevistarla, los políticos no quieren desaprovechar la
oportunidad y corren detrás de ella: “Alejandra, Alejandra, vamos
a acompañarla para ver lo de la denuncia; que no se vaya”.
Reporteros y camarógrafos también las persiguen. Un hombre
indignado grita: “Tampoco las molesten; respeten su dolor, no
sean cabrones”.

Casi esquina con la calle Gitana, Manuel Hernández Hernández,


de 39 años, está muy concentrado boleando las botas de una
policía de la Unidad de Policía Metropolitana. Un usuario
confundido le pregunta si por ahí pasa el camión y él contesta: “El
levantaméndigos no pasa por aquí. Tiene que bajar por esta calle
[Gitana]. Le cobra seis pesos”. Él, igual que tantas personas más,
se quedó a observar el caos que provocó la caída del metro. “Yo
estaba en el Walmart, cuando salí ya estaba el desmadre. Se oyó
el madrazo hasta allá”. Hoy empezó a trabajar a las cinco de la
mañana en esta zona porque sabe que los policías “se bolean
siempre”. Según sus cuentas ha limpiado y pulido 50 pares de
zapatos; las ganancias son de 25 pesos por cada uno. Asegura
que no ha usado el metro “desde que tembló”, ahora viaja en su
motocicleta; le tranquiliza saber que su familia tampoco viaja por
la Línea 12. Él nombra lo que muchos como usuarios han
experimentado en este tramo de la línea: “Esa madre vibra muy
feo”. Ver cómo quedaron los vagones le indigna: “Esto fue el
Marcelo Ebrard, por ahorrarse una lana. Aquí el gobierno no cree
nada hasta que pasan las cosas”.

Son las diez de la mañana. Este tramo de la avenida Tláhuac está


más protegido que nunca antes. Militares del Plan DN-III dan o
reciben órdenes. Los de la Guardia Nacional están parados
detrás de las vallas: controlan el paso de la prensa y alejan a los
curiosos. Un elemento de la Guardia Nacional dice que está ahí
desde la noche anterior. Al preguntarle qué fue lo que vio,
contesta: “Llegamos cuando ya había pasado”.

Algunos de los pilotes cercanos al que se dañó tienen pintadas


catrinas y flores de cempasúchil, parecen una marca de destino.

Tláhuac es el lugar de las grietas. Por donde camines las


observas: en las banquetas, en las paredes, en los techos de las
casas, en las calles. A veces son las raíces de los árboles, a
veces son las fugas de agua, a veces es el tipo de suelo, a veces
son los sismos. Estar entre lo que la naturaleza obliga y lo que el
gobierno desoye ha significado vivir cuesta arriba.

Hoy hay lágrimas en Tláhuac. El presidente decreta tres días de


luto nacional; otros funcionarios prometen peritajes minuciosos y
justicia; las Fuerzas Armadas montan guardias prolongadas. ¿De
qué sirve esto ahora?

Kathya Millares
Editora

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