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Catedrático MsC.

Jaime Gómez Scala


UNIVERSIDAD DE SAN PBLO DE GUATEMALA Curso: Introducción a la Salud y Seguridad en el Trabajo

CÓMO EL
ENFOQUE EN
LAS
PERSONAS
CRECIÓ LA
GIGANTE
ALCOA UN
200%UNIVERS
IDAD DE SAN
PBLO DE
En octubre de 1987, un tropel de destacados inversores de Wall Street y analistas bursátiles se reunieron en
GUATEMALA
el salón de baile de un elegante hotel de Manhattan. Estaban allí para conocer al nuevo consejero delegado
(CEO, por sus iniciales en inglés) de la Aluminum Company of America –o Alcoa, por su nombre popular una
empresa que durante casi un siglo lo había fabricado todo: desde el papel de aluminio que recubre los
Hershey’s Kisses y las latas de Coca-Cola hasta los tornillos utilizados en la construcción de satélites.

El fundador de Alcoa había inventado hacía un siglo el proceso para fundición del aluminio, y desde entonces
había sido una de las compañías más poderosas del planeta. Muchas de las personas que estaban allí habían
invertido millones en las acciones de Alcoa y disfrutado de unos beneficios regulares. No obstante, el año
pasado los inversores habían empezado a quejarse. La dirección de Alcoa había cometido un fallo tras otro,
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intentando expandirse con nuevas líneas de productos mientras la competencia les robaba los clientes y sus
beneficios.

Así que cuando la junta directiva de Alcoa anunció que iba a cambiar de director, hubo una palpable
sensación de alivio. No obstante, ese alivio se convirtió en desasosiego cuando anunciaron su elección: el
nuevo gerente iba a ser un antiguo funcionario del Gobierno que se llamaba Paul O’Neill. Muchos en Wall
Street nunca habían oído hablar de él. Cuando Alcoa programó este encuentro de bienvenida en el salón de
baile de Manhattan, todos los inversores importantes pidieron una invitación.
Catedrático MsC. Jaime Gómez Scala
UNIVERSIDAD DE SAN PBLO DE GUATEMALA Curso: Introducción a la Salud y Seguridad en el Trabajo

Cuando quedaban unos minutos para el mediodía, O’Neill subió al estrado. Tenía 51 años, llevaba un traje
gris de raya diplomática y una corbata clásica de color rojo. Tenía el pelo blanco y una postura erguida propia
de un militar. Subió ágilmente los escalones y les regaló una cálida sonrisa. Su mirada era digna, sólida y
denotaba seguridad en sí mismo. Típica de consejero delegado (CEO).

Entonces empezó a hablar.

–Quiero hablarles de la prevención del riesgo laboral –les dijo–. Cada año muchos trabajadores de Alcoa
sufren graves accidentes que les obligan a perder algún día de trabajo. Nuestro historial de seguridad laboral
es mejor que el de la media de las empresas estadounidenses, sobre todo si tenemos en cuenta que nuestros
empleados trabajan con metales a 800 grados centígrados y con maquinaria que puede arrancarles un brazo.
Pero eso no basta. Voy a hacer que Alcoa sea la compañía más segura de Estados Unidos. Busco el “efecto
cero” en accidentes laborales.

El público se sorprendió. Estas reuniones suelen seguir siempre el mismo guion: el nuevo consejero delegado
empieza con una introducción, bromea sobre su persona en un acto de falsa modestia –me pasé el tiempo
durmiendo cuando estaba en la Escuela de Negocios de Harvard, por ejemplo–, luego promete incrementar
los beneficios y abaratar los costes. Después toca vilipendiar los impuestos, las normativas empresariales, y
a veces, con una exaltación propia de una experiencia directa en un tribunal de negocios, a los abogados. Por
último, la charla termina con un aluvión de palabras de moda –sinergia, dimensionamiento idóneo y
competencia cooperativa– tras lo cual todo el mundo puede regresar a su trabajo con la garantía de que el
capitalismo está a salvo un día más.

O’Neill no habló de beneficios. Ni mencionó los impuestos. No dijo nada de estar sintonizados para conseguir
una ventaja sinérgica en el mercado en la que todos salgamos ganando. Por lo que los oyentes sabían, dada
su charla sobre seguridad en el trabajo, O’Neill podía ser partidario de la pro-regulación. Era una perspectiva
aterradora.

–Antes de seguir –dijo O’Neill–, quiero destacar que en este salón hay seguridad. –Señaló la parte posterior
de la sala–. Hay un par de puertas al fondo, y en el caso improbable de incendio u otra emergencia,
deberíamos salir tranquilamente por allí, bajar la escalera hasta el vestíbulo y abandonar el edificio.
Catedrático MsC. Jaime Gómez Scala
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Silencio absoluto. El único ruido era el murmullo de tráfico que se filtraba por las ventanas.
¿Seguridad?¿Salidas de incendios?¿Es un chiste? Uno de los inversores de la audiencia sabía que O’Neill
había estado en Washington, D.C., durante los años sesenta. Este hombre debe haber tomado muchas drogas,
pensó.

Al final, alguien levantó la mano y preguntó sobre los inventarios de la división aeroespacial. Otro preguntó
sobre el coeficiente de capital de la compañía.

–Creo que no me han oído –dijo O’Neill–. Si queremos entender por qué Alcoa está como está, hemos de
fijarnos en nuestras cifras de seguridad. Si reducimos los accidentes laborales, no será por las palabras de
ánimo o las tonterías que a veces oyen decir a otros gerentes. Será debido a que las personas de esta empresa
han aceptado formar parte de algo importante: porque se han comprometido a crear una rutina de
excelencia. La seguridad será el indicativo de que estamos progresando en cambiar nuestras rutinas en toda
la institución. Así es como tendrán que evaluarnos.

Los inversores casi salieron de estampida al terminar la presentación. Uno cruzó el vestíbulo corriendo para
encontrar un teléfono público y llamar a sus veinte mejores clientes.

“Les dije que la junta había contratado a un hippie loco para el puesto y que se iba a cargar la compañía” –
me dijo ese inversor–. Les recomendé que vendieran sus acciones inmediatamente, antes de que todos los
demás asistentes empezaran a llamar a sus clientes para decirles lo mismo.

“Fue el peor consejo que he dado en mi carrera”.

Al cabo de un año de la charla de O’Neill, los beneficios de Alcoa se dispararon hasta alcanzar un récord.
Cuando O’Neill se jubiló en el año 2000, los ingresos netos de la compañía se habían quintuplicado desde su
llegada y su capitalización bursátil había ascendido a 27.000 millones de dólares. Alguien que hubiera
invertido un millón de dólares en Alcoa el día en que contrataron a O’Neill habría ganado otro tanto en
dividendos durante el tiempo que estuvo al mando de la compañía, y se habría quintuplicado el valor de sus
acciones hasta el día en que se jubiló.
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Pero lo más importante es que todo esto sucedió mientras Alcoa se convertía en una de las compañías con
mayor seguridad laboral del mundo. Antes de la llegada de O’Neill, casi todas las plantas de Alcoa
contabilizaban al menos un accidente laboral a la semana. Cuando se puso en práctica su plan de prevención
de riesgos, algunas plantas estuvieron años sin que un solo empleado perdiera un día de trabajo debido a un
accidente. El índice de accidentes descendió una vigésima parte con respecto a la media en Estados Unidos.

Entonces, ¿cómo consiguió O’Neill que una de las compañías más grandes, importantes y potencialmente
peligrosas se convirtiera en una máquina de ganar dinero y en un bastión de la seguridad laboral?

Atacando un comportamiento rutinario de la compañía y luego observando la onda expansiva de los cambios
por la organización.

“Sabía que tenía que transformar Alcoa –me dijo O’Neill–. Pero no se puede ordenar a la gente que cambie.
El cerebro no funciona así. De forma que decidí que iba a empezar por concentrarme en una cosa. Si podía
empezar a cambiar las rutinas en torno a algo, eso se expandiría por toda la empresa”.

O’Neill creía que algunas rutinas tienen el poder de iniciar una reacción en cadena, cambiando otras rutinas
a medida que se instauran en una organización. Es decir, algunas rutinas importan más que otras para
rehacer los negocios y la vida. Son rutinas básicas y pueden influir en el modo en que trabajan, comen,
juegan, viven, gastan y se comunican las personas. Las rutinas básicas inician un proceso que con el tiempo
lo transforma todo.

Las rutinas básicas son aquellas que cuando empiezan a cambiar, desplazan y rehacen otros patrones.

En una compañía tan grande y antigua como Alcoa, no se puede pretender que de la noche a la mañana todo
el mundo trabaje más o sea más productivo. El consejero delegado anterior había intentado exigir unas
mejoras, y 15.000 trabajadores habían ido a la huelga. La cosa se puso tan fea que incluso llevaron maniquís
a las zonas de aparcamiento, los vistieron de directivos y los quemaron. “Alcoa no era una familia feliz – e
dijo una persona de aquellos tiempos–. Más bien se parecía a la familia Manson, pero con el añadido del
metal fundido”.

O’Neill llegó a la conclusión de que su máxima prioridad, si aceptaba el trabajo, tendría que ser algo que
todos –sindicatos y directivos– consideraran que era importante. Necesitaba algo que uniera a las personas,
que les diera una razón para cambiar su forma de trabajar y de comunicarse.
Catedrático MsC. Jaime Gómez Scala
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“Me remití a lo básico –me dijo–. Todo el mundo se merece salir del trabajo tan a salvo como ha entrado, ¿no
le parece? No has de temer que alimentar a tu familia pueda costarte la vida. Eso fue en lo que quise
concentrarme: en cambiar las rutinas de seguridad”.

Al principio de su lista escribió “seguridad” y se marcó un objetivo audaz: cero accidentes. Ese iba a ser su
compromiso por mucho que costara.

“Me alegro estar aquí”, dijo O’Neill en una sala llena de trabajadores de una planta de fundición de Tennessee
a los pocos meses de haber sido contratado. No todo había ido sobre ruedas. En Wall Street todavía estaban
aterrados. Los sindicatos estaban preocupados. Algunos de los Vicepresidentes de Alcoa se sentían
ofendidos porque no se les había tenido en cuenta para ocupar el puesto de consejero delegado. Y O’Neill
seguía hablando de seguridad laboral.

“Estaré encantado de negociar con vosotros lo que haga falta”, les dijo O’Neill. Estaba haciendo una gira por
todas las plantas de Alcoa en Estados Unidos, tras lo cual visitaría las instalaciones de la Compañía en 31
países. “Pero hay algo que nunca será negociable, y eso es la seguridad. No quiero oíros decir jamás que no
hemos tomado todas las medidas necesarias para asegurarnos de que no vais a tener accidentes laborales.
El que quiera rebatirme este tema, lleva las de perder”.

La genialidad de su planteamiento era que, como es natural, nadie quería discutir con O’Neill respecto a este
tema. Los sindicatos habían estado luchando durante años para conseguir mejores normas de seguridad.
Los directivos tampoco querían contradecirle porque los accidentes laborales reducían la productividad y
bajaban la moral.

No obstante, lo que la mayoría de las personas no veían era que el plan de O’Neill de cero accidentes
implicaba la reestructuración más rápida de la historia de Alcoa. O’Neill creía que la clave para proteger a sus
empleados era comprender por qué se producían los accidentes laborales. Y para entender por qué sucedían
los accidentes, se tenía que estudiar dónde estaba fallando el proceso de fabricación. Para entender por qué
iban mal las cosas, había que tener personas que pudieran formar a los trabajadores en control de calidad y
en procesos de trabajo más eficaces, para que fuera más fácil hacer las cosas bien, puesto que trabajar bien
también implica trabajar con más seguridad. Resumiendo, para proteger a los trabajadores, Alcoa
necesitaba llegar a ser la mejor compañía de aluminio y la más funcional del planeta.
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El plan de seguridad de O’Neill, se diseñó de acuerdo con el siguiente bucle. Identificó una señal sencilla: un
accidente laboral. Diseñó una rutina automática: cada vez que se produjera un accidente laboral, el
presidente de la unidad tendría que informar de ello a O’Neill en las veinticuatro horas siguientes, y presentar
un plan para garantizar que eso no volvería a pasar. Y una recompensa: las únicas personas que
promocionarían en la compañía serían las que siguieran el sistema.

Los presidentes de las unidades eran personas muy ocupadas. Para poder informar a O’Neill de un accidente
laboral en un plazo de veinticuatro horas, tenían que enterarse por boca de sus vicepresidentes en cuanto
éste se produjera. Así que los vicepresidentes tenían que estar en comunicación constante con los jefes de
planta. Y los jefes de planta tenían que conseguir que cuando los trabajadores descubrieran algún problema
les informaran enseguida y tuvieran a mano una lista de sugerencias, para que cuando el vicepresidente les
pidiera un plan de acción ya hubiera un buzón lleno de posibilidades. Para poner todo esto en marcha, cada
planta tenía que crear nuevos sistemas de comunicación que facilitaran que hasta el trabajador de menor
grado pudiera hacer llegar una idea al ejecutivo de mayor rango lo antes posible. Casi toda la jerarquía rígida
de la compañía tenía que cambiar para acomodar el plan de seguridad de O’Neill. Estaban creando nuevas
rutinas corporativas.

A medida que cambiaban los patrones de seguridad de Alcoa, también cambiaban otros aspectos de la
compañía con una rapidez sorprendente. Las normas a las que hacía años que se oponían los sindicatos –
como medir la productividad individual de los trabajadores– fueron aceptadas de golpe, porque esas
medidas ayudaban a todos a descubrir cuándo se descontrolaba alguna parte del proceso manufacturero,
planteando un riesgo de seguridad. Las políticas a las que tanto se habían resistido los directivos –como
autorizar a los trabajadores para cerrar una línea de producción cuando el ritmo fuera abrumador– ahora
eran bien recibidas, porque esa era la mejor forma de evitar los accidentes antes de que se produjeran. La
compañía cambió tanto que algunos empleados empezaron a adoptar las rutinas de seguridad en otras áreas
de su vida.

O’Neill nunca prometió que concentrarse en la seguridad laboral aumentaría las ganancias de Alcoa. Sin
embargo, a medida que las nuevas rutinas se iban expandiendo por la organización, se fueron reduciendo los
costes, aumentó la calidad y se disparó la productividad. Si el metal fundido lesionaba a sus empleados
cuando salpicaba, entonces se tenía que rediseñar un sistema de vertido que produjera menos accidentes.
También ahorraba dinero porque Alcoa perdía menos materia prima en los derrames. Si la máquina se
estropeaba habitualmente, se sustituía, lo que implicaba menos riesgo de que un equipo defectuoso le
arrancara un brazo a un empleado. Ello también implicaba productos de más calidad porque, tal como
descubrió Alcoa, el mal funcionamiento del equipo era la causa principal de que el aluminio fuera de calidad
inferior.

Duhigg, C. (2012): El Poder de los Hábitos, Urano, Barcelona.


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Desarrollo del Caso

1. Definición del problema central.


2. ¿Por qué creen que Paul O’Neill hizo responsables a los Gerentes al darle la autoridad para hacer las
mejoras?
3. ¿Por qué es importante que tengan todos la responsabilidad de informar los problemas de seguridad?
4. ¿Qué resultados puede tener el tratar a las personas con dignidad y respeto?
5. Entonces ¿por qué vemos esa diferencia de tratos entre los diferentes niveles jerárquicos?
6. ¿Qué poder tiene el darle las cosas que necesita el trabajador como educación, capacitación,
herramientas etc.?
7. ¿Qué consecuencias tiene el comunicar a los trabajadores que tienen la oportunidad de contribuir al
propósito de su organización?
8. ¿Qué obtenemos al salir a las instalaciones conocer a las personas y las condiciones donde laboran?
9. ¿Qué importancia tiene el ser reconocido por lo que hago por alguien que me importa?
10. Conclusiones: Lo aprendido en el caso

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