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TRATADO I
YO CREO EN EL DIOS QUE SE REVELA

I.- YO CREO
1.- Los datos de la Sagrada Escritura
2.- Fe en el hombre y fe en Dios
3.- Características de la fe
3.1.- certeza y libertad de la fe
3.2.- La oscuridad de la fe
3.3.- La fe como acto eclesial

II.- DIOS SE REVELA


1.- La revelación en la Sagrada Escritura
2.- La doctrina de la revelación en los concilios Vaticano I y Vaticano II
3.- Cristo, Mediador y Plenitud de la Revelación

III.- TRANSMISIÓN Y ACTUALIZACIÓN DE LA REVELACIÓN


1.- Introducción
2.- Datos de la Sagrada Escritura
3.- Doctrina del magisterio de la Iglesia
4.- Reflexión sobre algunas cuestiones

IV.- JUSTIFICACIÓN Y SIGNIFICADO DE LA REVELACIÓN


1.- Introducción
2.- Los signos de la revelación como motivos de credibilidad
3.- El significado de Cristo para el hombre
4.- La Iglesia, signo visible de Cristo
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La teología es la ciencia que profundiza en el contenido de nuestra fe, testificada por


la Iglesia, en la autorrevelación de Dios en la persona de Jesucristo y en diálogo con los
nuevos planteamientos teóricos y prácticos de la visión del mundo y del hombre como nuevos
retos de la filosofía y de las ciencias históricas, sociales y naturales.

Tratado I
YO CREO EN EL DIOS QUE SE REVELA

Al bautizar al niño el sacerdote pregunta a sus padres y padrinos sobre su fe en la


Trinidad y han de responder con una palabra concreta: creo. La fe es una respuesta a la
revelación, que se presenta como una interpelación de Dios, como una autocomunicación del
mismo Dios, como una llamada divina que pide una contestación por parte del hombre… Por
eso, el contexto vital del contenido y profesión de la fe cristiana es afirmación y renuncia,
conversión y viraje del ser humano en una dirección nueva: el seguimiento de Jesucristo. El
hombre puede abrirse o cerrarse a esta llamada, pero no puede permanecer insensible, porque
la actitud indiferente ya es un rechazo. De aquí que para que el hombre diga creo en su
profunda verdad, se requiere lo que la Biblia llama una conversión, es decir, un cambio de
vida. De hecho, en el proceso de la iniciación, junto a la confesión de la fe, se exigía una
verdadera conversión.
La revelación, cuya manifestación máxima se lleva a cabo en Cristo, sigue vigente
hoy a través de su misma Palabra, proclamada en la Iglesia. Nuestra fe es la misma de los
apóstoles, aunque la memoria que media este encuentro con Cristo es su memoria custodiada
por la Iglesia como Palabra de Dios. Expresamos esta unidad y diferencia apostólica
definiendo nuestra fe como homóloga, donde homóloga significa idéntica en cuanto a la
estructura (caracterizada por la presencia de la memoria y del Espíritu) y el término ad quem
(el Crucificado resucitado), pero diferente en cuanto a que la memoria que media el encuentro
es solo la apostólica. El acontecimiento fundador de la fe es la historia de Jesús, historia del
Hijo de Dios entre nosotros, en la que el misterio de Dios se manifiesta como Padre, Hijo y
Espíritu Santo. La fe cristiana es la fe del discípulo que testimonia a Jesús crucificado y
resucitado como el Hijo de Dios que nos introduce en la comunión con el Padre. «Para el
cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que él ha enviado, su Hijo amado,
en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1, 11)» (CEC 151). Y continúa el Catecismo:
«No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien
revela a los hombres quién es Jesús» (CEC 152). El hombre acoge a Cristo al escuchar al
Espíritu que habla en la Iglesia, transmisora de la revelación, porque solamente en la fe el
hombre puede aceptar la automanifestación de Dios en Cristo, confesarle como Señor y
Salvador, acoger a Dios como Padre amantísimo y misericordioso, hacer una opción vital de
toda su existencia, abriéndose a la esperanza de la salvación eterna y haciéndola operante en
su vida por la actitud obediente a la acción del Espíritu Santo. Hay, por tanto, un aspecto
externo, horizontal, histórico en el caso de la fe: la escucha actual de la Palabra de Cristo,
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transmitida a través de los siglos por la Iglesia. A este dato externo se le une la actual e interna
del Espíritu, que abre el corazón del hombre para que acepte esa Palabra (Hch 16, 14).

I.- YO CREO
He aquí la definición de fe que da el CEC: «La fe es la respuesta del hombre a Dios
que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobrenatural al hombre que
busca el sentido último de su vida» (n. 26). En esa respuesta, ocupa un lugar preeminente la
actitud de libre obediencia por parte del hombre, es decir, la escucha obediente de la Palabra,
el someterse libremente a la Palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios,
la Verdad misma. La respuesta de la fe solo es posible porque Dios se adelanta al hombre y
hace resplandecer en él la luz de la verdad, porque le hace ver y le ilumina los ojos del
corazón. La fe en el corazón del hombre debe ser entendida siempre como obra del Padre
celestial (Mt 16, 17) o como don de Cristo (Hb 12, 2) o como efecto de la acción del Espíritu
Santo en su corazón (Jn 14, 26).
Rechazan la fe aquellos que niegan al lenguaje religioso en general la capacidad de
significar algo real. El criterio decisivo para saber qué significa un lenguaje -dicen- es su
verificación. Si no puede controlarse empíricamente lo que una proposición afirma o niega,
entonces hay que concluir su falta de significatividad. Una nueva postura negativa con
relación a la fe proviene del campo de la praxis: la fe es una ideología sin eficacia práctica;
es una alienación, una ideología, es decir, un sistema de afirmaciones y usos elaborados no
en relación con la realidad verdadera, sino para justificar y consolidar una situación social,
concretamente la sociedad feudal y clasista. Para Freud freudianos, la fe es una neurosis
colectiva, que se acabaría por ella misma a medida que con el desarrollo y el equilibrio
cultural consiga el hombre liberarse de las fuerzas traumatizantes de la cultura actual. ¿Cómo
responder estos retos? Proponiendo con claridad la verdad de nuestra fe…

1.- Los datos de la Sagrada Escritura


1.1.- El acto de fe se expresa normalmente en el Antiguo Testamento con una palabra
(heemin), que significa ser sólido, firme, estable, seguro. El hombre, criatura débil, se hace
fuerte, apoyándose en Dios, el Fuerte. La salvación del hombre se fundamenta en el poder
omnipotente de Dios (Is 12, 2), subrayando la actitud de confianza y abandono en él. La
primera mención de la fe se encuentra en la historia de los patriarcas. Las circunstancias en
que Abraham creyó a Dios (Gn 15, 6) muestran su fe como confianza en la palabra divina,
como persuasión de su cumplimiento en el hecho futuro del ingreso en la tierra y como
sumisión a la voluntad de Dios. «Abraham no ve a Dios, pero oye su voz. De este modo la fe
adquiere un carácter personal. Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un lugar, ni
tampoco aparece vinculado a un tiempo sagrado determinado, sino como el Dios de una
persona, el Dios de Abraham Isaac y Jacob, capaz de entrar en contacto con el hombre y
establecer una alianza con él».
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La promesa de Dios y la fe de Abraham, que acepta salir de su tierra, son los dos
aspectos que fundamentaron la alianza, la cual implica una comunión de vida (Gn 15, 18).
La fe de Abraham se manifiesta también en su confianza en Dios, que le prometió el
nacimiento de su hijo Isaac (Gn 18, 14), siendo él mayor de edad y su mujer -Sara- estéril.
Dios aparece así como la fuente de vida. La narración del sacrificio de su hijo Isaac intenta
poner de relieve la firmeza de la fe de Abraham, su confianza plena en la palabra de Dios
(Gn 22). La carta a los Hebreos subraya estos tres momentos de la vida de Abraham (Hb 111,
7-12.17-19). Por su firmeza y abandono en Dios, Abraham viene a ser «el padre de los
creyentes» (Rm 4, 11. 18).
En el libro del Éxodo -capítulos 4 y 14-, el autor describe por vez primera la fe y la
incredulidad del pueblo de Israel. Con presencia del mediador Moisés, el pueblo aprende a
caminar unido y el acto de fe personal se inserta en el nosotros del pueblo. Por causa de las
dificultades que surgieron durante la larga marcha a través del desierto, los israelitas
rechazaron bastantes veces «ceer a Yahvé» (Nm 14, 11). Este rechazo se describe como
negación de las intervenciones de Dios, desconfianza en su palabra y rebelión contra el
mandato divino. La incredulidad muestra así por contraposición la dimensión de la fe. Ante
la incredulidad de Acaz -rey de Judá-, Isaías condensa en una fórmula, plena de significado,
todo el sentido de la fe: «Si no creéis en mí, no seréis firmes», o también: «Si no creéis en
mí, no subsistiréis» (Is 7, 9), es decir, no permaneceréis, porque para Isaías creer y ser son la
misma cosa. Solamente apoyándose en la palabra de Yahvé, el rey y su pueblo serán salvos.
En varias ocasiones la Biblia recoge el credo (o símbolo) que los israelitas recitaban, y que
es una narración de los hechos de Yahvé a favor de su pueblo. De este modo la luz de la fe
se vincula a la crónica concreta de la vida, al recuerdo agradecido de los beneficios de Dios
y al cumplimiento progresivo de sus promesas. La fe de Israel incluye inseparablemente
unidos: la confianza en Dios, la sumisión a sus mandatos y el conocimiento-confesión de su
Persona y de sus obras. Por último, como respuesta al Dios de la alianza, la fe incluye la
comunión de vida con Yahvé.

1.2.- En el Nuevo Testamento, el significado del verbo creer y el sustantivo fe se


dirigen en último término a Jesús de Nazareth, a sus palabras, hechos y a su mismo ser
personal, porque ahora la acción de Dios en la historia se concentra en un único mediador,
Cristo. La fe encuentra un cauce más claro de expresión, ya que ahora se resume en aceptar
el mensaje de salvación que por iniciativa divina tuvo lugar de una vez para siempre en
Cristo. El hablar personal de Dios en Cristo, Verbo encarnado, y las exigencias que esa
Palabra plantea a los hombres dan lugar a una personalización de la fe. Lo que está ahora en
juego no es ya principalmente la fidelidad del pueblo a una alianza a través de los avatares
de la historia, sino la conversión, la decisión personal del individuo, en la que se hacen
presentes la esperanza y la confianza en Cristo. El evangelio de San Juan liga estrechamente
la fe a la persona de Jesús; es una fe personal en él, en su nombre; es decir, en su misión y
foliación divinas ((Jn 2, 11; 3, 16). Cristo no es solo el contenido (objeto) sino también el
fundamento mismo del creer, es decir, aquél por quien se cree. Por eso, términos equivalentes
de la fe son: recibir a Jesús, aceptar su testimonio, seguirle, permanecer en él (Jn 6, 35).
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Esta fe en Jesús es condición necesaria y suficiente de salvación. Es la primera exigencia y


única para el seguimiento de Jesús, el cual implica una verdadera conversión.
Puede hablarse, clasificando los pasajes en que aparece la palabra fe: a) de una en
milagros y curaciones (hombre en miseria), donde la fe aparece como condición de la
curación esperada o como fundamento de la curación conseguida; b) de una fe en la oración
(hombre en dependencia) y expresa la firme confianza en Dios; c) de una fe en la palabra de
Jesús (hombre en ignorancia) y entonces esa audición exige una decisión, una audición íntima
y un asentimiento desde el interior; d) de una fe en la misma persona de Jesús. La fe, como
un seguimiento de Cristo, implica el despojarse de sí mismo -a lo que se opone la búsqueda
de garantías humanas- y un compromiso total con él, porque la fe no es solo renuncia, sino
también compromiso positivo con Cristo.
Según san Pablo el misterio revelado por Dios en la muerte y resurrección es
inaccesible al hombre natural, y solo puede comprenderlo el nacido del Espíritu (1 Co 2, 14-
15), es decir, quien se deja llevar por la acción interior del Espíritu. Por eso, la fe como don
de Dios (del Espíritu) que opera en el interior del hombre, es esencial en el pensamiento
paulino y de toda la doctrina cristiana.
Si para el Antiguo Testamento, el prototipo del hombre de fe es Abrahán, para el
Nuevo Testamento, María es la mujer de fe tal como la presenta san Lucas. «La Virgen María
realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María a cogió el anuncio y
la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que nada es imposible para Dios (Lc 1,
37) y dando su asentimiento: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra
(Lc 1, 38). Isabel la saludó: ¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le
fueron dichas de parte del Señor! (Lc 1, 45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán
bienaventurada (Lc 1, 48). Durante toda su vida, y hasta su última prueba, cuando Jesús, su
hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el cumplimiento de la palabra
de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe» (CEC 148-
149).

2.- Fe en el hombre y fe en Dios


2.1.- Por medio de la fe, el hombre se abre a la Palabra que Dios le dirige. Pero este
poder abrirse del hombre al Dios que se revela, presupone una estructura antropológica que
posibilita ese acto de fe y al que llamamos fe humana. Con frecuencia hablamos de las
realidades religiosas como si fueran de todo nuevas, del todo distintas y separadas de las
simplemente humanas y cotidianas. Ocurre también con la fe. Hablamos de ella como si
comenzara en el área de lo religioso y no tuviera precedentes y raíces en la vida terrenal del
hombre. Y esto crea la sensación de algo añadido y artificial que viene a alterar extrañamente
la unidad y armonía de nuestro ser. Sin embargo, no es así. Privar a la fe cristiana de esta
base antropológica es provocar un conflicto entre fe y humanismo, abriendo una sima
infranqueable al diálogo. La fe humana, o sea, la fe como modo de relacionarse entre los
hombres, como actitud vital y como modo de conocimiento es una realidad constantemente
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presente en el hombre y en la sociedad, y no resulta imaginable una sociedad o una persona


absolutamente ajena a ella. La fe cristiana hunde sus raíces en la fe humana, en el
conocimiento interpersonal.
La palabra «creer» puede entenderse como un simple opinar sobre algo o como
confiar en una persona. Si yo digo «yo creo algo» lo que expreso es solo una opinión, pero
si digo «yo creo en ti, yo te creo a tí», estoy expresando mi confianza en esa persona. En ese
ámbito de confianza se mueve la fe, en el ámbito de la relación yo-tu, es decir, en el clima
del encuentro personal. Este encuentro conlleva a un conocimiento de la persona en cuanto
persona, es decir, en cuanto que ella se abre libremente. Ese acto, por el cual la persona se
abre y se revela, pertenece a su libre decisión y voluntad. Nace así una nueva relación que
antes no se poseía, una nueva capacidad de conocer y, en cierto sentido, hasta una nueva
existencia, manifestada en las expresiones: «yo me apoyo, me fundamento en ti». La fe, por
ello, es un acto libre y responsable del hombre.
Ahora bien, la fe en la persona no alcanza su verdadera configuración, si no se otorga
también fe a su palabra. Por eso a la s frases iniciales, con que definíamos la fe, hemos de
añadir: «yo creo lo que tu dices, exiges o prometes, fiándome de ti». La fe entonces añade la
dimensión de tener por verdad las afirmaciones que no son fruto de la propia intuición y
reflexión, sino que se aceptan en cuanto expresadas por aquel en quien se cree, basándose en
su garantía y autoridad.
La confianza es una actitud básica del ser humano que entronca con la cuestión del
sentido, es decir, con la convicción de que la vida tiene un horizonte que merece la pena
alcanzar. Por ello, hemos de rechazar: el agnosticismo, según el cual no podemos conocer
nada fiable con relación al sentido último; el escepticismo, que impide hacer una elección
razonable entre las proposiciones del sentido último y, por último, la indiferencia que decide
no interesarse por la cuestión del sentido. El hombre ha recibido de Dios una estructura
interior que le capacita para acoger al otro, la verdad del otro, si no se cierra asumiendo
alguna de las actitudes señaladas. Y esta estructura de acogida es la que capacita el paso de
la fe humana a la fe en Dios.

2.2.- Si trasladamos estas consideraciones de la fe humana a la fe en Dios, entonces


«la fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e
inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado». En cuanto
adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que él ha revelado, la fe cristiana difiere
de la fe en una humana (CEC 150). El acto de fe en Dios no es primariamente obra del
hombre, sino que requiere la gracia de Dios. Por eso, cuando san Pedro confiesa que Jesús
es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, le declara Jesús que esa afirmación suya no nace «de la
carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Por eso, la fe es
un don de Dios, una virtud sobrenatural. El Espíritu Santo actúa en el interior del hombre,
elevando su entendimiento para que pueda asentir a la verdad de Dios, pero no lo desplaza,
ya que la decisión de creer y el mismo acto de fe es auténticamente personal. El hombre no
es un mero robot, porque ciertamente es el hombre quien cree, no Dios en él ni por él. Por
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eso, podemos decir que creer es un acto del entendimiento del hombre que asiente la verdad
divina por medio de la voluntad, a la que Dios mueve mediante la gracia.
La fe en el Dios revelado, la fe en Cristo, como acto del entendimiento humano,
adquiere un sentido absolutamente único, porque el tú en quien creo es Dios, el fundamento
de toda verdad y de toda realidad, también de la realidad del sujeto que cree. Por eso, la fe se
convierte en un dinamismo que lleva a la entrega absoluta del hombre. Este es el significado
más propio y natural del creer en Cristo: seguirle incondicionalmente. Además, la aceptación
de Cristo se traduce como gesto normal en testimonio, en ser su testigo mediante la palabra,
la vida y hasta la muerte. El creyente se ha entregado a una persona tal que tiene la capacidad
de exigir el don total -y sin condiciones- de la vida y de la muerte. Esta persona solo puede
ser Dios, porque solo Dios puede pedir esa entrega al hombre. Cuando el hombre se entrega
de esa manera a Dios, no se pierde a sí mismo, sino que alcanza la plenitud, queda liberado
del fanatismo porque entra en comunión con la Verdad y el Amor.

3.- Características de la fe
3.1.- Certeza y libertad de la fe
La fe es obediencia y decisión, pero es una decisión por la verdad, por la verdad divina
de aquel Dios que es amor (1 Jn 4, 8) y, que por tanto, solo puede ser entendida de una manera
connatural desde el amor, pero aprehendido por una actividad cognoscitiva. Tanto la Sagrada
Escritura como el Magisterio eclesiástico afirman con idéntica fuerza la certeza y la libertad
de la fe, lo cual parece contradictorio. De hecho, el conocimiento científico es de tal índole
que en él certeza y libertad se excluyen mutuamente, porque en la medida en que una cuestión
es cierta, en esa misma medida deja de ser de libre opinión para el entendimiento y viceversa.
Pero la certeza de la fe no se fundamenta en la evidencia del contenido a creer, sino en la
adhesión a Dios, en apoyarme en el mismo testimonio divino que me atrae interiormente para
aceptar lo que me propone. El conocimiento científico y el personal son dos tipos de
conocimiento cualitativamente distintos. En el conocimiento personal conozco a la persona
en una inter comunión y acepto su palabra. La certeza de la fe, por tanto, no se fundamenta
en la evidencia del contenido a creer, sino en la adhesión a Dios que se manifiesta en Cristo,
en el apoyarme en el mismo testimonio divino que me atrae interiormente. Por eso la certeza
de la fe se da en el interior y en el clima de la donación, de la entrega en el amor. Cuando se
acepta la duda en la fe, se sustituye la entrega como donación por el ansia de evidencia o por
el dominio del contenido a creer: todo lo cual es exactamente lo contrario de la donación
obediente propia de la fe.
Siempre es posible la duda de la fe -no la aceptación de la duda- y, por ello, hemos
de decir como aquel evangelio: «Creo, Señor, pero aumenta mi fe». A veces la dificultad
para creer proviene de las propuestas de las ciencias, pero, como dice el concilio Vaticano I,
«a pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas.
Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender en
el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero
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contradecir jamás a lo verdadero» (DH 3017). La raíz de los aparentes problemas entre
ciencia y fe surgieron (y surgen), porque se consideró como contenido de fe lo que no era y
como ciencia lo que tampoco era. La revelación nada dice acerca del curso de los astros o
sobre la evolución del mundo, y la ciencia nada tiene que decir sobre lo más profundo de
nuestra vida sobrenatural ni sobre la procedencia última del mundo. Si cada una permanece
en us propio campo, no tiene porqué suscitarse conflictos.

3.2.- La oscuridad de la fe
Es claro que se plantean dificultades o pruebas de la fe en el Antiguo testamento y,
sobre todo, en el Nuevo, donde aparece con radicalidad el problema de la aceptación de la
preexistencia de Cristo, de su muerte (Mt 16, 21-23), de su abajamiento a pesar de ser Hijo
de Dios (Flp 2, 6-8). La oscuridad de la fe proviene tanto del contenido como del modo de
conocer. Del contenido, porque es misterio, y del motivo o fundamento de la fe, porque ese
conocimiento no es fruto de la evidencia, sino que se apoya en «la autoridad de Dios que se
revela» (DH 3008; D 1789). Sin embargo, esta oscuridad no es falta de luz sino abundancia
de ella, y ese exceso es el que deslumbra a nuestros ojos, acostumbrados a verlo todo dentro
de los límites de nuestra capacidad intelectual y de acuerdo con sus parámetros. El contenido
de la fe es Cristo, es decir, el misterio trinitario revelado como salvación en Jesucristo, obra
del Amor absoluto. Nada en el mundo justifica ese amor, esa entrega. Ese horizonte del amor
de Dios libremente comunicado está siempre por encima de nosotros, deja siempre un abismo
que no puede ser salvado en esta vida. De todo lo dicho anteriormente se deduce que podemos
hablar de un claro-oscuro de la fe. Es oscuridad, porque Dios sigue siendo misterio, y sin
embargo es luz, porque sus signos comienzan a tener sentido para el creyente y los
acontecimientos ofrecen al hombre un nuevo valor, una nueva y maravillosa dimensión.

3.3.- La fe como acto eclesial


La fe, como decíamos, es un acto personal, dado que es la respuesta libre del hombre
concreto a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado de la comunidad
eclesial, y por eso necesita ser completado con la dimensión eclesial del creer. La fe tiene
una dimensión eclesial, por eso la palabra creo dice que «estoy de acuerdo con lo que
nosotros (la Iglesia) creemos». A este acuerdo en la fe común se le llama profesión de fe, que
se concreta en el Credo y que se fundamenta en el testimonio de los apóstoles, transmitido a
la Iglesia. Hay una implicación mutua entre el acto de fe del creyente y la fe de la Iglesia, ya
que, si el creyente se inserta en la Iglesia para acceder a Cristo, la Iglesia está en cada creyente
que Prodesa la «la fe común». La fe de la Iglesia entera precede a la respuesta de la persona
concreta; engendra en la fe, pues es la Iglesia la que me introduce en ella como comunidad
de fe, y conduce y alimenta la fe mediante los sacramentos. «Nadie se ha dado la fe a sí
mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús
y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón
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en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros,
y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros (CEC 166).

II. DIOS SE REVELA


«Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su
voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tiene acceso
al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina» (DV 2). La fe -de
la que ya hemos tratado- es precisamente la respuesta a esta revelación de Dios. Ahora
debemos abordar este tema, que es el acontecimiento más fundamental, la primera categoría
teológica, porque toda la economía de la salvación reposa sobre este suceso: la
automanifestación de Dios al hombre como Verdad y Vida mediante acontecimientos y
palabras, por la cual el hombre establece una verdadera comunicación con él.

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