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Pero las primeras comunidades entregaron igualmente a sus sucesores todo un conjunto de
prácticas. «En los tres primeros siglos, las Iglesias toman cuerpo poniendo en práctica la
tradición recibida de los apóstoles, la cual se identifica con la misma vida eclesial, con sus
elementos constitutivos esenciales: la confesión de la fe, el bautismo v la eucaristía, la
comunión de los fieles, la disciplina, unos ministerios, las Escrituras».
2. Afirmaciones Ocasionales
La fe de los cristianos en la Iglesia, por consiguiente, no se refleja durante los tres primeros
siglos más que a través de unos elementos ocasionales, que manifiestan la vida y las
preocupaciones de las diversas comunidades o iglesias. Trasmiten lo que las constituye: una
confesión de fe, el rito bautismal, la asamblea eucarística, un conjunto de textos autoritativos,
unas cuantas reglas de organización poco unificadas al principio.
De esta forma todas las realidades de la Iglesia son como “sacramentos”, manifestaciones
terrenas de lo que tiene su verdad última «en el cielo». De este modo la Iglesia engloba el
cielo y la tierra, y su organización visible reproduce la estructura de la Iglesia celestial. Las
diversas funciones que se ejercen en ella no son funcione, práctica solamente, sino que
pueden servir para representar el orden divino. Como es espiritual en su esencia, la Iglesia
preexiste antes de su manifestación visible y se hace visible «en la carne de Cristo». Esta
visión de la realidad eclesial tiene su valor, pero también sus riesgos. En primer lugar, permite
relativizar las realizaciones terrenas del ser-Iglesia.
En efecto, resulta bastante evidente a los ojos de todos que estas realizaciones pueden
corresponder tan sólo de una manera muy imperfecta al modelo ideal. Hay cristianos
«carnales», en los que la verdad del modelo no se realiza más que de manera superficial, y
cristianos «espirituales» en los que actúa realmente el Espíritu. De esta forma queda a salvo la
pureza del ideal, aun teniendo en cuenta las imperfecciones fácilmente perceptibles de la
realidad. «Sin embargo, existe el peligro de sustituir la referencia escatológica bíblica, que es
de tipo histórico (mundo presente - mundo venidero), por una referencia de tipo ejemplarista
(mundo de abajo - mundo de arriba; corporal o carnal y espiritual)». Y entonces nos
acercaríamos a la tentación de los gnósticos, que se consideraban como superiores por ser
«espirituales». Existe además el peligro de sacralizar unos modos de organización cuyo origen
está marcado por circunstancias contingentes.
Estos ejercen dicha participación interviniendo como parte activa en las decisiones: elección o
aprobación de los ministros, concilios, y además ejerciendo sus propios carismas. Algunos
«laicos», como Justino u Orígenes (antes de aceptar ser ordenado presbítero), ponen
espontáneamente sus dones al servicio de la fe. Muchos cristianos se interesan por las
cuestiones dogmáticas y teológicas, y no solamente una dijo de personas cultas, sino el mismo
pueblo sencillo Es muy viva la convicción de que, si se conoce la verdad, es preciso
comunicarla.
En otras palabras, la antigua Iglesia puede caracterizarse por la palabra clave de Communio.
La Iglesia local es una comunión que tiene su centro en el obispo; pero las diversas
comunidades están igualmente en comunión entre sí a través de un intercambio muy denso de
informaciones y servicios. Esta comunión se manifiesta además en la elección de un nuevo
obispo, en donde se conjugan la participación de la comunidad local y la decisión de los
obispos vecinos. Se expresa igualmente en las reuniones que celebran regularmente ¡no
obispos de la misma región. Pero la percepción de fondo sigue siendo la pertenencia a una
comunión católica, es decir, universal.
La Iglesia dejaba de ser un grupo más o menos elitista y se iba atenuando poca a poco el
contaste entre ella y el resto de la sociedad. Contaba entre sus filas a muchos santos, pero
también y sobre todo a numerosos pecadores. Este cambio suponía naturalmente una
disminución de la tensión entre la iglesia y el mundo», incluso en la conciencia eclesial. Se
trata de un fenómeno cuyas consecuencias eclesiológicas vale la pena considerar. En efecto, a
la Iglesia le costaba más trabajo atestiguar ciertos aspectos de la radicalidad evangélica. Pero
ésta asume entonces nuevos contornos.
En el pueblo cristiano había diversas categorías de personas, con diversos compromisos y
deberes. Ya las epístolas del Nuevo Testamento contenían consejos diferenciados para los
padres, los hijos, los esclavos. Desde el siglo II se afirma la tendencia a canonizar algunas de
esta, categorías bajo la forma de «órdenes»: nos encontramos con el orden de las viudas, el
orden de los monógamos, el orden de las vírgenes, que tenían cada uno de ellos sus
obligaciones y eventualmente sus privilegios. Desde el siglo IV, esta (misma evolución dará
origen al monaquismo. Cuando se difunde esta manera de ver, se hace más difícil identificar
pura y simplemente a la Iglesia con todo el pueblo de los bautizados.
A partir de las indicaciones ocasionales dispersas por la carta, podemos formarnos una idea
bastante clara de las tendencias eclesiológicas de la Iglesia de Roma. Si “la Iglesia de Dios
que habita como forastera en Roma” puede dirigirse a «la Iglesia de Dios que habita como
forastera en Corinto», es porque tiene conciencia de que forma con ella una sola y única
Iglesia. tal como atestigua la preocupación por la comunión que motiva toda la carta. Los
miembros de esta Iglesia son designados como «los llamados», o la «comunidad», más
comúnmente como «los escogidos», o también «el rebaño de Cristo». Se les atribuyen las
cualificaciones que la Biblia da a Israel, al que Dios ha escogido como su pueblo particular:
los cristianos son «porción suya escogida», «su porción santa».
Este pueblo está totalmente orientado hacia los bienes de la promesa, pero goza ya «de sus
magníficas y gloriosas promesas», «de un mayor conocimiento», a Saber, «el conocimiento
de la gloria de su nombre». Sobre todo, lo que une a la comunidad, lo que es como su ley
específica, es la ágape, el amor: en ella tiene que reinar la voluntad de paz, la humildad, la
sumisión mutua. Estas características son fundamentales para nuestro autor: tienen más
interés todavía si se piensa que la Carta ha sido citada de ordinario por su concepción del
orden y de la obediencia, así como por el papel que se reconocía a la Iglesia de Roma y a su
obispo.
En efecto, la ocasión de la carta invitaba a predicar la concordia y el buen orden. Este se
ilustra evocando la armonía del cosmos, lo cual le hace parecer una especie de ideal
intemporal, integrando así a la Iglesia en el conjunto del plan creador y canonizando sus
formas de organización de una manera inmutable. Uno de los aspectos que ha impresionado a
sus comentaristas ha sido la utilización de la comparación militar para exigir el respeto al
orden en la comunidad.
Pero hay más de un indicio para pensar que Clemente se refiere más bien a «una concepción
sacral y sacerdotal del pueblo en el desierto», de origen judío.
Lo que se percibe a través de todo esto es la estructuración de la comunidad: cuenta con
obispos y con presbíteros, y también con diáconos. Estos ministros fueron establecidos por los
apóstoles, que a su vez vienen de Jesucristo, y Jesucristo de Dios". Esta «regla» de sucesión
fue impuesta por los mismos apóstoles, lo cual no impide ni mucho menos que la comunidad
intervenga también en la designación de los responsables. Porque éstos fueron instituidos
«con consentimiento de la Iglesia entera».
¿Y qué decir del papel que la carta atribuye a la Iglesia de Roma y a su obispo? La carta, que
no tiene nada que ver con un decreto disciplinar, se presenta como un documento dirigido por
unos hermanos a otros hermanos, en virtud del sentimiento de responsabilidad que siente por
la paz de la comunidad de los Corintios, pero también de la preocupación que tienen por la
unidad de la Iglesia. En la exhortación es el «nosotros» lo que domina: «Todo esto, carísimos,
os lo escribimos no sólo para amonestaros a vosotros, sino también para recordárnoslo a
nosotros mismos, pues hemos bajado a la misma arena y tenemos delante el mismo combate»;
«seamos, pues, humildes, hermanos», «no dudemos ni vacile nuestra alma».
Pero si el tono de la carta es fraternal, denota también una especie de autoridad. Cuando está
en crisis la unión de los corazones, el tono de la carta no se anda con bromas: se trata de una
«sedición abominable y sacrílega». El autor pretende ser intérprete de la voluntad de Dios: «Si
algunos desobedecieron a las amonestaciones que por nuestro medio os ha dirigido El mismo,
sepan que se harán reos de no pequeño pecado y se exponen a grave peligro»; «os acabamos
de escribir, impulsados por el Espíritu Santo».
Este tono autoritario parece ser que fue recibido sin dificultad por los corintios; no puede
explicarse más que en virtud del papel especial que se reconocía ya a la Iglesia de Roma en el
mantenimiento de la ágape (el amor que une a los creyentes entre ellos mismos y con Dios),
fundamento de la Iglesia universal, y esto «debido a la preeminencia de las columnas que en
Roma habían derramado su sangre por Cristo». ¿Habrá que reconocer ya en aquella época un
papel particular al mismo autor de la carta? No cabe duda de que el documento lleva su
huella: «La tradición posterior atribuyó esta carta a Clemente, sucesor de Pedro, pero no
tenemos ningún otro testimonio sobre un episcopado monárquico en Roma por aquella época
antigua.
La interpretación mínima consistiría en decir que el autor no era más que el portavoz del
consejo presbiteral de Roma. De hecho, a pesar de su ocultamiento voluntario, reivindica la
autoridad del Espíritu Santo sobre la carta que escribe en nombre de su Iglesia. Podría decirse
quizás que tiene conciencia de ser la voz de una Iglesia fundada sobre el testimonio de Pedro
y de Pablo, una Iglesia cuya misión consiste en servir la agapé a todas las Iglesias»
Se advierte la prudencia de estas afirmaciones. Desde el punto de vista del reparto de los
poderes en la Iglesia, «la Carta de Clemente plantea más cuestiones que las que responde».
Ignacio de Antioquía es el primer autor que designa al conjunto de los cristianos con el título
de «Iglesia católica» en el sentido de Iglesia universal en oposición a las Iglesias particulares.
Apasionado por la unidad, que es el corazón de su teología, no deja de predicarla a todos sus
destinatarios. Los herejes son peligrosos; las divisiones son el principio de todos los males.
«Amad la unión. Huid las escisiones. Sed imitadores de Jesucristo, como también él lo es de
su Padre. Lo que mantiene esta unión es la ágape, el amor mutuo que se traduce en actos, en
preocupación por «la viuda y el huérfano..., el atribulado..., el encadenado..., el hambriento y
el sediento»".
Ignacio cultiva también esta unión de corazones entre las Iglesias. Las Iglesias se escriben
mutuamente, se visitan, se sostienen unas a otras. A través de sus Cartas, se ve cómo las
Iglesias de Éfeso y de Esmirna se preocupan por la suerte de Antioquía, privada de su pastor.
Ignacio recomienda a los romanos que pidan por su comunidad. Si ésta está en paz, se elegirá
a un diácono para que vaya a felicitarla`. Por aquella época, los viajes son muy frecuentes y
los cristianos no viajan menos que los demás, lo cual favorece los vínculos entre las
comunidades.
Esta gran unidad que forman los «santos» se encarna en una sociedad visible, que en Asia
Menor se presenta fuertemente organizada y claramente jerarquizada. En la cumbre, un solo
obispo por ciudad, que en adelante se distingue claramente del colegio de presbíteros;
finalmente están los diáconos. En Ignacio no se encuentra ninguna mención de las funciones
carismáticas de los profetas, los didáscalos, los apóstoles itinerantes, de los que nos hablan las
epístolas paulinas y cuyo recuerdo nos conserva por lo menos la Didaché, a finales del siglo I.
Esta jerarquía tiene tres grados y se justifica por razones místicas. Se compara a los obispos
con Dios Padre o con Jesucristo, a los presbíteros con los apóstoles, mientras que los diáconos
son «servidores de la Iglesia de Dios»`.
Evidentemente cuando escribe Ignacio, esta situación no es nueva, lo cual no quiere decir que
sea general. Así, por ejemplo, su carta a los Romanos no hace mención de un obispo de esta
comunidad (siendo así que menciona a los obispos de Éfeso, de Magnesia, de Tralles, de
Esmirna); se dirige colectivamente a «la Iglesia que preside en la capital del territorio de los
romanos».
En efecto, hacen muy pocas referencias a la comunidad cristiana y a su vida, a no ser en los
puntos en los que tienen que defenderla de las calumnias (por ejemplo, la acusación de
canibalismo o de incesto). Subrayan fuertemente la moral elevada de los cristianos, su amor
fraterno, el buen orden de sus asambleas, la superioridad de su doctrina. Tan sólo
indirectamente, a través de la diversidad de sus temperamentos, podemos representarnos la
forma con que la Iglesia se veía a sí misma frente a la sociedad de su tiempo.
Lo que predomina es la distancia crítica: crítica del politeísmo y de la idolatría, crítica del
culto imperial, crítica de la inmoralidad reinante. Pero se encuentra también otra tendencia, la
que valora los elementos positivos de la cultura de su tiempo. Son numerosas las referencias
positivas a la filosofía, bien sea la de Platón o la del estoicismo, comúnmente difundido en el
ambiente culto. Los apologistas se complacen en criticar radicalmente el paganismo y en
partir de una especie de evidencia de la verdad que proclaman y por la que están dispuestos a
dar su vida, pero no por eso dejan de expresarse en términos de tolerancia. Taciano (por el
120) formula de este modo el punto de vista de los cristianos: «Todas esas inutilidades os las
cedemos; vosotros también, o creed en nuestras doctrinas o, imitándonos a nosotros, dejadnos
en paz con ellas».
Del mismo modo, la crítica del culto imperial no impide a los apologistas y a las comunidades
cristianas en general aceptar la autoridad del emperador, tanto más cuanto que estas
comunidades procedían de las capas populares, acostumbradas a aceptar la función de las
autoridades públicas. Los cristianos no son rivales del poder político: su Reino es de los
cielos. Al contrario, «nosotros somos vuestros mejores auxiliares y aliados para el
mantenimiento de la paz».
Entre los apologistas hay que conceder un lugar especial a Justino (+ por el 165). Filósofo
platónico convertido, Justino no se contentó con emprender la defensa del cristianismo contra
los paganos, sino que en su Diálogo con el judío Trifón intenta demostrar que los cristianos
son el nuevo Pueblo de Dios, «el pueblo de Israel verdadero y espiritual».
Justino nos ha dejado la primera descripción precisa de la eucaristía y de una asamblea
cristiana dominical. Vemos allí el papel capital que representa la ayuda mutua en la
comunidad:«Los que tienen y quieren, cada uno según su libre determinación, dan lo que bien
les parece y lo recogido se entrega al presidente y él socorre de ello a huérfanos y viudas, a
los que por enfermedad o por otra causa están necesitados, a los que están en las cárceles, a
los forasteros de paso y, en una palabra, él se constituye provisor de cuantos se hallan en
necesidad»
Es ésta una preocupación que se advierte a lo largo de los primeros siglos cristianos. El texto
habla también de una distribución de funciones en la comunidad: menciona al «que preside a
los hermanos», que, «cuando el lector termina», «de palabra hace una exhortación e
invitación» a los fieles y «dice la acción de gracias sobre el pan y el vino»; por otra parte está
el «pueblo presente que dice: Amén», y también los «ministros o diáconos» que reparten a los
asistentes a la eucaristía-. Pero este reparto de funciones no constituye ningún obstáculo para
la identificación primera de los cristianos con el «nosotros» de la comunidad entera.
Separarse de ella es apartarse de la verdad. Es ella la que ha recibido del Señor el Espíritu; por
eso es el lugar de los carismas y quienes residen en ella son capaces de discernir los espíritus
y detectar los errores` «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el
Espíritu de Dios allí está la Iglesia y toda la gracia; pues bien, el Espíritu es verdad»: frase
célebre que demuestra claramente el vínculo de los tres: el Espíritu, la Iglesia y la verdad.
Ireneo no habla más de -las relaciones entre el Espíritu y la institución. Ve las funciones
eclesiales principalmente desde la perspectiva del magisterio doctrinal y considera que la
unidad de fe de los cristianos en el mundo entero manifiesta su fidelidad a la doctrina de los
apóstoles. Esta unidad no se ve comprometida por ciertas diferencias que pueden darse en las
prácticas, como demuestra la carta de Ireneo a Víctor, obispo de Roma, a propósito de la
fecha de celebración de la pascua".
Hay un pasaje en Ireneo que ha hecho correr ríos de tinta, ya que se refiere al papel particular
de la Iglesia de Roma en la fidelidad a la transmisión de la fe:
«Como sería demasiado largo [...] enumerar las sucesiones de todas las Iglesias, tomaremos
solamente a una de ellas, la Iglesia muy grande, muy antigua y conocida de todos, que los dos
gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo fundaron y establecieron en Roma: al mostrar que la
tradición que ella tiene de los apóstoles y la fe que ella anuncia a los hombres han llegado
hasta nosotros por las sucesiones de los obispos, confundiremos a todos los que [...]
constituyen grupos ilegítimos: pues con esta Iglesia, en virtud de su origen más excelente
(propter potentiorem principalitatem) tiene que estar de acuerdo toda Iglesia, es decir los
fieles de todas las partes del mundo: es en ella donde siempre, en beneficio de esas gentes de
todas partes (ab his qui sunt undique) se ha conservado la tradición que viene de los
apóstoles».
¿En qué sentido hay que interpretar lo que se dice de la Iglesia de Roma y de su potentior
principalitas? El movimiento del pensamiento está claro y lo encontramos en otras partes:
«Hay que escuchar a los presbíteros que están en la Iglesia: son los sucesores de los apóstoles,
[...] y, con la sucesión en el episcopado, han recibido el carisma seguro de la verdad, según el
beneplácito del Padre. En cuanto a todos los demás que se separan de la sucesión original, sea
cual fuere la manera con que celebran sus conventículos, hay que mirarlos con sospecha».
En esta óptica, Ireneo concede cierta preeminencia a las comunidades que fueron
inmediatamente fundadas por los apóstoles: es posible confiar más en ellas en cuanto a la
pureza de la doctrina trasmitida a partir de ellas. Desde ese punto de vista, la Iglesia de Roma
posee un «origen más excelente». Debido a su fundación por Pedro y por Pablo, basta con ella
sola como test de autenticidad. Y ese test es incluso «necesario», si se quiere estar seguro de
una continuidad con el origen.
Al comienzo, las situaciones escandalosas podían ir tratándose caso por caso. Pero si los casos
se multiplicaban, la cuestión tomaba otra dimensión. Estaba en discusión la naturaleza misma
de la Iglesia. ¿Había que conservar a toda costa una Iglesia de puros y de fieles, o bien abrir
ampliamente las puertas para que pudieran más personas beneficiarse de la gracia de Cristo,
unos más y otros menos? ¿No corría entonces la Iglesia el peligro de dejarse contaminar, de
perder su identidad y de ser infiel a la gracia de su origen?
Este problema no podía menos de suscitar tomas de posición de los teólogos y de los
dirigentes de las comunidades. Ya por el año 150, el esclavo liberto Hermas se había
planteado la cuestión ante la situación de la Iglesia romana".
A Calixto, antiguo esclavo que llegó a ser obispo de Roma, sólo lo conocemos por los ataques
de su adversario, el sabio sacerdote Hipólito, escritor fecundo e incisivo, preocupado por la
santidad de la Iglesia, que lo acusó de diversas herejías y acabó oponiéndolo a su propia
Iglesia, la única ortodoxa a su juicio.
Al contrario, declara Hipólito, Calixto está dispuesto a perdonar a todos los que se entregan a
sus pasiones; considera que un obispo no debe ser depuesto, aunque haya pecado
mortalmente; ha admitido a las órdenes a presbíteros, obispos y diáconos que se habían
casado dos y tres veces; tolera que un clérigo que se casa siga formando parte del clero, como
si no hubiera pecado. Calixto, por su parte, se apoya en textos como Rom 14,4 («¿Quién eres
tú para juzgar a un criado que no es tuyo?»), Mt 13,30 («Dejad que crezca la cizaña con el
buen grano») o Gn 6,19ss.; «pretendía incluso ver una imagen de la Iglesia en al arca de Noé,
en la que había perros, lobos, cuervos y toda clase de animales puros e impuros, añadiendo
que debía pasar lo mismo en la Iglesia»".
Más allá de las divergencias disciplinares, se trata de dos eclesiologías enfrentadas entre sí.
¿Es la Iglesia un pequeño rebaño de puros, o la reunión de pecadores que se sienten llamados
por la gracia y caminan mal que bien bajo esta luz? Por este misma época, Tertuliano en
África mantenía la misma posición que Hipólito. Algo más tarde, el debate resurgiría con
mayor intensidad todavía después de que la persecución de Decio (año 250), breve pero
violenta, provocase numerosas apostasías. En Roma, el presbítero Novaciano predicaba la
intransigencia.
Para ponerse de acuerdo en una pastoral común dentro de sus Iglesias respectivas, el obispo
Cipriano en Cartago y Cornelio en Roma convocaron cada uno un concilio en el 251. En los
dos casos, la decisión irá en favor de una mayor apertura hacia la reconciliación, mientras que
la doctrina de Novaciano, que el historiador Eusebio tacha de «antifraterna e inhumana en
sumo grado», será condenada como «ajena a la Iglesia». Fue finalmente la postura de Roma la
que prevaleció, no tanto sobre la base de la argumentación teológica, como por un lento
proceso de clarificación.
La Iglesia es la escuela en donde enseña su Esposo, el Logos. Se cita con frecuencia esta
declaración lírica de Clemente de Alejandría:«¡Qué admirable misterio! Hay un solo Padre
del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico por
doquier; hay también una sola virgen que ha llegado a ser madre, y me complazco en llamarla
Iglesia [...]. Es al mismo tiempo virgen y madre, intacta como virgen, llena de amor como
madre; ella atrae a sus hijos pequeños y los alimenta con una leche sagrada, el Logos de los
niños de pecho».
3. LA IGLESIA, LUGAR DEL VERDADERO CONOCIMIENTO DE DIOS:
ORÍGENES
A pesar de sus tendencias espiritualizantes, que le hacen pensar ante todo en la Iglesia
celestial, Orígenes concede a la Iglesia histórica concreta una atención mayor que Clemente,
por lo que mereció ser llamado «hombre de Iglesia» (vir ecclesiasticus). Las «Iglesias de
Dios» están esparcidas por toda la tierra. Comparadas con las «iglesias» o «asambleas
políticas» de los paganos, ellas brillan «como antorchas en el mundo». Si Orígenes suele
hablar de las Iglesias en plural, sabe que la Iglesia en su conjunto constituye «un solo
cuerpo», ya que no tiene «más que un solo Dios, Cristo, que nos estrecha y nos contiene en su
unidad».
«El Logos mueve a la Iglesia y a cada uno de sus miembros, que no hacen nada
independientemente del Logos». La Iglesia es el lugar de la verdad y del conocimiento de
Dios; fuera de ella, no existe más que una mezcolanza de verdad y de error. Es una
comunidad santa, aunque haya en ella «muchas deficiencias,... incluso en nosotros, los que
pasamos por formar parte de la Iglesia». El que peca, se excluye de la comunidad de
salvación; y al revés, si uno es excluido injustamente de la Iglesia, esta decisión no tiene
efectos espirituales.
Más que Clemente, Orígenes pone de relieve el carácter apostólico y eclesial de la tradición,
trasmitida por la sucesión de los obispos. Sea cual sea la importancia del papel que reconoce a
los «doctores de la Iglesia», la enseñanza de los mismos está sometida a la «predicación
eclesiástica», que tiene en los obispos su órgano cualificado. Él mismo sufrió esta
dependencia; se vio dos veces privado de su enseñanza por su obispo Demetrio; si se queja de
ello, no pensó sin embargo en oponérsele.
Las afirmaciones de Tertuliano sobre la Iglesia varían según sus escritos apologéticos o de
controversia, o también de sus comienzos o de su período montanista. Realidad esencialmente
celestial, resucitada ya con Cristo, habitada por «la Trinidad de la única divinidad, Padre, Hijo
y Espíritu Santo», la Iglesia se encuentra en oposición radical al mundo: éste es «la Iglesia del
diablo», opuesta a «la Iglesia de Dios», «la cárcel de la que han salido los cristianos». Las
imágenes paulinas de Cuerpo y de Esposa de Cristo le sirven a Tertuliano de fundamento para
sus exigencias morales". La imagen del cuerpo supone una identificación entre Cristo y la
Iglesia: cuando un hermano reza por su hermano, es el mismo Cristo el que intercede por el
pecador. Nacida, como una nueva Eva, del costado de Cristo en la cruz, la Iglesia es una
madre que engendra a sus miembros por el bautismo".
Frente a las herejías Tertuliano, lo mismo que Ireneo, subraya la unidad de la Iglesia. El
fundamento de esta unidad es a sus ojos propiamente teológico. La Iglesia refleja la unidad de
Dios Trinidad: «Donde están los tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo, allí se encuentra la Iglesia,
que es el cuerpo de los Tres»". Esta unidad se manifiesta en la unidad de fe de las diversas
comunidades, así como en la comunión que mantienen todas ellas entre sí". Los apóstoles
trasmitieron la doctrina a las comunidades que fundaron y éstas a su vez a las fundaciones
nacidas de ellas, de manera que la comunión con «esas Iglesias, nodrizas y fuentes de la fe»,
es un criterio de verdad; los obispos son los portadores de esa tradición.
Para mantener la unidad, Tertuliano no concede una importancia particular a los ministerios
eclesiásticos. Distingue con claridad entre clérigos y laicos, ordo et plebs, pero también los
laicos forman un ordo. El clero es necesario para mantener el orden en la Iglesia. Lo mismo
que en Orígenes, la pertenencia a la Iglesia lleva consigo elevadas exigencias morales, tanto
para los laicos como para los clérigos. El pecador se excluye a sí mismo de la Iglesia.
En este espíritu hay que comprender también su posición sobre el bautismo conferido por los
herejes: según él, ese bautismo tiene que repetirse cuando vuelven a la catholica; la Iglesia es
única, no puede haber bautismo fuera de ella. Habrá que aguardar a la disputa donatista y a las
posiciones de Optato de Milevi y de san Agustín para que esta cuestión encuentre una
solución comúnmente admitida.
Lo que constituye una auténtica novedad es la posición excepcional que recibe en Cipriano el
ministerio, especialmente el del obispo. El obispo es el que garantiza la unidad de la
comunidad. «El obispo está en la Iglesia y la Iglesia está en el obispo»; estar en comunión con
el obispo significa, por tanto, estar en comunión con la Iglesia. La unidad de la Iglesia entera
se manifiesta en la comunión de los obispos, que por todas partes enseñan la misma doctrina y
observan en todo la misma disciplina, dejando aparte ciertos detalles". Por otra parte, están en
relación unos con otros, se reúnen en concilios, se corrigen mutuamente (Cipriano no se priva
de hacerlo, incluso con el obispo de Roma): un mal obispo puede ser depuesto por sus
colegas.
No hay más que un solo episcopado": cada obispo lo ejerce plenamente, aunque está obligado
a la solidaridad con los demás obispos: «El episcopado es único, del cual participa cada uno
por entero». Pero la unidad de la Iglesia no depende propiamente de la colegialidad de los
obispos (Cipriano habla con frecuencia del collegium de los obispos): es dada por Dios y se
deriva de la unión con Cristo. Así pues, Cipriano es un «episcopalita». En el plano doctrinal,
no es un testigo claro del primado del obispo de Roma, pero, si sus posiciones oscilan, en la
práctica no discute la autoridad de la Sede romana: es «la Iglesia primada» (principalis
Ecclesia), por estar fundada sobre la cátedra de Pedro (primer empleo de este título). Se trata
de un hecho que todos admiten. Cipriano encuentra normal que se apele al obispo de Roma y
reconoce su derecho de intervención, aunque critica con vigor, alguna de sus decisiones.
6. LA PRÁCTICA CONCILIAR
Ya nos hemos encontrado con la práctica de las Iglesias de celebrar asambleas de una misma
región: así ocurrió a finales del siglo II, para tomar posición en la crisis montanista, o también
a apropósito de las discusiones sobre la fecha de la pascua en tiempos del obispo de Roma
Víctor (189-199) Estas asambleas se vivían por los que participaban en ellas -también algunos
laicos- como verdaderas «representaciones de todo el nombre cristiano», como «la
manifestación visible de la unidad católica» Los obispos presentes son conscientes de que
actúan en comunión con el conjunto de obispos.
A través de estas asambleas se va dibujando poco a poco lo que llegará a ser el concilio
ecuménico. Pero incluso independientemente de esta evolución, estas diversas asambleas
jugaron un papel importante, también en el plano doctrinal. Se caracterizan por un tipo
particular de funcionamiento de la Iglesia, que puede designarse como su «sinodalidad».
La Iglesia en el Imperio
I. EL NUEVO ESTATUTO SOCIAL DE LA IGLESIA
Por otra parte, sin embargo, el emperador ya cristiano intenta afirmar su autoridad incluso en
la Iglesia. Este modelo se desarrollará sobre todo a partir del siglo VI, pero vemos sus
preludios ya en Constantino. El emperador legisla en materia de reglas eclesiásticas y hasta en
cuestiones doctrinales. Convoca y dirige los concilios, crea y modifica las circunscripciones
eclesiásticas, nombra a los obispos de las sedes principales, concede a las decisiones de los
concilios valor de ley en el imperio. Esta concepción de sus funciones será una fuente de
conflictos, que marcará la historia de la Iglesia durante muchos siglos. La ambigüedad
aparecería con el primer emperador favorable a la herejía arriana.
En este nivel es donde se ejerce ante todo la colegialidad de los obispos, tanto si se trata de la
ordenación de un nuevo obispo como si están en juego cuestiones relativas a la fe o a la
herejía. En un nivel más elevado se sitúa el papel de las tres Iglesias principales, Roma,
Alejandría y Antioquía y, a partir del siglo IV, Constantinopla. Sus obispos supervisan otras
regiones más amplias. A partir del siglo V, se les llama, «patriarcas». Al final de esta
evolución, la Iglesia está distribuida en patriarcados, ante los que Roma reivindicará muy
pronto sus derechos y verá reconocido un papel especial entre las otras sedes, superando el
territorio que era antes el suyo, el de la Italia central y meridional.
Otro aspecto de esta evolución es la acentuación de las diferencias entre las diversas
categorías de bautizados. El aumento del número de fieles había dado origen a una menor
homogeneidad de las comunidad, en las que se reunían a la vez «santos» y pecadores. Se
introdujo igualmente la tendencia a considerar que los verdaderos cristianos eran los ascetas,
los que se distinguían de la condición común por sus renuncias, huyendo al desierto para
librarse de la corrupción de las ciudades y esforzándose, en las diversas formas de
cenobitismo, por reproducir la pureza de la comunidad primitiva de la que nos habla el libro
de los Hechos. El fin de la era de los mártires marcó el comienzo de la era monástica.
Fue sin duda Basilio de Cesárea (329 – 379) quien percibió con mayor viveza los peligros de
una Iglesia de masas, que corría el riesgo de perder su identidad frente a la sociedad. Por eso
no se contentó con situar el monaquismo en un lugar preciso dentro de la Iglesia, sino que lo
propuso como ejemplo para todos los cristianos, como continuadores de la comunidad
primitiva de Jerusalén. Esperaba que su ejemplo arrastraría a toda la Iglesia.
El favor de que ahora goza la Iglesia conduce a la constitución del clero como categoría social
claramente separada. Desde Constantino, los responsables de la Iglesia reciben privilegios e
inmunidades.
El celibato clerical empieza a difundirse a partir del siglo IV. Por el año 430, los sacerdotes
empiezan a llevar un traje particular. A finales del siglo V, los clérigos imitan la tonsura a
imitación de los monjes. A partir del siglo VII, los fieles van comprendiendo cada vez menos
el latín litúrgico y se multiplican los signos de un alejamiento entre la liturgia que celebran los
sacerdotes y la comunidad de los fieles. En un Occidente sacudido por las invasiones
bárbaras, la cultura se va haciendo rara y el latín se convierte en patrimonio de los clérigos.
Va tomando cuerpo la futura fórmula de Graciano: «Hay dos clases de cristianos...».
Sin embargo, las relaciones entre la Iglesia y la sociedad global conocen una orientación
distinta en Oriente y en Occidente. A partir de lo que podríamos llamar la «teología política»
de Eusebio de Cesárea, nace en Oriente la ideología imperial de Bizancio, que establece una
equivalencia entre el Imperio y el pueblo de Dios -lo cual no impidió ciertas resistencias
contra la ingerencia del emperador en los asuntos eclesiásticos-. En Occidente, las
circunstancias son distintas y originan una conciencia más clara de la separación entre la
Iglesia y el Estado. La Ciudad de Dios de san Agustín jugará un papel importante en esta
toma de conciencia.
Los obispos de Oriente y Occidente (o sus representantes) son testigos de la única fe eclesial,
que se les ha trasmitido por la Escritura y por la tradición apostólica. Si toman decisiones en
materia de disciplina, cuando se trata de la fe no dicen «hemos decidido», sino «ésta es la fe
de la Iglesia católica». Es allí donde se basa su autoridad: representan a la Iglesia entera, en la
que vive Cristo y donde actúa su Espíritu.Al mismo tiempo, se constata ya desde el concilio
de Nicea el papel particular que representaba el obispo de Roma.
A pesar de que él no está presente más que por medio de sus legados, éstos son mencionados
en la lista de los participantes inmediatamente detrás de Osio, el obispo de Córdoba, consejero
teológico de Constantino (al que algunos consideran como el representante oficial de la sede
de Roma). En el concilio de Sárdica, hoy Sofía (343), el papa Julio envía también
representantes suyos. Los cánones de Sárdica representan un primer esfuerzo por definir
jurídicamente la posición del obispo de Roma en la comunión de los obispos.
A partir del estado en que se había quedado en el siglo III, la eclesiología del Oriente casi no
había conocido ningún desarrollo. En su 18 Catequesis (por el 350), Cirilo de Jerusalén ofrece
una especie de resumen de «lo que los griegos han afirmado siempre de la Iglesia» (Harnack).
Comenta la frase de la confesión de fe bautismal relativa a la Iglesia: «y en la Iglesia una,
santa, católica». La Iglesia es católica debido a su universalidad, a su doctrina, ya que reúne
gentes de toda condición, a las que cura de todo pecado; ella posee toda clase de virtudes y de
carismas del Espíritu. Su cualidad de «católica» permite distinguirla del conjunto de las
herejías.
Ella sola es nuestra madre, la esposa de Cristo, y refleja a la Jerusalén de arriba. Dios le ha
conferido las funciones y carismas de los que habla Pablo en 1Cor 12,28. Antes perseguida,
hoy es honrada por los reyes y los poderosos. Pero mientras que éstos no tienen más que una
soberanía limitada, la Iglesia se extiende por toda la superficie de la tierra.
En los grandes obispos Atanasio, Gregorio de Nacianzo, Basilio, Gregorio de Nisa, Cirilo de
Alejandría, Juan Crisóstomo, volvemos a encontrarnos con todas las imágenes tradicionales
de la Iglesia. Los debates de la época se refieren a otros puntos doctrinales, pero a través de
las grandes controversias dogmáticas mantienen una conciencia muy clara de que es la
identidad de la Iglesia lo que está en juego. Se apoyan comúnmente en la doctrina paulina de
la Iglesia como Cuerpo de Cristo.
Lo mismo que María, es la nueva Eva: todo lo que se dice de María toca al «misterio de la
Iglesia». La Iglesia es también Cuerpo de Cristo, reunida en la unidad por el «sacramento» de
su Cuerpo. Su unidad se realiza por la comunión de la comunidad local con su obispo y por la
comunión de los obispos entre sí; pero más profundamente, es obra del Espíritu Santo en
todos ellos. La autoridad de los obispos les viene de su identificación con su «sede»; por eso,
hasta Calcedonia nadie podía imaginarse que se pudiera desplazar a un obispo ni que se
ordenara a nadie obispo, a no ser para una sede determinada`.
Los padres latinos de esta época atestiguan también la fe común en la función de Pedro como
«primer creyente y príncipe de los apóstoles», «fundamento de la Iglesia». Este fundamento
es para ellos no tanto la persona de Pedro como su fe. Su primado es de orden doctrinal más
que jurídico; él es el que garantiza la fe y la unidad de la Iglesia. En un marco de pensamiento
simbólico, Ambrosio puede escribir: «Donde está Pedro, allí está la Iglesia».
¿Se trasmite esta función de Pedro a los obispos de Roma? Para Ambrosio, la Iglesia de Roma
sigue siendo el criterio de la verdadera fe. Basta con seguirla para evitar la herejía. Estar en
comunión con ella, es la garantía de la unidad de la fe y de la misma Iglesia. En el siglo V, se
trata de una convicción común en la Iglesia de Occidente. Pero no hay nada en Ambrosio que
se parezca a un primado de jurisdicción reconocido al obispo de Roma. Jerónimo, anclado
también con la misma firmeza en la «romanidad», personaliza más aún esta referencia a la fe
apostólica: es llevada por la «cátedra de Pedro» (cathedra Petri) y su titular, el papa Dámaso y
sus sucesores. En este sentido interpreta el texto de Mt 16,18; la promesa hecha a Pedro es lo
que fundamenta la autoridad de la Iglesia romana en materia de fe.
A finales del siglo IV, los obispos de Roma tienen generalmente la conciencia de tener una
posición independiente de los concilios y superior a ellos. Por otro lado, para todo el mundo
latino Roma es la única Iglesia apostólica y se convirtió pronto en «la Sede apostólica» sin
más. Lo que hizo necesario un progreso del pensamiento propiamente eclesiológico fue el
debate contra el donatismo. Esta «Iglesia de puros» había nacido tras la persecución de
Diocleciano (303-305), durante la cual algunos sacerdotes y obispos habían entregado las
sagradas Escrituras. Se les llamó traditores, es decir, traidores.
El año 312, al morir el obispo de Cartago, su antiguo diácono Ceciliano fue elegido como
sucesor. Los obispos de Numidia acusaron a Ceciliano de haber sido consagrado por un
traditor y eligieron contra él a un tal Mayorino, a quien sucedió Donato del 313 al 347. Frente
a la pretensión donatista de ser la única verdadera y santa Iglesia y de poseer ella sola los
sacramentos válidos, había que defender la aposición católica y justificar el hecho de que la
Iglesia no reiterase el bautismo administrado correctamente por los herejes y reconociera la
validez de las ordenaciones hechas por los traditores.
Optato, obispo de Milevi en Numidia (+ antes del 400) fue el que señaló un camino de
solución en sus siete Libros contra el donatista Parmeniano (± 366 – 367). La fuerza
santificadora de los sacramentos no viene de los hombres que los administran, sino de Dios
mismo: «Es Dios el que lava, y no el hombre [...]; es propio de Dios purificar, y no del
hombre». «Todos los que bautizan son obreros y no patronos; y los sacramentos son santos
por ellos mismos y no por los hombres».
Al cortar su comunión con la Iglesia que posee los sepulcros (memoriae) de los apóstoles
Pedro y Pablo, los donatistas se separaron por eso mismo de la tierra entera. «Lo que hasta
ahora sólo se llevó a la vida implícitamente en las relaciones entre las Iglesias se descubre
ahora explícitamente y se fundamenta ya de alguna manera teológicamente. La eclesiología de
Optato es una eclesiología de comunión; sin embargo, esta comunión se construye ahora en
tomo al primado romano, claramente afirmado».
3. AGUSTÍN
La eclesiología de san Agustín (354-430) se caracteriza por sus preocupaciones pastorales y
por la necesidad de tomar posición ante los donatistas, que todavía contaban con numerosas
comunidades de África. Frente a que no es a sus ojos más que un partido (pars Donati),
Agustín subraya la universalidad de la Iglesia en el tiempo y el espacio: la Iglesia engloba a
todos los justos, «desde el justo Abel hasta el fin del mundo». Su verdadera esencia consiste
en ser el Cuerpo de Cristo. El Espíritu Santo le da la caridad, que lleva a cabo su unión con
Cristo así como la unión de los miembros entre sí. Pero la Iglesia no presenta ese Cuerpo de
Cristo en toda su pureza: en ella hay también pecadores, que no le pertenecen propiamente
hablando.
Están ciertamente en ella por el número, pero no por el mérito -distinción que se hará clásica.
Sólo los justos «son propiamente Cuerpo de Cristo». Por tanto, hay que distinguir entre la
Iglesia mezclada (mixta) de este mundo y la santa Iglesia del final de los tiempos, entre «la
Iglesia tal como es ahora» y «la Iglesia que será algún día». Sólo Dios sabe quiénes son los
que, en aquel momento, pertenecerán a la verdadera Iglesia: es idéntica al número de los que
están predestinados a la salvación. «En la inefable presciencia de Dios, muchos que al
aparecer están fuera, en realidad están dentro, y otros muchos que parecen estar dentro, se
encuentran fuera»24.
Esta última distinción no se comprende bien más que en el interior de la perspectiva propia de
san Agustín, que no siempre se interpretará justamente a continuación. Marcado por una
visión platónica de lo real, Agustín distingue dos niveles en la realidad de la Iglesia: la
«comunión en los sacramentos» (communio sacramentorum) y la «comunidad de santidad»
(societas sanctorum). Los sacramentos crean entre quienes los celebran una comunión, pero
una comunión que se queda en un determinado nivel de superficialidad, en donde pueden
reunirse buenos y malos. Pero esos mismos sacramentos apelan a una realidad interior,
realidad que sólo se da a los que están realmente asociados en la unidad por la caridad.
Esta unidad en la caridad es obra del Espíritu y es la que constituye la verdadera realidad de la
Iglesia y posee su fuerza santificadora. De este modo, para Agustín, es esta Iglesia, y no sólo
Pedro, la que ha recibido las llaves y perdona los pecados: «Estas llaves no las recibió un solo
hombre, sino la unidad de la Iglesia». Interpretar en términos institucionales esta concepción
de la Iglesia sería falsear el pensamiento de Agustín.
Pero es difícil ver cómo Agustín pone en relación a la Iglesia con lo que él llama la Ciudad de
Dios. Esencialmente celestial, la Ciudad de Dios tiene como primeros ciudadanos a los
ángeles, pero abarca también a la Iglesia en la medida en que es la asamblea de los santos.
Aunque a veces la llama Iglesia, nunca dice que esta Ciudad de Dios sea mixta. Al contrario,
a propósito de la Iglesia, precisa con frecuencia: la Iglesia que es de nuestra humanidad, la
Iglesia de aquí abajo, la Iglesia que está en peregrinación. Esto no le impide reconocer que
esta Iglesia es ya una cierta presencia del Reino de Dios, pero el reino de la militancia, no ya
«el que existirá al final del mundo».
En su forma histórica, esta sociedad cristiana se propagó por todo el mundo a partir de las
Iglesias apostólicas, las que tuvieron a un apóstol por fundador. Entre ellas, la Iglesia romana
tiene un estatuto privilegiado, ya que posee la cátedra de Pedro, lo cual le permite confirmar
la fe de las otras Iglesias y hace de ella una personificación de toda la Iglesia. Pero Agustín no
separa a la Iglesia de Roma de las demás Iglesias: su papel particular no atenta absolutamente
en nada a la importancia de los concilios plenarios, que siguen siendo para él la instancia
doctrinal ordinaria, dado que representan «la autoridad de la tierra entera». Sus decisiones
expresan el consentimiento de la Iglesia universal, que no puede reposar más que en una
inspiración de Dios».
Por su concepto diferenciado de Iglesia, Agustín percibe mejor que los donatistas la realidad
de la Iglesia tal como ha llegado a ser en el Imperio. Respecto a la teología anterior,
profundiza sensiblemente en el concepto de la santidad de la Iglesia y de la de cada creyente.
Algunos elementos de esta eclesiología permanecerán como adquisiciones duraderas del
pensamiento católico: por ejemplo, su teología del Cuerpo místico, su idea de la Iglesia como
realidad mezclada (Ecclesia mixta), del valor objetivo de los sacramentos, del papel
puramente ministerial de la Iglesia respecto a la gracia. La eclesiología de Agustín, en
particular su teología de la Ciudad de Dios, seguirá influyendo en toda la Edad Media y hasta
los reformadores. Pero su complejidad hace que tenga que sufrir reducciones, bien en un
sentido teocrático, bien en un sentido espiritualizante.
4. LA IGLESIA EN LA CONFESIÓN DE LA FE
No podemos dejar este período sin mencionar el lugar que tuvo la afirmación de la Iglesia en
las confesiones de fe, tal como se encuentran desde la segunda mitad del siglo II en las
preguntas bautismales". No resultaba sorprendente para nadie mencionar, después del
Espíritu, a la Iglesia como el lugar de su acción. La necesidad de distinguir bien entre la gran
Iglesia y los diversos grupos heréticos fue sin duda lo que motivó que se explicitase esta
mención. En las confesiones de fe bautismales del siglo IV, es normal la mención de la
Iglesia. En Roma se decía simplemente: «Creo... en la santa Iglesia»; en Jerusalén:
«Creemos... en la Iglesia una, santa, católica». El símbolo niceno-constantinopolitano añade el
adjetivo «apostólica». El símbolo de los apóstoles, detrás de «la santa Iglesia católica», añade
«la comunión de los santos».
Pero muy pronto la tradición quiso distinguir la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu y lo que se
afirmaba de la Iglesia, del perdón de los pecados y de la resurrección universal. Fue Rufino de
Aquileya, el traductor latino de Orígenes (345 - ±410), el que observó que se decía: «creo en»
Dios (con preposición), mientras que la Iglesia (y lo que venía después) se encontraba
designada simplemente por un acusativo: «creo la Iglesia». «por medio de esta sola sílaba de
la preposición se separa al Creador de la criatura, lo divino de lo humano».