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de Juan José Saer. Cualquiera de estas oraciones, o alguna otra parecida, contradice la
prerrogativa del arte, tal como lo señalaba Borges: éste no es platónico, porque es siempre
particular, pero de una particularidad, digamos, absoluta. Este supuesto nos ha impedido utilizar
la palabra “animalidad” en el título del trabajo. En efecto, en los relatos de Saer, los animales
concretos, determinados animales, nombrados y descritos con profusión, proliferan, sin ser nunca
la ejemplificación de un concepto que los preceda. Esta particularidad se destaca además por
ciertas preferencias: por ejemplo (pero no es un mero ejemplo), los caballos. Una preferencia que
en principio puede explicarse por la interrogación saeriana de la tradición argentina, pero también
del imaginario regionalista en el que su narrativa empieza a escribirse, habiendo sido un escritor
del interior del país, cuya infancia transcurrió en el campo. Esta explicación no agota la
preferencia o, mejor, la insistencia casi obsesiva por la que los caballos abundan, solitarios o en
tropillas, a menudo montados pero las más de las veces libres del peso del hombre, lo cual es de
por sí significativo: como antes Antonio Di Benedetto, los relatos de Saer desmontan al gaucho y
narrativa de Saer hay tantos asados como caballos. Y, de nuevo, no se trata de la generalidad de
un concepto que se desagrega en ejemplos. La puntillosa descripción del asado como ritual
colectivo es cada vez singular, empezando por el animal que se come. También en cada escena
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esta singularidad remite a una clave cultural, literaria. El cordero de Año Nuevo que cenan en El
ironiza sobre el telurismo del camino de la costa santafesina y el ritual ancestral de alimentarse
con pescado. El asado antropofágico de El entenado rememora la fiesta primitiva que funda la
comunidad humana. Incluso, la última anciana descuartizada por el serial killer de La pesquisa
refiere sibilinamente a la Pasión de Cristo. Esta particularidad es cada vez acompañada de una
del asado: los aromas, el tacto, el sabor, los sonidos y los colores, en una profusión impresionista
Nadie nada nunca, escrita entre 1972 y 1978 en Francia, y publicada en 1980 en México,
cruza estas dos coordenadas. Un personaje solitario, el Gato Garay, habita una casa al lado de la
playa. Es un fin de semana de febrero. Desde hace un tiempo, en la zona se vienen sucediendo
una serie de extraños crímenes: caballos que son brutalmente asesinados y mutilados. Un vecino
de la isla lleva al Gato un bayo amarillo para que lo cuide. La segunda visita que recibe el Gato es
la de su amante, Elisa, con la que mantiene relaciones sexuales. La tercera visita es la del
periodista Carlos Tomatis, con el que comparten un asado el día domingo. Ese día, es asesinado
el comisario del pueblo, el Caballo Leyva. Después de tres días de calor opresivo y una sequía
que vuelve desértico el paisaje isleño, el lunes por fin se desata una tormenta. Aunque rica en
descripciones del paisaje, de las cosas y las habitaciones de la casa blanca, de la ciudad calcinada
por el calor del verano, del aturdimiento de los personajes y de sus vagas relaciones, sin que el
narrador nos diga mucho sobre lo que sienten, piensan o sobre los motivos de su accionar (o de
su no accionar).
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La crítica saeriana ha interpretado los asesinatos de caballos como una alusión cifrada,
alegórica o meramente literal, a la violencia política de finales de los setenta en Argentina. Esta
lectura es en efecto plausible. Nadie nada nunca reescribe, de modo elíptico, El matadero de
argentina en el que la carnicería simboliza la violencia y la opresión. Esta ha sido, con algunas
variantes, la lectura política del relato. La otra podemos llamarla fenomenológica. Se detiene
humanos y reconstruye a través de su percepción un mundo inestable, blando, en el que las cosas
aparición de las cosas para una conciencia, los cuerpos forman parte como cualquier otro objeto:
el bayo amarillo está rodeado de una especie de aura caliente y palpitante, y el Gato siente
irradiar del animal su desconfianza y hostilidad; el cuerpo de Elisa es descrito como blando y la
relación sexual es para el Gato como el hundimiento en un pantano. La crítica resume todas estas
que se trata es más bien de la experiencia de abolición del tiempo. También se ha hablado mucho
incomunicadas. Las dos, por otra parte, escamotean la corporalidad de los caballos, remitiéndola
humana en la segunda. Ambas reducciones son consecuencia, por un lado, de entender lo político
como alusión a la coyuntura en la que la novela fue escrita y publicada y, por el otro, considerar
el problema de lo real, de las cosas, de la materia y, en definitiva, del ser, como algo
desconectado de lo político. Más allá de los puntos de vista para el abordaje del texto, que pueden
ser perfectamente válidos, nosotros consideramos que la ontología subyacente es clave para
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pensar la animalidad en términos no de política como la entiende la crítica, sino en términos
ético-políticos. Esta ontología puede pensarse como desfondamiento: un mundo que parece cada
vez salir de la nada y estar pronto a desaparecer. Nadie nada nunca: negación del sujeto, del ser y
del tiempo. El título encuentra su eco en el estribillo que reinicia las secuencias, “No hay, al
principio, nada. Nada”, que burla cualquier génesis teleológica, y que se inscribe en la repetición
disgregantes que se relacionan a su vez con los momentos de densificación de fuerzas. Para
pensarlo con Canguilhem en clave de vitalismo fecundo: la vida se entiende más desde la
cual implica además la cuestión del quién y el qué, distinción “conmovida” desde el título
mismo, pues sujeto y objeto (animal) se tornan categorías pantanosas. Si bien el relato tiene como
soporte focal una “conciencia”, la falta de certeza, los derrumbes de la razón, la cuasi pura
exterioridad. Los vivientes humanos, en los que descansa la categoría de “personaje”, muestran
en la novela una modalidad que los acerca a lo animal: no solo en los nombres, sino también en
las acciones, que por otra parte no cuajan en “núcleos” en los que el relato avance, sino que
demoran la historia, vuelven lento el tiempo, lo que en definitiva licúa la intriga. Más que hacer,
los “personajes” humanos se dejan estar, poniendo en primer plano una corporalidad aturdida por
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Jacques Derrida piensa la soberanía a partir del ver-saber-querer-tener. En la novela, “los
ojos no tienen nada que mirar”, Elisa “no sabe” sobre aquello que teme ver aparecer en la isla, los
personajes parecen no querer nada y no poder poseer nada. Es decir, no hay autoridad que funde
una ley, pero esta falta el relato la describe más bien en lo microscópico. Sin ley, no hay un
pensarse esta falta de ley en relación con lo estatal y con lo coyuntural que la novela sugiere,
pero aquello no aparece como la materia del relato, sino que permanece en un segundo plano, en
Si bien estos sujetos se “velan” y confunden con un qué, lo que mantendría su soberanía
es el trato con el otro animal en la ingesta cárnica. Como señalamos, los asados son “expuestos”
por Saer a la manera de una fenomenología ritual de la carne cocida. No solo en esta novela, sino
en muchas otras, los asados se describen como reunión fraterna, incluso cuando participan
carnívora (no sólo la ingesta cárnica, sino también simbólica del otro) nos expone de manera
sacrificio animal que representa el asado es un capital simbólico, afectivo, económico y político.
Ahora bien, hay escenas en las que la novela expone con profusión la corporalidad animal
reconstrucción de los espacios de mataderos y carnicerías, así como los detalles escabrosos de los
asesinatos, por un lado, restituyen ese “referente ausente” del que habla Carol Adams y, por el
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“De algunos pedazos de carne colgada gotea, regular, una sangre oscura. Cabezas
despellejadas pero enteras, de vaca, de cordero, de cerdo, clavan unos ojos ciegos y uniformes en
En efecto, los caballos son llamados “inocentes” y el hecho de que las muertes
constituyan una serie, además de que el caballo no sea en principio asociado con la alimentación
humana, colocarían el tratamiento del cuerpo en el terreno jurídico tanto de la tortura como del
asesinato.
Tal como señala Adams, el consumo de carne implica una política sexual y racial, pues
puede ser pensando como un indicador de masculinidad. La virilidad estaría dada por este
disimulación del cuerpo animal en el plato de comida: no es casual que sea Elisa quien prepara la
carne cortándola en pedazos finos y sean el Gato y Tomatis quienes preparen el asado en el final.
Sería, por el contrario, el cuerpo humano de la mujer “el referente ausente” o, por lo
menos, “borrado”, “desdibujado”. La descripción de Elisa cuando llega a la casa, hecha desde el
punto de vista del Gato, destaca, fetichistamente, algunas partes: el empeine, los hombros, los
muslos, utilizando incluso la palabra “carne”. En la escena de la relación sexual, el Gato siente
el punto de vista masculino. Digamos, entonces, que si bien Elisa no se desmiembra de modo
literal, su cuerpo se fragmenta para la percepción masculina (lo cual nos lleva, entre paréntesis,
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de nuevo a La pesquisa: la descripción escalofriante del descuartizamiento de la anciana se asocia
directamente con la deshumanización del cuerpo incluso antes del sometimiento de tortura y
asesinato).
Nótese el paralelo: los personajes de la novela están vaciados de interioridad. No son más
que la exposición que los “llena” de los reflejos del paisaje “mudo”, “sin significación”. Así
también, los caballos están “vaciados” de sus vísceras, expuestos, des-subjetivados. Excepto el
bayo amarillo, el único animal que en la novela conserva su cuerpo, disparando en el Gato, que lo
cuida pero también lo acecha, una serie de reflexiones y de sensaciones respecto de lo real y de la
vida.
En efecto, antes hemos resumido la novela como si fuese de suyo su argumento, lo que es
un protocolo incuestionado de la crítica. Pero hacer una síntesis de un relato ya conlleva una
sentido a lo que escapa de lo racional y por lo tanto de lo humano. El bayo amarillo se introduce
en la vida del Gato desde la plena desconfianza, rispidez que es justificada en parte porque no es
el “dueño” del animal. Esta situación se complejiza por un lenguaje cargado de connotaciones de
índole política:
“Íbamos veloces por esa tierra muda sin otro fin preciso que el de acecharnos uno al otro
El caballo es el huésped del Gato, huésped en su doble significación, como alguien a ser
protegido y a la vez temido. Esta tensión se resuelve, o por lo menos se suaviza, cuando el Gato
finalmente va a varear al bayo, justo después de la escena sexual con Elisa. El hombre vence la
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resistencia del animal en la típica escena de la doma, lo que ha sido llamado por Fermín
Rodríguez “el abrazo con la bestia”, escena no exenta de connotaciones eróticas. Después del
paseo por el río y la playa, el Gato parece sentirse más cerca del bayo que de Elisa o, más bien,
suspende la interrogación respecto del sentido del contacto entre los cuerpos, dejándose tomar
por la fuerza de los elementos. Aunque la escena final remita a un “casi familiar” trato con el
animal, el bayo permanece siendo un radicalmente otro, que a su vez es más real que cualquier
otro:
“Ese animal que me contempla […] es sin duda un poco más real que yo, un poco más
¿En qué sentido el bayo “sabe”? Podríamos decir, en el sentido nietzscheano de la “gran
razón del cuerpo”, que es pensarlo como “voluntad de poder”. Ésta no es un incondicionado ni un
“el gran cuerpo amarillento y palpitante, más denso que yo, más sólido, más inmerso en la
vida”; “Espeso, opaco, sin significación, empeñado en ser, y prolongándola por la boca, la vida”.
¿Cómo pensar, entonces, el tan asediado por la crítica materialismo saeriano? Deberíamos
“No cosas, sino grumos, nudos fugaces que se deshacen, o van deshaciéndose a medida
que se entrelazan y que se vuelven, de inmediato, en un abrir, por decir así, y cerrar de ojos, a
entrelazar”.
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El materialismo que se desprende de las novelas de Saer no puede ser soporte de lo que
aparece, no puede ser sustancia. Por eso, lo que hay, en todo caso, son estos “grumos” que
Para terminar, dos cuestiones que abriremos sin profundizar, relacionadas con la
Primera cuestión. Si bien Rodríguez (además del reciente trabajo de Baptiste Gillier, que
cita a Rodríguez) es el único que presta atención debida al contacto entre el Gato y el bayo,
debemos señalar que el término “bestia” para designar al caballo es por lo menos problemático
de la novela los animales son llamados bestias, mientras que la palabra sí se utiliza para designar
“bestialidad” del hijo del bañero, los pensamientos “como bestias en estampida” que se suceden
en la conciencia de Tomatis. Habría que interrogar, además, el carácter del comisario Leyva,
cuyo apodo es “el Caballo” y cuyo nombre indica la “ley” y que, como el soberano derridiano, se
Segunda cuestión. ¿Cómo pensar la negación del Génesis en tanto en el principio era el
Logos? Si pensamos que en la novela los vivientes humanos están ahí para poder restituir a los
animales una subjetividad (pues de otro modo la novela caería en la fábula), y si postulamos que
los protagonistas son los animales, los cuales carecen de Logos, esto es, si carecen de la violencia
originaria del significante, entonces estaríamos ante una dislocación de esta violencia, pues ésta
da razones (logos), siendo siempre humana, demasiado humana. Los crímenes de caballos,
muerto, y lo político es ético-político en tanto atiende al otro como radicalmente otro, en esta