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Devorarse al otro.

Imaginación cárnea y estructura sacrificial en Nadie nada nunca

de Juan José Saer.

Autores: Rafael Arce (IHuCSo-UNL-CONICET) y Laura Soledad Romero (UBA).

La animalidad en la literatura, la animalidad en la narrativa o la animalidad en la obra

de Juan José Saer. Cualquiera de estas oraciones, o alguna otra parecida, contradice la

prerrogativa del arte, tal como lo señalaba Borges: éste no es platónico, porque es siempre

particular, pero de una particularidad, digamos, absoluta. Este supuesto nos ha impedido utilizar

la palabra “animalidad” en el título del trabajo. En efecto, en los relatos de Saer, los animales

concretos, determinados animales, nombrados y descritos con profusión, proliferan, sin ser nunca

la ejemplificación de un concepto que los preceda. Esta particularidad se destaca además por

ciertas preferencias: por ejemplo (pero no es un mero ejemplo), los caballos. Una preferencia que

en principio puede explicarse por la interrogación saeriana de la tradición argentina, pero también

del imaginario regionalista en el que su narrativa empieza a escribirse, habiendo sido un escritor

del interior del país, cuya infancia transcurrió en el campo. Esta explicación no agota la

preferencia o, mejor, la insistencia casi obsesiva por la que los caballos abundan, solitarios o en

tropillas, a menudo montados pero las más de las veces libres del peso del hombre, lo cual es de

por sí significativo: como antes Antonio Di Benedetto, los relatos de Saer desmontan al gaucho y

se quedan solo con el caballo.

Esta es nuestra primera coordenada. Pasemos a la segunda. Si de mitos argentinos se trata

y, más todavía, de mitos campestres, provincianos, el otro recurrente es el del asado. En la

narrativa de Saer hay tantos asados como caballos. Y, de nuevo, no se trata de la generalidad de

un concepto que se desagrega en ejemplos. La puntillosa descripción del asado como ritual

colectivo es cada vez singular, empezando por el animal que se come. También en cada escena

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esta singularidad remite a una clave cultural, literaria. El cordero de Año Nuevo que cenan en El

limonero real alude al sacrificio de Abraham. La cena de moncholos en el cumpleaños de Glosa

ironiza sobre el telurismo del camino de la costa santafesina y el ritual ancestral de alimentarse

con pescado. El asado antropofágico de El entenado rememora la fiesta primitiva que funda la

comunidad humana. Incluso, la última anciana descuartizada por el serial killer de La pesquisa

refiere sibilinamente a la Pasión de Cristo. Esta particularidad es cada vez acompañada de una

descripción minuciosa y detallada gracias a la cual el lector asiste sensitivamente a la ceremonia

del asado: los aromas, el tacto, el sabor, los sonidos y los colores, en una profusión impresionista

en la que la representación cede su lugar a la experiencia.

Nadie nada nunca, escrita entre 1972 y 1978 en Francia, y publicada en 1980 en México,

cruza estas dos coordenadas. Un personaje solitario, el Gato Garay, habita una casa al lado de la

playa. Es un fin de semana de febrero. Desde hace un tiempo, en la zona se vienen sucediendo

una serie de extraños crímenes: caballos que son brutalmente asesinados y mutilados. Un vecino

de la isla lleva al Gato un bayo amarillo para que lo cuide. La segunda visita que recibe el Gato es

la de su amante, Elisa, con la que mantiene relaciones sexuales. La tercera visita es la del

periodista Carlos Tomatis, con el que comparten un asado el día domingo. Ese día, es asesinado

el comisario del pueblo, el Caballo Leyva. Después de tres días de calor opresivo y una sequía

que vuelve desértico el paisaje isleño, el lunes por fin se desata una tormenta. Aunque rica en

apariencia, esta intriga es somera y escueta en su relato: la novela se demora en largas

descripciones del paisaje, de las cosas y las habitaciones de la casa blanca, de la ciudad calcinada

por el calor del verano, del aturdimiento de los personajes y de sus vagas relaciones, sin que el

narrador nos diga mucho sobre lo que sienten, piensan o sobre los motivos de su accionar (o de

su no accionar).

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La crítica saeriana ha interpretado los asesinatos de caballos como una alusión cifrada,

alegórica o meramente literal, a la violencia política de finales de los setenta en Argentina. Esta

lectura es en efecto plausible. Nadie nada nunca reescribe, de modo elíptico, El matadero de

Esteban Echeverría, inscribiéndose en la tradición de los textos alegóricos de la literatura

argentina en el que la carnicería simboliza la violencia y la opresión. Esta ha sido, con algunas

variantes, la lectura política del relato. La otra podemos llamarla fenomenológica. Se detiene

particularmente en la descripción sensitiva que implica la conciencia de sus protagonistas

humanos y reconstruye a través de su percepción un mundo inestable, blando, en el que las cosas

se vuelven fantasmales o muestran una consistencia gelatinosa. En esa atención al modo de

aparición de las cosas para una conciencia, los cuerpos forman parte como cualquier otro objeto:

el bayo amarillo está rodeado de una especie de aura caliente y palpitante, y el Gato siente

irradiar del animal su desconfianza y hostilidad; el cuerpo de Elisa es descrito como blando y la

relación sexual es para el Gato como el hundimiento en un pantano. La crítica resume todas estas

problemáticas en la interrogación por narrar la percepción por captar el presente, cuando de lo

que se trata es más bien de la experiencia de abolición del tiempo. También se ha hablado mucho

del materialismo como concepción filosófica fundamental de esta poética narrativa.

No obstante, estas dos lecturas, la política y la fenomenológica, han permanecido

incomunicadas. Las dos, por otra parte, escamotean la corporalidad de los caballos, remitiéndola

a un significado humano en la primera, y volviéndola un objeto apropiado por la subjetividad

humana en la segunda. Ambas reducciones son consecuencia, por un lado, de entender lo político

como alusión a la coyuntura en la que la novela fue escrita y publicada y, por el otro, considerar

el problema de lo real, de las cosas, de la materia y, en definitiva, del ser, como algo

desconectado de lo político. Más allá de los puntos de vista para el abordaje del texto, que pueden

ser perfectamente válidos, nosotros consideramos que la ontología subyacente es clave para
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pensar la animalidad en términos no de política como la entiende la crítica, sino en términos

ético-políticos. Esta ontología puede pensarse como desfondamiento: un mundo que parece cada

vez salir de la nada y estar pronto a desaparecer. Nadie nada nunca: negación del sujeto, del ser y

del tiempo. El título encuentra su eco en el estribillo que reinicia las secuencias, “No hay, al

principio, nada. Nada”, que burla cualquier génesis teleológica, y que se inscribe en la repetición

de un “comienzo vaciado” o “tendiente a la nada”: en este sentido, podríamos considerar la

descomposición de lo material que describe la novela, la discontinuidad, en términos de fuerzas

disgregantes que se relacionan a su vez con los momentos de densificación de fuerzas. Para

pensarlo con Canguilhem en clave de vitalismo fecundo: la vida se entiende más desde la

categoría de discontinuidad que desde la continuidad.

Uno de los conceptos fundamentales para nuestra lectura es el carno-falogo-centrismo, el

cual implica además la cuestión del quién y el qué, distinción “conmovida” desde el título

mismo, pues sujeto y objeto (animal) se tornan categorías pantanosas. Si bien el relato tiene como

soporte focal una “conciencia”, la falta de certeza, los derrumbes de la razón, la cuasi pura

percepción, nos instalan ante “sujetos” de la “conciencia” ex-puestos, volcados a la pura

exterioridad. Los vivientes humanos, en los que descansa la categoría de “personaje”, muestran

en la novela una modalidad que los acerca a lo animal: no solo en los nombres, sino también en

las acciones, que por otra parte no cuajan en “núcleos” en los que el relato avance, sino que

demoran la historia, vuelven lento el tiempo, lo que en definitiva licúa la intriga. Más que hacer,

los “personajes” humanos se dejan estar, poniendo en primer plano una corporalidad aturdida por

lo arduo de las sensaciones. La trama policial, suspendida, disuelta en la irresolución, tematiza

este no-saber de las conciencias.

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Jacques Derrida piensa la soberanía a partir del ver-saber-querer-tener. En la novela, “los

ojos no tienen nada que mirar”, Elisa “no sabe” sobre aquello que teme ver aparecer en la isla, los

personajes parecen no querer nada y no poder poseer nada. Es decir, no hay autoridad que funde

una ley, pero esta falta el relato la describe más bien en lo microscópico. Sin ley, no hay un

enemigo distinguido: de ahí el clima de sospecha generalizada. De modo correlativo, puede

pensarse esta falta de ley en relación con lo estatal y con lo coyuntural que la novela sugiere,

pero aquello no aparece como la materia del relato, sino que permanece en un segundo plano, en

una alusión discreta.

Si bien estos sujetos se “velan” y confunden con un qué, lo que mantendría su soberanía

es el trato con el otro animal en la ingesta cárnica. Como señalamos, los asados son “expuestos”

por Saer a la manera de una fenomenología ritual de la carne cocida. No solo en esta novela, sino

en muchas otras, los asados se describen como reunión fraterna, incluso cuando participan

mujeres, que en general, siguiendo el esquema tradicional, preparan la ensalada. La alimentación

carnívora (no sólo la ingesta cárnica, sino también simbólica del otro) nos expone de manera

directa a la tanatopolítica: pues en Argentina el asado es parte de la identidad nacional. Pensado

en términos antropológicos, los alimentos son un signo identitario de la cultura de un pueblo. El

sacrificio animal que representa el asado es un capital simbólico, afectivo, económico y político.

Ahora bien, hay escenas en las que la novela expone con profusión la corporalidad animal

desmembrada, descuartizada, fragmentada. Si en Echeverría esta exposición tenía una coloratura

grotesca y operaba describiendo la barbarie federal, en Nadie nada nunca la meticulosa

reconstrucción de los espacios de mataderos y carnicerías, así como los detalles escabrosos de los

asesinatos, por un lado, restituyen ese “referente ausente” del que habla Carol Adams y, por el

otro, conectan la carne del sacrificio no criminal con la del asesinato:

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“De algunos pedazos de carne colgada gotea, regular, una sangre oscura. Cabezas

despellejadas pero enteras, de vaca, de cordero, de cerdo, clavan unos ojos ciegos y uniformes en

los clientes que se aproximan a los mostradores.”

En efecto, los caballos son llamados “inocentes” y el hecho de que las muertes

constituyan una serie, además de que el caballo no sea en principio asociado con la alimentación

humana, colocarían el tratamiento del cuerpo en el terreno jurídico tanto de la tortura como del

asesinato.

Tal como señala Adams, el consumo de carne implica una política sexual y racial, pues

puede ser pensando como un indicador de masculinidad. La virilidad estaría dada por este

consumo y el control de otros cuerpos, mientras que la feminidad se asocia al maquillaje y

disimulación del cuerpo animal en el plato de comida: no es casual que sea Elisa quien prepara la

carne cortándola en pedazos finos y sean el Gato y Tomatis quienes preparen el asado en el final.

En ese sentido, desde la desconstrucción se habla de una estructura sacrificial en la constitución

del sujeto como humano, racional, heterosexual y masculino.

Sería, por el contrario, el cuerpo humano de la mujer “el referente ausente” o, por lo

menos, “borrado”, “desdibujado”. La descripción de Elisa cuando llega a la casa, hecha desde el

punto de vista del Gato, destaca, fetichistamente, algunas partes: el empeine, los hombros, los

muslos, utilizando incluso la palabra “carne”. En la escena de la relación sexual, el Gato siente

que penetra en un pantano, sensación de hundimiento descrita en otros momentos de la historia.

Podríamos hablar del carácter de disponibilidad de Elisa, de su cuasi-subjetividad o mera

objetualidad, su aquiescencia, ya que la sexualidad, deceptiva siempre en Saer, se examina desde

el punto de vista masculino. Digamos, entonces, que si bien Elisa no se desmiembra de modo

literal, su cuerpo se fragmenta para la percepción masculina (lo cual nos lleva, entre paréntesis,
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de nuevo a La pesquisa: la descripción escalofriante del descuartizamiento de la anciana se asocia

directamente con la deshumanización del cuerpo incluso antes del sometimiento de tortura y

asesinato).

Nótese el paralelo: los personajes de la novela están vaciados de interioridad. No son más

que la exposición que los “llena” de los reflejos del paisaje “mudo”, “sin significación”. Así

también, los caballos están “vaciados” de sus vísceras, expuestos, des-subjetivados. Excepto el

bayo amarillo, el único animal que en la novela conserva su cuerpo, disparando en el Gato, que lo

cuida pero también lo acecha, una serie de reflexiones y de sensaciones respecto de lo real y de la

vida.

En efecto, antes hemos resumido la novela como si fuese de suyo su argumento, lo que es

un protocolo incuestionado de la crítica. Pero hacer una síntesis de un relato ya conlleva una

interpretación. Podríamos contar entonces la historia de otro modo, considerando al bayo su

protagonista, y la historia “policial” el filtro genérico que permite la aprehensión postulando un

sentido a lo que escapa de lo racional y por lo tanto de lo humano. El bayo amarillo se introduce

en la vida del Gato desde la plena desconfianza, rispidez que es justificada en parte porque no es

el “dueño” del animal. Esta situación se complejiza por un lenguaje cargado de connotaciones de

índole política:

“Íbamos veloces por esa tierra muda sin otro fin preciso que el de acecharnos uno al otro

y medirnos, en guerra sorda.”

El caballo es el huésped del Gato, huésped en su doble significación, como alguien a ser

protegido y a la vez temido. Esta tensión se resuelve, o por lo menos se suaviza, cuando el Gato

finalmente va a varear al bayo, justo después de la escena sexual con Elisa. El hombre vence la
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resistencia del animal en la típica escena de la doma, lo que ha sido llamado por Fermín

Rodríguez “el abrazo con la bestia”, escena no exenta de connotaciones eróticas. Después del

paseo por el río y la playa, el Gato parece sentirse más cerca del bayo que de Elisa o, más bien,

suspende la interrogación respecto del sentido del contacto entre los cuerpos, dejándose tomar

por la fuerza de los elementos. Aunque la escena final remita a un “casi familiar” trato con el

animal, el bayo permanece siendo un radicalmente otro, que a su vez es más real que cualquier

otro:

“Ese animal que me contempla […] es sin duda un poco más real que yo, un poco más

denso —y sin duda lo sabe”.

¿En qué sentido el bayo “sabe”? Podríamos decir, en el sentido nietzscheano de la “gran

razón del cuerpo”, que es pensarlo como “voluntad de poder”. Ésta no es un incondicionado ni un

arché sino la ficción interpretativa de lo real en términos de lo vital:

“el gran cuerpo amarillento y palpitante, más denso que yo, más sólido, más inmerso en la

vida”; “Espeso, opaco, sin significación, empeñado en ser, y prolongándola por la boca, la vida”.

¿Cómo pensar, entonces, el tan asediado por la crítica materialismo saeriano? Deberíamos

pensar un materialismo, en todo caso, atravesado por el desfondamiento:

“No cosas, sino grumos, nudos fugaces que se deshacen, o van deshaciéndose a medida

que se entrelazan y que se vuelven, de inmediato, en un abrir, por decir así, y cerrar de ojos, a

entrelazar”.
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El materialismo que se desprende de las novelas de Saer no puede ser soporte de lo que

aparece, no puede ser sustancia. Por eso, lo que hay, en todo caso, son estos “grumos” que

“cuajan” en una ilusión de continuidad.

Para terminar, dos cuestiones que abriremos sin profundizar, relacionadas con la

problemática central del trabajo.

Primera cuestión. Si bien Rodríguez (además del reciente trabajo de Baptiste Gillier, que

cita a Rodríguez) es el único que presta atención debida al contacto entre el Gato y el bayo,

debemos señalar que el término “bestia” para designar al caballo es por lo menos problemático

(estamos pensando en lo que dice Derrida de la “bestia” y la “bestialidad”). En ningún momento

de la novela los animales son llamados bestias, mientras que la palabra sí se utiliza para designar

a vivientes humanos: un policía con semblante de “bestia embrutecida por el calor”, la

“bestialidad” del hijo del bañero, los pensamientos “como bestias en estampida” que se suceden

en la conciencia de Tomatis. Habría que interrogar, además, el carácter del comisario Leyva,

cuyo apodo es “el Caballo” y cuyo nombre indica la “ley” y que, como el soberano derridiano, se

comporta como una bestia.

Segunda cuestión. ¿Cómo pensar la negación del Génesis en tanto en el principio era el

Logos? Si pensamos que en la novela los vivientes humanos están ahí para poder restituir a los

animales una subjetividad (pues de otro modo la novela caería en la fábula), y si postulamos que

los protagonistas son los animales, los cuales carecen de Logos, esto es, si carecen de la violencia

originaria del significante, entonces estaríamos ante una dislocación de esta violencia, pues ésta

da razones (logos), siendo siempre humana, demasiado humana. Los crímenes de caballos,

entonces, no vendrían a simbolizar nada, el crimen es crimen, el caballo muerto es un caballo

muerto, y lo político es ético-político en tanto atiende al otro como radicalmente otro, en esta

novela, el otro animal.


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