Está en la página 1de 23

BRILLAR COMO EL SOL:

C.S. Lewis y la doctrina de la deificación

Chris Jensen
El presente ensayo fue presentado por primera vez en 2005 en el Instituto de Verano sobre
C.S. Lewis de la Universidad de Oxford. Es la segunda parte de un trabajo más amplio
titulado “C.S. Lewis y la Cosmovisión Ortodoxa”.
(La presente traducción y edición 2020 estuvo a cargo de profesor Armando H. Toledo, para
los lectores y alumnos de La Universidad Cristiana Libre)

1
Cuando C.S. Lewis era presidente del Club Socrático en la Universidad de Oxford entre
las décadas de 1940 y 1950, le gustaba presentar debates semanales sobre “doctrinas
repelentes”. Con esto, se refería a aquellas enseñanzas cristianas que resultaban
difíciles de asimilar para la gente moderna —temas como la sumisión, los milagros, o el
dolor. El Club Socrático fue un foro abierto para discutir dificultades intelectuales
relacionadas con la fe cristiana. Bajo la administración de Lewis, el Club se convirtió en
una de las sociedades con mejor asistencia en Oxford. Daba la bienvenida tanto a
agnósticos y a no creyentes, lo que era apropiado teniendo en cuenta que el mismo
Lewis (1898-1963) alguna vez estuvo atrapado en las garras del ateísmo antes de
hallarse con la sólida y articulada fe cristiana que lo convertiría en uno de los autores
religiosos más vendidos del siglo XX. Lewis llegó a darse cuenta de que muchas de
las doctrinas que una vez le “repelían”, de hecho, transmitían verdades que daban
vida. Estas verdades, pensó, eran las que la gente moderna más necesitaba saber,
aunque eran las menos probables de ser reconocidas. “Si nuestra religión es objetiva,
entonces nunca debemos apartar la vista de aquellos elementos que parecen
desconcertantes o repelentes”, escribió. “La nueva verdad que no conoces y que
necesitas debe, en la naturaleza misma de las cosas, estar oculta precisamente en las
doctrinas que menos te gustan y menos entiendes”.

Tanto en los días de Lewis como en los nuestros, cualquier lista


de doctrinas repelentes incluiría la doctrina de la deificación. En gran parte
desconocida para los cristianos modernos, la deificación (o teosis) ha sido descrita por
el profesor Georgios Mantzaridis, de la Universidad de Tesalónica, como el anhelo más
profundo del hombre y el objetivo final de la existencia, mientras que el Fraile Kiprian
Kern lo llama el ideal religioso de la ortodoxia oriental. La deificación enseña que la

2
salvación no es sólo el acuerdo intelectual con una idea, ni sólo una imitación externa
o ética de Cristo. Tampoco es un camino solitario hacia el gozo individual. Más bien, la
deificación expresa la salvación humana como un proceso interno de transformación
experimentado dentro de la vida de la Iglesia y que conduce a una unión mística con
Dios. Como dijo San Basilio, el hombre no es nada menos que una criatura que ha
recibido la orden de convertirse en dios.

Esto puede sonar desconcertante o incluso herético para algunos, pero


ciertamente no lo hizo para C.S. Lewis, al menos no para el Lewis de la década de 1940
y más allá, cuando lideraba el Club Socrático y producía muchos de sus mejores
escritos, en los que brilla la deificación como una de sus convicciones
centrales. En Cristianismo y nada más, por ejemplo, argumenta que todo el propósito
del cristianismo es convertir a las personas en lo que él llama “hombres nuevos”,
“pequeños Cristos”, “Hijos de Dios”, y “dioses y diosas”. En su sermón en tiempos de
guerra titulado “El peso de la gloria”, dice Lewis que “es una cosa seria vivir en una
sociedad de dioses y diosas en potencia, para recordar que la persona más aburrida y
poco interesante con la que puedas hablar podría algún día ser una criatura que, si la
vieras de nuevo, te sentirías tentado a adorar”.

Lewis era profesor de literatura medieval y renacentista de oficio. Autodescrito


como un laico ordinario de la Iglesia Anglicana, nunca afirmó ser un teólogo sistemático
o académico. Pero era un lector de gran alcance y apetito, que se encontró con
el concepto de deificación en el clásico de San Atanasio Sobre la encarnación, así como
en los escritos de Pseudo-Dionisio, Richard Hooker, Lancelot Andrewes y George
Macdonald, por nombrar algunos autores. En sus escritos, Lewis expresó la idea de la
deificación en términos escriturales (estar “en Cristo”, convertirse en “nuevas
criaturas”, compartir la “gloria de Dios”), así como en figuras (danzas, fuentes,
matrimonios, caballos alados, estatuas vivientes). Todos dan fe de la creencia
permanente de Lewis en el poder transformador del amor divino. Significativamente,
en lugar del Lewis erudito o racionalista, fue el Lewis poeta, el Lewis romántico y el
Lewis escritor imaginativo el más sensible al poder de esta idea. En esto, estuvo
emparentado con la tradición mística y monástica del Oriente cristiano, donde se

3
enseña la doctrina de la deificación hasta el día de hoy, y donde la teología sigue siendo
más poética que proposicional, más experiencial que sistemática.

Dada la oscuridad de esta doctrina en nuestros tiempos, tal vez no sea


sorprendente que los estudiosos de C.S. Lewis hayan prestado poca atención a la
importancia de la deificación para Lewis o su lugar dentro de la constelación más
amplia de sus ideas, incluidos el mito, el anhelo, la tentación o la vida sacramental. Esto
es lamentable, porque es la llave que abre la puerta a gran parte de su vida y
pensamiento. Estudiarla no sólo promete acercarnos al corazón de Lewis, sino también
explicar por qué muchos en la Iglesia ortodoxa, incluido el obispo Kallistos Ware, lo
consideran un compañero literario de confianza y lo abrazan como un “ortodoxo
anónimo”.

Dios dentro y fuera


Parte de la perplejidad sobre la doctrina de la deificación proviene de su confusión con
variaciones en las diferentes religiones. En el exterior, entonces, se debe decir que la
deificación no significa la actualización o realización de la divinidad latente de una
persona (una creencia que es menos cristiana que monista o panteísta). Tampoco
significa que los seres humanos eventualmente evolucionarán hacia algo esencialmente
igual a Dios. A pesar de su inclinación poética, Lewis no siguió el camino de Emerson u
otros que borraron los límites dogmáticos al confundir a Dios y la creación o al enseñar
que los seres humanos son naturalmente divinos. Sólo Dios es esencialmente perfecto,
inmortal, trascendente y no creado. Lewis siempre fue claro sobre la diferencia entre
criatura y Creador —una diferencia ontológica irreducible. Esta distinción se capta en
la memorable frase de Rudolph Otto, un escritor al que Lewis a menudo hacía
referencia, que Dios es un “completamente otro”.

La deificación, en términos cristianos ortodoxos, ha sido descrita por el erudito


patrístico Arzobispo Basilio Krivocheine como:

... el estado de transformación total del hombre, efectuado por el Espíritu


Santo, cuando el hombre obedece los mandamientos de Dios, adquiere las
virtudes evangélicas, y comparte los sufrimientos de Cristo. El Espíritu
4
Santo le da entonces al hombre una inteligencia divina y la
incorruptibilidad. El hombre no recibe un alma nueva, pero el Espíritu
Santo se une esencialmente con el hombre total, en cuerpo y alma. Él hace
de él un hijo de Dios, un dios por adopción, aunque el hombre no deja de
ser hombre, una simple criatura, incluso cuando ve claramente al
Padre. Puede ser llamado hombre y dios al mismo tiempo. Si bien afirma
la posibilidad de [...] deificación incluso en esta vida [...], su plenitud
pertenece solo al infinito escatológico [...] La divinización seguirá siendo
siempre un misterio asombroso, superando toda comprensión humana y
sin ser observada por la mayoría de las personas.

La visión de Lewis de la deificación está en consonancia con esto. Al exponer los


límites entre Dios y la creación, Lewis dijo una vez que él veía el destino humano no
como la transformación en ángeles ni como una absorción por parte de la Deidad, sino
más bien como la realización de la humanidad, en la que los seres humanos se volverán
“como Dios[, pero] con la semejanza propia de los hombres.” Los seres humanos
deificados permanecen siempre humanos mientras al mismo tiempo comparten la
gracia o energía divina, así como el hierro en el fuego comparte las propiedades de la
llama pero no deja de ser hierro. Los seres humanos no se fundirán en un Dios
impersonal como lo haría una estatua de sal arrojada al océano, ni se convertirán en
seres divinos nuevos e independientes en un tipo de evolución politeísta. Por lo tanto,
Lewis no puede ser ubicado en la categoría de los neoplatónicos, hindúes, mormones,
o cualquier cantidad de místicos que parecieron perder de vista la distinción esencial
entre Dios y la humanidad.

Si la doctrina de la deificación requiere un entendimiento de la trascendencia de


Dios, de igual manera depende de la noción de Su inmanencia. Este concepto sostiene
que la creación, aunque distinta de Dios, es penetrada por la sabiduría y la energía
divinas. Como dijo Lewis una vez, al hablar de la teología del escritor anglicano del siglo
XVI Richard Hooker: “Dios es indescriptiblemente trascendente; pero también es
indescriptiblemente inmanente”. Siglos antes, San Atanasio lo expresó de esta manera:
Dios está en todo a través de su amor, pero fuera de todo por su naturaleza. El biógrafo
de Lewis nos dice que los más preciados momentos en su vida fueron cuando se dio

5
cuenta de la calidad espiritual de las cosas materiales, de la “infusión de lo sobrenatural
en el mundo cotidiano”. Una analogía a esto la hallamos en la tierra de Narnia, en
aquella novela de Lewis donde los árboles bailan, los ríos están llenos de ninfas, los
pájaros llevan mensajes y las estrellas son gente con el cabello largo y reluciente como
la plata pulida. El encanto de Narnia sugiere un punto acerca de nuestro mundo que
Lewis mostró más tarde en su libro Letters to Malcolm: Chiefly on Prayer [Cartas a
Malcolm: Principalmente sobre la oración]: “Todo es santo y ’grande con Dios’ [...] y
todo arbusto (si quizás pudiéramos percibirlo) una zarza ardiente”. Algunos han
sugerido que debido a que este tipo de entendimiento de la inmanencia de Dios ha sido
descuidado en la mayoría de las teologías modernas, la deificación ha caído en un
segundo plano.

Pero no ha sido así con Lewis. En Mere Christianity [Cristianismo y nada más],
Lewis habla de humanos haciendo contacto directo con la vida espiritual no creada de
Dios (que Lewis denomina Zoe, en oposición a la vida creada y natural, Bios). Esta vida
divina y eterna es de la que los creyentes son participes en el poder transformador de
Cristo. Lewis la identifica como una energía comunicable que puede extenderse a las
profundidades de la persona. Y de manera importante, en lugar de ver la gracia divina
como algo externo, como pintura aplicada a la “superficie” de una persona, Lewis dice
que es como un “un tinte o una mancha que penetra las fibras”. Su objetivo no es
producir mejores seres humanos, sino generar un tipo de criatura completamente
nueva. Esta línea de pensamiento sugiere que Lewis comprendió la distinción hecha en
el Oriente cristiano, desde el tiempo de San Basilio, entre la esencia de Dios, que
permanece más allá del alcance o la comprensión humana, y las energías de Dios
(conocidas como gracia, providencia, amor, gloria y luz) que le permiten a uno hacer
contacto directo con Dios.

La deificación como glorificación


Algunos han desdeñado la doctrina de la deificación alegando que no es bíblica, como
aquellos eruditos que la descartan como la vaga forma platonizada del panteísmo que
traicionó la comprensión original de la salvación a favor del paganismo grecorromano.

6
Si bien es cierto que el término teosis fue adoptado por los primeros cristianos del léxico
del neoplatonismo, también es evidente que se convirtió en estándar en la teología y
espiritualidad cristianas precisamente porque fue vista como una expresión de
esperanza escatológica bíblica genuina de unión personal y orgánica con Dios. Esta
esperanza es que los humanos, en las palabras de 2 Pedro 1: 4, puedan convertirse en
partícipes de la naturaleza divina. El tema es central en
el Evangelio de Juan con su leitmotiv de morada o
vivienda, un libro donde hallamos a Jesús citando el
Salmo 82 (“Yo dije: Vosotros sois dioses…”). Además,
están las epístolas de San Pablo, abundantes de una
visión mística de la vida en Cristo, de renovación en la
semejanza a Dios, y de transformación a imagen de
Dios. De hecho, Lewis nos dice que fue el mismo
lenguaje de la Escritura lo que lo obligó a tomar
seriamente la idea de deificación.

Explica esto en su sermón de 1941, “El peso de la Gloria”, que fue predicado a una
de las más grandes multitudes de la modernidad jamás reunidas en la Iglesia de Santa
María la Virgen, en Oxford. En este discurso, Lewis equipara la salvación con el término
bíblico de la gloria. Esta palabra, significativamente, a menudo se usa en la Tradición
patrística para denotar la deificación. Por ejemplo, San Máximo el Confesor definió la
deificación como la obra de la gracia divina por la cual la naturaleza humana está tan
transformada a tal nivel que “brilla con una luz sobrenatural y es llevada por encima de
sus propios límites por una sobreabundancia de gloria.”

En su sermón —cuyo título alude a 2 Corintios 4:17-18—, Lewis dice que al


principio no logró encontrar mucho atractivo inmediato en las imágenes gloriosas de
las túnicas blancas, de los tronos, o del esplendor del sol y las estrellas, todo esto hallado
en los escritos del Nuevo Testamento y otras fuentes cristianas primitivas. En este
sentido, la deificación fue inicialmente “repelente” para Lewis. Se desanimó por las
connotaciones gemelas de fama y luminosidad. Observó que, si la gloria significaba
fama, esto parecía ser una pasión competitiva o un deseo de ser más conocidos que
otros. Y si significaba luminosidad, “¿Quién desea convertirse en una especie de

7
bombilla eléctrica viva?” Para él, lo primero parecía malvado y lo segundo, ridículo.
Dejando a un lado las dudas, Lewis finalmente llegó a comprender las imágenes y a
creer que la deificación realmente sí conllevaba ambas connotaciones: luminosidad, en
el sentido de una gloriosa transformación de las personas humanas por la gracia divina
en nuevas criaturas, y fama en el sentido de un encuentro personal con Dios en el que
la aprobación y la aceptación serían los sellos bendecidos.

Una de las formas favoritas de Lewis para describir esta aceptación divina fue a
través de la imagen del baile, una figura que insinúa el orden y la santidad del cielo, así
como su jolgorio y festividad. Lewis afirmaba que una de las diferencias más
importantes entre el cristianismo y todas las demás religiones es que el Dios trinitario
no es una cosa estática, ni siquiera una sola persona, sino “una actividad dinámica y
pulsante, una vida [...] si no me consideran irreverente, como una especie de baile.” Tal
analogía nos recuerda a los primeros teólogos que describieron el intercambio
dinámico de amor en Dios como una pericoresis (es
decir, un baile o una celebración íntima), de donde
obtenemos nuestra palabra coreografía. Como John
Meyendorff ha explicado: “La deificación o teosis de
los padres griegos es una aceptación de las personas
humanas dentro de una vida divina, que ya es en sí
misma una comunión de amor entre tres Personas
co-eternas, acogiendo a la humanidad dentro de su
mutualidad”. Tal bienvenida divina es lo que Lewis
tiene en mente cuando dice que, “algún día, si Dios
quiere, recibiremos”.

El sermón de Lewis también es notable por la presentación de su apreciada teoría


del gozo, (su palabra para Sehnsucht, también llamada anhelo, deseo o nostalgia). La
importancia de esta teoría para Lewis difícilmente se puede exagerar. “En cierto
sentido”, escribió en su autobiografía titulada Sorprendido por el gozo, “la historia
central de mi vida es sobre eso, y nada más”. La teoría sostiene que los seres humanos
son conscientes de un deseo o anhelo que ninguna felicidad natural podría satisfacer.
El gozo, entonces, es la experiencia fugaz y dulcemente dolorosa de anhelar la belleza

8
divina o numinosa, una experiencia evasiva que a menudo parte tan rápido como llega.
Desde su juventud, Lewis tuvo muchas experiencias como esta, y más tarde leyó sobre
ellas en escritores como Richard Hooker. Según Lewis, estos anhelos a menudo son
evocados por recuerdos nostálgicos, encuentros con la naturaleza o ciertos libros o
música. Todos estos son simplemente vehículos de algo trascendente; el peligro es que
los seres humanos busquen por error una especie de satisfacción infinita en esas
simples cosas finitas: “No son la cosa misma; son solo el aroma de una flor que no
hemos encontrado, el eco de una melodía que no hemos escuchado, noticias de un país
que aún no hemos visitado”. Idealmente, tales experiencias nos mantendrán buscando
algo más, como “un vago turista que siempre anhela encontrar un lugar ‘mejor’.”

La doctrina de la deificación es la piedra angular de la teoría del gozo de Lewis en


la medida en que ofrece una explicación de cómo se calmará aquel viejo dolor del
anhelo: “No hay otro camino a la felicidad para la que fuimos creados.” En El problema
del dolor, Lewis escribió que nuestro destino en la vida es ser como Dios o ser
miserables. No hay término medio. “Si no aprendemos a comer el único alimento que
el universo hace crecer [...] entonces moriremos de hambre eternamente.” Y al describir
este anhelo, dice:

No queremos simplemente ver belleza, aunque (y Dios lo sabe) incluso eso


sería una recompense suficiente. Queremos algo más, algo que difícilmente
se pueda expresar con palabras —queremos unirnos con la belleza que
vemos, pasar a ser parte de ella, recibirla en nosotros mismos, formar
parte de ella. Es por eso que hemos poblado el aire, la tierra y el agua con
dioses, diosas, ninfas y elfos —que, aunque no podamos, no obstante, de su
proyección sí podamos disfrutar la belleza, la gracia y el poder, de los
cuales la Naturaleza es sólo una imagen. Es por eso que los poetas nos
dicen esas amadas falsedades [...]. No podemos mezclarnos con el
esplendor que vemos ... [Pero] algún día, si Dios quiere, lo vamos a lograr.

Así, la deificación está ligada a la apreciación permanente de Lewis por los mitos
y la poesía. Aunque el amor de Lewis por el mito se recuerda con mayor frecuencia en

9
términos de cómo veía los mitos paganos que prefiguran la muerte y resurrección de
Jesucristo (por ejemplo, los de Balder, Adonis o Baco, mitos que más tarde se
convirtieron en “hechos” en la Segunda Persona de la Trinidad), es igualmente cierto
que Lewis también vio en la mitología un tipo de nuestra vida resucitada. Lewis dice
que la participación humana en Dios es algo de lo que los poetas y las mitologías lo
saben todo. En “El peso de la gloria”, se nos dice que una de las razones por las que
Lewis atribuía un valor tan alto al mito y la poesía era porque veía en ellos una
intimación de nuestro destino divino. En las bellas falsedades contadas en
innumerables historias y poemas, los humanos se casan con dioses, o los vientos del
oeste soplan directamente sobre las almas humanas. Estas pueden ser falsas como
historias, pero pueden estar muy cerca de la verdad profética, en el sentido de que un
día los humanos podrán trascender la naturaleza para alcanzar la fuente misma de la
belleza y el poder, donde podrán comer del árbol de la vida y beber de la fuente del gozo.
Este esplendor poético y mítico que descansa sobre la teología cristiana es algo que
Lewis apreciaba. Así como Lewis dijo que el viejo mito del Dios que muere finalmente
“descendió del cielo de la leyenda y la imaginación a la tierra de la historia”, así también,
podríamos decir que los mitos correspondientes a hombres y mujeres parecidos a Dios,
algún día ascenderán de la tierra de la leyenda a la realidad del paraíso.

La Gran Medicina
El concepto de deificación ha desafiado a aquellos que están acostumbrados a pensar
en la salvación como una decisión “de una vez por todas”, o como un perdón divino por
el que Dios anula nuestro veredicto de culpabilidad y nos libera del castigo. Como lo
observó Vladimir Lossky, una disertación de San Anselmo de Canterbury, llamada Cur
Deus Homo (terminada en Italia en 1098 d.C.), coloreaba fuertemente las nociones
populares occidentales de salvación al presentar la idea de la redención aislada del resto
de la vida y obra de Cristo. Al hacer esto, los focos principales de la salvación vinieron
a ser la cruz y la pasión, donde se ve a Cristo efectuando un cambio en la actitud del
Padre hacia los hombres caídos. Curiosamente, este modelo forense sugiere que es el
Dios enfadado quien necesita cambiar, en lugar de que lo hagan los seres humanos

10
pecadores y mortales. En contraste, la salvación como deificación acentúa la sanación
y la transformación humana, mirando a la cruz, pero también a la resurrección, la
ascensión y la llegada del Espíritu Santo. Las implicaciones aquí son significativas. Ver
la salvación como lo hizo Lewis —como una infusión de energía divina que conduce a
la deificación, y no simplemente como una transacción jurídica o perdón— significa que
la vida cristiana es más que simplemente aceptar una idea, más que simplemente una
imitación moral externa de Cristo. Una genuina vida en Cristo se convierte en una
posibilidad. En Cristianismo y nada más, Lewis explicó que cuando los cristianos
hablan de estar “en Cristo” o de que Cristo está “en ellos”, debe significar algo más que
sólo “pensar en Cristo” o incluso imitarlo. Debería significar que Cristo realmente está
operando a través de ellos.

Pero, ¿exactamente cómo opera Cristo?,


¿cómo adquiere uno la vida de Cristo? Lewis
responde que este proceso, que conduce a la
deificación, no es una experiencia excepcional
reservada para algunos místicos especiales,
sino que es el llamado de todos los bautizados
en el contexto de la vida sacramental de la
Iglesia. El obispo Kallistos Ware escribió una
vez: “Si alguien pregunta ‘¿cómo puedo
convertirme en un dios?' la respuesta es muy
simple: ve a la iglesia, recibe los sacramentos regularmente, ora a Dios “en espíritu y en
verdad”, lee los Evangelios, sigue los mandamientos”. De manera similar, en
Cristianismo y nada más, Lewis afirma que los tres canales principales son el
bautismo, la fe y la Sagrada Comunión. Lewis dice que nunca habría imaginado que
esto podría transmitir la vida espiritual, como tampoco esperaba que la vida biológica
ordinaria se reprodujera de la manera en que lo hace. Él llama a la difusión de la vida
divina el proceso de “buena infección”, una frase que captura muy bien el aspecto
interno de la deificación:

Tú sabes que las cosas buenas, al igual que las malas, se pegan por un tipo
de infección. Si quieren calentarte, tienes que pararte cerca del fuego; si

11
quiere mojarte, debes meterte al agua. Si quieres gozo, poder, paz, o vida
eterna, debes acercarte, o incluso introducirte, a aquello que los tenga [...].
Son una gran fuente de energía y belleza que brota en el centro mismo de
la realidad. Si se está cerca de ella, el rocío te mojará: si no lo estás,
permanecerás seco.

Lewis pensó que debido a que los hombres y las mujeres son seres físicos, Dios usa
cosas materiales (agua, pan, vino) para infundirles la gracia divina. En el cristianismo
—que según él es “casi la única de las grandes religiones que aprueba completamente
el cuerpo” — el cuerpo, al igual que el alma, participa en la vida espiritual; y un día, el
rapto del alma salvada fluirá hacia el cuerpo glorificado. El hecho de que la gloria de
Dios es en cierto sentido comunicable a los seres físico, es sugerido por el rostro de
Moisés, cuya piel brillaba después de sus encuentros con Dios (Éxodo 34:29), o por los
pañuelos y delantales de San Pablo, que curaban a los enfermos y ahuyentaban a los
demonios (Hechos 19:12). Para Lewis, la deificación no destruirá el cuerpo humano,
sino que lo hará perfecto y lo resucitará. En el cristianismo, el cuerpo no es descartado
como una prisión inferior del alma, como lo podría ser en Platón o en corrientes de
pensamiento gnóstico —incluidas las variedades contemporáneas de gnosticismo, tal
como lo es una tendencia evangélica que algunos observadores ven como dualista en su
núcleo. En opinión de Lewis, no es Dios, sino el diablo, el que desprecia la materia, y se
ofende de la mezcla de cosas espirituales con el simple “polvo y fango”. Hablando de
encarnación humana, Lewis dice que aunque no podamos concebir exactamente lo que
seremos en la próxima vida, “debemos estar seguros de que seremos más, no menos,
de lo que fuimos en esta”.

Lewis se tomó en serio el alimento de la inmortalidad que representaba la


Eucaristía (Juan 6:48-57). Para él, la Sagrada Comunión no era solo un símbolo o
metáfora de la unión con Dios, sino una forma genuina y concreta de recibir la buena
infección de la gracia divina y participar en la vida de Dios. Como muchas de las
creencias cristianas más apreciadas por Lewis, sin embargo, ésta fue de un gusto
adquirido. Su biógrafo George Sayer dice que cuando Lewis regresó a la iglesia por
primera vez a principios de la década de 1930 después de su conversión, tenía una
visión bastante limitada de la Sagrada Comunión. En ese momento, sólo la recibía

12
durante los días festivos más importantes. Pero a principios de la década de 1940 —casi
al mismo tiempo que comenzó a reunirse regularmente con su líder espiritual para
confesión y consejo—, Lewis comenzó a percibir el sacramento de manera diferente y
comenzó a participar semanalmente. Finalmente, desarrolló una gran reverencia por el
misterio de la Eucaristía. En su Cartas a Malcolm, que se publicó el año de su muerte,
Lewis habló de la Sagrada Comunión como una experiencia en la que el velo entre los
mundos se adelgaza. “Aquí, una mano del país oculto toca no solo mi alma sino también
mi cuerpo [...]. Aquí hay una gran medicina y una magia muy fuerte [...y] yo debería
definir la magia en este sentido como ‘eficacia objetiva que no puede ser analizada más
a fondo’.” Para Lewis, este sentido calificado de “magia” tenía la connotación positiva
de misterio.

Lewis era reacio a tratar de explicar el


misterio. Lamentó que en Occidente se
hubieran hecho definiciones dogmáticas
precisas sobre este tema (en parte porque
pensaba que conducían a divisiones entre
cristianos). Una vez dijo que estaba contento
de que Jesucristo dijera “tomen y coman”, en
vez de “tomen y entiendan”. Aunque Lewis no
adoptó la fórmula medieval de la
transubstanciación, sí aceptó la doctrina de la
verdadera presencia, tal como es articulada por anglicanos como Lancelot Andrewes.
En su reticencia a sacar este misterio de su contexto sagrado y considerarlo como un
objeto entre los objetos, se hizo eco de la preocupación de Wordsworth, quien una vez
advirtió que podríamos estar asesinando al diseccionar. O, como Lewis escribió una
vez: “Es como sacar un carbón rojo del fuego para examinarlo: se convertirá en carbón
muerto”.

A la luz de esa analogía, es instructivo recordar aquel pasaje de La travesía del


viajero del alba, donde los niños conocen a un venerable anciano que vive cerca del fin
del mundo, una estrella en retiro llamada Ramandu. Todas las mañanas, a Ramandu le
es traída por un ave una baya de fuego de los valles del sol. Las bayas de fuego —

13
pequeñas brasas que son demasiado brillantes para mirarlas directamente— le quitarán
un poco de edad al Viejo hasta que se convierta en un niño recién nacido y se levante
nuevamente en el borde oriental de la tierra para unirse al gran baile. En esto
encontramos ecos no sólo del sustento milagroso de Elías por parte de los cuervos, que
le llevaron pan y carne durante su estancia en el desierto (I Reyes 17), sino también de
la visión de Isaías, quien vio al Señor de los Ejércitos en un trono en el Templo siendo
servido por Serafines, que cantaban, “Santo, Santo, Santo” (Isaías 6), uno de los cuales
tomó un carbón vivo del altar con pinzas y lo llevó a los labios del profeta, a quien dijo:
“He aquí, esto ha tocado tus labios, y tu iniquidad es quitada, y tu pecado es
perdonado”.

En nuestros días, el énfasis de Lewis en la importancia de la Sagrada Comunión


puede parecer extraño, al menos en aquellas comunidades cristianas que celebran la
Eucaristía con poca frecuencia o expresan su importancia en términos de cómo afecta
a Dios en lugar de cómo nos transforma a nosotros. Pero Lewis insistió en que la vida
eterna debe propagarse no sólo por actos puramente mentales como las creencias, sino
también por actos concretos, como el bautismo y la Sagrada Comunión. Insistió en que
el cristianismo “no es simplemente la difusión de una idea, [porque] Dios nunca quiso
que el hombre fuera una criatura puramente espiritual. Es por eso que usa cosas
materiales, como el pan y el vino, para darnos una nueva vida. Y podríamos considerar
esto más bien crudo y no espiritual. Pero Dios no: el inventó el comer. A él le gusta la
materia. Él la inventó”.

El lado inverso de la encarnación


Una de las líneas más conocidas de la literatura patrística sobre el tema de la deificación
proviene del capítulo 54 del clásico de San Atanasio Sobre la Encarnación: “Él,
efectivamente, asumió la humanidad para que pudiéramos convertirnos en Dios”.
Cuando Lewis escribió una introducción a una nueva traducción de este trabajo
realizada por su vieja amiga por correspondencia, la monja anglicana Hermana
Penélope, elogió a San Atanasio por “un libro muy bueno [...] una imagen del Árbol de
la Vida [...] dorado y lleno de savia [y] de sustentación y confianza”. En el libro, la

14
deificación se entiende más ampliamente en el contexto de la renovación de toda la
creación emprendida por la Palabra de Dios. Atanasio observa que la tarea divina de
hacer nuevas todas las cosas pertenece a la misma persona divina a través de la cual
todas las cosas para empezar fueron hechas; por lo tanto, hay una consistencia entre la
creación y la salvación. Jesucristo, como agente divino del Padre, vio nuestro
lamentable estado después de la caída y se humilló hasta asumir la carne con el fin de
desterrar la muerte y comenzar el proceso de revertir los males de la corrupción, la
mortalidad, el dolor y el pecado —en resumen, para recrear el mundo.

Según Atanasio, Adán y Eva eran por gracia “como Dios” (Salmo 82:6) en el
Paraíso en que compartían la vida divina y eran incorruptos e inmortales. Los Padres
de la Iglesia comúnmente expresan esto haciendo referencia a Génesis 1:26, al hablar
del hombre y la mujer creados a imagen de Dios y con la posibilidad de alcanzar la
semejanza de Dios. Su estado de incorrupción se perdió después de la caída y el exilio
del Edén. La deificación, entonces, es la cumbre de un proceso gradual por el cual los
seres humanos se reintegran a la vida de Dios, comenzando con la restauración de la
imagen de Dios a través del bautismo y continuando con la purificación del corazón y
la iluminación por la gracia divina. Este proceso reordena los poderes del alma humana
y restaura el estado del paraíso interiormente mientras conduce finalmente al nuevo
paraíso más allá de este mundo. Los ortodoxos describen este proceso como un Camino
Triple, indicando que el alma debe progresar a través de tres etapas para alcanzar la
plenitud de la participación en Dios: primero, purificación o catarsis, en la cual el
corazón y la mente se purifican de pasiones y adicciones egoístas; segundo, iluminación
o fotisis, la luminosidad del alma, un estado que Adán y Eva disfrutaron en el Edén;
tercero, la deificación o teosis, que es la unión inefable del alma con Dios. Incluso en
esta elevada cumbre, se nos dice que el estado de perfección es relativo y no absoluto;
que es dinámico, no estático, siempre ascendente “de gloria en gloria” (2 Corintios
3:18). En palabras de San Gregorio de Nisa, “La verdadera perfección nunca se detiene,
sino que crece hacia lo mejor”. Esta noción de epektasis, de la vida eterna como
progreso sin fin, se encuentra en los Padres de la Iglesia, como San Ireneo y San
Máximo el Confesor, y en el mismo Lewis se hace eco memorablemente en el pasaje
final de La última batalla.

15
Es significativo que la famosa cita de Atanasio
aparezca en un libro sobre la Encarnación, ya que la
deificación ha sido descrita como el “lado opuesto” de la
encarnación. Podría decirse que la creencia de Lewis en
la deificación puede verse como un indicador de cuán
seriamente se tomó la doctrina de la encarnación. Lewis
parecía entender la visión ortodoxa de que la
encarnación no sólo revelaba al Dios encarnado, sino
también al hombre trascendente. Lewis escribió una vez:
“La Encarnación funcionó ‘no por la conversión de la
Deidad en carne, sino por llevar a la humanidad hacia Dios”. [...] La humanidad,
permaneciendo humana, no se le considera simplemente como (sino verdaderamente
absorbida por) la Deidad”.

En términos patrísticos, lo que Lewis describe como “llevar a la humanidad hacia


Dios” es la deificación de la naturaleza humana lograda en Cristo. En otras palabras,
como resultado de la encarnación, los primeros frutos de nuestra sustancia fueron
deificados y se creó una nueva raíz para acceder a la vida divina y la incorruptibilidad.
Sin embargo, la deificación de toda la naturaleza humana en Cristo —la llamada visión
física de la deificación en la ortodoxia— no garantiza automáticamente la deificación de
toda persona humana. Al nacer, los seres humanos todavía están vinculados a la
antigua raíz de Adán, con su muerte, decadencia y oscuridad del alma. La tarea de cada
persona, entonces, consiste en cultivar la nueva raíz de Cristo mediante la participación
libre y personal en la gracia divina de Dios, dando muerte a la antigua raíz a través de
la fe, el arrepentimiento y la obediencia a los mandamientos de Cristo. Vladimir Lossky
señala útilmente que el papel principal de Jesucristo fue la redención de la naturaleza
humana, mientras que el papel principal del Espíritu Santo es la deificación de las
personas humanas en Cristo. Una forma de expresar esto, usando la noción de imagen
y semejanza, es que Jesucristo logró la dimensión objetiva de nuestra salvación
(nuestra redención) al otorgar a nuestra naturaleza humana Su propia gloria e
inmortalidad; así, cuando participamos en la muerte y resurrección de Cristo en el
sacramento del bautismo, esta imagen de Dios en nuestra naturaleza es restaurada. Sin

16
embargo, como señala San Diádoco en su Philokalia, sigue habiendo una dimensión
subjetiva de la salvación, en la que, como personas, somo transformados en la
semejanza de Dios: “Su semejanza sólo se concede a los que por un gran amor han
traído su propia libertad en sujeción a Dios”. Lewis mismo captura las dimensiones
objetiva y subjetiva de la salvación cuando escribe: “El asunto de convertirse en un hijo
de Dios, de pasar de una cosa creada a una cosa engendrada, de pasar de la vida
biológica temporal a la vida ‘espiritual’ intemporal, ya ha sido realizado para nosotros.
La humanidad ya está ‘salvada’ en principio. Nosotros, los individuos, tenemos que
apropiarnos de esa salvación.”

Si se lo permitimos
Esta apropiación de la salvación, esta disposición de traer nuestra libertad humana en
sujeción a Dios, naturalmente requiere nuestra cooperación. Por lo tanto, la deificación
depende del libre albedrío humano. Para Lewis, la libertad humana era una creencia
principalísima, fundamental para la idea de lo que significa ser creado a imagen de Dios
y esencial para la posibilidad de un amor genuino. Esto encuentra expresión en The
Magician’s Nephew [El sobrino del mago] en la creación de Narnia, donde Aslan dice
con voz fuerte y feliz: "Criaturas, os entrego a ustedes mismos". Lewis pensó que todos
los seres humanos habían recibido este mismo regalo. Escribe Lewis,

Debes darte cuenta desde el principio, que la meta hacia la cual [Dios] está
comenzando a guiarte es hacia la perfección absoluta; y no hay poder en
todo el universo, excepto tu mismo, que pueda evitar que Él te lleve a ese
objetivo [...] Si se lo permitimos —porque podemos evitarlo, si así lo
elegimos—, él hará que los más débiles y sucios de nosotros nos
convirtamos en dioses o diosas, criaturas inmortales radiantes y
deslumbrantes, latiendo con tanta energía, alegría, sabiduría y amor como
ahora no podemos imaginar.

La doctrina de la sinergia de Lewis era similar al modelo de Pablo, quien dijo que
estamos llamados a ser colaboradores (synergoi) de Dios (1 Corintios 3:9). Esta
interacción de la gracia divina y la voluntad humana fue descrita memorablemente por
un monje de la Iglesia Oriental como "la cooperación de dos fuerzas desiguales, pero

17
igualmente necesarias". Por su parte, Lewis describió una vez esta paradoja de la
siguiente manera: "No significa que puedo, por lo tanto, como dicen, 'sentarme
cómodamente'. Lo que Dios hace por nosotros, lo hace en nosotros. El proceso de
hacerlo me parecerá (y no falsamente) ser el ejercicio, repetidos a diario y a cada hora,
de mi propia voluntad”.

En ninguna parte, la lucha por someter


la voluntad de uno a Dios es más evidente
que en el campo de la oración, la disciplina
espiritual más básica y esencial en el
ascenso hacia Dios. Lewis a menudo
enfatizó que la oración requiere trabajo, y
que es un deber, a veces incluso molesto y
frustrante, porque la vida humana aún no es
perfecta y nuestras oraciones a menudo se
ven obstaculizadas por distracciones
internas y externas. Debemos orar, incluso
cuando no queramos, solo en el cielo será
posible la oración perfecta y no habrá
necesidad de “deber hacerlo”.

CS Lewis y la Iglesia Ortodoxa


La creencia de C.S. Lewis en la doctrina de la deificación, así como su sentido
apofático de la ocultación de Dios, sus enseñanzas sobre Cristo y la Trinidad, y su
comprensión de la creación y la personalidad, son un fuerte argumento para su "
ortodoxia anónima ". Así lo observa Kallistos Ware en el ensayo "Dios de los padres:
C.S. Lewis y el cristianismo oriental" en la Guía del peregrino: C.S. Lewis y el arte del
testimonio. Pero, ¿cuál fue la experiencia directa de Lewis con la Iglesia Ortodoxa?
En primer lugar, Lewis conocía la tradición ortodoxa rusa a través de su amistad
con el profesor Nicholas Zernov en Oxford. El hecho de que Lewis asistió al menos a
un servicio ortodoxo en Inglaterra, se confirma mediante una carta del 13 de marzo de
1956 que se encuentra en las Cartas de C.S. Lewis, en donde Lewis escribió: "Mi
modelo aquí es el comportamiento de la congregación en un servicio 'ortodoxo ruso',
donde algunos se sientan, otros se postran sobre sus rostros, otros se paran, otros se

18
arrodillan, otros caminan alrededor, y a nadie le molesta en lo más mínimo lo que los
demás estén haciendo. Eso es buen sentido, buen comportamiento y buen
cristianismo".
Andrew Walker, en su ensayo "Bajo la cruz rusa" en Un cristiano para todos los
cristianos: Ensayos en honor a C.S. Lewis, observa que la amistad de Lewis con
Zernov y su esposa, Militza, duró desde la década de 1940 hasta la muerte de Lewis
en 1963. Escribe Walker, «Militza Zernov me dijo: “Ciertamente hemos hablado con
C.S. Lewis (a quien llamamos ‘Jack’) sobre la Iglesia Ortodoxa. Y se mostró
profundamente interesado en ella”.» Nicholas Zernov pudo involucrar a Lewis en una
serie de actividades, incluida la presentación de al menos dos documentos a la
sociedad de St. Alban y St. Sergius. Aparentemente, un artículo de Lewis, con el
intrigante título de "Un juguete, un icono y una obra de arte", se perdió. Otro artículo
presentado por Lewis a esta sociedad en 1945 se publicó en The Weight of Glory bajo
el título "Membresía".
Unos años antes de su muerte, Lewis pudo visitar Grecia por primera vez. Su
biógrafo, George Sayer, escribe que Lewis se conmovió durante su visita a una
catedral ortodoxa griega en Rodas durante Pascua de 1960, donde, junto con su
esposa ya enferma, Joy, asistió a parte del servicio pascual, así como a una boda
ortodoxa. En Jack: A Life of C.S. Lewis, Sayer escribe: “Cada vez que surgía el tema
entre nosotros, [Lewis] decía que prefería la liturgia ortodoxa a las liturgias católicas o
protestantes. También le impresionaron los sacerdotes ortodoxos griegos, cuyos
rostros, pensaba, parecían más espirituales que los de la mayoría del clero católico o
protestante".
Quizás por eso, entonces, fue comprensible que sus amigos los Zernovs trajeran
una cruz ortodoxa hecha de flores blancas al funeral de Lewis en noviembre de 1963,
bajo la cual Lewis fue enterrado en el cementerio de su parroquia anglicana en
Headington.

Lewis oraba regularmente usando el Libro de los Salmos (probablemente pasaba


por todos los 150 Salmos una vez al mes) y del Libro de la Oración Común porque
pensaba que las oraciones escritas o “preparadas” transmitidas por la Iglesia lo
mantenían en contacto con la sana doctrina y lo prevenían de deslizarse con facilidad
hacia aquel fantasma llamado “mi religión”. Lewis solía pasar una hora o más haciendo
sus oraciones vespertinas, e integrando su oración con la lectura de las Escrituras.
También hacía hincapié en la obligación de orar por otros, incluidos nuestros enemigos
(se sabe que oró por Hitler y Stalin). Sabía que los seres humanos no eran simples
espíritus, y que importaba la posición que el cuerpo tomaban durante la oración y lo

19
que comían o bebían de antemano: “Son animales y [...] lo
que sea que sus cuerpos hagan afectará sus almas”. La
conexión entre lo físico y lo espiritual fue completamente
asimilado por Lewis cuando agregó la disciplina del ayuno
a sus hábitos de oración, encontrando alivio de los pecados
obsesivos. El arduo trabajo de la oración marcó en su vida
una diferencia que los demás pudieron notar. George Sayer,
un amigo y ex alumno que lo conoció durante veintinueve
años, dijo: “Era difícil estar mucho tiempo en compañía de
Lewis sin ser consciente de su bondad, incluso de su
santidad. Todo ello se alimentaba de la oración, de la
meditación diaria en los versos del Nuevo Testamento, de su apertura a las experiencias
místicas, y de su hábito a estar en comunión con la naturaleza”.

Junto con su oración privada, Lewis también asistía diariamente a los maitines
antes de su día de trabajo. Entendía la necesidad de las expresiones comunitarias de la
fe, y explica su punto de vista en el ensayo “Membresía”, que Lewis expuso en 1945 ante
la Comunidad de San Albano y San Sergio, un grupo que fue cofundado por el amigo de
Lewis, Nicholas Zernov, un cristiano ortodoxo que buscaba unir a los cristianos
orientales con los occidentales. En ese ensayo, Lewis insiste en que el cristiano no está
llamado ni al colectivismo ni al individualismo, sino a la membresía del cuerpo místico.
La deificación, por lo tanto, no puede interpretarse adecuadamente como un viaje
solitario a la dicha individual, sino más bien como una empresa corporativa en Cristo,
en la que “todo lo que está unido a la cabeza inmortal compartirá su inmortalidad”. El
mismo Zernov, quien anteriormente había ocupado la silla de la Cátedra Spalding de
Ética y Religión Orientales de la Universidad de Oxford (un puesto que luego ocupó el
obispo Kallistos Ware), desarrolla el mismo tema en su libro de 1942 La Iglesia de los
cristianos orientales . Allí, Zernov explica que el Oriente no piensa en la salvación en
términos de que el alma individual regrese a su Hacedor, sino como proceso de
transfiguración de todo el cosmos: “Al Oriente le queda claro que la salvación de un
individuo significa formar parte de la comunidad redimida [...] El hombre no se salva
de los demás sino con los demás, porque los demás son su guardián y maestro; se salva,

20
no aparte de los demás, sino con el resto de la familia cristiana, como uno de sus
miembros”.

Horror de nosotros mismos


Nuestra participación en las energías divinas no solo nos ayuda a restaurar el
conocimiento de Dios que se perdió en la Caída, sino que también aumenta nuestro
autoconocimiento, lo que conduce a una humildad y arrepentimiento cada vez mayores.
Así pensaba Lewis, quien sostenía que cuanto más se acercaba uno a la luz de Dios, más
perfecto se volvía y más claramente se iluminaban los pecados y las impurezas. Por
ejemplo, podríamos señalar a la protagonista Orual, la Reina de Glome, en la obra
maestra Till We Have Faces de Lewis. Hacia el final de su vida, ella mira hacia atrás a
través del paso de los años, y comenta: “Fue como estar preñada, pero a la inversa; lo
que llevaba en mí se hizo cada vez más pequeño y menos vivo”. Esa cosa era su ego.

Lewis insistió en que somos “criaturas cuyo carácter debe ser, en algunos
aspectos, un horror para Dios, como lo es, cuando realmente lo vemos, un horror para
nosotros mismos [...] Noto que cuanto más santo es un hombre, más es plenamente
consciente de ese hecho”. En estos términos, nadie puede descartar la deificación como
mera ilusiones, escapismo o auto adoración; de hecho, Lewis creía que incluso los seres
humanos glorificados permanecían conscientes de su pecado, y que la humildad
perfecta exige un arrepentimiento continuo. En El problema del dolor, Lewis escribe:

Puede ser que la salvación no consista en la cancelación de estos momentos


eternos [de pecado] sino en la humildad perfeccionada de quien sobrelleva la
vergüenza para siempre, regocijado en la oportunidad que esta brindó a la
compasión de Dios, y feliz de que sea un conocimiento común para el universo.
Quizás en ese momento eterno, San Pedro —que me perdone si me equivoco—,
siempre niega a su Maestro [...] Quizás los perdidos son aquellos que no se
atreven a ir a un lugar tan público. Por supuesto que no sé si esto es cierto; pero
creo que vale la pena tener en cuenta la posibilidad.

Dado esto, no debería sorprender que Lewis haya llegado a ver la práctica de la
confesión de pecados como algo central en la vida cristiana, aunque le tomó casi una
década después de su conversión encontrar una persona con quien poder confesarse.

21
Este hombre era el p. Walter Adams, un monje anglicano que tenía 71 años cuando
Lewis lo visitó por primera vez en octubre de 1940, (Lewis tenía apenas 42 año). Walter
pertenecía a la Sociedad de San Juan Evangelista de la Iglesia de Inglaterra, conocida
popularmente como los Padres Cowley. Lewis llamó al p. Walter su “confesor y [...]
Padre en Cristo”, y se reunió con él semanalmente durante doce años, hasta la muerte
del anciano en 1952. Poco antes de su primera cita con este sacerdote, Lewis escribió a
Sor Penélope con preocupaciones que muchos conversos ortodoxos podrían apreciar:

“Haré mi primera confesión la semana que viene, lo que te parecerá extraño, pero
no me criaron con ese tipo de costumbres. Es una experiencia extraña. La decisión de
hacerlo fue una de las más difíciles que he tomado: pero ahora estoy comprometido (a
fuerza de publicar la carta antes de que tuviera tiempo de cambiar de opinión), pero
comencé a tener miedo del extremo opuesto, miedo de estar haciendo indulgencias en
una orgía de egoísmo.”

Poco después, un Lewis más relajado escribió otra carta a Sor Penélope explicando
que había atravesado con éxito el muro de fuego, y se hallaba vivo y en buen estado. La
“orgía del egoísmo resulta, como toda propaganda enemiga, tener solo una pizca de
verdad, pero no tengo dudas de que el método adecuado para lidiar con esto es
continuar con la práctica, como tengo la intención de hacerlo”. Años después, cuando
una corresponsal le preguntó a Lewis por qué no podía simplemente confesar sus
pecados a un amigo o vecino, Lewis le aseguró que podía hacerlo. Pero, continuó, la
ventaja con el sacerdote era que tenía un cargo especial designado por Dios para esto,
y que todo lo que se hablara se mantendría en un silencio sagrado. Si bien Lewis valoró
el consejo y la guía que recibió de su padre espiritual, pensó que lo más importante era
que el confesor es el representante del Señor y otorga su perdón mientras
responsabiliza a uno del arrepentimiento.

Felicidad transpuesta
Tal es, pues, la visión de Lewis de la deificación. Si sigue siendo desconcertante para
algunos, puede ser positivamente atractivo para otros en una época en que la vida
cristiana a menudo se ha entendido en términos abstractos y privatizados, y cuando las

22
prácticas religiosas tradicionales han sido descartadas por mucho como impedimentos
a la espiritualidad genuina. Por el contrario, Lewis nos muestra que la salvación no es
solo una idea, sino algo por hacer, y señala la eficacia de la dirección espiritual, la
oración colectiva, la confesión, y la Sagrada Comunión. Tales prácticas son los sellos
distintivos de la teología mística en el corazón del antiguo cristianismo que, en su
plenitud ortodoxa, ofrece los medios para la deificación y la comunión perfecta con
Dios. Como ha escrito un monje/sacerdote, “es solo porque las iglesias no conocen o no
usan estos medios, que nuestros jóvenes están buscando en otros lugares”.

La doctrina de la deificación tiene más brío en una era en la que las esperanzas
humanas de felicidad y longevidad se ponen cada vez más sobre los hombros del
ciberespacio, la biotecnología o las drogas psicotrópicas. Lewis nos recuerda que
nuestra búsqueda de la felicidad está en acuerdo con el patrón fundamental de la
realidad; nuestra búsqueda de la felicidad está ciertamente bendecida por Dios,
siempre que se transponga como la llave de otro mundo. Por lo tanto, Lewis valida y
redirige nuestro anhelo perene de perfección. Dice que solo más allá de las tierras
oscuras de esta vida se cumplirán nuestros anhelos más profundos. Solo en el amanecer
eterno encontraremos la Gloria cara a cara ese día en que brillaremos como el sol.

Finalmente, la doctrina de la deificación de Lewis nos recuerda que no debemos


esperar que el camino a la perfección sea indoloro. La cruz, dice, viene antes de la
corona. Adquirir la vida de Cristo es un proceso que será largo y en parte doloroso, y no
debería sorprendernos si nos encontramos en un momento difícil mientras viajamos
por los valles de sombras de la vida terrenal. ¿La razón? Dios usará todos los medios
posibles para elevarnos a niveles más altos. “Nos parece a todos innecesarios”, escribe,
“pero eso se debe a que aún no hemos tenido la más mínima noción de la tremenda cosa
que quiere hacer de nosotros”. A los que aspiran a tales alturas se les ofrece este consejo
en el último sermón de Lewis, que predicó en enero de 1956 en el Magdalene College
de Cambridge: “Nuestra oración de la mañana debe ser la Imitation: Da hodie perfecte
incipere —concédeme hoy tener un inicio perfecto, porque todavía no he hecho nada”.

____________________
Chris Jensen enseña Literatura Inglesa en un colegio comunitario en Portland, Oregón, donde vive con
su esposa y sus cuatro hijos, y es lector de la Iglesia de la Anunciación (OCA). Durante varios años
impartió un curso de seminario universitario sobre C.S. Lewis.

23

También podría gustarte