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Psicoanálisis Inédito

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La invención del partenaire*


Jacques-Alain Miller

Cuando usted va a encontrarse con un psicoanalista, encuentra un partenaire. Un partenaire nue-


vo, que no había encontrado en su vida, y con quien va a jugar una nueva partida. Para que esta
partida tenga lugar, es preciso que ambos, usted y él, estén allí en persona. Y la partida se juega
exclusivamente en la palabra. ¿Y por qué? ¿Por qué se añade a su vida esta partida que hay que
jugar y este partenaire de palabra, este interlocutor suplementario que además habla tan poco
(hay que admitirlo)? Se lo hace cuando uno no encuentra sus partenaires en la vida. Desde luego,
sería más simple si hubiera tal cosa como el instinto sexual. Si el instinto sexual existiera en la
especie humana, sería simple, no habría psicoanálisis porque no tendríamos preguntas para plan-
tearnos. Porque habría una fuerza ciega, una fuerza muda, que lo dirigiría y lo conduciría hacia el
partenaire que usted precisa, el partenaire tipo, el partenaire estándar, aquel que le corresponde.
Por lo tanto, sin duda, eso sería ideal. Y, por otra parte, es sin duda la idea o el ideal que podemos
hacernos de la sexualidad en los animales. No hay necesidad de ser psicoanalista para saber que
no es así como las cosas suceden en la especie humana. La sexualidad en el humano no pasa
por el instinto. El ser humano no tiene un camino directo a su partenaire. Debe pasar por todo un
laberinto, por dédalos, por un verdadero palacio de espejismos, por impasses, y su sexualidad es
dispersa, problemática, contradictoria y, a fin de cuentas, podemos decirlo, dolorosa. No hay ins-
tinto, hay funciones mucho más complicadas: está el deseo, está el goce, está el amor. Y, ade-
más, todo eso no cuadra, no se armoniza, no converge hacia el partenaire que sería el apropiado,
del cual se tendría la certeza de que es el apropiado.

El deseo, primero. El deseo no es un instinto porque el instinto sabe, incluso si ese saber perma-
nece opaco. El instinto dice silenciosamente siempre lo mismo, es constante. El deseo, en cam-
bio, no sabe. El deseo está siempre ligado a una pregunta, el deseo es él mismo una pregunta:
¿qué deseo realmente? ¿Es ese mi verdadero deseo? Mi deseo, ¿es bueno o malo?, ¿es perjudi-
cial?, ¿está prohibido? Lo que creo que es mi deseo, ¿no es acaso una ilusión? Y esta pregunta
sobre el deseo puede llegar hasta la perplejidad, puede llegar hasta inmovilizarme. Así pues, el
deseo no sabe. Por supuesto, está eso que demando. Lo que demando es lo que creo desear,
¿pero es realmente lo que deseo? Y luego, a diferencia del instinto, el deseo no es constante, no
es invariable. Es, si puede decirse, intermitente, va y viene. Circula, a veces se dispersa, a veces
se concentra, a veces incluso se anula, desaparece. Digo entonces que me aburro o me deprimo.
Y, de pronto, deseo algo muy fuertemente, o a alguien. Y, de pronto, lo obtengo. Y, de repente, en

*
Este texto corresponde al 14° episodio de la serie “Historia de… psicoanálisis”, transmitido por France
Culture el 16 de junio de 2005. La transcripción en francés se encuentra publicada en el sitio web de la Éco-
le de la Cause Freudienne (ECF), disponible en: http://www.causefreudienne.net/linvention-du-partenaire/

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el momento en el que se ofrece a mi goce, cuando no tendría más que gozar de él, de pronto el
deseo se eclipsa. Pero si gozase de él, ¿sería mejor? Puede ocurrir que cada vez que gozo de
algo o de alguien, lo desee menos. Aquello de lo que gozo tiene menos valor. Y mi deseo dismi-
nuye otro tanto.

Así pues, incluso si mi deseo es intenso, esta intensidad no da ninguna garantía permanente, ni a
mí ni al otro, porque el deseo puede desplazarse o marchitarse o reducirse con el tiempo. Y luego,
el deseo no es sólo cosa mía. El instinto sí. Se supone que el instinto está inscripto en mi natura-
leza, que funciona automáticamente. Pero ese no es el caso del deseo. El deseo depende de cir-
cunstancias, de la situación, y sobre todo depende del Otro al que se dirige. Mi deseo está vincu-
lado al deseo del Otro y de muchas maneras. Mi deseo puede ser el eco del deseo del Otro. Por lo
tanto, es preciso que el Otro desee para que yo a su vez desee. Así que espío los signos de su
deseo para desear. Eso puede querer decir desear lo que él desea, conformarme con lo que él
desea. Pero eso también puede querer decir que debo desear otra cosa que lo que él desea para
que mi deseo sea mío, para que yo sea yo mismo, para no desaparecer para él en su deseo. Ese
deseo del Otro que me solicita, que me incita, que quiere algo de mí que me fastidia en mi rutina,
puedo también odiarlo, desear exterminarlo, detestar sus manifestaciones, borrar sus signos. Y
hay incluso otro modo de encontrar en el deseo del Otro una brújula para mi deseo: es que plan-
tee un obstáculo, un límite, una ley. Es que él prohíba, que diga eso no debe ser deseado. Sé
dónde está lo deseable. Sé, entonces, que lo que es deseable es lo que es culpable, es a lo que
no se tiene derecho, lo que está prohibido.

Desde luego, podría dar ejemplos, pero no voy a hacerlo. Serán ustedes quienes den los ejem-
plos, porque pienso que cada uno puede llegar a reconocerse en lo que aquí digo en un momento
u otro, por uno u otro lado, pero también reconocer a sus allegados, a sus partenaires. Pero sí, en
estas descripciones, incluso si son alusivas, podemos reconocernos a nosotros mismos y a los
otros, justamente porque el deseo es un lazo, una relación ultrasensible al signo del Otro. Porque
el deseo pasa de uno a otro, se comunica, se invierte. Y es también el señuelo, es decir, que es
engañoso.

Pero hay también otra cosa que el deseo. Está el goce. Y, precisamente a ese nivel, sí que no
podemos reconocernos. En ese nivel, no se tiene partenaire humano, ni del otro sexo ni del mis-
mo. Ahí hay una exigencia sin descanso, que en los términos de Freud llamamos la pulsión. Una
exigencia que no se apaga como la sed, que no se sacia como el hambre. Una demanda imperati-
va, absoluta, que no se formula en palabras sino que es insaciable, que quiere siempre más, que
no conoce límites ni pausas. No tiene rostro, no tiene cabeza, es acéfala. Tampoco está prendida
a la persona del otro. Solo busca realizarse, cerrar el círculo sobre sí misma por medio de algo
que le permita al cuerpo gozar de sí mismo. Eso que la pulsión necesita, y sin lo cual hay angus-
tia, Freud lo reconoció primero en diferentes fragmentos de cuerpo, pero también se dio cuenta de
que esos fragmentos de cuerpo también eran reemplazables por señuelos, por semblantes. ¿Y
qué es ese señuelo? Es el pedacito de tela que el niño reclama para dormirse y que misteriosa-
mente lo tranquiliza, pero es también el objeto artístico más elaborado o el objeto tecnológico más

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reciente, y eso es para cada uno un partenaire esencial. Pero no es humano. Es inhumano, o más
bien a-humano, y no los conduce directamente al partenaire sexual, no es en absoluto lo mismo
que el partenaire sexual. Sin dudas es extraño, pero es ese el descubrimiento de Freud y que vol-
vemos a hacer en un psicoanálisis: es que está el lado del deseo y el lado del goce, y que ambos
naturalmente no encajan. Hay un abismo, una ruptura entre ellos. El erotismo, como decimos, no
es de una sola pieza. Está dividido.

Afortunadamente, entre el goce y el deseo, está el amor. El amor permite creer que todo eso se
sostiene junto: de un lado, el partenaire sexual que precisa el deseo, del otro, el partenaire a-
humano que precisa el goce. El amor permite creer que no se trata sino de uno solo, e incluso
permite creer que usted con su partenaire se vuelve uno. E incluso, sucede que, por medio del
amor, obtiene, eso cree, un partenaire sobrehumano, divino, Dios mismo. Solo el amor es aleato-
rio. El amor depende siempre de un encuentro, no está nunca escrito por anticipado. El modo en
el que se combinan el deseo, el goce y el amor es muy especial para cada uno y depende del
azar. Tenemos la experiencia de ello gracias al psicoanálisis. Siempre se termina por poner en
evidencia que la sexualidad, que la relación al sexo, está determinada para cada uno por un en-
cuentro, por una suerte, un cierto azar. Y precisamente porque eso no está escrito por anticipado,
no podemos dar de él una fórmula general, válida para todos. Aquí, sobre este punto, que con-
cierne a la relación sexual en la especie humana, la ciencia debe darse por vencida. Aquí, sobre
este punto, es imposible encontrar una fórmula inscripta en la realidad de las cosas, en lo real,
una fórmula a la cual obedecería la relación sexual. Podría decirse que todas las cosas en este
mundo saben lo que vinieron a hacer, tanto los planetas como los animales. Para unos, está la
fórmula de la gravitación, para los otros, el instinto. Pero, entre hombres y mujeres, la relación
sexual no está programada, no está escrita en un programa por anticipado.

Por lo tanto, ¿qué hay en el lugar de la fórmula que falta? Hay toda una variedad. La variedad
imprevisible de la sexualidad humana. Están los encuentros del amor, las repeticiones del deseo,
los traumatismos del goce. Y estos encuentros, estas repeticiones, estos traumatismos, son siem-
pre sorpresas. Las previsiones son imposibles, las pedagogías inútiles y la prevención nada puede
hacer, por supuesto, porque la relación sexual al otro no está escrita por anticipado: se inventa.
Hay siempre una parte de invención en una pareja. Sin duda, hay una lógica que está en funcio-
namiento, pero no es universal, es particular a cada uno, y solo podemos reconstituirla après
coup. ¿Qué es está lógica? Es el modo en el que cada uno se las arregla con la ausencia de pro-
gramación sexual, si puedo decirlo. Y no se las puede arreglar sino de través, sino con un cierto
fracaso, es decir, con un síntoma. Cada vez que se establece para alguien lo que parece ser una
relación sexual, es siempre una relación sintomática. Un lazo, una unión, que en realidad no res-
ponde a norma alguna, a ninguna normalidad. La norma, la normalidad, no son sino apariencias.
Lo que hay detrás, lo que hay de más real detrás, es un síntoma. Desde luego, hay síntomas de
los cuales uno puede curarse, cesar de servirse de ellos, pero hay un síntoma ineliminable, aquel
del que no podemos curarnos porque proviene de una ausencia en lo real, de la ausencia de mo-
delo, de ley, de relación sexual. A este síntoma incurable que está presente en la sexualidad en

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tanto tal, no podemos verdaderamente darle solución alguna. Permanece como un enigma. Sólo
queda hacer con él. Hacer un psicoanálisis es cernir, despejar, aislar, el modo en el que usted
encontró el enigma sexual. Es esclarecer el modo en el cual su inconsciente interpretó ese enigma
y encontrar una mejor manera de hacer con él.

Traducción: Lorena Buchner.

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