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EL TIEMPO DE LOS DINOSAURIOS

Me resulta muy complicado hablar de La mujer sin piano, justo ahora que

estoy a punto de abandonarla, ahora cuando un director debería callarse y

dejar que la película hable por si misma; eso debería ser lo natural, pero por

desgracia nunca lo es. En estos momento me encuentro mezclando la

película en París. Ahora mismo, mientras escribo, escucho a Patrick Ghislain,

el mezclador, colocando en el espacio, en su ámbito, los ruidos y los diálogos

que he montado con Pelayo Gutiérrez y Álex F. Capilla en el último mes. Hace

no mucho tiempo, este proceso de mezcla era fundamental; hoy lo sigue

siendo, pero sus protagonistas, los mezcladores, han visto cómo perdían

importancia y ahora, como viejos dinosaurios sabios y poderosos, son

especies en extinción que ven su cómo su época se acaba. Solo algunos se

adaptaran, los demás desaparecerán, a la vez que desaparece una forma de

hacer cine. Hace unos años, cuando no existía el montaje de sonido como

hoy casi todos los concebimos, esta tarea recaía en el montador de imagen,

que no tenía casi pistas; por eso los técnicos de sonido directo (que eran

como los montañeros en los años veinte, escalando los cinco miles sin

tecnología, pero con audacia y talento) mezclaban directamente en rodaje;

utilizaban varios micrófonos en las pocas pistas de las que disponían, y

lograban así multiplicarlas. Todavía siguen trabajando así algunos de los

grandes, como Pierre Gamet o Henry Morelle. Luego, en la moviola, el

montador montaba el sonido (hasta hace poco, hasta Almodóvar trabajaba de

esta manera). Hoy, gracias a eso que llaman “revolución tecnológica” (yo creo
que una revolución no significa nada si no viene acompañada de la

maduración de modelos nuevos) nos permite grabar en el rodaje con una

numero de pistas ilimitado y, luego, tras el montaje de sonido, podemos llegar

a la mezcla mejor armados y ordenados; lo malo es que casi nunca tenemos

todo el tiempo que necesitamos ni para el montaje de sonido ni para la

mezcla, y casi ninguna producción española prevé ese ocho por ciento

mínimo del presupuesto de la película (no incluyendo la música) que

reclaman Walter Murch o Leslie Schatz para poder sacar adelante esta fase

fundamental. Éste es el momento en que mas disfruto, la fase en la que la

película ya solo puede mejorar (a veces ocurre que mejora demasiado y

entonces empeora, porque te encuentras con un montaje demasiado limpio y

retórico). Esta es la fase que explica mi forma de rodar, porque siempre es el

sonido el que me lleva a colocar la cámara: cuando voy a mostrar algo (yo

muestro más que narro) me digo: ¿qué se oye? Hoy, frente a los antiguos

mezcladores y montadores de imagen, pienso que el montador de sonido es

el verdadero jefe de la postproducción; alrededor de su trabajo, justo en

medio del montaje de imagen y de la mezcla, se articula el final de la película

y él la acompaña hasta el final, como ayer hacia (y aún debería hacerlo) el

montador de imagen. Ahora el montador de sonido lleva tan organizado el

sonido de la película, en una suerte de prermezcla, que la mezcla es "una

puesta en forma" de decisiones que ya se han tomado antes, en el montaje

de sonido. Incluso en Francia es cada vez más normal que sea la misma

persona la que haga el sonido directo y el montaje de sonido.


Pese a los avances tecnológicos, yo nunca he pensado que progresar

signifique mejorar: Rembrandt no es mejor que Giotto ni Los cuatrocientos

golpes mejor que una película de Lumière; en realidad, desconfío del

progreso y yo continuo trabajando (aunque es una contradicción con lo que

vengo diciendo) y mezclando, ahora mismo, La mujer sin piano a la manera

tradicional, en doce largos días, aunque seguro que si no contase con esta

"puesta en forma" tan montada, necesitaría mucho más tiempo. A mi no me

gusta hacer muchos planos ni saltarme el eje de sonido constantemente,

como si trabajara en televisión. Me gusta que el sonido nos revele cómo es el

espacio en el que están mis personajes. Me obsesiona la verdad topográfica

del espacio y del plano y su sonido, como a Nabokov le obsesionaba el

espacio en la novelas que leía o escribía; por eso siempre empezaba

dibujando un plano de la lectura o escritura en marcha. Estoy seguro de que

aquel crítico de cine ciego que interpretaba Echanove en "Bienvenido a casa",

de David Trueba, podría describir las distancias y los espacios de las

habitaciones de mi película tan solo escuchando los pasos y la presencia de

los personajes. Esto es algo que no se puede hacer en el montaje de sonido,

sino en la mezcla tradicional 5.1 digital, y con un buen directo como el de

Dani Fontrodona (que racionaliza y graba por separado los ruidos y

ambientes), con unos efectos de sala como la de Julien Naudin (que te

permite "panear" los ruidos sin que suban los fondos) y con mezcladores

como Patrick Ghislain o Dominique Hanequin, que para mi son los mejores,

porque son una mezcla entre arquitectos y músicos.


Aparte del montaje de sonido, tan joven, la otra revolución técnica que

vivimos (y no siempre comprendemos) es la del rodaje digital. Yo creo, como

dice Marcel Hanoun, que el lienzo no hace al pintor, y que ni el peso de la

cámara ni el tamaño de la pantalla hacen a la película, y que la "revolución"

tecnológica depende de los cineastas y del uso que sepan darle. Los

verdaderos cineastas siempre han sabido adaptarse a las revoluciones,

haciéndolas suyas, desde el paso del mudo al sonoro y del sonoro a la

televisión y hoy en el advenimiento del cine digital. Santiago Racaj, el

fotógrafo, y yo, pensábamos que La mujer sin piano necesitaba del

fotoquímico, por su densidad y su belleza, pero casi toda la película está

rodada de noche y en Madrid, y Madrid está llena de luces naranjas de bajo

coste. Nosotros queríamos iluminar poco y que la luz emanase de la propia

materia, del asfalto, de las paredes, justificándola siempre con las verdaderas

farolas. Entonces hicimos unas pruebas con una película normal de 500 ASA.

Filmamos estas luces naranjas para ver hasta donde nos llevaba el

fotoquímico con el Color Master y, también, escaneando a 2 k y a 4 k. Y,

vistas las pruebas, preferimos, sin dudarlo el fotoquímico frente al

intermediate digital que nos parecía feo vídeo, sin la transparencia, sin el aire

y sin la calidad y belleza de las sombras medias (pese al naranja) que nos

daba a la película. Y, por supuesto, con mucha más verdad ontológica, pues

de esta forma la fotografía salía directamente del rodaje, y no del ordenador

de un colorista trabajando durante días y días después de escanear el

material, para llegar finalmente a algo que no tiene nada que ver con lo que
se rodó. Por eso toda La mujer sin piano está rodada, revelada y etalonada

con procedimientos tradicionales, y al final, en vez de escanear, hemos

preferido apagar farolas (hasta ciento setenta), sustituir bombillas y, fuera de

plano, crear falsas farolas al borde de plano por arriba, que sugieren la luz

cenital de farola tan madrileña.

En este momento que el cine esta mutando, me gusta ver La mujer sin piano

como la afirmación de un manera de ver el cine (y por extensión la vida), una

manera de ver el cine que está en trance de desaparecer. Todos somos

dinosarios. Y es que cada vez nos interesan otro tipo de imágenes frente a la

imagen cinematográfica, que son dispositivos políticos y tecnológicos,

dispositivos de poder. Hoy no nos relacionamos a través del cine, ni casi

nadie encuentra su identidad a través del las películas, sino a través de los

móviles, los videojuegos o la estúpida red y su derivados y la televisión sigue

reinando en los comedores; como en los peores designios de Chaplin, la

televisión, en vez de hablar de la cultura y de la identidad colectiva, incita a la

estupidez, además de ser utilizada, aún, como poderoso instrumento político.

Es paradigmático el diferente uso de la televisión en las dos Guerras del

Golfo; la segunda de estas guerras atraviesa La mujer sin piano a través de

aquella reunión de Las Azores, inofensiva pero fatídica cita de presidentes en

aquella tierra de ballenas y naufragios, una reunión que acabaría

desembocando en una guerra que no ha terminado todavía, y que fue causa

de aquel 11 de marzo de Atocha. Hasta ahora, mientas mezclo, no me había

dado cuenta de que uno de los planos finales de La mujer sin piano, un plano
general de la Glorieta de Atocha con la estación al fondo, y que yo creía que

respondía a mi obsesión por respetar la verdad topográfica de los personajes,

dos viajeros que salen a vagabundear en la noche mientras la estación cierra

sus puertas. En realidad ese plano encierra un flash forward terrible, el de

aquel 11 de marzo que me vio en Atocha camino de un tren que no tomé,

imagen que rima terriblemente con la imagen de Las azores que abre La

mujer sin piano: Aznar, en un alarde de falta de "diplomacia" (imagen que nos

""escamotearon" los informativos de Urdaci) se aparta del lado del presidente

portugués y se coloca sonriente al lado del presidente de los Estados Unidos,

que le pasa un brazo por el hombro mientras una ráfaga de viento atlántico

despeina al español. Y es que, como dice Serge Daney en su Cinejournal

"Siempre que los príncipes nos gobiernan y quieren marcar simbólicamente

un acontecimiento, entre en juego la televisión".

Javier Rebollo

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