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Marcel Hanoun postal

A Marcel le apasionaba la aviación, pilotar aviones pequeños, volar, mandar cartas y postales, a veces fabricadas con imágenes
del vuelo; y debajo, en la tierra, también le gustaba a Marcel con muchísimo ruido y en las mejillas dar besos fuertes. Su amigo
Jonas Mekas, a quién también le gustaban los besos en las mejillas, filmó la boda de Marcel en Nueva York. Y comer y beber,
mucho.

Marcel creía en la santidad, como Lola Dueñas o Andrei Tarkovski, sobre todo en Teresa de Jesús y en el Niño del Remedio, que
tiene en la Calle Arenal su capilla milagrosa (1) que visitábamos cuando venía a Madrid, aunque, como Lola Dueñas y Andrei
Tarkovski, no creía en ningún dios; pero como ellos sí en la magia, el zodiaco, y en los designios de la poste en forma de carta,
paquetito o carte postal cuando viajaba, que era mucho. Marcel, como Serge Daney, pensaba que solo las postales eran mejores
que el cine. Escribir, pensar, filmar, todo era lo mismo para Marcel: «Ècrire, filmer, acte de se penser soi-même». Algún día se
debería insistir en la relación de las postales y el cinematógrafo. Las postales nacen justo a la vez que el invento de los Lumière y
tienen relación no solo por los temas escogidos por uno y por otras, comparten mucho más. Los operadores Lumière proponían un
viaje inmóvil, un «mundo de postal» llevando al espectador a sitios dónde no podía ir. Como Marcel cuando, ya con pocas
posibilidades de movimiento por la diálisis, recreó el mundo en su salón o jardín, el World Trade Center de Nueva York o la
intrincada selva colombiana.

Conocí a Marcel en el año 1999 en Suiza en la terraza de un bar, en el festival de Locarno, en dónde él estrenaba un largometraje
y pasaban un cortometraje mío. En la presentación de su película, en una sala grande y empinada, llena, Marcel advirtió que
filmaba para el espectador de la primera fila que, concentrado en la pantalla, no se da cuenta de que la sala se ha ido vaciando y
cuando termina la proyección se ha quedado solo y la sala vacía. Ahí quedamos en la sala con Marcel la protagonista Simy Myara
de Jeanne, aujourd'hui, esa era la película, Lola Mayo y yo. Desde entonces no dejamos de vernos y de mandarnos él cartas y
postales, siempre en español. Marcel relacionaba la muerte con la pérdida de la lengua española. Este côté postal de Marcel estoy
seguro que también lo tejió con Marc Recha, José Luis Guerín y otros. Los amigos españoles eran muy importantes para Marcel:
Mercedes Álvarez, Maximiliano, Juan, Lola... Nunca hablábamos por teléfono, pero me contó en una comida larga que mantenía
grandes conversaciones telefónicas con Bresson, aunque eran casi vecinos en París, tan parecidos y diferentes. Con Marcel rara
vez hablé de cine, a veces de Godard, que fue tan generoso con él, o de su gran amigo Eustache, de quien decía que le perdió el
respeto cuando se suicidó; de pintura o poesía más; pero cuando tocaba hablar de cine solo era de su cine, tan celoso y orgulloso
de sí y su pensamiento se sentía. Hablábamos comiendo y bebiendo vino siempre, en Lavapiés o Las Letras, en su casa en el
campo en Resson. Marcel contaba muchos chistes, «cuentecitos» decía, hablábamos de amor y amistad, de chicas, y de los faits
divers del semanario Le Canard Enchainné que le inspiraron muchas películas y leíamos en voz alta; una vez le vi llorar leyendo
una noticia del histórico periódico satírico. Le encantaban las ostras y los vecinos, jugar. Era muy emotivo Marcel, humano y
desinteresado, inocente. Una vez que vino a pasar unos días en casa, por la mañana en el desayuno dijo: «Bueno, ¿y la diálisis
dónde la hacemos?». En las cartas, lo mismo, amor e inocencia, nunca urgencias. Besos y bromas, fotografías de sus vuelos y
rodajes, noticias de sus planes y cine, amigos y amor, Stelle; nada transcendente, todo bueno y doméstico, la casa y sus
humedades, el coche por embargar, el jardín y los pajaritos, la diálisis… o la copia de tal o cual peliculita que, como mi casa queda
al lado y por eso la compré, me pedía que depositara en Filmoteca Española; se cuidaba mucho de eso Marcel, de tener su obra
bien ordenada aquí en España y allá en Francia. De cada nueva película suya, siempre por carta y dentro de sobre, me mandaba
un DVD con su letra inclinada caligrafiando el título. De la penúltima Cello, me dijo que era «un encarguito que me han hecho»,
esta vez por teléfono, riéndose. «Marcel, ¿otro encargo? Te vas a volver un cineasta comercial», y es que el Forum des Images le
había encargado que rodara una película con un móvil de lo que resultó la preciosa y amorosa L’insaisissable image. «Sí, sí, un
encarguito de la muerte». Marcel murió un 22 de septiembre, estaba cansado. Fue el día antes de la proyección de El muerto y ser
feliz en el Festival de San Sebastián, una película de largometraje que no pudo ver y que sin él sería otra. Cuando no sé qué hacer
siempre pienso «¿Qué haría Marcel?». Y me responde.

De entre las cartas y postales de Marcel la que prefiero es una que llegó en sobre marrón y doblado un folio DIN A4 casi en
blanco, con una imagen del «Niñito del Remedio», así lo llamaba Marcel, arriba a la izquierda, fotocopiado de una estampa de
bolsillo que le regaló mi madre, un trabajo fait maison. Es esta:
(*) El Niño del Remedio es una bonita talla del XVI que en el XIX empezó a atraer a muchos fieles por su supuesto poder milagroso; en
secretos papelitos se ponía por escrito a los pies de la talla las necesidades espirituales y, sobre todo, materiales, y luego, en la pared en una
placa de piedra o mármol grabado el agradecimiento si se producía el milagro. Hoy han reformado la capilla y se ha echado a perder. De
niño, me llevaba mi madre a misa los miércoles y la desatendía fascinado mirando los exvotos de pechos, riñones, dedos, un húmero o pelo
natural, y la delirante lectura de las placas: «Gracias Santo Niño amado por ayudarme a encontrar las cien pesetas», «Gracias Bendito Niño
del Remedio por devolverme a mi hijo de la guerra», «Gracias niñito milagroso porque la Nieves se ha enamorado de mi». Con Lola Dueñas,
que vivía al lado de la capilla (y de la que Marcel era fan), hemos ido a rezar alguna vez. Hacer cine es tan difícil que cualquier ayuda es
bienvenida, hasta la divina.
Había muchas velas en casa de Marcel; a la hora de acostarse no se podían apagar soplando «porque entonces muere un
angelito», me enseñó también.

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