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Alberto por Alberto

“En política, nada es más importante que la palabra empeñada”, dijo Alberto Fernández hace unos
pocos días. Una reflexión que, si bien no tiene nada de original, cobra un sentido particular en una
persona que muestra poder opinar una cosa y también su exacto contrario.

“Cristina va a dejar su gobierno habiendo hecho dictar dos leyes para protegerse penalmente de
dos delitos cometidos: el primero el encubrimiento a Boudou, estatizando a Ciccone; y el segundo
el encubrimiento al haber hecho aprobar por Ley el tratado con Irán”.

El opositor que supo ser pasó al olvido para convertirse en candidato a presidente ungido. Alberto
acusó a Cristina de cometer delitos y legislar para cubrirse, dos acciones moralmente
condenables. Esto es importante de remarcar porque no hay político que resista un archivo y nadie
se sorprende cuando un dirigente cambia de opinión sobre alguna cuestión aislada o concreta.
Pero una cosa es cambiar de opinión porque, en el medio, se transitó una experiencia y se llevó a
cabo un aprendizaje que hace que aquello que se pensaba en primer término se vea transformado
y otra cosa muy diferente es haber condenado moralmente a una persona y luego decidir gobernar
junto a ella.

Alberto eligió olvidar a Alberto. En un país que tiene una sólida tradición refundacional, lo que
hace Alberto es refundarse a sí mismo. Mediante este mecanismo elimina su historia y se permite
hacer y decir en presente, como si él no hubiera existido antes y como si nosotros no lo
hubiéramos escuchado.

Pero, al mismo tiempo que hace esto, es el propio Alberto Fernández el que nos dice que en
política no hay nada más importante que la palabra. ¿Cómo hacemos para creerle a quien marca el
valor de la palabra si, permanentemente, demuestra que sus palabras previas deben ser olvidadas
para poder creer en sus palabras actuales?

Alfredo Leuco recuperó recientemente declaraciones de Fernández del 9 de julio de 2016 sobre la
conformación de la Corte Suprema: “La corte tiene cinco miembros y debe tener cinco miembros
y el resto es toda una fantasía impulsada por una idea teórica de Zaffaroni que decía que había
que dividir la Corte en salas; no es así la lógica constitucional: la Corte debe tener cinco
miembros y debe funcionar con cinco miembros”. ¿Qué hacemos con estas palabras empeñadas,
sin mediar explicación alguna, impulsa una reforma judicial que promueve una ampliación de la
Corte?

Una posibilidad es la de no darle valor, la de asumir que dice una cosa y luego otra y ninguna
tiene real sentido o compromiso con una realidad que supere al momento inmediato en el que se
enuncian. “El nuestro es un tiempo de palabras devaluadas” escribió Santiago Kovadloff hace
poco. En parte culpaba a quienes, dentro de la dirigencia política, las usan irresponsablemente y
terminan luego generando su descrédito social. La consecuencia es que las personas dejan de
confiar en las palabras y, voluntaria o involuntariamente, la democracia se lastima. Aceptar esto
nos llevaría a no analizar las palabras de Fernández, a resignarnos ante el hecho de que no tienen
ningún valor. Pero adoptemos otra actitud, tomemos la decisión de reflexionar sobre sus palabras,
las que en el pasado empeñó y las que está empeñando en el presente, ¿logramos descifrar un
sentido?

Los sentidos se construyen con tiempo y con un piso mínimo de coherencia. Las palabras y las
acciones nos van mostrando cómo son las personas. ¿Qué interpretamos de quien afirmó con la
misma seguridad que a Nisman lo mataron y luego dijo que todo el episodio fue una cama para
perjudicar a Cristina? ¿Cómo sabemos qué quiere quien por la mañana habla de cerrar la grieta y
unir a todos los argentinos y por la noche insulta desde su twitter a periodistas opositores?

En el mundo antiguo, en el que no solo las acciones pasadas de la persona sino incluso su linaje y
la memoria de sus ancestros dotaban a cada uno de sentido, existía un castigo: la damnatio
memoriae, que consistía en condenar a alguien al olvido. Era uno de los peores castigos y fue, por
ejemplo, lo que hizo Tutmosis III cuando borró todo recuerdo de su predecesora Hatshepsut, la ex
reina faraona. Alberto aplica esta condena de la memoria sobre él mismo, ocupándose de borrar a
su versión pasada.

El problema de esta operación es que lo vuelve peligrosamente imprevisible. La Argentina


necesita gobernantes que aporten confianza, orden y claridad. En esta forma en la que elige
gobernar, Alberto se transforma en un Dr Jekyl y Mr Hyde contemporáneo: mientras nos habla el
profesor de las filminas durante el día, por la noche deja salir al tuitero que llama miserables a los
empresarios. Cada mañana Alberto se inventa a sí mismo y cada noche se vuelve a reinventar en
sentido contrario, borrando su versión previa. Su permanente contorneo lo convierte en imposible
de describir y, si decide insistir en este juego, su trascendencia corre peligro, ya que es muy difícil
que se recuerde a alguien que nunca se conoció.

Sabrina Ajmechet, Profesora Pensamiento Político Argentina (UBA)


Damián Arabia, Representante de la Red Humanista por Latinoamérica

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