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El menemismo es una parte incómoda de nuestra memoria nacional.

Muchos
de los que lo apoyaron y participaron en aquella experiencia política, hoy la recuerdan
como la tragedia neoliberal que destruyó la Argentina. Al mismo tiempo, la posterior
transformación del peronismo en kirchnerismo llevó a muchos de sus antiguos críticos
a revindicar, de la década del noventa, ciertos valores liberales que el menemismo
supo tener.
Menem muere en tiempos de sobresimplificación y de alineación inmediata de
las ideas, producto de la grieta. Estos días nos permitieron observar expresiones de
condena y también otras de nostálgica reivindicación. Sin embargo, para comprender
la cultura política del menemismo es necesario revisitar los años noventa
permitiéndonos cierta complejidad en nuestro análisis, que nos habilite a reconocer
que, como todo fenómeno interesante, tuvo aciertos y errores.
Pizza y champagne, la Testarossa, las privatizaciones, la corrupción, los Rolling
Stones, la convertibilidad, las bombas de la Embajada de Israel y la Amia, la voladura
de Río Tercero, la deuda externa, la muerte de Carlitos Jr, el levantamiento
carapintada, los indultos, la Constitución de 1994, las relaciones carnales con los
Estados Unidos, la reelección con un ballotage de 45%, la carpa blanca, la
descentralización de la salud y la educación, Yabrán, Moneta, la impunidad, las
provincias obedientes.
Esta rápida enumeración recrea un clima de época específico. Revestido de
frivolidad, el menemismo logró llevar adelante el último gran ciclo reformista de la
historia argentina. Menem lideró la transformación de las estructuras económicas,
políticas y sociales del país. Lo hizo mientras que en el escenario de la revista Gente la
farándula estaba de fiesta y en los barrios de todo el país se fragmentaba y destruía
aquella trama social que había hecho que la Argentina durante décadas fuera un
ejemplo exitoso de sociedad de clase media.
Los noventas fueron un escenario de transformación en el mundo y a escala
nacional. Con el fin del escenario bipolar, se apostó al camino único del consenso de
Washington. Muchos creyeron en un futuro optimista, en el que capitalismo y
democracia se convertían en socios inseparables y el progreso era inevitable, a partir
de una relación de mutuo beneficio entre naciones que se vislumbraba en aquella
naciente globalización.
Menem tradujo este nuevo vínculo en la idea de relaciones carnales que
significó un giro en la política exterior de un país en el que, a lo largo de su historia,
tanto el antiimperialismo como las teorías de la dependencia sentaron las bases de la
convivencia internacional.
Pese a la existencia de interese destacables, ligados a la apertura internacional
y la posibilidad de pensar a la Argentina en el mundo y no contra el mundo, las
medidas llevadas a cabo durante el menemismo se tradujeron en reformas que bajo el
lema de modernización del Estado lo modificaron con una estrategia que se demostró
equivocada. El costo social de estas transformaciones no fue tenido en cuenta y
durante décadas se continuó administrando las trágicas consecuencias del aumento de
la desocupación, de la pobreza, de la indigencia y la consecuente creación de una
sociedad más desigual.
Las formas políticas del menemismo estuvieron marcadas por dos improntas: la
falta de dogmatismo y la apuesta a reconocer el conflicto en política sin darle a este un
sentido agonal, una lógica de amigo/enemigo. Su liderazgo político fue el más fuerte
que conoció la Argentina contemporánea: pudo domesticar a su propio partido político
y a las corporaciones más importantes del país: las Fuerzas Armadas, los sindicatos y la
Iglesia.
A lo largo de los años, Menem cambió su estilo. Abandonó el poncho y adoptó
las corbatas de Versace sin perder en ningún momento el enorme carisma que
desplegaba, tanto en público como en privado. No fueron sus lecturas de Sócrates las
que inspiraron su estilo de conducción pero sí se mostró como un intuitivo seguidor de
Maquiavelo y de Gramsci, logrando una hegemonía que le aseguró obediencia sin la
necesidad permanente de desempuñar la espada.
Su poder resultaba tan indiscutido que pudo rodearse de perfiles muy fuertes,
desde el superministro de economía hasta el resto de los funcionarios que ocupaban
las carteras ministeriales, en general con mucha libertad de acción. La fortaleza de
Menem no radicó en tomar todas las decisiones sino en delegar y convertirse en el
padre de los logros. El éxito de su administración del poder se cristalizó en el
alineamiento interno y en su enorme capacidad de imponer las reglas de juego con
quienes negociaba. La Argentina parecía rica en el mismo instante en el que se
transformaba en pobre, y el dinero que se obtuvo de las privatizaciones no fue
destinado a generar un desarrollo futuro sino a asegurar gobernabilidad y lealtad. Su
generosidad fue reconocida por todos, al punto tal de asegurarle impunidad hasta el
día de su muerte.
Con el fallecimiento de Menem nos despedimos, una vez más, del siglo XX. Los
mensajes que sirvieron de saludo final nos demostraron que el menemismo sigue en
discusión. Mientras que, durante estos años, se ha llegado a un consenso con el
alfonsinismo en el que es compartido tanto el reconocimiento de las políticas de
derechos humanos como las críticas a su política económica, con la década del noventa
no terminamos de ponernos de acuerdo sobre las cosas que estuvieron bien y cuáles
estuvieron mal. Algunos creen que todas sus medidas económicas fueron en un
sentido equivocado, otros defienden el espíritu y critican la aplicación mientras que
también existen los que aseguran que el problema fue que el aliento reformista quedó
corto.
Menem tuvo la capacidad de resolver problemas graves de la Argentina, como
la hiperinflación y la amenaza militar. Su apuesta fue la de dejar el pasado en el pasado
y construir la Argentina del futuro. En su intento de modificar el rumbo de un país
estatista y cerrado al mundo no llegó a dimensionar lo alto que era el precio que
estábamos pagando todos por las transformaciones. Lo mejor de la Argentina, esa
sociedad fuerte y con valores y realidades de clase media, fue quebrada por el
menemismo.
Qué hubiera pasado si la convertibilidad no duraba tanto tiempo; Qué podría
haber sido de la Argentina si las privatizaciones de las empresas no hubiera estado
acompañada de los altísimos y sistémicos niveles de corrupción; Qué oportunidades
republicanas se hubieran inaugurado con otra relación con el Poder Judicial y sin
trabajar para consagrar como moneda corriente la impunidad; Qué hubiera sido el
menemismo si habría tenido empatía y sensibilidad social frente a los sectores más
perjudicados.
Ninguna de estas preguntas contrafácticas tiene sentido ahora para explicar al
menemismo. Pero sí nos sirven para comprender que las decisiones que construyeron
la cultura política de los noventa podrían haber estado acompañadas por la
construcción de un país diferente, que dejara en el pasado todo lo que era necesario
abandonar sin por eso confiscar el futuro. En esa operación resulta posible, sin
reivindicar ni negar al menemismo, darle su lugar en nuestro pasado para aprender
tanto de sus aciertos como de sus errores.

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