ficciones. Una de ellas es la de “un hombre, un voto”, que nos permite pensar que el
voto de cada ciudadano argentino tiene el mismo valor y el mismo peso. Por supuesto
que esto es una invención. Al tomar un ejemplo se ve con claridad que se trata de una
idea construida: en las elecciones nacionales legislativas de 2019, a la alianza provincial
“Vamos Todos a Vivir Mejor” de Tierra del Fuego le alcanzaron 17992 votos para
conseguir una banca de diputados en el Congreso Nacional. En cambio, en la provincia
de Buenos Aires, el FIT obtuvo 348500 votos pero este número fue insuficiente para
que resultara elegido algún candidato de su lista. Esto prueba que en Tierra del Fuego
(y otras provincias argentinas) se necesitan muchos menos votos para elegir un
diputado, por lo que cada voto de cada ciudadano es más valioso, es decir, tiene más
peso en la definición final. Esta realidad -producto de nuestro federalismo electoral y
de varias leyes sucesivas que les dieron sobrerrepresentación a los ciudadanos de las
provincias menos pobladas- es un dato público y conocido por muchos que, sin
embargo, de ningún modo quiebra la ilusión de que el voto de cada uno de los
ciudadanos argentinos es igual de importante.
Otra ficción fundamental que legitima a la democracia es la idea de que todos
somos iguales ante la ley. Si bien en la práctica sabemos que muchas veces termina
siendo decisivo quién es la persona, cuál es su actividad, su capital social y también su
capital financiero, lo cierto es que nuestro ideal es el de una justicia ciega, que nos
iguala a todos pese a nuestras diferencias materiales concretas.
La idea de que todos somos iguales nace con la Revolución Francesa de 1789.
Antes de que se produjera la toma de la Bastilla, el rey había inventado una narrativa
que consistía en considerar que, salvo él, todo el resto de los súbditos franceses eran
iguales. Este planteo de igualdad entre todos los súbditos -sin importar si eran nobles,
clérigos, burgueses o artesanos- fue una estrategia del rey para eliminar las diferencias
existentes en esa época que hoy se conoce como “el antiguo régimen”, poniéndose él
por encima de todos y borrando, al mismo tiempo, las diferencias entre un aristócrata
y un campesino. El imaginario que el rey buscaba erradicar era el de los tres órdenes y
para entenderlo tenemos que trasladarnos hasta la alta edad media.
Aquella sociedad feudal estaba organizada sobre la base de relaciones
diferenciadas entre el rey, los señores, los clérigos y los campesinos. En ese tiempo, a
partir del siglo IX, fue difundiéndose la creencia de que este orden social respondía a la
voluntad de Dios, a quien se entendía como la fuente de toda legitimidad.
En sus trabajos sobre el medioevo, Georges Duby nos explicó cómo los
integrantes de la sociedad feudal se dividían en los que guerreaban, los que oraban y
aquellos que trabajaban. Si bien todos eran igual de necesarios en la sociedad, cada
uno cumplía un rol diferente y su importancia no era la misma. Por encima de los otros
órdenes se situaba la Iglesia, luego venían los señores de la nobleza y, por debajo, los
trabajadores, el campesinado. Estos últimos eran quienes destinaban su cotidianeidad
a las labores productivas y, por lo tanto, quienes sostenían la existencia de los otros
órdenes, que a su vez estaba cada una dedicada a una tarea, ya fuera la defensa
guerrera o la administración de la relación con Dios.
Más allá de las ocupaciones y formas de vida que a cada uno le correspondía, lo
interesante es que la sociedad feudal tenía una organización en la cual se entendía a la
desigualdad como una cuestión legítima y su razón de ser se justificaba a partir de los
roles específicos y diferentes que cada uno cumplía en la construcción del bien común.
Como decíamos, el primero en romper con esta idea de desigualdad fue el rey,
cuando planteó que, por debajo de él, todos eran iguales. En el nuevo orden social que
imaginó, todos se igualaban en su condición de súbditos de Francia. El único que
quedaba por encima de esta organización era él mismo, el soberano.
La Revolución Francesa amplió la idea de igualdad. Recuperó el planteo del rey
y, al mismo tiempo, cambió su soberanía por la del pueblo. De este modo, desde aquel
momento, el ideal de un mundo construido a partir de las diferencias fue abandonado.
Los súbditos pasaron a ser ciudadanos y se inventó la idea de que todos eran, en
abstracto, iguales. Lo que los hacía iguales era justamente que ninguno de ellos tenía
preferencias ni situaciones de privilegios frente a la ley y las instituciones del Estado.
A lo largo de su historia, la democracia se erigió bajo la premisa de que todos
los ciudadanos somos iguales ante la ley y las instituciones del Estado. Todos tenemos
los mismos derechos y las mismas obligaciones y, sin importar qué votamos, quiénes
son nuestros amigos o si pertenecemos a la elite estatal.
Esta construcción básica y necesaria para el funcionamiento de la democracia
fue gravemente herida hace unas semanas al descubrirse en nuestro país la existencia
de un vacunatorio vip. El centro clandestino de vacunación rompió con la ficción de la
igualdad y demostró que en la Argentina hay privilegiados ante las instituciones
estatales. Hay personas que no necesitan esperar un turno que los otros sí, hay
personas que pueden recibir una vacuna que, según las normas establecidas, le
corresponde a otro ciudadano. Algunos privilegiados, que no presentaban factores de
riesgo, se vacunaron en un contexto en el que no alcanzan las vacunas existentes para
inmunizar a aquellos que, en el caso de contagiarse, tienen muchas más
probabilidades de morir. En un país en el que aún no está vacunado todo el personal
de salud ni todos los mayores de ochenta años, los que sí consiguieron vacunarse
fueron quienes tenían las conexiones políticas y personales correctas.
La gravedad del escándalo se hizo evidente toda vez que logró algo que en más
de un año de gobierno no sucedió con ningún otro acontecimiento: quebrar la grieta.
Tanto de un lado como del otro hubo fuertes condenas. Las diferencias llegaron, en
todo caso, después. Para algunos fue suficiente con el pedido de renuncia del ministro
mientras otros entendieron que, esta vez, la costumbre argentina de pisotear las
instituciones y las normas fue más grave que lo habitual. La indignación no se puede
entender solo como producto de haber pasado por encima de las instituciones y las
normas ya que, después de todo, la corrupción es moneda corriente en la Argentina y
algo que nos han enseñado las últimas décadas es que a la mayoría de los ciudadanos
de este país es una cuestión que no le importa demasiado.
Con el vacunatorio vip lo que se exhibió fue una idea propia de la sociedad
feudal, en la que algunas personas tienen privilegios. Por amiguismo y relaciones
personales pudieron acceder a una vacuna en un tiempo y en una forma que no les
corresponde. El ministerio, con su selección de privilegiados, hizo nacer una casta. A
punta de jeringa rompió con la igualdad y consagró la existencia de un grupo de
ciudadanos diferentes, los no alcanzado por las inscripciones via web y las esperas de
partidas de vacunas.
La realidad rompió la ficción. Las decisiones políticas lastimaron la confianza
que los ciudadanos tenemos en la democracia, cuando esta confianza es justamente la
mayor de las fuentes de su legitimidad. Es ella la que explica por qué unos muchos se
dejan gobernar por unos pocos, un hecho inentendible si uno lo intenta pasar por el
tamiz de la razón.
Los gobernantes pusieron, con sus decisiones, la confianza en jaque. Y lo
complejo de la democracia es que son ellos mismos quienes ahora tienen por delante
el complicado desafío de hacer crecer en la ciudadanía la ilusión de que el modelo
sigue siendo el de la sociedad de iguales y no el de la casta de los amigos del poder.