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Alberto Fernández asumió hace un año.

“El señor presidente de la unidad de los


argentinos” lo llamó la locutora oficial, al cierre de su discurso en el Congreso de la
Nación. Sin embargo, este título quedó en el olvido: la apuesta a la moderación fue
una estrategia discursiva que no encontró correlación con las decisiones tomadas
durante su primer año de gestión.
Su primer discurso como presidente comenzó y terminó haciendo referencia a
la pluralidad de ideas, al respeto a los disensos y a la unidad de toda la Argentina:
“Quiero ser el presidente capaz de descubrir la mejor faceta de quien piensa
diferente”. Su propuesta se tornó pedido: “Si me desvío, salgan a la calle. Les prometo
que los escucharé, volveré a la senda. Tenemos que aprender a escucharnos aun
sabiendo que no pensamos lo mismo”.
Su asunción generó expectativa, se quería saber cuáles eran los planes de este
hombre que había dedicado su vida a la política pero que, sin embargo, llegó a la
presidencia de casualidad. Su vicepresidenta lo nominó, en una estrategia inédita que
se mostró brillante. Y sorprendió a todos, porque Alberto Fernández había tratado a
los últimos años del cristinismo como el más severo opositor. Evidentemente Cristina
Fernández sabía algo que nosotros aún ignorábamos: la facilidad de Alberto para
acomodar sus ideas.
Una particularidad de este gobierno frente a otras experiencias peronistas es
que Alberto Fernández no intentó crear su propio -ismo. Hubo algunas oportunidades
para que su figura se fortaleciera y se pudiera diferenciar del kirchnerismo pero el
resultado es que no lo hizo. Él sabrá si porque no pudo o porque no quiso.
La celebración de su primer año lo encuentra sin un plan, sin haberse ocupado
de dejarle en claro a los argentinos qué piensa, qué tipo de país quiere y cuáles son las
medidas que ordenarán a la nación en el futuro, ya que supo apoyar una cosa y la
contraria casi al mismo tiempo.
El 2020 le dio una oportunidad para convertirse en un líder. Podría haber
dejado en el olvido el episodio de ser el presidente puesto allí por la vicepresidente
para transformarse en un político con peso propio. Al inicio de la gestión de la
pandemia lo apoyó gran parte de la ciudadanía y contó también con una oposición
alineada, con intención de transitar conjuntamente la crisis. Este era el escenario ideal
para quien afirmaba querer unir a los argentinos. Sin embargo, no aprovechó la
oportunidad que se le presentó. Incluso, se puede afirmar lo contrario: la saboteó una
y otra vez.
En el contexto de la pandemia decidió destinarnos a una cuarentena eterna y,
en lugar de llamados inclusivos y de cooperación, eligió como estrategia el esquema
excluyente de “salud o economía”. Podía apuntar a un equilibrio y a cuidar ambas
cosas pero, en cambio, prefirió inventar una ficción en la que eso era imposible. Para
ello recurrió a una fórmula habitual dentro de la tradición peronista: la del
antagonismo agonal.
En vez de construir un imaginario en el que éramos todos juntos en contra del
virus, prefirió la división de la sociedad. Los que se quedaban en casa eran ciudadanos
buenos y responsables. Los demás, en cambio, eran los culpables de la propagación del
virus.
En la sucesión de cadenas nacionales y filmina tras filmina fue dejando de
actuar como el presidente de todos, asumiendo cada vez con más comodidad el papel
del presidente de quienes le hacían caso. ¿Del otro lado? Los que buscaban que el
virus se propagara. En un primer momento encarnados en los empresarios que pedían
abrir para poder trabajar y pagar los sueldos -a quienes llamó miserables y acusó de
negarse a ganar un poco menos. En la ola siguiente, los villanos fueron los que elegían
ver a sus familias o salir con amigos, al supuesto costo de asesinar a sus abuelos.
De cualquier modo, el modelo “salud o economía” no solo fracasó por su
esquema beligerante. También las cifras los terminaron mostrando como la peor
alternativa: más de 40mil muertos a hoy y un PBI que cayó 12.9%. Somos el país que
más se derrumbó en todo el mundo, según los datos de la OCDE. Lideramos las tablas
de crisis económica y también las de muertes.
Dejando de lado la pandemia, si prestamos atención a otros aspectos de la
gestión 2020 de Fernández, también notaremos la ausencia de moderación. Un hito
inicial en este sentido fue la liberación de los presos. A continuación se produjo el
intento de expropiación de Vicentín y luego fue el turno de la reforma judicial. Al hacer
esta enumeración resulta evidente la distancia entre estas medidas y las
preocupaciones ciudadanas en esta coyuntura tan crítica. Algunos aseguraron que
estos eventos respondían a la agenda de Cristina. En los hechos, concluir esto significa
creer, contra toda prueba, en la existencia de una agenda de Alberto Fernández.
Su discurso de la moderación fue también puesto en jaque por la toma de
tierras en Entre Ríos, en la que optó por un silencio que aturdió, al tiempo que sus
funcionarios cuestionaron un asunto que parecía resuelto hace siglos: el respeto del
Estado Argentino por la propiedad privada.
La distancia entre las necesidades ciudadanas y las políticas del gobierno
tuvieron uno de sus capítulos centrales en el terreno educativo. En sus palabras
inaugurales, el presidente habló de un gran pacto educativo nacional y aseguró que
“no es letra muerta de un discurso”. Los hechos demostraron que su único
compromiso con la educación es con los gremios docentes, porque a los niños y
adolescentes los condenó a una catástrofe educativa.
Otra frente de tormentas que decidió abrir voluntariamente fue el
enfrentamiento con la “opulenta” ciudad de Buenos Aires. De las primeras mesas de
anuncios de la cuarentena, en las que estaba sentado el jefe de gobierno, se pasó a la
quita de un punto de coparticipación y luego a la reducción de los recursos para pagar
la policía local. Lo que el gobierno plantea como un acto de justicia, en el que se le saca
a quien más tiene para redistribuir entre los que más necesitan, termina convertido en
partidas absorbidas por la administración nacional y en la apertura de un fuego
enemigo con clara identificación partidaria que, una vez más, se aleja de las
intenciones de unir a los argentinos.
En definitiva, tanto los desafíos existentes como los generados
intencionadamente responden a una agenda de radicalización y de desunión. Alberto
renunció a los propósitos de su carta de presentación, con lo que decepcionó a la
ciudadanía que deseaba que fuera una opción frente al kirchnerismo.
Cuando parte de la ciudadanía hizo sonar sus cacerolas y marchó por las calles
del país pidiéndole a Alberto Fernández que frenara los distintos puntos de su agenda
radicalizada, él los llamó odiadores. Su promesa de que escucharía a quienes piensan
diferente fue abandonada.
Nos hemos pasado gran parte de estos últimos meses tratando de explicar
quién es Alberto Fernández, cuáles son sus intenciones políticas y qué tipo de mandato
pretende hacer. Al cumplir un año es necesario reconocer que esto parece ser una
preocupación más de los analistas políticos que del propio presidente, que
desaprovechó cada una de las oportunidades que le habrían permitido poner los
cimientos del Albertismo.
Durante su primer año de mandato, el presidente inesperado no logró estar a la
altura de las circunstancias: en vez de ser el presidente que les habla a todos los
argentinos desde el balcón de la Casa Rosada, eligió ser el hombre que le grita con un
megáfono a los que se amontonan frente a la reja para despedir a Maradona.

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