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¿Quien soy yo?

Mateo 16:13-20

Preguntarse por uno mismo surge con fuerza en la filosofía griega con la famosa
inscripción del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. La imagen de fondo era
la del hombre como un microcosmos que contendría en sí mismo todo el cosmos y
por tanto conocerse a sí mismo era conocerlo todo. Esta idea ha marcado, de
diferentes maneras, todo el desarrollo de occidente con mayor o menor énfasis en
el conocedor y lo conocido. Quizás la mejor conclusión es que ambos son
desconocidos, en proceso de conocimiento, si miramos al pasado, o ambos son
un misterio si miramos el presente y el futuro. Ni nos conocemos plenamente ni
conocemos el cosmos plenamente. El Concilio Vaticano II (GAUDIUM ET SPES
# 22) nos dice que el misterio del hombre se esclarece en el misterio de la
encarnación. Un misterio enfrentado a otro misterio. Misterio es sinónimo de
sacramento[1]. Como todo sacramento, revela y oculta, insinúa y motiva, responde
e interroga. En el judaísmo no existe esta tendencia “auto-reflexiva” de
preguntarse por sí mismo a no ser a través del otro. Soy porque somos. La
pregunta ética de mayor peso es la Yahvéh a Caín —este relato es el más
acertado para explicar el pecado, en el evangelio de Juan— “¿Dónde está tu
hermano Abel?”; como si recriminara: no te pregunto por ti mismo, te
pregunta por tu hermano. En las religiones orientales preguntarse por sí mismo
es el comienzo del error. El “yo” no existe, es una fantasía, una ilusión y sus
religiones, como el budismo zen, son métodos para liberarse de la ilusión del “yo”,
para matar el yo y con él los deseos, las ambiciones, el sufrimiento innecesario,
el desequilibrio del cosmos. Se dice, por ejemplo, que pintar un paisaje es hacer
un auto-retrato. Yo no soy, formo parte de un entorno, de la naturaleza, del
cosmos y este es eternamente cambiante.

En occidente hemos seguido un camino opuesto, en general, y ¿qué es algo? ha


marcado su desarrollo en todos los campos. El judaísmo, apegado a su historia de
salvación responde al presente de Jesús con lo que Yahvéh ha sido en el pasado:
Juan Bautista, Elías, Jeremías, uno de los profetas. Igualmente, Pedro responde
con modelos del pasado: el mesías descrito por la literatura judía. Captar la
novedad de Jesús era esquiva a los judíos como nos puede resultar esquiva
hoy. Más de cien nombres se dan a Jesús en el Nuevo Testamento y todos
tienen que ver con lo ya conocido: Adán, amén, alfa y omega, abogado, anciano
de días, apóstol, autor de la fe, capitán, Cristo, consolación, piedra angular,
consejero, nuevo David (en realidad Josías), liberador, deseado, puerta, elegido,
Emmanuel, Padre eterno, testigo fiel, primogénito de los muertos, primero y último,
fuente, amigo de pecadores, gloria de Dios, Dios, amigo de Dios, gobernador,
heredero de todo, cabeza de la iglesia, sumo sacerdote, el santo, el santo de Dios,
el santo de Israel, esperanza, cuerno de salvación, yo soy, Jesús, el justo, rey, rey
de Israel, rey de los santos, rey de reyes, cordero de Dios, líder, vida, luz del
mundo, león de Judá, Señor, señor de todo, mediador, Melquizedec, mensajero
del pacto, mesías, Dios poderoso, poderoso para salvar, estrella de la mañana,
hijo de David, unigénito, pascua, retoño, potentado, sacerdote, príncipe, rescate,
redentor, resurrección y vida, roca, legislador, siervo, pastor, hijo del bendito, hijo
de Dios, hijo de lo alto, hijo del hombre, estrella, roca de Israel, hijo de rectitud,
seguridad, verdadero Dios, viña verdadera, verdad, camino, testigo, maravilla,
palabra de Dios, palabra de vida y quizás muchos más podrían extraerse del
Nuevo Testamento. Pero no avanzamos mucho si la pregunta es «¿quién decís
que soy yo?» dirigida a cada uno de los creyentes. Quizás habría tantas
respuestas como cristianos.

En la primera de las tres definiciones de Yahvéh en el Éxodo, la primera fue la que


más atrajo a la teología occidental. El único que podía definirse a sí mismo era
Dios y su definición era: “Yo soy el que soy”. Agustín la entendió como la verdad y
Tomás de Aquino como el ser. El judaísmo reciente le ha dado una mejor
lectura: “Yo soy el que seré”. Aplicada a Jesús, no vale referirlo al pasado con
tantos títulos conocidos sino mirar al futuro ¿quién seré yo?, ¿quién será Jesús?,
pues en el judaísmo la fe era un asunto del futuro (emunah, significa verdad y a la
vez confianza en Yahvéh). ¡Amén! como en otro comentario se decía, no es “así
es” sino “¡que así sea” (es de esperanza en el futuro). Aunque se le ha dado
tradicionalmente mucho peso específico a la confesión de Pedro en Cesarea de
Filipo, quizás por lo de piedra, Pedro, roca e iglesia (aparece solo dos veces este
sustantivo iglesia en los evangelios y las dos veces en Mateo), resulta de un valor
relativo mirando todos los relatos. Pedro respondería a nombre de “los doce” «tu
eres el mesías», el cristo, ungido como el rey Saúl, pero la fe cristiana no puede
ser sino pascual: sin muerte y resurrección apenas está en construcción, en obra
negra.

Jesús habría dado pistas o respondido por quien era con sus acciones, parábolas,
pasión, muerte y resurrección. No era posible una respuesta sintética como
cuando preguntamos por el agua y nos dicen que es hidrógeno más oxígeno (H 2O)
ahora y por siempre. Hoy somos conscientes de que fuera de las ciencias, las
respuestas existenciales están relacionadas con la historia, la cultura, la
visión del mundo, el lenguaje, la hermenéutica, la sicología, la sociedad, las
creencias, mitos, ritos, costumbres y muchos elementos más. No nos sirven
fórmulas definitivas que rápidamente se desactualizan. Los cien títulos antes
mencionados responden a las circunstancias, como los dogmas respondieron a
debates de su época. Dice la espiritualidad ortodoxa que el dogma debe ser una
pieza para orar y contemplar; no para elucubrar como hizo buena parte de la
teología, como si desarrollara la geometría de Euclides[2]. A quienes creían
conocer a Jesús por su presencia física les dice Jesús que sabrán que “yo soy” en
la situación más paradójica: «Les dijo, pues, Jesús: "Cuando hayáis levantado al
Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8:28). A quienes creían que
viendo a Jesús había visto la verdad les dice: «Cuando venga él, el Espíritu de la
verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16:13).

Quizás la mejor respuesta sobre quien es Jesús sea la que da de sí mismo


cuando expresa en múltiples ocasiones “yo soy” que traducido en términos de la
interpretación judía del Éxodo sería mejor traducía por “yo estoy siendo”, o “yo
seré”. Juan la utiliza para definir a Dios cuando expresa «Dios es la ágape» (1 Jn
4:8). La traducción amor o caridad (Vulgata) no resultó muy feliz por el desarrollo
que amor y caridad tuvieron en el pasado. “Dios es agapeando” nos resulta hoy
más significativo pues solo en la ágape conocemos a Dios y solamente en ella
Dios nos reconoce como suyos. La teología de la imagen resultó bastante
abstracta y metafísica: la razón, la libertad, la capacidad creadora, el alma, la
infinitud y otras más. La semejanza, que según Ireneo, se nos revela en Jesús,
es más dinámica y efectiva. Tenemos semejanza con Dios cuando hacemos
realidad la ágape (misericordia, perdón, compartir lo que tenemos, servir,
enseñar). De resto no somos más que lo que ya definieron los griegos: animales
racionales, con los riesgos que ser solamente racionales implica.

[1] Se tradujo al latín por SACRAMENTUM que era el juramento de bandera de los
ejércitos romanos, para evitar que MYSTERIUM se confundiera con los ritos
gnósticos y eleusinos de las religiones griegas.

[2] Las matemáticas han sido expresa o tácitamente el modelo de ciencia


verdadera y exacta desde Pitágoras. Pero hoy están impugnadas por expresiones
como las de Maxwell: “En cuanto las teorías matemáticas se refieren a la realidad
no son ciertas y en cuanto son ciertas no se refieren a la realidad”; o por la
incompletez de Gödel o la incalculabilidad de Turing.

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