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Sentido de la vida

Mateo 16:21-27

La reprimenda de Jesús a Pedro se debe a que “piensa como los hombres y no


como Dios”. Pedro deseaba para Jesús, y seguramente para sí mismo, la vida y la
grandeza de este mundo. El Mesías, en cualquiera de las expresiones que se le
esperara, como davídico, como levítico, como macabeo, implicaba prestigio y
honor. Jesús, en cambio, cree traducir el pensamiento divino (paso siempre
complicado) en que la función de esta vida es perderla en bien de los demás. La
palabra utilizada para vida[1] se ha traducido igualmente por alma. Aunque pueda
sonar escandaloso “perder el alma para ganarla” tiene sentido si pensamos en las
palabras de Pablo: “Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por
mis hermanos, los de mi raza según la carne” (Rm 9:3). De alguna forma es la
idea del Concilio Vaticano II cuando plantea los sacramentos como para salvar a
los demás, cuando los hemos presentado como para salvarse a sí mismo.
También los fariseos pensaban que la salvación vendría del cumplimiento de
preceptos. En los primeros siglos del cristianismo, cuando se pensaba que los
mártires eran los únicos de los que se podía pensar que se salvaban al instante,
predominaba esa idea de dar la vida para ganarla. El judaísmo, sin embargo,
tuvo fuertes debates para considerar a los macabeos como mártires que dieron su
vida en medio de su violencia contra los ejércitos griegos de Antíoco IV. Los
musulmanes sí exaltan tales combatientes y quien muera (shahid) en
la Jihad (guerra a los infieles) entra directamente en el paraíso musulmán, con
abundantes vírgenes de ojos aceituna a su disposición y todos los placeres de
esta vida. En las Cruzadas se predicaba algo similar para quien fuera muerto en
batalla contra los moros: entraba directamente al cielo.

En el judaísmo la vida propia y ajena debía ser preservada a toda costa.


Solamente valía la pena dar la vida y era obligación moral hacerlo, en tres casos:
a) para evitar el adulterio; b) para evitar abjurar de la fe judía; c) para evitar matar
a otro. De allí tomó el cristianismo la idea de pecado mortal, no porque matara el
alma[2] sino porque se castigaba con la propia vida. Tales pecados o delitos eran
el asesinato, el adulterio y la apostasía. En el cristianismo no se pagaban con la
propia vida sino con la confesión (exomologuesis), la penitencia prolongada y la
reconciliación (admisión a la comunidad eucarística). Rápidamente en el
cristianismo se pasó de la vida física a la vida metafórica espiritual, y vida eterna.
En el judaísmo la vida eterna era característica exclusiva de Yahvéh. La vida
humana era un aliento divino (nephesh, en hebreo; psyché, en griego) que
terminaba con la muerte. En cambio el espíritu (ruah, en hebreo; pneuma, en
griego) era un préstamo temporal mientras viviéramos. Equivale a inspiración,
gracia, soplo del Espíritu, manifestación de Dios en el hombre. Lo que nos permite
pensar en una vida luego de la muerte es la fe en la resurrección, como lo expresa
Pablo: “Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo,
¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!” (1 Co 15:19). El
evangelio de Juan es el que mejor relaciona esta vida presente con la futura, con
su concepto de “vida verdadera”. Algo que empieza ya en esta vida cuando se
vive en la ágape (amor cristiano sacrificial). La experiencia pascual, que es el
contenido del bautismo, es, por así decirlo, vivir muriendo o morir viviendo en
Cristo. De una forma metafórica y poética dice Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo
quien vive en mí” (Gal 2:20).

Es Agustín con su expresión “Dios será el lugar para nosotros luego de la muerte”
lo que lleva a postular la existencia de un “lugar” en el cielo, por encima de las
estrellas, en contraste con el infierno (sitio inferior) localizado debajo de la
tierra. Pero la “geografía” del reinado de Dios es en esta tierra, como la tierra que
mana leche y miel, y no en el empíreo. La concepción griega (Platón y Aristóteles)
que tanto influyó en el cristianismo, veía el sol, la luna y las estrellas como las
mejores imágenes de Dios. Los persas veían en las estrellas dioses menores o
ángeles (seres entre Dios y el hombre). Hoy no es defendible la errada cosmología
bíblica y no se habla de lugares sino de estados o modos de ser. Siguiendo a Juan
la eternidad se ha pensado también como la calidad de la vida presente: vivimos
ya la vida eterna o la resurrección. Así dice la carta a los colosenses que ya
estamos resucitados: “Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis
resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos” (Col
2:12). La misión del creyente sería entonces ayudar a muchos que no han logrado
resucitar de sus limitaciones o penalidades; permitirles verdadera vida. En el
pasado la vida eterna fue un mecanismo para despreciar esta vida o para
desconocer la responsabilidad histórica del creyente. Esta vida como “un valle de
lágrimas”, jaculatoria introducida por el monje Bernardo de Claraval en el siglo XII.
Teresa de Lisieux decía, en contrario, que esta vida era una lluvia de rosas. La
salvación fue adquiriendo un tinte de asunto y propiedad privada muy lejos del
judaísmo y de la idea de reinado de Dios que predicó Jesús. La esperanza en la
vida eterna (verdadera, según Juan), en vez de alienarnos de este mundo, nos
permite obrar con libertad frente a las opciones éticas aunque en ello se pierda la
vida. Mártires de campos como el ecológico, los derechos humanos, las causas
sociales están muy cerca de los profetas del Antiguo Testamento.

La vida eterna, dando sentido a esta vida, puede considerarse como la


culminación de la comunión (Eucaristía) que hace de muchos un mismo cuerpo de
Cristo[3]. El cielo de la devoción popular, la vida eterna y el reinado de Dios son
términos emparentados que nos obligan a mantener unidos el cielo y la tierra. Se
dice de Teresa de Lisieux que no quería ir al cielo sino bajar el cielo a la tierra. El
cristianismo proclama, pues, para la dar sentido salvífico a esta vida que se pierde
en bien de los demás. Es su forma especial de entender la salvación. Sobre otras
formas, como expresan Karl Rahner y Hans Küng: las religiones no-cristianas son
la vía ordinaria de salvación mientras que la iglesia cristiana es una vía
extraordinaria de salvación. Mientras le toca a la iglesia proclamar la gracia
misericordiosa de Dios expresada en la cruz de Cristo disponible a todos los seres
humanos, afirma que todos los justos que mueren en Cristo salvan su vida para la
vida verdadera o eternal. En cuanto a la posibilidad de una perdición eterna de los
pecadores o de los no creyentes, la iglesia no está cualificada para hacer un
pronunciamiento equivalente.  Lo ilustra el caso del limbo cuando se dejó a los
infantes muertos sin bautizar en un “lugar” cercano al infierno, según la teología
dominica más rigurosa, pero también cercano al cielo en la teología franciscana
más benigna; para abolir el tal “lugar” y confiar a dichos niños a la misericordia de
un padre que también es madre. Muchos de ellos quizás fueron, de alguna
manera y sin bautismo, salvación para sus propios padres.

[1]ψυχή  (psyché) de donde viene psicología, significa soplo, hálito, aliento vital;
fuerza vital, alma, vida y en escritos antiguos significa mariposa, símbolo de
inmortalidad.

[2] Hoy nos parece lo más natural que el alma sea inmortal, que es una idea
griega. Padres de la iglesia como Taciano, Ireneo y otros decían que quien
creyera en la inmortalidad del alma no era cristiano. Ofendía a Dios porque siendo
el alma la vida, solamente Dios la podía conceder y nada sería inmortal por
derecho propio. En su lugar decían que lo cristiano era la resurrección de la carne.

[3] La teología ortodoxa lo expresa como comunidad en el Espíritu, porque


enfatizan más la pneumatología que la cristología. De todas maneras es compartir
trinitario: uno para todos y todos para uno (Mosqueteros de Dumas).

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