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En una escuela de adultos donde los alumnos no son tan adultos, casi todos tienen 18 años, los
profesores están preocupados por el desinterés, el de los alumnos, claro. Entonces, se reúnen
con ellos y les proponen hacer cosas que les interesen y les gusten. Así nace el Comité de
entusiasmo. En esas reuniones, los profesores preguntan a los pibes qué quisieran hacer, y los
alumnos se imaginan distintas cosas (como por ejemplo, hacer una radio). Pero después de
esas reuniones, no pasa nada, nada se concreta. Nadie lleva adelante las cosas imaginadas,
todo se diluye y cae.
La directora del Cens les pregunta: “¿qué pasa?, ¿por qué nada de lo que pensamos acá
prospera?” Y un pibe le dice: “lo que pasa es que ustedes están obsesionados con que
nosotros aprendamos”.
COMITÉ DE ENTUSIASMO
Suena el timbre del recreo, mucho bullicio y contento por salir al patio exterior, ganas de saltar,
jugar, gritar, correr y patear la pelota… se pateó tan fuerte que salió hacia la calle,
sobrevolando las paredes de la escuela. Él corre, trepa la reja y cruza a buscarla, cuando vuelve
decide hacerlo por el patio interno; en el pasillo un maestro lo frena, le llama la atención por su
actuar y le saca la pelota. Él ofuscado y con mucha bronca, lo insulta y lo deja hablando solo,
retirándose al aula. Lo sigo, decidida a reprenderlo por faltar el respeto a un maestro, entro al
salón y ahí estaba sentado sujetando fuertemente su mochila, como en actitud de querer
partir, de escapar… su cara roja, mirando el suelo y en sus ojos lágrimas. Le llamo la atención,
enojada le pido que me mire, aunque no lo hace, bajo el tono de mi voz, trato de hablar con él,
de llevarlo a alguna reflexión de lo que pasó, pero su silencio me lleva a mí a cuestionarme, a
cuestionar mi actitud de poder, mi falta de tacto, a preguntarme por mi omnipotencia: ¿qué
hace o qué pasa que estos chicos ya no nos hacen caso?, ¿qué cambio?, ¿cuándo?, ¿cómo se
recupera? Hoy, después de hablar mucho con él y con su madre, después de la entrevista que
tuvo con la vicedirectora para que modifique su actitud violenta, que se preocupe más por sus
actividades áulicas, etc., etc.… hoy… lo miro trabajar en el aula, terminando en “tiempo y
forma” (mis tiempos y mis formas) las actividades. Se acerca a consultar sus dudas y no tiene
problemas de agresión con sus pares, pero… ya no veo en sus ojos ese brillo de alegría que
solía tener, su carita denota tristeza. Sí, ya es el sujeto de “enseñanza” que yo esperaba… Pero
¿por qué a mí tampoco eso me hace feliz?, ¿por qué esta nueva situación me provoca el deseo
de fugar? Nos miramos… él mira mis ojos y yo los suyos… hay algo ahí… algo me pide y algo le
debo… algo tengo que hacer…
Frente a la incertidumbre que atravesamos, les propongo un ejercicio que puede a futuro
abrir caminos, flexibilizar nuestra búsqueda de reflexión constante sobre nuestras prácticas:
Les propongo pensar los problemas no para solucionarlos, sino para desarmarlos.
Tienen allí una serie de casos, elijan dos, identifiquen el problema que Uds. creen que
predomina en esa situación, traten de enunciarlo de manera clara, es decir que los demás
podamos comprender cuál es el problema en ese caso y luego elaboren tres o cuatro
preguntas en torno a ese problema. Interrogantes que a Uds. les sobrevienen frente al
problema. Es un ejercicio en apariencia sencillo pero que en la práctica real solemos pasar
por alto. Los casos o experiencias tienen algunos de ellos algún tipo de resolución. Traten de
pensar como si fuesen Uds. los docentes involucrados, de ponerse Uds. en el lugar del adulto
que tiene que enfrentar la situación. Luego charlaremos en función de sus miradas y sus
interrogantes.