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20/4/2020 EL DEBATE POSMODERNO

JACQUES LACAN Y EL DEBATE POSMODERNO

Jorge Alem‡n
SOBRE PULSION Y DINERO

La pulsi—n es la huella que el lenguaje deposita en el ser vivo. Es la parte


maldita que arruina cualquier necesidad, su satisfacci—n es parad—jica,
repetitiva y siempre en el l’mite del equilibrio que corresponde al placer.
La pulsi—n se satisface en el gasto inœtil, en el derroche, pero tambiŽn en
la restricci—n extrema, en el control exasperado, en la Áinsatisfacci—n
quejosa de pretender contabilizar «lo incalculable», en el dolor secreta e
involuntar’amente amen te programado. Freud llama inconsciente a una
amalgama inŽdita entre el campo del sentido y la estructura libidinal; su
resultado es la pulsi—n, esa fuerza acŽfala y sin sentido que hace al limite
y a la constituci—n del sujeto. Cuando la pulsi—n golpea, cuando su
escritura se despliega en el cuerpo, lo posible e imposible ingresan en un
nuevo orden para el sujeto. Siempre a destiempo, demasiado tarde o temprano,
nunca bien preparado para acogerla, sobrepasado, «el que en cada caso soy»
se temporaliza en la imposibilidad de adaptarse a la pulsi—n. Sin embargo lo
que se llama adaptaci—n al medio es siempre una negociaci—n fallida con las
exigencias de la pulsi—n.

Lo que dio lugar a los diversos embrollos freudomarxistas, que ahora a


travŽs de sus relatos ayudan a pintar tina Žpoca, es que sin embargo, Marx
hab’a presentido el factum de la pulsi—n. Tal vez por un tiempo no convenga
reeditar el malentendido freudomarxista. De ese modo quiz‡s se pueda volver
a escuchar a Freud y a Marx en su significaci—n soberana. Pero lo cierto es
que en esa selva de malentendidos el presentimiento marxista de la pulsi—n
tomaba forma.

Marx, adem ‡ s de establecer a travŽs de su Econom’a Pol’tica el rasgo


definitivo de la ontolog’a moderna mostrando que «lo que hay», lo que
comparece, lo hace en tanto Mercanc’a, intent— hacernos sentir a travŽs de
la l—gica del Capital que desplegaba la fuerza y el alcance de un
desencadenamiento inŽdito. Algo que entraba en el mundo y establec’a una
ruptura definitiva con las empresas humanas anteriores.

Mientras el Amo antiguo intentaba encuadrar, rectificar, distribuir,


encausar el ‡ mbito de satisfacci—n de la pulsi—n, estableciendo barreras,
‡mbitos sagrados, objetos inviolables, ’dolos que resguardan su secreto, el
Amo capitalista introduce, tal como Marx define al dinero, tina «medida sin
medida». Una circulaci—n a travŽs de la «enorme acumulaci—n de mercanc’as»
que inunda e impregna las cosas, los œtiles, las obras de arte, hasta
inscribirlas en su trama. El CapÁtal altera la realidad sin ya poder volver
a saber cual ser‡ su punto de cesaci—n o clausura. De quŽ modo concebir su
Fin o salida es tan dificil como f‡cil es proclamar de distintos lugares de
la pol’tica actual su supuesta y «bienintencionada», regulaci—n.

Marx, en la formalizaci—n de su obra, y a travŽs de ella, es atravesado por


la epifan’a de un desencadenamiento, esa que indica en la presencia del
Capital la existencia de una voluntad de satisfacci—n inŽdita, una
copertenencia de c ‡ lculo y pulsi—n, que permite concebir que la renuncia a
la satisfacci—n pulsional que toda comunidad exige se transmuta en un «plus
de gozar» para cada uno, que incluso se refleja como una fantasmagor’a, como
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un secreto que Álumina desde dentro el coraz—n de la mercanc’a. Ese plus,


que antes se encauzaba a travŽs de tradiciones, ritos, folklores, fiestas,
ahora y cada d’a m ‡ s se va depositando en la manera en que las mercanc’as
comercian entre ellas sin que el hombre ya nunca m ‡ s pueda reconocer el
producto de su trabajo. En este punto Marx hubiera podido conversar con
Freud. [Hubiera podido... dejo leer en quien quiera la ventura de un
anhelo].

No emprenderemos aqu’ el milŽsimo intento de articular Marx con Freud en un


sistema coherente y formal. Marx hubiera conversado con Freud sobre el modo
en que una comunidad nunca es s—lo el resultado del consenso entre
voluntades, sino, en primer lugar, la expropiaci—n de una parte de s’ misma
que luego retornar‡ como un plus, una plusval’a de satisfacci—n m‡s all‡ del
placer y su c ‡ lculo, contaminando de forma irreductible los pactos simb—
licos. En cualquier caso, este presentimiento de Marx sobre el modo en que
la pulsi—n encuentra un nuevo ‡mbito hist—rico de acogida, se hace sentir en
sus evocaciones shakespeareanas que, tal como ya algunos han se–alado, no
deben ser entendidas como meras contingencias ret—ricas. Recordemos el gusto
de Marx por el poema «Tim—n de Atenas», donde Shakespeare anticipa, de un
modo inigualable, la potencia del desencadenamiento, aquello que el mismo
Marx no dudaba, cuando del dinero se trata, en nombrar como «fuerza divina».

En el poema, el dinero aparece como capaz de dar un puesto en el Senado, (le


atar y desalar religiones, de bendecir a los malditos, honrar a los
ladrones, meter ciza–a entre padres hijos y naciones, el Dinero, ese «novio
eternamente joven, fresco, tierno y adorado» que, como una «deidad
invisible, une imposibles».

He aqu’ una captaci—n del Capitalismo presentada por Marx, a travŽs de


Shakespeare, que casi desborda los cuadros de su propia Econom’a Pol’tica.
El Capitalismo tiende a rechazar y destruir lo imposible. El capitalismo
ser’a el intento en la historia del ser de destruir la imposibilidad y la
distancia, la diferencia entre movimiento de la pulsi—n y la «Cosa» de su
satisfacci—n.

El capitalismo rechaza lo imposible..., estar’amos a un paso de afirmar que


entonces destruye toda forma de don si entendemos por don precisamente lo
que encarna lo imposible. El don «da nada», no puede, ser devuelto, no
establece con respecto a el reciprocidad alguna, no guarda ninguna proporci—
n con el intercambio de bienes, excluye toda posibilidad simŽtrica de un
sujeto dando objetos a otro sujeto. El don, igual que el amor, «da lo que no
se t’ene». Que el capitalismo en su progresi—n hist—rica sea un rechazo del
don (y del amor) es algo que desde distintos lugares es evaluado en sus
consecuencias.

En cualquier caso, nos hemos demorado aqu’ en ese presentimiento marxista


que permite escuchar en su mensaje te—rico el eco de la pulsi—n en el objeto
estructurado corno una mercanc’a. Sin embargo, Marx no necesitaba de este
presentimiento para proponer el advenimiento del socialismo cient’fico, m‡s
bien le resultaba un estorbo. La pulsi—n, en su car‡cter repetitivo reœne de
un solo golpe a lo anacr—nico y lo intempestivo, a la luz de la palabra y a
la sombra del goce, a lo viejo y lo nuevo, de un solo golpe en un mismo
trazo, y no se presta al relato ilustrado del Progreso. La pulsi—n es lo
exterior e ’ntimo que alimenta en cada uno la verdad de lo «impol’tico».
Cualquier nueva Pol’tica de emancipaci—n, debe contar con que lo que le

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otorga a la religi—n de cada uno su asentamiento neur—tico, a saber, el modo


en que la pulsi—n se disimula en las coartadas y justificaciones del sujeto.
Por ello, la idea marxista de «la satisfacci—n de las necesidades
materiales», idea un tanto utilitaria, no permite dar cuenta de aquellas
figuras en las que el-mismo Marx se detiene («la avidez del dinero», la
«avaricia»), nÁ de aquello que va a conformar a la subjetividad en la Žpoca
de las «aguas heladas del ego’smo».

En este aspecto, Freud supo encontrar algo m ‡ s que avaros y sedientos de


dinero. TambiŽn encontr— al que no soporta el dinero y se empobrece una y
otra vez para garantizar su estar en deuda indeclinable, al que siente que
tienen que pagar los dem‡s el haber sido arrojado a este mundo, al que nunca
m‡s podr‡ separar el don, el regalo, los excrementos, al que se siente para
siempre amenazado por una cuenta que le van a pedir, por una impostura que
van a descubrir, al que s—lo se identifica con lo excluido, o con lo que
est ‡ fuera, al que siente que una injusticia fundamental fue lo que dio
lugar a su vida, a quien no ha sido jam‡s reconocido en su verdadera esencia
y paga por ello, quien siente que ha sido v’ctima de un fraude que Žl mismo
sostuvo con todas sus fuerzas y pide que renueven su crŽdito, quien
reivindica la fuerza de una falta m ‡ s all ‡ de toda justicia distributiva,
quien est ‡ dispuesto a «nadificarse» para, por fin, introducir un hueco en
el campo saturado de las mercanc’as en las sociedades de consumo.

En todas estas vi–etas freudianas, el plus de la pulsi—n obliga a la relaci—


n del sujeto consigo mismo a quebrarse y mostrarse como hija Le una fractura
inicial que s—lo tiene en el s’ntoma su cifra Adem‡s de aliviar al s’ntoma,
acallarlo, domesticarlo, e incluso suprimirlo como ahora quieren los
laboratorios, Àquerr ‡ el ser parlante saber algo m ‡ s sobre el precio que
all’ se paga? ÀEstar ‡ dispuesto cualquiera que hable, a llevar al decir lo
que ese s’ntoma ha condensado en un jerogl’fico de inscripciones
pulsionales? La experiencia del psicoan ‡ lisis no requiere ni al artista ni
al que «sabe decir bien», sino a cualquiera que estŽ dispuesto a saber,
hasta donde pueda, sobre las consecuencias que hablar y, por tanto, callar,
tienen para su vida.

Se suele objetar que la presencia ineludible del dinero en la experiencia


anal’tica realiza una criba fundamental para el acceso de este «cualquiera
que habla». M ‡ s all ‡ de los argumentos que vuelven imprescindible la
presencia real del dinero en una experiencia que pretende llegar a travŽs de
la palabra al l’mite que la extingue sobre el vac’o (y que por tanto exige
la comparecencia del don, el exceso y la pŽrdida), es necesario hacer
constar que el dinero de la sesi—n no puede, no debe obedecer a ningœn
est‡ndar profesional del mercado. Debe suceder cada vez, uno por uno, en su
m ‡ s radical contingencia y donde por supuesto haya lugar para que la cifra
pueda ser siempre absurda, tanto como lo es pagar por el propio trabajo del
inconsciente. De este modo, la experiencia del inconsciente puede poner en
juego en cualquiera que sea hablante, aquello que se suele encomendar al
poeta o al artista: cambiar el modo de habitar la lengua.

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