Está en la página 1de 2

11 de noviembre de 1912, Franz Kafka.

Señorita Felice:

Voy a hacerle un ruego que parece auténticamente demencial, yo mismo no lo


juzgaría de otro modo si fuera yo quien recibiese la carta y la leyera. Pero es también la
prueba más dura a que puede ser sometida la mejor de las personas. Helo aquí pues:
escríbame solamente una vez a la semana, y de forma que reciba la carta el domingo. Es que
no puedo soportar sus cartas diarias, no estoy en condiciones de soportarlas. Contesto, por
ejemplo, a su carta y luego estoy en apariencia tan tranquilo en la cama, pero mi cuerpo
entero se ve atravesado por palpitaciones y no tengo presente ninguna otra cosa excepto a
usted. Cómo te pertenezco, no hay, realmente, ninguna otra posibilidad de expresarlo, y esta
es demasiado débil. Pero justo por eso no quiero saber cómo estás vestida, pues me altera de
tal forma que no puedo vivir, y por eso no quiero saber que estás bien dispuesta hacia mí,
pues entonces ¿por qué razón, loco de mí, sigo sentado en mi despacho, o aquí en casa, en
lugar de meterme en el tren, con los ojos cerrados para no volverlos a abrir hasta encontrarme
a tu lado? Oh, existe una grave, grave razón por la que no lo hago, y es, sin rodeos: que estoy
justo lo suficientemente sano para mí, pero no para el matrimonio, y menos aún para tener
hijos. Pero cuando leo tu carta podría pasar por alto hasta lo imposible de olvidar.

¡Ojalá tuviera ya tu respuesta! ¡Qué atrozmente te atormento, y de qué modo te


fuerzo a leer esta carta en el silencio de tu habitación, la carta más odiosa que hayas podido
tener jamás sobre tu escritorio! ¡Verdaderamente, a veces tengo la impresión de que me
alimentara, como un fantasma, de tu nombre otorgador de felicidad! Ojalá hubiera mandado
mi carta del sábado en la que te conjuraba a que no me escribieras nunca más, haciéndote yo
por mi parte idéntica promesa. ¡Dios mío, qué fue lo que me detuvo de enviarla! Todo estaría
bien. Ahora, en cambio, ¿existe todavía una solución no violenta? ¿Qué puede remediar el
hecho de que nos escribamos solo una vez por semana? No, con tales medios solo una
pequeña dolencia podría ser eliminada. Y lo preveo, tampoco resistiré esas cartas
dominicales. Por eso, como reparación a lo que el sábado dejé de hacer, te pido, con una
fuerza que ya al final de esta carta empieza a fallarme: dejémoslo todo, si apreciamos en algo
nuestra vida.

¿Habría de pretender nombrarme «tuyo» al firmar? Nada sería más falso. No, mío soy,
y eternamente atado a mí, eso es lo que soy, y a ello he de intentar acomodarme.

Franz
Praga, 17 de Julio de 1920. Franz Kafka.

Sábado

Sabía, por supuesto, lo que diría tu carta, de alguna manera lo decían casi todas tus
cartas, lo decían tus ojos —¿qué no se vería en su límpido fondo?—, lo decían las arrugas de
tu frente, yo lo sabía, del mismo modo que quien ha pasado todo el día durmiendo y soñando
sueños angustiosos tras los postigos cerrados abre por la noche la ventana y no se sorprende
de que haya oscuridad, una maravillosa y profunda oscuridad. Y yo veo cómo te atormentas y
te retuerces y no te liberas y —prendamos fuego al polvorín— nunca te liberarás, y yo veo
eso y no puedo decir: Quédate donde estás. Pero tampoco digo lo contrario, estoy frente a ti y
te miro a los queridos, a los pobres ojos (qué tristeza la foto que me has enviado, es un
tormento contemplarla, un tormento al que uno se somete cien veces al día y
desgraciadamente, sin embargo, un tesoro que sería capaz de defender contra diez hombres
vigorosos) y soy realmente fuerte, como escribes; un punto fuerte sí tengo, si uno quiere
designarlo con brevedad y poca claridad, se trata de mi falta de sentido para la música. Pero
no es tan grande que, al menos ahora mismo pueda seguir escribiendo. Me arrastra una ola de
dolor y de amor y no me deja escribir.

También podría gustarte