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Mtro.

Marcelino Núñez Trejo


Archivo ASOMEH
asomeh.hortz@gmail.com

EL TRABAJO O EL ARTE DE HACER-SE.

Biólogos y filósofos, pasando por historiadores y teólogos, consideran que el hombre


es un ser carente, en el sentido de que está incompleto, la
libertad que posee es la justificación de este juicio. Nace
“deficiente”, no cuenta con todos los elementos que le permitan
sobrevivir desde que viene al mundo 1. Un recién nacido que es
abandonado muere. No cuenta con garras, ni con velocidad, ni
con una piel que le resguarde del ambiente adverso. El hombre es frágil, está a
expensas de la naturaleza. Pero no sólo es carencia física o biológica, pues si se
habla de un ser carente en su naturaleza, esto implica que tiene la carencia en todo
aquello que le hace ser, entonces también es carente emocional, intelectual y hasta
imaginativamente.

Aparece entonces una aparente paradoja, y consiste en el hecho de que


gracias a esa carencia ontológica, al ser del hombre le urge la aparición, la creación
y desarrollo de otra capacidad que sustituya o compense la carencia original que le
constituye. Por un lado, esta capacidad compensatoria es la inteligencia, con ella
crea los elementos que salvaguardan aquella fragilidad natural del naciente.
Entonces la inteligencia se convierte en manipulación técnica del entorno para
convertirlo en parte complementaria del hombre. Si se requiere más alcance de los
1
Sartre hablaba de que en el momento en que nace el hombre adviene la nada al mundo. Es esa nada, no tener
un ser completado, cerrado, lo que le da razón de ser a la vida. Cada intención que la persona se pone al día
no le completa, sino que la acerca día a día más a la nada absoluta, su muerte. Sin embargo, esa intención
diaria el hombre la convierte en lo que se conoce como el valor o los valores; el ser humano hace cosas
porque ve en ellas algún valor, y con esos actos llena su día y su vida. Lo que faltó contemplar a Sartre --o
por ello su existencialismo como una postura de vida individual, propia-- es que en el plexo del mundo de las
intenciones se acuna la razón de la vida no personal sino humana, lo que Ricoeur, Gadamer, entre otros,
hallarían como el mismo sentido de la vida, que rebasa individualidades y épocas, alcanza la trascendencia a
nivel espiritual del la raza humana, cósmica diría Vasconcelos. Vid. Sartre, Jean Paul, “El Ser y la Nada”,
Losada, Buenos Aires, 2004.
brazos, técnicamente se fabrican o se utilizan de manera primitiva, troncos, ramas,
varas, etcétera. Si se necesita fuerza, se hacen palancas, o se le da inclinación al
terreno. Así, pues, la carencia ontológica del hombre se convierte en una virtud, es
decir, en una potencialidad generadora de su mundo. En segunda instancia, la
carencia ontológica se convierte en una necesidad de colaboración, de ayuda mutua
entre los integrantes de un clan o de un grupo social; luego, la carencia es también
condición de posibilidad para la común-icación (hacer en grupo, en sociedad)
humana.

La cuestión, es entonces, no ya la carencia como tal, sino lo que acarrea como


conducta humana. Esa carencia, si se le analiza un poco más, es la condición del
deseo humano. Es decir, el hombre desea lo que no tiene, aquello que le hace falta
para completar sus ser, es un llamado a que se exprese el ser antropológico,
aunque, como dice Sartre, el hombre siempre es un proyecto inacabado, que a su
vez es fuente del deseo infinito de siempre ser un ser de solicitudes, de solicitar no
nadamás cosas, sino compañía, amor, aquello que done poder, que ahuyente los
miedos, de solicitar todo aquello que no se es ya en acto, pero que en potencia se
quisiera ser o se es; así el hombre va siendo. Empero, el punto está en que el deseo,
surgido de la carencia, puede ser un deseo inauténtico, un engaño al porvenir
provocado por una carencia no existente (no original) en el individuo. Veamos.

Pensemos que el ser no-completo del hombre le hace naturalmente deseoso,


tiene sed de realizarse, sin embargo, su ser mismo es incompletud, su ser es nunca
llegar a ser, siempre aún no –eterno pro-yecto--. Si alguien ofrece la completud en el
ser del individuo, completar la naturaleza del hombre, a todas luces es un engaño.
Se sabe que el hombre termina muriendo sin ser lo que quiso ser, siempre desea
más. Este hoyo, este vacío ontológico del que habla Jean Paul Sartre, esta manera
de ser del hombre que trae la nada al mundo, es la oportunidad de la que se vale el
discurso social para ofrecer una vida “llena”. Y es que el deseo se satisface teniendo
las cosas que se necesitan para calmar la sed de ser: ser amoroso, ser alto, ser
veloz, ser inteligente, ser exitoso. Ese deseo, pues, es ansiedad de tener, de agregar
algo más al ser del hombre, tener que en su origen se correspondía con lo que era o
es el mundo del hombre (miedo, rito, oración, entrega física, unión, etc.), pero que
conforme el hombre imagina más, construye más, expande más espacios, la
habiencia del mundo no alcanza o no corresponde con la imaginación que provoca
deseos desmedidos por cosas a tener, sean cosas como tal o sean virtudes o
poderes. El individuo convierte el tener en el medio obsesivo para lograr-se.

Se debe dejar claro que el tener significa aquí poseer, incluso a nivel corporal;
el hombre siente antropológicamente tener algo cuando a esa cosa la manipula, la
toca, cuando conoce su funcionamiento y sabe “jugar” con ella --habría que ver sus
implicaciones con la parte lúdica del hombre y el regreso a fases antropoides de esta
época moderna--, hacer lo que quiera con ella porque sabe para lo que sirve y cómo
le puede reparar en caso de que se descomponga --en principio a nivel mínimo por
medio de instructivos técnicos--. Saber lo que es una cosa es tenerla, dominarla,
ejercer el poder sobre ella. El asunto es que el hombre que necesita “la cosa”, para
satisfacer una carencia real o ficticia, sienta que la tiene, es decir, sienta placer al
“saber” que la posee --connotaciones eróticas del tener, de introducirse en..., del ser
dueño de-- asume ser dueño de esa cosa, y actualmente ser dueño, pues, se
entiende ya como dueño “original” o como dueño por derecho técnico. La pregunta
esencial que surge ¿Qué sucede cuando esa “la cosa” que necesita tener, poseer, es
la voluntad del otro?

Si hablamos del dueño “original”, es el que, como se dijo, conoce el


funcionamiento de la cosa poseída a nivel de poder hacer la máxima gala de ese
saber: poder destruirla. Es decir, puede explicar el para qué de todos los botones de
un aparato, o explicar la finalidad de un horno, de un color de prendas, explicar el
mecanismo social de la diversión, de un proceso legal ante el ministerio público o la
razón del Estado. El segundo, el dueño técnico o esnob, no conoce el
funcionamiento de lo que tiene, no lo posee, luego, no es “original”, no sabe lo que
tiene, por lo tanto, “no es creativo”: no lo puede destruir o hacer crecer.

La creación que surge de gestar, de originar, de fabricar la cosa que


compense una carencia, ahora se convierte y se sustituye por un “saber cómo
funciona”, igualando mentirosamente este saber con la creación de la cosa. Es decir,
se ha hecho el equivalente entre “saber qué es y cómo funciona” con “yo lo hice, yo
lo gesté”, y como lo hice, entonces lo tengo, lo poseo, lo puedo destruir. El mensaje
de comunicación eficiente es aquel que logra posicionar la idea en el escuchante de
que él ya posee, ya tiene “la cosa”, el poder de crear o destruir.

En estricto sentido, y trasladándose al mundo mítico, el hombre que hacía una


cosa, sea una lanza, un collar, un dibujo, era su dueño, en el sentido de que poseía
la magia y el poder para atraer con todo ello lo que necesitaba. Por eso, míticamente,
tener un objeto, poseerlo, tener la voluntad de un hombre o un pueblo, era ser ese
mismo objeto que se hacía, poseer el agua era de alguna manera tener lo que el
agua es; si se tenía, entonces se padecía todo lo que acarreaba la magia de tenerlo.
Si tener un amuleto, es decir, hacerlo, acarreaba alimento, lluvia, entonces el hombre
que lo poseía tenía derecho a esos beneficios porque él era el dueño, es decir, el
creador, “el fabricante”. Tener la voluntad es tener los beneficios que ello acarrea.

Pero no se quedan aquí las consecuencias de ese traslado de un hacer mítico


a un “hacer” ficticio, sus implicaciones van hasta la formación de la conciencia
misma. Hacer un cosa es conocerla y conocer-se. Jacques Maritain 2 escribe que la
única manera que tiene el hombre de saber del mundo y de sí mismo es a través de
las obras creadas, en ellas encuentra el reflejo de sus virtudes y de sus deficiencias.
Aquel hombre que no hace nada, que no sea algo como medio para satisfacer un
deseo, su propia naturaleza, entonces obstruye la posibilidad de saber si es capaz o
no de hacer las cosas, lo cual le lleva también a no saberse ubicar en la sociedad, a
no saber qué puede aportar a ella, de no saber valorar: el único que escucha es el
que ha hecho las cosas, luego el único que puede poseerlas.

El hacer, el crear, pues, tiene su “magia”. Los deseos son la medida y


creatividad de las cosas que hace y dice el hombre. Esos deseos le llevan a
depositar en su hacer lo más propio de cada individuo; su carencia ontológica está
depositada en las cosas de su mundo, y no sólo devienen de la imaginación y se
quedan en el discurso, además las fabrica, por lo cual tiene una fruición, que es un
contacto íntimo del hombre con el objeto creado, provocando la unión amorosa que
intuye que la satisfacción de la carencia se cumplirá, porque el amor siempre es
promesa-cumplida. Este hacer es el que se ha perdido, hacer que en fruición con el
2
Maritain, Jacques, “El hombre y el Estado”, Encuentro, Madrid, 2002, p. 92.
alma hacía al hombre un poseedor del mundo, un dador de sentido de la vida en el
mismo momento de hacerlo, de insuflar las cosas, de depositar en su hacer una
visión de la existencia. Para tener el mundo había que hacerlo, no sólo hablarlo, sólo
así la cosa provocaba el bien para el hombre. El hombre entonces tenía, poseía el
mundo, se adueñaba de él a través del rito del hacer, le pertenecía porque
responsablemente respondía a la solicitud de carencia que preanunciaba su
construcción. Dice Sartre que,

… el deseo es carencia de ser. En cuanto tal, está directamente


dirigido hacia el ser del cual es carencia... (el hombre) no es: él es lo
que no es y no es lo que es.3

Por otro lado, el tener, como se ha comentado, era saber lo que era la cosa
desde el momento en que se hacía, tenerla de alguna manera poseída, que es y era
por antonomasia el saber: sabe el hace la cosa, pues le ha dado la forma de sus
manos, de su necesidad, de su carencia y sus deseos. Las cosas creadas tienen la
forma del “cuerpo” de su creador. El acto, la obra, la expresión, delata esto mismo.

Resulta, pues, que ahora las cosas tienen una forma que hace pensar y
“sentir” que están hechas a la medida de cada persona. Este diseño del discurso
social actual que ofrece las cosas en “una forma virtual”, es decir, que puedan
adaptarse a cualquier cuerpo, a cualquier emoción, a cualquier acción y carencia,
etcétera, hace pensar al individuo que esa cosa, ese objeto “que compró”, que le
convencieron comprara, está hecho para él, como si él mismo lo hubiera hecho con
sus propias manos, por lo que le adviene la sensación de tenerlo, de poseerlo, de,
inclusive, él ser su fabricante y el que la imaginó, y luego, el único con el poder de
destruirlo.

Si en ese momento mágico de embeleso de la posesión de cosas y luego de

3
La relación vital se da entre hacer, tener y ser, lo uno transformándose en lo otro mediante la capacidad
libertaria que tiene el hombre de elegir. Las elecciones, así como la concepción de hacer que le lleva a tener y
a la postre a ser al hombre, implica lo que se llama tener conocimiento de lo que entonves ya se posee. El
proceso para poseer, entonces, es largo y penoso, comienza por una elección riesgosa de la libertad y termina
como un conocimiento de lo que se hizo y que se adhiere al ser del hombre, lo cual le provoca lo que se
llama la conciencia. Sartre, Paul, “El ser y la nada”, Alianza Universidad, Madrid, 1990, Ver Cap. II. p. 445.
voluntades, de psicología del engaño, algo fallara de la magia, de esa “magia” que
sin hacer nada permite poseer el objeto, entonces, a contranatura y no exenta de
ironía, se cuenta con el instructivo, mismo que representa la varita mágica para
ahuyentar cualquier temor de frustración, de que se logre la posesión, de alcanzar el
tener (poder, alimento, seguridad,,,). El instructivo así, enseña el funcionamiento de
los objetos, de cualquier tipo: prendas, alimentos, herramientas, diversiones,
democracias, gobiernos, empresas, productividad, etcétera, para que se sienta que
el comprador lo hizo, tan lo hizo que sabe cómo funciona y cómo adaptarlo a
cualquier situación. Diga esto y aquello, mueva aquí y allá, la magia se cumplirá: el
objeto es suyo, la voluntad del otro es suya, su personalidad se ve reflejada en el tipo
de posesiones, a las cuales sólo basta el lenguaje-recetario, ajustar aquí y allá, para
que la posesión se cumpla.

El problema está en que la conciencia es obra de una praxis, de un decir y


hacer. En la medida en que el hombre no construye sus cosas y aún así proclama
poseerlas, en esa medida obnubila la conciencia que ha sido depositada en los
objetos que compra. Es decir, si el individuo actual ya no hace las cosas, es fácil caer
en el engaño de que no las hace porque no hace falta hacerlas, ya que la soberbia
hace pensar que el hombre ya no es carente, de que el proyecto de la vida que es
una constante búsqueda ha terminado, pues el mundo contemporáneo ya todo lo
tiene. No hay la conciencia de la carencia, de no-ser como esencia eterna de la vida
y condición misma de la naturaleza humana para el trabajo.

La carencia ontológica del hombre, que es necesariamente enviada a toda


narrativa social, es una carencia de poder, de poder verdadero que propicie aquello
que le satisfaga lo que le hace falta: el hombre simplemente pide aquello que el
mundo artificial le hace pensar que necesita tener, es su reclamo, para ello exige
tener poder. Hace falta redefinir el poder en todos los sentidos, ese poder que
conforma la comunicación, el común-fincar. Poder para hacer, poder para imaginar,
poder para construir, poder para rebasar una forma cómoda de llenar carencias.
Recuérdese que el hombre primitivo tenía poder pero siempre de la mano con el
poder mismo de su naturaleza y de su ser, había una empatía de virtualidades, el
hombre crecía conforme la naturaleza era recreada. Hoy, el poder de la magia de la
creación es escamoteado por el poder de la manipulación informativa: ya está todo
hecho, sólo cómpralo.

Archivo ASOMEH
asomeh.hortz@gmail.com

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