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El sabor del deseo

Tori Carrington
2º Serie Besos y palabras

El sabor del deseo (2006)


Título Original: Flavor of the month (2003)
Serie: 2º Besos y palabras
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Fuego 124
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Ben Kane y Reilly Chudowski

Argumento:
¿Cómo habría podido imaginar que aquella mujer le haría el amor de un
modo tan salvaje… y le robaría el corazón tan fácilmente?
Reilly Chudowski nunca había hecho el menor caso a sus deseos más
profundos, pero cuando el delicioso Ben Kane apareció en su repostería y le
hizo aquella oferta, no pudo rechazarla… por fin iba a darse un gusto. El
problema era que, cuanto más disfrutaba, más deseaba. Pero sabía que ella
era insignificante comparada con las mujeres con las que solía salir Ben.
Los sabores que Reilly creaba para su tienda eran deliciosos, pero él prefería
sin duda lo que le ofrecía en la cama. Ahora debía convencerla de que ella
era un sabor del que jamás podría aburrirse…
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Capítulo 1
Hollywood Confidential, 13 de octubre, 2003

… si quieren conocer la opinión informada de esta periodista, las mejores cafeterías de


Hollywood son Bernardo's Hideaway y Sugar 'n' Spice. Si los propietarios de estos
maravillosos locales llegaran a combinar sus talentos, todos saldríamos ganando con los
manjares que nos ofrecerían…

Reilly Chudowski leyó una y otra vez el artículo en el diario que su mejor
amiga, Layla, había dejado, aturdida por las alabanzas no solicitadas de la popular
periodista de Los Ángeles. Se reclinó en la silla de su rincón favorito en el Sugar 'n'
Spice y miró por el escaparate que daba a Wilshire Boulevard, el tráfico que lo
cruzaba iluminado por el sol otoñal. Respiró hondo y sus pulmones se llenaron con
el aroma de los bollos dulces horneándose, el café preparándose y ese toque a canela
de las galletitas del día anterior. ¿Quién habría adivinado que en ese momento
estaría donde estaba? Seis meses atrás, al fin se había decidido a usar la pequeña
cantidad de dinero que le había dejado su abuela para abrir las puertas de la
pastelería. Y en ese momento, ya empezaba a obtener unos beneficios decentes. Y con
una publicidad como la que le acababa de dar el Hollywood Confidential, era muy
factible que las cosas mejoraran.
La sonrisa le titubeó y se dijo que quizá había un pequeño borrón. Su nombre
había sido vinculado con el del dueño del Bernardo's Hideaway, Ben Kane. No tenía
por costumbre comprar las revistas y los diarios de cotilleos de Hollywood, pero
entre sus clientes y sus amigas Layla y Mallory, que se los dejaban allí, estaba bien
informada sobre los acontecimientos sociales y la gente de interés de Los Ángeles.
Bastaba decir que el moreno y sexy Ben Kane había disfrutado del récord de ser el
Guapo del Mes de Hollywood durante dos años seguidos. Y así como era factible que
la reportera del Confidential conociera a Ben en persona, probablemente no tenía ni
idea de quién era Reilly, aunque era obvio que había estado en la pastelería. Porque
en caso contrario, jamás la habría vinculado con Ben Kane, porque era imposible que
hubiera personas más opuestas que ellos.
Él era el capitán del equipo de fútbol y ella la chica gorda sentada en el fondo
de la clase.
Él era la estrella y ella la extra sin diálogo.
Él era el presidente y ella la becaria prescindible.
Ella vivía en un apartamento pequeño encima del local y su único modo de
transporte era una minivan de diez años de antigüedad con el logotipo de la
pastelería pintado en un lado. Lo más probable era que él viviera en una mansión en
las colinas de Hollywood y condujera un Ferrari.
Con gesto distraído, dobló el diario y se hizo un leve corte en la yema con el
canto del papel.

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—Ay —se llevó el pulgar a la boca. Sonó la campanilla que había encima de la
puerta. Se volvió y vio a uno de sus clientes fijos. Se sacó el dedo de la boca—.
Buenos días, Johnnie.
—Que sean también buenos para ti —repuso Johnnie, asimismo conocido como
Johnnie Thunder, igual que hacía todas las mañanas.
Se levantó de la silla y le pareció asombroso tener clientes habituales. Observó
el pelo largo y lacio de color castaño de Johnnie, la camiseta verde guisante que
llevaba sobre el torso grueso con un logo blanco asomando por las solapas abiertas
de la chaqueta verde militar de segunda mano. Los vaqueros gastados y las zapatillas
concluían el efecto de desaliño urbano. En un adolescente habría podido estar bien.
Pero Johnnie debía de rondar los treinta años.
—¿Puedo tentarte con un hojaldre de crema esta mañana? —preguntó,
metiéndose detrás del mostrador, donde su sobrina de dieciocho años, Tina, llenaba
los expositores.
—No. Quiero un bollo dulce y un café pequeño.
—En otras palabras, ¿lo de siempre?
—Sí.
En vez de irse directamente al lugar que solía ocupar después de recibir la
bandeja con lo pedido, Johnnie permaneció ante la barra con evidentes signos de
incomodidad.
—¿Querías algo más, Johnnie? —le preguntó Reilly, y vio cómo se ruborizaba, a
pesar de su edad.
—Me preguntaba… —empezó—. Tengo entradas para ese estupendo festival de
música del fin de semana y pensaba que tú y yo… bueno, si quisieras ir conmigo…
Le sonrió, sinceramente halagada por la atención recibida, aunque no deseada.
—Gracias por pensar en mí, Johnnie, pero en este momento, el Sugar 'n' Spice
ocupa toda mi vida profesional y personal. Y probablemente siga así en el futuro
previsible.
—Oh. De acuerdo —le mostró el pequeño ordenador portátil que llevaba bajo el
brazo—. ¿Te importa si me conecto, entonces?
—De hecho, lo más probable es que a cualquier otro que se atreviera a sentarse
allí le diría que se perdiera —observó la media sonrisa de él—. El lugar es todo tuyo.
Él asintió y se fue al rincón opuesto con conexión a Internet. Había creído que
ofrecer ese servicio atraería a más personas del tipo de Johnnie, pero, hasta la fecha,
él era el único que se conectaba. No sabía muy bien qué hacía, pero estaba
convencida de que Johnnie Thunder era su nick de Internet.
Su sobrina terminó y luego colocó una bandeja vacía junto a la puerta de la
cocina. Se quitó el mandil.
—He de ir a mi clase de las nueve.
—¿Qué tienes hoy? ¿Psicología? —preguntó Reilly.

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—Ciencias sociales.
Tina, diminutivo de Constantina, a su vez más diminutivo de Constantina
Kalopapodopulos, se sopló unos mechones castaños de los ojos oscuros. Por lo
general, iba a la pastelería una o dos horas cada día para echar una mano y realizar
entregas, dependiendo de las clases que tuviera.
—No suenas muy entusiasmada.
—Hacer malabarismos con un curso completo en UCLA mientras realizas dos
trabajos a tiempo parcial no es un picnic, tía Rei.
—Bueno, si tu motivación para querer una licenciatura en psicología fuera algo
más que para entender a tu familia disfuncional, quizá no te pareciera tan duro —
volvió a rodear el mostrador—. Además, olvidas que ya he estado ahí. Me refiero a
los malabarismos.
—Sí, pero eso fue hace por lo menos… una eternidad. Desde entonces, las cosas
han cambiado.
—¿Desde hace cuatro años?
Tina puso los ojos en blanco.
—Lo que sea.
Reilly guardó un par de hojaldres de crema en una bolsa mientras Tina recogía
su mochila y chaqueta. Alargó la bolsa cuando la joven de dieciocho años pasó ante
ella.
Tina se detuvo, el rostro más relajado.
—Gracias.
—¿Efi vendrá a echar una mano esta noche?
Era su sobrina favorita, y la hermana menor de Tina, muy odiada por ésta. Con
quince años, le recordaba cómo había sido ella a esa edad. No pasaba ni un solo día
sin que Efi le suplicara que la contratara a tiempo completo, aunque lo que realmente
quería era ser su socia. Pero la única vez que Reilly cedía y le permitía ayudar era
cuando tenía un pedido grande. Y el catering para una gala benéfica de ese fin de
semana entraba en esa categoría. Más específicamente, cinco mil pastelillos rellenos
de crema.
—Sí, vendrá —Tina fue hacia la puerta.
Al recoger las bandejas vacías e ir hacia la cocina, sonó el teléfono de la pared,
próximo a la puerta de vaivén. Liberó una mano y contestó.
—Sugar 'n' Spice.
—Y todo perfecto —dijo una conocida voz femenina—. ¿Tienes muchos
ejemplares del Confidential de hoy?
Mallory Woodruff, productora de documentales y una de sus tres mejores
amigos, rara vez se entusiasmaba por algo, de modo que la reacción de Mal le llegó al
alma.

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—Sí. De hecho, Layla trajo un ejemplar antes.


—¿Antes? ¿Qué hora es? Oh.
Eran las ocho y media pasadas. Lo que hacía que fuera demasiado temprano
para Mallory, a pesar de que ella llevaba levantada desde las cuatro y media,
preparándolo todo para abrir las puertas a las seis. Era demasiado pronto, pero no se
conseguía una mención en el Hollywood Confidential holgazaneando.
Se descubrió sonriendo de la misma manera bobalicona en que había estado
haciéndolo toda la mañana.
—Creo que deberías ampliar la mención y colgarla del escaparate —decía
Mallory.
—Demasiado ostentoso y de mal gusto.
—Bueno, enmárcala, y luego cuélgala en el escaparate.
Reilly miró la pared que había detrás del mostrador. Quizá no fuera tan mala
idea. Podía colocarla junto al primer dólar enmarcado que el local había ganado y
donde colgaba la licencia de la cafetería.
Se abrió la puerta y entró otro cliente. Miró en su dirección. Otro hombre. La
mayoría de sus clientes eran mujeres, descartando a los hombres que paraban a
tomar café antes de las ocho. Después de esa hora, éstos empezaban a escasear.
El brillo caro de los zapatos de piel fue lo que primero captó su atención. Luego
alzó la vista por los pantalones impecablemente planchados, el cinturon a juego con
el calzado y una camisa almidonada a rayas marrones y blancas con las mangas
subidas, que revelaban unas muñecas salpicadas de vello oscuro. «Mmmm». Se dijo
que como el resto estuviera en consonancia con lo que había visto hasta el
momento…
Esperanzada, miró el rostro atractivamente familiar que mostraba un parecido
fugaz con Tom Cruise.
Estuvo a punto de soltar el auricular.
Giró hasta quedar de cara a la pared. Decidiendo que eso no era suficiente, se
agachó y cruzó la puerta que conducía a la cocina, soltando las bandejas vacías que
sostenía en el proceso.
Se encogió ante el estrépito que reverberó por toda la cocina y, sin duda, el resto
del local.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Mallory.
—Jamás te creerás quién acaba de entrar.
—¿Estás susurrando? Estás susurrando. Eso tiene que significar que una
estrella.
Reilly agitó una mano mientras iba de un lado a otro.
—No, no es una estrella. Quiero decir, no es una estrella en el sentido
convencional del término —se mordió brevemente el labio inferior y se asomó por la

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ventana redonda de la puerta, viendo que el hombre en cuestión exhibía una sonrisa
divertida al tiempo que examinaba las delicias expuestas detrás del mostrador.
—Por el amor de Dios, Reilly, ¿quién es?
Acercó la mano a la boca y el auricular:
—Nada menos que Ben Kane en persona —el suspiro de Mallory le llenó el
oído.
—Y yo que estaba preparada para pedirte el número de Russell Crowe. ¿Ben
Kane? No es más que el propietario de un restaurante. ¿Y por qué susurras?
¿Por qué susurraba? Estaba en la cocina. En su cocina, en su local y, desde
luego, no había nadie alrededor que pudiera verla u oírla.
—No lo sé —reconoció—. Quizá es por el artículo.
—¿Cuál, ése en el que se os menciona a ti y a Kane en la misma frase?
Eso tampoco sonaba del todo bien.
—Sí.
—Creo que necesitas dormir un poco.
Reilly echó otro vistazo por la ventana de la puerta y vio que él miraba su reloj
con impaciencia.
—Oh, Dios, espera que lo atiendan.
Oyó la risa de Mallory.
—Claro, tonta. Está en un local que vende cosas. Lo que significa que,
probablemente, está interesado en comprar algunas de esas cosas. Y ahora ve a
venderle algunas de esas cosas para que, ya sabes, puedas ganar más de esos
papelitos verdes.
—Eres muy graciosa.
—Lo soy, ¿verdad? Ah, Reilly.
Sé que no debería preguntar, pero ¿qué?
—Triplica tus precios. Él se lo puede permitir.
—¡No puedo hacer eso!
—No los tienes a la vista, ¿verdad?
—No. Pero no estaría bien.
—Vale —Mallory volvió a suspirar—. Sé una buena chica.
Cómo odiaba que le dijeran eso.
—Te llamaré más tarde —indicó Mall—. Ya sabes, después de que hayas
atendido al Señor «Pantalones Calientes» Kane y después de que yo regrese de
buscar exteriores.

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—Vale —se despidió de su amiga y se volvió con la intención de colgar. En ese


momento se dio cuenta de que la base del aparato se hallaba del otro lado de la
puerta.

Ben Kane observó cómo la puerta que creía que daba a la cocina se abría unos
centímetros. Pero en vez de aparecer una persona, una mano esbelta con el auricular
de un teléfono serpenteó en busca de la base donde colgarlo.
Se frotó el mentón. Cualquiera creería que la chica que había desaparecido en la
cocina intentaba evitarlo. Pero eso no tenía sentido, porque era la primera vez que
entraba en el local decorado estilo art decó, con el suelo de terrazo blanco y negro y
paredes en tonos blanco y rosa.
Miró su reloj de pulsera. No había planeado que la diligencia le llevara más de
unos minutos. De hecho, no había planeado ninguna diligencia hasta llegar al
restaurante y ver que su repostero tenía un ataque porque alguien había empleado
los cuchillos de repostería para cortar carne. Había tratado de calmar a su nervioso
inmigrante francés, pero las cosas empeoraron al llamarlo cocinero, momento en que
el hombre le había tirado el mandil y dimitido.
¿Viernes por la noche sin postres? Imposible.
Lo que lo había conducido directamente al lugar que había sido mencionado
junto al Bernardo's Hideaway en el Hollywood Confidential de esa mañana.
Estudió los productos ofrecidos en los expositores. Así como eran todos buenos,
no eran lo mismo que la créme brülée ni la tarta de queso al chocolate a que estaban
acostumbrados sus clientes.
Desde la cocina le llegó un ruido sordo. Miró alrededor en busca de una
campanilla que pudiera hacer sonar para que lo atendieran, pero no encontró
ninguna. Observó a la media docena de personas sentadas alrededor del local,
disfrutando de café y leyendo los periódicos, y a un joven en un rincón que tecleaba
como loco en un ordenador portátil, antes de asomarse a la puerta de acero
inoxidable de la cocina y asomase por la ventanilla.
Justo del otro lado del cristal se asomó la cabeza de una mujer, toda ella
enormes ojos almendrados, adorables labios fruncidos y suave cabello rubio,
sobresaltándolo con su chillido. Vio que la cabeza de la mujer volvía a desaparecer y
oyó más conmoción.
«Muy bien…».
Se apartó de la puerta y metió las manos en los bolsillos. Quienquiera que
estuviera ahí lo había visto y saldría a atenderlo.
Un minuto… dos minutos…
Hizo una mueca. Se preguntó qué clase de local llevaban ahí.
Sacó la mano derecha del bolsillo, llamó brevemente a la puerta de la cocina y
luego la abrió un poco.

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—¿Hola?
A su derecha oyó un estrépito metálico. Miró y vio a alguien que le daba la
espalda ante un mostrador de acero inoxidable a unos seis metros.
—Perdone, ¿podría decirme si están la dueña o la directora? —entró del todo y
notó que la cocina estaba impecable y que era muy grande.
La mujer se volvió para mirarlo, sus manos llenas de masa. Otra vez notó lo
atractiva que era. No en el sentido habitual… sus facciones se acoplaban de forma
diferente. Desde los ojos claros con las pestañas más tupidas que jamás hubiera visto
en una rubia hasta esos labios carnosos.
—Yo soy la dueña… —dijo, alargando una mano—. Me llamo Reilly… —calló,
o bien porque no podía recordar su apellido o bien porque era reacia a compartirlo—
, sólo Reilly —el labio inferior desapareció bajo unos dientes de una blancura
extraordinaria—. ¿En qué puedo ayudarte?
Ben bajó la vista a la mano que estrechaba, notando la masa blanca entre los
dedos de ella. Experimentó la extraña tentación de llevárselos a la boca para quitarles
con la lengua toda esa masa dulce, uno a uno.
—Hola, Sólo Reilly. Yo soy Sólo Ben. Y en este momento se me ocurrirían como
mínimo media docena de cosas en las que querría que me ayudaras.

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Capítulo 2
Casi todos los actores de Hollywood no valían la película en la que grababan
sus imágenes. En la vida real, tendían a ser más bajos o más delgados que en la
pantalla o su piel sin maquillaje dejaba mucho que desear.
Pero Ben Kane…
Vaya.
Sus ojos eran… Se le hizo un nudo en la garganta. Sencillamente, eran los más
hermosos que jamás había visto. Eran celestes. Y supuso que si alguien lo agraviaba,
podrían convertir en cubitos de hielo a una persona con una simple mirada. Pero en
ese momento, parecían brillar con vida eléctrica, produciéndole temblores por todo el
cuerpo.
El pelo… Lo estudió con descaro. Era de un negro azabache, como las plumas
de un cuervo. Corto y cuidado.
Y la boca…
Lo vio alzar la mano derecha y lamerse… ¡lamerse!… la masa dulce con que lo
había manchado.
Dejó de respirar.
—¿Tienes algo con lo que poder limpiarme? —preguntó.
Su voz pareció atronar desde lo más hondo de su torso.
—¿Qué? ¡Oh! —vio que en la encimera no había nada salvo más masa, así que
alzó su mandil y le extendió la esquina. De inmediato se dio cuenta de que se había
equivocado, ya que al tirar le apretó la tela contra los pechos, encendiéndole los
pezones. Estuvo a punto de arrancarle el mandil de entre los dedos—. Permite que te
busque algo más… apropiado.
En cuanto se apartó de él, pareció recuperar la capacidad de pensar con
coherencia y se encogió de hombros para sus adentros. Se dijo que el truco radicaba
en no mirarlo.
Humedeció la esquina de una toalla blanca limpia con agua templada y se la
entregó antes de meter sus propias manos bajo el grifo.
—Una vez más, ¿en qué puedo ayudarte? —inquirió, contenta de que su voz
hubiera recobrado el tono normal.
—Mmm. Sí. Verás, mi repostero me dejó esta mañana en la estacada, de modo
que necesito una variedad completa de postres para servir esta noche.
Reilly enarcó las cejas mientras adrede se tomaba su tiempo para secarse las
manos, aún de espaldas a él.
—¿Qué te hizo pensar en mí?
—Oh, no sé. Quizá influyera algo el Confidential.

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Olvidó que no debía mirarlo y lo miró.


Dios. Estaba incluso mejor que hacía unos minutos, si eso era posible. Quizá
porque en esa ocasión le sonreía. Una sonrisa que la impulsó a doblar los dedos de
los pies dentro de las zapatillas.
—Apenas hay tiempo —logró responder. Tenía la gala benéfica el fin de semana
que iba a preparar esa noche. Si además incorporaba ese pedido, no pararía de
trabajar hasta la medianoche.
—Lo entiendo. Y estoy dispuesto a pagar el precio que me pidas —la miró
directamente a los ojos—. Bueno, ¿lo harás?
«No», pensó con terquedad.
Ella lo miró a los ojos.
—Sí.
Tragó saliva, preguntándose por qué sentía que no sería la primera vez que
pensaría una cosa y haría otra en lo referente al terriblemente atractivo señor Kane.
Ben sentía como si lo hubieran embestido.
Cuando la propietaria del Sugar 'n' Spice le había preguntado qué podía hacer
por él, la cabeza se le había llenado con un montón de cosas que a él le habría
gustado hacerle a ella, como lograr que esa boca se abriera con un gemido o un jadeo.
Carraspeó. Se dijo que era mejor un gemido.
En una ciudad en la que todo el mundo parecía estar actuando, la señorita
Reilly era una necesaria bocanada de aire fresco. No había nada afectado en ella.
Apostaría los beneficios de esa noche en el restaurante que las mechas en su cabello
rubio eran naturales. Y que sería incapaz de mentir aunque en ello le fuera la vida.
Lo miraba con manifiesto interés, sin siquiera tratar de ocultar la atracción que sentía.
—De acuerdo —dijo ella. Se metió la mano de uñas cortas en el bolsillo
izquierdo del mandil y sacó un bloc de notas—. ¿Qué es lo que tenías en mente?
Se lo dijo, desde la créme brulée hasta la tarta de chocolate al ron, la cantidad y
la hora a la que necesitaría el pedido.
—Yo, mmm, me llevaré parte de lo que tienes aquí conmigo —ella parpadeó—.
Ya sabes, del expositor en el local.
—Oh. Sí, claro —volvió a guardar el bloc y el bolígrafo en el bolsillo y fue hacia
la puerta.
Al observar el trasero exuberante debajo de los pantalones de pana, pensó en
bollos acaramelados bajo una luz totalmente diferente.
Ella titubeó al llegar a la puerta y lo miró.
—¿Sucede algo?
Ben alzó la vista a su cara.

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—¿Mmmm? Oh, no. Sólo pensaba… —¿en lo bonito que sería echarle sirope
sobre los glúteos?—. Quizá deberíamos añadir una tarta de queso a la lista. Si no
representa demasiadas molestias.
—Es posible que tenga una en la nevera.
—Bien. Bien.
La siguió al otro cuarto, donde ella montó una caja con el logo de la repostería y
le preguntó qué quería.
Demasiado pronto, ella le entregó las dos cajas que le había llenado.
—¿Cuánto es? —preguntó él, dejándolas en el mostrador.
—Contabilizaré todo al final de la noche y te enviaré una factura junto con el
envío.
—Bien —le estudió la mano izquierda. Aunque, por supuesto, que la llevara
desnuda no significaba nada. No sabía de ningún chef o pastelero que llevaran
anillos mientras trabajaban—. ¿A qué hora sales?
Ella enarcó las cejas sorprendida.
—¿Perdona?
—Esta noche. ¿A qué hora estarás libre?
Ladeó un poco la cabeza, como si aún no entendiera la pregunta.
—¿Y quieres conocer esta información porque…?
Le sonrió.
—Porque me gustaría agradecértelo de forma adecuada.
«Y porque me gustaría descubrir si tu boca sabe tan dulce como parece».
—Con las palabras basta.
—Vas a hacer que te lo deletree, ¿verdad?
—Sé cómo se deletrea «gracias».
No como él tenía en mente.
—Me gustaría volver a verte.
—¿A medianoche? —indicó despacio.
—Si es a la hora que terminas.
—Oh —lo miró largo rato, y entonces pareció entender a qué se refería él—.
¡Oh! ¿Quieres decir…?
—Sí, quiero decir.
En ese momento dejó de mirarlo a la cara.
—Yo, mmm, no creo que sea una buena idea —usó una esquina limpia del
mandil para limpiar el mostrador alrededor de las cajas.
—¿Por qué no?

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—Porque, porque… —lo miró furtivamente, y de inmediato regresó al


mostrador—, porque esta noche termino tarde debido a tu pedido y a otro pedido
que necesito tener listo para mañana a primera hora, y… y…
—Y.
—Bueno, no tengo tiempo.
—Mmm. De acuerdo, mañana por la noche, entonces.
Lo miró como si hubiera perdido la cabeza.
—Mañana es sábado.
—Sí, lo es.
—¿No tienes planes?
Él rió entre dientes.
—Nada que no se pueda modificar o cancelar.
—Para poder salir conmigo…
Él se encogió de hombros.
—O podríamos quedarnos y…
—¿Quedarnos dónde? —Con rapidez alzó la mano—. No contestes eso.
—Te diré lo que haremos —sacó una tarjeta del bolsillo frontal—. ¿Tienes un
bolígrafo? —Ella le entregó el que llevaba en el bolsillo del mandil—. Voy a darte el
número de mi teléfono móvil, el de mi casa y, por supuesto, en la tarjeta figuran los
dos del restaurante, junto con el fax —se la pasó—. Llámame cuando hayas tomado
una decisión.
—¿Aunque sea un «no»?
—Específicamente si es un «no» —puso una mueca que la hizo parecer aún más
atractiva—. Ya sabes, para que tenga la oportunidad de hacerte cambiar de idea.
Ella frunció los labios y estudió la tarjeta.
El hombre que había estado tecleando en un ordenador portátil en un rincón se
acercó a él.
—Perdón —musitó.
Como Ben tenía la atención centrada completamente en Reilly, se apartó para
dejarlo pasar, pero al parecer eligió la dirección equivocada, porque el tipo chocó
contra él y le vertió café en la pechera de la camisa.
—Oh, lo siento, tío —dijo el otro.
Ben lo miró, preguntándose por qué no parecía sentirlo mucho.
—No pasa nada.
Reilly no pudo ocultar la sonrisa al entregarle un puñado de servilletas. Ben
comenzó a limpiarse, cerciorándose de que su atacante se había alejado antes de
continuar la conversación.

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—De hecho, si no te importa, me gustaría traerte la cena esta noche —le dijo a
ella.
—¿Esta noche?
—Sí, ya sabes, como la forma de agradecértelo adecuadamente que he
mencionado.
—No es necesario.
—Creo que sí —entrecerró los ojos—. ¿Has dicho a medianoche?
—Sí. Quiero decir… ¡no! —se ruborizó—. Quiero decir, no es realmente
necesario. De verdad, no lo es.
—¿Reniegas de una cena gratis de uno de los restaurantes más populares de la
ciudad?
—Sí. Quiero decir… ¡no! —Se pasó los dedos por el cabello y apoyó la mano en
la frente—. Lo que intento decir es que no creo que sea una muy buena idea. Estaré
agotada y, probablemente, no sea buena compañía…
—Lo que quería decir era que haré que uno de mis camareros te traiga algo de
camino a casa del trabajo.
—Oh.
—A menos que quieras que traiga yo la cena en persona.
—¡No! —hundió los hombros y clavó el mentón en el pecho. Momentos más
tarde, llegó a la conclusión de que reía o lloraba. Lo miró con una sonrisa—. Eso no
sonó muy bien, ¿verdad?
—Menos mal que tengo un buen ego.
—Grande, quieres decir.
—Mmm —dejó que ese sonido flotara entre ellos antes de añadir—: Bueno, será
mejor que me vaya.
—Sí, será lo mejor —él la miró fijamente y ella señaló las cajas—. Algunos de los
productos que llevas deben meterse con rapidez en una nevera.
—Claro.
—Claro.
Él recogió las cajas.
—Llámame.
—Ya veremos.
—Llámame —repitió.
—De acuerdo.
Fue hacia la puerta sabiendo que, probablemente no lo llamaría. Pero no
importaba. Sean cuales fueren los motivos que tuviera para querer evitarlo, no nacían
de falta de atracción.

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Y ella desconocía que era él quien pretendía llevarle la cena esa noche.
Y tenía toda la intención de que ambos disfrutaran de postre…

—Dime, ¿apestaba ser gorda cuando tenías mi edad?


Alzó la cabeza de lo que hacía. Eran las once de la noche, hacía seis horas que
había enviado el pedido de Ben al Bernardo's Hideaway y aún le quedaba, más o
menos, una hora más de cocinar para el pedido del día siguiente.
Si a ello se sumaba que su sobrina de quince años, Efi, estaba sentada en la
encimera limpia de acero inoxidable, apoyada contra la pared y moviendo las
piernas, cuyos pies enfundados en zapatos de plataforma golpeaban contra las
puertas de acero, le hacía preguntas raras, lo consideró un final malo para un día
perfectamente raro.
Le gustaba su sobrina. Mucho. Pero no se sentía con ganas de responder a las
preguntas que quería formularle.
—¿Qué?
Efi se encogió de hombros, sin que su pelo corto y en punta se moviera.
—Pensaba en la foto que mamá tiene de ti en la Pared de la Fama y me
preguntaba qué se sentiría siendo gorda.
—Yo la llamaría la Pared de la Vergüenza. No lo sé. ¿Cómo se siente una con el
pelo a juego con las paredes del local? —Efi hizo una mueca, alzando una mano para
tocarse el pelo engominado y teñido de rosa. Terminó de rellenar unos moldes—. Y
no era gorda, gorda. Era… agradablemente rellena.
—Eras gorda.
—Pesaba setenta y cinco kilos. Eso es agradablemente rellena.
—¿Por eso te llamaban la Gordita Chuddy?
—Veo que mi querida hermana ha vuelto a contar historias sobre mí —se
apartó el pelo de los ojos con el dorso de la mano—. Gordita significa
agradablemente rellena.
—Gordita significa gorda.
Miró a su bonita, por lo general discreta y demasiado delgada sobrina. Aun le
faltaban cinco años para alcanzar la plenitud. Teñí a todas las características del resto
de los Chudowski. Aparte de los oscuros ojos mediterráneos que había heredado de
su padre.
En cuanto a ella, había nacido con el último gen gordo. Su madre le había
contado que siempre había un elemento afortunado en cada familia Chudowski. Sin
importar la dieta que hubiera hecho o lo poco que hubiera comido, había sido mucho
más pesada que las demás chicas de su edad.
Hasta cumplir los dieciocho, consultar a un dietista y, finalmente, perder peso.

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—No fue divertido —le contestó a su sobrina—. ¿A qué hora va a volver a


recogerte tu hermana?
Efi miró su reloj, ajena al impacto que había tenido su pregunta.
—Termina en la marisquería a las once, así que llegará de un momento a otro.
Por lo general, Efi era su favorita de sus siete sobrinos. No había que retorcerle
el brazo para que trabajara. Bastaba una palabra y se presentaba, lista, ocupándose
de todo con una gran eficacia que hacía sonreír a Reilly. De hecho, había que pedirle
que dejara de trabajar, todo lo contrario que a Tina.
—Lo siento, tía Rei —dijo, bajándose de la encimera para ir a su lado—. ¿He
tocado un punto doloroso?
La adolescente le pasó el brazo flaco por los hombros y apretó. Reilly se apoyó
fugazmente contra ella y le sonrió.
—No sólo has dado en el blanco, sino que has conseguido un K.O. técnico.
—Así que apestaba ser gorda, ¿eh?
—Sí —musitó—. Apestaba ser designada la gorda de la clase. Podía sobrellevar
las burlas esporádicas. Pero me habría gustado no oír los sonidos de cerdo.
—¿Sonidos de cerdo? Que grosero.
Reilly volvió a sonreír.
—Sí.
Hacía tiempo que no pensaba en aquellos tiempos, en no sentirse a gusto en la
propia piel.
También se daba cuenta de que la pregunta de Efi no era todo lo que la había
llevado a recuperar los recuerdos. Por algún extraño motivo, la conversación con Ben
esa mañana había hecho que volviera a sentirse aquella chica gorda. Había recordado
con horror cómo el capitán del equipo de fútbol la había invitado al baile de fin de
curso en el primer año del instituto; a regañadientes, ella había aceptado…
descubriendo con posterioridad que había sido una broma cruel que le habían
gastado.
Y Ben Kane representaba todo lo que era aquel capitán de fútbol. Alto, atractivo
y salía con las mejores chicas de la clase… de la ciudad. ¿Qué podía llegar a querer
con ella? Su vida amorosa no es que fuera lenta… era inexistente. Después de perder
peso, había puesto a prueba a su nuevo cuerpo. Pero ni valía la pena mencionar a los
hombres con los que había salido, de quienes tampoco había llegado a conseguir
algo. Y menos cuando al explorar su cuerpo en la intimidad de su habitación se
excitaba mucho más que con todos ellos juntos.
Pero Ben…
Con solo mirarlo, deseaba comprar pilas nuevas para su vibrador.
El sonido de una bocina desde el exterior la sacó del ensimismamiento en el que
había caído.

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—Ésa tiene que ser tu madre —dijo con alivio.


—Puntual —besó a su tía en la mejilla—. ¿Seguro que no quieres que me quede
para ayudarte a terminar esto? Podría dormir contigo esta noche.
Reilly sonrió.
—Gracias, pero creo que podré arreglarme. Dale las gracias a tu madre de mi
parte.
—¿Por qué?
—Por hablar de mis días de Gordita Chuddy.
Efi rió.
—Lo haré.
Cuando su sobrina se marchó, trasladó las bandejas con masa al refrigerador
industrial y mentalmente repasó todo lo que había pasado aquel día, volviendo otra
vez a Ben Kane y a su tentadora oferta.
—Sé realista, Gordita Chuddy, Ben Kane es una tarta de queso al chocolate con
doble ración de calorías, y tú estás a dieta.
Pero nada de lo que se dijo pudo impedir que lo deseara.

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Capítulo 3
Medianoche. El restaurante de Ben estaba cerrado. Las calles residenciales de
la ciudad se hallaban desiertas. Y el Sugar 'n' Spice aún se mostraba invitador,
incluso con las luces atenuadas y las mesas vacías.
Alargó la mano hacia la comida que había llevado consigo al subir a su BMW
descapotable. No había señal de vida en el interior de la pastelería, aunque bien sabía
que eso no necesariamente significaba que no hubiera alguien trabajando en la
cocina. Miró hacia allí y vio la luz que brillaba a través de la ventanilla redonda de la
puerta.
Sintió un aguijonazo de deseo, puro y físico, al pensar en Reilly tan cerca de él.
No había sido capaz de quitársela de la cabeza durante toda la jornada, sin importar
lo ajetreada que había sido la noche en el restaurante. Y hacía mucho que una mujer
no le producía ese efecto.
Distraído, se frotó la nuca.
No era una de esas supermodelos de un metro ochenta que por lo general le
resultaban atractivas. De hecho, había intentado desmantelar el interés que sentía por
ella, en absoluto impresionada por el hecho de que fuera el dueño de uno de los
restaurantes más de moda en Los Ángeles.
Aunque no siempre había sido así.
Estaba a años luz de la vida gris que había llevado al crecer, trabajando en la
parte de atrás del puesto de perritos calientes que tenía su padre en Sunset, donde
mezclarse con los clientes no sólo estaba prohibido, sino que era poco deseable.
Y al cumplir los veinte años, su padre había sufrido un ataque al corazón.
Había sobrevivido, pero había decidido retirarse, y le había legado a Ben los
tres puestos que tenía por ese entonces, con la esperanza de que su único hijo
siguiera sus pasos.
Sin embargo, unos años más tarde, Ben los había vendido y usado el dinero en
efectivo para abrir el Bernardo's Hideaway. Y así como el menú había cambiado a lo
largo de los años, el lema del restaurante no lo había hecho. Esencialmente, todo el
mundo que atravesaba las puertas de su casa era tratado como una estrella y las
verdaderas estrellas que iban eran anónimas. No se permitía la entrada a ningún
fotógrafo, periodista o admirador en busca de autógrafos.
Sin embargo, su cambio de rumbo había tenido un revés importante. Su padre
jamás lo había perdonado por no dedicar su vida a suministrar perritos calientes a
clientes con prisa y aún tenía que presentarse en su local. La última vez que lo había
visitado Jerry Kane había dicho que no encajaría con la gente estirada a la que
atendía Ben y que prefería comer un plato congelado en casa… ya que tenía
prohibidos los perritos calientes por la constante batalla que mantenía contra el
colesterol.

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No se había dado cuenta de que la puerta de la cocina del Sugar 'n' Spice se
había abierto hasta que parpadeó y vio a Reilly de pie, mirándolo del otro lado del
cristal.
Sonrió, y su aparición le reafirmó todo lo que recordaba sobre ella de aquella
mañana.
Reilly quitó el cerrojo de la puerta de entrada y la abrió.
—Ben.
Las palabras salieron de esa boca sexy y sin pintar como en un suspiro.
—Reilly —alzó las bolsas que sostenía—. Resulta que mi último empleado se
marchó antes de que pudiera decirle que te trajera esto, así que he tenido que hacer
yo mismo la entrega.
El brillo en los ojos de ella le reveló que no se tragaba la historia. Y eso le gustó.
En ese instante único, conectaron de un modo silencioso que no requería palabras.
Reilly miró su reloj.
—Medianoche en punto. Eres un hombre de palabra.
—Puedes llamarme cualquier cosa, pero no que no sea puntual para la cena.
Ella sonrió.
—Histriónico.
—Te doy la razón. ¿Tienes hambre?
Ella pareció considerar el comentario y se mordió el labio inferior, como si la
acción pudiera ayudarla a tomar una decisión. Durante un momento, él pensó que se
iba a negar, pero luego dijo:
—De hecho, ahora mismo estaba pensando en que no había comido nada en
todo el día. Y la idea de que Bernardo's me envíe la cena… bueno, de pronto resulta
muy apetitoso.
Ben enarcó las cejas y luego sonrió. Ella le mantuvo la puerta abierta y entró, y
al instante se vio asaltado por el olor a pasta dulce horneándose y la fragancia limpia
de la piel de Reilly al pasar a su lado. Comenzó a poner las bolsas que llevaba en una
mesa, pero ella lo contuvo con una mano en el brazo que pareció atravesarle la
camisa y quemarle la piel.
—No. ¿Por qué no vamos a la cocina?
La vio mirar por el escaparate hacia la calle, donde estaba aparcado su
deportivo.
—¿Qué? ¿No quieres que te vean conmigo, Reilly?
De inmediato ella lo miró mientras se le sonrojaban las mejillas.
—No lo entiendes. Tengo tres amigos que jamás me dejarían en paz si se
enteraran de que estábamos aquí, solos, a estas horas de la noche —alzó el lado
izquierdo de la boca—. Y quién sabe qué pensaría mi familia.

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—¿Y tu familia y amigos tienen la costumbre de pasar por delante de tu local a


medianoche?
—No. Pero ¿por qué arriesgarse?
Quiso darle al menos media docena de razones para correr riesgos con él, pero
a cambio siguió su pequeño y sexy trasero por el local y por la puerta que daba a la
cocina.
La fuente del aroma dulce que impregnaba el lugar se hizo inmediatamente
evidente al ver las bandejas de productos recién horneados que ocupaban casi hasta
el último centímetro disponible de la encimera.
—Traslada una de las bandejas allí —señaló la isla central. Recogió un trapo de
cocina, comprobó el interior de un horno, sacó otra bandeja y luego lo apagó. Buscó
un espacio libre antes de abrir otra vez la puerta del horno y devolver la bandeja a su
sitio anterior.
Ben le entregó la que había apartado para hacer espacio para ellos en la
encimera y Reilly también la introdujo en el horno.
Ella se pasó la muñeca por la frente y lo miró con expresión tímida.
—He pedido otro horno —señaló el costado, donde dos hornos para diez
bandejas se veían llenos—, pero aún no me lo han traído.
—Quizá quieras pedir dos o tres más.
—Me temo que puedes tener razón. Cuando abrí este lugar, no tenía idea de
que el negocio iría tan bien —lo miró abiertamente, se humedeció el labio inferior y
después señaló la isla.
Reilly no terminaba de creerse que se hallaba sentada en medio de la cocina de
su local, en plena noche, mirando cómo el guapo Ben Kane le servía la cena traída de
un restaurante con una lista de espera de tres meses.
Nunca había estado en el Bernardo's Hideaway. Sabía que estaba al sur de
Santa Mónica, en un farallón que daba al Océano Pacífico. Existía el consenso de que
la vista era espectacular, especialmente en el crepúsculo. Y con paredes acristaladas
que iban del suelo al techo, todos los comensales tenían garantizado un paisaje sin
igual.
Pero entendía que la vista fantástica era el segundo motivo por el que el
restaurante gozaba de tanta popularidad. La principal era la famosa cocina que
ofrecía. Y mientras Ben sacaba los platos de porcelana, comenzó a ver en persona los
patrones que abanderaba su propietario.
Nada de recipientes de cartón o plástico para el Bernardo's. Todo iba en un
contenedor de cristal con tapa de plástico y separado de cada alimento con que iba a
servirse. Tragó saliva al observar los dedos largos y fuertes de Ben poner manteles
individuales de color azul marino con rebordes dorados, dos candelabros de cristal
completos con velas, cubiertos envueltos en servilletas de tela, reposaplatos dorados
y luego platos de color azul cobalto con rebordes también dorados de diseño griego
clásico.

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—Y yo que me habría conformado con una hamburguesa en un plato de papel


—murmuró ella.
Ben le pasó una copa de cristal y luego le sirvió un dedo de vino tinto.
—Sshhh —ordenó él.
Ella contuvo un risita. Después bebió. Un merlot. Y de buena cosecha.
Intentó espiar el plato que abría en ese momento, pero él lo hizo de tal manera
que no pudiera descubrir de qué se trataba.
—Cierra los ojos.
Los abrió mucho.
—¿Qué?
Le sonrió.
—Ya me has oído.
—¿Y si no los cierro?
—Entonces, no cenarás.
Hizo una mueca. Cinco minutos atrás, lo más probable era que le hubiera
indicado la salida. Pero después de que le ofreciera la presentación completa, había
despertado su curiosidad y de verdad quería saber qué le había llevado.
Se movió en el taburete y luego cerró los ojos. Aunque se dijo que él no podría
hacer nada si espiara.
Sintió que una tela le cubría los párpados. De inmediato alzó las manos.
—Mmm, no mencionaste una venda.
Sintió tanto como oyó que le decía «confía en mí» muy cerca del oído. Contuvo
un escalofrío, aunque no logró desterrar la oleada de calor que la recorrió y se asentó
entre los muslos apretados. Él tomó su silencio como aceptación y siguió atándole la
tela en la nuca, con cuidado de no capturarle pelo entre el nudo.
Aunque conocía su cocina mejor que su apartamento de arriba, se sentía extraña
ahí sentada, pudiendo tocarlo todo, olerlo todo, pero sin verlo. Más allá del olor de
los pastelillos de crema, del vestigio a canela que aún impregnaba la atmósfera y del
sirope de miel que había empleado sobre los bollos aquella mañana, fue consciente
de otro olor que le hizo la boca agua.
—Abre la boca —pidió Ben junto a su oreja.
La garganta de Reilly se cerró con tanta fuerza, que apenas podía respirar; pero,
de algún modo, logró separar los labios y, aturdida, trató de recordar cuándo había
sido la última vez que se había cepillado los dientes.
Algo se posó en su lengua. Fue intensamente consciente de un estallido de
sabor. De algo cremoso y picante. Unos puntos amarillos, anaranjados y rojos
brotaron detrás de los párpados tapados al cerrar los labios para que Ben pudiera
extraer el tenedor.

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—Mmm —nunca antes había relacionado los colores con la comida. Pero sin la
ayuda de la visión, su mente parecía compensarlo de otras maneras.
—Es mi propia receta de brie.
Brie. Jamás había probado el brie, de forma que le era imposible conectarlo con
otro tipo de queso. Sin embargo, llegó a la conclusión de que había estado
perdiéndose algo delicioso.
—¿Más?
El aliento de Ben perturbó el cabello sobre su oreja izquierda, haciendo que los
pezones se le endurecieran y que los muslos se le cerraran más.
—Decididamente… más —susurró.
Hubo una pausa fugaz y luego lo oyó moverse otra vez, y a los pocos
momentos otro bocado de ese delicioso brie reposaba sobre su lengua junto con algo
crujiente y que sabía a germen de trigo. Conformaban una mezcla celestial.
—Bebe un sorbo de vino —le tomó la mano y le entregó la copa. Ella bebió
despacio, y luego le quitó la copa—. Abre.
El corazón comenzó a palpitarle con fuerza ante la fácil cadencia de sus
palabras. Su voz era profunda y más embriagadora que el vino. Su proximidad le
hacía cosas extrañas, eléctricas. Sentía la piel viva y hormigueante y parecía requerir
la máxima concentración para que la respiración no se le convirtiera en un jadeo.
Marisco.
Una gamba.
No, un langostino.
Preparado con una mezcla dulce de coco que la cautivó.
Así como desde pequeña le había encantado la comida, siempre se había
decantado más por los dulces. Que Ben le presentara todo un espectro nuevo de
exquisiteces culinarias la hacía temblar de anticipación.
Lentamente masticó la comida.
—Dime, mmm, ¿cómo resultaron los postres en tu restaurante? Espero que no
hubiera demasiadas quejas.
—Sshhh. No es educado hablar con la boca llena.
Ella rió entre dientes, y se controló.
—¿Quién ha muerto y te ha nombrado policía de las buenas maneras?
Él volvió a introducirle el tenedor en la boca, llenándosela con una combinación
que le llevaría media hora tratar de identificar. Luego sintió su aliento en la otra
oreja, lo que le indicó que había dejado de estar sentado para moverse.
—No, sólo soy un hombre que espera que le dejes probar algunos de tus…
postres cuando haya terminado.
«Santo cielo… ».

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—De hecho —añadió—, ¿te importa si pruebo un poquito ahora?


Reilly jadeó al sentir su lengua contra el lado derecho del cuello. Un lametón
largo y de sondeo que a punto estuvo de derretirla por completo a sus pies. La
sensación resultó el doble de poderosa porque no había sabido que se produciría.
—Mmmm. Tal como pensaba.
«¿Qué?», quiso preguntar, pero sin poder hacerlo.
—Tu sabor es tan bueno como tu aspecto.
De algún modo, logró tragar el bocado que tenía en la boca y cruzó los brazos
sobre los pechos, para que él no viera lo poderosamente que la afectaban las
atenciones que le dispensaba.
—Lamento decepcionarte.
Lo oyó reír entre dientes a la izquierda, desconcertándola aún más.
—Todo lo contrario, Reilly, eres lo más apetitoso que he visto… probado en
mucho, mucho tiempo.
Ella carraspeó y deseó poder desaparecer con la misma facilidad con que lo
había hecho el mundo detrás de la venda.
—Lo siento.
—Estás decidida a arruinar esta escena de seducción, ¿verdad? —susurró,
haciéndola temblar otra vez.
—¿Es eso? Y yo que creía que sólo se trataba de la cena —la risa brusca le indicó
que todavía se lo podía sorprender.
—Lo será si no te callas.
Le introdujo otro bocado entre los labios en el momento en que habría podido
decir algo. Reilly soslayó la corrección anterior de hablar con la boca llena y comentó:
—Mi madre y tú vais a tener que mantener una conversación, porque a ella
tampoco se le daba muy bien lograr que me callara.
Sintió dedos contra sus rodillas y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra
el techo.
Nunca se le había dado muy bien la seducción. Ni como seducida ni como
seductora. No había tardado en averiguar que era demasiado nerviosa para eso. Así
como era paciente casi con todos los demás aspectos de su vida, cuando se trataba
del sexo, le gustaba deprisa, intenso y espontáneo. Algo que no la obligara a pensar.
Ni que la obligara a quedarse sentada quieta durante un período determinado de
tiempo.
—Dime qué pruebas, Reilly —pidió Ben.
Comprendió que ni se había percatado de lo que le había llevado a la boca.
—No lo sé. Sólo puedo pensar en tu mano en mi rodilla.
Se trasladó a su otra oreja.

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—Entonces, dime cómo te sientes.


«Con ganas de quitarte la mano».
—No es la imaginería que andaba buscando.
Claro que no. Lo más probable era que él pensara en líneas de hornos calientes
y termómetros. Pero lo único en lo que era capaz de pensar ella era lo… incómoda
que se sentía al tener a uno de los hombres más deseados de Los Ángeles tratando de
seducirla.
—Lo siento —susurró—. Es todo lo que puedo ofrecer.
Los dedos de él subieron por el interior de su pierna.
«Oh, Dios».
—¿Cómo te sientes ahora?
«Con ganas de arrancarme esta venda y aprovecharme de ti en la isla de la
cocina…».
El pensamiento la pilló tan desprevenida, que tuvo que agarrarse a los costados
del taburete para no caerse. Se preguntó si de verdad estaba tomando en
consideración la oferta de sexo de Ben Kane.
«Sí», fue la única respuesta que pudo darse.
Y a medida que él subía lentamente la mano por el interior de su muslo, el
deseo subió en consonancia. Le gustaba. Le gustaba mucho. Alargó los dedos y le
aferró la pechera de la camisa y luego le acercó la boca, decidiendo que la idea de
saltar directamente al postre era magnífica.

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Capítulo 4
A pesar de que él mismo había provocado la situación, no estaba preparado
para el paso de Reilly.
Había adivinado que ocultaba unos músculos impresionantes bajo toda esa
ropa, pero al pegarlo contra ella, lo corroboró. Y no pudo hacer otra cosa que darle lo
que quería cuando reclamó su boca, con la venda aún firmemente colocada sobre los
ojos.
Santo cielo, tenía una boca increíble. Y también sabía cómo besar. No de un
modo experto, sino hambriento, desinhibido, que lo dejó mudo e inmóvil, aceptando
sus atenciones mientras lo mordisqueaba, lo succionaba y lo lamía.
Aún tenía la mano apoyada en su muslo. La movió el espacio necesario para
llegar al primer plato, sintiendo placer con el gemido suave de ella al tiempo que lo
agarraba del pelo.
Ella se deslizó por el taburete hasta que sus rodillas quedaron a ambos lados de
las caderas de Ben y volvió a tirar de él, haciendo que ambos estuvieran a punto de
perder el equilibrio. Cuando el mundo dejó de dar vueltas, él se encontró firmemente
acunado entre sus muslos, al tiempo que el sexo cubierto de pana de Reilly
presionaba con insistencia la lanza enhiesta que tenía bajo los pantalones.
No hacía mucho que había estado con una mujer, aunque ese momento con
Reilly hacía que parecieran años. Incluso décadas. La necesidad que se extendió por
su cuerpo y le calentó la sangre hizo que se sintiera ridículamente como un
adolescente que iba a tener su primera degustación de sexo. Y empezaba a anhelar el
momento en que pudiera enterrarse hasta el fondo en ella.
Se dio cuenta de que no había movido las manos de donde las había apoyado
en la espalda de ella y de inmediato remedió la situación, lanzándose a su trasero y a
la cintura de sus pantalones. Con celeridad deshizo el nudo del mandil y después
introdujo los dedos por el interior de los pantalones, hasta que al fin alcanzó la piel
sedosa y suave. Mientras tanto, Reilly levantó y tiró hasta que la camisa de él colgó
por encima de los pantalones y tuvo las palmas de las manos pegadas a los
abdominales de Ben.
La deseaba tanto que le resultaba imposible creer que no hubiera estado en su
vida antes de ese día. De ese momento.
Le quitó el mandil y lo dejó caer al suelo; luego le desabotonó la cintura de los
pantalones y apartó la pana para que la cremallera bajara por sí sola. Se echó
levemente hacia atrás para observar la piel que había revelado, aunque sólo pudo ver
lo que parecía un metro de algodón rosa coronado por una raída banda elástica.
—Vaya —dijo, recordando no haber visto una prenda de ropa interior tan
enorme desde que sus amigos del instituto y él habían irrumpido en una fiesta de
pijama y hurgado en la cómoda de la Enorme Bertha.
Se había puesto las mastodónticas bragas en la cabeza.

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Tenía trece años y era tonto.


Pero en ese momento…
—Oh… Dios… mío —Reilly pareció darse cuenta de lo que Ben miraba al
subirse la venda sobre un ojo y clavarle la vista—. No puedo creer…
Entonces se arrancó la venda y bajó del taburete al tiempo que comenzaba a
subirse los pantalones de pana. Cuando volvió a mirarlo, tenía el mandil pegado
contra los pantalones y la camiseta tan estirada que él sospechó que ya no podría
recuperar su tamaño original.
Le sonrió.
—¿Doy por sentado que hemos terminado el postre?
Reilly se mesó varias veces el pelo y miró a todas partes menos a la cara de Ben.
—Haces bien —cerró fugazmente los ojos—. Debería haberle prestado atención
a mi madre.
—¿Perdona?
Movió la cabeza.
—Nada.
Ben experimentó un profundo momento de pesar porque no hubieran podido
concluir lo que habían empezado. Aunque siempre había un mañana…

Media hora más tarde, Reilly iba de un lado a otro de toda la extensión de su
apartamento, situado encima de la pastelería, dándose en la frente y maldiciendo en
voz alta.
—Estúpida, idiota, irreflexiva… tarada —musitaba, gastando aún más la estera
del suelo.
¿En qué había estado pensando al ceder a su deseo de besar al delicioso Ben
Kane? Sabía que no era la clase de chica que buscaba esa clase de chico. Y su ropa
interior…
Se detuvo y bajó la vista a la parte frontal de sus pantalones. Casi podía oír la
voz de su madre: «Y siempre recuerda ponerte ropa interior limpia y presentable en
caso de que tengas un accidente».
Se lanzó hacia el dormitorio situado en la parte de atrás mientras se abría los
pantalones, de modo que cuando llegó a la habitación, estuvo a punto de tropezar
debido a que se le habían abultado en torno a los tobillos.
Saber que Ben le había visto la ropa interior era peor que treinta médicos con la
vista clavada en su cuerpo sin vida y los ojos clavados en las espantosas bragas.
Tiró los pantalones a un rincón del dormitorio y después se quitó la ofensiva
prenda. La alzó con expresión de disgusto. ¿Quién, aparte de ella, podía ponerse una
ropa interior tan horrible? Gimió y entró en el cuarto de baño adyacente, donde la
tiró a la bañera antigua.

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—Y hay muchas más de donde ha salido ésa —musitó para sí misma.


Regresó al dormitorio y hurgó en el cajón de la ropa interior, encontrando unas
únicas braguitas aceptables, tipo biquini, que se puso antes de extraer las demás
bragas repulsivas de algodón. Vio unas nuevas a rayas azules y blancas y luego dos
pares de blancas. Aún podía usarlas como braguitas de época. Pero las demás tenían
que desaparecer.
Con las manos llenas, regresó al cuarto de baño y las echó a la bañera junto con
el otro par; y no se detuvo hasta tener en la mano gasolina para recargar mecheros y
cerillas. Sin embargo, no estuvo preparada para la llama enorme que salió disparada
y que lamió la tela de la cortina de la ducha, decidida a consumirla también.
Santo cielo…
La alarma de humos del pasillo comenzó a sonar cuando alargaba la mano para
abrir el grifo antes de usar la ducha de mano para atacar las llamas.
Lo que le faltaba. Sólo ella podría quemar la casa tratando de destruir cualquier
prueba de la ropa interior femenina más fea conocida por el hombre. ¿Y qué si era
cómoda? ¿Y qué si era asequible? Ben Kane se la había visto puesta.
Extinguió las últimas llamas y luego salió al pasillo para tratar de abanicar y
enfriar la atronadora alarma. Por encima del estrépito, oyó que llamaban a la puerta.
Miró en esa dirección. El edificio se hallaba separado de los demás y el suyo era el
único que tenía un apartamento encima. Gimió. Como fuera Ben, se moriría.
Tosiendo, corrió a abrir la puerta que daba al callejón de atrás y que era
accesible a través de una escalera de hierro forjado. Se encontró cara a cara con uno
de sus clientes habituales.
—¡Johnnie! —exclamó. El fanático de la informática, Johnnie Thunder, era la
última persona a la que esperaba ver a esa hora de la noche llamando a su casa.
—¿Va todo bien? —preguntó, tratando de mirar detrás de ella.
Reilly movió los brazos para tratar de expulsar el humo que llenaba el
apartamento.
—Bien. Todo va bien. No ha sido más que… un pequeño accidente en la cocina,
eso es todo. ¿Qué haces aquí, de todos modos? —preguntó. Johnnie bajó la vista. Al
parecer, se había olvidado de ponerse los pantalones encima de las escuetas
braguitas.
Se preguntó por qué no podía haber sido Ben.
Alargó la mano para tomar una revista y taparse con ella.
—Oí la alarma contra humos del otro lado de la calle —respondió él—. Ya
sabes, desde mi apartamento.
No sabía que vivía enfrente.
—Oh —sonrió—. Lamento haberte molestado. Estoy segura de que la
condenada cosa parará en cuanto logre despejar un poco de humo.
—¿Necesitas ayuda?

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—¡No! —se mordió el labio inferior y suspiró—. Quiero decir, gracias, pero no
es nada que no pueda arreglar, de verdad.
—¿Estás segura?
Desde luego. Lo último que quería era que descubriera lo que había estado
haciendo.
—Absolutamente. Te veré por la mañana.
Él asintió.
Hasta mañana, entonces.
Reilly cerró la puerta y luego se apoyó contra la madera. Finalmente, la alarma
contra incendios se apagó, dejando en el apartamento un silencio casi extraño y un
olor acre. Lo más probable era que necesitara un mes completo para desterrarlo.
Supuso que se lo merecía. Después de todo, ¿quién olvidaba que llevaba unas
bragas de tiempos de la abuela cuando existía la remota posibilidad de que uno de
los chicos más deseados de Los Ángeles pudiera pasar a medianoche?
«Yo». Y la respuesta no la hizo muy feliz.
—El destino —susurró.
Sí, era eso. No había estado destinada a acostarse con alguien del calibre de Ben
Kane, de modo que el destino había intervenido para interrumpir. Para recordarle
quién era, quién había sido y con quién jamás debería estar.
Cerró los ojos con fuerza. Sólo una vez. Sólo una vez le habría gustado haber
salido con el capitán del equipo de fútbol.
—No en esta vida —tiró la revista a la mesa del pasillo y fue al cuarto de baño y
el desastre que allí la esperaba.
«Mejor un pequeño desastre ahora que un gran desastre luego», musitó una voz
en su cabeza.
—Díselo a mis hormonas furibundas —respondió.
Incluso al recoger el algodón chamuscado de la bañera y tirarlo a la papelera, se
preguntó dónde estaría el regalo que le había hecho Mallory hacía aproximadamente
un año. El que gastaba unos cincuenta dólares en pilas y podía competir con un
martillo neumático. Supuso que nada más podría ocupar esa noche el lugar de Ben
en la cama. Aunque sospechaba que el vibrador de lujo ni se le acercaría.
Algo hizo un ruido fuerte en el callejón. Despacio, se irguió, esforzándose por
oír. Otro estrépito, en esa ocasión más cerca. Se sobresaltó.
Lentamente, dejó la papelera en el suelo y recogió un bote de aerosol para el
pelo. Volvió hacia la puerta y cerró los dedos en torno al pomo. Como fuera Johnnie,
que aún seguía allí por si necesitaba ayuda, le diría… ¿Qué? ¿Qué estaba retocándose
el pelo?
«Esto es ridículo», pensó. Seguro que se trataba de un ratón o algo por el estilo.
No obstante, agarró la lata con fuerza al abrir la puerta.

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Nada. Ni siquiera una leve brisa perturbaba la noche.


Hizo una mueca y se atrevió a asomar la cabeza fuera, mirando a izquierda y
derecha. No se veía a ninguna persona.
Bajó el bote al costado y suspiró.
Casi había cerrado la puerta cuando oyó un aullido. Se sobresaltó y comenzó a
rociar el espacio con aerosol. Pero la bola negra de pelo sobre la que había estado a
punto de cerrar la puerta se hallaba dentro del apartamento, mirándola.
Un gato.
Apoyó la mano sobre el corazón desbocado.
—Me has dado un susto de muerte —murmuró, estudiando al felino
maltratado. Daba la impresión de que le habían pasado cosas mucho peores que la
posibilidad de verse atrapado entre una puerta. Le faltaban trozos de pelo en el lomo
y en las patas traseras. Volvió a abrir la puerta—. Vete, ahora. Vamos.
El animal no se movió. Peor, se sentó y movió el rabo.
—Vamos, vamos. Es demasiado tarde para esto —nada—. Si vuelves fuera, te
daré un poco de leche.
Reilly miró hacia el exterior y luego cerró la puerta.
—Bien. Si quieres pasar la noche aquí, no me opongo. Pero te marcharás a
primera hora de la mañana —dejó el aerosol y fue a la cocina a servirle un poco de
leche y media lata de atún—. Y no quiero quejas por el olor. Es una larga historia.
El animal se encogió ante su contacto, pero en cuanto comenzó a rascarle detrás
de las orejas, se apoyó contra la palma de su mano. Reilly sonrió.
—Bienvenido a mi casa, Gato —musitó.

Al día siguiente, Ben volvió a estudiar una de las facturas de entrega. No cabía
duda, le habían llevado cien kilos de pulpo en vez de las patas de cangrejo, cuando el
especial de esa noche era patas de cangrejo de Alaska.
Se frotó los ojos cerrados y contó desde diez hacia atrás. Era el cuarto fallo de la
mañana, y el día no había hecho más que empezar. Desde un barato licor de café en
vez del Tía María hasta el lomo en vez de los chuletones, su despensa empezaba a
llenarse de material que no quería ni necesitaba.
—¿Qué quiere que haga, jefe? —preguntó Lance Dickson, el jefe de
departamento que había recibido los tres primeros pedidos equivocados.
Miró al repartidor.
—Lléveselos.
—¿Y las patas de cangrejo? —preguntó Lance.
—No sé —dijo distraído—. Quizá podamos decir que hubo otro vertido de
petróleo en Alaska y esperar algo positivo para la semana próxima —los dos sabían

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la moda del ecologismo que había en la comunidad de Los Ángeles—. Ahora mismo,
quiero que vayas al ordenador y compruebes qué nos falta recibir hoy.
—Enseguida, jefe —Lance se marchó.
Ben movió la cabeza. No era el tipo de situación que se deseaba encarar después
de haber dormido poco la noche anterior. Una vez que Reilly prácticamente lo había
echado de la pastelería, cerrándole la puerta en la cara sonriente, no había sido capaz
de quitársela de la cabeza ni a ella ni a sus bragas.
Fue por el pasillo a la parte de atrás del restaurante. No terminaba de
entenderlo. En circunstancias normales, tener un vistazo de una prenda interior tan
fea habría tenido un efecto negativo en su libido. Pero su reacción hacia Reilly
empezaba a ser cualquier cosa menos normal.
De hecho, cuando al fin había podido quedarse dormido, había soñado con
mojarle esas bragas y que el algodón se pegara a su excitada feminidad y firme
trasero. Y le había pedido que se las dejara puestas mientras la situaba encima de él y
la observaba descender sobre la palpitante erección.
Había despertado entre sábanas sospechosamente húmedas y descubierto que
no había puesto el despertador. A partir de ese momento, su día no había hecho más
que empeorar.
Fue hacia la puerta donde una pizarra negra que colgaba del interior anunciaba
patas frescas de cangrejo de Alaska y borró la selección.
A pesar del nubarrón oscuro que flotaba sobre su día, le bastaba con pensar en
Reilly para exhibir una sonrisa idiota.
Rodeó el bar vacío y puso el teléfono sobre la barra antes de sacar la tarjeta del
Sugar 'n' Spice que esa mañana se había metido en el bolsillo de la camisa.
—Sugar 'n' Spice y un mundo dulce —respondió la voz de una mujer.
Ben frunció el ceño. Desde luego, no era Reilly. No podía imaginarla diciendo
esas palabras.
—¿Está Reilly, por favor?
Una pausa.
—¿Puedo preguntar quién la llama?
—El dueño de un restaurante que querría hacer un pedido —respondió con una
sonrisa.
—Oh. Un momento.
—Sugar 'n' Spice.
Ah, Reilly.
—Buenos días. ¿Cómo le van las cosas a usted y a sus bragas esta mañana,
señorita Reilly?
—Oh, Dios, no puedo creer que me estés llamando aquí.

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—¿Adonde querrías que te llamara?


—A ninguna parte. Jamás. Simplemente, déjame morir en paz, sin recordar lo
que pasó anoche.
Ben llevó el teléfono hasta un extremo de la barra.
—¿No quieres decir lo que no pasó?
—Eso también —tragó saliva—. A ver, ¿querías algo específico?
—¿Por qué?
—¿Por qué? Bueno, porque… porque tengo una larga fila de gente esperando
ser atendida, y mi sobrina, Tina, ya empieza a mirarme mal.
—En realidad, te llamaba por algo.
Una pausa.
—¿Sí?
—¿Sí qué?
—¿Qué es ese algo?
—Me gustaría repetir lo de ayer.
—Repetir lo de ayer…
—En todo.
—Ni lo sueñes.
—Creía que ya habías aceptado surtir de postres al restaurante hasta que
pudiera encontrar un chef repostero.
—Oh, eso. Por supuesto. Mi palabra es sagrada.
La sonrisa de Ben se amplió. Era lo mismo que pensaba él.
—¿Y terminarás a medianoche?
—No.
La sonrisa abandonó su cara.
—Entonces, ¿a qué hora terminarás?
—A eso de las seis.
—Bien, entonces, pasaré…
—No harás nada. Voy a salir.
Ben experimentó un momento de vacilación junto con un insano aguijonazo de
celos.
—¿Lo conozco?
—Es una mujer.
Ben enarcó las cejas.

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—Vaya, eso ha sonado bien, ¿no? —Rió Reilly—. Es mi sobrina Efi, de quince
años. Esta noche tenemos una cita planeada desde hace mucho tiempo para estar
ante el televisor. Sólo nosotras, palomitas de maíz y un montón de DVDs.
—Podría serviros la cena.
—¡No!
—¿No te gustó al comida que preparo?
La oyó suspirar.
—La comida estaba fantástica, Ben. Gracias por traerla. Es que…
Él se sentó en un taburete del otro lado de la barra, recordando lo tentadora que
había estado Reilly en una posición similar en la cocina de su local, vendada y
excitada.
—Es que… ¿qué?
Otro suspiro.
—Es que no creo que sea una buena idea que nos veamos de nuevo de forma…
personal.
—¿Te refieres a nunca más?
—Mmmm.
—Es inaceptable —ella guardó silencio, y por un momento temió que colgara—.
Mañana por la noche, entonces —sugirió.
—No.
—La noche siguiente.
—No.
—El jueves, el viernes, el sábado.
—No, no, no —silencio—. ¿Qué ha pasado con el miércoles?
—Es la noche que voy a llevarte al restaurante para una cena especial para dos.
—No.
—Bien. Te recogeré a eso de las siete. Conjeturo que vives encima de tu local,
¿verdad?
—No.
—Muy bien. Será algo informal. Ah, y vuelve a ponerte una de esas bragas tan
sexys, ¿quieres? Me hacen algo…
La oyó colgar y rió entre dientes mientras también él colgaba despacio,
sintiéndose mejor que lo había estado en mucho, mucho tiempo.
—¿Jefe?
Alzó la vista y vio a Lance en la puerta.
—Todos los pedidos están fastidiados. ¿Qué quiere que haga?

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Ben colocó el teléfono del otro lado de la barra.


—Arreglarlos, por supuesto. Ocúpate de una mitad que yo me ocuparé de la
otra. Y en algún punto, puede que descubramos qué diablos ha pasado.

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Capítulo 5
A
—¿ qué se ha debido eso? —quiso saber Tina cuando Reilly salió de la cocina
para colgar el auricular.
Ésta se alisó el mandil y la miró.
—¿A qué se ha debido qué?
—Nunca te he visto llevarte el teléfono a la cocina.
—Mmm.
Otra voz sonó desde la mesa próxima a la ventana. La misma que tenía a sus
tres amigos reunidos para tomar el café de la mañana, los bollos recubiertos de miel y
mantener una conversación. Layla, Mallory y Jack.
—¿Qué? ¿Qué me estoy perdiendo? —inquirió Layla, mirando a Mallory, luego
a Jack y por último a Reilly.
—Nada. No te estás perdiendo nada —repuso Reilly antes de que Mallory
pudiera hablar, y volvió a ocupar el taburete ante la mesa mientras Tina suspiraba
con exagerada agitación.
La pastelería se hallaba prácticamente vacía a esa hora de la mañana, un breve
descanso entre los clientes madrugadores y los que dormían un poco más. Johnnie
Thunder estaba conectado con su ordenador portátil en el rincón. Al ser sábado, Tina
no tenía clase, de modo que se había ofrecido voluntaria para ayudarla y a las once ir
a repartir los pastelillos rellenos de crema.
—Lo que pensaba. Era él, ¿verdad? —preguntó Mallory, lamiéndose el sirope
de los dedos.
Junto a su familia, sus tres amigos eran las personas más importantes del
mundo. Layla Hollister era doctora y trabajaba en una clínica gratuita cerca de la
pastelería. En un mes iba a casarse con otro médico, un cirujano plástico, aunque
tenía que reconocer que Sam Lovejoy no era el típico médico de retoques y hacer caja.
Con el cabello oscuro y los ojos verdes, era todo lo que ansiaba ser una mujer. Alta,
esbelta, hermosa y agradable.
Luego estaba Mallory Woodruff, productora de documentales, que era lo que
toda mujer temía convertirse. Con el cabello oscuro indómito, la piel blanca y los ojos
enormes, Mall era un pequeño cartucho de dinamita en busca de un sitio donde
estallar. Tenía tendencia a lucir camisetas diseñadas para conseguir una reacción, y la
de ese día ponía Dios Creó Al Hombre Para Divertir A La Mujer; además, era
rencorosa.
Y luego estaba Jack.
Lo miró y sonrió al instante. Columnista del L.A.
Monthly, era un tipo muy guapo, con el pelo castaño claro y ojos verde musgo.
Cuando los tres se habían conocido hacía tres años en un simulacro de desastre que

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todos habían tomado por real, Reilly, Layla y Mallory habían jurado preservar su
floreciente amistad y no ir nunca por Jack. Se sentía feliz por la decisión tomada,
porque no podía imaginar su círculo sin Jack, con los vaqueros ceñidos y las camisas
vaqueras.
Layla la devolvió a la realidad de la incómoda conversación que había sacado
Mallory.
—¿Él quién? ¿Alguien quiere contarme, por favor, qué está pasando? —
inquirió.
Jack musitó algo.
—¿No tenemos suficientes cosas de qué preocuparnos sin añadir leña al fuego?
Voy a servirme otro café.
Las tres mujeres lo miraron alejarse. Pudieron captar sus juramentos mientras
se iba.
—Ben Kane —repuso Mallory.
Layla estuvo a punto de caerse del taburete.
—¿Qué? ¿Ese Ben Kane? ¿El famoso Ben Kane del Bernardo's Hideaway? ¿El
mismo al que ayer por la mañana mencionaron en el Confidential junto con nuestra
amiga?
—Vuelve a decir su nombre como si fuera una marca registrada conocida
nacionalmente y te planto un bollo pegajoso en tu pulcra blusa —amenazó Mallory.
La sonrisa de Layla provocó un gesto similar en Reilly.
—Sea como fuere, creía que habíamos quedado para hablar de la boda de Sam y
Layla y los vestidos que se iban a poner las damas de honor, es decir, nosotras dos.
Layla bebió un trago de café.
—Siempre hay tiempo para hablar de Ben Kane —miró a Mallory—. ¿Qué
pasó?
Ésta se encogió de hombros.
—Vino ayer.
Layla pareció decepcionada.
—¿Eso es todo?
Las dos mujeres miraron a Reilly con expresión expectante.
—¿Qué queréis que diga? ¿Que su repostero jefe lo dejó? ¿Que vació mi
expositor y luego pidió diversidad de postres adicionales? ¿Que llevaba puestas mis
bragas de la abuela y en el instante en que las vio salió corriendo en la dirección
opuesta?
Jack había regresado a la mesa. Se detuvo en seco, volvió a darse la vuelta y se
dirigió hacia Johnnie Thunder, deseando algo de conversación masculina.
Mallory alzó una mano.

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—Vaya, vaya. ¿Cómo pasamos de que te limpiara las existencias a que te viera
esas enormes bragas?
Reilly odiaba que su amiga supiera qué clase de ropa interior usaba.
—No importa. No volverá a suceder, de modo que no tiene sentido ir por ahí.
—Oh, por favor, ve por ahí. Aunque sólo sea para que Mall y yo disfrutemos
del paseo —pidió Layla.
Para su sorpresa, Reilly descubrió que se ponía a compartir hasta el último
detalle de la noche anterior. De forma conveniente, omitió la parte en que estaba
vendada, porque seguía sin estar segura de cómo se sentía ella misma al respecto.
—Oh, Dios —exclamó Layla, horrorizada—. Si me hubiera pasado a mí, lo más
probable es que me hubiera suicidado.
Mallory hizo una mueca.
—No, no lo habrías hecho. Las bragas de tiempos de la abuela no son motivo de
suicidio. Después de todo, mira qué le consiguieron a Bridget Jones.
Reilly y Layla la miraron.
—Que le rompiera el corazón un seductor de tres al cuarto —indicó Layla.
—Sí, pero era Hugh Grant… —pareció darse cuenta de lo que decía y cambió
de tema—. En todo caso, eso no atañe a nuestra conversación. Lo que importa es que
quiso verte la ropa interior, punto. Y que tú lo dejaste. Y que ha vuelto a llamar —
concluyó.
Layla alzó la cabeza.
—¡Sí! ¿Qué quería?
—Reilly se encogió de hombros.
—Confirmar el pedido de hoy.
—Mentirosa —acusó Mallory.
Para sus adentros, Reilly estaba encantada de que Ben la hubiera invitado a
salir. Bueno, no tan para sus adentros, ya que sorprendió a sus amigas
intercambiando una sonrisa.
—¿Ya es seguro volver? —Preguntó Jack, ocupando con renuencia su
taburete—. He recibido suficiente jerga cibernética para que me dure el resto del día.
Layla rió.
—Por tu cuenta y riesgo.
—Conozco a Ben Kane —dijo. Las tres mujeres lo miraron—. ¿Qué? Escribí un
artículo sobre él hace un año. Si leyerais mi columna, lo sabríais.
Mallory levantó la mano derecha.
—Leo todas y cada una de tus columnas, pongo a Dios por testigo.
Jack le sonrió.

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—Al menos tengo una amiga fiel.


—Eso no significa que lo conozcas —señaló Layla—. Sólo escribiste una
columna sobre él.
—Bueno, entonces, ¿qué te parece si comparto que fui uno de sus primeros
clientes y que uno de los sándwiches del Hideaway fue bautizado en mi honor?
—No es verdad —dijo Reilly.
—Sí que lo es —Jack se encogió de hombros—. Desde luego, ayuda llamarse
Jack Daniels.
—Bueno, ¿cuándo vais a volver a salir? —le preguntó Mallory a Reilly.
—Ya te lo he dicho —repuso—. Nunca.
Necesitaba dejar de pensar en la invitación al restaurante. La invitación que
sería una locura aceptar. La misma que quería aprovechar para ver otra vez a Ben y
mostrarle sus braguitas nuevas y sexys.
—Mmmm —musitó Mallory, estudiándola.
—Oh, Dios, ¿es esa hora? —Inquirió Layla, mirando su reloj al tiempo que se
levantaba del taburete—. Prometí que estaría en la clínica hace diez minutos —se
pasó el bolso al hombro—. Bueno, ¿hemos alcanzado un consenso en los vestidos?
Mallory y Reilly hicieron una mueca. Las dos odiaban los vestidos, aunque no
conocían a ninguna dama de honor a la que les gustaran los vestidos que se ponían.
—Entonces, quedamos el miércoles a las once para la primera prueba —dijo
Layla, largándose hacia la puerta sin esperar una contestación.
—Esa mujer se pone a practicar el sexo y se convierte en Atila el huno —dijo
Mallory. Luego agarró a Jack de la manga—. Ve a buscar una taza desechable. Tienes
que llevarme a buscar exteriores.
—¿Qué le ha pasado a tu coche? —quiso saber Reilly.
—Finalmente, ha mordido el polvo —repuso Jack.
—Puedes llevarte mi furgoneta, Mallory —ofreció Reilly—. Bueno, después de
que Tina haga algunas entregas.
Su amiga le sonrió.
—Gracias, pero no. Creo que me divertiré más aterrorizando a Jack. Ya sabes,
como no tiene un trabajo de verdad y todas esas cosas.
Jack se puso rígido mientras Mallory lo conducía hacia la puerta.
—Ser columnista de una revista es un trabajo real. De hecho, no se puede ser
más real. Justo el otro día…
Reilly observó la puerta cerrarse detrás de sus amigos, movió la cabeza y se
puso a limpiar la mesa.
—¡Oh, qué guapo! —Exclamó Efi cuando esa noche su tía la dejaba entrar en el
apartamento—. ¿Desde cuándo tienes gato?

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—Desde nunca. Y no es guapo. Es la cosa más fea que jamás he visto —miró a
su sobrina de quince años levantar al desaseado gato de donde había estado
tumbado en el centro de la mesita de centro.
Efi miró a Reilly mientras acariciaba al viejo gato, y le dijo:
—¿Sabes?, he decidido que voy a crecer para ser exactamente como tú.
Reilly dejó el bolso.
—¿A qué te refieres? ¿Independiente? ¿De espíritu abierto? ¿Triunfadora?
—Soltera y con un gato.
La mano de Reilly se paralizó mientras inspeccionaba el correo. Detalles a un
lado, tuvo que reconocer que era exactamente eso. Se había convertido en la pesadilla
de las mujeres.
Observó al gato y decidió que debía marcharse. No podía hacer mucho acerca
de la soltería. Pero la permanencia del animal dependía de ella.
—Si tanto te gusta, llévatelo a casa contigo.
Efi hizo una mueca.
—Lo haría, pero mamá es alérgica.
—Tu madre tuvo un gato de pequeña —la informó Reilly.
—Lo sé. Mittens. Pero ahora es alérgica.
—Apuesto a que sí —dejó el correo, sacó un par de refrescos bajos en calorías y
sin cafeína de la nevera y luego se sentó en el sofá—. Dime, ¿qué te ha decidido a ser
una vieja solterona como tu tía?
El gato voló de los brazos delgados de Efi y la joven se dejó caer en el sofá junto
a ella, suspirando de forma dramática mientras aceptaba el refresco.
—Mamá piensa que se debe, ya sabes, a que se acerca ese momento del mes.
Reilly aún no parecía poder aceptar que su joven sobrina había empezado a
menstruar.
—¿Y la verdad es?
—Jason Turner.
—Ah. Un chico.
Efi bebió un trago.
—No un chico. Un hombre adulto —frunció el ceño—. Bueno, casi. Tiene
dieciocho años.
Reilly le dio un golpe afectuoso al hombro de su sobrina.
—Y demasiado mayor para ti.
Efi se encogió de hombros.

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—Está en el último año del instituto y tiene los ojos azules más grandes que
hayas visto y cuando sonríe te juro que se me aflojan las rodillas… y… y…
—Y no sabe que existes.
Efi se desinfló sobre los cojines.
—En realidad, hoy se ha fijado en mí. Se detuvo en el pasillo para decirme que
había elegido un color interesante para mi pelo. Que hacía juego con las cortinas del
gimnasio.
Reilly se encogió por dentro.
—Ay —Efi asintió—. Pero es sábado por la noche y mi sobrina se queda a pasar
la noche conmigo —apoyó los pies en la mesita—. Y recuerda que luego tenemos un
montón de DVDs.
—Veamos una película.
—Primero hablemos de la vida bajo la piel de Efi —su sobrina suspiró y Reilly
pensó que ni por un millón de dólares reviviría ese tiempo de su vida.
La joven apoyó la cabeza en el sofá.
—¿Qué parte quieres oír? ¿Cómo no puedo jugar al béisbol con el resto de las
chicas de mi clase porque los miércoles tengo que estudiar griego para poder decir
«quiero una rebanada de pan» en ese idioma? Cuando mi madre es incapaz de decir
una sola palabra en griego aunque en ello le fuera la vida. No, espera, hablemos de
por qué no puedo ir a la casa de mi mejor amiga porque su padre es un pastor
protestante y papá tiene miedo de que cree confusión en mi mente. No, hablemos de
que las dos únicas chicas de mi edad en la clase de griego piensan que soy rara.
Reilly acarició el pelo en punta de Efi.
—Lo siento, cariño, pero creo que lo más probable es que todos piensen que
oscilas hacia el lado raro.
Recordó el día de la semana anterior en que Efi se había teñido el pelo con un
tinte que había comprado en la farmacia. Su hermana la había llamado para culparla
por ese abierto acto de rebelión.
«¡Tú la has animado! Hablándole como si fuera una adulta. No es más que una
niña, Rei. Necesita que la guíen».
Reilly creía que ya obtenía suficiente guía de sus padres. Esa joven necesitaba
un poco de apoyo incondicional. Y ella se lo daba siempre que podía.
—Luego, por supuesto, está Jason —instó.
Efi gimió.
—Tenías que sacar el tema.
—¿Y qué me dices de los chicos en clase de griego?
Efi cruzó los brazos sobre su modesto pecho.

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—No hay chicos en la escuela de griego. Ninguno que valga la pena mencionar.
Además, todos ellos también creen que soy rara. Y como no paso por el sexo,
tampoco soy popular de esa manera.
Reilly estuvo a punto de atragantarse con el refresco.
Efi le palmeó la espalda.
—¿Estás bien?
Asintió y respiró hondo varias veces. Se preguntó si sería por eso que tampoco
ella había sido popular en el colegio. Porque no había pasado por el sexo, como tan
abiertamente lo había manifestado su sobrina.
No, había sido por un sobrepeso de veinte kilos.
Y entonces comprendió que todavía se vestía como si fuera aquella chica
gorda… al menos hasta la noche anterior y la aparición de Ben Kane.
Tuvo ganas de gemir junto a su atribulada sobrina.
Recordó que en una ocasión Layla había comentado que ella creía que la
infancia era algo a lo que había que sobrevivir. Al reflexionar en ello, se preguntó
cuánto de esa niña residía aún en su interior. ¿Sería, en lo más hondo de su corazón,
esa niña gorda que todavía esperaba pasar desapercibida, a la que le entraba el
pánico cada vez que alguien se fijaba en ella?
Efi y ella se miraron.
—DVD —dijeron al unísono.
Y ahí se acabó la conversación sobre Jason y los pensamientos sobre Ben.
Bueno, al menos durante cinco minutos.

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Capítulo 6
Dos días más tarde, Reilly se agachó en el asiento del conductor de la
furgoneta y se asomó por la ventanilla para espiar a Ben en la puerta de atrás del
Bernardo's Hideaway, aceptando una entrega de cerveza. Eran las seis de la mañana
del lunes, y su única ayudante, Tina, había llamado para decir que estaba enferma.
De hecho, Efi le había contado que su hermana y unas amigas habían seguido
un impulso y se habían largado en coche a San Francisco, saltándose las clases y el
trabajo.
Y ahí estaba ella, escondiéndose del único hombre que no quería que la viera
tan temprano un lunes por la mañana.
Además, ¿quién habría imaginado que Ben Kane estaría levantado tan
temprano? ¿Es que no tenía gente que se encargara de esas tareas, que le permitía
dormir y llevar la vida de privilegio que cada revista y periódico sugerían que
llevaba?
Un sonido en la ventanilla.
—¿Reilly?
Se irguió con tanta celeridad que se golpeó el codo contra el volante. De pie
junto a la puerta, estaba nada menos que Ben Kane en persona, el doble de apetitoso
que cualquier cosa que pudiera ofrecer su pastelería. Pero lo que empeoraba todo era
que sabía que su propio aspecto era el de la muerte recalentada. Tres noches
durmiendo poco, junto a un gato que roncaba más que un camión Mack, podían
hacerle eso a una persona.
Un hombre como Ben Kane podía hacerle eso a una persona.
Bajó la ventanilla y se apartó el pelo revuelto de la cara.
—¡Ah, hola! —saludó con alegría forzada—. Qué sorpresa verte aquí —la media
sonrisa que le dedicó la golpeó con pleno impacto.
—Mmm, yo soy el dueño del restaurante. ¿Dónde quieres que esté?
«Oh, no sé», pensó Reilly. «¿Tal vez en tu casa, en la cama con la modelo que
has podido elegir anoche?».
—Claro —asintió de forma estúpida. Abrió la puerta de la furgoneta de diez
años, pintada de blanco y con el logo de su pastelería escrito con letras rosadas, y a
punto estuvo de darle a Ben en el estómago—. ¡Oh, Dios! Lo siento. ¿Estás bien?
—Lo creas o no, ésta no es mi primera experiencia con una puerta rebelde de un
vehículo de reparto. Aunque la diferencia radica en que las otras veces era adrede.
Reilly le devolvió la sonrisa, sintiéndose toda almibarada por dentro al estar tan
cerca de él.

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Había olvidado lo alto que era. Lo delicioso y apetitoso que era. En especial
cuando la miraba como si hubiera olvidado el incidente de las bragas de la abuela y
sólo fuera capaz de pensar en lo que había debajo.
Se afanó por recordar qué braguitas se había puesto esa mañana. Las azules.
Las escuetas y satinadas que no paraban de desaparecer entre sus glúteos,
obligándola a sacarlas de ahí.
Frenó la mano que se movió como con vida propia para hacer justo eso.
Primero, bragas enormes y antiguas; luego, llevarse la mano al trasero. Era evidente
que estaba causando una gran impresión.
—Traigo, mmm, el pedido de hoy —logró musitar casi sin aliento.
—¿Dónde está Tina? —cerró la puerta del vehículo y la siguió.
—Desaparecida en combate. Y como tiene que haber alguien para atender la
pastelería, éste era el único momento que tenía para traerte el pedido.
El último camión de reparto se había ido, dejándolos solos en la entrada trasera,
sin otro sonido que el del océano por encima de la colina.
Ben se encogió de hombros.
—Podría haber enviado a alguien a recoger el pedido —dijo.
«Pero entonces no habría tenido la oportunidad de espiarte», pensó Reilly.
—No quería molestarte —repuso en voz alta. Fue hacia la parte trasera de la
furgoneta—. En cualquier caso, también he de hacer un par de entregas más, de
modo que ésta me pilla de camino —el Bernardo's Hideaway no estaba en el camino
de nadie. Era un destino, no un viaje—. Lo que pasa es que no esperaba verte, eso es
todo —al terminar, abrió mucho los ojos. No había sido su intención manifestar esas
palabras; entonces, ¿por qué las había dicho?
Alargó el brazo para abrir la puerta de atrás del vehículo. Ben apoyó la mano en
ella y la mantuvo cerrada.
—Sí, pero en el fondo esperabas verme, ¿no es cierto? —se preguntó si todos los
hombres eran sexualmente tan seguros como Ben Kane o si se entrenaban para ser de
esa manera. Tragó saliva al notar el dedo índice de la otra mano de él en la parte
delantera de sus vaqueros—. ¿Me has echado un buen vistazo esta mañana? ¿Parezco
una mujer arreglada?
Él negó lentamente con un movimiento de cabeza.
—Lo que te hace más provocativa.
Provocativa. Nadie había empleado esa palabra con anterioridad para
describirla. Y así como ella jamás se habría descrito a sí misma en esos términos, que
las palabras salieran de boca de Ben hizo que se sintiera de esa manera. La hizo
exhibir un mohín que había desconocido saber hacer, adelantar los pechos un poco
más y ampliar la posición de sus pies.
Provocativa…
Anheló poder provocar una reacción en Ben Kane en ese momento.

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Él tiró de la cintura de sus vaqueros, como si quisiera echar un vistazo en el


interior.
Lo provocativo se evaporó para dejar a su paso el recuerdo de la humillación.
—¿Qué haces?
La sonrisa de él se amplió.
—Intentar vislumbrar qué llevas puesto hoy.
—Ropa interior normal —logró soltar por la garganta cerrada. El dorso del
dedo de Ben reposaba contra su estómago, causándole toda clase de remolinos
inusuales por la zona—. Ropa interior normal que no vas a ver.
Él enganchó con más fuerza el dedo en sus vaqueros.
—Oh, vamos. Tírame un hueso, Reilly. No he logrado quitarme de la cabeza tu
ropa interior desde que la vi.
El rostro le ardió con más intensidad… junto con otras partes de su cuerpo que
estaba decidida a obviar.
—Los huesos son para los perros. Así que deja de comportarte como Lino —
carraspeó—. Y espero que tengas buena memoria, porque va a tener que durarte.
No supo si era su imaginación o si él se había acercado más.
—¿Hasta cuándo?
Santo cielo, le miraba la boca fruncida como si se hallara a un milisegundo de
besarla.
Se humedeció los labios.
—Hasta la siguiente Edad de Hielo, como mínimo.
—Mmm. Al menos sabremos que con el tipo de ropa interior que llevas, no
pasarás frío.
La carcajada que soltó Reilly la sorprendió incluso a ella.
No había querido reír, porque cuando lo hacía, bajaba las barreras protectoras.
Y las necesitaba al máximo en su trato con el irresistible Ben Kane.
Apoyó la frente contra la de ella y la hipnotizó con sus ojos.
—Dime, Reilly, ¿por qué estás tan decidida a negar la atracción que hay entre
nosotros?
—No lo sé… ¿Porque eres una tarta doble de chocolate y tengo una caries? —
Cómo deseaba que la besara de una vez—. En realidad, cuando se trata de ti, estoy
llena de caries.
Él posó la vista en sus labios.
—Suena doloroso.
—No te haces idea…

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Sintió que el dedo que tenía en el interior de sus vaqueros descendía más… y
más, dejándola sin aliento.
—¿Por qué no vas al dentista para que se ocupe de ello?
Movió la cabeza todo lo que pudo mientras aún la tuviera conectada al cuello.
—Porque… porque… porque los dentistas me provocan un miedo de muerte.
«Tú me provocas un miedo de muerte».
«Y estoy harta de esperar que me beses, así que voy a besarte yo».
Entonces le rodeó el cuello con los brazos, se puso de puntillas y plantó la boca
contra la suya.
Un gemido se enroscó en el interior de su cuerpo, un suspiro que sirvió como
amortiguador entre el resto del mundo y ellos. Para ese único momento, lo que hacía
le parecía tan idóneo, que le costaba creer que pudiera estar mal.
Le lamió el labio superior, luego el inferior, y al final se dedicó a devorarle la
boca entera.
Llegó a la conclusión de que no podía haber boca más decadente que la de Ben
Kane. Podría besarlo durante horas. Incluso días. Por sus venas corrió un deseo
lánguido mientras giraba la cabeza a un lado y luego a otro, lo lamía, besaba,
mordisqueaba. Entonces, el dedo en su cintura bajó más todavía hasta que al fin llegó
a sus braguitas diminutas. Tembló, ansiando que bajara aún más. «Sí, sí, ahí. Un poco
más a la derecha…».
El dedo atravesó la parte superior de las braguitas, le rozó el botón de la flor y
después se adentró en la humedad de más abajo.
«Oh, sí…».
—Jefe, hay un tipo al teléfono que dice que alguien… Oh, lo siento.
Así como Ben no había hecho movimiento alguno para quebrar la conexión,
Reilly se apartó de un salto, como si hubiera recibido una descarga de electricidad. El
dedo desapareció de sus vaqueros. Pero, por desgracia, el calor que había encendido
siguió quemando, incluso con más intensidad que antes. Miró al chico que había en
el umbral del restaurante, luego a Ben, y con su visión periférica notó que el otro
desaparecía en el interior del local.
La mirada de Ben no se había movido ni un solo milímetro.
—Vuelve aquí —murmuró.
Ella negó con la cabeza.
—Supongo que tu personal está acostumbrado a que te des el lote con mujeres
en tu aparcamiento —él rió entre dientes, causándole un escalofrío.
—Si no recuerdo mal, eras tú quien se daba el lote conmigo —bajó la vista a la
parte delantera de sus pantalones—. En cuanto a mi personal… le encantaría que
continuaras.

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Al ver la tienda de campaña enorme que se había montado en los pantalones de


él, contuvo un jadeo.
—¿No? —añadió él—. Me lo temía —bajó la mano al asa de la puerta de la
furgoneta y la alzó—. No llevarás nada congelado ahí adentro, ¿verdad?
Reilly metió la mano y sacó un tubo francés de helado de vainilla que debía
acompañar al caramelo de la tarta de manzana.
—Aquí. Prueba esto. Oh, espera —encontró un mandil en el costado y envolvió
el recipiente mojado—. No queremos que quede un punto… mojado… ¿verdad?
Ben echó la cabeza atrás y soltó una carcajada. Ella lo acompañó.
—Cierto —corroboró—. No de helado, en todo caso.
Reilly lo miró ya con añoranza. No recordaba un momento en que se hubiera
sentido tan… conectada con otro ser humano. Tan en la misma onda.
—Ven a tomar un café —invitó Ben.
—No… puedo —quebró la conexión—. Además, olvidas que debo volver a la
pastelería para servir café a otros.
—Quizá deberías considerar cambiar tu horario.
Ella enarcó las cejas. No podía estar… no podía ser… ¿acaso sugería algo que
estirara su conexión más allá de un momento de atracción?
—Mmm —musitó, descartando ese pensamiento ridículo. Bromeaba. Siempre
parecía estar bromeando con ella—. No creo que a mis clientes les guste que les sirva
el café de la mañana a las tres de la tarde.
—Al mediodía, entonces.
Reilly dio un paso atrás antes de que el deseo de besarlo pudiera golpearla con
fuerza plena.
—¿Intentas sacarme del negocio, Ben Kane?
—No. Sólo intento acercarte más a mí.
Lo miró a los ojos. Una frase muy bonita, pero ¿hablaría en serio? No era
posible.
Reilly dio por hecho que la reacción más segura posible era obviar su primera
reacción.
—¿Me ayudas a llevar esto dentro?
Él movió la cabeza.
—Déjalo —le pasó la mano izquierda por su brazo derecho—. Mandaré a un
par de chicos a sacarlo. A ti… —la condujo con facilidad y sin esfuerzo a la puerta
del restaurante—, quiero mostrarte algo.
Reilly se rindió y simplemente arrastró los pies.
—¿Involucra a tu personal?

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Él rió entre dientes con un sonido cálido.


—Sólo si tú lo quieres.
—Alguien ha estado saboteando nuestros pedidos.
En cuanto Ben y Reilly entraron en la parte de atrás del local, Lance se acercó.
—Define «sabotear».
—Es sencillo —con el bolígrafo, golpeó en un bloc que sostenía—. Alguien de
fuera ha estado accediendo a nuestros pedidos a través de Internet para modificarlos
con nuestros proveedores. Al principio, pensé que podía ser alguien de aquí, pero me
puse en contacto con un amigo mío de la fábrica de cerveza que entiende de
ordenadores, y me dijo que el pedido de Tía María que se modificó se hizo desde un
terminal remoto, no desde el suyo o el nuestro.
Una vez en el restaurante propiamente dicho, Ben tuvo que apartar la vista de
Reilly.
—Interesante. ¿Tienes idea de quién haría algo así?
—No. Esperaba que usted entrara ahí.
No tenía ni idea de quién podría desear hacer algo parecido.
—En cualquier caso —continuó Lance—, he quedado con nuestros proveedores
en que impriman nuestros pedidos en el instante en que los reciban, y que ese orden
será el válido a menos que reciban directamente de nosotros un cambio con un
número de factura —se metió el bloc bajo el brazo, siguiendo la mirada de Ben hacia
Reilly—. ¿Quién es la dama?
Ben parpadeó y lo miró.
—Pregúntamelo luego.
Lance alzó las manos.
—Eh, no tiene que pedirme una segunda vez que los deje en paz —sonrió—.
Estaré atrás.
Después de que Lance se marchara, Ben estudió a Reilly recorrer su restaurante,
su única obsesión, su gran orgullo. La única cosa en su vida que había significado
algo para él durante tanto tiempo, aparte de su padre, que le resultaba inusual desear
que le gustara. Que Reilly diera su aprobación.
Todo, desde los cuadros hasta la decoración, estaba dominado por el tema de
los años treinta y la época de la prohibición. Un verdadero refugio del mundo
exterior.
Todo menos la pared de cristal en el otro extremo del restaurante que ofrecía
una vista panorámica del Pacífico.
Reilly se detuvo ante el cristal.
—Es sobrecogedor —susurró ella, abrazándose a sí misma.
Él asintió.

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—Lo es, ¿verdad? Recuerdo ir allí de niño —señaló un punto en el fondo del
risco—, todos los domingos a pescar con mi padre. Por ese entonces, esto era poco
más que un cobertizo de pesca abandonado. Solía pasar tiempo mirándolo desde
abajo, soñando, pensando en todas las cosas que me gustaría hacer en la propiedad.
—¿Siempre quisiste abrir un restaurante? —preguntó ella, observándolo.
—No. Al principio imaginé que sería el refugio definitivo para los practicantes
de monopatín. Era al comienzo de ese deporte. El único problema radicaba en que mi
padre no me dejó tener uno, de modo que ese sueño se evaporó con rapidez —rió
entre dientes—. Perdí un montón de peces de esa manera. Mi padre decía que
perdería muchas oportunidades en la vida si seguía con la cabeza en las nubes.
—¿Y tu madre?
Metió las manos en los bolsillos de los pantalones y contempló las olas que
empezaban a reflejar el sol de la mañana.
—Jamás la conocí. Dejó a mi padre poco después de nacer yo.
—Oh, Dios. Lo siento.
Miró su bonito rostro y vio que era verdad que lo sentía. Después de conocer a
tanta gente a lo largo de los años debido al restaurante, sabía que la gente siempre
decía esas palabras, pero pocas con sinceridad.
Aunque él tampoco hablaba con muchas personas sobre su madre. De hecho, lo
sorprendía compartirlo con Reilly. En realidad, un montón de cosas que hacía con
Reilly lo sorprendían.
—¿Qué me dices de ti? —le preguntó.
—¿De mí?
—¿Familia? ¿Madre y padre?
—Numerosa. Yo soy la mediana de cinco hermanos. Mis padres aún siguen
juntos.
Algo pareció hacerla titubear, y luego cerró la boca hermosa.
—Este lugar es mucho más de lo que imaginé que sería —cambió de tema—. Y
eso que tengo una imaginación activa —murmuró, volviendo a mirar por el
ventanal—. Tu padre debe de sentirse orgulloso.
Ben se dirigió al bar.
—No sé cómo se siente. Nunca ha venido al restaurante.
—¿Nunca?
Movió la cabeza mientras se dedicaba a preparar una cafetera.
—¿Vive lejos?
—En el mismo lugar donde siempre hemos vivido —señaló hacia la playa—. A
un kilómetro y medio hacia allí, en un edificio de apartamentos.
—Entonces, ¿por qué…? —calló—. No importa. Estoy siendo fisgona, ¿verdad?

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—No —la miró—. Estás siendo humana —más que nadie que hubiera conocido
en mucho tiempo.
¿Cuándo había sido la última vez que alguien le había preguntado por su
familia, por su padre? Y que encima escuchara.
Demasiado a menudo se encontraba con personas que usaban las preguntas
como rampa de lanzamiento para contar sus historias vitales. Pero Reilly no era así.
—Dices eso como si no conocieras a muchas —se sentó en un taburete frente a
él—. Me refiero a personas con humanidad.
Sacó dos tazas del lavavajillas.
—Quizá porque es así.
Ella pareció reflexionar en eso largo rato.
—Bueno —dijo al final—, ya es hora de que conozcas a más.
Le contó que su padre había sido propietario de tres puestos de perritos
calientes. De lo que había sentido cuando los vendió para comprar el local del
restaurante. Que consideraba que no encajaría en el ambiente si iba allí.
Las palabras fluyeron de su boca con facilidad, sin censuras, y Reilly pareció
asimilar cada una de ellas.
—Todos los viernes por la mañana lo llamo para invitarlo. Y todos los viernes
me responde que no, que tiene otra cosa que hacer —depositó una taza delante de
ella y permaneció donde estaba justo al otro lado de la barra.
La verdad era que le gustaba hablar con Reilly de un modo que parecía…
catártico. Como si lo que le dijera le importara porque era importante para él. Y sabía
que si se sentaba a su lado, no podría contener el deseo de tocarla, de concluir la
conversación.
Ella bebió despacio, prescindiendo del azúcar y de la leche que había colocado
junto a la taza.
—Entonces, invítalo un lunes.
La sugerencia era tan sencilla, tan directa, que no supo cómo reaccionar en el
momento. Por supuesto. Todo el tiempo había querido que su padre fuera la noche
más ajetreada en el restaurante, quizá porque necesitaba mostrarle lo bien que le iba.
Jamás había considerado que el entorno atestado podría haber sido el motivo para la
constante negativa.
Reilly volvió a mirar alrededor.
—No lo puedo imaginar no gustándole el sitio, Ben. Quiero decir, es tan…
cómodo. Lo del refugio realmente funciona. Imagino que si estás sentado en uno de
esos reservados, durante un tiempo breve y especial te sientes protegido del mundo.
Bajó la vista a la boca plena y sin pintar. Observó el brillo natural de tonalidad
miel de su piel. Era una bocanada tan fresca de aire… Lo atraía de tantas maneras
que, sin duda, habría estado un poco… preocupado de haber sido otra mujer. Pero
por algún motivo que le resultaba imposible definir, sentía que podía confiar en ella.

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Entonces la había mirado a los ojos y sentido una respuesta que era tan rara, tan
inusual, que no pudo evitar entregarse a ella. Y la había besado y deseado con tanto
ardor que había olvidado el control que siempre ejercía sobre sí mismo.
Deseaba a esa mujer. Con una intensidad que superaba con creces todo lo que
una unión física proporcionaría.
También sospechaba que si ella supiera lo que estaba pensando, saldría
corriendo en la dirección opuesta.
—¿Vas a venir a cenar el miércoles por la noche? —le preguntó, sin desear
presionarla. Tampoco quería asustarla, pero, en lo más hondo, necesitaba que ella se
comprometiera, aunque sólo fuera a una cena.
Reilly clavó la vista en el café, esquivando los intentos de él de establecer
contacto visual. Ben vio que apretaba la taza y se ponía rígida. Y supo que quería
rechazar la invitación. Mantener la distancia que había entre los dos y que se reducía
con cada momento que pasaban juntos.
Entonces vio que se relajaba y le sonreía.
—Me encantará.

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Capítulo 7
Si se suponía que iba a ir a cenar al Bernardo's en dos días, ¿qué hacía Ben
llamando a las diez de esa misma noche a la puerta de su casa?
Apartó la vista de la mirilla de la puerta y se apoyó contra la superficie de la
madera. Se hallaba de pie en el rellano de hierro, esperando que le abriera. Y como
había gritado «¡ya voy!», pensando que sería Layla de camino de la clínica, o
Mallory, que de vez en cuando pasaba para atacar su cocina, o incluso alguna de sus
sobrinas, no tenía mucha elección salvo abrirle.
Pero ¿qué hacía allí?
Se miró la camiseta y las braguitas, se volvió y abrió un poco la puerta.
—¡Ben! ¿Qué haces aquí?
Él alzó una bolsa.
—Pasaba por aquí y pensé en darte un anticipo de lo que habrá en el menú el
miércoles.
Se sintió estúpidamente complacida de que hubiera pensado en ella.
—Mmm, dame un minuto. Necesito ponerme algo encima.
—Oh, por mí no hay necesidad de hacerlo.
Le cerró la puerta en las narices y corrió al dormitorio. En ese momento el
dilema radicaba en lo que iba a ponerse.
Se decantó por unos sencillos pantalones cortos vaqueros. Después de echarse
un rápido vistazo en el espejo y retocarse un poco el pelo, regresó a la entrada. Pero
al abrir completamente la puerta se dio cuenta de que no llevaba sujetador bajo la
camiseta. Y que Ben no sólo notaba el desliz, sino que clavaba la vista justo en ese
punto, donde los pezones estaban duros y tensaban el suave algodón.
—Pasa —dijo, encorvando lo posible los hombros sin parecer la Jorobada de
Notre Dame—. Enseguida, mmm, vuelvo.
Regresó al dormitorio, se puso a hurgar en un cajón en busca del sujetador rojo
que había comprado hacía tiempo y que rara vez se ponía, y al empezar a quitarse la
camiseta se dio cuenta de que Ben la miraba a través de la puerta abierta.
—Pervertido —dijo, cerrando al tiempo que oía su risita.
Un minuto más tarde, salió, habiéndose aplicado antes un poquito de un
perfume que Efi había dejado el sábado anterior y de haberse cepillado con celeridad
los dientes.
Si tenía en algún rincón de su mente que esa noche iba a hacer el amor, no
quería pensar en ello.
Ben seguía de pie donde lo había dejado. Alzó la bolsa.
—¿Dónde quieres que ponga esto?

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Reilly carraspeó, dándose cuenta de que él no se había sentado por la sencilla


razón de que no había donde sentarse. No con los libros de cocina atestando todo el
apartamento.
—Déjalo en la cocina —cuando él fue hacia allí, se puso a ordenar un poco con
rapidez—. De hecho, y así como eso huele de maravilla, no tengo mucho apetito. Así
que a menos que tú no hayas cenado…
Calló al verlo de pie en el umbral de la puerta de la cocina, con un aspecto
espléndido. Se había subido las mangas de la camisa de vestir y tenía los brazos
cruzados sobre ese pecho enorme y los pies cruzados a la altura de los tobillos.
—Ya he comido algo en el restaurante.
Ella ahuecó unos cojines, consciente de que le estaba dando el trasero,
probablemente agitándolo como un torero el capote rojo ante un toro, y cambió de
postura.
—¿Quieres sacar un par de cervezas?
Oyó la puerta de la nevera al abrirse y cerrarse y luego él le entregó una botella
fría. La alzó en saludo y después bebió un trago.
—Por favor… siéntate.
Le dedicó una de esas sonrisas que la volvían loca con el deseo de besarlo, de
abrirle esos labios deliciosos con la lengua y absorber el encanto que emanaba de él
como una colonia.
—Estás nerviosa, ¿verdad? —preguntó Ben.
Lo miró fijamente. «Sí».
—No.
—¿Ayudaría que quitáramos del camino algunas cosas primero?
—¿Cosas? ¿Qué cosas?
Le aferró la botella que sostenía. Reilly se contuvo de oponerse a que se la
quitara. Quería seguir teniéndola como excusa para hacer algo con las manos,
aunque no pensaba bebérsela… debido al ejército de calorías que la acompañaba.
—Cosas como ésta…
Y así, con esa facilidad, se puso a besarla.
Santo cielo, la estaba besando.
Sintió que los músculos se le aflojaban, que el cuerpo se curvaba
automáticamente contra el de Ben, buscando de forma directa lo que mentalmente le
había estado negando. Era tan agradable hallarse pegada a él… Adoraba cómo le
pasaba los dedos por el pelo, causándole escalofríos; le encantaba su suavidad contra
la dureza de ese cuerpo. Cuando la besaba, resultaba demasiado fácil creer que eran
iguales, que se hallaban en terreno común, no dos personas de distintos lados del
espectro social. Y así como el rato que habían estado en el restaurante había borrado
algunas líneas muy importantes que había entre ellos, sabía que no podrían ser más

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que amigos, porque una chica a la que habían conocido como la Gordita Chuddy
carecía de posibilidades con el sexy, ardiente y popular Ben Kane.
Él le introdujo la lengua en la boca y bajó por su espalda la mano que tenía en la
nuca hasta posarla en su trasero. Reilly gimió, entregándose al encendido deseo que
la envolvió. Pegó las palmas de las manos contra el torso de Ben y mandó el mañana
al infierno. ¿Por qué preocuparse cuando el momento estaba resultando tan bien?
Él se apartó levemente y le dio un par de besos húmedos con la boca cerrada.
—¿Mejor? —le preguntó con una sonrisa.
—¿Mmmm?
—He preguntado si te sentías mejor. Ya sabes, si se ha evaporado tu
nerviosismo.
Movió los dedos por la parte trasera de su muslo, donde terminaban los
pantalones cortos y comenzaba su piel sensible.
—¿A eso te referías con apartar del camino algunas cosas? —logró preguntar.
Podía sentir su dura erección contra el estómago—. ¿Besarme?
—Mmm. Parece que siempre te relajas cuando nos besamos.
De pronto se dio cuenta de que era cierto.
—¿Ése es el límite de las… cosas? —inquirió, ladeando la cabeza con
atrevimiento.
Ben observó el movimiento, la piel del cuello que reveló, y luego bajó la vista
por la parte frontal de la camiseta hasta detenerla en los pantalones cortos.
Con languidez, Reilly se preguntó si estaría imaginando qué clase de ropa
interior llevaba puesta.
—Sí —respondió, mirándola otra vez a los ojos.
Reilly se sintió decepcionada.
—Oh, no me malinterpretes. Albergo la plena intención de tener sexo contigo
esta noche —Reilly sonrió con lascivia—. Pero pensé que primero podríamos
sentarnos a ver un poco de televisión, ya que no quiero interrumpir lo que hacías.
Lo estudió y analizó lo que decía, más todo lo que había pasado desde que lo
encontrara ante la puerta de su casa. Le daba la impresión de ser el tipo de hombre
que, una vez que quería algo, lo tomaba. Entonces, ¿por qué se demoraba en ese
momento?
—Al cuerno la televisión —repuso, sacándole la camisa de los pantalones y
centrándose en la cremallera.
Le tomó los dedos con firmeza y rió entre dientes.
—Esperaba que dijeras eso. Después de todo, un hombre tiene un límite…
Si Ben hubiera sabido que ese comentario se extendería a diferentes áreas de su
creciente relación con Reilly…

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Antes de que pudiera parpadear, ella prácticamente le había arrancado la ropa,


se había quitado la camiseta por encima de la cabeza, revelando el sujetador rojo que
la había visto sacar del cajón de la cómoda, y desprendido de esos pequeños shorts
vaqueros. Estudió las sexys braguitas negras de satén y experimentó un aguijonazo
de decepción. ¿Dónde estaban las bragas enormes?
Lo empujó sobre el sofá y luego se sentó a horcajadas sobre él, con los labios
carnosos fruncidos en un mohín delicioso y el cuerpo más que listo.
—¿Quién iba a imaginar que serías una gata salvaje? —murmuró,
enmarcándole la cabeza para inmovilizarla y poder mirarla durante unos preciosos
momentos. En esos ojos almendrados ardía una luz divertida y de desafío.
—Soy una mujer de extremos. Cuando hago algo, voy hasta el final —mostró
una expresión decidida—. ¿Qué sucede, Ben? ¿Temes no poder manejar a una mujer
como yo?
La Reilly que veía en ese momento era tan diferente de la mujer tímida y
titubeante que creía empezar a conocer, que tuvo que volver a mirarla para
cerciorarse de que se trataba de la misma persona.
Y el contraste lo excitaba mucho.
—En absoluto es el caso, Reilly. Sólo quiero saber dónde está el fuego.
Cerró los dedos sobre su muñeca y tiró de la mano de él hasta que la posó
contra la parte frontal de sus braguitas.
—Justo aquí —susurró. Le metió los dedos debajo de la cinta elástica y tembló
cuando las yemas de los dedos establecieron contacto con los rizos, antes de
proseguir para tocar la piel palpitante—. Oh, sí —murmuró, cerrando los ojos y
echando el cuello hacia atrás.
Y él creía estar caliente.
No cabía duda de que Reilly estaba ardiendo. Y saber que lo hacía por él lo
afectó en un plano fundamental que incrementó aún más su necesidad.
Tenía la clara sensación de que con Reilly jamás habría excusas. Parecía
funcionar con una fuente invisible de energía que lo atrapaba en su tormenta de
fuego. Sólo pudo observar, asombrado, cuando se levantó, se quitó las braguitas y
volvió a sentarse encima de él, gloriosamente despreocupada de hallarse desnuda a
plena luz de la lámpara.
—Preservativo —soltó ella.
Ben sacó uno del bolsillo trasero de sus pantalones. Ella se lo quitó y abrió el
envoltorio con los dientes rectos y blancos, y luego pareció analizar la extensión y el
ancho antes de enfundárselo con cuidado.
Él apretó los dientes al sentir el látex fresco y los dedos ardientes sobre su
palpitante erección. Luego Reilly se agarró al respaldo del sofá a cada lado de su
cabeza y descendió, aceptándolo despacio, centímetro a centímetro.
Tan estrecha… mojada… caliente.

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Cuando lo tuvo completamente dentro, respiró hondo, cerró los ojos y no dejó
de humedecerse los labios generosos. Ben estaba hipnotizado por la expresión
arrobada en ese rostro bonito. Una expresión que no creía haber visto en ninguna
otra mujer sin la ayuda de drogas o alcohol. No, Reilly estaba en un viaje de puro
sexo.
Bajó las manos por los costados de ella y luego la rodeó para soltarle el
sujetador. La tela satinada cedió como una banda elástica y resbaló por sus brazos.
Ella no pareció notarlo mientras se elevaba lentamente del pene para volver a caer,
perdida en la sensación de plenitud al ser llenada por Ben.
Éste pasó las palmas de las manos sobre los pezones compactos y después se
adelantó para introducirse uno en la boca. Los músculos mojados de Reilly sufrieron
una convulsión a su alrededor, haciendo que echara la cabeza atrás y dejara escapar
un gemido.
Arriba y abajo… arriba y abajo… Reilly se movía cada vez más deprisa que la
anterior, mientras sus pechos oscilaban de forma enloquecedora y las mejillas se le
enrojecían por la actividad. Su trasero firme se encontraba constantemente con los
muslos de Ben, la respiración se le hacía más entrecortada y a veces, sin
proponérselo, dejaba escapar un largo gemido.
Un clímax increíble iba creciendo en los testículos de Ben. Acumulándose,
remolineando, amenazando con estallar cada vez que la piel suave de Reilly
golpeaba contra él. La agarró por las caderas con el fin de tratar de ralentizar sus
movimientos, pero ella se soltó y decidió acelerar el paso. Observó su cara, viendo
una intensa determinación. Pasión. Éxtasis. Y un deseo firme de encontrar lo que
buscaba, lo más pronto posible.
Y Ben no podía detenerla.
Apoyó la cabeza contra el sofá y esperó no perder el control antes de que ella
alcanzara el orgasmo. Aunque se hacía cada vez más difícil aguantar con esos
maravillosos pechos oscilando delante de él, rodeado por su exaltada feminidad que
no dejaba de lubricarlo, su rostro tan extasiado como el de cualquier estrella en la
tapa de una revista porno. El sudor le caía por las mejillas a medida que los gemidos
se tornaban más profundos y prolongados.
—Oh, sí —murmuró—. Oh, sí, sí, sí.
Mientras la observaba ascender a la cima de la montaña de las sensaciones y
lanzarse al vacío, arrastrándolo consigo, Ben fue vagamente consciente de que quizá
ella había tenido razón al insinuar que podía ser demasiada mujer para él.

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Capítulo 8
Dos días más tarde, Reilly se hallaba ante el espejo de la boutique de novias.
Sonreía con tanta amplitud, que le daba miedo desgarrarse algún músculo facial.
Ben y ella habían disfrutado de un sexo glorioso, encendido, sudoroso y
totalmente orgásmico.
Cuando finalmente había comenzado a quedarse dormida en brazos de él a eso
de las dos de la mañana, había sentido el leve temor de que al despertar no estuviera
con ella. Pero él le había besado la sien con suma dulzura y le había dicho que debía
volver a su casa, que los dos madrugaban. Ella había asentido y permanecido
acurrucada en las sábanas que olían como el tiempo que habían pasado juntos y se
había hundido en el sueño.
En ese momento carraspeó y bajó la vista al vestido de tafetán rosa. Desde
luego, no era la imagen que coincidía con sus pensamientos, ni la elección de vestido
que haría una mujer capaz de tener un pensamiento racional.
Resistió el impulso de dar a entender que se ahogaba con su propia saliva al
encontrar la mirada igualmente disgustada de Mallory a través del espejo.
—¡Oh, son preciosos! —exclamó Layla, saliendo con un vestido de seda de color
marfil y observándolas—. Es el tipo de vestido que se puede usar para cualquier
ocasión, me refiero a después de la ceremonia.
Mallory la miró largamente.
—Claro, si algún adolescente desesperado con problemas de acné me invitara a
la fiesta de graduación.
Layla la miró mientras la modista tiraba de la cremallera que había en el
costado de su vestido.
—Están bien, Layla —tranquilizó a su amiga—. No le hagas caso. Ya sabes que
Mallory se convierte en un monstruo de dientes afilados cada vez que tiene que
quitarse una de sus horribles camisetas.
La modista tiró otra vez de la cremallera y a punto estuvo de tirarla de los
zapatos de tacón alto que iba a ponerse para la ceremonia.
—¿Está segura de que su talla es una ocho?
Reilly la miró a través del espejo.
—Una perfecta talla ocho.
La mujer dio otro tirón, se puso en cuclillas y suspiró.
—Bueno, creo que será mejor que probemos una perfecta talla nueve.
Reilly parpadeó, como si fuera incapaz de traducir las palabras. Llevaba con el
mismo peso los últimos nueve años. Era imposible que hubiera aumentado de talla.
Y tampoco estaba próxima a la menstruación, de modo que no podía achacarlo a eso.

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Mallory la apartó para colocarse delante del espejo.


—Bueno, has ganado un par de kilos. ¿Y qué? Mi peso fluctúa todo el tiempo
entre dos y tres kilos —la miró a través del espejo—. Ya sabes, dependiendo de si
estoy saliendo con algún tipo maravilloso.
Reilly no la oyó al trastabillar hacia atrás y dejarse caer en la silla que había
contra la pared. Distraída, notó la mirada centelleante que Layla le lanzó a Mallory,
pero no pudo forzarse a responder. Si una cita magnífica influía en algo, entonces la
noche pasada con Ben debería haber perdido unos dos kilos.
A cambio, había ganado peso.
—Los vaqueros aún me quedan bien.
—Eso es porque los usas demasiado grandes, para empezar —señaló Mallory.
—Mall —advirtió Layla.
Mallory parpadeó.
—¿Por qué me miras como si acabara de pisar a tu perro, Lay? Por el amor del
cielo, voy a llevar esta cosa espantosa por ti, ¿no?
—¿Espantosa? —repitió Layla con un tono ominoso en su voz habitualmente
controlada.
La modista se plantó delante de Reilly.
—¿Traigo la nueve?
—¡No! —exclamaron Reilly y Layla al unísono mientras Mallory ponía los ojos
en blanco ante el espejo.
—Tendré… que perder unos pocos kilos antes de la ceremonia —comentó
Reilly, quitándose los zapatos con el fin de salir del vestido.
—Dos y medio.
Miró fijamente a la modista.
—Tendrá que perder dos kilos y medio —explicó ésta—. Todos en la cintura.
Reilly experimentó el ridículo impulso de pegarle. ¿Es que no entendía que
mantener la talla ocho para ella era una obsesión? Que era dueña de una pastelería y
que jamás comía una sola pasta.
Pensó en la última semana y gimió. Bueno, por lo general jamás comía pastas.
Pero se había sorprendido en alguna ocasión masticando un hojaldre o un bollo de
crema, distraída con pensamientos de Ben Kane.
Desde el principio había sabido que involucrarse con él no era una buena idea.
La mayoría de las mujeres perdía peso con sesiones de sexo estupendo.
Ella lo ganaba.
De modo que, racionalmente hablando, si seguían viéndose, corría el peligro de
ganar cada gramo que había perdido en los últimos nueve años.

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En ese momento tuvo ganas de pegarse a sí misma. Qué idea tan ridícula… lo
que faltaba era que Ben Kane tuviera la culpa de que ella ganara peso. Aunque
sospechaba que era más fácil señalarlo a él que a sí misma. Si su infancia le había
enseñado algo, era que la moderación no se le daba muy bien. Todo o nada. No
podía comer únicamente un bollo almibarado, tenía que comer tres.
Una noche con Ben no bastaba; necesitaba disfrutar de todas las que pudiera.
Y en ambos casos, era un poco más que irreflexiva cuando se trataba de analizar
las consecuencias.
—Empezaré a correr otra vez —dijo, poniéndose los vaqueros. Miró los
pantalones y juró para sus adentros que le estaban más prietos que diez minutos
antes—. Eso es. Volveré a correr.
—¿Cuándo? —Preguntó Mallory, encajando a la perfección en su talla seis—.
Oh, aguarda un momento. Podrías hacerlo antes de encender los hornos a las tres de
la mañana. Luego dispones de la medianoche, cuando terminas de trabajar —se le
iluminó la cara—. Eh, tengo una idea. Layla va a casarse con el talentoso doctor Sam
Lovejoy. Cirujano plástico de las estrellas. Quizá pueda hacerte una lipo o algo por el
estilo.
—Cállate, Mall —dijo Layla. Luego miró a Reilly—. Sexo —ésta casi se
atraganta con su propia saliva—. ¿Qué? —preguntó—. Me voy a casar con él. Se me
permite.
Reilly fingió mostrar interés en el vestido que acababa de quitarse,
comprobando si de verdad era la talla que la modista decía que era. Aunque, en
realidad, lo que hacía era ignorar la mirada inquisitiva de Mallory.
—Bueno, ¿dónde está el vestido? —le preguntó a Layla en un intento
desesperado por desviar el tema del sexo.
Su amiga ocupó la silla que ella acababa de dejar.
—Aún no me he decidido.
—¿No te habías decantado por el de los hombros desnudos? Tienes unos
hombros muy bonitos —intervino Mallory, diciéndole a la modista dónde debía
tomarle el vestido.
—La ceremonia es en diciembre, Mall. Aunque aquí aún hace un buen tiempo,
ya no es tan cálido. Y menos cuando la recepción se va a celebrar por la noche en el
patio de la casa de mi padre.
Reilly fingió arreglarse el pelo ante el espejo, cuando lo que en realidad hacía
era comprobar su cuerpo en busca de bultos delatores. ¿Habría notado algo Ben la
otra noche? No es que tuviera algo con que comparar su actual peso, pero sin duda
debía de haberse dado cuenta de que no era del tipo de las modelos delgadas a las
que estaba acostumbrado a ver. ¿La consideraría una vaca?
—Estás muy callada, Rei —dijo Mallory.
Su amiga ya se había quitado el vestido de dama de honor.

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—Sólo cansada, nada más —repuso.


—¿Y has tenido noticias, mmm, de Ben Kane últimamente?
Miró a Layla en busca de ayuda, pero sólo encontró otra mirada llena de
curiosidad.
—De hecho —respondió con cautela—, he aceptado cenar en su restaurante esta
noche.
Una cena. Eso podía manejarlo. No iba a comer nada, así de sencillo. Estaba
acostumbrada a eso. Lo hacía cada vez que iba a la casa de sus padres a una
esporádica cena dominical. Se había convertido en una experta en rellenar su vaso de
agua y en jugar con su ensalada sin aliñar. Había aprendido que después de los
primeros cinco minutos de «come, Reilly», por lo general todo el mundo olvidaba
prestar atención a lo que hacía con la comida. Y mientras amontonara lo que quedara
en el plato de tal manera que pareciera que se había servido varias veces, nadie lo
notaba.
Vitaminas. Tendría que comprar algunas más en cuanto salieran de la boutique.
Y proteínas líquidas. Debía perder dos kilos y medio y pretendía hacerlo cuando
fuera humanamente posible.
—Abre.
Su plan para no comer nada en el restaurante de Ben no funcionaba.
Simplemente, porque había olvidado el hábito que tenía él de alimentarla.
Podía ser un miércoles por la noche, pero el local estaba lleno. Ellos ocupaban
un lugar en un rincón, aislados de los demás comensales por una cortina de abalorios
rojos que cubría el reservado. Al principio, no había sabido qué esperar. Pero cuando
Ben la vio de inmediato en la entrada, se la había llevado al mejor rincón del
restaurante y comenzado a pedir lo que parecía ser todo el menú.
—Abre —repitió, moviendo ante su nariz un tenedor sobrecargado con seta
rellena.
Olía tan bien.
Intentó tomar sólo un pequeño bocado de la punta, pero Ben se aprovechó de
su boca abierta y le introdujo todo el tenedor.
¿Es que intentaba cebarla?
La seta se derritió en su lengua y no pudo evitar cerrar los ojos y gemir. Sabía
tan bien.
—¿Qué te parece?
La voz suave de Ben hizo que alzara los párpados.
Era evidente que disfrutaba alimentándola.
—Algo celestial.
Él sonrió.
—La preparé yo.

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Reilly enarcó las cejas. No sólo disfrutaba dándole de comer, sino que él mismo
preparaba la comida.
—¿Bromeas?
—No.
Ella señaló los postres en el extremo de la mesa.
—He de informarte de que no pienso tocar nada de eso.
—¿Por qué? ¿Estás a dieta?
Reilly casi se atraganta con el agua que bebía en un esfuerzo por llenar su
estómago crujiente.
—¿Es que no lo está todo el mundo?
—En mi opinión, necesitarías engordar un par de kilos.
¿Qué? ¿Le decía eso el hombre que había salido con todas las supermodelos que
había de ese lado del Pacífico?
Ben movió las cejas exageradamente.
—A un hombre no le gusta quedar magullado cuando la situación se pone
encendida y sudorosa, si entiendes por dónde voy.
Por desgracia, lo entendía. Y descubrió que le gustaría revivir esa clase de
situación.
—Abre.
Observó el pulpo que había en el extremo del tenedor. Con eso no iba a costarle
decir que no comía.
—Lo siento. No me gusta el pulpo.
—Éste te gustará.
Volvió a negar con la cabeza. Sin importar lo delicioso que fuera, no le merecía
la pena las calorías que se metería en las caderas.
—Otra cosa —alargó la mano hacia su propio tenedor—. De hecho, creo que a
partir de aquí puedo alimentarme a mí misma.
—Oh.
Ben pareció tan desilusionado, que Reilly pensó que ingerir todo el contenido
de la mesa valdría la pena con tal de erradicarle esa expresión.
La sonrisa de él no tardó en retornar.
—Y yo que me estaba divirtiendo tanto.
Ella se acomodó mejor frente a él, una vez que había recuperado el control del
tenedor.
—Dime, ¿siempre está tan lleno el local?

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Fingió comer una hoja de lechuga mientras él miraba alrededor, como si


estuviera sorprendido de descubrir dónde se hallaban.
—No solía. Al principio, apenas lográbamos llenar la mitad de la capacidad.
—Y ahora estás en la cresta de la ola.
Él cruzó los brazos sobre la mesa.
—Hollywood es un poco caprichoso.
—Pero tú has logrado mantener un nombre de forma constante.
—Me va bien.
¿Bien? Por lo que podía ver, le iba fenomenalmente bien. No se podía abrir una
revista o un periódico sin ver el Bernardo's Hideaway mencionado en alguna parte.
Él alzó la vista y la miró.
—A propósito, hoy he hablado con mi padre. Hice lo que sugeriste y lo invité a
cenar el lunes.
Reilly se dio cuenta de que se había llevado una buena porción de seta rellena a
la boca y dejó de masticar.
—¿Y?
Los ojos azules de Ben brillaron.
—Va a venir.
Reilly sonrió y le tomó la mano.
—¡Oh, Ben, eso es fantástico!
—Por supuesto, me pidió que tuviera una marca determinada de cerveza que
no figura en el menú.
—¿Una importada?
—Una barata.
Ella rió.
—De modo que lo haces feliz. ¿Cuál es el problema?
Él movió la cabeza.
—¿Con su petición? Ninguno. Pero… no sé. Llevo abierto siete años y decide
venir ahora. No lo entiendo. Tiene que ver con algo más que el día de la semana.
Reilly le echó un vistazo al restaurante. Tenía razón en eso. Adivinó que el
Bernardo's debía de estar lleno cada noche de la semana.
—También me he estado preguntando cuál será su reacción si no le gusta el
lugar.
—¿Cómo podría ser posible eso? —preguntó ella, obligándose a bajar las manos
al regazo antes de acabar con el contenido de cada plato que tenía delante.
Ben se encogió de hombros y se reclinó en el asiento.

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—No lo sé. Supongo que no se parece a uno de sus puestos de perritos


calientes.
—¿Tienes perritos calientes en el menú?
Él rió de buen humor.
—No.
—Quizá deberías pensar en añadir una variedad de perritos al menú —él se
mostró pensativo un momento—. Nada grasiento. Algo un poco más elegante con
guarniciones especiales. Como chile… que ahora parece estar de moda, aunque sus
calorías no me entusiasman nada, gracias. Quesos diferentes. Y podrías elegir una
salchicha más de estilo gourmet. Pero que, en última instancia, siga siendo un perrito
caliente debajo de toda esa guarnición.
Parecía estar estudiándola detenidamente. Reilly contuvo el impulso de
preguntarle si tenía algo en la cara. Un trozo de espinaca entre los dientes, aunque
estaba casi segura de que no era eso lo que pasaba por la mente de Ben.
—¿Qué? —ya no pudo contenerse más mientras se movía incómoda en el
asiento del reservado.
—Con esa afirmación, podrías estar realizando una manifestación sobre las
personas —repuso él.
—¿Qué? ¿Que todos somos perritos calientes bajo la guarnición?
Él sonrió al girarle la mano y pasar las yemas de los dedos por la palma. Reilly
trató de contener un y ladeó la cabeza, cuando subió por su espalda.
—No. Que cuando eliminas todos los adornos y los juegos, todos somos,
simplemente, humanos.
—Mmm. Parece ser un tema frecuente con nosotros. Humanidad.
Le besó la palma de la mano.
—Sí, ¿verdad?
Luchó por concentrarse en el sendero por el que la guiaba, pero su cuerpo se
opuso, mucho más feliz centrado en el movimiento de la lengua de Ben sobre su piel,
en la expresión provocativa que exhibía y en la sugerencia de los ojos de que en ese
momento podrían estar haciendo algo mucho más interesante.
Se humedeció los labios.
—Mmm, supongo que todos nos enfrascamos tanto en el torbellino de nuestras
vidas, que no nos tomamos el tiempo para considerar la vida como un todo. Quiero
decir… ¿qué sentido tiene todo, en cualquier caso? —el corazón le marcaba un ritmo
errático mientras Ben le acariciaba la muñeca con la yema de un dedo antes de seguir
por la parte interior de su antebrazo.
Santo cielo.
—Tú eres la única que ha hecho que pensara en ello —murmuró Ben, su
atención en la piel de Reilly.

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Si no paraba ya, iba a deslizarse bajo la mesa y lo arrastraría con ella.


Las luces titilaron. Reilly no supo si se trataba de la realidad o de una extensión
de su propio cerebro en cortocircuito. Pero entonces se fueron por completo,
dejándolos con la luz del sol crepuscular que se filtraba por los ventanales y el
silencio flotó en la sala.
—Maldición —musitó Ben, renuente a soltarla.
Sintiendo exactamente lo mismo, lo observó salir del reservado y dirigirse a la
parte de atrás del restaurante.
Sentada en la oscuridad, Reilly se preguntó qué les reservaba el futuro a los dos.
¿Era sólo ella o las cosas parecían ponerse serias a gran velocidad? ¿O únicamente
era una ingenua en los asuntos del corazón y lo que sucedía entre ambos eran cosas
normales de las primeras citas? No estaba segura. Pero sí sabía que quería, no,
anhelaba, que continuara. Incluso mientras una parte de ella se preocupaba por lo
que pudiera pasar cuando Ben terminara por despertar y la viera como realmente era
antes de huir en la otra dirección, no quería pensar en ello en ese momento. No podía
hacerlo.
De hecho, decidió que necesitaba hacer algo más que estar sentada ahí en la
oscuridad antes de volverse loca y terminar por comerse todos los platos deliciosos
que tenía ante ella al amparo de la falta de iluminación.
Salió del reservado, decidida a lo primero; de lo contrario, jamás lograría
ponerse el vestido de dama de honor.

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Capítulo 9
El corte eléctrico fue uno en una larga línea de percances misteriosos
acontecidos en la última semana, y que puso a prueba la paciencia de Ben. Y lo que
más lo irritaba era que tuviera que pasar en ésa de todas las noches posibles. En la
cocina, consultó con Lance mientras abría las puertas a la zona de los comedores y a
la parte de atrás para que al menos entrara un poco de luz en la completa oscuridad.
El murmullo apagado de las conversaciones entre los clientes empezaba a ser más
alto, más ansioso.
Lance se pasaba las manos por el pelo.
—No sé qué está pasando, jefe. No se trata de un corte en la zona. He
comprobado la caja de los fusibles y mirado en el exterior, pero no he sido capaz de
encontrar ningún signo de lo que puede haberlo provocado.
Lo que le faltaba. En los seis años que llevaba abierto el restaurante, nunca antes
había sufrido un corte eléctrico.
—Velas —Ben se volvió y encontró a Reilly detrás de él—. Seguro que en
alguna parte tienes velas, ¿no? Sácalas y que los camareros pongan una en cada
mesa. Dos, si dispones de suficiente cantidad. Y distribuye una hilera en la barra,
justo delante del espejo, para que reflejen la luz.
De hecho, sí tenían velas. Un montón que habían acumulado para el verano,
cuando el comedor se extendía a la terraza que daba a la playa y para el Día de San
Valentín.
Ben iba a darles las órdenes a los camareros cuando Reilly le tocó el brazo.
—No, eso puede hacerlo Lance. Tú tienes que salir a tranquilizar a los clientes.
Cambia la tendencia. Haz que el accidente parezca algo inesperadamente…
romántico.
La miró a la cara. Dios, esa mujer empezaba… a gustarle. Mucho. Era rápida,
inventiva, controlada, y más sexy que mil demonios.
—Entendido, jefa —le sonrió.
Salió a realizar el anuncio a los clientes, y luego fue de mesa en mesa, hablando
personalmente con cada comensal para tranquilizarlo con que la cena le sería servida
como de costumbre. Al hacerlo, notó que Reilly se había puesto un mandil de
camarera a la cintura, cubriendo su sexy vestido negro, y ayudaba a colocar las velas
con una sonrisa cálida y amigable. El simple hecho de verla hacía que su
preocupación disminuyera. Y también que la deseara más.
Veinte minutos más tarde regresó a la cocina y vio a Reilly hablar con Lance a la
luz de una docena de velas distribuidas alrededor del cuarto.
—Trabajáis con fogones de gas, ¿correcto? —preguntaba—. Necesitamos
canapés. Muchos. ¡Ah, y bebidas! Que la copa de todo el mundo esté siempre llena.
Ben se situó detrás de ella, casi rozándola, y notó su temblor involuntario.

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—¿Cómo va el corte? —le preguntó a Lance por encima del hombro de ella.
—Edison ha dicho que no puede enviar a ningún técnico hasta la mañana.
Ahora estoy a la espera de que me llame un electricista particular. A través de su
esposa, le prometí duplicar sus honorarios si consigue arreglarlo esta noche.
—Bien.
—¿Alguien sabe tocar el piano? —le preguntó Reilly al personal de cocina.
—Yo. Un poco —repuso una de los camareras más nuevas.
—Ven —le pidió Reilly a la joven rubia. Le dijo que se girara, la ayudó a
quitarse el mandil, le sacó la blusa blanca de la cintura de los pantalones y luego le
ató los extremos alrededor de la cintura fina. La hizo girar de nuevo y le soltó la
coleta que le retenía el cabello. Se lo ahuecó un poco—. Ve. Algo bajo y suave, pero
con ritmo.
La joven parecía aturdida.
—Te duplicaré la paga de hoy —añadió Ben.
—No hace falta que lo repita —la chica voló de la cocina.
Por la expresión en el rostro de Reilly, nadie podría decir que acababa de
apoyarse contra él, frotando discretamente el trasero contra la parte frontal de sus
pantalones. Pero Ben sí que lo supo.
—Bien hecho —susurró ella.
—Me acabas de quitar las palabras de la boca.
Tres horas después, mientras besaba a Reilly, Ben abrió la puerta de lo que
llamaba su bungalow, que en realidad era una amplia casa situada a medio kilómetro
del restaurante en lo alto de un risco. La hizo retroceder al salón a oscuras por las
tiras del vestido.
Después de haber salvado la noche en el restaurante, se preguntaba si había
algo que esa mujer no pudiera hacer.
Encendió las luces y giró el potenciómetro hasta dejarlas tenues al tiempo que
ella le bajaba la camisa por los brazos, sin completar la tarea antes de lanzarse a la
parte frontal de sus pantalones. Él terminó de liberarse de la camisa.
Rió suavemente entre dientes y comenzó a bajarle las tiras por los brazos, que
dejó a medias, atrapándola de la misma manera que inadvertidamente había hecho
ella unos momentos atrás.
Reilly se apartó levemente y lo miró; respiraba de forma entrecortada, con los
ojos almendrados siendo pura luz, calidez y pasión.
—Eres impaciente, ¿verdad? —murmuró Ben, inclinándose para besarle la
curva del fragante cuello antes de subir los labios y recorrerle la delicada línea de la
mandíbula.
—No, estoy caliente.
La miró.

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—Oh, eso ya lo sé, Reilly.


Ella luchó por soltarse de las improvisadas ligaduras.
—No tan rápido. La última vez lo hicimos a tu manera. Ahora hay que darle
una oportunidad a la mía.
—¿Tu… manera? —susurró ella de forma casi inaudible.
—Mmmm —la observó tragar saliva con aparente dificultad—. Agradable y
lentamente…
Reilly introdujo la pierna entre la suya y subió la rodilla para frotarle la
entrepierna.
—La lentitud está sobrevalorada.
—No la descartes hasta haberla probado.
—La he…
Le tomó la boca para evitar que dijera las palabras.
—Conmigo, no.
Afortunadamente, a eso no tenía respuesta.
La alzó en brazos y la llevó al dormitorio que daba al mar, situado en la parte
de atrás de la casa. La vista no era tan diferente de la del restaurante. Sin embargo, la
diferencia radicaba en la cama de dos por dos metros en el centro de la habitación,
cubierta de seda negra y con un edredón negro también. Ben apretó el mando a
distancia para abrir las cortinas, y luego otro botón que abría completamente las
ventanas. Aunque era una noche un poco fresca, el aire fragante del océano creaba
una atmósfera que había querido enseñarle durante toda la noche.
Asombrada, Reilly contempló el modo en que la brillante luz de la luna
rebotaba en las olas a unos quince metros de distancia del risco y se extendía en lo
que parecía la eternidad. Respiró hondo el aire salado del Pacífico. De repente, dio la
impresión de olvidar su urgencia.
Ben la depositó sobre la cama y terminó de sacarle el vestido, revelando dos
prendas escuetas de ropa interior de seda y encaje. Una vez más, experimentó un
momento de decepción porque no llevara puestas las bragas enormes que aún
desempeñaban un papel importante en sus fantasías íntimas.
Observó su rostro a la luz de la luna. Tenía los ojos enormes y luminiscentes.
Los labios carnosos entreabiertos. El cabello glorioso, revuelto y atractivo. Era
hermosa.
Le acarició despacio los costados, satisfecho, por el momento, de obviar la ropa
interior. Pero en la segunda pasada, a su paso se llevó el sujetador y las braguitas,
desnudándola a sus ojos.
Cada parte de ella guardaba una proporción perfecta con la otra. Sus pechos
eran del tamaño apropiado. Sus pezones, ideales para esos pechos. La cintura no
demasiado estrecha. Las caderas plenas y suaves. El triángulo dorado de vello entre
las piernas, recortado en su medida justa, no en exceso.

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Le separó los muslos y ella, despacio, los abrió, mostrando la piel rosada que lo
estaba esperando. La prueba de su necesidad brillaba a la luz tenue, tentándolo a
avanzar.
Se apartó de la cama y eliminó el resto de ropa que le quedaba para unirse a
ella, tendida de costado para permitirle explorar cada uno de sus maravillosos
centímetros con la boca y las manos. Sabía tan bien como se veía.
Con lentitud deliberada, pasó un dedo por su clavícula y luego por el interior
de su brazo. Luego lo deslizó por su pecho en círculos decrecientes alrededor de la
areola antes de tocar el pezón. Por el modo en que tragó saliva, pudo ver que
disfrutaba. Y a juzgar por la propia erección palpitante, él tampoco lo pasaba mal.
Centró su atención en el otro pezón y la vio arquear la espalda un poco, como si
lo tentara a añadir la boca al conjunto. Un ofrecimiento que ningún hombre podría
ignorar. Pasó la lengua por la piel distendida, y luego lo mordisqueó antes de
introducírselo hasta el fondo de la boca. El gemido de ella lo envolvió e hizo que
contrajera los músculos de la ingle.
Percibió el creciente deseo de Reilly de tomar el control. De incrementar el
ritmo. Lo alegró que no lo hiciera, la confianza que reflejaba el acto. La disposición a
complacerlo. Lo que hacían en ese momento era más que sexo. Casi podía
experimentar cómo los sentimientos que sentía por esa mujer maravillosamente
desnuda que tenía a su lado se profundizaban. Experimentó la necesidad de ofrecerle
placer como el que ningún hombre le había dado. Quería reclamarla como nunca
antes había reclamado a una mujer.
Unas semanas atrás, el concepto lo habría aterrado.
Pero Reilly no le pedía que cambiara nada. No observaba su restaurante y le
decía lo que faltaba. Simplemente… compartía con él. No exigía. No presionaba. No
insinuaba. En todo caso, lo que intentaba era mantener las distancias entre ellos. No
porque no se hallara interesada. No, sentía lo que sucedía con la misma intensidad
que él. Y sospechaba que podía estar asustada. Aunque no sabría decir muy bien de
qué. Sin embargo, podía conjeturar que la fama que tenía con las mujeres no ayudaba
en nada.
Bajó el dedo por el centro de su estómago, disfrutando de la suavidad sedosa de
su piel. Bajó aún más hasta que casi tocó el triángulo de vello entre sus piernas. La
vio contener el aliento y abrirle más los muslos.
Desde luego, pensaba llegar a ese punto. Pero a su debido momento.
Sabía que Reilly debía de estar volviéndose loca. No obstante, aún seguía
dejando que él marcara el ritmo. Pasó los dedos por el interior de su muslo y luego
por el vello hasta llegar a la otra pierna, evitando adrede el lugar que ella más quería
que le tocara. Gimió y arqueó el cuello, abrió la boca y cerró los ojos al entregarse a la
sensación intensa.
Ben se situó entre sus piernas y luego se inclinó sobre ella, pasándole la lengua
por el estómago. Reilly jadeó y automáticamente lo agarró. Con gentileza, él volvió a
dejarle los brazos a los costados, y luego pegó los dedos sobre su cintura para

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mantenerla quieta al tiempo que regresaba con la boca por el camino que habían
seguido los dedos. La piel de ella estaba ardiendo. Con la respiración entrecortada, el
estómago le subía y bajaba. La abrió más para él y con la lengua marcó el maravilloso
triángulo, aspirando su fragancia almizcleña. Situó los dedos pulgares en los
márgenes exteriores del vello y la separó, provocándole otro gemido. Entonces, sopló
suavemente sobre el punto expuesto y excitado.
Ella experimentó un temblor tan violento con su clímax, que el colchón se
movió debajo de los dos. Ben la observó sin rodeos, absorbiendo todo lo que era
Reilly en las sacudidas del orgasmo. Cuando las contracciones comenzaron a
menguar, plantó los labios sobre el diminuto copo en el centro del nido de rizos e
introdujo la piel sensible en la boca.
Reilly gritó, desafiando el bramido del mar mientras las manos se cerraban
sobre las sábanas y arqueaba la espalda, pegándose con más fuerza contra la boca de
Ben al tiempo que vivía un segundo orgasmo.
A medida que la respiración de Reilly se calmaba, él la besó por el interior del
muslo.
—Vaya —murmuró Reilly, metiendo los dedos en el pelo de él.
Ben sonrió y le mordisqueó la piel. Ella emitió un pequeño grito de sorpresa.
—Aún no has visto nada.
Momentos más tarde, cuando estaba enfundado en un preservativo y situado
ante la entrada mojada, tuvo la certeza de que la había convertido al lado lento. En
particular cuando la penetró despacio hasta el fondo y de inmediato Reilly vivió otro
orgasmo. Y otro. Y otro. Haciendo que se sintiera como un dios del sexo.
Y haciendo que se enamorara de ella más con cada minuto que pasaba…
Reilly despertó con el lejano sonido de las gaviotas, sintiéndose más relajada y
descansada que en toda su vida. Abrió los párpados y contempló el juego de la luz
sobre el agua contra el techo.
Entonces se incorporó como impelida por un resorte en la cama vacía de Ben,
buscando desesperadamente con la vista un reloj. Finalmente encontró un
despertador en un cajón de la mesilla próxima a la cama.
Las nueve y diez.
Soltó un grito y se levantó. Buscó el vestido y los zapatos. Podía prescindir de la
ropa interior. Tendría que haber abierto las puertas del Sugar 'n' Spice hacía tres
horas. Y debería haber empezado a hornear los productos del día desde mucho antes.
Miró alrededor en busca de algún rastro de Ben, pero no encontró ninguno. Un
cuadrado blanco en la otra almohada captó su atención. Alzó la nota y leyó:
No tuve ánimos de despertarte, de modo que encontré el número de Tina en tu bolso y le
pedí que abriera la pastelería por ti. Estoy en el restaurante. Pasa a tomarte un café de camino.

Por firma llevaba sólo una B.

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¿Había hurgado en su bolso? ¿Había llamado a Tina? ¿Pasar a tomar una taza
de café?
Luchó contra las ganas de volver a meterse bajo el edredón hasta que las
repercusiones de los actos de Ben se hubieran mitigado.
Lo que, probablemente, no ocurriría nunca.
Encontró el bolso en cuestión en la otra mesilla y lo alzó. Lo abrió, tratando de
verlo con los ojos de Ben. Vitaminas, supresores del apetito, brillo para los labios, un
cepillo y una agenda. Nada excesivamente personal. Nada que debiera molestarla
que él hubiera visto.
El problema era que estaba muy molesta.
Y si de camino pasaba por el Bernardo's Hideaway para una taza de café, sería
para verterle el contenido sobre esa cabeza irreflexiva.
Al subir a la furgoneta, la alegró haber insistido en presentarse en el restaurante
la noche anterior en vez de que Ben pasara a recogerla. Al menos podría ir a casa por
sus propios medios sin tener que llamar un taxi o, peor, a uno de sus amigos para
que fuera a buscarla.
En cuanto a Ben…
Mientras conducía por el camino que llevaba de vuelta al restaurante y a la
autopista, sintió que esbozaba una sonrisa. ¿Hacía cuánto tiempo que no se quedaba
dormida? Y en cuanto a despertar con el sonido del océano la respuesta era más fácil
aún: nunca. Hacía más de seis meses que se levantaba a las cuatro y media para
ponerse a hornear. E incluso los domingos, cuando abría más tarde, a las cinco ya
estaba completamente despierta, sin importar lo tarde que se hubiera quedado la
noche anterior, ya que su reloj biológico se negaba a responder a sus intentos de
apagarlo.
Al llegar ante el restaurante, notó el vehículo de un electricista en la parte de
atrás. Y vio a Ben consultando con Lance en la entrada trasera del local. El corazón le
dio un vuelco cuando él se llevó la mano sobre los ojos para observarla acercarse.
Pero cuando las ruedas de su furgoneta tocaron asfalto, aceleró, ofreciéndole un
fugaz saludo con la mano.
Ya trataría con él más tarde. En ese momento, tenía que freír peces más grandes.
Mucho más grandes.

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Capítulo 10
A partir de ahí, el día empeoró de forma progresiva. Desde las inagotables
preguntas de Tina nada más llegar a la pastelería, hasta la falta de género para cubrir
las necesidades de sus clientes. Desde el interrogatorio a que la sometió Debbie, su
hermana, al enterarse de que un hombre había llamado a su hija para que abriera el
local, hasta tener que negar que fuera a llevarlo a la cena de Acción de Gracias y
afirmar que no existía ningún compromiso.
Y la gota que colmó el vaso fue la llamada de una clienta en potencia que había
leído sobre su local en el Confidential y quería saber si podía preparar cien tartaletas
con forma de pene para una despedida de soltera a fin de mes.
Había estado a punto de aceptar ese pedido, más por curiosidad de descubrir si
podía hacerlo. Pero al final decidió que no quería que la conocieran por unas tartas
con forma de pene. No podía verse veinte años más adelante preparando tartaletas
con forma de pene para despedidas de soltera.
Se preguntó dónde podría estar dentro de veinte años.
Así como en el pasado se había visto con media docena de locales, cenando con
sus amigos y llevando una vida contenta y despreocupada, en ese momento sólo
imaginaba un vacío enorme. Lo que quería decir era que la cara de Ben no aparecía
para llenar dicho vacío.
Sacó una bandeja mixta de bollos almibarados y hojaldres de crema del horno,
se limpió las manos en el mandil y fue a la parte delantera del local.
Titubeó al ver a Mallory en su rincón habitual, echando un montón de azúcar
en el café. Al sentarse frente a su amiga, supuso que si de algo podía estar
agradecida, era de que Layla, Mallory y Jack aún desconocieran lo sucedido esa
mañana.
Mallory terminó con su café y luego comenzó a centrarse alrededor de los
bordes de una tarta de queso al chocolate que Reilly había sacado de la nevera.
Por fortuna, Tina se había ido a clase hacía media hora. Johnnie Thunder estaba
enganchado a su ordenador portátil en el otro extremo de la tienda y otro cliente, un
hombre de mediana edad, se sentaba a otra mesa leyendo el periódico ante una taza
de café.
—¡Oh! Casi olvidaba por qué he venido —exclamó Mallory.
Antes de que Reilly fuera a comprobar el horno, su amiga había estado
quejándose de la falta de suerte para encontrar exteriores decentes para su último
documental.
Reilly enarcó una ceja, nerviosa. Se dijo que tenía que ser la peor mentirosa del
mundo. Aunque no era exactamente una mentira ocultarle las actividades de la
noche anterior a su amiga. Pero tampoco era contarle la verdad.

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Mallory clavó el tenedor en la parte central de la tarta y luego sacó un papel de


su omnipresente mochila.
—Esta mañana recogí esto en el metro. Esas cosas que la gente deja en los
asientos.
—Mmm —coincidió Reilly distraída, sin haber viajado nunca en el metro de Los
Ángeles. Pero desde que el maltrecho vehículo de veinte años de antigüedad de
Mallory había mordido el polvo hacía poco, su amiga había tenido que recurrir a
métodos alternativos de transporte. Eso cuando no lograba convencer a Jack para que
la llevara de un lado a otro.
El teléfono de la tienda sonó cuando Mallory miraba algo en el periódico de
segunda mano.
—Perdona —dijo, casi aliviada por la interrupción y tratando de no alejarse
corriendo de la mesa, ya que estaba a punto de soltar algo tipo «he pasado la noche
con Ben y he disfrutado del sexo más increíble de mi vida, y al despertar descubrí
que no sólo había hurgado en mi bolso, sino que había llamado a la casa de mi
hermana, y la vida ha sido un desastre desde entonces». Así de sencillo. Sin siquiera
respirar.
Sintió la mirada curiosa de Mallory en la espalda y se preguntó si había
despertado sus sospechas al haber puesto el turbo para alejarse de la mesa. No la
sorprendería que su amiga sospechara lo que había estado pensando.
—Sugar 'n' Spice —dijo al auricular.
—Puedo atestiguar personalmente que a su dueña le gustan ambas cosas, el
azúcar y lo picante.
La voz sexy de Ben llenó su oído.
De inmediato le dio la espalda a la zona de las mesas, ya que desde su núcleo
central se elevó una oleada de calor. Las cosas que lograba hacerle.
Comprendió que estaba a punto de cometer un gran error al llevarse el teléfono
a la cocina y dijo:
—Sí, servimos a domicilio.
—¿Perdona? —Ben rió entre dientes.
Reilly se obligó a mirar hacia las mesas y sacó el bloc de notas del bolsillo del
mandil.
—¿Para cien? Desde luego. ¿Por qué no quedamos para repasar en persona lo
que desea?
Silencio.
Sonrió hacia donde Mallory la miraba de forma peculiar y los dedos de Johnnie
Thunder se habían paralizado sobre el teclado.
—¿A las seis de hoy? —dijo—. A esa hora estamos abiertos.
Ben carraspeó.

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—¿Eso significa que quieres que vaya a las seis?


—Sí, sí. Muy bien, entonces. Nos vemos luego —colgó, fingió apuntar algo en el
bloc, cuando en realidad empleaba el tiempo para calmar su corazón y recuperar el
control sobre su respiración errática.
Se dijo que en algún momento llegaría a sonreír al pensar en él en vez de
encenderse tanto como para que ni una ducha fría pudiera enfriarla.
Eso no ayudaba nada. Volvió a guardarse el bloc y el bolígrafo en el bolsillo.
—¿Cliente nuevo? —preguntó Mallory cuando regresó a la mesa.
Reilly volvió a sentir que la piel se le encendía.
—Sí. Una recomendación de la madrastra de Layla, si te lo puedes creer.
—Mmm. En cualquier caso, esto es lo que quería mostrarte.
Distraída, miró el papel doblado que Mallory había empujado delante de ella.
Abrió mucho los ojos.
No sabía qué había esperado. Quizá una crítica de uno de los documentales de
Mallory. O incluso una columna de Jack.
A cambio, lo que recibió fue la foto de Ben Kane con una pelirroja
despampanante colgada de su brazo. La identificaban como la modelo danesa Heidi
Klutzenhoffer.
De pronto se sintió mareada.
—Fue sacada en una fiesta el fin de semana pasado —explicó Mallory,
señalando la fecha y los detalles.
El fin de semana último… Sábado… Una de las noches que Ben había dicho que
no tenía ningún plan que no pudiera cancelar… La noche que Efi y ella habían
tomado una cena italiana, visto películas en la tele y pataleado por las clases de
griego.
Movió la cabeza lentamente, atando cabos. El viernes, Ben se había presentado a
medianoche para darle de cenar y tratar de ver otra vez sus bragas antiguas. El
sábado lo había pasado con Efi. Y el lunes por la noche él se había presentado en su
apartamento y, prácticamente, lo había asaltado sobre el sofá.
Entre el viernes por la noche y el lunes por la noche, había un vacío muy grande
que parecía que Heidi Klutzenhoffer había estado encantada de llenar.
Apoyó la cabeza en la mano y sintió la piel caliente.
—¿Y? —trató de mostrarse indiferente. Después de todo, entre ellos no había
pasado nada el viernes por la noche. Se habían besado, metido un poquito de mano y
luego lo había echado.
No obstante, no impedía que se sintiera… usada, de alguna manera.
Mallory hizo una mueca.

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—Y quizá me equivoqué. Quizá que salgas con el Señor Famoso no sea la mejor
idea del mundo, Rei.
«Demasiado tarde», dijo para sus adentros.
—Lo único que digo es que eres demasiado buena para ese tipo. Y me temo que
si te involucras con él, sólo te causará dolor.
«Otra vez demasiado tarde», pensó.
Esbozó una sonrisa vaga.
—¿Quién ha dicho que se me pasa por la cabeza involucrarme con él?
Mallory volvió a guardarse el periódico en la mochila.
—Dios, Reilly, ¿crees que estamos en el instituto? Sé que hace un minuto
hablabas con él. También sé que anoche no estabas en casa cuando te llamé a las once
de la noche —su amiga abrió la boca—. Y que tampoco estabas aquí, porque llamé.
Reilly cerró la boca.
Algo debió de mostrar su cara, porque la expresión de Mallory cambió al
instante.
Dios, cuánto odiaba la compasión.
—Oh, cariño —Mall le tomó las manos—. No quiero que te hagan daño, eso es
todo. Tampoco Layla y Jack.
A Reilly le costó no retirar las manos. Pero lo que no pudo contener fue su
expresión de asombro.
—¿Lo saben?
—Claro que lo saben. Hablé con ellos esta mañana después de ver el periódico.
Y están tan preocupados como yo.
Fantástico. Lo que le faltaba.
Reilly le devolvió el palmeo a las manos de Mallory y sonrió.
—Agradezco tu preocupación, Mall. Lo último que quiero es que los hombres
como Ben Kane me hagan daño —se encogió de hombros y cruzó los brazos.
Reconoció la acción defensiva y se obligó a bajar las manos a los costados—. No soy
tonta. Sabía… sé en qué me estoy metiendo.
Mallory puso los ojos en blanco.
—Como me sueltes el rollo de «es mejor haber amado que no haber estado
jamás enamorada», te tiro mi tarta a la cara.
—No es lo que iba a decir —carraspeó—. Lo que iba a decir es que soy una
adulta libre. Él es un adulto libre. Y lo que pase más allá de ahí es asunto nuestro.
—Vaya. Esto es el instituto.
Reilly quiso gritar.

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—No, Mall. Sería el instituto si te contara que no lo iba a ver y siguiera adelante
y quedara con él de todos modos.
—Bien razonado —volvió a centrarse en la tarta—. Pero cuando las cosas caigan
en picado, no digas que no te lo advertí.
—¡Cielos! ¿Por qué eres tan condenadamente pesimista todo el tiempo? ¿Es una
habilidad con la que naciste o es algo que has ido desarrollando a lo largo del
camino?
Mallory la miró y parpadeó. Fue el único síntoma de que se había sentido
molesta. Pero recobró la ecuanimidad antes que Reilly.
—Simplemente, digamos que mi corazón ha sido pisoteado por hombres como
Ben Kane más veces que las que me gustaría recordar.
Reilly apretó los dientes.
—Y estás convencida de que voy a terminar como tú.
—No, trato de evitar que termines como yo —se reclinó en la silla y suspiró—.
Escucha, si dudas lo que digo, pregúntale sobre Holly…
—Heidi —corrigió Reilly.
—Lo que sea. Pregúntale sobre Miss Silicona y a ver qué te dice. Si te responde
con algo por el estilo de «todo ha sido por trabajo, encanto», entonces, bueno,
sufrirás.
—¿Y eso?
Su amiga miró la hora.
—Porque entonces sabrás que no será la última vez que escuches esa excusa —
se levantó—. He de irme. ¿Tienes un recipiente para que pueda guardar esto? Quizá
se descongele en el metro.
—Bastará con que lo mantengas alejado de tu corazón helado —musitó
mientras también ella se levantaba e iba a buscar un recipiente.
Mallory tomó la mano de su amiga después de que le hubiera guardado la tarta
y se la hubiera dado.
—¿Sabes?, no intento ser una aguafiestas ni nada por el estilo, Reilly. Es que…
es que conozco a los hombres. ¿Y Ben Kane? En su cara sólo lleva escrita la palabra
«rompecorazones».
Reilly sintió que los ojos la quemaban. Quizá Mall tuviera razón. Porque lo que
sentía en ese momento bajo ningún concepto podía conectarse con un estado de
felicidad.
—Gracias, Mall.
—De nada, pequeña.
Sin embargo, al ver marcharse a su amiga, tuvo que preguntarse cuánto del
creciente dolor que experimentaba se debía únicamente a las buenas intenciones de
su amiga y cuánto a Ben.

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Aunque tampoco se podía crear dolor cuando ya no había un terreno fértil para
que creciera.
Giró hacia la cocina y maldijo el momento en que Ben Kane eligió entrar en su
local.

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Capítulo 11
E
— l corte se produjo en el poste —informaba el electricista un rato más tarde a
Ben y a Lance—. Un corte limpio. Imposible que no haya sido adrede.
Ben se frotó la nuca. Eso no tenía ningún sentido. ¿Quién querría causarle
problemas?
—Tampoco voy a poder arreglarlo —continuó el electricista—. Edison tendrá
que enviar a alguien. Es su territorio. Como me meta en su terreno, me quitan la
licencia.
Ben le dio las gracias y lo dejó ultimando los detalles con Lance. Abrió la puerta
de su despacho y se dejó caer en su sillón de piel. Sólo Dios sabía cuándo mandaría
Edison a alguien. Dada la lejanía geográfica del restaurante, y el hecho de que el
corte no había afectado a ningún otro residente, sin duda estaría muy abajo en la lista
de prioridades de la compañía eléctrica.
Aunque si alguien era capaz de dar con una solución, ése era Lance. Adelantó el
torso y estudió las facturas que tenía en el escritorio. Facturas para los pedidos
equivocados. Encendió su ordenador y luego entró en su servicio de pedidos en
línea. Hacían falta el nombre de usuario y la contraseña correctos para acceder a la
cuenta. Y sólo Lance, el contable y él tenían acceso. El día anterior Lance había
cambiado el acceso y su contable les había recomendado que los cambiaran a diario
hasta que pudieran aclarar el problema.
Estudió el registro que esquematizaba el cambio de pedidos. Todo parecía estar
hecho desde el ordenador del restaurante. Y siempre durante momentos en los que
Lance o él o los dos habían estado presentes.
No tenía sentido.
Clavó la vista en el teléfono.
Por supuesto, la conducta extraña de Reilly al llamarla hacía un rato tampoco
tenía sentido.
Movió la mano y la frenó. No podía llamarla otra vez. Parecería… desesperado.
Sonrió. Era normal, ya que cada vez se sentía más desesperado… por pasar más
tiempo con ella.
Al despertar aquella mañana y ver ese cuerpo dulce curvado contra el suyo,
había experimentado una especie de epifanía. En vez del pánico inmediato que
habitualmente lo invadía cuando despertaba y descubría que había pasado la noche
con una mujer, se había sentido… en paz. De algún modo, completo. Y tan
condenadamente feliz, que había necesitado una hora para borrar la sonrisa de su
cara.
Nunca antes le había sucedido algo semejante.

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Y así como el pensamiento debería haberlo aterrado, no lo asustaba. A cambio,


lo hacía sentirse más bobo. Finalmente, empezaba a descubrir lo que era amar a
alguien.
No simplemente a alguien, sino a Reilly Chudowski.
En ese momento entendía lo que había sentido su padre al conocer a su madre y
casarse con ella tres semanas más tarde en Las Vegas.
Lo que se sentía al saber que se había encontrado a la única persona en todo el
mundo que «te llegaba».
El teléfono sonó. Se irguió y esperó que fuera Reilly. Contestó a la segunda
llamada sin mirar la pequeña pantalla con la identificación de la llamada.
—Ben, cariño, ¿dónde te has metido? Llevo una eternidad tratando de contactar
contigo.
Heidi Klutzenhoffer.
La semana anterior, oír la voz de la pelirroja de piernas kilométricas lo habría
alegrado, en ese instante sólo hacía que se sintiera… de alguna manera incómodo.
Una vez conocida la diferencia entre lo que podía sentir por una mujer y lo que había
sentido antes, poco importaba que Heidi fuera el sueño húmedo de todo hombre. La
única persona que ya podía hacerle eso era Reilly.
—Hola, Heidi. Lamento que te costara tanto hablar conmigo. Últimamente, han
pasado muchas cosas por aquí.
—Y yo que creía que intentabas evitarme —ronroneó con una voz que le había
conseguido varias publicidades y que acababa de darle un papel en la siguiente
película de Colin Farrell con temática sobre vampiros.
El sábado anterior había marcado la tercera vez que salían juntos. Una pareja
fabricaba en el cielo de las relaciones públicas. Literalmente. Su publicista se había
reunido con el publicista de ella y todos habían acordado que ya que ambos se
hallaban en ese momento entre relaciones, los ayudaría que los vieran juntos.
De modo que la primera vez la había llevado a una gala benéfica, luego a un
torneo de golf y, por último, el sábado anterior, a la fiesta del estreno de una película.
Y en cada ocasión, una foto de los dos había aparecido en todos los periódicos
importantes de Los Ángeles. Y hasta uno de los pasquines sensacionalistas había
publicado una o dos instantáneas. Desde luego, el titular de dicha publicación le
había puesto los pelos de punta… algo parecido a que los dos habían adoptado
animales de refugios municipales para satisfacer ciertos apetitos sexuales.
Se rascó la barbilla con gesto distraído. Se preguntó qué hacía que su reacción
hacia Heidi fuera tan diferente de los sentimientos que le inspiraba Reilly.
Tenía un sentido del humor sarcástico y sospechaba que era más inteligente que
la mayoría de las modelos. Incluso había disfrutado con su compañía. En un plano
estrictamente amistoso. No se había acostado con ella en las dos primeras ocasiones
porque había sido imperativo que regresara al restaurante… ¿o sólo había sido una

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excusa? Y el sábado anterior… bueno, toda la noche su mente había estado centrada
en otra mujer que acababa de conocer y que lo tenía cautivado.
Y que seguía cautivándolo.
Frunció el ceño, preguntándose qué quería Heidi.
—¿Cómo puedes llegar a pensar que alguna vez querría esquivar a una gata
como tú?
Dio la impresión de que la comparación le gustaba y emitió una risa ronca.
—Bueno, ¿puedo dar por sentado, entonces, que estás dispuesto a llevarme al
estreno de la película de Affleck y Damon el próximo fin de semana?
La palabra «no» se asomó a la punta de su lengua. Y permaneció allí. No sería
cortés rechazarla inmediatamente después de que le formulara la petición. Miró el
calendario que tenía en la mesa y vio que el siguiente fin de semana era el de Acción
de Gracias.
El estreno tendría una amplia cobertura informativa y…
«Reilly»… susurró una voz en su cabeza.
—Por desgracia, tengo algo en mi agenda para esa noche, Heidi —respondió.
—¡Oh, no!
Mentalmente se lavó la cara con agua fría y odió el sonido de decepción en la
voz de ella. No era culpa de Heidi que no conectara con él. Quizá debería
defraudarla con un poco más de gentileza.
—Pero deja que llame a mi publicista a ver si existe algún modo de que pueda
librarme del compromiso.
—Eso se parece más a lo que diría mi Benny —ronroneó.
Ben hizo una mueca. Su única intención era llamar a su publicista y pedirle que
se disculpara con Heidi a primera hora de la mañana. Ni el infierno mismo lo
impulsaría a ir con ella a ese estreno. No cuando podría pasar el tiempo con Reilly.
Después de hablar de algunas frivolidades, concluyó la llamada y estaba a
punto de llamar a su publicista cuando Lance apareció en la puerta.
—No se va a creer este pedido…

Las palabras de Mallory de advertencia contra Ben la hostigaron el resto del día.
Desde luego, no ayudó que Layla llamara a eso de las tres para repetir, aunque de
modo más civilizado, lo que Mall ya había dicho. La sorprendió un poco que Jack no
hubiera dicho nada cuando lo llamó para preguntarle si estaría disponible para hacer
algunos repartos por la mañana, porque Tina tenía clase a primera hora. Aunque era
normal que Jack no hablara. Sus palabras estarían impresas en su cara atractiva.
Pero, y por encima de todo, lo que le daba credibilidad a las palabras de
Mallory era el hecho de que eran las seis y media y Ben no aún no había aparecido.

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Estaba arriba, en el apartamento, después de haberse duchado y cambiado, y ya


empezaba a sudar de tanto ir de un lado a otro. Por lo general, el movimiento la
ayudaba a pensar. Aunque no en ese momento.
Miró la hora. Le había dicho a las seis. Y a pesar de lo borroso que mentalmente
se desplegaba su día, eso lo recordaba con absoluta claridad.
Y eran las seis y media.
Maldijo.
Agarró las llaves del apartamento y se puso las chanclas. Si iba a estar nerviosa,
bien podía hacerlo abajo, donde le daría un buen uso. Tenía un pedido para la tarde
del siguiente día en el que ya podía empezar a trabajar. Luego estaba el desorden que
había dejado porque había terminado más tarde de lo previsto.
¿Qué creía Ben? ¿Que no tenía nada mejor que hacer que esperarlo sentada?
Era una mujer ocupada. Una mujer de negocios ocupada con un montón de
cosas que hacer para llenar su tiempo. No pensaba esperar hasta que se dignara
dedicarle un minuto.
Alargó la mano hacia el pomo al mismo tiempo que alguien llamaba a la puerta.
Se sobresaltó. Le pareció algo muy raro.
Carraspeó.
—Adelante.
Su visitante, y esperaba que fuera Ben, trató de abrir sin suerte. Había olvidado
que había cerrado con llave.
Se mordió la uña del dedo pulgar. Se preguntó si sería una señal. ¿Tal vez
debería dejar a Ben del otro lado de la puerta y decirle que no quería volver a verlo?
Puso los ojos en blanco y bajó la vista. Luis, que así era como había bautizado al
gato negro, se enroscaba entre sus tobillos. Se preguntó qué le pasaba últimamente.
No era supersticiosa. Ni siquiera especialmente religiosa.
Abrió la puerta pero dejó que él bajara el pomo.
«No soy un felpudo, no soy un felpudo», se repitió para sus adentros.
Pero en cuanto lo vio, sintió ganas de postrarse ante él y dejar que se limpiara
los zapatos sobre ella. Ésa era la reacción física que le provocaba. Luego notó la
expresión retraída y agotada y sintió preocupación.
—Se te ve fatal —comentó.
Él le dedicó una media sonrisa.
—Sí, bueno, me siento fatal, así que no veo por qué no voy a parecerlo.
Una vocecilla en su cabeza exigía saber por qué llegaba tarde, por qué no había
tenido la cortesía de llamar y quién demonios era esa tal Heidi.
Pero no se trataba de su voz. Era la voz de Mallory.

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¿Y la suya? Lo invitó a sentarse, la hizo ir a la cocina a buscar una cerveza fría y


luego a sentarse junto a él.
—Lamento llegar tarde —se disculpó después de beber un buen trago—. Te
habría llamado, pero cuando me di cuenta de que llegaba tan tarde, ya casi estaba
aquí.
—No me debes una explicación —mintió, encogiéndose por dentro nada más
oír que las palabras salían de su boca.
Él le ofreció una sonrisa sincera.
—Sí que te la debo.
—De acuerdo, pues me la debes.
—Es que…
Esperó que continuara, resistiendo el impulso de instarlo a seguir con un gesto
de la mano.
Entonces comprendió el motivo de que llegara tarde. El motivo por el que no la
mirara como solía hacerlo siempre.
Oh, Dios. Iba a dejarla.
—Es que… —repitió Ben.
—Es Heidi, ¿verdad? —le quitó la cerveza y se bebió media botella. Se percató
de que la miraba y sonrió bobaliconamente antes de limpiarse la boca con el dorso de
la mano.
¡No podía haber hecho eso delante de Ben!
—¿Heidi? Oh, te refieres a Heidi Klutzenhoffer. No, no es por ella. Heidi no era
más que una esporádica compañía pública. Sólo eso.
—¿Era? ¿En pasado?
—Era —rió entre dientes—. Parece que has tenido el mismo día que he tenido
yo.
—Depende del tipo de día que hayas tenido tú —repuso con cautela.
Un punto a favor de Mallory. Al parecer, iba a poder recordarle ese «ya te lo
dije» mucho antes de lo que había imaginado. Ben iba a dejarla. Pero, la verdad,
¿quién podía culparlo? Era uno de los solteros más codiciados de Los Ángeles y esa
mañana había, huido de su casa como salido del infierno, casi sin molestarse en
saludarla después de haber disfrutado de una de las noches más increíbles de su
vida.
Y en ese momento se convertía en un felpudo sin pudor a la espera de ser
reemplazada por una modelo nueva.
—Éste ha sido uno de los días más difíciles de mi vida —indicó Ben.
Reilly sintió un nudo en la garganta y tuvo que obligarse a no alargar la mano
para acabarse la cerveza de él.

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—Por primera vez en siete años, he tenido que cerrar las puertas del Bernardo's
Hideaway debido a circunstancias que están más allá de mi control.
Reilly parpadeó y el corazón le palpitó de forma errática.
No la estaba echando de su vida.
Estaba compartiendo un momento difícil con ella.
—¿Eso es todo? —soltó.
Ben la miró y también parpadeó.
Reilly se dio un golpe en la frente con la palma de la mano.
—Lo siento. Tienes razón. También para mí ha sido un día difícil. Aunque al
parecer, no tanto como el tuyo —apoyó la mano en su hombro y sintió los músculos
tensos. Comenzó a masajeárselos—. ¿Qué ha pasado? —preguntó.
Él le sonrió.
—Tú primero.
Reilly movió la cabeza.
—No. Yo no he tenido que cerrar. Tú sí —le trabajó el borde del cuello—. ¿Ha
sido por el corte eléctrico?
—No. Sí —suspiró y se hundió más en los cojines—. La electricidad sigue
cortada, pero no he tenido que cerrar por eso —cerró los ojos.
Reilly se preguntó si comenzaba a relajarse por el simple hecho de su contacto.
Eso le encantó.
Se acercó un poco más para poder trabajar mejor los músculos del hombro
izquierdo.
—Fabio, el chef, llamó para decir que no podía ir. Al parecer, lo asaltaron en el
aparcamiento del mercado de carne con el que trabajamos.
—¡Dios! Espero que no haya sufrido nada serio.
Él abrió los párpados.
—Mmm. Eso es estupendo. Sigue haciendo lo que estás haciendo…
Obedeció, experimentando una extraña sensación de júbilo por ser capaz de
mitigarle la tensión de esa manera.
—¿Fabio se encuentra bien? —preguntó.
—No. Quiero decir, sí. La herida no ha sido tan grave.
—¿Herida?
Asintió y volvió a cerrar los ojos. Eso le permitió a Reilly concentrarse en la
línea sexy de su boca.
—El agresor le cerró la puerta del coche en la mano izquierda. Diez huesos
quebrados.

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Reilly se quedó atónita.


La noche anterior había notado que Fabio era zurdo, eso significaba…
—Sí, eso significa que estará fuera de la cocina hasta que se recobre.
—Oh, Ben, lo siento tanto. Fabio tiene que estar destrozado.
—Ésa es la palabra que andaba buscando —se hundió aún más en el sofá—. Vi
que estaba destrozado cuando lo recogí en el hospital antes de llamar a Lance para
comunicarle lo que pasaba —frunció el ceño—. Creo que le faltaba esto para ponerse
a llorar.
—La cocina es su vida.
Ben asintió.
—Sí.
Trató de llegar a su otro hombro, pero no pudo alcanzarlo, de modo que
empezó a sentarse a horcajadas. Ben la miró con los ojos entornados y esbozó una
sonrisa sugerente.
—Ése sí que es un movimiento pensado para que un hombre olvide sus
problemas.
Le dio un golpe suave.
—Esto no tiene nada que ver con el sexo, maníaco —sintió su erección
instantánea entre los muslos y se preguntó si podría retractarse—. Tiene que ver con
hacer que te sientas mejor.
—Eso haría que me sintiera mejor.
Vio que lentamente deslizaba la mano por su cintura en busca de la entrepierna.
Le contuvo el brazo y se lo llevó otra vez al costado.
—¿Quieres relajarte? Hice un curso de masaje de un año. Sé lo que estoy
haciendo.
—Apuesto que sí —cerró los ojos y bajó más para que la erección descansara de
forma más sólida entre las piernas de ella—. ¿Y cómo se llamaría este movimiento?
—Sería «si no paras de contonearte, te voy a hacer daño de verdad».
—Ah. Suena doloroso.
—No te haces idea.
Sonrió al pronunciar las palabras, porque a pesar del comportamiento
sugerente, Ben empezaba a relajarse. Bueno, todo menos una parte. Observó que los
músculos se destensaban bajo sus cuidados, que los planos del rostro se suavizaban.
Él carraspeó.
—¿Así que esta noche vamos a tu manera? —preguntó.
—¿A qué te refieres? —se centró en un nudo especialmente resistente en su
hombro.

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—Rápido… o lento.
Sexo. Volvía a hablar del sexo.
Y su cuerpo respondía de una manera que manifestaba que estaba más abierto a
la idea.
Pero su mente…
—¿Sabes? —Musitó—, será mejor que empieces a ir con cuidado o voy a
sospechar que me quieres para un sexo fácil.
El placer desapareció del rostro de Ben y abrió los ojos por completo para
estudiarla.
—Créeme, Reilly, si esto… sea lo que fuere lo que sucede entre nosotros… fuera
sólo por sexo, no estaría aquí ahora mismo.
Por alguna estúpida causa, su respuesta le encantó de un modo que no podía
empezar a analizar en ese momento.
Se adelantó y le dio un beso.
—Eso me gusta —musitó.
Él movió las cejas exageradamente.
—¿Cuánto?
Reilly rió y le ordenó que volviera a cerrar los ojos.
Durante largo rato, ninguno de los dos habló, mientras ella le masajeaba los
brazos y subía las manos a sus sienes. Empezaba a temer que se hubiera quedado
dormido, hasta que murmuró su aprobación cuando empezó a trabajarle las manos,
dedo a dedo.
—¿Sabes? —Dijo Reilly—, no todo tiene que estar perdido. Hablo del
restaurante —la miró con curiosidad. Ella se encogió de hombros—. Pensaba… la
lesión de Fabio no es completamente discapacitadora. Físicamente, aún podría estar
en el restaurante, ¿no?
Ben asintió.
—Sí —confirmó con cierta vacilación.
—Bueno, entonces, podría supervisar a los otros cocineros. Ya sabes, enseñarles
a preparar los platos como él los haría. Puede que no esté capacitado para cortar
verduras o carne, pero no veo por qué no va a poder hacer todo lo demás.
Vio que Ben esbozaba una sonrisa lenta. Después se quedó quieta cuando él
subió las manos por sus brazos, le acarició la mandíbula y luego introdujo los dedos
en su cabello con el fin de bajarla para darle un beso.
—Eres un genio.
Le dio otro beso, ese prolongado y pausado. Reilly sintió que en él crecía una
tensión diferente, lo que la encendió y humedeció. Ben era demasiado bueno. Y así
como la sensación debería haberla aterrado, por algún motivo no fue así. Descubrió

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que, simplemente, disfrutaba del trayecto, preparada para aceptar… lo que había
entre ellos hasta donde llegara.
Retrocedió un poco y apoyó la frente contra la de él. Fue su turno de mover
exageradamente las cejas.
—Y ahora, en cuanto a eso del sexo… —comenzó con su mejor voz de
seducción.

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Capítulo 12
— Mamá dice que te comportas como una prostituta.
La mañana del lunes siguiente, Reilly estuvo a punto de escupir el café sobre la
mesa que ocupaban en un rincón frontal del Sugar 'n' Spice su sobrina y ella. Habían
pasado cinco días desde que Ben llamara a la casa de su hermana. Cinco días felices
en los que Ben había ido a su casa cada noche. En los que no habían dejado de
explorarse sus cuerpos, sus vidas.
Y en ese momento se lo hacían pagar.
—Creo que la palabra que buscas es «mujerzuela» —corrigió, secándose la boca
y esperando que el café no le goteara de la nariz—. A una prostituta le pagan. Una
mujerzuela lo hace por placer. A tu madre jamás se le dio bien notar la diferencia.
Efi sonrió, el pelo rosa especialmente brillante con la luz del sol que entraba por
el escaparate.
—¿Sabes?, es lo mismo que pensé yo. Pero no me atreví a usar ninguna de las
dos palabras delante de mamá, o me habría castigado de por vida.
—Típico de mi hermana. Me sorprende que usara la palabra delante de ti.
Efi jugó con un bollo que no estaba comiendo.
—No lo hizo. Hablaba con la abuela por teléfono y yo escuchaba a escondidas.
Santo cielo. La única persona que aún no había hablado acerca de las curiosas
actividades de Ben durante la última semana era su madre. Tuvo la sensación de que
eso iba a cambiar rápidamente.
La campanilla que había encima de la puerta sonó. Reilly no vio quién acababa
de entrar, pero lo supo de inmediato por la fresca loción para después del afeitado.
—Hola, Jack —lo oyó suspirar antes de que se situara en su campo de visión.
—Es mi colonia, ¿verdad? Me refiero al motivo por el que nunca te puedo
sorprender.
Reilly le sonrió.
—Eso y nuestra alerta del radar de tipos macizos. Salta cada vez que tú andas
cerca.
—Ja, ja —miró a Efi—. Hola, pequeña —saludó, revolviéndole la parte superior
de su cabeza rosa—. Me gusta el color del pelo.
Si Reilly hubiera hecho lo mismo con el pelo cuidadosamente engominado,
habrían saltado chispas. Pero Efi no sólo dejó que Jack lo hiciera, sino que fue toda
sonrisas y mejillas ruborizadas.
—Gracias, Jack.
Él volvió a mirar a Reilly.

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—¿Tienes listas las entregas?


Ella asintió.
—Sí. Sólo me falta cargar en la furgoneta un par de bandejas de la nevera y todo
listo —le sonrió—. Gracias por hacer esto Jack.
—¿Para qué están los amigos?
Recordando la conversación mantenida con Mallory y Layla, también ella se
preguntó lo mismo.
Junto con todas las mujeres presentes, observó a Jack dirigirse a la cocina. Oyó
los juramentos que farfullaba, indicando que sabía que lo miraban. Desde luego,
Reilly sabía que eso no caía en el territorio de la amistad, pero era humana.
Igual que Efi, que tenía la vista clavada en el trasero compacto y goloso de Jack.
—Es todo eso y un refresco doble de cerezas —suspiró la adolescente.
—Ni siquiera voy a preguntarte qué significa eso —Reilly hizo una mueca—. En
cualquier caso, termina el bollo o vas a llegar tarde a la escuela.
Efi apartó el dulce.
—De todos modos voy a llegar tarde; entonces, ¿por qué no llamas para decir
que estoy mala y me quedo a echarte una mano?
De modo que ya odiaba también el colegio. Se dijo que era un papel complicado
hacer de tía de una adolescente.
—Valoro mi vida —le sonrió—. Tu madre me despellejaría viva si contribuyera
a tu futura delincuencia.
—Me estarías enseñando un oficio.
Reilly sacó una bolsa de detrás del mostrador y metió dentro el bollo intacto.
—¿De qué te serviría si eres analfabeta?
Efi puso los ojos en blanco mientras bajaba del taburete.
—Aprendí a leer en primer grado, tía Rei.
—Sí, pero no las palabras importantes. Como «pena capital». Que es a lo que se
enfrentará tu madre después de matarme —le entregó la bolsa a Efi y la empujó con
suavidad hacia la puerta—. Vete.
Efi le dio un beso en la mejilla y se marchó. Reilly permaneció ante el
escaparate, mirándola. Fue interesante comprobar que cuando la joven se alejó unos
diez pasos, aceleró el ritmo, casi como si hubiera olvidado que habían estado
hablando.
«Ah, tener quince años otra vez».
Pero de inmediato decidió que no los quería.
Le dio la espalda al ventanal y recogió la mesa, pasando junto a Johnnie
Thunder, sentado en su sitio habitual.

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—¿Te sirvo otro café? —le preguntó.


Pareció sorprendido de encontrarla de pie junto a él y apretó una tecla que hizo
que la pantalla de su ordenador portátil se pusiera en blanco.
—Mmm, no. Gracias —repuso casi con timidez.
—De acuerdo —se detuvo a preguntarle a sus otras dos clientas si les faltaba
algo antes de regresar detrás del mostrador. Allí oyó el pesado suspiro de Tina.
—No sé cómo lo soportas, tía Rei —dijo—. Me refiero a los episodios neuróticos
de Efi. Mamá y yo no tenemos paciencia —volvió a suspirar al tiempo que introducía
una bandeja de bollos bajo el expositor—. Dios, no recuerdo haber sido jamás tan
joven.
La última vez que Reilly había mirado, Tina era así de joven.
—En cualquier caso —continuó la adolescente—, Jack te espera en la cocina.
¿Quieres que yo me ocupe de él?
Los ojos oscuros de su sobrina mayor estaban demasiado brillantes, su sonrisa
era un poco… depredadora.
—Creo que lo que querías decir era si deberías encargarte tú de la situación —
movió la cabeza, recogió dos bollos almibarados y los puso en una bolsa, llenó una
taza de plástico grande de café y añadió un bollo más antes de cerrar la bolsa—. Y,
no, gracias, yo… me ocuparé de él en persona.
Obvió el jadeo horrorizado de Tina y pudo imaginar lo que pasaría por su
mente después del «Incidente de Ben». En ese punto, lo más probable era que su
familia pensara que se acostaba con todos los varones solteros de la zona
metropolitana de Los Ángeles. Aunque, ¿por qué detenerse con los varones?
Después de todo, estaban en Los Ángeles.
Entró en la cocina y encontró a Jack sentado leyendo el periódico ante la isla
grande, diseñada para los pedidos más voluminosos.
—Ah, una mujer como a mí me gusta —dijo, aceptando el café y mirando en la
bolsa—. ¿Tres? Desde luego, debo de haber sido un buen chico.
Reilly rió al tiempo que se sentaba a su lado.
—Lo has sido.
Devoró medio bollo y luego bebió un trago de café.
—¿Te importa ponerme al tanto de lo que he hecho? Ya sabes, por si decido que
me gusta el trato.
—¿Aparte de porque has realizado estas entregas por mí tres veces en la última
semana por mi falta de suerte para encontrar un repartidor a tiempo parcial? —Se
encogió de hombros y le cerró el periódico—. Oh, no sé. Supongo que es porque no
has dicho nada acerca de Ben Kane y nuestra… bueno…
Las palabras flotaron en el aire.

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—¿Qué? —Instó Jack—. ¿Vuestra encendida sesión de sexo? —Ella amagó con
quitarle los bollos y él rió entre dientes—. Sólo expongo los hechos, Rei. No emito
juicios.
Tenía razón, desde luego. No había emitido ningún juicio. Ni siquiera había
sacado el tema hasta que ella misma lo mencionó.
—¿Por qué no lo haces? Todos los demás parecen ansiosos y considerarse
cualificados para la tarea.
Pareció tomarse largo rato en tragarse el resto del bollo y en ayudarse con un
trago de café.
Las tres sabían que Jack Daniels era un alcohólico en recuperación. Al principio,
se había justificado diciendo que era su destino, después de que lo bautizaran con el
nombre del whisky. Pero Reilly sabía lo grave que era la situación. Incluso, cuando se
conocieron años atrás, lo había acompañado a un par de sesiones de A.A. Y de vez en
cuando se ponía a fumar para superar momentos críticos. Pero de pronto
comprendió que rara vez hablaba de esa época. De hecho, rara vez hablaba de algo
en particular. Simplemente, parecía disfrutar de la compañía de ellas.
—Yo soy el último capacitado para juzgar a alguien —musitó. Cerró la parte
superior de la bolsa y la depositó sobre la isla—. Además, supongo que ya estarás
recibiendo suficiente de Mall y Layla. Dios sabe que mi oído se agota.
Reilly frunció el ceño, apoyó el codo sobre el mostrador, y luego la cabeza en la
mano.
—No sé. Quiero decir, por un lado comprendo su preocupación. Por el otro…
—Te gustaría que se metieran en sus cosas.
Reilly le sonrió al atractivo hombre que tenía enfrente.
—Eso lo resume muy bien —pasó el dedo por una parte de la limpia
superficie—. Dime, Jack, ¿cómo es que ninguna de nosotras… bueno, ya sabes, salió
alguna vez contigo? Quiero decir, sé que las tres hicimos un pacto al principio.
Decidimos que si queríamos que la amistad funcionara, debíamos olvidarnos de
cualquier plan sobre ti. Pero…
Jack la miró largo rato.
—¿Pero?
—No vas a ayudarme en esto, ¿verdad? —sonrió.
Él movió la cabeza y le devolvió la sonrisa.
—No —la apuntó con un dedo—. Ése es el problema con no concluir una frase.
Jamás sabes si la otra persona lo hará por ti —ella bebió un trago de café—. Reilly,
sabes que estoy aquí si necesitas a alguien con quien hablar, ¿no?
Ella asintió. Sí, lo sabía. Mejor aun, sabía que podía decirle cualquier cosa sin
preocuparse de que le pudiera llegar a Layla y Mallory. Y que la escucharía.

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—¿Tienes tu aportación a la situación? —Se oyó preguntar, a pesar de que sabía


que maniobraba por un campo de minas potencial—. Ya sabes, al hecho de que salga
con Ben Kane.
Él le apretó el hombro.
—Cariño, creo que deberías hacer caso de lo que dicte tu corazón. Y aunque te
lleve por un camino equivocado, y no digo que ése sea el caso, nunca tendrás que
cuestionarte qué hubiera pasado si le hubieras hecho caso.
Se preguntó si alguna vez había estado tan próxima a alguno de sus dos
hermanos. No lo creía. Y era tan agradable poder contar con él para que le diera un
consejo sensato…
Y, por supuesto, para que realizara las entregas.
A regañadientes, se apartó.
—Creo que será mejor que te pongas en marcha.
Jack la estudió, como si tratara de descifrar cuál era su estado emocional.
Cuando ella sonrió y trató de contener unas lágrimas, le devolvió la sonrisa.
—Las mujeres sois un desastre, ¿lo sabías?
Reilly rió y lloró al mismo tiempo.
—Lo sé. No tengo ni idea de cómo nos soportas.
—Porque estar con vosotras me mantiene cuerdo. Me hace comprender lo mal
que pueden llegar a estar las cosas —bromeó. Luego le dio un abrazo breve—. Y
porque os quiero —ella parpadeó—. Como hermanas, por supuesto.
Reilly rió.
—Por supuesto.

Más tarde, aquella noche, todo en el Bernardo's Hideaway funcionaba como un


mecanismo de precisión.
Con la excepción del irritable chef que no podía cocinar y del puesto de jefe de
repostería aún sin cubrir.
Al menos la electricidad había vuelto.
«Eso es algo», pensó Ben.
Desde luego, hasta que no descubriera quién había cortado el cableado, no
podía tener la certeza de que no volviera a repetirse.
Y así acabar con la mala prensa que estaba recibiendo. Al principio, sus
problemas habían merecido una mención como de pasada. Esa mañana, ya se había
ganado una frase entera en el rincón del gourmet del Confidential. «¿Es que el
Bernardo's Hideaway comienza a deslizarse hacia la noche?».
Desde la ventanilla de la cocina observaba el comedor. Todo parecía bastante
normal. Los comensales reían, bebían y comían como cualquier otra noche. Salvo que

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había más mesas vacías que de costumbre. Y que algunos de los comensales daban la
impresión de mirar alrededor, como si esperaran que sucediera algo.
Pero fue una persona en particular quien llamó más su atención.
—¿Quién soy?
Unas manos suaves y cálidas le cubrieron los ojos, haciéndolo sonreír con más
ganas que en todo el día.
No había esperado a Reilly. De hecho, al hablar con ella hacía
aproximadamente una hora, no le había mencionado nada de que iría. Había dicho
algo de terminar un pedido para luego darse un baño caliente y ponerse a leer un
buen libro antes de meterse en la cama.
Le encantó que hubiera cambiado de parecer o que le hubiera mentido desde el
principio.
—¿Heidi?
Las manos de ella se paralizaron.
Él rió entre dientes, y luego la situó delante para poder abrazarla, a pesar de su
rigidez.
—Eso no ha sido nada gracioso —los ojos almendrados despedían llamaradas.
—Veo que mi sentido del humor necesita ciertos reajustes —sonrió—. ¿Me
ayudarás?
—No —empujó su pecho—. De hecho, ni siquiera eres tú a quien he venido a
ver.
Él enarcó las cejas y experimentó algo peculiar en el estómago.
—¿Oh?
Reilly le hizo una mueca y Ben tuvo la impresión de que iba a pagar el
comentario sobre Heidi.
—Sí —recogió una bolsa azul que había dejado en el suelo—. He venido a ver a
Fabio.
—A Fabio… —repitió Ben despacio.
Cruzó los brazos y la observó acercarse al hosco y orondo chef para darle unos
golpecitos en el hombro. Fabio dejó de ladrar en mitad de una orden y giró para
mirarla, y al instante el rostro se le suavizó con una sonrisa.
—Oh, no debería —dijo el cocinero italiano, abriendo el brazo derecho para
darle un abrazo de oso.
—Aún no ha visto lo que hay en la bolsa —objetó Reilly.
Fabio hizo un gesto amplio.
—No importa. Mientras sea de usted, ¿verdad?
Reilly rió y buscó algo en el bolso.

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—Aquí está. Deje que le quite esa servilleta que se ha anudado alrededor del
hombro —con cuidado la sustituyó con un cabestrillo rojo con el lema Para Ti Es Jefa
en blanco.
Ben se frotó el mentón y sonrió.
La vio sacar cosas de una en una. Una varilla especial para rascarse por debajo
de la escayola. Un megáfono para los momentos en que creía que nadie le hacía caso
y, por último, una silla plegable para que pudiera descansar de vez en cuando.
La sonrisa de Fabio era tan grande como la cocina.
—Usted… usted es la mujer más hermosa del mundo, signorina Reilly.
Ben observó el profundo rubor de ella cuando Fabio la besó con entusiasmo en
ambas mejillas y se volvió para mostrarle los regalos al resto del personal.
La puerta de la cocina se abrió y entró un camarero. Al volver a cerrarse, Ben
volvió a situarse detrás, para continuar mirando por la pequeña ventana.
—¿Qué sucede? —quiso saber Reilly, colocándose a su lado.
—Es lunes —fue la respuesta sencilla que ofreció él.
—Mmmm… al menos lo era la última vez que lo comprobé —la miró—.
Lunes… Lunes… ¡Oh! ¡Lunes! —lo apartó a un lado para poder mirar—. ¿Dónde
está?
—¿Quién? —preguntó él innecesariamente, un poco molesto. ¿Por qué tenía la
impresión de que de los dos, sería ella quien olvidaría su aniversario?
—Tu padre, por supuesto —lo miró fijamente—. Espera, espera. Es el que está
al final de la barra, ¿verdad?
Ben estiró el cuello y luego se enderezó la corbata.
—¿Cómo lo has adivinado?
—Porque es el que parece que desea salir corriendo por la puerta.
Ben hizo una mueca.
—Bromeo, tonto —le pasó un brazo por los hombros—. Supe que era él porque
os parecéis mucho.
—¿Sí?
Nunca antes había notado las similitudes, pero en ese momento que miraba a
su padre a través de los ojos de Reilly, vio la semejanza. Los dos tenían la misma
nariz recta. El mismo pelo oscuro y tupido. La misma complexión delgada y alta.
—¿Cómo se llama? —preguntó ella.
—¿Eh?
—¿Su nombre? —se retiró para mirarlo—. Tiene un nombre, ¿verdad?
—Jerry —repuso, viendo cómo quitaba la etiqueta de la botella de cerveza que
le había pedido.

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Reilly comenzó a empujar la puerta. Ben la sujetó por el brazo.


—¿Adonde vas?
—A presentarme, por supuesto. Y a hacerle compañía. A nadie le gusta comer
solo.
Por supuesto. ¿Por qué no había pensado él en eso?
Vio salir a Reilly al comedor y luego acercarse a su padre con una sonrisa
amistosa en el rostro, mientras él le dedicaba una expresión ceñuda.
De pronto tuvo la impresión de que invitar a su padre al restaurante había sido
un error.
Se apartó un poco de la puerta para dejar pasar y salir a unos camareros.
Llevaba abierto siete años y nunca lo había preocupado lo que pensara su padre.
No sabía por qué le importaba tanto en ese momento.
Ni lo que Reilly le estaría diciendo.

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Capítulo 13
JerryKane era tan atractivo y encantador como el hijo. Y Reilly estaba
disfrutando de verdad de la conversación que mantenía con él. Le contó lo que había
sentido al comprar el primer puesto de perritos calientes y ella cómo había usado el
dinero que le había dejado su abuela para iniciar su propio negocio seis meses atrás.
Y además tenía historias sobre los actores de los años cincuenta y sesenta que la
dejaban boquiabierta.
Estaba hipnotizada. Por él. Por sus historias. Y por todo lo que sabía sobre Ben
que ella jamás sabría.
—¿Sabe? —Dijo, aceptando que le rellenaran el vaso con el refresco que bebía
mientras el camarero se llevaba el plato que Jerry había acabado, bautizado «Perrito
Caliente para Gourmets»—. Ben apenas menciona a su madre.
Jerry clavó la vista en su cerveza con expresión seria.
—No puede. Principalmente, porque hay poco que decir.
Ella miró hacia la puerta de la cocina y vio que Ben los miraba como un niño al
que acabaran de sorprender ante el escaparate de la tienda de caramelos sin dinero
en el bolsillo. Se preguntó por qué no salía. Por qué no se reunía con ellos.
—La madre de Ben —comenzó Jerry—. La conocí un día que pidió un perrito
caliente con ketchup y sin mostaza —se encogió de hombros con una sonrisa
nostálgica en la cara—. Era tan hermosa que no fui capaz de decirle que ningún
amante serio de los perritos calientes recurre al ketchup —le sonrió—. Pero le pedí
una cita. Tres semanas más tarde nos casábamos en Las Vegas.
—Eso es romántico —suspiró Reilly.
Él asintió.
—Lo fue. En su momento. Un romance vertiginoso. El mejor y el único de mi
vida.
Tuvo ganas de hacerle preguntas, pero consideró que en ese caso en particular
era mejor no entrar sin permiso. Que él compartiera lo que quisiera sin necesidad de
que ella hurgara en viejas y dolorosas heridas.
Jerry la miró, sus ojos azules un poco más oscuros que los de Ben, pero no
menos poderosos en su capacidad de captar atención.
—Era bailarina. Incluso apareció en varias de esas películas de números de baile
en el agua con Esther Williams —movió la cabeza—. Recuerdo despertar cada
mañana preguntándome cómo había logrado conquistarla. Una verdadera belleza.
Reilly miró alrededor del restaurante, estudiando los pósters enmarcados que
colgaban de las paredes. No lo había notado antes, pero cerca de la entrada colgaba
la foto de una rubia hermosa de piernas largas que posaba para la cámara. ¿La madre
de Ben? No tuvo valor para preguntarlo, ya que no sabía cómo concluiría la historia.

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Jerry bebió un trago de cerveza.


—Casi dos meses después de casarnos, descubrió que estaba embarazada.
—¿De Ben?
Él asintió.
—De Ben.
No se explayó de inmediato, y Reilly se movió un poco nerviosa.
—Debió de ser un momento feliz para usted —comentó, rezando para no haber
metido la pata.
La miró con expresión de sincero desconcierto.
—Ben no te ha contado mucho sobre su madre, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza, preguntándose dónde la situaba eso en una escala del
uno al diez en el juego de las citas. ¿En menos dos?
—No pasa nada. Supongo que a nadie le habla de ella. Dios sabe que los dos
nunca hablamos del tema —movió la cabeza—. El día siguiente a que Ben naciera,
ella se levantó, abandonó el hospital y jamás regresó.
Reilly dejó de respirar unos momentos.
Jerry asintió.
—Sí, me has oído bien. En la nota que dejó, decía algo de que el bebé no había
entrado en sus planes. Yo ya sabía que se habría deshecho de él si hubiera podido.
Pero el aborto era ilegal en aquellos tiempos. Y yo no habría dejado que fuera a ver a
uno de esos carniceros —cerró fugazmente los ojos—. No dejé de pensar que si la
amaba lo suficiente, si le mostraba suficiente entusiasmo por el bebé, terminaría por
aceptarlo. Alteraría sus planes de convertirse en la siguiente gran estrella.
Oh, Dios.
—¿Así que Ben jamás conoció a su madre?
Jerry movió la cabeza.
—No. Nunca le permití ver la carta. O la postal que recibí una vez de ella. De
Atlantic City. Decía que estaba trabajando como corista allí. Era breve, directa y no
mencionaba en ningún momento a Ben. Ni siquiera sé si conocía su nombre. Lo
bauticé nada más irse ella. En honor de mi padre.
La mirada de Reilly se vio atraída hacia el hombre que había detrás de la puerta
de la cocina. El corazón se le encogió de ternura.
Se parecía tanto a un niño pequeño que jamás había conocido a su madre y que
anhelaba la aprobación de su padre…
—Debió de ser duro para los dos.
Jerry rió entre dientes.

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—Eso es un estado mental. Era nuestra realidad. Y creo que la aprovechamos


bastante bien —alzó la botella de cerveza e indicó el restaurante—. Por la pinta que
tiene esto, la aprovechamos muy bien.
Reilly sonrió.
—Seguro que a Ben le gustaría saber que usted lo aprueba.
Jerry la miró con expresión llena de sorpresa.
—¿Ben? No. Él siempre ha sabido lo que quería, y estoy seguro de que lo ha
conseguido. Ya no necesita mi aprobación.
Reilly le tocó el brazo con gentileza.
—Oh, creo que la necesita más de lo que usted imagina.
¿De qué hablaban? Notó el modo en que Reilly tocó el brazo de su padre y lo
invadió una gran curiosidad, y una calidez poderosa que lo dejó aturdido.
Su padre dio la impresión de ir a levantarse del taburete. Ben conoció un
momento de pánico. Era la primera vez que iba a su restaurante, y aparte de sentarse
con él cinco minutos cuando llegó, apenas le había dicho dos palabras.
Y en ese momento iba a marcharse.
La adrenalina lo empujó a cruzar la puerta de la cocina y a dirigirse hacia el bar.
—¡Ben! —exclamó Reilly con una sonrisa enorme en la cara.
Ben miró a su padre.
—¿Te marchas tan pronto?
Jerry no lo miró.
—Que jamás se diga que un Kane abusó de una bienvenida —enderezó los
hombros—. Es evidente que estás ocupado. No me interpondré en tu camino.
—Bajo ningún concepto —intervino Reilly, bajando del taburete para situarse
junto a el.
El silencio se extendió entre los tres hasta que Reilly carraspeó, lanzándole una
mirada severa a Ben.
Él tuvo ganas de preguntarle qué había hecho, pero no dijo nada.
—Bueno, señor Kane —continuó ella—, ha sido un verdadero placer conocerlo.
Espero que ésta no sea la última vez que nuestros caminos se cruzan.
Su padre sonrió de un modo que Ben no recordaba haberle visto hacer.
—El placer ha sido todo mío, Reilly.
Ben recibió otra mirada severa, y luego Reilly dejó solos a los dos hombres y se
dirigió a la cocina.
—Una chica agradable —comentó Jerry—. Y bonita.
—Sí lo es, ¿verdad? ¿Has disfrutado de la cena?

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Jerry volvió a mirar la barra, que ya habían limpiado mientras ellos charlaban.
—Ningún amante de los perritos calientes que se precie les pondría chile.
Ben parpadeó. ¿Eso era todo lo que tenía que decir?
Jerry apoyó una mano en el hombro de su hijo.
—Pero estaba muy bueno, hijo —apretó casi hasta el punto de dolor, tal como
solía hacer cuando Ben era niño. La única manifestación de emoción que se había
permitido en la casa de los Kane—. Estoy orgulloso de ti —miró alrededor—. Tienes
un lugar excelente y cómodo, donde un hombre puede disfrutar de una buena
cerveza, buena compañía y buena comida.
Ben sintió como si acabaran de quitarle un peso enorme de los hombros.
—No es un puesto de perritos calientes.
Su padre rió entre dientes.
—No. No lo es. Pero eso tampoco es necesariamente algo malo.
Ben lo miró con ojos entrecerrados.
—Yo creía…
Su padre esperó. Pero cuando Ben dio la impresión de no poder decir las
palabras, Jerry comentó:
—Pero tú creíste que me sentiría decepcionado porque no era uno de los
puestos de perritos calientes —su hijo asintió—. Diablos, muchacho, esos puestos
casi me matan. Me alegró que los vendieras cuando lo hiciste.
Envolvió a su padre en un abrazo de oso y le mostró el tipo de emoción que
Jerry Kane jamás había experimentado con otro hombre. Y fue una sensación
estupenda.
—Eres un tipo condenadamente obstinado, ¿lo sabías, papá?
Sintió que los brazos de su padre realizaban un movimiento tímido para
abrazarlo; luego le devolvió el abrazo con fuerza.
—Sólo recuerda que la manzana jamás cae muy lejos del árbol, hijo.

Ben hizo entrar a Reilly en su casa y cerró la puerta con el pie al tiempo que
liberaba la mano izquierda de donde estaba pegada a su firme trasero para poder
encender la luz.
—Eres una hacedora de milagros —dijo, besándola apasionadamente una y otra
vez, incapaz de saciarse—. Deberían ascenderte al rango de santa.
Reilly rió, exponiéndole el cuello. Él se aprovechó de ello y se lanzó a darle
unos besos serios.
—Si fuera una santa, ¿estarías haciendo eso?
Ben conoció un momento de pausa, y luego sonrió sobre la piel de fragancia
dulce.

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—No.
—Bueno, entonces…
Subió la mano por el bajo de su falda y se lanzó en línea recta hacia las
braguitas. Ella jadeó.
—He de comunicarte —murmuró—, que no me lo has puesto fácil. Te juro que
pensé que te ibas a quedar en la cocina y ver cómo tu padre se marchaba sin salir a
despedirte.
Ben cerró los ojos y gimió, rota momentáneamente la concentración.
—Yo también lo temí —le mordisqueó el cuello—. Pero tenía que saberlo. Tenía
que averiguar qué pensaba.
—¿Y? —preguntó, metiendo las manos bajo su camisa.
—Y le gustó el local.
Ella le enmarcó la cara con las manos.
—Ben, cariño, le encantó.
Supo que la sonrisa que exhibía era boba, pero no pudo evitarlo.
—Sí, ¿verdad?
Ella rió y le plantó un beso húmedo en plena boca.
—Eres incorregible.
—Y tú necesitas quitarte esa ropa —volvió a lanzarse sobre sus braguitas.
¿Llevaba un tanga? Santo cielo, así era—. Tiene que desaparecer —agarró el
triángulo delantero y tiró. El sonido del desgarro de la tela la hizo jadear.
—¿Qué haces? ¿Sabes cuánto me ha costado?
La guió hacia el dormitorio y en esa ocasión no se molestó en abrir las cortinas
de los ventanales, sino que la lanzó directamente a la cama.
Ella gritó sorprendida al rebotar dos veces antes de sentarse erguida.
A Ben le costó no hacerle el amor ahí mismo. A cambio, fue al cuarto de baño
adyacente y abrió el grifo del agua caliente en la bañera. Regresó y la encontró
sentada donde la había dejado, con expresión un poco desconcertada.
—¿Qué? —quiso saber ella al ver que se quedaba de pie junto a la cama.
—Nada. Sólo disfruto del paisaje.
Ella bajó la vista y vio que tenía la falda enrollada en torno a la cintura. Tiró del
bajo y se cubrió en parte.
—Pervertido.
—Exhibicionista —se alejó de la cama.
—¿Qué haces ahora? —preguntó, evidentemente impaciente de que se uniera a
ella.

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—Aguanta un minuto. Te he traído una cosa.


Ella se irguió aún más.
—¿Para mí? ¿Me has traído un regalo?
Ben abrió un cajón y sacó un paquete rojo.
—En realidad, es más para mí que para ti.
Reilly frunció el ceño mientras él se lo arrojaba a la cama. Lo sacudió junto a su
oído.
—Creía que el objetivo era lograr que me desnudara, no que me pusiera otra
ropa.
Se bajó los pantalones y luego se desprendió de la camisa.
—¿Quieres abrir el condenado regalo, Rei?
—Bueno, ya puedo decir que no es el estuche de un anillo —dijo.
Ben la miró fijamente.
—¿Qué?
Ella hizo una mueca.
—Nada —arrancó el papel.
Ben habría reflexionado un poco más en lo que Reilly acababa de decir, pero
estaba ansioso por ver la reacción de ella ante lo que le había comprado.
El sonido que emitió al observar el contenido de la caja fue entre horrorizado y
disgustado.
—Oh, Dios —musitó, alzando las bragas enormes con la punta del dedo
índice—. No puede ser en serio —soltó el algodón blanco de nuevo en la caja como si
tratara de contener un ejército de hormigas—. Nunca me vas a dejar olvidar aquellas
bragas, ¿verdad?
Él le quitó la caja y sacó la prenda interior.
—Oh, no. De hecho, quiero que me prometas que a partir de ahora, éste será el
único tipo de bragas que usarás.
Ella parpadeó y lo miró como si se hubiera dejado el cerebro en el restaurante.
—Eres un pervertido, ¿verdad?
—Eres tú quien se las pone, por lo tanto, ¿eso en qué te convierte?
Intentó arrebatarle la prenda.
—Solía ponérmelas. Y sólo porque eran cómodas. Punto. No porque pensara, ni
siquiera en mis más ridículas fantasías, que eran sexys.
Él movió las cejas divertido.

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—Eso es porque desconoces algunos de los sueños que he tenido —cerró los
dedos en torno a uno de sus tobillos y la acercó al borde de la cama—. Ven aquí y
deja que te las ponga.
Lo pateó.
—¡No me vas a poner eso encima, Ben!
—¿Qué? ¿No son del tamaño adecuado?
Ella miró la etiqueta para comprobarlo.
—Sí que lo son. Lo que hace que me sienta aún peor, gracias.
Ben sonrió.
—Oh, no te sientas mal, cariño. Póntelas y haré lo que quieras.
Lo miró muda unos momentos mientras se mordía el labio inferior.
—¿Cualquier cosa?
—Mmm —le sonrió.
Ella suspiró.
—De acuerdo —alzó un dedo—. Pero sólo durante un rato.
Se sentía tan encendido y anhelaba tanto verla con las bragas blancas, que
estaba dispuesto a aceptar únicamente un minuto.
La ayudó a quitarse la falda y la blusa y luego le indicó que se tumbara. Reilly
obedeció, pero no con mucha predisposición. Le alzó un pie y le mordisqueó el arco
del pie; luego le introdujo la pierna elástica antes de repetir el proceso con la otra
pierna. Entonces, con los dientes, se las subió por las pantorrillas, más allá de las
rodillas y por los muslos.
Ella disfrutó de ese enfoque diferente de vestirla.
Teniendo en cuenta cómo le palpitaba la erección, Ben tampoco lo pasaba mal.
Llegó hasta la cima de los rizos entre los muslos y se detuvo. No pudo evitar la
tentación de introducir la nariz en ese bosque exuberante, inhalar la fragancia
almizcleña, acariciarle el núcleo de la flor con la punta de la nariz.
Ella alzó la espalda de la cama y Ben aprovechó para subirle las bragas el
espacio que quedaba. Luego le alisó los costados con las manos. Se puso en cuclillas y
contempló su obra.
Quizá su personalidad se hallara al borde de la perversión, porque lo más
probable era que fuera el único tipo del mundo que encontrara excitantes esas cosas
grandes. La cintura de las bragas se estiró para cubrir el ombligo pequeño de Reilly,
mientras las piernas se cerraron en torno al nacimiento de sus muslos.
Pero la verdad era que lo que menos le interesaba eran las bragas. Lo que lo
cautivaba era lo que había debajo.
Pegó a Reilly contra su pecho y se dirigió al cuarto de baño.
Ella jadeó y se aferró a él.

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—¿Qué haces?
—Meterte en una bañera con agua caliente —soltó, demasiado cerca de realizar
su fantasía como para explayarse.
—¿Con esto encima? —prácticamente chilló ella.
La respuesta de Ben fue meterla en el agua caliente y remolineante de la enorme
bañera. Ella se sumergió por completo y luego emergió tosiendo, apartándose el pelo
de la cara. Echó la cabeza atrás y soltó una carcajada mientras las burbujas jugaban
con las cumbres rosadas de sus pechos.
Ben la siguió y salió entre sus piernas. Reilly le rodeó la cintura con ellas y
colocó la erección tensa justo donde quería tenerla. Él se incorporó sobre las rodillas
y observó mientras su cuerpo se elevaba, el estómago quebraba la superficie y el
agua descendía por su piel perfecta… revelando el sitio donde el algodón blanco
estaba mojado y se moldeaba sobre su sexo.
Él gruñó mientras examinaba visualmente la zona en cuestión. Nunca había
visto nada tan sensualmente erótico como la tela casi transparente pegada a esa piel
tan cálida. La agarró por las caderas y pasó los dedos pulgares por donde podía ver
con claridad a través del algodón, hasta llegar al punto en que la tela se adhería al
sexo excitado. Con el vello mojado, pudo seguir con facilidad la abertura hasta el
centro de los dulces pliegues. Presionó los pulgares sobre los labios inflamados y
luego, despacio, los abrió, desnudando la piel como pétalos que había debajo del
tenue algodón.
Alzó la vista y vio a Reilly siguiendo embelesada el curso de sus movimientos.
Ella tragó saliva, sin duda excitada por su comportamiento inusual.
—Creía que, mmm, ibas a hacer todo lo que yo quisiera.
Le sujetó las caderas con más firmeza.
—Te mentí.
En el agua, el movimiento fue más fácil. Aprovechó la oportunidad para darle
la vuelta, de modo que quedó de rodillas delante de él, con las piernas abiertas, el
algodón pegado al trasero firme y redondo, al tiempo que le brindaba una
perspectiva nueva de las propiedades que tenía el algodón mojado sobre una piel
femenina y limpia. Moldeó aún más la tela en el interior del valle poco profundo
entre los glúteos, mirando cómo el agua goteaba de él, casi como si se trataran de los
fluidos de Reilly y no de agua.
—¿Cuándo fue la última vez que practicaste el sexo, Reilly? —se inclinó sobre
su espalda y le susurró la pregunta al oído.
—¿Qué? —La pregunta la confundió, ya que esperaba que fuera él quien
supiera la apuesta en su pequeño juego—. Anoche.
Él le lamió la humedad del cuello.
—Quería decir antes de aparecer yo.

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Ella frunció el ceño y él imaginó que estaba considerando su respuesta. Le pegó


la erección entre la piel palpitante entre las piernas. Su acción produjo los resultados
deseados, ya que la contestación fue un susurro trémulo.
—Hace mucho tiempo. Años.
Ben quedó sorprendido. Pero más aliviado.
—Yo nunca he practicado el sexo sin protección —ella se volvió para mirarlo a
los ojos—. Los preservativos no se deslizan bien en el agua, Reilly. ¿Confías en mí?
Ella asintió despacio, absorbiendo la importancia de lo que él le decía.
—¿Y el control anticonceptivo? —susurró.
Ben quiso pedirle que encarara las consecuencias con él. Pero ¿era demasiado
pronto para pedirle eso? ¿Para sugerir que si se quedaba embarazada recibirían
encantados la oportunidad?
En ese momento, estar conectado con Reilly sin ninguna interferencia le pareció
los más importante.
—Me retiraré —indicó—. Pero debes saber que no es el método anticonceptivo
más eficaz.
Ella volvió a asentir y se pegó a su erección, provocándole un gemido.
—Quiero sentirte, Ben…
Era el visto bueno que él necesitaba. Poniéndose de pie, agarró una toalla
gruesa y la introdujo en el agua, colocándola debajo de sus rodillas. Luego la
acomodó de espaldas a él, de tal manera que ella pudiera sujetarse a los costados de
la bañera.
Pasó la mano derecha por encima de la curva de su trasero y luego siguió por la
unión de los glúteos hasta donde estaba tan caliente que podía quemarle los dedos.
Lentamente, apartó el algodón mojado de su sexo, dejando al descubierto la piel
henchida y perfecta. Encajó la punta de la erección en su portal y después la
introdujo hasta la empuñadura, aferrándole las caderas con fuerza para mantenerla
quieta.
Sentir los músculos compactos y suaves a su alrededor, sin la capa de látex
encima, casi le provoca el clímax allí mismo. Jamás había experimentado una
sensación tan dulce… tan extraordinaria. En ese instante, entendió por qué a tantos
hombres les gustaba hacerlo sin funda. Y comprendió la importancia de correr el
riesgo con esa mujer.
Reilly.
Curvó la mano alrededor de su cintura y subió para coronarle los pechos, que
masajeó con delicadeza antes de plantar la palma de la mano contra ella con el fin de
subirla para que los cuerpos se encontraran. Se apoyó contra la pared de la bañera y
tembló cuando los músculos de Reilly se contrajeron a alrededor del pene.
Con placer y pausa le besó el cuello. Luego empleó la ingravidez del agua para
elevarla de su erección y bajarla de inmediato por ella. El gemido que obtuvo le hizo

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apretar los dientes para controlar el orgasmo. Repitió el movimiento una y otra vez…
acariciándole los pechos enjabonados al tiempo que la penetraba hasta llevarla al
borde del abismo. Entones, en el último minuto, se retiró, a pesar de su gemido de
protesta, y pegó la erección sobre su zona lumbar al tiempo que el mundo se
fragmentaba en un millón de piezas brillantes.
A medida que curvaba el cuerpo de Reilly contra el suyo, pegándola a él, en ese
momento llegó a saber que su temor a estar enamorándose de Reilly no era sólo un
temor. Era una realidad clara y evidente. Y la sonrisa completa que esbozó le indicó
que no podría haber sido más feliz al respecto.

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Capítulo 14
Reilly estaba convencida de que el momento justo anterior al amanecer era uno
de los más hermosos del día. En especial de ese día. Regresaba a su casa desde la casa
de Ben con una sonrisa, sintiendo el vivo aire de las primeras horas soplándole sobre
la piel recién duchada. Le había pedido que la despertara a las cuatro. Y él había
cumplido.
De hecho, había cumplido en todo.
Tembló al recordar que le había prometido hacer todo lo que ella quisiera y
cómo, después del sexy baño que habían tomado, le había dado todo, incluso cosas
que ni siquiera había sabido que quería.
La sonrisa se le amplió al recordar que había colgado las bragas antiguas de la
puerta de la ducha como recuerdo de su inusual cita. Sólo Ben habría podido salir
victorioso de algo como lo de la noche anterior y convertirlo en una de las
experiencias más memorables de su vida.
Sentía los músculos extenuados y relajados. La feminidad le palpitaba y aún
podía sentir la prueba ardiente del deseo de Ben goteando de su interior y
humedeciéndole los muslos. Así como la primera vez él se había retirado, después…
bueno, los dos parecieron olvidar que volaban sin red y, simplemente, habían
disfrutado del viaje.
Se frotó el cuello al comprender plenamente lo que habían hecho y cuál podría
ser el resultado de dicho acto.
Extrañamente, no se sentía demasiado preocupada. De algún modo, se sentía…
completa. Y más feliz que en mucho, mucho tiempo. Si es que alguna vez había
podido ser más feliz.
Suspiró.
La noche anterior había conectado con Ben de un modo como nunca antes había
conectado con otro ser humano. Mucho más que en un plano simplemente físico. En
ciertos momentos, le había parecido que algo más que sus pieles estaban unidas. Que
una especie de esencia más honda, quizá sus espíritus, se exploraban y abrazaban
hasta dar la impresión de que se convertían en un único ente, en vez de ser dos
personas diferentes.
Le encantaba el silencio y la quietud que antecedían al amanecer.
Le encantaba estar enamorada de Ben.
Vio luces delante. Entrecerró los ojos, pero no pudo discernir nada en la
oscuridad. Esperó que nadie hubiera sufrido un accidente. Odiaba las escenas de
metal retorcido y sufrimiento humano. Le recordaba la fragilidad del ser humano.
Se acercó a las luces y el corazón comenzó a latirle con fuerza. Se dio cuenta de
que no sólo había coches de policía, sino también dos vehículos de los bomberos
bloqueando la calle justo delante de…

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Estaban delante del Sugar 'n' Spice.


Y la pastelería estaba en llamas.
Detuvo la furgoneta, incapaz de asimilarlo todo de una sola pasada. Su cerebro
trataba de absorber la visión del humo que salía del local y subía al apartamento y a
la policía sellando la zona, pero no lo consiguió.
Abrió la puerta de la furgoneta y salió con rodillas como gelatina. Eso no podía
estar sucediendo. Su local no podía estar en llamas.
—Señora —le dijo un oficial de la policía de Los Ángeles, impidiéndole avanzar
más—. Me temo que voy a tener que pedirle que se quede donde está.
—La… Yo… ése es mi local… mi casa —susurró.
Con el rugido del fuego y de las mangueras, el oficial no dio la impresión de
oírla y ella siguió empujando para avanzar.
—Señora…
—No lo entiende. ¡Soy la dueña de ese edificio, maldita sea!
El oficial parpadeó.
—Tengo entendido que la dueña del edificio estaba en el apartamento de arriba.
El corazón le dio un vuelco y la garganta se le resecó.
—¿Qué?
—Una vecina informó verla en la ventana antes de que el lugar se incendiara.
—Pero eso es imposible… No estaba en casa. He estado fuera toda la noche…
La tierra pareció abrirse bajo sus pies. ¿Quién se encontraba en su casa?
—Un equipo de rescate intenta entrar ahora mismo.
Lo empujó, sin prestar atención a su petición de que se quedara quieta.
Avanzó entre los vehículos hasta llegar delante del edificio. O lo que antes
había sido su apartamento y su pastelería. Unas llamas brillantes y anaranjadas
salieron por las ventanas rotas de la pastelería y de las del apartamento, junto con
columnas de humo negro.
Eso no podía estar sucediendo… No podía.
—¡Tía Reilly! ¡Tía Reilly, ayuda! —oyó débilmente por encima del rugido del
fuego.
Las rodillas amenazaron con doblársele.
—¡Efi! —le pareció gritar, pero sólo oyó un murmullo. A través del humo,
apenas podía distinguir la ventana.
Trastabilló hacia delante, agarrando el brazo de la persona más cercana, quien
sospechó que era el jefe de bomberos.
—¡Es mi sobrina! ¡Mi sobrina de quince años! ¡Está dentro! ¡Tienen que hacer
algo! ¡Tienen que sacarla!

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El jefe miró por encima de su hombro, y luego el policía que había intentado
impedirle que se acercara la sujetó por el brazo y trató de alejarla de la escena.
—¡No! —gritó Reilly, luchando contra él—. ¡Efi está ahí dentro!
—No hay nada que usted pueda hacer, señora.
Lo miró con ojos furiosos, el corazón desbocado.
—¡Entonces, haga algo usted, maldita sea! ¡Saque a mi sobrina de ahí, ahora!
Le sujetó el brazo con más fuerza y señaló una escalera que subía hacia las
ventanas de la primera planta mientras el agua de dos mangueras era apuntada al
interior.
—Van a entrar ahora.
Santo cielo…
Nunca en la vida había sentido el impulso tan ferviente de rezar. Allí de pie,
con la mano del oficial en torno a su brazo, miró sin parpadear cómo un bombero
abría la ventana con un hacha y terminaba de romper los cristales.
—¡Efi! —gritó al ver a la adolescente aparecer otra vez ante la ventana.
El bombero echó una manta mojada sobre la espalda de su sobrina y la alzó
como si no pesara más que un paquete de harina. La escalera se apartó de la ventana
en el momento en que en el interior del apartamento sonaba una explosión,
escupiendo fuego por el agujero por el que acababa de escapar Efi.
Reilly salió impelida hacia delante, obligando al oficial a soltarla en su afán por
ir a buscar a su sobrina.
—Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios —repitió una y otra vez mientras el bombero
bajaba a Efi y la trasladaba a los brazos de otro bombero. Reilly los siguió, tratando
de ver en el interior de la manta—. Efi, ¿estás bien? Oh, cariño, por favor, dime que
estás bien.
No hubo respuesta mientras el bombero depositaba a la adolescente demasiado
quieta en una camilla y la manta se caía. Reilly pasó a su lado y miró el rostro de ojos
muy abiertos de su sobrina.
—¡Oh, Efi! —exclamó y con delicadeza le enmarcó la cara con las manos y trató
de establecer contacto visual—. Háblame, cariño. ¿Estás herida?
Efi siguió mirando hacia arriba.
—Está conmocionada, señora —la informó el bombero—. Y ahora, si puede ir
hacia atrás mientras nosotros…
En ese momento Efi parpadeó y miró directamente a los ojos de Reilly. Los
suyos reflejaban miedo.
—Oh, tía Rei. No podía…
—¿Qué, Efi? —el tormento de la muchacha la asustaba—. ¿No podías qué?

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La joven comenzó a mover la cabeza y las lágrimas cayeron por la cara


manchada de hollín.
—Mamá y yo tuvimos una pelea gorda, por eso vine, pero tú no estabas en casa
y me quedé dormida en el sofá y… Oh, Reilly, ha muerto.
Reilly contuvo el impulso de sacudirla para sacarla de la conmoción.
—Efi, ¿de qué estás hablando?
La adolescente parpadeó, como si su respuesta fuera obvia.
—Blackie.
Reilly finalmente lo entendió.
—¿Te refieres al gato?
Su sobrina asintió.
La voz se le quebró en un sollozo al abrazar a la muchacha.
—Oh, cariño. No pasa nada. Lo más probable es que escapara. A los gatos eso
se les da bien. Ya sabes, tienen nueve vidas. Creo que a… Blackie aún deben de
quedarle unas siete o seis, por lo menos.
En ese momento, sólo podía pensar en que su sobrina se encontraba bien.
Pero en la periferia de su alivio, estaba el desolador conocimiento de que todo
por lo que tanto había trabajado, su local, su apartamento, su vida, se esfumaba en
humo a unos metros de ella…

Ben entró en el Hideaway poco después de las ocho de la mañana, ya que la


mayoría de las entregas estaba programada para esa hora. Saludó con la mano a
Lance, que hablaba por teléfono, y tomó el portapapeles con las facturas pendientes
de pago de un gancho próximo a la puerta. Tenían electricidad. Fabio supervisaba la
cocina. Y en el exterior el sol brillaba, el aire del mar era fresco y limpio y todo
parecía más luminoso que un día atrás.
Reilly…
Pocas dudas albergaba de que su optimismo se debía a ella. Siempre que la
tenía cerca, percibía que el mundo seguiría girando. Que todo saldría bien. De hecho,
estupendo.
Y el sexo era…
Bueno, fenomenal.
Y cada vez que pasaba con ella, mejoraba.
El camión de reparto del proveedor de mariscos entró en el aparcamiento.
Encontró el pedido en el portapapeles y lo puso encima de todo, indicándole al
conductor que continuara marcha atrás. A los pocos momentos, había verificado que
todo estaba como debería. Había pedido cangrejos; le daban cangrejos. Hasta el
último artículo encajaba a la perfección, hasta el último gramo.

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—Jefe… tenemos un problema.


Resistió el impulso de decirle a Lance que se marchara. Últimamente, había
oído esas palabras demasiado a menudo. Quería que ese día no las hubiera. Firmó el
albarán de los mariscos al tiempo que el proveedor de cervezas entraba en el
aparcamiento.
—Lo siento, pero esto no puede esperar —insistió Lance.
Lo miró bajo la luz del sol y notó las arrugas que marcaban la cara joven de
Lance.
—Acaba de llamar Tina, del Sugar 'n' Spice. Hoy no habrá reparto.
Ben enarcó una ceja.
—¿Nada?
—No, señor.
Se frotó la frente. Nada encajaba.
Y tuvo la impresión de que Lance no había terminado. No le gustó la expresión
del otro.
—Vamos, suéltalo.
—Es que… Quiero decir, lo que intento decir es… —suspiró y apartó la vista—.
No sé cómo comunicárselo, ya sabe, viendo la relación que tienen ustedes dos, así
que no me andaré con rodeos… Esta mañana en el Sugar 'n' Spice ha habido un
incendio.
Ben sintió un nudo en la garganta.
—¿Un incendio? —Lance asintió—. ¿Muy grave? —¿y por qué no lo había
llamado Reilly? ¿Se habría incendiado uno de los hornos mientras cocinaba esa
mañana?
—Bastante grave, por lo que tengo entendido. Tina ha dicho que pasaría un
tiempo hasta que pudieran volver a abrir.
Ben le entregó el portapapeles y fue a su despacho a llamar por teléfono. Sólo al
tener el auricular en la mano se dio cuenta de que no sabía adonde llamar.
Únicamente tenía el número del Sugar 'n' Spice. Probó. Recibió el mensaje grabado
de que no había línea.
Llamó a Lance.
—¿Dónde puedo ponerme en contacto con Tina?
Lance movió la cabeza.
—Se negó a darme un número.
Ben lo miró fijamente.
—¿Qué quieres decir con que se negó a darte un teléfono?
—Lo que acabo de decir, jefe. Dijo que ya se pondrían en contacto… en algún
momento.

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Colgó el auricular y se dirigió hacia la puerta.


—¿Adonde va? —preguntó Lance.
—A cerciorarme de que Reilly está bien.
Y no pensaba descansar hasta que lo averiguara.

Reilly estaba sentada junto a la cama de Efi en el hospital, mirando el rostro


dormido de su sobrina, aferrándole la mano como si pudiera ser la última vez que
fuera a tocarla. Pero lo único que pasaba por su mente era que Efi se iba a poner bien.
Había sufrido inhalación de humo, pero con unos días de descanso y oxígeno cuando
lo necesitara, no había razón para no creer que fuera a recuperarse del todo.
Cerró fugazmente los ojos, preguntándose si alguna vez sería capaz de limpiar
de su olfato el olor acre del fuego. Borrar las imágenes grabadas en su retina de Efi de
pie ante la ventana del apartamento, con las llamas amarillas iluminando la
oscuridad de la madrugada. La destrucción de algo que había sido tan importante
para ella.
—Cielos, ¿estás bien?
Se volvió y vio a Mallory cruzar la puerta, seguida de cerca por Layla y Jack.
Efi se movió en su sueño y Reilly se llevó un dedo a los labios, indicando que
deberían ir fuera.
En cuanto la puerta se cerró a su espalda, sus amigos la bombardearon a
preguntas.
—¿Cómo empezó el fuego?
—No lo sé.
—¿Qué hacía Efi en el apartamento?
—Se había peleado con su madre y se había quedado dormida en el sofá.
—¿Dónde estabas tú cuando sucedió?
Guardó silencio.
Habían pasado cuatro horas desde que regresara de la casa de Ben. Y en ese
tiempo, la culpabilidad le había devorado las entrañas hasta que temió que un simple
contacto físico pudiera fragmentar su debilitada fachada.
De haber estado en el apartamento, Efi jamás habría estado allí cuando se inició
el fuego. Habría hablado con su sobrina y luego la habría mandado a casa con su
hermana.
Si hubiera estado en casa, quizá habría olido el humo y habría podido apagar el
fuego antes de que pudiera destruirlo todo.
Si hubiera estado en casa, no habría estado con Ben.

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—Por el amor del cielo, Mallory, no me digas que estabas con él —espetó
Mallory, centrando su mirada acusadora en ella—. Sabía que no iba a salir nada
bueno de esa relación.
Reilly se quedó boquiabierta.
—¿Qué estás sugiriendo? ¿Que lo que generó el incendio es que yo viera a Ben?
Mallory se situó justo delante de ella.
—Si no hubieras estado con Ben, te habrías encontrado en casa y nada de esto
habría pasado.
Jack frunció el ceño aún más.
—Y Reilly podría haber terminado muerta —aportó. Mallory y Layla lo miraron
fijamente—. ¿Qué? Adentraos en las aguas turbias de «lo que podría haber sido» y
obtendréis multitud de variables.
Reilly sintió una oleada de gratitud hacia el miembro masculino de su círculo
de amigos. Jack podía hablar poco, no participaba de los cotilleos, pero cuando se
pronunciaba, lo que decía tenía impacto.
No obstante, temía que el daño ya estuviera hecho. Aunque la única intención
de Mallory fuera protegerla, sus palabras habían calado hondo.
La vida con el capitán del equipo de fútbol no era para chicas como ella, como
sus amigas no dejaban de señalarle. Sin importar lo feliz que la había hecho, el fin se
asomaba por el horizonte.
Y con su sobrina tumbada en la habitación de al lado, recobrándose de
inhalación de humo, y el resto de su vida hecho añicos a sus pies, quizá ya estaba en
el linde de ese horizonte que estaba a punto de desmoronarse.

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Capítulo 15
Tras lo que parecía un mes más tarde, aunque Reilly estaba segura de que
apenas eran dos días después, estaba acostada en la cama gemela en la habitación de
Efi, en la casa de su hermana, con la vista clavada en los bombones de chocolate de la
mesilla. Eran las dos de la tarde, aunque no había ningún motivo para levantarse. Efi
estaba en el colegio y Debbie se hallaba en la cocina, haciendo ruido con unas ollas en
un intento, eso sospechaba Reilly, de sacarla de la cama.
Su local había desaparecido. Y todos, desde el departamento de investigación
de incendios hasta su compañía de seguros, le ponían las cosas difíciles. Debido a la
alta cantidad de propulsor, gasolina, presente en el escenario, y a su «conveniente»
ausencia aquella noche, tal como lo había expuesto uno de los oficiales de policía,
todos creían que había incendiado su propio negocio. Y mientras la policía
sospechara eso, la compañía de seguros se dedicaba a retrasar cualquier tipo de
compensación hasta no tener el resultado final de la investigación.
Para colmo, sus proveedores habían logrado encontrarla y le exigían el pago de
todos los productos ya entregados, dejándola con una gran deuda y sin posibilidad
de generar ingresos.
No obstante… todo eso sumado no se comparaba con el dolor vacío que la
atenazaba el pecho y que parecía crecer con cada segundo que no tenía noticias de
Ben.
Se dio la vuelta y cerró los ojos con fuerza a la brillante luz de la tarde que
entraba a través de las cortinas rosas y se tapó la cabeza con el edredón. Un segundo
más tarde, sacó la mano y tomó un bombón, que desenvolvió y se llevó a la boca,
dejando que se disolviera despacio.
Sabía que Ben estaba al corriente de lo que había pasado. Tina la había
informado de que había llamado para comunicarle a Lance que no harían ninguna
entrega en el futuro próximo.
¿Por qué no había llamado?
Otro sonido estrepitoso procedente de abajo. Luego el olor claro de algo que se
quemaba hizo que frunciera la nariz. Se preguntó si alguna vez sería capaz de oler a
quemado sin recordar cómo se consumía su apartamento y su pastelería.
Con un suspiro, apartó el edredón y sacó las piernas por el costado de la cama,
enfundándose los pies en las zapatillas prestadas. Se puso la vieja bata que le había
dejado su hermana sobre la camiseta grande que la noche anterior había sacado de la
cómoda de Efi. Ni siquiera se molestó en comprobar su aspecto en el espejo lleno con
fotografías. Salió de la habitación, bajó las escaleras y fue directamente a la cocina.
Estaba a punto de abrir la boca para decirle unas cuantas cosas a Debbie,
cuando se dio cuenta de que su hermana se hallaba al teléfono.
—No, no quiere hablar contigo ahora mismo —decía su hermana—. Sí, se lo
diré.

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Debbie cortó la comunicación del teléfono inalámbrico y lo dejó en la encimera,


junto al fogón.
Reilly hizo una mueca, incapaz de reconocer la comida que había en la olla.
—¿Qué intentas preparar?
—¡Reilly! Dios mío, no se te ocurra volver a hacer acto de presencia de forma
tan furtiva. Con todo lo que está pasando, lo último que necesito es sufrir un ataque
al corazón.
—Eres tan fuerte como un buey y tu hija tiene el pelo rosa —dijo—. Puedes
encajarlo todo.
—Solía tener el pelo rosa. Hasta que el fuego en tu local se lo quemó todo.
Reilly respiró hondo y suspiró.
—Se lo chamuscó. El pelo se le chamuscó, Debbie —retrocedió hasta que la
parte de atrás de sus rodillas encontraron una silla y se dejó caer en ella—. Y, créeme,
ya me siento bastante culpable de que haya pasado.
—Deberías.
—Y tú deberías haber sabido que tu hija no estaba en la cama aquella noche —
espetó. Cerró los ojos y se encogió para sus adentros, preguntándose de dónde
habían salido esas palabras—. Lo siento, no quería decir eso.
Debbie suspiró y, como cabía esperar, no se disculpó por sus desagradables
palabras.
Reilly subió las piernas y las rodeó con los brazos, luego apoyó la mejilla sobre
las rodillas. El olor de la cocina de pronto hizo que pensara en la abuela Rose, la
única de su familia que había sabido cocinar.
Eran recuerdos agridulces.
Largas tardes de domingo pasadas en la casa de un dormitorio de su abuela en
Pomona, aprendiendo a preparar merengue para mezclarlo con la masa y hacerla
más ligera. A derretir el chocolate y añadirle trozos de mandarina, bañando la fruta y
arrebatándole su rango de comida sana.
Siempre lo había pasado muy bien en la casa de la abuela Rose. Siempre había
sentido que se encontraba en casa, algo que no le había sucedido en su propio hogar.
Por supuesto, con diez años había superado los cuarenta y cinco kilos de peso.
Con quince, los setenta. Y con dieciocho…
Suspiró. Con dieciocho, su abuela había fallecido, dejándole una bonita suma
de dinero. Había perdido peso, ido a la universidad y, con el tiempo, decidido abrir
el Sugar 'n' Spice. Sonrió con gesto distraído, preguntándose qué habría pensado la
abuela de la pastelería.
Y qué habría dicho una vez que la hubiera visto desaparecer.
—¿Quién llamaba? —preguntó con tono ausente mientras su hermana se movía
por la cocina. Al parecer, decidida a quemar otra olla.

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—¿Eh? Oh, nadie.


Los ojos de Debbie estaban quizá demasiado abiertos.
Reilly frunció el ceño.
—A mí me sonó a una conversación muy específica para haber sido con nadie.
Debbie se encogió de hombros.
—Era uno de esos desagradables investigadores del seguro. Otra vez.
—Mmm —Reilly miró el periódico en la encimera y con gesto distraído lo atrajo
hacia ella. Parecía extraño que el mundo hubiera seguido girando. Las noticias, los
investigadores, la policía—. ¿Qué quería?
—Hablar contigo.
Sacó la sección de espectáculos y entretenimiento.
—Eso es obvio. ¿Quería algo en particular?
Debbie se volvió y la miró fijamente.
—No soy tu condenado contestador automático, Reilly.
Reilly enarcó las cejas y Debbie hizo una mueca.
—Lo siento. Quería hacer ese pudín de tapioca que tanto le gusta a Efi y…
—No era la compañía de seguros, ¿verdad?
«Ben».
De pronto supo que el motivo por el que no había sabido nada de Ben no se
debía a que no hubiera llamado. Más bien, su familia había decidido no pasarle las
llamadas.
Desvió la vista a la mesa y al centro floral que antes no había registrado
mentalmente.
—¿Reilly? —aventuró Debbie, percibiendo algo.
Ésta se apartó de la mesa y alargó la mano al teléfono inalámbrico al mismo
tiempo que su hermana se le adelantaba.
—Dame eso —murmuró, completamente preparada para un altercado físico si
la situación lo requería.
Debbie gruñó y se lo entregó.
—Perfecto, como quieras. Pero recuerda, lo único que buscamos todos es lo
mejor para ti.
¿Cuántas veces había oído ese maldito latiguillo en las últimas semanas? Se juró
golpear con el objeto más próximo a la siguiente persona que le dijera lo mismo. De
hecho, le costó no darle a su hermana con el teléfono.
Apretó la tecla de reconocimiento de llamada y el corazón le dio un vuelco al
reconocer el teléfono del restaurante. Repitió el proceso. Y otra vez. Y otra.

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Ben había llamado al menos cinco veces en las últimas tres horas.
Se sintió confusa… aliviada… rota.
Y quiso oír su voz más que cualquier otra cosa en el mundo.
—¿Cuántas veces ha tratado de ponerse en contacto conmigo desde el incendio?
—le exigió a Debbie. Su hermana no contestó—. ¿Cuántas?
—¡Vale, vale! Tantas que ha estado a punto de volverme loca.
El aparato se escurrió de sus manos y cayó sobre el periódico. Volvió a
recogerlo, revelando en el proceso lo que había tapado. Una foto de ella. Cuando
había pesado más de ochenta kilos.
No pudo respirar. Con manos trémulas, alzó el diario y lo abrió. El
encabezamiento ponía:
Propietaria de la quemada Sugar 'n' Spice. Es conocida por sus amigos como la Gordita
Chuddy.

«Oh, Dios. Oh, Dios. Oh, Dios».


De golpe, se vio mentalmente transportada al colegio, cuando los otros chicos
solían provocarla y burlarse de ella, cantando las dos palabras que había llegado a
despreciar.
«Gordita Chuddy, Gordita Chuddy, Gordita Chuddy».
Abrió la primera página y leyó el resto de la historia. En ninguna parte se
mencionaba que había perdido esos kilos al cumplir los dieciocho años. En ninguna
otra parte aparecía una foto mejor de ella. La del reportaje la mostraba meses antes
de que muriera su abuela, que le había hecho ponerse un vestido viejo de ella para
posar delante de los atesorados rosales que cultivaba y la historia se centraba en el
incendio y en la implicación de que había sido ella quien lo había provocado.
Abrió y cerró el periódico varias veces, tratando de encontrar otro artículo, algo
que borrara la imagen de ella en la primera página de la sección. No había nada.
El papel crujió cuando lo alzó para agitarlo hacia su hermana.
—¿Tú les diste esto?
Debbie la miró asombrada.
—¿A quién, qué? —adelantó el torso para mirar y palideció al reconocer la foto.
De la pared de la escalera colgaba una copia enmarcada—. Santo cielo —miró a
Reilly a los ojos—. Dios, no, Rei. ¿Por qué iba a hacer algo así?
Reilly plantó el diario con fuerza sobre la encimera.
—Oh, no sé. ¿Por mi propio bien, quizá?
Se levantó de la silla y salió del cuarto, con la imagen de Ben mirando esa
misma foto. Se detuvo en el pasillo y se apoyó en la pared. Cerró los párpados y los
ojos la quemaron. Había trabajado con tanto ahínco para alcanzar su meta… Y de
una pasada todo se había desmoronado. Había sido borrado de la faz de la tierra.

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Volvía a ser la Gordita Chuddy, la chica gorda que se sentaba al final de la clase
viendo pasar la vida, pero sin participar en ella. Fantaseando con el capitán del
equipo de fútbol. Sacando poco más que notas corrientes porque dedicaba gran parte
de su tiempo a tratar de desaparecer. A pasar desapercibida. A fingir que no pesaba
casi el doble que el resto de sus compañeras de clase.
Esperando todo el tiempo que llegara el domingo, día en que podía ir a ver a la
abuela Rose, quien jamás le decía que estaba gorda. Quien jamás cuestionaba si
estaba segura de que debía servirse una segunda ración, tal como hacía su madre en
casa. Quien siempre la había hecho sentirse querida.
De repente, volvía a ser la persona que no encajaba en el mundo en que vivían
los demás.
De repente, se daba cuenta de que su hermana y sus amigos tenían razón. Ben y
ella no estaban hechos el uno para el otro. Esencialmente, porque ella no encajaba
con nadie.
—¿Reilly? —preguntó Debbie desde la puerta de la cocina.
Abrió los ojos y su visión se llenó con la copia de la foto que colgaba en la
escalera de su hermana. Cruzó para quitarla de la pared y la rompió contra el suelo
de madera. Miró a Debbie con ojos furiosos.
—Te odio.
Y en ese momento, era verdad.
El único problema fue que las palabras hicieron que se odiara más a sí misma.
—No, en este momento no está, pero le diré que has llamado.
—Gracias —dijo Ben con los dientes apretados.
—De nada. Feliz día de Acción de Gracias.
Colgó, con ganas de romper el aparato. La hermana de Reilly, Debbie, y su
sobrina, Tina, lo abrumaban con amabilidad. Nunca le decían que se perdiera de una
vez. Nunca una palabra fea. Pero no lo dejaban hablar con Reilly y eso era peor que
cualquier obscenidad.
Habían pasado cinco días desde que fuera a la pastelería y contemplara los
restos humeantes, incapaz de creer que eso había sido el Sugar 'n' Spice.
Cinco días desde la última vez que viera a Reilly, desde que besara su boca
deliciosa y abrazara su cuerpo suave.
Y estaba sólo a esto de hacer que alguien pagara por ello.
—¿Jefe? —dijo Lance, abriendo la puerta del despacho.
El local empezaba a llenarse. El hecho de que al día siguiente fuera Acción de
Gracias no parecía afectar al negocio. De hecho, parecía aún más lleno. Sin duda
también ayudaba a generar interés la mala prensa que había recibido últimamente. Y
el artículo reciente que lo conectaba con Reilly.

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—¿Qué? —le ladró a Lance, dándole la vuelta al ejemplar del periódico que
exhibía otra foto de una Reilly curvilínea.
Lance alzó las manos.
—Eh, que yo no he hecho nada.
Ben respiró hondo y se frotó la cara para desterrar la furia. Aunque no pareció
servirle de mucho.
—Lo siento —se disculpó, aunque ni a él le pareció verdad que lo sintiera—.
¿Qué sucede?
—Un par de comensales pide verlo a usted.
Parte de ser el dueño de un restaurante de éxito era dar una vuelta por el local,
haciendo que los comensales no se sintieran como simples clientes, sino como parte
de una familia. Y con el paso de los años, lo había convertido en un arte. Aunque en
los últimos días se había mantenido encerrado en su despacho.
¿Por qué Reilly no quería hablar con él? ¿Por las fotos? Hasta él había
reconocido quedar atónito al ver la primera foto. Apenas había sido capaz de
reconocerla con el peso adicional. Pero no le importaba si pesaba cien kilos o
quinientos. La amaba, eso era todo.
—Su publicista es uno de ellos —dijo Lance, chasqueando con los dedos delante
de la cara de su jefe.
—Bien. Diles que salgo en un minuto.
Se quedó unos momentos más a solas, y luego suspiró y salió, dejando la puerta
abierta a su espalda.
Necesitaba aceptar que había hecho todo lo posible, salvo acampar ante la
entrada de la casa de la hermana de Reilly… algo que también habría hecho de no
haber estado convencido de que la mujer llamaría a la policía. Necesitaba asimilar el
hecho de que ya carecía de control sobre la situación. Si Reilly quería ponerse en
contacto con él, sabía dónde estaba.
Pero nunca había sido la clase de hombre que dejara que las cosas acontecieran
por su propio peso. Y no hacer nada acerca de algo que era tan importante para él lo
estaba volviendo loco.
—Se acabó.
Pero no iba a salir al comedor para descargarse con sus clientes. Iba a ir a la casa
de la hermana de Reilly. Si ésta no quería verlo más, iba a tener que decírselo a la
cara.
A punto estuvo de chocar con Lance, que lo esperaba fuera.
—No sé cuándo volveré —ladró, cruzó la cocina súbitamente silenciosa y se
marchó por la puerta de atrás.

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—¿Estás segura de que deberías comer eso? Reilly mordió un extremo de la


barra recubierta de chocolate y luego miró con ojos desafiantes a Mallory, sentada
junto a Layla en la parte delantera del coche. Las dos habían pasado por la casa de
Debbie hacía un par de horas, con la esperanza de animarla llevándosela de compras.
Le habían dicho que necesitaba comprarse algo para ponerse para la comida de
Acción de Gracias en la casa de sus padres, aparte de un chándal viejo de su cuñado.
Después de haber estado en el interior de la habitación de Efi más de lo que le
apetecía reconocer, a regañadientes había aceptado ir con ellas.
Y no había dejado de oír cosas como «¿estás segura de que deberías comprar
eso?». «¿Estás segura de que quieres hacer eso?». «¿Estás segura de que te llamas
Reilly?»… hasta que la idea de saltar del coche de Layla empezó a tornarse más y
más atractiva.
—¿Por qué me tratáis como a una niña? —espetó, limpiándose chocolate del
costado de la boca con la manga de la sudadera que llevaba puesta. Mallory miró a
Layla—. ¿Qué? —bramó.
Layla la miró a través del retrovisor.
—¿Te has detenido a pensar que es porque te comportas como una niña, Rei?
Parpadeó. Los comentarios hirientes eran más habituales en Mallory. De modo
que cuando las palabras salieron de la boca considerada de Layla, la hirieron el
doble.
—Desde que conociste a Ben, te has estado comportando como una idiota —
añadió Mallory.
Reilly puso los ojos en blanco, envolvió el resto de la barra de chocolate y se la
guardó en el bolsillo de los pantalones.
—Y desde el incendio, no ha hecho más que empeorar —convino Layla.
—¿Me lleváis a casa ahora? —Gruñó, cruzando los brazos—. Porque no sé
cuánto más voy a poder seguir aguantando que me animéis.
—Vamos, Reilly —Mallory giró para poder verla mejor—. Desde el incendio, te
has encerrado en la casa de tu hermana. Te pasas casi todo el tiempo en la cama, te
comes media nevera en mitad de la noche y le ladras a todo el mundo cuando haces
alguna aparición pública.
—Debbie es una bocazas.
—Sí, bueno, parece un rasgo de la familia —Mallory volvió a mirar al frente y
alzó las manos—. Cielos, Rei, solías ser una de las mujeres más independientes que
he conocido.
Reilly hizo una mueca y clavó la vista en las luces que pasaban más allá de la
ventanilla.
—Claro, mi negocio ha quedado hecho cenizas, la compañía de seguros no paga
porque la policía cree que yo incendié mi propio edificio y tengo una montaña de
deudas que no sé cómo voy a cubrir.

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Mmm, que raro que mi independencia no haga acto de presencia.


Layla suspiró.
—Fatalista. Es una palabra que nunca antes habría asociado contigo, Reilly.
Supongo que todos tenemos derecho, de vez en cuando, a ser negativos, en especial
en vista de lo que te acaba de pasar, pero… Dios, hasta yo empiezo a cansarme ya de
la nube negra que parece seguirte.
Eso dolió más que todos los demás comentarios juntos. Principalmente, porque
ella misma empezaba a estar harta de la lluvia.
—Tu hermana dice que solías ser así de adolescente —añadió Mallory.
Reilly apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos.
—Bueno, eso es mejor que mujerzuela —reinó el silencio, y luego la risa estalló
en el asiento delantero. Abrió los ojos y vio a sus amigas disfrutar de su último
comentario. El cambió de atmósfera pareció activar un interruptor en su interior.
Tragó saliva—. No sé. Quizá tengáis razón. Puede que no haya sido… yo misma
últimamente —o tal vez había sido más ella misma que el yo que había dejado atrás
hacía nueve años.
«Cordita Chuddy, te presento a la Nueva Reilly».
Se preguntó si sería remotamente posible que nunca hubiera dejado de ser la
Gordita Chuddy.
Sí, podía haber perdido los kilos, pero ¿alguna vez había eliminado los
complejos que la habían acompañado con el peso? ¿No explicaba eso por qué
siempre vestía como si tuviera sobrepeso? El incendio había sacado a flote a la
antigua Reilly. Mientras todo había ido bien, se había sentido de maravilla. Pero en
cuanto el conflicto y el caos habían entrado en su vida, todas sus inseguridades
habían salido a la superficie, mutilándola emocional y físicamente.
Y en la última semana había ganado más de dos kilos al recaer en sus viejos
hábitos de alimentación.
Sacó la barrita de chocolate que había guardado en el bolsillo y la tiró a la bolsa
pequeña que se usaba para la basura en el coche. Mallory le sonrió y la expresión de
Layla en el retrovisor fue de aprobación.
Carraspeó.
—¿Podemos pasar por la pastelería? No he vuelto desde la primera noche.
Silencio. Luego Layla preguntó:
—¿Estás segura de que es una buena idea?
Reilly la miró ceñuda.
—Primero me decís que me escondo, y ahora que quiero encarar el mundo me
decís que podría ser demasiado pronto. Decidíos de una vez —respiró hondo—. Pasa
por el local. Necesito verlo. Necesito que me ayude a seguir adelante —Mallory le
sonrió—. ¿Qué? —preguntó exasperada.

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Su amiga movió la cabeza.


—Nada. Sólo te iba a decir «bienvenida, Reilly».

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Capítulo 16
Quizá Mallory y Layla tenían razón. Aún no estaba preparada para ver eso.
Layla había aparcado frente al Sugar 'n' Spice. Al ver el lugar devastado, Reilly
había bajado del coche y se había quedado paralizada, contemplando el solar vacío
que en el pasado había contenido todas sus esperanzas y sueños.
—Lo ves así porque deben derribar las estructuras destruidas veinticuatro
horas después de un incendio grave —le explicó Layla—. Ya sabes, para prevenir que
el fuego pueda reiniciarse.
—Y por motivos de seguridad —añadió Mallory, situándose del otro lado.
Reilly miró a ambos lados de la calle y comenzó a ir hacia ese vacío.
No quedaba nada de lo que había sido su hogar y su negocio. Ni el pomo de
una puerta ni una bandeja metálica. Ni un fragmento de letrero. Ninguna prueba de
que una persona había vivido ahí hacía sólo una semana. Se arrodilló y metió las
manos entre la tierra ennegrecida; el olor a humo aún impregnaba la atmósfera.
—Lo reconstruirás —le dijo Layla.
—Sí —corroboró Mallory—. Lo harás mejor que nunca.
Las miró con expresión distraída.
—No sé si quiero —tragó saliva—. Es decir, mi sobrina estuvo a punto de morir
aquí. No sé si quiero quedarme en un lugar donde sucedió algo tan horrible.
Unos coches pasaron por la calle detrás de ellas.
—¡Reilly!
El sonido de esa voz masculina le provocó un vuelco en el corazón. ¡Ben!
Se volvió hacia la calle, pero en vez de encontrar la planta atractiva de Ben
yendo hacia ella, vio a Johnnie Thunder cruzar la calle con su siempre presente
chaqueta militar y su pelo lacio.
—Hola, Johnnie —saludó, sin muchas ganas de mantener una conversación
social en ese momento.
—Hola. Sólo quería decirte lo mucho que siento lo ocurrido.
Ella asintió.
—Gracias.
—Quiero decir, un momento está ahí, y al siguiente… ¡puf! Ya no está.
—No olvides que quienquiera que lo hiciera creía que Reilly estaba dentro —
expuso Mallory.
Reilly miró a su amiga, habiendo olvidado por completo ese aspecto de la
situación. Tembló, a pesar del tiempo cálido. ¿Es que alguien había tratado de
matarla? A pesar de lo descabellada que parecía la posibilidad, seguía siendo una

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posibilidad. La policía había dicho que un vecino había informado de que la había
visto dentro. ¿Qué vecino?
—¿Estabas en casa la noche que pasó esto, Johnnie? —preguntó, estudiando su
cara poco agraciada.
Él asintió.
—Oh, sí. Vi todo desde mi ventana, allí.
—¿Viste quién lo hizo? —preguntó Mallory, acercándose.
Johnnie parpadeó.
—No.
Desde el callejón que había detrás del solar, se oyó un maullido sonoro.
—¿Gato? —susurró, llamándolo con el primero de los muchos nombres que
había recibido.
El viejo gato negro, con sus múltiples cicatrices de innumerables batallas, corrió
hacia ella al tiempo que Reilly se ponía en cuclillas para levantarlo en brazos.
—¡Oh, cariño! ¿Dónde has estado? Me tenías tan preocupada —lo acarició
detrás de las orejas y absorbió su vibrante ronroneo. Había temido pensar en lo que
podría haberle pasado al viejo gato—. Efi va a estar encantada de verte —lo pegó a
su mejilla—. Claro que a mi hermana le va a dar un ataque, pero tendrá que
aguantarse hasta que yo me ponga en marcha y encuentre un lugar para que
vivamos. Giró y vio que Johnnie parecía incómodo.
—Creo que es hora de que me vaya —dijo él.
Le sonrió.
—Gracias, Johnnie. Ya sabes, por venir a saludarme.
Él asintió, dio media vuelta y cruzó otra vez la calle.
—Ese tipo siempre me ha puesto los pelos de punta.
—¿Johnnie? —Preguntó Reilly—. Es uno de mis clientes habituales. Bueno, solía
serlo. Una especie de experto de Internet. Responde al apodo de Johnnie Thunder.
No es un mal chico, una vez que lo conoces.
Mallory la miró.
—¿Y lo conoces?
—¿Qué intentas decir, Mall? —quiso saber Layla, acariciando al gato.
—Sólo que me pone la piel de gallina, eso es todo. El modo en que solía mirarte
en el local… no era normal.
Reilly rió.
—Johnnie jamás me miró.
Layla y Mallory intercambiaron una mirada.
—Sí, lo hacía. Todo el tiempo —convino Layla.

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Reinó un silencio fugaz.


—No —insistió ella—. El chico es inofensivo como una pulga.
—Te olvidas de que las pulgas muerden —expuso Mallory.
Ben esperaba que la policía apareciera en cualquier momento. Llevaba una hora
sentado ante la casa de la hermana de Reilly, después de haber aparcado una vez que
Debbie le había dicho que Reilly no estaba y que no sabía cuándo volvería. No se lo
había creído, por supuesto. Sabía que Reilly estaba en alguna parte del interior,
escondiéndose de él.
La cuestión era por qué.
Esa pregunta lo había hostigado desde la noche del incendio. No verla no era
una opción con la que contaba. Apenas había dormido. Y tenía que recordarse comer.
La idea de no volver a verla jamás…
Tragó saliva, reacio a volver por ese camino impensable.
Se movió en el asiento suave de piel. De pronto se abrió la puerta del lado del
acompañante, sobresaltándolo. Observó mientras una adolescente con el pelo corto
subía y cerraba después.
—Mamá está a punto de llamar a la poli o de mandarte a mi padre, ¿lo sabías?
¿Otra de las sobrinas de Reilly?
—¿Y tú eres?
—Efi.
Ben extendió la mano.
—Encantado de conocerte, Efi. Soy Ben.
Aceptó la mano y se la estrechó con firmeza.
—Sé quién eres. Mamá y la abuela no paran de hablar de ti.
«No Reilly».
—¿Dónde está tu tía, Efi?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Se fue con sus amigas hace un par de horas.
Ben se reclinó en el asiento. De modo que Debbie no le había estado mintiendo.
—¿Sabes?, hace un par de semanas metiste a la tía Rei en toda clase de
problemas.
Ben hizo una mueca.
—Lo sé. Me disculpé por ello —se pasó la mano por el pelo, inseguro de cómo
tratar con la adolescente—. ¿Cómo le va a tu tía?
Otro encogimiento de hombros.
—Mamá dice que le va tan bien como cabe esperar. Pero creo que está mal.

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—¿Y eso?
—No sé. Por todo. Duerme todo el día, y luego está despierta por la noche. No
habla mucho y tiene una pinta horrible.
Ben sonrió. No era capaz de imaginar que Reilly estuviera horrible.
—Ni siquiera sé si se está duchando.
Bueno, quizá podía llegar a estar horrible.
—¿Le has preguntado por qué?
Efi bajó la vista a su regazo.
—No puedo hablar con ella. Piensa que es su culpa que estuviera a punto de
morir en el incendio.
—¿Y lo es? —quiso saber Ben.
—¡No! Claro que no —puso los ojos en blanco, como si fuera demasiado
denso—. Pero eso no impide que mamá le eche la culpa. O se culpe a sí misma —hizo
una mueca—. Luego está la estúpida policía, que cree que fue mi tía la causante del
incendio. Y la compañía de seguros, que se niega a pagar la póliza hasta que la
policía no dé por concluida la investigación.
Ben se frotó el mentón. Eso debería estar contándoselo Reilly. Pero como no le
aceptaba las llamadas, Efi era la segunda mejor fuente. Algunas de las cosas que le
contaba la joven las había leído en el periódico. Pero no había podido unir los puntos
hasta que la adolescente se había subido a su coche.
—Luego está todo eso de la gordura.
Ben parpadeó.
—¿Qué?
Efi le clavó sus ojos oscuros.
—Ya sabes. Lo de la gordura. Todas esas fotos de cuando era gorda que los
periódicos no paran de sacar de ella —movió la cabeza—. Yo me moriría si alguien
mostrara fotos mías con ese aspecto.
—¿Por qué?
Efi parpadeó, tratando de seguir el motivo para esa pregunta.
—¿Por qué? Porque la tía Reilly solía ser gorda, ése es el por qué. Y ahora no lo
es.
—Y eso es importante porque…
Suspiró.
—¿Qué eres? ¿Denso? Eso es importante porque ser gordo en Los Ángeles es un
suicidio social.
—¿Oh? Yo creo que tú tía era bonita incluso con unos kilos de más.
Efi lo miró más tiempo.

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—¿Hablas en serio? —preguntó al final.


—Como un cura en domingo.
—Dios, eso es serio.
Él asintió.
—Amo a tu tía, sin importar el aspecto que tuviera o que tenga.
Efi ladeó la cabeza.
—Papá dice lo mismo de mamá.
—Hombre inteligente —miró la casa del otro lado de la calle—. Hablando de tu
padre, creo que será mejor que me vaya.
Efi apoyó la mano en el asa de la puerta, pero titubeó.
—De hecho, has tenido suerte. El coche de la amiga de Reilly acaba de entrar en
casa.
Ben miró en esa dirección. Pudo distinguir a tres figuras en el sedán de cuatro
puertas. Sintió un nudo en la garganta al ver bajar a Reilly con varias bolsas de
boutiques.
Entonces, lo comprendió. Acercarse en ese momento no solucionaría nada.
Seguir llamándola no derribaría la barrera que se alzaba entre ellos. Tenía que
formular un plan.
Se frotó el mentón con gesto distraído.
—Más motivos para irme —dijo.
Efi movió la cabeza.
—Vosotros, los adultos, sois incomprensibles, ¿lo sabías?
Ben rió entre dientes y la tocó levemente en el brazo.
—Pero no le digas a tu tía que me has visto, ¿de acuerdo?
—¿Por qué?
—Porque si lo haces, se preguntará por qué no fui a saludarla.
—Es algo que yo también me pregunto —bajó del coche y cerró la puerta.
La vio alejarse y luego miró la hora. Le daba cinco minutos antes de que
comunicara la noticia de que lo había visto. Arrancó y se marchó en la dirección
opuesta. Al parecer, tenía que hacer algunas cosas antes de volver a ver a Reilly. Y si
de algo estaba seguro, era de que volvería a verla…

Tres días mas tarde, Reilly cocinaba en la casa de su hermana. Así como su
guardarropa no había mejorado mucho, su actitud lo había hecho inmensamente. La
compañía de seguros había sufrido un cambio misterioso de actitud y cooperaba con
ella, aunque la policía no lo hiciera, y el lunes le iban a entregar su primer cheque de
emergencia. Se había sentido tan aliviada al enterarse, que de inmediato se había

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puesto a buscar locales nuevos y un apartamento. Y también se había apoderado de


la cocina de Debbie.
No cabía duda de que volvía a ser la de antes.
Bueno, excepto en lo referente a Ben Kane.
Removió la salsa que iba espesándose para evitar que cuajara. Desde que Efi le
había contado que lo había visto hacía dos días, y que se había marchado sin
saludarla, su mente había estado obsesionada tratando de descifrar lo sucedido.
Así como sospechaba que parte podía deberse a que hubiera comprendido que
no era para él, también reflexionaba en los comentarios extraños que le había hecho a
Efi. Su sobrina le había contado que él había dicho que no le importaba que hubiera
sido gorda, que la amaba tal como era.
—Por eso huyó como perseguido por mil demonios nada más verme.
Movió la cabeza y despacio mezcló yemas de huevo y mantequilla en la salsa
antes de devolver la olla al fuego.
En se momento su hermana entró por la puerta de atrás, cargando tres bolsas de
supermercado con ingredientes que Reilly la había mandado a comprar.
—Menos mal que no me gusta cocinar, o llenaría la cocina —dijo Debbie,
dejando las bolsas sobre la encimera.
—No es que no te guste cocinar… es que no sabes cocinar —la corrigió.
Debbie agitó la mano.
—Es lo mismo.
—¿Has traído el periódico? —no obtuvo respuesta. Se volvió para mirar a su
hermana, quien vaciaba las bolsas y fingía que no la había oído—. ¿Hola? —fue a
situarse junto a ella. Miró en el interior de las bolsas, vio el periódico y luchó con su
hermana para apoderarse de él.
Debbie suspiró.
—No te va a gustar lo que vas a ver.
—¿Qué pueden mostrar que no hayan mostrado ya? —por desgracia, lo
averiguó. Ahí mismo, en color y más grande que ninguna otra, había una foto de Ben
con su acompañante del día, Heidi Klutzenhoffer—. Oh, Dios —sacó una silla y se
dejó caer en ella.
Claro, Ben la amaba tal como era. Eso explicaba por qué había vuelto a los
brazos de su amiga modelo.
Se preguntó si haría que Heidi se pusiera esas bragas grandes.
—Te lo advertí.
—Sí, bueno, no con suficiente contundencia.
Oyeron una llamada a la puerta delantera y al rato Mallory entró en la cocina
como una mujer en una misión.

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—Jamás adivinarás lo que he averiguado —dijo.


—¿Que Ben vuelve a salir con Heidi? —ofreció Reilly.
—¿Qué? —la miró desconcertada.
—Nada.
Debbie se hallaba ante el fogón.
—¿Debería hacer algo con esto?
—Deja que se queme.
Mallory y Debbie intercambiaron unas miradas. Reilly suspiró y se levantó de la
silla. En veinte segundos apagó todos los fogones y tapó las cacerolas y ollas.
Mallory hablaba con su hermana.
—¿Tienes un ordenador?
Debbie asintió.
—Sí. Arriba, en la habitación de Efi. Aunque no sé cuándo fue la última vez que
se usó.
Mallory abrió el camino.
—Mientras tenga acceso a Internet, no me importa.
Reilly pensó en no seguirlas. Pero el único sitio en el que quería estar en ese
momento era en la habitación de Efi. Para poder meterse en la cama de invitados y
poder desaparecer otra semana. O hasta que de su cerebro desapareciera la imagen
de Ben y Heidi.
Mallory ya había encendido el ordenador y navegaba por la red cuando Reilly
se obligó a plantarse en el umbral abierto.
—Verás —decía Mallory—, hay una pregunta aún sin contestar acerca del
incendio.
Debbie asentía.
—Claro, quién lo provocó.
Reilly habría agitado los brazos si hubiera podido moverse.
—¿Hola? ¿Es que a ninguna os preocupa que mi corazón esté roto?
—No —le contestaron al unísono.
—Estupendo —fue a la cama de Efi y se dejó caer. La posición le ofreció una
visión clara de la pantalla del ordenador.
—Rei, ¿recuerdas que te dije que ese Johnnie Thunder me ponía la piel de
gallina? Bueno, resulta que hay una muy buena causa para ello.
Activó un enlace en el buscador y luego alzó una mano.
Reilly entrecerró los ojos para mirar mejor el monitor.

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—¿Qué? —lo único que veía era una página web con un fondo negro que
tardaba una eternidad en cargarse y las palabras Johnnie Thunder parpadeando
brillantes sobre él.
Mallory suspiró.
—Este aparato es prehistórico. Necesitas actualizarlo.
—No, no lo necesito. Nadie lo usa.
—No me extraña, si hay que esperar tanto para que se descargue una página.
Reilly puso los ojos en blanco y sintió que el corazón le daba un vuelco al
recordar la foto de Ben y Heidi. Le estaba costando un gran esfuerzo no llorar.
Mallory se volvió hacia su hermana.
—¿De verdad Ben ha vuelto con Heidi?
Debbie plantó el periódico sobre el estómago de Mall.
Ésta lo alzó.
—Canalla baboso. Lo sabía.
—Cállate —ordenó Reilly—. Como empieces a formar las palabras «te lo dije»,
te golpeo con el bate de béisbol de Efi.
Debbie frunció el ceño.
—Efi no tiene un bate de béisbol.
—Ahora sí, porque yo le compré uno. A propósito, la próxima primavera va a
apuntarse al equipo.
Mallory señaló la pantalla.
—¡Ahí! ¿Ves eso?
Reilly se adelantó. Lentamente, los ojos empezaron a agrandársele.
—¿Eso es el Sugar 'n' Spice?
Como parte de un montaje fotográfico, la fachada de su antigua pastelería
aparecía de forma prominente… junto con una foto suya sonriendo ante la entrada.
—¿Cómo consiguió Johnnie esa foto? Nunca posé para él. Nunca posé para
nadie.
—No hacía falta —repuso Mallory, activando otro enlace—. El tipo era una
cámara andante. Espera, aún no lo has visto todo.
Las páginas que bajó de ahí, llamadas Las Obsesiones de Johnnie, hicieron que a
Reilly se le pusiera la piel de gallina. Ahí estaba ella, por toda la página web… junto
con algunas instantáneas de Ben con una diana de color rojo encima. Si eso no era
bastante malo de por sí, cada página estaba acompañada por unos poemas, y en uno
Johnnie decía:
Sugar 'n' Spice puede ser maravilloso, pero mi espíritu afín no me mirará hasta que no
se lo arrebate del todo.

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—Santo cielo —dijo Debbie, resumiendo sin saberlo los pensamientos de su


hermana.
—Esperad, todavía hay más —dijo Mall.
Reilly alzó una mano.
—No creo que pueda soportar más.
Pero Mallory ya había abierto otra página en la que aparecieron docenas de sus
fotos siendo gorda.
—¿Cómo las consiguió? —susurró.
Mallory apretó una tecla y la pantalla se quedó en blanco.
—Mi conjetura es que Johnnie se sentía como en casa en tu apartamento cuando
tú no estabas.
Lo que era casi siempre, ya que su trabajo la obligaba a estar prácticamente en
todo momento en la pastelería.
Mallory giró el sillón en el que se sentaba y extendió su teléfono móvil. Reilly lo
tomó y de inmediato marcó el número del investigador del incendio a cargo del caso.
La pusieron en espera.
Mallory cruzó los brazos.
—¿Quién iba a imaginar que Reilly iba a tener un acosador?
—No puedo creer que esté pasando esto. Johnnie parecía… tan inofensivo.
Quiero decir, sí, me invitó a salir, pero yo no le di más importancia. Y, desde luego,
ni por un momento se me pasó por la cabeza que haría… algo así.
—Es con los inofensivos con los que hay que tener cuidado —indicó Mallory.
Reilly empezó a encajar todo lo sucedido.
—Los problemas que Ben sufrió en el restaurante… la agresión a su chef… los
sonidos raros que oímos en el apartamento. Johnnie que aparecía como surgido de la
nada —tuvo un escalofrío—. Pero ¿por qué dejó a Ben y centró su atención en mí?
Hasta ese instante, Debbie había permanecido callada.
—¿Quizá porque lo que le hacía a Ben no lograba asustarlo y hacer que te
dejara?
—Enviar las fotos mías gorda a la prensa… que sospecharan de mí por el
incendio —cerró los ojos, esperando aún que el investigador se pusiera al teléfono—.
Cuando pienso en todas las cosas que ha podido estar haciendo en los últimos seis
meses… —miró a Mallory—. ¿Y si borra su página?
Su amiga alzó un CD.
—Ya me he adelantado.
Debbie adoptó una postura arrogante.
—Al cuerno la policía. Digo que vayamos a ocuparnos de ese tipo nosotras.

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Reilly no podía creer que su hermana dijera eso. Por fortuna, se evitó tener que
responder cuando el investigador se puso al aparato y le contó todo lo que acababan
de descubrir.
Johnnie Thunder había fracasado en convertirse en parte de su vida, por lo que
había decidido destruirla.

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Capítulo 17
La mañana del lunes siguiente, Reilly estaba sentada con Mallory y Layla en
una cafetería–librería situada en una zona central a los cuatro amigos. Había varios
periódicos repartidos sobre la mesa, pero esperaban a Jack antes de ponerse a buscar
noticias sobre Johnnie Thunder.
Mallory bebió un sorbo de café y jugó con el bollo que había comprado en ese
local de franquicia.
—Esto no le llega ni a la suela de los zapatos al Sugar 'n' Spice —se limpió las
migas de las manos. Apenas había tocado el bollo, cuando en ocasiones había dado la
impresión de que sólo se alimentaba de dulces—. De todos modos, ¿cuándo vas a
volver a abrir tu local? No sé si podré soportar tanta demora.
Reilly esbozó una sonrisa enorme y sacó una bolsa con sus propios bollos
almibarados.
—Cerciórate de dejar uno para Jack.
—¡Ni lo sueñes! —exclamó.
—No has respondido su pregunta —señaló Layla.
—No, ¿verdad? —Se encogió de hombros—. No lo sabré seguro hasta más
tarde, pero creo que he encontrado un nuevo emplazamiento.
Layla se irguió.
—¿En serio? Eso es estupendo.
—Al principio sólo voy a alquilarlo, pero el dueño ha dicho que quizá con el
tiempo esté interesado en vender. Si es así, entonces lo que haya pagado de alquiler
hasta entonces podrá contarse como dinero adelantado para la compra.
—A mí me suena dudoso —dijo Mallory.
Reilly hizo una mueca.
—Eso es porque a ti todo te suena dudoso.
—Convéncelo de que acepte un contrato. De ese modo, ambos estáis cubiertos.
Le sonrió y bajó la vista a los periódicos que tenía delante. Hacía dos días que
habían descubierto que Johnnie Thunder estaba detrás no sólo del incendio del Sugar
'n' Spice, sino también de los problemas que había experimentado Ben. Johnnie, hijo
único de treinta y tantos años de una pareja mayor de Hollywood, que vivía de un
fideicomiso, había sido arrestado y la oficina del fiscal había prometido llegar hasta
el final y presentar cargos de intento de asesinato.
Sin embargo, en ese punto Reilly se sentía contenta de que la prensa se hubiera
olvidado de ella y de sus fotos de gorda y centrado su atención en Johnnie.
—Tengo que mirar —dijo, incapaz de esperar otro segundo a Jack.

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En cuanto las palabras salieron de su boca, las tres se lanzaron sobre los
periódicos.
La Gordita Chuddy…
Se crispó con el titular que había sobre la foto. Había creído que todo eso se
había acabado. Bajó la vista para ver qué foto habían escogido para la ocasión. Pero
no era de ella. De hecho, se trataba de una instantánea en blanco y negro de un sujeto
de pelo oscuro y con sobrepeso.
—Fantástico. Ahora me han convertido en un transexual —musitó.
Layla se quedó boquiabierta.
—Oh, Dios, Reilly, lee el artículo, por el amor del cielo.
Mallory suspiró.
—En voz alta. Recuerda que tenemos periódicos diferentes.
Reilly miró alrededor, pero no había nadie cerca.
Bernardo el Tocino ama a la Gordita Chuddy…
Calló al asimilar las palabras. El corazón se le cayó al suelo y volvió a subir.
—Dame eso —Mallory le arrebató el periódico de las manos temblorosas—. «El
popular restaurador, y celebridad por derecho propio, Ben Kane, del Bernardo's Hideaway,
compartió un secreto con esta periodista durante las fiestas del fin de semana. El magnífico
Ben no sólo solía tener un sobrepeso de cincuenta kilos, sino que se ha enamorado locamente
de alguien. Alguien con quien hemos llegado a familiarizarnos durante la última semana.
Reilly Chudowski, en una ocasión conocida como la Cordita Chuddy y ahora liberada de toda
responsabilidad en relación con el incendio que destruyó su local, el Sugar 'n' Spice…».
Mallory continuó, pero Reilly ya no escuchaba más. Al menos no las palabras
de su amiga. Se concentraba en el latir vacilante de su corazón. El anhelo que
palpitaba en su estómago. La necesidad que la llenaba a rebosar.
—Escucha esto —dijo Layla, después de haberse acercado a Mall para leer—.
«Como a Ben se lo ha relacionado últimamente con la supermodelo danesa Heidi
Klutzenhoffer, la llamé para que me diera su opinión antes de enviar mi artículo a la
redacción. Sus palabras, cito, fueron: Ben y yo fuimos y seguimos siendo sólo amigos. Pero
supongo que, a partir de ahora, buscaré un acompañante en otra parte».
Mallory soltó una carcajada.
—Sin duda la periodista le causó un ataque al corazón cuando compartió el
problema pasado de Ben con el sobrepeso.
Layla hojeó el ejemplar del L.A. Monthly.
—Mmm… me pregunto si esto explica la obvia ausencia de Jack.
—¿Qué? —Mallory estiró el cuello para echar un vistazo.
—Es la columna de Jack. Y adivinad quiénes la protagonizan —miró a Reilly—.
«Bernardo el Tocino y la Gordita Chuddy».
Mallory fingió experimentar un escalofrío.

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—Dios, pensaba que la Gordita Chuddy era terrible. Pero, Rei, Bernardo el
Tocino es mucho peor, cariño.
—Escuchad —dijo Layla—. «En esta ciudad de enemas de café y doradas barritas de
vómitos, ¿dónde encajan dos personas que en el pasado fueron gordas y que son propietarias
de unos locales de alimentación que ni siquiera el angelito más consciente de su propio peso es
capaz de resistir? En la humilde opinión de este columnista, no encajan. Y no deberían.
Porque lo que aquí hay son dos personas únicas que entienden lo que es ser proscritos sociales
y que han salido de esas sombras no sólo para sobrevivir, sino para prosperar. El uno con el
otro».
Un sonido extraño hizo que Layla parara y que tanto ella como Reilly miraran a
Mallory, quien lloraba como un bebé.
—Es tan dulce…
—No, no lo es. Es la verdad.
Las tres se giraron y vieron que Jack al fin había llegado. De hecho, Reilly tuvo
la extraña impresión de que había estado acechando en el local, a la espera del
momento idóneo para unirse a ellas.
—Oh, Reilly —decía Mallory, tomándole las manos—. Lamento tanto todo lo
que dije en contra de Ben. Yo…
Jack la miró.
—Lo juzgaste por las apariencias, Mall.
Un sollozo desgarrador salido de la boca de su amiga hizo que Reilly empezara
a hipar y que Layla estuviera a punto de unirse a ellas.
—¡Sí! —reconoció Mallory, por primera vez insegura de sí misma—. Oh, Reilly,
¿podrás perdonarme alguna vez?
Reilly aferró las manos de su amiga.
—No hay nada que perdonar, Mall. Nunca dijiste algo que yo ya no estuviera
pensando.
—Tienes mi completa autorización para casarte con él.
Layla al final cedió y se unió a la convención de agarrarse las manos y añadió
algunas lágrimas propias.
—Me alegro tanto de que estéis haciendo las paces… Hubo algunos momentos
en los que pensé que nuestra amistad no sobreviviría a vuestras peleas.
Jack suspiró y se levantó.
—Necesito beber algo. ¿Alguien más quiere un café?
Las tres mujeres no le hicieron caso.
—He de irme —dijo Reilly.
Layla y Mallory la miraron fijamente.
Reilly parpadeó, dándose cuenta de lo que acababa de manifestar.

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—¡He de irme! —repitió.

Ben tuvo que reconocer que esa mañana le estaba costando concentrarse en los
libros de contabilidad. Había pasado un día completo desde que quedara tanto con la
periodista del Hollywood Confidential como con el amigo columnista de Reilly, Jack
Daniels, para que lo ayudaran en su misión de incorporar a Reilly otra vez a su vida.
Nadie había sabido de su pasado. Ni siquiera con su padre había hablado de lo
grande que había sido de adolescente. Y como en su camino rara vez se cruzaba con
alguien que hubiera conocido por entonces, hacía tiempo que no pensaba en su viejo
problema de peso.
Hasta que vio las fotos que Johnnie Thunder había enviado a los tabloides.
Y también había llegado a comprender algunas cosas acerca de sí mismo. El
motivo por el que todavía seguía soltero y sólo se había sentido atraído hacia mujeres
con el tipo de modelo antes de Reilly se debía a que había estado depurando todos
esos vestigios de años de rechazo y vergüenza en el instituto. Y suponía que aún
estaba recuperando parte del terreno al darle a la periodista del Confidential el
número de Heidi y pedirle que llamara a la pelirroja para obtener algún comentario.
Y tuvo ganas de pegarse un tiro cuando Heidi lo había llamado el día del
estreno para recordarle la cita que tenían. Con todo lo que estaba sucediendo, había
olvidado decirle a su publicista que la llamara y le ofreciera una disculpa por la
cancelación. De modo que había ido al estreno, con Heidi exhibiendo un misterioso
solitario en el dedo anular, y viviendo uno de los momentos más desgraciados de su
vida al saber que Reilly vería las fotos y quedaría destrozada.
Por eso disfrutaba de un placer maligno al saber que en ese momento Heidi
estaría en el cuarto de baño vomitando el zumo de naranja para asegurarse de que
haber estado cerca de él no la volvería gorda.
El temido gen de la gordura. Él lo había heredado. Y, al parecer, Reilly también.
En secreto esperaba que hasta el último de los seis hijos que Reilly y él tendrían
también heredaran el gen. Porque en su experiencia, algunas de las mejores personas
que en ese momento caminaban por el planeta eran gordas.
Aunque, por supuesto, primero iba a tener que convencerla de que tuviera esos
hijos con él…
Pero si ella creía que lo que había visto en el periódico de ese día era una
sorpresa, aún le quedaba por ver lo que había planeado para cada día hasta que al
final cediera.
Oyó unas pisadas rápidas en el exterior de su despacho, alzó la vista y vio a la
mujer en la que estaba pensando con las mejillas sonrosadas y falta de aliento…
Y sonriendo de oreja a oreja.
—Vine lo más deprisa que pude —murmuró.

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Ben cerró momentáneamente los ojos para disfrutar del momento. Había sido
tan duro esperar que volviera a su lado… La semana anterior, mientras hablaba con
Efi, había comprendido que si querían llegar a alguna parte, Reilly tendría que ir a
buscarlo en el tiempo apropiado para ella. Y que el modo de recuperarla podía ser de
cualquier manera menos tradicional. Habría estado preparada para eso.
Reilly era una mujer especial que necesitaba una atención especial.
Y se sentía tan aliviado de haber podido dársela, que casi le resultaba imposible
hablar.
Ella carraspeó.
—Has puesto toda tu carrera como restaurador en peligro con la noticia de esta
mañana.
Apartó el sillón, contuvo el impulso de abrazarla y aplastarla contra su pecho y
se quedó quieto.
Reilly tenía que ir a él. Completamente.
—Lo sé —dijo con sencillez.
Ella frunció el ceño.
—¿Y estabas dispuesto a arriesgar eso?
—¿Por tenerte delante de mí un solo minuto? —asintió despacio—. Sí.
—Oh, Dios —corrió a sus brazos y se fundió con él.
Y por primera vez desde que desapareciera de su vida una semana atrás, Ben
volvió a sentirse completo.
Pegó los labios al cabello fragante, reacio a soltarla por miedo a que pudiera
irse.
—No sabes cuánto te he echado de menos, Reilly Chudowski.
—Lo único que sé es que el único momento en que no me obsesiono con todo es
cuando estoy contigo.
—Pues quédate conmigo. Siempre.
Oyó su risa queda y el abrazo compacto le dijo cuánto lo había echado de
menos también ella.
—¿Cómo voy a poder confiar alguna vez en ti? —murmuró ella.
—Ven a trabajar aquí conmigo.
Reilly se apartó un poco y le dedicó una sonrisa burlona.
—¿Por qué? ¿Para poder vigilarte? —inquirió—. Ser fiel no depende de la falta
de oportunidad, Ben.
—Tienes razón. Pero lo que verás es que sólo tengo ojos para ti.
Ella pegó la mejilla contra su torso.

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—Odio esto —musitó—. No es una cuestión de que pueda confiar en ti,


¿verdad? Sé que no has estado tonteando. Lo sé con todo mi ser. No. Este asunto…
de la confianza es por mí. Sobre si puedo o no confiar en mí misma para confiar en ti.
Ben carecía de respuesta para eso, de modo que no ofreció una.
Ella enganchó un dedo entre dos botones de su camisa y tiró.
—Supongo que ahora conozco la historia que hay detrás de tu interés por mis
bragas enormes.
Ben comenzó a reír con tantas ganas que temió que ella se lo tomara a mal. Pero
lo alivió ver que se ponía a reír con él. Se apoyó en la pared para sostenerse y luego le
reclamó la boca como si con ese beso, ese contacto, tratara de marcarla para siempre.
Quebró brevemente el beso y murmuró:
—Prométeme una cosa, Reilly.
—¿Qué?
—Basta de secretos —le besó la frente, la sien, la nariz—. Si algo te molesta, si
algo te asusta, ven a mí. Háblame —le lamió y mordisqueó la mandíbula—. Y
prométeme que nunca más huirás de mí.
—Oh, Ben —susurró, abrazándolo hasta casi cortarle la respiración—. Odio que
hiciera falta huir de ti para descubrir que nunca más quiero estar sin ti.
La miró a los ojos.
—Prométemelo.
Ella tragó saliva.
—Lo prometo.
La alzó en vilo, la sentó sobre el escritorio y cerró la puerta del despacho con el
pie. Era una promesa que se encargaría de que ambos cumplieran.
Pasaron varios minutos hasta que cortaron el beso para respirar. Él tenía la
camisa alzada y ella la blusa y el sujetador levantados encima de los pechos. Los dos
respiraban entrecortadamente.
Reilly se apartó el pelo del rostro encendido.
—¿Hablabas en serio sobre lo que le dijiste a Efi la semana pasada en el coche?
—Recuérdamelo.
—Que no te importa si soy o no gorda, que me amas de todos modos.
Él sonrió y subió las manos por sus muslos para posarlas con presión sobre su
entrepierna.
—¿Tú qué crees?
Ella juntó las manos detrás de la cabeza de Ben.
—Creo que deberíamos ir a tu casa y buscar unas bragas grandes.

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Fin

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