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Tori Carrington
2º Serie Besos y palabras
Argumento:
¿Cómo habría podido imaginar que aquella mujer le haría el amor de un
modo tan salvaje… y le robaría el corazón tan fácilmente?
Reilly Chudowski nunca había hecho el menor caso a sus deseos más
profundos, pero cuando el delicioso Ben Kane apareció en su repostería y le
hizo aquella oferta, no pudo rechazarla… por fin iba a darse un gusto. El
problema era que, cuanto más disfrutaba, más deseaba. Pero sabía que ella
era insignificante comparada con las mujeres con las que solía salir Ben.
Los sabores que Reilly creaba para su tienda eran deliciosos, pero él prefería
sin duda lo que le ofrecía en la cama. Ahora debía convencerla de que ella
era un sabor del que jamás podría aburrirse…
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Capítulo 1
Hollywood Confidential, 13 de octubre, 2003
Reilly Chudowski leyó una y otra vez el artículo en el diario que su mejor
amiga, Layla, había dejado, aturdida por las alabanzas no solicitadas de la popular
periodista de Los Ángeles. Se reclinó en la silla de su rincón favorito en el Sugar 'n'
Spice y miró por el escaparate que daba a Wilshire Boulevard, el tráfico que lo
cruzaba iluminado por el sol otoñal. Respiró hondo y sus pulmones se llenaron con
el aroma de los bollos dulces horneándose, el café preparándose y ese toque a canela
de las galletitas del día anterior. ¿Quién habría adivinado que en ese momento
estaría donde estaba? Seis meses atrás, al fin se había decidido a usar la pequeña
cantidad de dinero que le había dejado su abuela para abrir las puertas de la
pastelería. Y en ese momento, ya empezaba a obtener unos beneficios decentes. Y con
una publicidad como la que le acababa de dar el Hollywood Confidential, era muy
factible que las cosas mejoraran.
La sonrisa le titubeó y se dijo que quizá había un pequeño borrón. Su nombre
había sido vinculado con el del dueño del Bernardo's Hideaway, Ben Kane. No tenía
por costumbre comprar las revistas y los diarios de cotilleos de Hollywood, pero
entre sus clientes y sus amigas Layla y Mallory, que se los dejaban allí, estaba bien
informada sobre los acontecimientos sociales y la gente de interés de Los Ángeles.
Bastaba decir que el moreno y sexy Ben Kane había disfrutado del récord de ser el
Guapo del Mes de Hollywood durante dos años seguidos. Y así como era factible que
la reportera del Confidential conociera a Ben en persona, probablemente no tenía ni
idea de quién era Reilly, aunque era obvio que había estado en la pastelería. Porque
en caso contrario, jamás la habría vinculado con Ben Kane, porque era imposible que
hubiera personas más opuestas que ellos.
Él era el capitán del equipo de fútbol y ella la chica gorda sentada en el fondo
de la clase.
Él era la estrella y ella la extra sin diálogo.
Él era el presidente y ella la becaria prescindible.
Ella vivía en un apartamento pequeño encima del local y su único modo de
transporte era una minivan de diez años de antigüedad con el logotipo de la
pastelería pintado en un lado. Lo más probable era que él viviera en una mansión en
las colinas de Hollywood y condujera un Ferrari.
Con gesto distraído, dobló el diario y se hizo un leve corte en la yema con el
canto del papel.
—Ay —se llevó el pulgar a la boca. Sonó la campanilla que había encima de la
puerta. Se volvió y vio a uno de sus clientes fijos. Se sacó el dedo de la boca—.
Buenos días, Johnnie.
—Que sean también buenos para ti —repuso Johnnie, asimismo conocido como
Johnnie Thunder, igual que hacía todas las mañanas.
Se levantó de la silla y le pareció asombroso tener clientes habituales. Observó
el pelo largo y lacio de color castaño de Johnnie, la camiseta verde guisante que
llevaba sobre el torso grueso con un logo blanco asomando por las solapas abiertas
de la chaqueta verde militar de segunda mano. Los vaqueros gastados y las zapatillas
concluían el efecto de desaliño urbano. En un adolescente habría podido estar bien.
Pero Johnnie debía de rondar los treinta años.
—¿Puedo tentarte con un hojaldre de crema esta mañana? —preguntó,
metiéndose detrás del mostrador, donde su sobrina de dieciocho años, Tina, llenaba
los expositores.
—No. Quiero un bollo dulce y un café pequeño.
—En otras palabras, ¿lo de siempre?
—Sí.
En vez de irse directamente al lugar que solía ocupar después de recibir la
bandeja con lo pedido, Johnnie permaneció ante la barra con evidentes signos de
incomodidad.
—¿Querías algo más, Johnnie? —le preguntó Reilly, y vio cómo se ruborizaba, a
pesar de su edad.
—Me preguntaba… —empezó—. Tengo entradas para ese estupendo festival de
música del fin de semana y pensaba que tú y yo… bueno, si quisieras ir conmigo…
Le sonrió, sinceramente halagada por la atención recibida, aunque no deseada.
—Gracias por pensar en mí, Johnnie, pero en este momento, el Sugar 'n' Spice
ocupa toda mi vida profesional y personal. Y probablemente siga así en el futuro
previsible.
—Oh. De acuerdo —le mostró el pequeño ordenador portátil que llevaba bajo el
brazo—. ¿Te importa si me conecto, entonces?
—De hecho, lo más probable es que a cualquier otro que se atreviera a sentarse
allí le diría que se perdiera —observó la media sonrisa de él—. El lugar es todo tuyo.
Él asintió y se fue al rincón opuesto con conexión a Internet. Había creído que
ofrecer ese servicio atraería a más personas del tipo de Johnnie, pero, hasta la fecha,
él era el único que se conectaba. No sabía muy bien qué hacía, pero estaba
convencida de que Johnnie Thunder era su nick de Internet.
Su sobrina terminó y luego colocó una bandeja vacía junto a la puerta de la
cocina. Se quitó el mandil.
—He de ir a mi clase de las nueve.
—¿Qué tienes hoy? ¿Psicología? —preguntó Reilly.
—Ciencias sociales.
Tina, diminutivo de Constantina, a su vez más diminutivo de Constantina
Kalopapodopulos, se sopló unos mechones castaños de los ojos oscuros. Por lo
general, iba a la pastelería una o dos horas cada día para echar una mano y realizar
entregas, dependiendo de las clases que tuviera.
—No suenas muy entusiasmada.
—Hacer malabarismos con un curso completo en UCLA mientras realizas dos
trabajos a tiempo parcial no es un picnic, tía Rei.
—Bueno, si tu motivación para querer una licenciatura en psicología fuera algo
más que para entender a tu familia disfuncional, quizá no te pareciera tan duro —
volvió a rodear el mostrador—. Además, olvidas que ya he estado ahí. Me refiero a
los malabarismos.
—Sí, pero eso fue hace por lo menos… una eternidad. Desde entonces, las cosas
han cambiado.
—¿Desde hace cuatro años?
Tina puso los ojos en blanco.
—Lo que sea.
Reilly guardó un par de hojaldres de crema en una bolsa mientras Tina recogía
su mochila y chaqueta. Alargó la bolsa cuando la joven de dieciocho años pasó ante
ella.
Tina se detuvo, el rostro más relajado.
—Gracias.
—¿Efi vendrá a echar una mano esta noche?
Era su sobrina favorita, y la hermana menor de Tina, muy odiada por ésta. Con
quince años, le recordaba cómo había sido ella a esa edad. No pasaba ni un solo día
sin que Efi le suplicara que la contratara a tiempo completo, aunque lo que realmente
quería era ser su socia. Pero la única vez que Reilly cedía y le permitía ayudar era
cuando tenía un pedido grande. Y el catering para una gala benéfica de ese fin de
semana entraba en esa categoría. Más específicamente, cinco mil pastelillos rellenos
de crema.
—Sí, vendrá —Tina fue hacia la puerta.
Al recoger las bandejas vacías e ir hacia la cocina, sonó el teléfono de la pared,
próximo a la puerta de vaivén. Liberó una mano y contestó.
—Sugar 'n' Spice.
—Y todo perfecto —dijo una conocida voz femenina—. ¿Tienes muchos
ejemplares del Confidential de hoy?
Mallory Woodruff, productora de documentales y una de sus tres mejores
amigos, rara vez se entusiasmaba por algo, de modo que la reacción de Mal le llegó al
alma.
ventana redonda de la puerta, viendo que el hombre en cuestión exhibía una sonrisa
divertida al tiempo que examinaba las delicias expuestas detrás del mostrador.
—Por el amor de Dios, Reilly, ¿quién es?
Acercó la mano a la boca y el auricular:
—Nada menos que Ben Kane en persona —el suspiro de Mallory le llenó el
oído.
—Y yo que estaba preparada para pedirte el número de Russell Crowe. ¿Ben
Kane? No es más que el propietario de un restaurante. ¿Y por qué susurras?
¿Por qué susurraba? Estaba en la cocina. En su cocina, en su local y, desde
luego, no había nadie alrededor que pudiera verla u oírla.
—No lo sé —reconoció—. Quizá es por el artículo.
—¿Cuál, ése en el que se os menciona a ti y a Kane en la misma frase?
Eso tampoco sonaba del todo bien.
—Sí.
—Creo que necesitas dormir un poco.
Reilly echó otro vistazo por la ventana de la puerta y vio que él miraba su reloj
con impaciencia.
—Oh, Dios, espera que lo atiendan.
Oyó la risa de Mallory.
—Claro, tonta. Está en un local que vende cosas. Lo que significa que,
probablemente, está interesado en comprar algunas de esas cosas. Y ahora ve a
venderle algunas de esas cosas para que, ya sabes, puedas ganar más de esos
papelitos verdes.
—Eres muy graciosa.
—Lo soy, ¿verdad? Ah, Reilly.
Sé que no debería preguntar, pero ¿qué?
—Triplica tus precios. Él se lo puede permitir.
—¡No puedo hacer eso!
—No los tienes a la vista, ¿verdad?
—No. Pero no estaría bien.
—Vale —Mallory volvió a suspirar—. Sé una buena chica.
Cómo odiaba que le dijeran eso.
—Te llamaré más tarde —indicó Mall—. Ya sabes, después de que hayas
atendido al Señor «Pantalones Calientes» Kane y después de que yo regrese de
buscar exteriores.
Ben Kane observó cómo la puerta que creía que daba a la cocina se abría unos
centímetros. Pero en vez de aparecer una persona, una mano esbelta con el auricular
de un teléfono serpenteó en busca de la base donde colgarlo.
Se frotó el mentón. Cualquiera creería que la chica que había desaparecido en la
cocina intentaba evitarlo. Pero eso no tenía sentido, porque era la primera vez que
entraba en el local decorado estilo art decó, con el suelo de terrazo blanco y negro y
paredes en tonos blanco y rosa.
Miró su reloj de pulsera. No había planeado que la diligencia le llevara más de
unos minutos. De hecho, no había planeado ninguna diligencia hasta llegar al
restaurante y ver que su repostero tenía un ataque porque alguien había empleado
los cuchillos de repostería para cortar carne. Había tratado de calmar a su nervioso
inmigrante francés, pero las cosas empeoraron al llamarlo cocinero, momento en que
el hombre le había tirado el mandil y dimitido.
¿Viernes por la noche sin postres? Imposible.
Lo que lo había conducido directamente al lugar que había sido mencionado
junto al Bernardo's Hideaway en el Hollywood Confidential de esa mañana.
Estudió los productos ofrecidos en los expositores. Así como eran todos buenos,
no eran lo mismo que la créme brülée ni la tarta de queso al chocolate a que estaban
acostumbrados sus clientes.
Desde la cocina le llegó un ruido sordo. Miró alrededor en busca de una
campanilla que pudiera hacer sonar para que lo atendieran, pero no encontró
ninguna. Observó a la media docena de personas sentadas alrededor del local,
disfrutando de café y leyendo los periódicos, y a un joven en un rincón que tecleaba
como loco en un ordenador portátil, antes de asomarse a la puerta de acero
inoxidable de la cocina y asomase por la ventanilla.
Justo del otro lado del cristal se asomó la cabeza de una mujer, toda ella
enormes ojos almendrados, adorables labios fruncidos y suave cabello rubio,
sobresaltándolo con su chillido. Vio que la cabeza de la mujer volvía a desaparecer y
oyó más conmoción.
«Muy bien…».
Se apartó de la puerta y metió las manos en los bolsillos. Quienquiera que
estuviera ahí lo había visto y saldría a atenderlo.
Un minuto… dos minutos…
Hizo una mueca. Se preguntó qué clase de local llevaban ahí.
Sacó la mano derecha del bolsillo, llamó brevemente a la puerta de la cocina y
luego la abrió un poco.
—¿Hola?
A su derecha oyó un estrépito metálico. Miró y vio a alguien que le daba la
espalda ante un mostrador de acero inoxidable a unos seis metros.
—Perdone, ¿podría decirme si están la dueña o la directora? —entró del todo y
notó que la cocina estaba impecable y que era muy grande.
La mujer se volvió para mirarlo, sus manos llenas de masa. Otra vez notó lo
atractiva que era. No en el sentido habitual… sus facciones se acoplaban de forma
diferente. Desde los ojos claros con las pestañas más tupidas que jamás hubiera visto
en una rubia hasta esos labios carnosos.
—Yo soy la dueña… —dijo, alargando una mano—. Me llamo Reilly… —calló,
o bien porque no podía recordar su apellido o bien porque era reacia a compartirlo—
, sólo Reilly —el labio inferior desapareció bajo unos dientes de una blancura
extraordinaria—. ¿En qué puedo ayudarte?
Ben bajó la vista a la mano que estrechaba, notando la masa blanca entre los
dedos de ella. Experimentó la extraña tentación de llevárselos a la boca para quitarles
con la lengua toda esa masa dulce, uno a uno.
—Hola, Sólo Reilly. Yo soy Sólo Ben. Y en este momento se me ocurrirían como
mínimo media docena de cosas en las que querría que me ayudaras.
Capítulo 2
Casi todos los actores de Hollywood no valían la película en la que grababan
sus imágenes. En la vida real, tendían a ser más bajos o más delgados que en la
pantalla o su piel sin maquillaje dejaba mucho que desear.
Pero Ben Kane…
Vaya.
Sus ojos eran… Se le hizo un nudo en la garganta. Sencillamente, eran los más
hermosos que jamás había visto. Eran celestes. Y supuso que si alguien lo agraviaba,
podrían convertir en cubitos de hielo a una persona con una simple mirada. Pero en
ese momento, parecían brillar con vida eléctrica, produciéndole temblores por todo el
cuerpo.
El pelo… Lo estudió con descaro. Era de un negro azabache, como las plumas
de un cuervo. Corto y cuidado.
Y la boca…
Lo vio alzar la mano derecha y lamerse… ¡lamerse!… la masa dulce con que lo
había manchado.
Dejó de respirar.
—¿Tienes algo con lo que poder limpiarme? —preguntó.
Su voz pareció atronar desde lo más hondo de su torso.
—¿Qué? ¡Oh! —vio que en la encimera no había nada salvo más masa, así que
alzó su mandil y le extendió la esquina. De inmediato se dio cuenta de que se había
equivocado, ya que al tirar le apretó la tela contra los pechos, encendiéndole los
pezones. Estuvo a punto de arrancarle el mandil de entre los dedos—. Permite que te
busque algo más… apropiado.
En cuanto se apartó de él, pareció recuperar la capacidad de pensar con
coherencia y se encogió de hombros para sus adentros. Se dijo que el truco radicaba
en no mirarlo.
Humedeció la esquina de una toalla blanca limpia con agua templada y se la
entregó antes de meter sus propias manos bajo el grifo.
—Una vez más, ¿en qué puedo ayudarte? —inquirió, contenta de que su voz
hubiera recobrado el tono normal.
—Mmm. Sí. Verás, mi repostero me dejó esta mañana en la estacada, de modo
que necesito una variedad completa de postres para servir esta noche.
Reilly enarcó las cejas mientras adrede se tomaba su tiempo para secarse las
manos, aún de espaldas a él.
—¿Qué te hizo pensar en mí?
—Oh, no sé. Quizá influyera algo el Confidential.
—¿Mmmm? Oh, no. Sólo pensaba… —¿en lo bonito que sería echarle sirope
sobre los glúteos?—. Quizá deberíamos añadir una tarta de queso a la lista. Si no
representa demasiadas molestias.
—Es posible que tenga una en la nevera.
—Bien. Bien.
La siguió al otro cuarto, donde ella montó una caja con el logo de la repostería y
le preguntó qué quería.
Demasiado pronto, ella le entregó las dos cajas que le había llenado.
—¿Cuánto es? —preguntó él, dejándolas en el mostrador.
—Contabilizaré todo al final de la noche y te enviaré una factura junto con el
envío.
—Bien —le estudió la mano izquierda. Aunque, por supuesto, que la llevara
desnuda no significaba nada. No sabía de ningún chef o pastelero que llevaran
anillos mientras trabajaban—. ¿A qué hora sales?
Ella enarcó las cejas sorprendida.
—¿Perdona?
—Esta noche. ¿A qué hora estarás libre?
Ladeó un poco la cabeza, como si aún no entendiera la pregunta.
—¿Y quieres conocer esta información porque…?
Le sonrió.
—Porque me gustaría agradecértelo de forma adecuada.
«Y porque me gustaría descubrir si tu boca sabe tan dulce como parece».
—Con las palabras basta.
—Vas a hacer que te lo deletree, ¿verdad?
—Sé cómo se deletrea «gracias».
No como él tenía en mente.
—Me gustaría volver a verte.
—¿A medianoche? —indicó despacio.
—Si es a la hora que terminas.
—Oh —lo miró largo rato, y entonces pareció entender a qué se refería él—.
¡Oh! ¿Quieres decir…?
—Sí, quiero decir.
En ese momento dejó de mirarlo a la cara.
—Yo, mmm, no creo que sea una buena idea —usó una esquina limpia del
mandil para limpiar el mostrador alrededor de las cajas.
—¿Por qué no?
—De hecho, si no te importa, me gustaría traerte la cena esta noche —le dijo a
ella.
—¿Esta noche?
—Sí, ya sabes, como la forma de agradecértelo adecuadamente que he
mencionado.
—No es necesario.
—Creo que sí —entrecerró los ojos—. ¿Has dicho a medianoche?
—Sí. Quiero decir… ¡no! —se ruborizó—. Quiero decir, no es realmente
necesario. De verdad, no lo es.
—¿Reniegas de una cena gratis de uno de los restaurantes más populares de la
ciudad?
—Sí. Quiero decir… ¡no! —Se pasó los dedos por el cabello y apoyó la mano en
la frente—. Lo que intento decir es que no creo que sea una muy buena idea. Estaré
agotada y, probablemente, no sea buena compañía…
—Lo que quería decir era que haré que uno de mis camareros te traiga algo de
camino a casa del trabajo.
—Oh.
—A menos que quieras que traiga yo la cena en persona.
—¡No! —hundió los hombros y clavó el mentón en el pecho. Momentos más
tarde, llegó a la conclusión de que reía o lloraba. Lo miró con una sonrisa—. Eso no
sonó muy bien, ¿verdad?
—Menos mal que tengo un buen ego.
—Grande, quieres decir.
—Mmm —dejó que ese sonido flotara entre ellos antes de añadir—: Bueno, será
mejor que me vaya.
—Sí, será lo mejor —él la miró fijamente y ella señaló las cajas—. Algunos de los
productos que llevas deben meterse con rapidez en una nevera.
—Claro.
—Claro.
Él recogió las cajas.
—Llámame.
—Ya veremos.
—Llámame —repitió.
—De acuerdo.
Fue hacia la puerta sabiendo que, probablemente no lo llamaría. Pero no
importaba. Sean cuales fueren los motivos que tuviera para querer evitarlo, no nacían
de falta de atracción.
Y ella desconocía que era él quien pretendía llevarle la cena esa noche.
Y tenía toda la intención de que ambos disfrutaran de postre…
Capítulo 3
Medianoche. El restaurante de Ben estaba cerrado. Las calles residenciales de
la ciudad se hallaban desiertas. Y el Sugar 'n' Spice aún se mostraba invitador,
incluso con las luces atenuadas y las mesas vacías.
Alargó la mano hacia la comida que había llevado consigo al subir a su BMW
descapotable. No había señal de vida en el interior de la pastelería, aunque bien sabía
que eso no necesariamente significaba que no hubiera alguien trabajando en la
cocina. Miró hacia allí y vio la luz que brillaba a través de la ventanilla redonda de la
puerta.
Sintió un aguijonazo de deseo, puro y físico, al pensar en Reilly tan cerca de él.
No había sido capaz de quitársela de la cabeza durante toda la jornada, sin importar
lo ajetreada que había sido la noche en el restaurante. Y hacía mucho que una mujer
no le producía ese efecto.
Distraído, se frotó la nuca.
No era una de esas supermodelos de un metro ochenta que por lo general le
resultaban atractivas. De hecho, había intentado desmantelar el interés que sentía por
ella, en absoluto impresionada por el hecho de que fuera el dueño de uno de los
restaurantes más de moda en Los Ángeles.
Aunque no siempre había sido así.
Estaba a años luz de la vida gris que había llevado al crecer, trabajando en la
parte de atrás del puesto de perritos calientes que tenía su padre en Sunset, donde
mezclarse con los clientes no sólo estaba prohibido, sino que era poco deseable.
Y al cumplir los veinte años, su padre había sufrido un ataque al corazón.
Había sobrevivido, pero había decidido retirarse, y le había legado a Ben los
tres puestos que tenía por ese entonces, con la esperanza de que su único hijo
siguiera sus pasos.
Sin embargo, unos años más tarde, Ben los había vendido y usado el dinero en
efectivo para abrir el Bernardo's Hideaway. Y así como el menú había cambiado a lo
largo de los años, el lema del restaurante no lo había hecho. Esencialmente, todo el
mundo que atravesaba las puertas de su casa era tratado como una estrella y las
verdaderas estrellas que iban eran anónimas. No se permitía la entrada a ningún
fotógrafo, periodista o admirador en busca de autógrafos.
Sin embargo, su cambio de rumbo había tenido un revés importante. Su padre
jamás lo había perdonado por no dedicar su vida a suministrar perritos calientes a
clientes con prisa y aún tenía que presentarse en su local. La última vez que lo había
visitado Jerry Kane había dicho que no encajaría con la gente estirada a la que
atendía Ben y que prefería comer un plato congelado en casa… ya que tenía
prohibidos los perritos calientes por la constante batalla que mantenía contra el
colesterol.
No se había dado cuenta de que la puerta de la cocina del Sugar 'n' Spice se
había abierto hasta que parpadeó y vio a Reilly de pie, mirándolo del otro lado del
cristal.
Sonrió, y su aparición le reafirmó todo lo que recordaba sobre ella de aquella
mañana.
Reilly quitó el cerrojo de la puerta de entrada y la abrió.
—Ben.
Las palabras salieron de esa boca sexy y sin pintar como en un suspiro.
—Reilly —alzó las bolsas que sostenía—. Resulta que mi último empleado se
marchó antes de que pudiera decirle que te trajera esto, así que he tenido que hacer
yo mismo la entrega.
El brillo en los ojos de ella le reveló que no se tragaba la historia. Y eso le gustó.
En ese instante único, conectaron de un modo silencioso que no requería palabras.
Reilly miró su reloj.
—Medianoche en punto. Eres un hombre de palabra.
—Puedes llamarme cualquier cosa, pero no que no sea puntual para la cena.
Ella sonrió.
—Histriónico.
—Te doy la razón. ¿Tienes hambre?
Ella pareció considerar el comentario y se mordió el labio inferior, como si la
acción pudiera ayudarla a tomar una decisión. Durante un momento, él pensó que se
iba a negar, pero luego dijo:
—De hecho, ahora mismo estaba pensando en que no había comido nada en
todo el día. Y la idea de que Bernardo's me envíe la cena… bueno, de pronto resulta
muy apetitoso.
Ben enarcó las cejas y luego sonrió. Ella le mantuvo la puerta abierta y entró, y
al instante se vio asaltado por el olor a pasta dulce horneándose y la fragancia limpia
de la piel de Reilly al pasar a su lado. Comenzó a poner las bolsas que llevaba en una
mesa, pero ella lo contuvo con una mano en el brazo que pareció atravesarle la
camisa y quemarle la piel.
—No. ¿Por qué no vamos a la cocina?
La vio mirar por el escaparate hacia la calle, donde estaba aparcado su
deportivo.
—¿Qué? ¿No quieres que te vean conmigo, Reilly?
De inmediato ella lo miró mientras se le sonrojaban las mejillas.
—No lo entiendes. Tengo tres amigos que jamás me dejarían en paz si se
enteraran de que estábamos aquí, solos, a estas horas de la noche —alzó el lado
izquierdo de la boca—. Y quién sabe qué pensaría mi familia.
—Mmm —nunca antes había relacionado los colores con la comida. Pero sin la
ayuda de la visión, su mente parecía compensarlo de otras maneras.
—Es mi propia receta de brie.
Brie. Jamás había probado el brie, de forma que le era imposible conectarlo con
otro tipo de queso. Sin embargo, llegó a la conclusión de que había estado
perdiéndose algo delicioso.
—¿Más?
El aliento de Ben perturbó el cabello sobre su oreja izquierda, haciendo que los
pezones se le endurecieran y que los muslos se le cerraran más.
—Decididamente… más —susurró.
Hubo una pausa fugaz y luego lo oyó moverse otra vez, y a los pocos
momentos otro bocado de ese delicioso brie reposaba sobre su lengua junto con algo
crujiente y que sabía a germen de trigo. Conformaban una mezcla celestial.
—Bebe un sorbo de vino —le tomó la mano y le entregó la copa. Ella bebió
despacio, y luego le quitó la copa—. Abre.
El corazón comenzó a palpitarle con fuerza ante la fácil cadencia de sus
palabras. Su voz era profunda y más embriagadora que el vino. Su proximidad le
hacía cosas extrañas, eléctricas. Sentía la piel viva y hormigueante y parecía requerir
la máxima concentración para que la respiración no se le convirtiera en un jadeo.
Marisco.
Una gamba.
No, un langostino.
Preparado con una mezcla dulce de coco que la cautivó.
Así como desde pequeña le había encantado la comida, siempre se había
decantado más por los dulces. Que Ben le presentara todo un espectro nuevo de
exquisiteces culinarias la hacía temblar de anticipación.
Lentamente masticó la comida.
—Dime, mmm, ¿cómo resultaron los postres en tu restaurante? Espero que no
hubiera demasiadas quejas.
—Sshhh. No es educado hablar con la boca llena.
Ella rió entre dientes, y se controló.
—¿Quién ha muerto y te ha nombrado policía de las buenas maneras?
Él volvió a introducirle el tenedor en la boca, llenándosela con una combinación
que le llevaría media hora tratar de identificar. Luego sintió su aliento en la otra
oreja, lo que le indicó que había dejado de estar sentado para moverse.
—No, sólo soy un hombre que espera que le dejes probar algunos de tus…
postres cuando haya terminado.
«Santo cielo… ».
Capítulo 4
A pesar de que él mismo había provocado la situación, no estaba preparado
para el paso de Reilly.
Había adivinado que ocultaba unos músculos impresionantes bajo toda esa
ropa, pero al pegarlo contra ella, lo corroboró. Y no pudo hacer otra cosa que darle lo
que quería cuando reclamó su boca, con la venda aún firmemente colocada sobre los
ojos.
Santo cielo, tenía una boca increíble. Y también sabía cómo besar. No de un
modo experto, sino hambriento, desinhibido, que lo dejó mudo e inmóvil, aceptando
sus atenciones mientras lo mordisqueaba, lo succionaba y lo lamía.
Aún tenía la mano apoyada en su muslo. La movió el espacio necesario para
llegar al primer plato, sintiendo placer con el gemido suave de ella al tiempo que lo
agarraba del pelo.
Ella se deslizó por el taburete hasta que sus rodillas quedaron a ambos lados de
las caderas de Ben y volvió a tirar de él, haciendo que ambos estuvieran a punto de
perder el equilibrio. Cuando el mundo dejó de dar vueltas, él se encontró firmemente
acunado entre sus muslos, al tiempo que el sexo cubierto de pana de Reilly
presionaba con insistencia la lanza enhiesta que tenía bajo los pantalones.
No hacía mucho que había estado con una mujer, aunque ese momento con
Reilly hacía que parecieran años. Incluso décadas. La necesidad que se extendió por
su cuerpo y le calentó la sangre hizo que se sintiera ridículamente como un
adolescente que iba a tener su primera degustación de sexo. Y empezaba a anhelar el
momento en que pudiera enterrarse hasta el fondo en ella.
Se dio cuenta de que no había movido las manos de donde las había apoyado
en la espalda de ella y de inmediato remedió la situación, lanzándose a su trasero y a
la cintura de sus pantalones. Con celeridad deshizo el nudo del mandil y después
introdujo los dedos por el interior de los pantalones, hasta que al fin alcanzó la piel
sedosa y suave. Mientras tanto, Reilly levantó y tiró hasta que la camisa de él colgó
por encima de los pantalones y tuvo las palmas de las manos pegadas a los
abdominales de Ben.
La deseaba tanto que le resultaba imposible creer que no hubiera estado en su
vida antes de ese día. De ese momento.
Le quitó el mandil y lo dejó caer al suelo; luego le desabotonó la cintura de los
pantalones y apartó la pana para que la cremallera bajara por sí sola. Se echó
levemente hacia atrás para observar la piel que había revelado, aunque sólo pudo ver
lo que parecía un metro de algodón rosa coronado por una raída banda elástica.
—Vaya —dijo, recordando no haber visto una prenda de ropa interior tan
enorme desde que sus amigos del instituto y él habían irrumpido en una fiesta de
pijama y hurgado en la cómoda de la Enorme Bertha.
Se había puesto las mastodónticas bragas en la cabeza.
Media hora más tarde, Reilly iba de un lado a otro de toda la extensión de su
apartamento, situado encima de la pastelería, dándose en la frente y maldiciendo en
voz alta.
—Estúpida, idiota, irreflexiva… tarada —musitaba, gastando aún más la estera
del suelo.
¿En qué había estado pensando al ceder a su deseo de besar al delicioso Ben
Kane? Sabía que no era la clase de chica que buscaba esa clase de chico. Y su ropa
interior…
Se detuvo y bajó la vista a la parte frontal de sus pantalones. Casi podía oír la
voz de su madre: «Y siempre recuerda ponerte ropa interior limpia y presentable en
caso de que tengas un accidente».
Se lanzó hacia el dormitorio situado en la parte de atrás mientras se abría los
pantalones, de modo que cuando llegó a la habitación, estuvo a punto de tropezar
debido a que se le habían abultado en torno a los tobillos.
Saber que Ben le había visto la ropa interior era peor que treinta médicos con la
vista clavada en su cuerpo sin vida y los ojos clavados en las espantosas bragas.
Tiró los pantalones a un rincón del dormitorio y después se quitó la ofensiva
prenda. La alzó con expresión de disgusto. ¿Quién, aparte de ella, podía ponerse una
ropa interior tan horrible? Gimió y entró en el cuarto de baño adyacente, donde la
tiró a la bañera antigua.
—¡No! —se mordió el labio inferior y suspiró—. Quiero decir, gracias, pero no
es nada que no pueda arreglar, de verdad.
—¿Estás segura?
Desde luego. Lo último que quería era que descubriera lo que había estado
haciendo.
—Absolutamente. Te veré por la mañana.
Él asintió.
Hasta mañana, entonces.
Reilly cerró la puerta y luego se apoyó contra la madera. Finalmente, la alarma
contra incendios se apagó, dejando en el apartamento un silencio casi extraño y un
olor acre. Lo más probable era que necesitara un mes completo para desterrarlo.
Supuso que se lo merecía. Después de todo, ¿quién olvidaba que llevaba unas
bragas de tiempos de la abuela cuando existía la remota posibilidad de que uno de
los chicos más deseados de Los Ángeles pudiera pasar a medianoche?
«Yo». Y la respuesta no la hizo muy feliz.
—El destino —susurró.
Sí, era eso. No había estado destinada a acostarse con alguien del calibre de Ben
Kane, de modo que el destino había intervenido para interrumpir. Para recordarle
quién era, quién había sido y con quién jamás debería estar.
Cerró los ojos con fuerza. Sólo una vez. Sólo una vez le habría gustado haber
salido con el capitán del equipo de fútbol.
—No en esta vida —tiró la revista a la mesa del pasillo y fue al cuarto de baño y
el desastre que allí la esperaba.
«Mejor un pequeño desastre ahora que un gran desastre luego», musitó una voz
en su cabeza.
—Díselo a mis hormonas furibundas —respondió.
Incluso al recoger el algodón chamuscado de la bañera y tirarlo a la papelera, se
preguntó dónde estaría el regalo que le había hecho Mallory hacía aproximadamente
un año. El que gastaba unos cincuenta dólares en pilas y podía competir con un
martillo neumático. Supuso que nada más podría ocupar esa noche el lugar de Ben
en la cama. Aunque sospechaba que el vibrador de lujo ni se le acercaría.
Algo hizo un ruido fuerte en el callejón. Despacio, se irguió, esforzándose por
oír. Otro estrépito, en esa ocasión más cerca. Se sobresaltó.
Lentamente, dejó la papelera en el suelo y recogió un bote de aerosol para el
pelo. Volvió hacia la puerta y cerró los dedos en torno al pomo. Como fuera Johnnie,
que aún seguía allí por si necesitaba ayuda, le diría… ¿Qué? ¿Qué estaba retocándose
el pelo?
«Esto es ridículo», pensó. Seguro que se trataba de un ratón o algo por el estilo.
No obstante, agarró la lata con fuerza al abrir la puerta.
Al día siguiente, Ben volvió a estudiar una de las facturas de entrega. No cabía
duda, le habían llevado cien kilos de pulpo en vez de las patas de cangrejo, cuando el
especial de esa noche era patas de cangrejo de Alaska.
Se frotó los ojos cerrados y contó desde diez hacia atrás. Era el cuarto fallo de la
mañana, y el día no había hecho más que empezar. Desde un barato licor de café en
vez del Tía María hasta el lomo en vez de los chuletones, su despensa empezaba a
llenarse de material que no quería ni necesitaba.
—¿Qué quiere que haga, jefe? —preguntó Lance Dickson, el jefe de
departamento que había recibido los tres primeros pedidos equivocados.
Miró al repartidor.
—Lléveselos.
—¿Y las patas de cangrejo? —preguntó Lance.
—No sé —dijo distraído—. Quizá podamos decir que hubo otro vertido de
petróleo en Alaska y esperar algo positivo para la semana próxima —los dos sabían
la moda del ecologismo que había en la comunidad de Los Ángeles—. Ahora mismo,
quiero que vayas al ordenador y compruebes qué nos falta recibir hoy.
—Enseguida, jefe —Lance se marchó.
Ben movió la cabeza. No era el tipo de situación que se deseaba encarar después
de haber dormido poco la noche anterior. Una vez que Reilly prácticamente lo había
echado de la pastelería, cerrándole la puerta en la cara sonriente, no había sido capaz
de quitársela de la cabeza ni a ella ni a sus bragas.
Fue por el pasillo a la parte de atrás del restaurante. No terminaba de
entenderlo. En circunstancias normales, tener un vistazo de una prenda interior tan
fea habría tenido un efecto negativo en su libido. Pero su reacción hacia Reilly
empezaba a ser cualquier cosa menos normal.
De hecho, cuando al fin había podido quedarse dormido, había soñado con
mojarle esas bragas y que el algodón se pegara a su excitada feminidad y firme
trasero. Y le había pedido que se las dejara puestas mientras la situaba encima de él y
la observaba descender sobre la palpitante erección.
Había despertado entre sábanas sospechosamente húmedas y descubierto que
no había puesto el despertador. A partir de ese momento, su día no había hecho más
que empeorar.
Fue hacia la puerta donde una pizarra negra que colgaba del interior anunciaba
patas frescas de cangrejo de Alaska y borró la selección.
A pesar del nubarrón oscuro que flotaba sobre su día, le bastaba con pensar en
Reilly para exhibir una sonrisa idiota.
Rodeó el bar vacío y puso el teléfono sobre la barra antes de sacar la tarjeta del
Sugar 'n' Spice que esa mañana se había metido en el bolsillo de la camisa.
—Sugar 'n' Spice y un mundo dulce —respondió la voz de una mujer.
Ben frunció el ceño. Desde luego, no era Reilly. No podía imaginarla diciendo
esas palabras.
—¿Está Reilly, por favor?
Una pausa.
—¿Puedo preguntar quién la llama?
—El dueño de un restaurante que querría hacer un pedido —respondió con una
sonrisa.
—Oh. Un momento.
—Sugar 'n' Spice.
Ah, Reilly.
—Buenos días. ¿Cómo le van las cosas a usted y a sus bragas esta mañana,
señorita Reilly?
—Oh, Dios, no puedo creer que me estés llamando aquí.
—Vaya, eso ha sonado bien, ¿no? —Rió Reilly—. Es mi sobrina Efi, de quince
años. Esta noche tenemos una cita planeada desde hace mucho tiempo para estar
ante el televisor. Sólo nosotras, palomitas de maíz y un montón de DVDs.
—Podría serviros la cena.
—¡No!
—¿No te gustó al comida que preparo?
La oyó suspirar.
—La comida estaba fantástica, Ben. Gracias por traerla. Es que…
Él se sentó en un taburete del otro lado de la barra, recordando lo tentadora que
había estado Reilly en una posición similar en la cocina de su local, vendada y
excitada.
—Es que… ¿qué?
Otro suspiro.
—Es que no creo que sea una buena idea que nos veamos de nuevo de forma…
personal.
—¿Te refieres a nunca más?
—Mmmm.
—Es inaceptable —ella guardó silencio, y por un momento temió que colgara—.
Mañana por la noche, entonces —sugirió.
—No.
—La noche siguiente.
—No.
—El jueves, el viernes, el sábado.
—No, no, no —silencio—. ¿Qué ha pasado con el miércoles?
—Es la noche que voy a llevarte al restaurante para una cena especial para dos.
—No.
—Bien. Te recogeré a eso de las siete. Conjeturo que vives encima de tu local,
¿verdad?
—No.
—Muy bien. Será algo informal. Ah, y vuelve a ponerte una de esas bragas tan
sexys, ¿quieres? Me hacen algo…
La oyó colgar y rió entre dientes mientras también él colgaba despacio,
sintiéndose mejor que lo había estado en mucho, mucho tiempo.
—¿Jefe?
Alzó la vista y vio a Lance en la puerta.
—Todos los pedidos están fastidiados. ¿Qué quiere que haga?
Capítulo 5
A
—¿ qué se ha debido eso? —quiso saber Tina cuando Reilly salió de la cocina
para colgar el auricular.
Ésta se alisó el mandil y la miró.
—¿A qué se ha debido qué?
—Nunca te he visto llevarte el teléfono a la cocina.
—Mmm.
Otra voz sonó desde la mesa próxima a la ventana. La misma que tenía a sus
tres amigos reunidos para tomar el café de la mañana, los bollos recubiertos de miel y
mantener una conversación. Layla, Mallory y Jack.
—¿Qué? ¿Qué me estoy perdiendo? —inquirió Layla, mirando a Mallory, luego
a Jack y por último a Reilly.
—Nada. No te estás perdiendo nada —repuso Reilly antes de que Mallory
pudiera hablar, y volvió a ocupar el taburete ante la mesa mientras Tina suspiraba
con exagerada agitación.
La pastelería se hallaba prácticamente vacía a esa hora de la mañana, un breve
descanso entre los clientes madrugadores y los que dormían un poco más. Johnnie
Thunder estaba conectado con su ordenador portátil en el rincón. Al ser sábado, Tina
no tenía clase, de modo que se había ofrecido voluntaria para ayudarla y a las once ir
a repartir los pastelillos rellenos de crema.
—Lo que pensaba. Era él, ¿verdad? —preguntó Mallory, lamiéndose el sirope
de los dedos.
Junto a su familia, sus tres amigos eran las personas más importantes del
mundo. Layla Hollister era doctora y trabajaba en una clínica gratuita cerca de la
pastelería. En un mes iba a casarse con otro médico, un cirujano plástico, aunque
tenía que reconocer que Sam Lovejoy no era el típico médico de retoques y hacer caja.
Con el cabello oscuro y los ojos verdes, era todo lo que ansiaba ser una mujer. Alta,
esbelta, hermosa y agradable.
Luego estaba Mallory Woodruff, productora de documentales, que era lo que
toda mujer temía convertirse. Con el cabello oscuro indómito, la piel blanca y los ojos
enormes, Mall era un pequeño cartucho de dinamita en busca de un sitio donde
estallar. Tenía tendencia a lucir camisetas diseñadas para conseguir una reacción, y la
de ese día ponía Dios Creó Al Hombre Para Divertir A La Mujer; además, era
rencorosa.
Y luego estaba Jack.
Lo miró y sonrió al instante. Columnista del L.A.
Monthly, era un tipo muy guapo, con el pelo castaño claro y ojos verde musgo.
Cuando los tres se habían conocido hacía tres años en un simulacro de desastre que
todos habían tomado por real, Reilly, Layla y Mallory habían jurado preservar su
floreciente amistad y no ir nunca por Jack. Se sentía feliz por la decisión tomada,
porque no podía imaginar su círculo sin Jack, con los vaqueros ceñidos y las camisas
vaqueras.
Layla la devolvió a la realidad de la incómoda conversación que había sacado
Mallory.
—¿Él quién? ¿Alguien quiere contarme, por favor, qué está pasando? —
inquirió.
Jack musitó algo.
—¿No tenemos suficientes cosas de qué preocuparnos sin añadir leña al fuego?
Voy a servirme otro café.
Las tres mujeres lo miraron alejarse. Pudieron captar sus juramentos mientras
se iba.
—Ben Kane —repuso Mallory.
Layla estuvo a punto de caerse del taburete.
—¿Qué? ¿Ese Ben Kane? ¿El famoso Ben Kane del Bernardo's Hideaway? ¿El
mismo al que ayer por la mañana mencionaron en el Confidential junto con nuestra
amiga?
—Vuelve a decir su nombre como si fuera una marca registrada conocida
nacionalmente y te planto un bollo pegajoso en tu pulcra blusa —amenazó Mallory.
La sonrisa de Layla provocó un gesto similar en Reilly.
—Sea como fuere, creía que habíamos quedado para hablar de la boda de Sam y
Layla y los vestidos que se iban a poner las damas de honor, es decir, nosotras dos.
Layla bebió un trago de café.
—Siempre hay tiempo para hablar de Ben Kane —miró a Mallory—. ¿Qué
pasó?
Ésta se encogió de hombros.
—Vino ayer.
Layla pareció decepcionada.
—¿Eso es todo?
Las dos mujeres miraron a Reilly con expresión expectante.
—¿Qué queréis que diga? ¿Que su repostero jefe lo dejó? ¿Que vació mi
expositor y luego pidió diversidad de postres adicionales? ¿Que llevaba puestas mis
bragas de la abuela y en el instante en que las vio salió corriendo en la dirección
opuesta?
Jack había regresado a la mesa. Se detuvo en seco, volvió a darse la vuelta y se
dirigió hacia Johnnie Thunder, deseando algo de conversación masculina.
Mallory alzó una mano.
—Vaya, vaya. ¿Cómo pasamos de que te limpiara las existencias a que te viera
esas enormes bragas?
Reilly odiaba que su amiga supiera qué clase de ropa interior usaba.
—No importa. No volverá a suceder, de modo que no tiene sentido ir por ahí.
—Oh, por favor, ve por ahí. Aunque sólo sea para que Mall y yo disfrutemos
del paseo —pidió Layla.
Para su sorpresa, Reilly descubrió que se ponía a compartir hasta el último
detalle de la noche anterior. De forma conveniente, omitió la parte en que estaba
vendada, porque seguía sin estar segura de cómo se sentía ella misma al respecto.
—Oh, Dios —exclamó Layla, horrorizada—. Si me hubiera pasado a mí, lo más
probable es que me hubiera suicidado.
Mallory hizo una mueca.
—No, no lo habrías hecho. Las bragas de tiempos de la abuela no son motivo de
suicidio. Después de todo, mira qué le consiguieron a Bridget Jones.
Reilly y Layla la miraron.
—Que le rompiera el corazón un seductor de tres al cuarto —indicó Layla.
—Sí, pero era Hugh Grant… —pareció darse cuenta de lo que decía y cambió
de tema—. En todo caso, eso no atañe a nuestra conversación. Lo que importa es que
quiso verte la ropa interior, punto. Y que tú lo dejaste. Y que ha vuelto a llamar —
concluyó.
Layla alzó la cabeza.
—¡Sí! ¿Qué quería?
—Reilly se encogió de hombros.
—Confirmar el pedido de hoy.
—Mentirosa —acusó Mallory.
Para sus adentros, Reilly estaba encantada de que Ben la hubiera invitado a
salir. Bueno, no tan para sus adentros, ya que sorprendió a sus amigas
intercambiando una sonrisa.
—¿Ya es seguro volver? —Preguntó Jack, ocupando con renuencia su
taburete—. He recibido suficiente jerga cibernética para que me dure el resto del día.
Layla rió.
—Por tu cuenta y riesgo.
—Conozco a Ben Kane —dijo. Las tres mujeres lo miraron—. ¿Qué? Escribí un
artículo sobre él hace un año. Si leyerais mi columna, lo sabríais.
Mallory levantó la mano derecha.
—Leo todas y cada una de tus columnas, pongo a Dios por testigo.
Jack le sonrió.
—Desde nunca. Y no es guapo. Es la cosa más fea que jamás he visto —miró a
su sobrina de quince años levantar al desaseado gato de donde había estado
tumbado en el centro de la mesita de centro.
Efi miró a Reilly mientras acariciaba al viejo gato, y le dijo:
—¿Sabes?, he decidido que voy a crecer para ser exactamente como tú.
Reilly dejó el bolso.
—¿A qué te refieres? ¿Independiente? ¿De espíritu abierto? ¿Triunfadora?
—Soltera y con un gato.
La mano de Reilly se paralizó mientras inspeccionaba el correo. Detalles a un
lado, tuvo que reconocer que era exactamente eso. Se había convertido en la pesadilla
de las mujeres.
Observó al gato y decidió que debía marcharse. No podía hacer mucho acerca
de la soltería. Pero la permanencia del animal dependía de ella.
—Si tanto te gusta, llévatelo a casa contigo.
Efi hizo una mueca.
—Lo haría, pero mamá es alérgica.
—Tu madre tuvo un gato de pequeña —la informó Reilly.
—Lo sé. Mittens. Pero ahora es alérgica.
—Apuesto a que sí —dejó el correo, sacó un par de refrescos bajos en calorías y
sin cafeína de la nevera y luego se sentó en el sofá—. Dime, ¿qué te ha decidido a ser
una vieja solterona como tu tía?
El gato voló de los brazos delgados de Efi y la joven se dejó caer en el sofá junto
a ella, suspirando de forma dramática mientras aceptaba el refresco.
—Mamá piensa que se debe, ya sabes, a que se acerca ese momento del mes.
Reilly aún no parecía poder aceptar que su joven sobrina había empezado a
menstruar.
—¿Y la verdad es?
—Jason Turner.
—Ah. Un chico.
Efi bebió un trago.
—No un chico. Un hombre adulto —frunció el ceño—. Bueno, casi. Tiene
dieciocho años.
Reilly le dio un golpe afectuoso al hombro de su sobrina.
—Y demasiado mayor para ti.
Efi se encogió de hombros.
—Está en el último año del instituto y tiene los ojos azules más grandes que
hayas visto y cuando sonríe te juro que se me aflojan las rodillas… y… y…
—Y no sabe que existes.
Efi se desinfló sobre los cojines.
—En realidad, hoy se ha fijado en mí. Se detuvo en el pasillo para decirme que
había elegido un color interesante para mi pelo. Que hacía juego con las cortinas del
gimnasio.
Reilly se encogió por dentro.
—Ay —Efi asintió—. Pero es sábado por la noche y mi sobrina se queda a pasar
la noche conmigo —apoyó los pies en la mesita—. Y recuerda que luego tenemos un
montón de DVDs.
—Veamos una película.
—Primero hablemos de la vida bajo la piel de Efi —su sobrina suspiró y Reilly
pensó que ni por un millón de dólares reviviría ese tiempo de su vida.
La joven apoyó la cabeza en el sofá.
—¿Qué parte quieres oír? ¿Cómo no puedo jugar al béisbol con el resto de las
chicas de mi clase porque los miércoles tengo que estudiar griego para poder decir
«quiero una rebanada de pan» en ese idioma? Cuando mi madre es incapaz de decir
una sola palabra en griego aunque en ello le fuera la vida. No, espera, hablemos de
por qué no puedo ir a la casa de mi mejor amiga porque su padre es un pastor
protestante y papá tiene miedo de que cree confusión en mi mente. No, hablemos de
que las dos únicas chicas de mi edad en la clase de griego piensan que soy rara.
Reilly acarició el pelo en punta de Efi.
—Lo siento, cariño, pero creo que lo más probable es que todos piensen que
oscilas hacia el lado raro.
Recordó el día de la semana anterior en que Efi se había teñido el pelo con un
tinte que había comprado en la farmacia. Su hermana la había llamado para culparla
por ese abierto acto de rebelión.
«¡Tú la has animado! Hablándole como si fuera una adulta. No es más que una
niña, Rei. Necesita que la guíen».
Reilly creía que ya obtenía suficiente guía de sus padres. Esa joven necesitaba
un poco de apoyo incondicional. Y ella se lo daba siempre que podía.
—Luego, por supuesto, está Jason —instó.
Efi gimió.
—Tenías que sacar el tema.
—¿Y qué me dices de los chicos en clase de griego?
Efi cruzó los brazos sobre su modesto pecho.
—No hay chicos en la escuela de griego. Ninguno que valga la pena mencionar.
Además, todos ellos también creen que soy rara. Y como no paso por el sexo,
tampoco soy popular de esa manera.
Reilly estuvo a punto de atragantarse con el refresco.
Efi le palmeó la espalda.
—¿Estás bien?
Asintió y respiró hondo varias veces. Se preguntó si sería por eso que tampoco
ella había sido popular en el colegio. Porque no había pasado por el sexo, como tan
abiertamente lo había manifestado su sobrina.
No, había sido por un sobrepeso de veinte kilos.
Y entonces comprendió que todavía se vestía como si fuera aquella chica
gorda… al menos hasta la noche anterior y la aparición de Ben Kane.
Tuvo ganas de gemir junto a su atribulada sobrina.
Recordó que en una ocasión Layla había comentado que ella creía que la
infancia era algo a lo que había que sobrevivir. Al reflexionar en ello, se preguntó
cuánto de esa niña residía aún en su interior. ¿Sería, en lo más hondo de su corazón,
esa niña gorda que todavía esperaba pasar desapercibida, a la que le entraba el
pánico cada vez que alguien se fijaba en ella?
Efi y ella se miraron.
—DVD —dijeron al unísono.
Y ahí se acabó la conversación sobre Jason y los pensamientos sobre Ben.
Bueno, al menos durante cinco minutos.
Capítulo 6
Dos días más tarde, Reilly se agachó en el asiento del conductor de la
furgoneta y se asomó por la ventanilla para espiar a Ben en la puerta de atrás del
Bernardo's Hideaway, aceptando una entrega de cerveza. Eran las seis de la mañana
del lunes, y su única ayudante, Tina, había llamado para decir que estaba enferma.
De hecho, Efi le había contado que su hermana y unas amigas habían seguido
un impulso y se habían largado en coche a San Francisco, saltándose las clases y el
trabajo.
Y ahí estaba ella, escondiéndose del único hombre que no quería que la viera
tan temprano un lunes por la mañana.
Además, ¿quién habría imaginado que Ben Kane estaría levantado tan
temprano? ¿Es que no tenía gente que se encargara de esas tareas, que le permitía
dormir y llevar la vida de privilegio que cada revista y periódico sugerían que
llevaba?
Un sonido en la ventanilla.
—¿Reilly?
Se irguió con tanta celeridad que se golpeó el codo contra el volante. De pie
junto a la puerta, estaba nada menos que Ben Kane en persona, el doble de apetitoso
que cualquier cosa que pudiera ofrecer su pastelería. Pero lo que empeoraba todo era
que sabía que su propio aspecto era el de la muerte recalentada. Tres noches
durmiendo poco, junto a un gato que roncaba más que un camión Mack, podían
hacerle eso a una persona.
Un hombre como Ben Kane podía hacerle eso a una persona.
Bajó la ventanilla y se apartó el pelo revuelto de la cara.
—¡Ah, hola! —saludó con alegría forzada—. Qué sorpresa verte aquí —la media
sonrisa que le dedicó la golpeó con pleno impacto.
—Mmm, yo soy el dueño del restaurante. ¿Dónde quieres que esté?
«Oh, no sé», pensó Reilly. «¿Tal vez en tu casa, en la cama con la modelo que
has podido elegir anoche?».
—Claro —asintió de forma estúpida. Abrió la puerta de la furgoneta de diez
años, pintada de blanco y con el logo de su pastelería escrito con letras rosadas, y a
punto estuvo de darle a Ben en el estómago—. ¡Oh, Dios! Lo siento. ¿Estás bien?
—Lo creas o no, ésta no es mi primera experiencia con una puerta rebelde de un
vehículo de reparto. Aunque la diferencia radica en que las otras veces era adrede.
Reilly le devolvió la sonrisa, sintiéndose toda almibarada por dentro al estar tan
cerca de él.
Había olvidado lo alto que era. Lo delicioso y apetitoso que era. En especial
cuando la miraba como si hubiera olvidado el incidente de las bragas de la abuela y
sólo fuera capaz de pensar en lo que había debajo.
Se afanó por recordar qué braguitas se había puesto esa mañana. Las azules.
Las escuetas y satinadas que no paraban de desaparecer entre sus glúteos,
obligándola a sacarlas de ahí.
Frenó la mano que se movió como con vida propia para hacer justo eso.
Primero, bragas enormes y antiguas; luego, llevarse la mano al trasero. Era evidente
que estaba causando una gran impresión.
—Traigo, mmm, el pedido de hoy —logró musitar casi sin aliento.
—¿Dónde está Tina? —cerró la puerta del vehículo y la siguió.
—Desaparecida en combate. Y como tiene que haber alguien para atender la
pastelería, éste era el único momento que tenía para traerte el pedido.
El último camión de reparto se había ido, dejándolos solos en la entrada trasera,
sin otro sonido que el del océano por encima de la colina.
Ben se encogió de hombros.
—Podría haber enviado a alguien a recoger el pedido —dijo.
«Pero entonces no habría tenido la oportunidad de espiarte», pensó Reilly.
—No quería molestarte —repuso en voz alta. Fue hacia la parte trasera de la
furgoneta—. En cualquier caso, también he de hacer un par de entregas más, de
modo que ésta me pilla de camino —el Bernardo's Hideaway no estaba en el camino
de nadie. Era un destino, no un viaje—. Lo que pasa es que no esperaba verte, eso es
todo —al terminar, abrió mucho los ojos. No había sido su intención manifestar esas
palabras; entonces, ¿por qué las había dicho?
Alargó el brazo para abrir la puerta de atrás del vehículo. Ben apoyó la mano en
ella y la mantuvo cerrada.
—Sí, pero en el fondo esperabas verme, ¿no es cierto? —se preguntó si todos los
hombres eran sexualmente tan seguros como Ben Kane o si se entrenaban para ser de
esa manera. Tragó saliva al notar el dedo índice de la otra mano de él en la parte
delantera de sus vaqueros—. ¿Me has echado un buen vistazo esta mañana? ¿Parezco
una mujer arreglada?
Él negó lentamente con un movimiento de cabeza.
—Lo que te hace más provocativa.
Provocativa. Nadie había empleado esa palabra con anterioridad para
describirla. Y así como ella jamás se habría descrito a sí misma en esos términos, que
las palabras salieran de boca de Ben hizo que se sintiera de esa manera. La hizo
exhibir un mohín que había desconocido saber hacer, adelantar los pechos un poco
más y ampliar la posición de sus pies.
Provocativa…
Anheló poder provocar una reacción en Ben Kane en ese momento.
Sintió que el dedo que tenía en el interior de sus vaqueros descendía más… y
más, dejándola sin aliento.
—¿Por qué no vas al dentista para que se ocupe de ello?
Movió la cabeza todo lo que pudo mientras aún la tuviera conectada al cuello.
—Porque… porque… porque los dentistas me provocan un miedo de muerte.
«Tú me provocas un miedo de muerte».
«Y estoy harta de esperar que me beses, así que voy a besarte yo».
Entonces le rodeó el cuello con los brazos, se puso de puntillas y plantó la boca
contra la suya.
Un gemido se enroscó en el interior de su cuerpo, un suspiro que sirvió como
amortiguador entre el resto del mundo y ellos. Para ese único momento, lo que hacía
le parecía tan idóneo, que le costaba creer que pudiera estar mal.
Le lamió el labio superior, luego el inferior, y al final se dedicó a devorarle la
boca entera.
Llegó a la conclusión de que no podía haber boca más decadente que la de Ben
Kane. Podría besarlo durante horas. Incluso días. Por sus venas corrió un deseo
lánguido mientras giraba la cabeza a un lado y luego a otro, lo lamía, besaba,
mordisqueaba. Entonces, el dedo en su cintura bajó más todavía hasta que al fin llegó
a sus braguitas diminutas. Tembló, ansiando que bajara aún más. «Sí, sí, ahí. Un poco
más a la derecha…».
El dedo atravesó la parte superior de las braguitas, le rozó el botón de la flor y
después se adentró en la humedad de más abajo.
«Oh, sí…».
—Jefe, hay un tipo al teléfono que dice que alguien… Oh, lo siento.
Así como Ben no había hecho movimiento alguno para quebrar la conexión,
Reilly se apartó de un salto, como si hubiera recibido una descarga de electricidad. El
dedo desapareció de sus vaqueros. Pero, por desgracia, el calor que había encendido
siguió quemando, incluso con más intensidad que antes. Miró al chico que había en
el umbral del restaurante, luego a Ben, y con su visión periférica notó que el otro
desaparecía en el interior del local.
La mirada de Ben no se había movido ni un solo milímetro.
—Vuelve aquí —murmuró.
Ella negó con la cabeza.
—Supongo que tu personal está acostumbrado a que te des el lote con mujeres
en tu aparcamiento —él rió entre dientes, causándole un escalofrío.
—Si no recuerdo mal, eras tú quien se daba el lote conmigo —bajó la vista a la
parte delantera de sus pantalones—. En cuanto a mi personal… le encantaría que
continuaras.
—Lo es, ¿verdad? Recuerdo ir allí de niño —señaló un punto en el fondo del
risco—, todos los domingos a pescar con mi padre. Por ese entonces, esto era poco
más que un cobertizo de pesca abandonado. Solía pasar tiempo mirándolo desde
abajo, soñando, pensando en todas las cosas que me gustaría hacer en la propiedad.
—¿Siempre quisiste abrir un restaurante? —preguntó ella, observándolo.
—No. Al principio imaginé que sería el refugio definitivo para los practicantes
de monopatín. Era al comienzo de ese deporte. El único problema radicaba en que mi
padre no me dejó tener uno, de modo que ese sueño se evaporó con rapidez —rió
entre dientes—. Perdí un montón de peces de esa manera. Mi padre decía que
perdería muchas oportunidades en la vida si seguía con la cabeza en las nubes.
—¿Y tu madre?
Metió las manos en los bolsillos de los pantalones y contempló las olas que
empezaban a reflejar el sol de la mañana.
—Jamás la conocí. Dejó a mi padre poco después de nacer yo.
—Oh, Dios. Lo siento.
Miró su bonito rostro y vio que era verdad que lo sentía. Después de conocer a
tanta gente a lo largo de los años debido al restaurante, sabía que la gente siempre
decía esas palabras, pero pocas con sinceridad.
Aunque él tampoco hablaba con muchas personas sobre su madre. De hecho, lo
sorprendía compartirlo con Reilly. En realidad, un montón de cosas que hacía con
Reilly lo sorprendían.
—¿Qué me dices de ti? —le preguntó.
—¿De mí?
—¿Familia? ¿Madre y padre?
—Numerosa. Yo soy la mediana de cinco hermanos. Mis padres aún siguen
juntos.
Algo pareció hacerla titubear, y luego cerró la boca hermosa.
—Este lugar es mucho más de lo que imaginé que sería —cambió de tema—. Y
eso que tengo una imaginación activa —murmuró, volviendo a mirar por el
ventanal—. Tu padre debe de sentirse orgulloso.
Ben se dirigió al bar.
—No sé cómo se siente. Nunca ha venido al restaurante.
—¿Nunca?
Movió la cabeza mientras se dedicaba a preparar una cafetera.
—¿Vive lejos?
—En el mismo lugar donde siempre hemos vivido —señaló hacia la playa—. A
un kilómetro y medio hacia allí, en un edificio de apartamentos.
—Entonces, ¿por qué…? —calló—. No importa. Estoy siendo fisgona, ¿verdad?
—No —la miró—. Estás siendo humana —más que nadie que hubiera conocido
en mucho tiempo.
¿Cuándo había sido la última vez que alguien le había preguntado por su
familia, por su padre? Y que encima escuchara.
Demasiado a menudo se encontraba con personas que usaban las preguntas
como rampa de lanzamiento para contar sus historias vitales. Pero Reilly no era así.
—Dices eso como si no conocieras a muchas —se sentó en un taburete frente a
él—. Me refiero a personas con humanidad.
Sacó dos tazas del lavavajillas.
—Quizá porque es así.
Ella pareció reflexionar en eso largo rato.
—Bueno —dijo al final—, ya es hora de que conozcas a más.
Le contó que su padre había sido propietario de tres puestos de perritos
calientes. De lo que había sentido cuando los vendió para comprar el local del
restaurante. Que consideraba que no encajaría en el ambiente si iba allí.
Las palabras fluyeron de su boca con facilidad, sin censuras, y Reilly pareció
asimilar cada una de ellas.
—Todos los viernes por la mañana lo llamo para invitarlo. Y todos los viernes
me responde que no, que tiene otra cosa que hacer —depositó una taza delante de
ella y permaneció donde estaba justo al otro lado de la barra.
La verdad era que le gustaba hablar con Reilly de un modo que parecía…
catártico. Como si lo que le dijera le importara porque era importante para él. Y sabía
que si se sentaba a su lado, no podría contener el deseo de tocarla, de concluir la
conversación.
Ella bebió despacio, prescindiendo del azúcar y de la leche que había colocado
junto a la taza.
—Entonces, invítalo un lunes.
La sugerencia era tan sencilla, tan directa, que no supo cómo reaccionar en el
momento. Por supuesto. Todo el tiempo había querido que su padre fuera la noche
más ajetreada en el restaurante, quizá porque necesitaba mostrarle lo bien que le iba.
Jamás había considerado que el entorno atestado podría haber sido el motivo para la
constante negativa.
Reilly volvió a mirar alrededor.
—No lo puedo imaginar no gustándole el sitio, Ben. Quiero decir, es tan…
cómodo. Lo del refugio realmente funciona. Imagino que si estás sentado en uno de
esos reservados, durante un tiempo breve y especial te sientes protegido del mundo.
Bajó la vista a la boca plena y sin pintar. Observó el brillo natural de tonalidad
miel de su piel. Era una bocanada tan fresca de aire… Lo atraía de tantas maneras
que, sin duda, habría estado un poco… preocupado de haber sido otra mujer. Pero
por algún motivo que le resultaba imposible definir, sentía que podía confiar en ella.
Entonces la había mirado a los ojos y sentido una respuesta que era tan rara, tan
inusual, que no pudo evitar entregarse a ella. Y la había besado y deseado con tanto
ardor que había olvidado el control que siempre ejercía sobre sí mismo.
Deseaba a esa mujer. Con una intensidad que superaba con creces todo lo que
una unión física proporcionaría.
También sospechaba que si ella supiera lo que estaba pensando, saldría
corriendo en la dirección opuesta.
—¿Vas a venir a cenar el miércoles por la noche? —le preguntó, sin desear
presionarla. Tampoco quería asustarla, pero, en lo más hondo, necesitaba que ella se
comprometiera, aunque sólo fuera a una cena.
Reilly clavó la vista en el café, esquivando los intentos de él de establecer
contacto visual. Ben vio que apretaba la taza y se ponía rígida. Y supo que quería
rechazar la invitación. Mantener la distancia que había entre los dos y que se reducía
con cada momento que pasaban juntos.
Entonces vio que se relajaba y le sonreía.
—Me encantará.
Capítulo 7
Si se suponía que iba a ir a cenar al Bernardo's en dos días, ¿qué hacía Ben
llamando a las diez de esa misma noche a la puerta de su casa?
Apartó la vista de la mirilla de la puerta y se apoyó contra la superficie de la
madera. Se hallaba de pie en el rellano de hierro, esperando que le abriera. Y como
había gritado «¡ya voy!», pensando que sería Layla de camino de la clínica, o
Mallory, que de vez en cuando pasaba para atacar su cocina, o incluso alguna de sus
sobrinas, no tenía mucha elección salvo abrirle.
Pero ¿qué hacía allí?
Se miró la camiseta y las braguitas, se volvió y abrió un poco la puerta.
—¡Ben! ¿Qué haces aquí?
Él alzó una bolsa.
—Pasaba por aquí y pensé en darte un anticipo de lo que habrá en el menú el
miércoles.
Se sintió estúpidamente complacida de que hubiera pensado en ella.
—Mmm, dame un minuto. Necesito ponerme algo encima.
—Oh, por mí no hay necesidad de hacerlo.
Le cerró la puerta en las narices y corrió al dormitorio. En ese momento el
dilema radicaba en lo que iba a ponerse.
Se decantó por unos sencillos pantalones cortos vaqueros. Después de echarse
un rápido vistazo en el espejo y retocarse un poco el pelo, regresó a la entrada. Pero
al abrir completamente la puerta se dio cuenta de que no llevaba sujetador bajo la
camiseta. Y que Ben no sólo notaba el desliz, sino que clavaba la vista justo en ese
punto, donde los pezones estaban duros y tensaban el suave algodón.
—Pasa —dijo, encorvando lo posible los hombros sin parecer la Jorobada de
Notre Dame—. Enseguida, mmm, vuelvo.
Regresó al dormitorio, se puso a hurgar en un cajón en busca del sujetador rojo
que había comprado hacía tiempo y que rara vez se ponía, y al empezar a quitarse la
camiseta se dio cuenta de que Ben la miraba a través de la puerta abierta.
—Pervertido —dijo, cerrando al tiempo que oía su risita.
Un minuto más tarde, salió, habiéndose aplicado antes un poquito de un
perfume que Efi había dejado el sábado anterior y de haberse cepillado con celeridad
los dientes.
Si tenía en algún rincón de su mente que esa noche iba a hacer el amor, no
quería pensar en ello.
Ben seguía de pie donde lo había dejado. Alzó la bolsa.
—¿Dónde quieres que ponga esto?
que amigos, porque una chica a la que habían conocido como la Gordita Chuddy
carecía de posibilidades con el sexy, ardiente y popular Ben Kane.
Él le introdujo la lengua en la boca y bajó por su espalda la mano que tenía en la
nuca hasta posarla en su trasero. Reilly gimió, entregándose al encendido deseo que
la envolvió. Pegó las palmas de las manos contra el torso de Ben y mandó el mañana
al infierno. ¿Por qué preocuparse cuando el momento estaba resultando tan bien?
Él se apartó levemente y le dio un par de besos húmedos con la boca cerrada.
—¿Mejor? —le preguntó con una sonrisa.
—¿Mmmm?
—He preguntado si te sentías mejor. Ya sabes, si se ha evaporado tu
nerviosismo.
Movió los dedos por la parte trasera de su muslo, donde terminaban los
pantalones cortos y comenzaba su piel sensible.
—¿A eso te referías con apartar del camino algunas cosas? —logró preguntar.
Podía sentir su dura erección contra el estómago—. ¿Besarme?
—Mmm. Parece que siempre te relajas cuando nos besamos.
De pronto se dio cuenta de que era cierto.
—¿Ése es el límite de las… cosas? —inquirió, ladeando la cabeza con
atrevimiento.
Ben observó el movimiento, la piel del cuello que reveló, y luego bajó la vista
por la parte frontal de la camiseta hasta detenerla en los pantalones cortos.
Con languidez, Reilly se preguntó si estaría imaginando qué clase de ropa
interior llevaba puesta.
—Sí —respondió, mirándola otra vez a los ojos.
Reilly se sintió decepcionada.
—Oh, no me malinterpretes. Albergo la plena intención de tener sexo contigo
esta noche —Reilly sonrió con lascivia—. Pero pensé que primero podríamos
sentarnos a ver un poco de televisión, ya que no quiero interrumpir lo que hacías.
Lo estudió y analizó lo que decía, más todo lo que había pasado desde que lo
encontrara ante la puerta de su casa. Le daba la impresión de ser el tipo de hombre
que, una vez que quería algo, lo tomaba. Entonces, ¿por qué se demoraba en ese
momento?
—Al cuerno la televisión —repuso, sacándole la camisa de los pantalones y
centrándose en la cremallera.
Le tomó los dedos con firmeza y rió entre dientes.
—Esperaba que dijeras eso. Después de todo, un hombre tiene un límite…
Si Ben hubiera sabido que ese comentario se extendería a diferentes áreas de su
creciente relación con Reilly…
Cuando lo tuvo completamente dentro, respiró hondo, cerró los ojos y no dejó
de humedecerse los labios generosos. Ben estaba hipnotizado por la expresión
arrobada en ese rostro bonito. Una expresión que no creía haber visto en ninguna
otra mujer sin la ayuda de drogas o alcohol. No, Reilly estaba en un viaje de puro
sexo.
Bajó las manos por los costados de ella y luego la rodeó para soltarle el
sujetador. La tela satinada cedió como una banda elástica y resbaló por sus brazos.
Ella no pareció notarlo mientras se elevaba lentamente del pene para volver a caer,
perdida en la sensación de plenitud al ser llenada por Ben.
Éste pasó las palmas de las manos sobre los pezones compactos y después se
adelantó para introducirse uno en la boca. Los músculos mojados de Reilly sufrieron
una convulsión a su alrededor, haciendo que echara la cabeza atrás y dejara escapar
un gemido.
Arriba y abajo… arriba y abajo… Reilly se movía cada vez más deprisa que la
anterior, mientras sus pechos oscilaban de forma enloquecedora y las mejillas se le
enrojecían por la actividad. Su trasero firme se encontraba constantemente con los
muslos de Ben, la respiración se le hacía más entrecortada y a veces, sin
proponérselo, dejaba escapar un largo gemido.
Un clímax increíble iba creciendo en los testículos de Ben. Acumulándose,
remolineando, amenazando con estallar cada vez que la piel suave de Reilly
golpeaba contra él. La agarró por las caderas con el fin de tratar de ralentizar sus
movimientos, pero ella se soltó y decidió acelerar el paso. Observó su cara, viendo
una intensa determinación. Pasión. Éxtasis. Y un deseo firme de encontrar lo que
buscaba, lo más pronto posible.
Y Ben no podía detenerla.
Apoyó la cabeza contra el sofá y esperó no perder el control antes de que ella
alcanzara el orgasmo. Aunque se hacía cada vez más difícil aguantar con esos
maravillosos pechos oscilando delante de él, rodeado por su exaltada feminidad que
no dejaba de lubricarlo, su rostro tan extasiado como el de cualquier estrella en la
tapa de una revista porno. El sudor le caía por las mejillas a medida que los gemidos
se tornaban más profundos y prolongados.
—Oh, sí —murmuró—. Oh, sí, sí, sí.
Mientras la observaba ascender a la cima de la montaña de las sensaciones y
lanzarse al vacío, arrastrándolo consigo, Ben fue vagamente consciente de que quizá
ella había tenido razón al insinuar que podía ser demasiada mujer para él.
Capítulo 8
Dos días más tarde, Reilly se hallaba ante el espejo de la boutique de novias.
Sonreía con tanta amplitud, que le daba miedo desgarrarse algún músculo facial.
Ben y ella habían disfrutado de un sexo glorioso, encendido, sudoroso y
totalmente orgásmico.
Cuando finalmente había comenzado a quedarse dormida en brazos de él a eso
de las dos de la mañana, había sentido el leve temor de que al despertar no estuviera
con ella. Pero él le había besado la sien con suma dulzura y le había dicho que debía
volver a su casa, que los dos madrugaban. Ella había asentido y permanecido
acurrucada en las sábanas que olían como el tiempo que habían pasado juntos y se
había hundido en el sueño.
En ese momento carraspeó y bajó la vista al vestido de tafetán rosa. Desde
luego, no era la imagen que coincidía con sus pensamientos, ni la elección de vestido
que haría una mujer capaz de tener un pensamiento racional.
Resistió el impulso de dar a entender que se ahogaba con su propia saliva al
encontrar la mirada igualmente disgustada de Mallory a través del espejo.
—¡Oh, son preciosos! —exclamó Layla, saliendo con un vestido de seda de color
marfil y observándolas—. Es el tipo de vestido que se puede usar para cualquier
ocasión, me refiero a después de la ceremonia.
Mallory la miró largamente.
—Claro, si algún adolescente desesperado con problemas de acné me invitara a
la fiesta de graduación.
Layla la miró mientras la modista tiraba de la cremallera que había en el
costado de su vestido.
—Están bien, Layla —tranquilizó a su amiga—. No le hagas caso. Ya sabes que
Mallory se convierte en un monstruo de dientes afilados cada vez que tiene que
quitarse una de sus horribles camisetas.
La modista tiró otra vez de la cremallera y a punto estuvo de tirarla de los
zapatos de tacón alto que iba a ponerse para la ceremonia.
—¿Está segura de que su talla es una ocho?
Reilly la miró a través del espejo.
—Una perfecta talla ocho.
La mujer dio otro tirón, se puso en cuclillas y suspiró.
—Bueno, creo que será mejor que probemos una perfecta talla nueve.
Reilly parpadeó, como si fuera incapaz de traducir las palabras. Llevaba con el
mismo peso los últimos nueve años. Era imposible que hubiera aumentado de talla.
Y tampoco estaba próxima a la menstruación, de modo que no podía achacarlo a eso.
En ese momento tuvo ganas de pegarse a sí misma. Qué idea tan ridícula… lo
que faltaba era que Ben Kane tuviera la culpa de que ella ganara peso. Aunque
sospechaba que era más fácil señalarlo a él que a sí misma. Si su infancia le había
enseñado algo, era que la moderación no se le daba muy bien. Todo o nada. No
podía comer únicamente un bollo almibarado, tenía que comer tres.
Una noche con Ben no bastaba; necesitaba disfrutar de todas las que pudiera.
Y en ambos casos, era un poco más que irreflexiva cuando se trataba de analizar
las consecuencias.
—Empezaré a correr otra vez —dijo, poniéndose los vaqueros. Miró los
pantalones y juró para sus adentros que le estaban más prietos que diez minutos
antes—. Eso es. Volveré a correr.
—¿Cuándo? —Preguntó Mallory, encajando a la perfección en su talla seis—.
Oh, aguarda un momento. Podrías hacerlo antes de encender los hornos a las tres de
la mañana. Luego dispones de la medianoche, cuando terminas de trabajar —se le
iluminó la cara—. Eh, tengo una idea. Layla va a casarse con el talentoso doctor Sam
Lovejoy. Cirujano plástico de las estrellas. Quizá pueda hacerte una lipo o algo por el
estilo.
—Cállate, Mall —dijo Layla. Luego miró a Reilly—. Sexo —ésta casi se
atraganta con su propia saliva—. ¿Qué? —preguntó—. Me voy a casar con él. Se me
permite.
Reilly fingió mostrar interés en el vestido que acababa de quitarse,
comprobando si de verdad era la talla que la modista decía que era. Aunque, en
realidad, lo que hacía era ignorar la mirada inquisitiva de Mallory.
—Bueno, ¿dónde está el vestido? —le preguntó a Layla en un intento
desesperado por desviar el tema del sexo.
Su amiga ocupó la silla que ella acababa de dejar.
—Aún no me he decidido.
—¿No te habías decantado por el de los hombros desnudos? Tienes unos
hombros muy bonitos —intervino Mallory, diciéndole a la modista dónde debía
tomarle el vestido.
—La ceremonia es en diciembre, Mall. Aunque aquí aún hace un buen tiempo,
ya no es tan cálido. Y menos cuando la recepción se va a celebrar por la noche en el
patio de la casa de mi padre.
Reilly fingió arreglarse el pelo ante el espejo, cuando lo que en realidad hacía
era comprobar su cuerpo en busca de bultos delatores. ¿Habría notado algo Ben la
otra noche? No es que tuviera algo con que comparar su actual peso, pero sin duda
debía de haberse dado cuenta de que no era del tipo de las modelos delgadas a las
que estaba acostumbrado a ver. ¿La consideraría una vaca?
—Estás muy callada, Rei —dijo Mallory.
Su amiga ya se había quitado el vestido de dama de honor.
Reilly enarcó las cejas. No sólo disfrutaba dándole de comer, sino que él mismo
preparaba la comida.
—¿Bromeas?
—No.
Ella señaló los postres en el extremo de la mesa.
—He de informarte de que no pienso tocar nada de eso.
—¿Por qué? ¿Estás a dieta?
Reilly casi se atraganta con el agua que bebía en un esfuerzo por llenar su
estómago crujiente.
—¿Es que no lo está todo el mundo?
—En mi opinión, necesitarías engordar un par de kilos.
¿Qué? ¿Le decía eso el hombre que había salido con todas las supermodelos que
había de ese lado del Pacífico?
Ben movió las cejas exageradamente.
—A un hombre no le gusta quedar magullado cuando la situación se pone
encendida y sudorosa, si entiendes por dónde voy.
Por desgracia, lo entendía. Y descubrió que le gustaría revivir esa clase de
situación.
—Abre.
Observó el pulpo que había en el extremo del tenedor. Con eso no iba a costarle
decir que no comía.
—Lo siento. No me gusta el pulpo.
—Éste te gustará.
Volvió a negar con la cabeza. Sin importar lo delicioso que fuera, no le merecía
la pena las calorías que se metería en las caderas.
—Otra cosa —alargó la mano hacia su propio tenedor—. De hecho, creo que a
partir de aquí puedo alimentarme a mí misma.
—Oh.
Ben pareció tan desilusionado, que Reilly pensó que ingerir todo el contenido
de la mesa valdría la pena con tal de erradicarle esa expresión.
La sonrisa de él no tardó en retornar.
—Y yo que me estaba divirtiendo tanto.
Ella se acomodó mejor frente a él, una vez que había recuperado el control del
tenedor.
—Dime, ¿siempre está tan lleno el local?
Capítulo 9
El corte eléctrico fue uno en una larga línea de percances misteriosos
acontecidos en la última semana, y que puso a prueba la paciencia de Ben. Y lo que
más lo irritaba era que tuviera que pasar en ésa de todas las noches posibles. En la
cocina, consultó con Lance mientras abría las puertas a la zona de los comedores y a
la parte de atrás para que al menos entrara un poco de luz en la completa oscuridad.
El murmullo apagado de las conversaciones entre los clientes empezaba a ser más
alto, más ansioso.
Lance se pasaba las manos por el pelo.
—No sé qué está pasando, jefe. No se trata de un corte en la zona. He
comprobado la caja de los fusibles y mirado en el exterior, pero no he sido capaz de
encontrar ningún signo de lo que puede haberlo provocado.
Lo que le faltaba. En los seis años que llevaba abierto el restaurante, nunca antes
había sufrido un corte eléctrico.
—Velas —Ben se volvió y encontró a Reilly detrás de él—. Seguro que en
alguna parte tienes velas, ¿no? Sácalas y que los camareros pongan una en cada
mesa. Dos, si dispones de suficiente cantidad. Y distribuye una hilera en la barra,
justo delante del espejo, para que reflejen la luz.
De hecho, sí tenían velas. Un montón que habían acumulado para el verano,
cuando el comedor se extendía a la terraza que daba a la playa y para el Día de San
Valentín.
Ben iba a darles las órdenes a los camareros cuando Reilly le tocó el brazo.
—No, eso puede hacerlo Lance. Tú tienes que salir a tranquilizar a los clientes.
Cambia la tendencia. Haz que el accidente parezca algo inesperadamente…
romántico.
La miró a la cara. Dios, esa mujer empezaba… a gustarle. Mucho. Era rápida,
inventiva, controlada, y más sexy que mil demonios.
—Entendido, jefa —le sonrió.
Salió a realizar el anuncio a los clientes, y luego fue de mesa en mesa, hablando
personalmente con cada comensal para tranquilizarlo con que la cena le sería servida
como de costumbre. Al hacerlo, notó que Reilly se había puesto un mandil de
camarera a la cintura, cubriendo su sexy vestido negro, y ayudaba a colocar las velas
con una sonrisa cálida y amigable. El simple hecho de verla hacía que su
preocupación disminuyera. Y también que la deseara más.
Veinte minutos más tarde regresó a la cocina y vio a Reilly hablar con Lance a la
luz de una docena de velas distribuidas alrededor del cuarto.
—Trabajáis con fogones de gas, ¿correcto? —preguntaba—. Necesitamos
canapés. Muchos. ¡Ah, y bebidas! Que la copa de todo el mundo esté siempre llena.
Ben se situó detrás de ella, casi rozándola, y notó su temblor involuntario.
—¿Cómo va el corte? —le preguntó a Lance por encima del hombro de ella.
—Edison ha dicho que no puede enviar a ningún técnico hasta la mañana.
Ahora estoy a la espera de que me llame un electricista particular. A través de su
esposa, le prometí duplicar sus honorarios si consigue arreglarlo esta noche.
—Bien.
—¿Alguien sabe tocar el piano? —le preguntó Reilly al personal de cocina.
—Yo. Un poco —repuso una de los camareras más nuevas.
—Ven —le pidió Reilly a la joven rubia. Le dijo que se girara, la ayudó a
quitarse el mandil, le sacó la blusa blanca de la cintura de los pantalones y luego le
ató los extremos alrededor de la cintura fina. La hizo girar de nuevo y le soltó la
coleta que le retenía el cabello. Se lo ahuecó un poco—. Ve. Algo bajo y suave, pero
con ritmo.
La joven parecía aturdida.
—Te duplicaré la paga de hoy —añadió Ben.
—No hace falta que lo repita —la chica voló de la cocina.
Por la expresión en el rostro de Reilly, nadie podría decir que acababa de
apoyarse contra él, frotando discretamente el trasero contra la parte frontal de sus
pantalones. Pero Ben sí que lo supo.
—Bien hecho —susurró ella.
—Me acabas de quitar las palabras de la boca.
Tres horas después, mientras besaba a Reilly, Ben abrió la puerta de lo que
llamaba su bungalow, que en realidad era una amplia casa situada a medio kilómetro
del restaurante en lo alto de un risco. La hizo retroceder al salón a oscuras por las
tiras del vestido.
Después de haber salvado la noche en el restaurante, se preguntaba si había
algo que esa mujer no pudiera hacer.
Encendió las luces y giró el potenciómetro hasta dejarlas tenues al tiempo que
ella le bajaba la camisa por los brazos, sin completar la tarea antes de lanzarse a la
parte frontal de sus pantalones. Él terminó de liberarse de la camisa.
Rió suavemente entre dientes y comenzó a bajarle las tiras por los brazos, que
dejó a medias, atrapándola de la misma manera que inadvertidamente había hecho
ella unos momentos atrás.
Reilly se apartó levemente y lo miró; respiraba de forma entrecortada, con los
ojos almendrados siendo pura luz, calidez y pasión.
—Eres impaciente, ¿verdad? —murmuró Ben, inclinándose para besarle la
curva del fragante cuello antes de subir los labios y recorrerle la delicada línea de la
mandíbula.
—No, estoy caliente.
La miró.
Le separó los muslos y ella, despacio, los abrió, mostrando la piel rosada que lo
estaba esperando. La prueba de su necesidad brillaba a la luz tenue, tentándolo a
avanzar.
Se apartó de la cama y eliminó el resto de ropa que le quedaba para unirse a
ella, tendida de costado para permitirle explorar cada uno de sus maravillosos
centímetros con la boca y las manos. Sabía tan bien como se veía.
Con lentitud deliberada, pasó un dedo por su clavícula y luego por el interior
de su brazo. Luego lo deslizó por su pecho en círculos decrecientes alrededor de la
areola antes de tocar el pezón. Por el modo en que tragó saliva, pudo ver que
disfrutaba. Y a juzgar por la propia erección palpitante, él tampoco lo pasaba mal.
Centró su atención en el otro pezón y la vio arquear la espalda un poco, como si
lo tentara a añadir la boca al conjunto. Un ofrecimiento que ningún hombre podría
ignorar. Pasó la lengua por la piel distendida, y luego lo mordisqueó antes de
introducírselo hasta el fondo de la boca. El gemido de ella lo envolvió e hizo que
contrajera los músculos de la ingle.
Percibió el creciente deseo de Reilly de tomar el control. De incrementar el
ritmo. Lo alegró que no lo hiciera, la confianza que reflejaba el acto. La disposición a
complacerlo. Lo que hacían en ese momento era más que sexo. Casi podía
experimentar cómo los sentimientos que sentía por esa mujer maravillosamente
desnuda que tenía a su lado se profundizaban. Experimentó la necesidad de ofrecerle
placer como el que ningún hombre le había dado. Quería reclamarla como nunca
antes había reclamado a una mujer.
Unas semanas atrás, el concepto lo habría aterrado.
Pero Reilly no le pedía que cambiara nada. No observaba su restaurante y le
decía lo que faltaba. Simplemente… compartía con él. No exigía. No presionaba. No
insinuaba. En todo caso, lo que intentaba era mantener las distancias entre ellos. No
porque no se hallara interesada. No, sentía lo que sucedía con la misma intensidad
que él. Y sospechaba que podía estar asustada. Aunque no sabría decir muy bien de
qué. Sin embargo, podía conjeturar que la fama que tenía con las mujeres no ayudaba
en nada.
Bajó el dedo por el centro de su estómago, disfrutando de la suavidad sedosa de
su piel. Bajó aún más hasta que casi tocó el triángulo de vello entre sus piernas. La
vio contener el aliento y abrirle más los muslos.
Desde luego, pensaba llegar a ese punto. Pero a su debido momento.
Sabía que Reilly debía de estar volviéndose loca. No obstante, aún seguía
dejando que él marcara el ritmo. Pasó los dedos por el interior de su muslo y luego
por el vello hasta llegar a la otra pierna, evitando adrede el lugar que ella más quería
que le tocara. Gimió y arqueó el cuello, abrió la boca y cerró los ojos al entregarse a la
sensación intensa.
Ben se situó entre sus piernas y luego se inclinó sobre ella, pasándole la lengua
por el estómago. Reilly jadeó y automáticamente lo agarró. Con gentileza, él volvió a
dejarle los brazos a los costados, y luego pegó los dedos sobre su cintura para
mantenerla quieta al tiempo que regresaba con la boca por el camino que habían
seguido los dedos. La piel de ella estaba ardiendo. Con la respiración entrecortada, el
estómago le subía y bajaba. La abrió más para él y con la lengua marcó el maravilloso
triángulo, aspirando su fragancia almizcleña. Situó los dedos pulgares en los
márgenes exteriores del vello y la separó, provocándole otro gemido. Entonces, sopló
suavemente sobre el punto expuesto y excitado.
Ella experimentó un temblor tan violento con su clímax, que el colchón se
movió debajo de los dos. Ben la observó sin rodeos, absorbiendo todo lo que era
Reilly en las sacudidas del orgasmo. Cuando las contracciones comenzaron a
menguar, plantó los labios sobre el diminuto copo en el centro del nido de rizos e
introdujo la piel sensible en la boca.
Reilly gritó, desafiando el bramido del mar mientras las manos se cerraban
sobre las sábanas y arqueaba la espalda, pegándose con más fuerza contra la boca de
Ben al tiempo que vivía un segundo orgasmo.
A medida que la respiración de Reilly se calmaba, él la besó por el interior del
muslo.
—Vaya —murmuró Reilly, metiendo los dedos en el pelo de él.
Ben sonrió y le mordisqueó la piel. Ella emitió un pequeño grito de sorpresa.
—Aún no has visto nada.
Momentos más tarde, cuando estaba enfundado en un preservativo y situado
ante la entrada mojada, tuvo la certeza de que la había convertido al lado lento. En
particular cuando la penetró despacio hasta el fondo y de inmediato Reilly vivió otro
orgasmo. Y otro. Y otro. Haciendo que se sintiera como un dios del sexo.
Y haciendo que se enamorara de ella más con cada minuto que pasaba…
Reilly despertó con el lejano sonido de las gaviotas, sintiéndose más relajada y
descansada que en toda su vida. Abrió los párpados y contempló el juego de la luz
sobre el agua contra el techo.
Entonces se incorporó como impelida por un resorte en la cama vacía de Ben,
buscando desesperadamente con la vista un reloj. Finalmente encontró un
despertador en un cajón de la mesilla próxima a la cama.
Las nueve y diez.
Soltó un grito y se levantó. Buscó el vestido y los zapatos. Podía prescindir de la
ropa interior. Tendría que haber abierto las puertas del Sugar 'n' Spice hacía tres
horas. Y debería haber empezado a hornear los productos del día desde mucho antes.
Miró alrededor en busca de algún rastro de Ben, pero no encontró ninguno. Un
cuadrado blanco en la otra almohada captó su atención. Alzó la nota y leyó:
No tuve ánimos de despertarte, de modo que encontré el número de Tina en tu bolso y le
pedí que abriera la pastelería por ti. Estoy en el restaurante. Pasa a tomarte un café de camino.
¿Había hurgado en su bolso? ¿Había llamado a Tina? ¿Pasar a tomar una taza
de café?
Luchó contra las ganas de volver a meterse bajo el edredón hasta que las
repercusiones de los actos de Ben se hubieran mitigado.
Lo que, probablemente, no ocurriría nunca.
Encontró el bolso en cuestión en la otra mesilla y lo alzó. Lo abrió, tratando de
verlo con los ojos de Ben. Vitaminas, supresores del apetito, brillo para los labios, un
cepillo y una agenda. Nada excesivamente personal. Nada que debiera molestarla
que él hubiera visto.
El problema era que estaba muy molesta.
Y si de camino pasaba por el Bernardo's Hideaway para una taza de café, sería
para verterle el contenido sobre esa cabeza irreflexiva.
Al subir a la furgoneta, la alegró haber insistido en presentarse en el restaurante
la noche anterior en vez de que Ben pasara a recogerla. Al menos podría ir a casa por
sus propios medios sin tener que llamar un taxi o, peor, a uno de sus amigos para
que fuera a buscarla.
En cuanto a Ben…
Mientras conducía por el camino que llevaba de vuelta al restaurante y a la
autopista, sintió que esbozaba una sonrisa. ¿Hacía cuánto tiempo que no se quedaba
dormida? Y en cuanto a despertar con el sonido del océano la respuesta era más fácil
aún: nunca. Hacía más de seis meses que se levantaba a las cuatro y media para
ponerse a hornear. E incluso los domingos, cuando abría más tarde, a las cinco ya
estaba completamente despierta, sin importar lo tarde que se hubiera quedado la
noche anterior, ya que su reloj biológico se negaba a responder a sus intentos de
apagarlo.
Al llegar ante el restaurante, notó el vehículo de un electricista en la parte de
atrás. Y vio a Ben consultando con Lance en la entrada trasera del local. El corazón le
dio un vuelco cuando él se llevó la mano sobre los ojos para observarla acercarse.
Pero cuando las ruedas de su furgoneta tocaron asfalto, aceleró, ofreciéndole un
fugaz saludo con la mano.
Ya trataría con él más tarde. En ese momento, tenía que freír peces más grandes.
Mucho más grandes.
Capítulo 10
A partir de ahí, el día empeoró de forma progresiva. Desde las inagotables
preguntas de Tina nada más llegar a la pastelería, hasta la falta de género para cubrir
las necesidades de sus clientes. Desde el interrogatorio a que la sometió Debbie, su
hermana, al enterarse de que un hombre había llamado a su hija para que abriera el
local, hasta tener que negar que fuera a llevarlo a la cena de Acción de Gracias y
afirmar que no existía ningún compromiso.
Y la gota que colmó el vaso fue la llamada de una clienta en potencia que había
leído sobre su local en el Confidential y quería saber si podía preparar cien tartaletas
con forma de pene para una despedida de soltera a fin de mes.
Había estado a punto de aceptar ese pedido, más por curiosidad de descubrir si
podía hacerlo. Pero al final decidió que no quería que la conocieran por unas tartas
con forma de pene. No podía verse veinte años más adelante preparando tartaletas
con forma de pene para despedidas de soltera.
Se preguntó dónde podría estar dentro de veinte años.
Así como en el pasado se había visto con media docena de locales, cenando con
sus amigos y llevando una vida contenta y despreocupada, en ese momento sólo
imaginaba un vacío enorme. Lo que quería decir era que la cara de Ben no aparecía
para llenar dicho vacío.
Sacó una bandeja mixta de bollos almibarados y hojaldres de crema del horno,
se limpió las manos en el mandil y fue a la parte delantera del local.
Titubeó al ver a Mallory en su rincón habitual, echando un montón de azúcar
en el café. Al sentarse frente a su amiga, supuso que si de algo podía estar
agradecida, era de que Layla, Mallory y Jack aún desconocieran lo sucedido esa
mañana.
Mallory terminó con su café y luego comenzó a centrarse alrededor de los
bordes de una tarta de queso al chocolate que Reilly había sacado de la nevera.
Por fortuna, Tina se había ido a clase hacía media hora. Johnnie Thunder estaba
enganchado a su ordenador portátil en el otro extremo de la tienda y otro cliente, un
hombre de mediana edad, se sentaba a otra mesa leyendo el periódico ante una taza
de café.
—¡Oh! Casi olvidaba por qué he venido —exclamó Mallory.
Antes de que Reilly fuera a comprobar el horno, su amiga había estado
quejándose de la falta de suerte para encontrar exteriores decentes para su último
documental.
Reilly enarcó una ceja, nerviosa. Se dijo que tenía que ser la peor mentirosa del
mundo. Aunque no era exactamente una mentira ocultarle las actividades de la
noche anterior a su amiga. Pero tampoco era contarle la verdad.
—Y quizá me equivoqué. Quizá que salgas con el Señor Famoso no sea la mejor
idea del mundo, Rei.
«Demasiado tarde», dijo para sus adentros.
—Lo único que digo es que eres demasiado buena para ese tipo. Y me temo que
si te involucras con él, sólo te causará dolor.
«Otra vez demasiado tarde», pensó.
Esbozó una sonrisa vaga.
—¿Quién ha dicho que se me pasa por la cabeza involucrarme con él?
Mallory volvió a guardarse el periódico en la mochila.
—Dios, Reilly, ¿crees que estamos en el instituto? Sé que hace un minuto
hablabas con él. También sé que anoche no estabas en casa cuando te llamé a las once
de la noche —su amiga abrió la boca—. Y que tampoco estabas aquí, porque llamé.
Reilly cerró la boca.
Algo debió de mostrar su cara, porque la expresión de Mallory cambió al
instante.
Dios, cuánto odiaba la compasión.
—Oh, cariño —Mall le tomó las manos—. No quiero que te hagan daño, eso es
todo. Tampoco Layla y Jack.
A Reilly le costó no retirar las manos. Pero lo que no pudo contener fue su
expresión de asombro.
—¿Lo saben?
—Claro que lo saben. Hablé con ellos esta mañana después de ver el periódico.
Y están tan preocupados como yo.
Fantástico. Lo que le faltaba.
Reilly le devolvió el palmeo a las manos de Mallory y sonrió.
—Agradezco tu preocupación, Mall. Lo último que quiero es que los hombres
como Ben Kane me hagan daño —se encogió de hombros y cruzó los brazos.
Reconoció la acción defensiva y se obligó a bajar las manos a los costados—. No soy
tonta. Sabía… sé en qué me estoy metiendo.
Mallory puso los ojos en blanco.
—Como me sueltes el rollo de «es mejor haber amado que no haber estado
jamás enamorada», te tiro mi tarta a la cara.
—No es lo que iba a decir —carraspeó—. Lo que iba a decir es que soy una
adulta libre. Él es un adulto libre. Y lo que pase más allá de ahí es asunto nuestro.
—Vaya. Esto es el instituto.
Reilly quiso gritar.
—No, Mall. Sería el instituto si te contara que no lo iba a ver y siguiera adelante
y quedara con él de todos modos.
—Bien razonado —volvió a centrarse en la tarta—. Pero cuando las cosas caigan
en picado, no digas que no te lo advertí.
—¡Cielos! ¿Por qué eres tan condenadamente pesimista todo el tiempo? ¿Es una
habilidad con la que naciste o es algo que has ido desarrollando a lo largo del
camino?
Mallory la miró y parpadeó. Fue el único síntoma de que se había sentido
molesta. Pero recobró la ecuanimidad antes que Reilly.
—Simplemente, digamos que mi corazón ha sido pisoteado por hombres como
Ben Kane más veces que las que me gustaría recordar.
Reilly apretó los dientes.
—Y estás convencida de que voy a terminar como tú.
—No, trato de evitar que termines como yo —se reclinó en la silla y suspiró—.
Escucha, si dudas lo que digo, pregúntale sobre Holly…
—Heidi —corrigió Reilly.
—Lo que sea. Pregúntale sobre Miss Silicona y a ver qué te dice. Si te responde
con algo por el estilo de «todo ha sido por trabajo, encanto», entonces, bueno,
sufrirás.
—¿Y eso?
Su amiga miró la hora.
—Porque entonces sabrás que no será la última vez que escuches esa excusa —
se levantó—. He de irme. ¿Tienes un recipiente para que pueda guardar esto? Quizá
se descongele en el metro.
—Bastará con que lo mantengas alejado de tu corazón helado —musitó
mientras también ella se levantaba e iba a buscar un recipiente.
Mallory tomó la mano de su amiga después de que le hubiera guardado la tarta
y se la hubiera dado.
—¿Sabes?, no intento ser una aguafiestas ni nada por el estilo, Reilly. Es que…
es que conozco a los hombres. ¿Y Ben Kane? En su cara sólo lleva escrita la palabra
«rompecorazones».
Reilly sintió que los ojos la quemaban. Quizá Mall tuviera razón. Porque lo que
sentía en ese momento bajo ningún concepto podía conectarse con un estado de
felicidad.
—Gracias, Mall.
—De nada, pequeña.
Sin embargo, al ver marcharse a su amiga, tuvo que preguntarse cuánto del
creciente dolor que experimentaba se debía únicamente a las buenas intenciones de
su amiga y cuánto a Ben.
Aunque tampoco se podía crear dolor cuando ya no había un terreno fértil para
que creciera.
Giró hacia la cocina y maldijo el momento en que Ben Kane eligió entrar en su
local.
Capítulo 11
E
— l corte se produjo en el poste —informaba el electricista un rato más tarde a
Ben y a Lance—. Un corte limpio. Imposible que no haya sido adrede.
Ben se frotó la nuca. Eso no tenía ningún sentido. ¿Quién querría causarle
problemas?
—Tampoco voy a poder arreglarlo —continuó el electricista—. Edison tendrá
que enviar a alguien. Es su territorio. Como me meta en su terreno, me quitan la
licencia.
Ben le dio las gracias y lo dejó ultimando los detalles con Lance. Abrió la puerta
de su despacho y se dejó caer en su sillón de piel. Sólo Dios sabía cuándo mandaría
Edison a alguien. Dada la lejanía geográfica del restaurante, y el hecho de que el
corte no había afectado a ningún otro residente, sin duda estaría muy abajo en la lista
de prioridades de la compañía eléctrica.
Aunque si alguien era capaz de dar con una solución, ése era Lance. Adelantó el
torso y estudió las facturas que tenía en el escritorio. Facturas para los pedidos
equivocados. Encendió su ordenador y luego entró en su servicio de pedidos en
línea. Hacían falta el nombre de usuario y la contraseña correctos para acceder a la
cuenta. Y sólo Lance, el contable y él tenían acceso. El día anterior Lance había
cambiado el acceso y su contable les había recomendado que los cambiaran a diario
hasta que pudieran aclarar el problema.
Estudió el registro que esquematizaba el cambio de pedidos. Todo parecía estar
hecho desde el ordenador del restaurante. Y siempre durante momentos en los que
Lance o él o los dos habían estado presentes.
No tenía sentido.
Clavó la vista en el teléfono.
Por supuesto, la conducta extraña de Reilly al llamarla hacía un rato tampoco
tenía sentido.
Movió la mano y la frenó. No podía llamarla otra vez. Parecería… desesperado.
Sonrió. Era normal, ya que cada vez se sentía más desesperado… por pasar más
tiempo con ella.
Al despertar aquella mañana y ver ese cuerpo dulce curvado contra el suyo,
había experimentado una especie de epifanía. En vez del pánico inmediato que
habitualmente lo invadía cuando despertaba y descubría que había pasado la noche
con una mujer, se había sentido… en paz. De algún modo, completo. Y tan
condenadamente feliz, que había necesitado una hora para borrar la sonrisa de su
cara.
Nunca antes le había sucedido algo semejante.
excusa? Y el sábado anterior… bueno, toda la noche su mente había estado centrada
en otra mujer que acababa de conocer y que lo tenía cautivado.
Y que seguía cautivándolo.
Frunció el ceño, preguntándose qué quería Heidi.
—¿Cómo puedes llegar a pensar que alguna vez querría esquivar a una gata
como tú?
Dio la impresión de que la comparación le gustaba y emitió una risa ronca.
—Bueno, ¿puedo dar por sentado, entonces, que estás dispuesto a llevarme al
estreno de la película de Affleck y Damon el próximo fin de semana?
La palabra «no» se asomó a la punta de su lengua. Y permaneció allí. No sería
cortés rechazarla inmediatamente después de que le formulara la petición. Miró el
calendario que tenía en la mesa y vio que el siguiente fin de semana era el de Acción
de Gracias.
El estreno tendría una amplia cobertura informativa y…
«Reilly»… susurró una voz en su cabeza.
—Por desgracia, tengo algo en mi agenda para esa noche, Heidi —respondió.
—¡Oh, no!
Mentalmente se lavó la cara con agua fría y odió el sonido de decepción en la
voz de ella. No era culpa de Heidi que no conectara con él. Quizá debería
defraudarla con un poco más de gentileza.
—Pero deja que llame a mi publicista a ver si existe algún modo de que pueda
librarme del compromiso.
—Eso se parece más a lo que diría mi Benny —ronroneó.
Ben hizo una mueca. Su única intención era llamar a su publicista y pedirle que
se disculpara con Heidi a primera hora de la mañana. Ni el infierno mismo lo
impulsaría a ir con ella a ese estreno. No cuando podría pasar el tiempo con Reilly.
Después de hablar de algunas frivolidades, concluyó la llamada y estaba a
punto de llamar a su publicista cuando Lance apareció en la puerta.
—No se va a creer este pedido…
Las palabras de Mallory de advertencia contra Ben la hostigaron el resto del día.
Desde luego, no ayudó que Layla llamara a eso de las tres para repetir, aunque de
modo más civilizado, lo que Mall ya había dicho. La sorprendió un poco que Jack no
hubiera dicho nada cuando lo llamó para preguntarle si estaría disponible para hacer
algunos repartos por la mañana, porque Tina tenía clase a primera hora. Aunque era
normal que Jack no hablara. Sus palabras estarían impresas en su cara atractiva.
Pero, y por encima de todo, lo que le daba credibilidad a las palabras de
Mallory era el hecho de que eran las seis y media y Ben no aún no había aparecido.
—Por primera vez en siete años, he tenido que cerrar las puertas del Bernardo's
Hideaway debido a circunstancias que están más allá de mi control.
Reilly parpadeó y el corazón le palpitó de forma errática.
No la estaba echando de su vida.
Estaba compartiendo un momento difícil con ella.
—¿Eso es todo? —soltó.
Ben la miró y también parpadeó.
Reilly se dio un golpe en la frente con la palma de la mano.
—Lo siento. Tienes razón. También para mí ha sido un día difícil. Aunque al
parecer, no tanto como el tuyo —apoyó la mano en su hombro y sintió los músculos
tensos. Comenzó a masajeárselos—. ¿Qué ha pasado? —preguntó.
Él le sonrió.
—Tú primero.
Reilly movió la cabeza.
—No. Yo no he tenido que cerrar. Tú sí —le trabajó el borde del cuello—. ¿Ha
sido por el corte eléctrico?
—No. Sí —suspiró y se hundió más en los cojines—. La electricidad sigue
cortada, pero no he tenido que cerrar por eso —cerró los ojos.
Reilly se preguntó si comenzaba a relajarse por el simple hecho de su contacto.
Eso le encantó.
Se acercó un poco más para poder trabajar mejor los músculos del hombro
izquierdo.
—Fabio, el chef, llamó para decir que no podía ir. Al parecer, lo asaltaron en el
aparcamiento del mercado de carne con el que trabajamos.
—¡Dios! Espero que no haya sufrido nada serio.
Él abrió los párpados.
—Mmm. Eso es estupendo. Sigue haciendo lo que estás haciendo…
Obedeció, experimentando una extraña sensación de júbilo por ser capaz de
mitigarle la tensión de esa manera.
—¿Fabio se encuentra bien? —preguntó.
—No. Quiero decir, sí. La herida no ha sido tan grave.
—¿Herida?
Asintió y volvió a cerrar los ojos. Eso le permitió a Reilly concentrarse en la
línea sexy de su boca.
—El agresor le cerró la puerta del coche en la mano izquierda. Diez huesos
quebrados.
—Rápido… o lento.
Sexo. Volvía a hablar del sexo.
Y su cuerpo respondía de una manera que manifestaba que estaba más abierto a
la idea.
Pero su mente…
—¿Sabes? —Musitó—, será mejor que empieces a ir con cuidado o voy a
sospechar que me quieres para un sexo fácil.
El placer desapareció del rostro de Ben y abrió los ojos por completo para
estudiarla.
—Créeme, Reilly, si esto… sea lo que fuere lo que sucede entre nosotros… fuera
sólo por sexo, no estaría aquí ahora mismo.
Por alguna estúpida causa, su respuesta le encantó de un modo que no podía
empezar a analizar en ese momento.
Se adelantó y le dio un beso.
—Eso me gusta —musitó.
Él movió las cejas exageradamente.
—¿Cuánto?
Reilly rió y le ordenó que volviera a cerrar los ojos.
Durante largo rato, ninguno de los dos habló, mientras ella le masajeaba los
brazos y subía las manos a sus sienes. Empezaba a temer que se hubiera quedado
dormido, hasta que murmuró su aprobación cuando empezó a trabajarle las manos,
dedo a dedo.
—¿Sabes? —Dijo Reilly—, no todo tiene que estar perdido. Hablo del
restaurante —la miró con curiosidad. Ella se encogió de hombros—. Pensaba… la
lesión de Fabio no es completamente discapacitadora. Físicamente, aún podría estar
en el restaurante, ¿no?
Ben asintió.
—Sí —confirmó con cierta vacilación.
—Bueno, entonces, podría supervisar a los otros cocineros. Ya sabes, enseñarles
a preparar los platos como él los haría. Puede que no esté capacitado para cortar
verduras o carne, pero no veo por qué no va a poder hacer todo lo demás.
Vio que Ben esbozaba una sonrisa lenta. Después se quedó quieta cuando él
subió las manos por sus brazos, le acarició la mandíbula y luego introdujo los dedos
en su cabello con el fin de bajarla para darle un beso.
—Eres un genio.
Le dio otro beso, ese prolongado y pausado. Reilly sintió que en él crecía una
tensión diferente, lo que la encendió y humedeció. Ben era demasiado bueno. Y así
como la sensación debería haberla aterrado, por algún motivo no fue así. Descubrió
que, simplemente, disfrutaba del trayecto, preparada para aceptar… lo que había
entre ellos hasta donde llegara.
Retrocedió un poco y apoyó la frente contra la de él. Fue su turno de mover
exageradamente las cejas.
—Y ahora, en cuanto a eso del sexo… —comenzó con su mejor voz de
seducción.
Capítulo 12
— Mamá dice que te comportas como una prostituta.
La mañana del lunes siguiente, Reilly estuvo a punto de escupir el café sobre la
mesa que ocupaban en un rincón frontal del Sugar 'n' Spice su sobrina y ella. Habían
pasado cinco días desde que Ben llamara a la casa de su hermana. Cinco días felices
en los que Ben había ido a su casa cada noche. En los que no habían dejado de
explorarse sus cuerpos, sus vidas.
Y en ese momento se lo hacían pagar.
—Creo que la palabra que buscas es «mujerzuela» —corrigió, secándose la boca
y esperando que el café no le goteara de la nariz—. A una prostituta le pagan. Una
mujerzuela lo hace por placer. A tu madre jamás se le dio bien notar la diferencia.
Efi sonrió, el pelo rosa especialmente brillante con la luz del sol que entraba por
el escaparate.
—¿Sabes?, es lo mismo que pensé yo. Pero no me atreví a usar ninguna de las
dos palabras delante de mamá, o me habría castigado de por vida.
—Típico de mi hermana. Me sorprende que usara la palabra delante de ti.
Efi jugó con un bollo que no estaba comiendo.
—No lo hizo. Hablaba con la abuela por teléfono y yo escuchaba a escondidas.
Santo cielo. La única persona que aún no había hablado acerca de las curiosas
actividades de Ben durante la última semana era su madre. Tuvo la sensación de que
eso iba a cambiar rápidamente.
La campanilla que había encima de la puerta sonó. Reilly no vio quién acababa
de entrar, pero lo supo de inmediato por la fresca loción para después del afeitado.
—Hola, Jack —lo oyó suspirar antes de que se situara en su campo de visión.
—Es mi colonia, ¿verdad? Me refiero al motivo por el que nunca te puedo
sorprender.
Reilly le sonrió.
—Eso y nuestra alerta del radar de tipos macizos. Salta cada vez que tú andas
cerca.
—Ja, ja —miró a Efi—. Hola, pequeña —saludó, revolviéndole la parte superior
de su cabeza rosa—. Me gusta el color del pelo.
Si Reilly hubiera hecho lo mismo con el pelo cuidadosamente engominado,
habrían saltado chispas. Pero Efi no sólo dejó que Jack lo hiciera, sino que fue toda
sonrisas y mejillas ruborizadas.
—Gracias, Jack.
Él volvió a mirar a Reilly.
—¿Qué? —Instó Jack—. ¿Vuestra encendida sesión de sexo? —Ella amagó con
quitarle los bollos y él rió entre dientes—. Sólo expongo los hechos, Rei. No emito
juicios.
Tenía razón, desde luego. No había emitido ningún juicio. Ni siquiera había
sacado el tema hasta que ella misma lo mencionó.
—¿Por qué no lo haces? Todos los demás parecen ansiosos y considerarse
cualificados para la tarea.
Pareció tomarse largo rato en tragarse el resto del bollo y en ayudarse con un
trago de café.
Las tres sabían que Jack Daniels era un alcohólico en recuperación. Al principio,
se había justificado diciendo que era su destino, después de que lo bautizaran con el
nombre del whisky. Pero Reilly sabía lo grave que era la situación. Incluso, cuando se
conocieron años atrás, lo había acompañado a un par de sesiones de A.A. Y de vez en
cuando se ponía a fumar para superar momentos críticos. Pero de pronto
comprendió que rara vez hablaba de esa época. De hecho, rara vez hablaba de algo
en particular. Simplemente, parecía disfrutar de la compañía de ellas.
—Yo soy el último capacitado para juzgar a alguien —musitó. Cerró la parte
superior de la bolsa y la depositó sobre la isla—. Además, supongo que ya estarás
recibiendo suficiente de Mall y Layla. Dios sabe que mi oído se agota.
Reilly frunció el ceño, apoyó el codo sobre el mostrador, y luego la cabeza en la
mano.
—No sé. Quiero decir, por un lado comprendo su preocupación. Por el otro…
—Te gustaría que se metieran en sus cosas.
Reilly le sonrió al atractivo hombre que tenía enfrente.
—Eso lo resume muy bien —pasó el dedo por una parte de la limpia
superficie—. Dime, Jack, ¿cómo es que ninguna de nosotras… bueno, ya sabes, salió
alguna vez contigo? Quiero decir, sé que las tres hicimos un pacto al principio.
Decidimos que si queríamos que la amistad funcionara, debíamos olvidarnos de
cualquier plan sobre ti. Pero…
Jack la miró largo rato.
—¿Pero?
—No vas a ayudarme en esto, ¿verdad? —sonrió.
Él movió la cabeza y le devolvió la sonrisa.
—No —la apuntó con un dedo—. Ése es el problema con no concluir una frase.
Jamás sabes si la otra persona lo hará por ti —ella bebió un trago de café—. Reilly,
sabes que estoy aquí si necesitas a alguien con quien hablar, ¿no?
Ella asintió. Sí, lo sabía. Mejor aun, sabía que podía decirle cualquier cosa sin
preocuparse de que le pudiera llegar a Layla y Mallory. Y que la escucharía.
había más mesas vacías que de costumbre. Y que algunos de los comensales daban la
impresión de mirar alrededor, como si esperaran que sucediera algo.
Pero fue una persona en particular quien llamó más su atención.
—¿Quién soy?
Unas manos suaves y cálidas le cubrieron los ojos, haciéndolo sonreír con más
ganas que en todo el día.
No había esperado a Reilly. De hecho, al hablar con ella hacía
aproximadamente una hora, no le había mencionado nada de que iría. Había dicho
algo de terminar un pedido para luego darse un baño caliente y ponerse a leer un
buen libro antes de meterse en la cama.
Le encantó que hubiera cambiado de parecer o que le hubiera mentido desde el
principio.
—¿Heidi?
Las manos de ella se paralizaron.
Él rió entre dientes, y luego la situó delante para poder abrazarla, a pesar de su
rigidez.
—Eso no ha sido nada gracioso —los ojos almendrados despedían llamaradas.
—Veo que mi sentido del humor necesita ciertos reajustes —sonrió—. ¿Me
ayudarás?
—No —empujó su pecho—. De hecho, ni siquiera eres tú a quien he venido a
ver.
Él enarcó las cejas y experimentó algo peculiar en el estómago.
—¿Oh?
Reilly le hizo una mueca y Ben tuvo la impresión de que iba a pagar el
comentario sobre Heidi.
—Sí —recogió una bolsa azul que había dejado en el suelo—. He venido a ver a
Fabio.
—A Fabio… —repitió Ben despacio.
Cruzó los brazos y la observó acercarse al hosco y orondo chef para darle unos
golpecitos en el hombro. Fabio dejó de ladrar en mitad de una orden y giró para
mirarla, y al instante el rostro se le suavizó con una sonrisa.
—Oh, no debería —dijo el cocinero italiano, abriendo el brazo derecho para
darle un abrazo de oso.
—Aún no ha visto lo que hay en la bolsa —objetó Reilly.
Fabio hizo un gesto amplio.
—No importa. Mientras sea de usted, ¿verdad?
Reilly rió y buscó algo en el bolso.
—Aquí está. Deje que le quite esa servilleta que se ha anudado alrededor del
hombro —con cuidado la sustituyó con un cabestrillo rojo con el lema Para Ti Es Jefa
en blanco.
Ben se frotó el mentón y sonrió.
La vio sacar cosas de una en una. Una varilla especial para rascarse por debajo
de la escayola. Un megáfono para los momentos en que creía que nadie le hacía caso
y, por último, una silla plegable para que pudiera descansar de vez en cuando.
La sonrisa de Fabio era tan grande como la cocina.
—Usted… usted es la mujer más hermosa del mundo, signorina Reilly.
Ben observó el profundo rubor de ella cuando Fabio la besó con entusiasmo en
ambas mejillas y se volvió para mostrarle los regalos al resto del personal.
La puerta de la cocina se abrió y entró un camarero. Al volver a cerrarse, Ben
volvió a situarse detrás, para continuar mirando por la pequeña ventana.
—¿Qué sucede? —quiso saber Reilly, colocándose a su lado.
—Es lunes —fue la respuesta sencilla que ofreció él.
—Mmmm… al menos lo era la última vez que lo comprobé —la miró—.
Lunes… Lunes… ¡Oh! ¡Lunes! —lo apartó a un lado para poder mirar—. ¿Dónde
está?
—¿Quién? —preguntó él innecesariamente, un poco molesto. ¿Por qué tenía la
impresión de que de los dos, sería ella quien olvidaría su aniversario?
—Tu padre, por supuesto —lo miró fijamente—. Espera, espera. Es el que está
al final de la barra, ¿verdad?
Ben estiró el cuello y luego se enderezó la corbata.
—¿Cómo lo has adivinado?
—Porque es el que parece que desea salir corriendo por la puerta.
Ben hizo una mueca.
—Bromeo, tonto —le pasó un brazo por los hombros—. Supe que era él porque
os parecéis mucho.
—¿Sí?
Nunca antes había notado las similitudes, pero en ese momento que miraba a
su padre a través de los ojos de Reilly, vio la semejanza. Los dos tenían la misma
nariz recta. El mismo pelo oscuro y tupido. La misma complexión delgada y alta.
—¿Cómo se llama? —preguntó ella.
—¿Eh?
—¿Su nombre? —se retiró para mirarlo—. Tiene un nombre, ¿verdad?
—Jerry —repuso, viendo cómo quitaba la etiqueta de la botella de cerveza que
le había pedido.
Capítulo 13
JerryKane era tan atractivo y encantador como el hijo. Y Reilly estaba
disfrutando de verdad de la conversación que mantenía con él. Le contó lo que había
sentido al comprar el primer puesto de perritos calientes y ella cómo había usado el
dinero que le había dejado su abuela para iniciar su propio negocio seis meses atrás.
Y además tenía historias sobre los actores de los años cincuenta y sesenta que la
dejaban boquiabierta.
Estaba hipnotizada. Por él. Por sus historias. Y por todo lo que sabía sobre Ben
que ella jamás sabría.
—¿Sabe? —Dijo, aceptando que le rellenaran el vaso con el refresco que bebía
mientras el camarero se llevaba el plato que Jerry había acabado, bautizado «Perrito
Caliente para Gourmets»—. Ben apenas menciona a su madre.
Jerry clavó la vista en su cerveza con expresión seria.
—No puede. Principalmente, porque hay poco que decir.
Ella miró hacia la puerta de la cocina y vio que Ben los miraba como un niño al
que acabaran de sorprender ante el escaparate de la tienda de caramelos sin dinero
en el bolsillo. Se preguntó por qué no salía. Por qué no se reunía con ellos.
—La madre de Ben —comenzó Jerry—. La conocí un día que pidió un perrito
caliente con ketchup y sin mostaza —se encogió de hombros con una sonrisa
nostálgica en la cara—. Era tan hermosa que no fui capaz de decirle que ningún
amante serio de los perritos calientes recurre al ketchup —le sonrió—. Pero le pedí
una cita. Tres semanas más tarde nos casábamos en Las Vegas.
—Eso es romántico —suspiró Reilly.
Él asintió.
—Lo fue. En su momento. Un romance vertiginoso. El mejor y el único de mi
vida.
Tuvo ganas de hacerle preguntas, pero consideró que en ese caso en particular
era mejor no entrar sin permiso. Que él compartiera lo que quisiera sin necesidad de
que ella hurgara en viejas y dolorosas heridas.
Jerry la miró, sus ojos azules un poco más oscuros que los de Ben, pero no
menos poderosos en su capacidad de captar atención.
—Era bailarina. Incluso apareció en varias de esas películas de números de baile
en el agua con Esther Williams —movió la cabeza—. Recuerdo despertar cada
mañana preguntándome cómo había logrado conquistarla. Una verdadera belleza.
Reilly miró alrededor del restaurante, estudiando los pósters enmarcados que
colgaban de las paredes. No lo había notado antes, pero cerca de la entrada colgaba
la foto de una rubia hermosa de piernas largas que posaba para la cámara. ¿La madre
de Ben? No tuvo valor para preguntarlo, ya que no sabía cómo concluiría la historia.
Jerry volvió a mirar la barra, que ya habían limpiado mientras ellos charlaban.
—Ningún amante de los perritos calientes que se precie les pondría chile.
Ben parpadeó. ¿Eso era todo lo que tenía que decir?
Jerry apoyó una mano en el hombro de su hijo.
—Pero estaba muy bueno, hijo —apretó casi hasta el punto de dolor, tal como
solía hacer cuando Ben era niño. La única manifestación de emoción que se había
permitido en la casa de los Kane—. Estoy orgulloso de ti —miró alrededor—. Tienes
un lugar excelente y cómodo, donde un hombre puede disfrutar de una buena
cerveza, buena compañía y buena comida.
Ben sintió como si acabaran de quitarle un peso enorme de los hombros.
—No es un puesto de perritos calientes.
Su padre rió entre dientes.
—No. No lo es. Pero eso tampoco es necesariamente algo malo.
Ben lo miró con ojos entrecerrados.
—Yo creía…
Su padre esperó. Pero cuando Ben dio la impresión de no poder decir las
palabras, Jerry comentó:
—Pero tú creíste que me sentiría decepcionado porque no era uno de los
puestos de perritos calientes —su hijo asintió—. Diablos, muchacho, esos puestos
casi me matan. Me alegró que los vendieras cuando lo hiciste.
Envolvió a su padre en un abrazo de oso y le mostró el tipo de emoción que
Jerry Kane jamás había experimentado con otro hombre. Y fue una sensación
estupenda.
—Eres un tipo condenadamente obstinado, ¿lo sabías, papá?
Sintió que los brazos de su padre realizaban un movimiento tímido para
abrazarlo; luego le devolvió el abrazo con fuerza.
—Sólo recuerda que la manzana jamás cae muy lejos del árbol, hijo.
Ben hizo entrar a Reilly en su casa y cerró la puerta con el pie al tiempo que
liberaba la mano izquierda de donde estaba pegada a su firme trasero para poder
encender la luz.
—Eres una hacedora de milagros —dijo, besándola apasionadamente una y otra
vez, incapaz de saciarse—. Deberían ascenderte al rango de santa.
Reilly rió, exponiéndole el cuello. Él se aprovechó de ello y se lanzó a darle
unos besos serios.
—Si fuera una santa, ¿estarías haciendo eso?
Ben conoció un momento de pausa, y luego sonrió sobre la piel de fragancia
dulce.
—No.
—Bueno, entonces…
Subió la mano por el bajo de su falda y se lanzó en línea recta hacia las
braguitas. Ella jadeó.
—He de comunicarte —murmuró—, que no me lo has puesto fácil. Te juro que
pensé que te ibas a quedar en la cocina y ver cómo tu padre se marchaba sin salir a
despedirte.
Ben cerró los ojos y gimió, rota momentáneamente la concentración.
—Yo también lo temí —le mordisqueó el cuello—. Pero tenía que saberlo. Tenía
que averiguar qué pensaba.
—¿Y? —preguntó, metiendo las manos bajo su camisa.
—Y le gustó el local.
Ella le enmarcó la cara con las manos.
—Ben, cariño, le encantó.
Supo que la sonrisa que exhibía era boba, pero no pudo evitarlo.
—Sí, ¿verdad?
Ella rió y le plantó un beso húmedo en plena boca.
—Eres incorregible.
—Y tú necesitas quitarte esa ropa —volvió a lanzarse sobre sus braguitas.
¿Llevaba un tanga? Santo cielo, así era—. Tiene que desaparecer —agarró el
triángulo delantero y tiró. El sonido del desgarro de la tela la hizo jadear.
—¿Qué haces? ¿Sabes cuánto me ha costado?
La guió hacia el dormitorio y en esa ocasión no se molestó en abrir las cortinas
de los ventanales, sino que la lanzó directamente a la cama.
Ella gritó sorprendida al rebotar dos veces antes de sentarse erguida.
A Ben le costó no hacerle el amor ahí mismo. A cambio, fue al cuarto de baño
adyacente y abrió el grifo del agua caliente en la bañera. Regresó y la encontró
sentada donde la había dejado, con expresión un poco desconcertada.
—¿Qué? —quiso saber ella al ver que se quedaba de pie junto a la cama.
—Nada. Sólo disfruto del paisaje.
Ella bajó la vista y vio que tenía la falda enrollada en torno a la cintura. Tiró del
bajo y se cubrió en parte.
—Pervertido.
—Exhibicionista —se alejó de la cama.
—¿Qué haces ahora? —preguntó, evidentemente impaciente de que se uniera a
ella.
—Eso es porque desconoces algunos de los sueños que he tenido —cerró los
dedos en torno a uno de sus tobillos y la acercó al borde de la cama—. Ven aquí y
deja que te las ponga.
Lo pateó.
—¡No me vas a poner eso encima, Ben!
—¿Qué? ¿No son del tamaño adecuado?
Ella miró la etiqueta para comprobarlo.
—Sí que lo son. Lo que hace que me sienta aún peor, gracias.
Ben sonrió.
—Oh, no te sientas mal, cariño. Póntelas y haré lo que quieras.
Lo miró muda unos momentos mientras se mordía el labio inferior.
—¿Cualquier cosa?
—Mmm —le sonrió.
Ella suspiró.
—De acuerdo —alzó un dedo—. Pero sólo durante un rato.
Se sentía tan encendido y anhelaba tanto verla con las bragas blancas, que
estaba dispuesto a aceptar únicamente un minuto.
La ayudó a quitarse la falda y la blusa y luego le indicó que se tumbara. Reilly
obedeció, pero no con mucha predisposición. Le alzó un pie y le mordisqueó el arco
del pie; luego le introdujo la pierna elástica antes de repetir el proceso con la otra
pierna. Entonces, con los dientes, se las subió por las pantorrillas, más allá de las
rodillas y por los muslos.
Ella disfrutó de ese enfoque diferente de vestirla.
Teniendo en cuenta cómo le palpitaba la erección, Ben tampoco lo pasaba mal.
Llegó hasta la cima de los rizos entre los muslos y se detuvo. No pudo evitar la
tentación de introducir la nariz en ese bosque exuberante, inhalar la fragancia
almizcleña, acariciarle el núcleo de la flor con la punta de la nariz.
Ella alzó la espalda de la cama y Ben aprovechó para subirle las bragas el
espacio que quedaba. Luego le alisó los costados con las manos. Se puso en cuclillas y
contempló su obra.
Quizá su personalidad se hallara al borde de la perversión, porque lo más
probable era que fuera el único tipo del mundo que encontrara excitantes esas cosas
grandes. La cintura de las bragas se estiró para cubrir el ombligo pequeño de Reilly,
mientras las piernas se cerraron en torno al nacimiento de sus muslos.
Pero la verdad era que lo que menos le interesaba eran las bragas. Lo que lo
cautivaba era lo que había debajo.
Pegó a Reilly contra su pecho y se dirigió al cuarto de baño.
Ella jadeó y se aferró a él.
—¿Qué haces?
—Meterte en una bañera con agua caliente —soltó, demasiado cerca de realizar
su fantasía como para explayarse.
—¿Con esto encima? —prácticamente chilló ella.
La respuesta de Ben fue meterla en el agua caliente y remolineante de la enorme
bañera. Ella se sumergió por completo y luego emergió tosiendo, apartándose el pelo
de la cara. Echó la cabeza atrás y soltó una carcajada mientras las burbujas jugaban
con las cumbres rosadas de sus pechos.
Ben la siguió y salió entre sus piernas. Reilly le rodeó la cintura con ellas y
colocó la erección tensa justo donde quería tenerla. Él se incorporó sobre las rodillas
y observó mientras su cuerpo se elevaba, el estómago quebraba la superficie y el
agua descendía por su piel perfecta… revelando el sitio donde el algodón blanco
estaba mojado y se moldeaba sobre su sexo.
Él gruñó mientras examinaba visualmente la zona en cuestión. Nunca había
visto nada tan sensualmente erótico como la tela casi transparente pegada a esa piel
tan cálida. La agarró por las caderas y pasó los dedos pulgares por donde podía ver
con claridad a través del algodón, hasta llegar al punto en que la tela se adhería al
sexo excitado. Con el vello mojado, pudo seguir con facilidad la abertura hasta el
centro de los dulces pliegues. Presionó los pulgares sobre los labios inflamados y
luego, despacio, los abrió, desnudando la piel como pétalos que había debajo del
tenue algodón.
Alzó la vista y vio a Reilly siguiendo embelesada el curso de sus movimientos.
Ella tragó saliva, sin duda excitada por su comportamiento inusual.
—Creía que, mmm, ibas a hacer todo lo que yo quisiera.
Le sujetó las caderas con más firmeza.
—Te mentí.
En el agua, el movimiento fue más fácil. Aprovechó la oportunidad para darle
la vuelta, de modo que quedó de rodillas delante de él, con las piernas abiertas, el
algodón pegado al trasero firme y redondo, al tiempo que le brindaba una
perspectiva nueva de las propiedades que tenía el algodón mojado sobre una piel
femenina y limpia. Moldeó aún más la tela en el interior del valle poco profundo
entre los glúteos, mirando cómo el agua goteaba de él, casi como si se trataran de los
fluidos de Reilly y no de agua.
—¿Cuándo fue la última vez que practicaste el sexo, Reilly? —se inclinó sobre
su espalda y le susurró la pregunta al oído.
—¿Qué? —La pregunta la confundió, ya que esperaba que fuera él quien
supiera la apuesta en su pequeño juego—. Anoche.
Él le lamió la humedad del cuello.
—Quería decir antes de aparecer yo.
apretar los dientes para controlar el orgasmo. Repitió el movimiento una y otra vez…
acariciándole los pechos enjabonados al tiempo que la penetraba hasta llevarla al
borde del abismo. Entones, en el último minuto, se retiró, a pesar de su gemido de
protesta, y pegó la erección sobre su zona lumbar al tiempo que el mundo se
fragmentaba en un millón de piezas brillantes.
A medida que curvaba el cuerpo de Reilly contra el suyo, pegándola a él, en ese
momento llegó a saber que su temor a estar enamorándose de Reilly no era sólo un
temor. Era una realidad clara y evidente. Y la sonrisa completa que esbozó le indicó
que no podría haber sido más feliz al respecto.
Capítulo 14
Reilly estaba convencida de que el momento justo anterior al amanecer era uno
de los más hermosos del día. En especial de ese día. Regresaba a su casa desde la casa
de Ben con una sonrisa, sintiendo el vivo aire de las primeras horas soplándole sobre
la piel recién duchada. Le había pedido que la despertara a las cuatro. Y él había
cumplido.
De hecho, había cumplido en todo.
Tembló al recordar que le había prometido hacer todo lo que ella quisiera y
cómo, después del sexy baño que habían tomado, le había dado todo, incluso cosas
que ni siquiera había sabido que quería.
La sonrisa se le amplió al recordar que había colgado las bragas antiguas de la
puerta de la ducha como recuerdo de su inusual cita. Sólo Ben habría podido salir
victorioso de algo como lo de la noche anterior y convertirlo en una de las
experiencias más memorables de su vida.
Sentía los músculos extenuados y relajados. La feminidad le palpitaba y aún
podía sentir la prueba ardiente del deseo de Ben goteando de su interior y
humedeciéndole los muslos. Así como la primera vez él se había retirado, después…
bueno, los dos parecieron olvidar que volaban sin red y, simplemente, habían
disfrutado del viaje.
Se frotó el cuello al comprender plenamente lo que habían hecho y cuál podría
ser el resultado de dicho acto.
Extrañamente, no se sentía demasiado preocupada. De algún modo, se sentía…
completa. Y más feliz que en mucho, mucho tiempo. Si es que alguna vez había
podido ser más feliz.
Suspiró.
La noche anterior había conectado con Ben de un modo como nunca antes había
conectado con otro ser humano. Mucho más que en un plano simplemente físico. En
ciertos momentos, le había parecido que algo más que sus pieles estaban unidas. Que
una especie de esencia más honda, quizá sus espíritus, se exploraban y abrazaban
hasta dar la impresión de que se convertían en un único ente, en vez de ser dos
personas diferentes.
Le encantaba el silencio y la quietud que antecedían al amanecer.
Le encantaba estar enamorada de Ben.
Vio luces delante. Entrecerró los ojos, pero no pudo discernir nada en la
oscuridad. Esperó que nadie hubiera sufrido un accidente. Odiaba las escenas de
metal retorcido y sufrimiento humano. Le recordaba la fragilidad del ser humano.
Se acercó a las luces y el corazón comenzó a latirle con fuerza. Se dio cuenta de
que no sólo había coches de policía, sino también dos vehículos de los bomberos
bloqueando la calle justo delante de…
El jefe miró por encima de su hombro, y luego el policía que había intentado
impedirle que se acercara la sujetó por el brazo y trató de alejarla de la escena.
—¡No! —gritó Reilly, luchando contra él—. ¡Efi está ahí dentro!
—No hay nada que usted pueda hacer, señora.
Lo miró con ojos furiosos, el corazón desbocado.
—¡Entonces, haga algo usted, maldita sea! ¡Saque a mi sobrina de ahí, ahora!
Le sujetó el brazo con más fuerza y señaló una escalera que subía hacia las
ventanas de la primera planta mientras el agua de dos mangueras era apuntada al
interior.
—Van a entrar ahora.
Santo cielo…
Nunca en la vida había sentido el impulso tan ferviente de rezar. Allí de pie,
con la mano del oficial en torno a su brazo, miró sin parpadear cómo un bombero
abría la ventana con un hacha y terminaba de romper los cristales.
—¡Efi! —gritó al ver a la adolescente aparecer otra vez ante la ventana.
El bombero echó una manta mojada sobre la espalda de su sobrina y la alzó
como si no pesara más que un paquete de harina. La escalera se apartó de la ventana
en el momento en que en el interior del apartamento sonaba una explosión,
escupiendo fuego por el agujero por el que acababa de escapar Efi.
Reilly salió impelida hacia delante, obligando al oficial a soltarla en su afán por
ir a buscar a su sobrina.
—Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios —repitió una y otra vez mientras el bombero
bajaba a Efi y la trasladaba a los brazos de otro bombero. Reilly los siguió, tratando
de ver en el interior de la manta—. Efi, ¿estás bien? Oh, cariño, por favor, dime que
estás bien.
No hubo respuesta mientras el bombero depositaba a la adolescente demasiado
quieta en una camilla y la manta se caía. Reilly pasó a su lado y miró el rostro de ojos
muy abiertos de su sobrina.
—¡Oh, Efi! —exclamó y con delicadeza le enmarcó la cara con las manos y trató
de establecer contacto visual—. Háblame, cariño. ¿Estás herida?
Efi siguió mirando hacia arriba.
—Está conmocionada, señora —la informó el bombero—. Y ahora, si puede ir
hacia atrás mientras nosotros…
En ese momento Efi parpadeó y miró directamente a los ojos de Reilly. Los
suyos reflejaban miedo.
—Oh, tía Rei. No podía…
—¿Qué, Efi? —el tormento de la muchacha la asustaba—. ¿No podías qué?
—Por el amor del cielo, Mallory, no me digas que estabas con él —espetó
Mallory, centrando su mirada acusadora en ella—. Sabía que no iba a salir nada
bueno de esa relación.
Reilly se quedó boquiabierta.
—¿Qué estás sugiriendo? ¿Que lo que generó el incendio es que yo viera a Ben?
Mallory se situó justo delante de ella.
—Si no hubieras estado con Ben, te habrías encontrado en casa y nada de esto
habría pasado.
Jack frunció el ceño aún más.
—Y Reilly podría haber terminado muerta —aportó. Mallory y Layla lo miraron
fijamente—. ¿Qué? Adentraos en las aguas turbias de «lo que podría haber sido» y
obtendréis multitud de variables.
Reilly sintió una oleada de gratitud hacia el miembro masculino de su círculo
de amigos. Jack podía hablar poco, no participaba de los cotilleos, pero cuando se
pronunciaba, lo que decía tenía impacto.
No obstante, temía que el daño ya estuviera hecho. Aunque la única intención
de Mallory fuera protegerla, sus palabras habían calado hondo.
La vida con el capitán del equipo de fútbol no era para chicas como ella, como
sus amigas no dejaban de señalarle. Sin importar lo feliz que la había hecho, el fin se
asomaba por el horizonte.
Y con su sobrina tumbada en la habitación de al lado, recobrándose de
inhalación de humo, y el resto de su vida hecho añicos a sus pies, quizá ya estaba en
el linde de ese horizonte que estaba a punto de desmoronarse.
Capítulo 15
Tras lo que parecía un mes más tarde, aunque Reilly estaba segura de que
apenas eran dos días después, estaba acostada en la cama gemela en la habitación de
Efi, en la casa de su hermana, con la vista clavada en los bombones de chocolate de la
mesilla. Eran las dos de la tarde, aunque no había ningún motivo para levantarse. Efi
estaba en el colegio y Debbie se hallaba en la cocina, haciendo ruido con unas ollas en
un intento, eso sospechaba Reilly, de sacarla de la cama.
Su local había desaparecido. Y todos, desde el departamento de investigación
de incendios hasta su compañía de seguros, le ponían las cosas difíciles. Debido a la
alta cantidad de propulsor, gasolina, presente en el escenario, y a su «conveniente»
ausencia aquella noche, tal como lo había expuesto uno de los oficiales de policía,
todos creían que había incendiado su propio negocio. Y mientras la policía
sospechara eso, la compañía de seguros se dedicaba a retrasar cualquier tipo de
compensación hasta no tener el resultado final de la investigación.
Para colmo, sus proveedores habían logrado encontrarla y le exigían el pago de
todos los productos ya entregados, dejándola con una gran deuda y sin posibilidad
de generar ingresos.
No obstante… todo eso sumado no se comparaba con el dolor vacío que la
atenazaba el pecho y que parecía crecer con cada segundo que no tenía noticias de
Ben.
Se dio la vuelta y cerró los ojos con fuerza a la brillante luz de la tarde que
entraba a través de las cortinas rosas y se tapó la cabeza con el edredón. Un segundo
más tarde, sacó la mano y tomó un bombón, que desenvolvió y se llevó a la boca,
dejando que se disolviera despacio.
Sabía que Ben estaba al corriente de lo que había pasado. Tina la había
informado de que había llamado para comunicarle a Lance que no harían ninguna
entrega en el futuro próximo.
¿Por qué no había llamado?
Otro sonido estrepitoso procedente de abajo. Luego el olor claro de algo que se
quemaba hizo que frunciera la nariz. Se preguntó si alguna vez sería capaz de oler a
quemado sin recordar cómo se consumía su apartamento y su pastelería.
Con un suspiro, apartó el edredón y sacó las piernas por el costado de la cama,
enfundándose los pies en las zapatillas prestadas. Se puso la vieja bata que le había
dejado su hermana sobre la camiseta grande que la noche anterior había sacado de la
cómoda de Efi. Ni siquiera se molestó en comprobar su aspecto en el espejo lleno con
fotografías. Salió de la habitación, bajó las escaleras y fue directamente a la cocina.
Estaba a punto de abrir la boca para decirle unas cuantas cosas a Debbie,
cuando se dio cuenta de que su hermana se hallaba al teléfono.
—No, no quiere hablar contigo ahora mismo —decía su hermana—. Sí, se lo
diré.
Ben había llamado al menos cinco veces en las últimas tres horas.
Se sintió confusa… aliviada… rota.
Y quiso oír su voz más que cualquier otra cosa en el mundo.
—¿Cuántas veces ha tratado de ponerse en contacto conmigo desde el incendio?
—le exigió a Debbie. Su hermana no contestó—. ¿Cuántas?
—¡Vale, vale! Tantas que ha estado a punto de volverme loca.
El aparato se escurrió de sus manos y cayó sobre el periódico. Volvió a
recogerlo, revelando en el proceso lo que había tapado. Una foto de ella. Cuando
había pesado más de ochenta kilos.
No pudo respirar. Con manos trémulas, alzó el diario y lo abrió. El
encabezamiento ponía:
Propietaria de la quemada Sugar 'n' Spice. Es conocida por sus amigos como la Gordita
Chuddy.
Volvía a ser la Gordita Chuddy, la chica gorda que se sentaba al final de la clase
viendo pasar la vida, pero sin participar en ella. Fantaseando con el capitán del
equipo de fútbol. Sacando poco más que notas corrientes porque dedicaba gran parte
de su tiempo a tratar de desaparecer. A pasar desapercibida. A fingir que no pesaba
casi el doble que el resto de sus compañeras de clase.
Esperando todo el tiempo que llegara el domingo, día en que podía ir a ver a la
abuela Rose, quien jamás le decía que estaba gorda. Quien jamás cuestionaba si
estaba segura de que debía servirse una segunda ración, tal como hacía su madre en
casa. Quien siempre la había hecho sentirse querida.
De repente, volvía a ser la persona que no encajaba en el mundo en que vivían
los demás.
De repente, se daba cuenta de que su hermana y sus amigos tenían razón. Ben y
ella no estaban hechos el uno para el otro. Esencialmente, porque ella no encajaba
con nadie.
—¿Reilly? —preguntó Debbie desde la puerta de la cocina.
Abrió los ojos y su visión se llenó con la copia de la foto que colgaba en la
escalera de su hermana. Cruzó para quitarla de la pared y la rompió contra el suelo
de madera. Miró a Debbie con ojos furiosos.
—Te odio.
Y en ese momento, era verdad.
El único problema fue que las palabras hicieron que se odiara más a sí misma.
—No, en este momento no está, pero le diré que has llamado.
—Gracias —dijo Ben con los dientes apretados.
—De nada. Feliz día de Acción de Gracias.
Colgó, con ganas de romper el aparato. La hermana de Reilly, Debbie, y su
sobrina, Tina, lo abrumaban con amabilidad. Nunca le decían que se perdiera de una
vez. Nunca una palabra fea. Pero no lo dejaban hablar con Reilly y eso era peor que
cualquier obscenidad.
Habían pasado cinco días desde que fuera a la pastelería y contemplara los
restos humeantes, incapaz de creer que eso había sido el Sugar 'n' Spice.
Cinco días desde la última vez que viera a Reilly, desde que besara su boca
deliciosa y abrazara su cuerpo suave.
Y estaba sólo a esto de hacer que alguien pagara por ello.
—¿Jefe? —dijo Lance, abriendo la puerta del despacho.
El local empezaba a llenarse. El hecho de que al día siguiente fuera Acción de
Gracias no parecía afectar al negocio. De hecho, parecía aún más lleno. Sin duda
también ayudaba a generar interés la mala prensa que había recibido últimamente. Y
el artículo reciente que lo conectaba con Reilly.
—¿Qué? —le ladró a Lance, dándole la vuelta al ejemplar del periódico que
exhibía otra foto de una Reilly curvilínea.
Lance alzó las manos.
—Eh, que yo no he hecho nada.
Ben respiró hondo y se frotó la cara para desterrar la furia. Aunque no pareció
servirle de mucho.
—Lo siento —se disculpó, aunque ni a él le pareció verdad que lo sintiera—.
¿Qué sucede?
—Un par de comensales pide verlo a usted.
Parte de ser el dueño de un restaurante de éxito era dar una vuelta por el local,
haciendo que los comensales no se sintieran como simples clientes, sino como parte
de una familia. Y con el paso de los años, lo había convertido en un arte. Aunque en
los últimos días se había mantenido encerrado en su despacho.
¿Por qué Reilly no quería hablar con él? ¿Por las fotos? Hasta él había
reconocido quedar atónito al ver la primera foto. Apenas había sido capaz de
reconocerla con el peso adicional. Pero no le importaba si pesaba cien kilos o
quinientos. La amaba, eso era todo.
—Su publicista es uno de ellos —dijo Lance, chasqueando con los dedos delante
de la cara de su jefe.
—Bien. Diles que salgo en un minuto.
Se quedó unos momentos más a solas, y luego suspiró y salió, dejando la puerta
abierta a su espalda.
Necesitaba aceptar que había hecho todo lo posible, salvo acampar ante la
entrada de la casa de la hermana de Reilly… algo que también habría hecho de no
haber estado convencido de que la mujer llamaría a la policía. Necesitaba asimilar el
hecho de que ya carecía de control sobre la situación. Si Reilly quería ponerse en
contacto con él, sabía dónde estaba.
Pero nunca había sido la clase de hombre que dejara que las cosas acontecieran
por su propio peso. Y no hacer nada acerca de algo que era tan importante para él lo
estaba volviendo loco.
—Se acabó.
Pero no iba a salir al comedor para descargarse con sus clientes. Iba a ir a la casa
de la hermana de Reilly. Si ésta no quería verlo más, iba a tener que decírselo a la
cara.
A punto estuvo de chocar con Lance, que lo esperaba fuera.
—No sé cuándo volveré —ladró, cruzó la cocina súbitamente silenciosa y se
marchó por la puerta de atrás.
Capítulo 16
Quizá Mallory y Layla tenían razón. Aún no estaba preparada para ver eso.
Layla había aparcado frente al Sugar 'n' Spice. Al ver el lugar devastado, Reilly
había bajado del coche y se había quedado paralizada, contemplando el solar vacío
que en el pasado había contenido todas sus esperanzas y sueños.
—Lo ves así porque deben derribar las estructuras destruidas veinticuatro
horas después de un incendio grave —le explicó Layla—. Ya sabes, para prevenir que
el fuego pueda reiniciarse.
—Y por motivos de seguridad —añadió Mallory, situándose del otro lado.
Reilly miró a ambos lados de la calle y comenzó a ir hacia ese vacío.
No quedaba nada de lo que había sido su hogar y su negocio. Ni el pomo de
una puerta ni una bandeja metálica. Ni un fragmento de letrero. Ninguna prueba de
que una persona había vivido ahí hacía sólo una semana. Se arrodilló y metió las
manos entre la tierra ennegrecida; el olor a humo aún impregnaba la atmósfera.
—Lo reconstruirás —le dijo Layla.
—Sí —corroboró Mallory—. Lo harás mejor que nunca.
Las miró con expresión distraída.
—No sé si quiero —tragó saliva—. Es decir, mi sobrina estuvo a punto de morir
aquí. No sé si quiero quedarme en un lugar donde sucedió algo tan horrible.
Unos coches pasaron por la calle detrás de ellas.
—¡Reilly!
El sonido de esa voz masculina le provocó un vuelco en el corazón. ¡Ben!
Se volvió hacia la calle, pero en vez de encontrar la planta atractiva de Ben
yendo hacia ella, vio a Johnnie Thunder cruzar la calle con su siempre presente
chaqueta militar y su pelo lacio.
—Hola, Johnnie —saludó, sin muchas ganas de mantener una conversación
social en ese momento.
—Hola. Sólo quería decirte lo mucho que siento lo ocurrido.
Ella asintió.
—Gracias.
—Quiero decir, un momento está ahí, y al siguiente… ¡puf! Ya no está.
—No olvides que quienquiera que lo hiciera creía que Reilly estaba dentro —
expuso Mallory.
Reilly miró a su amiga, habiendo olvidado por completo ese aspecto de la
situación. Tembló, a pesar del tiempo cálido. ¿Es que alguien había tratado de
matarla? A pesar de lo descabellada que parecía la posibilidad, seguía siendo una
posibilidad. La policía había dicho que un vecino había informado de que la había
visto dentro. ¿Qué vecino?
—¿Estabas en casa la noche que pasó esto, Johnnie? —preguntó, estudiando su
cara poco agraciada.
Él asintió.
—Oh, sí. Vi todo desde mi ventana, allí.
—¿Viste quién lo hizo? —preguntó Mallory, acercándose.
Johnnie parpadeó.
—No.
Desde el callejón que había detrás del solar, se oyó un maullido sonoro.
—¿Gato? —susurró, llamándolo con el primero de los muchos nombres que
había recibido.
El viejo gato negro, con sus múltiples cicatrices de innumerables batallas, corrió
hacia ella al tiempo que Reilly se ponía en cuclillas para levantarlo en brazos.
—¡Oh, cariño! ¿Dónde has estado? Me tenías tan preocupada —lo acarició
detrás de las orejas y absorbió su vibrante ronroneo. Había temido pensar en lo que
podría haberle pasado al viejo gato—. Efi va a estar encantada de verte —lo pegó a
su mejilla—. Claro que a mi hermana le va a dar un ataque, pero tendrá que
aguantarse hasta que yo me ponga en marcha y encuentre un lugar para que
vivamos. Giró y vio que Johnnie parecía incómodo.
—Creo que es hora de que me vaya —dijo él.
Le sonrió.
—Gracias, Johnnie. Ya sabes, por venir a saludarme.
Él asintió, dio media vuelta y cruzó otra vez la calle.
—Ese tipo siempre me ha puesto los pelos de punta.
—¿Johnnie? —Preguntó Reilly—. Es uno de mis clientes habituales. Bueno, solía
serlo. Una especie de experto de Internet. Responde al apodo de Johnnie Thunder.
No es un mal chico, una vez que lo conoces.
Mallory la miró.
—¿Y lo conoces?
—¿Qué intentas decir, Mall? —quiso saber Layla, acariciando al gato.
—Sólo que me pone la piel de gallina, eso es todo. El modo en que solía mirarte
en el local… no era normal.
Reilly rió.
—Johnnie jamás me miró.
Layla y Mallory intercambiaron una mirada.
—Sí, lo hacía. Todo el tiempo —convino Layla.
—¿Y eso?
—No sé. Por todo. Duerme todo el día, y luego está despierta por la noche. No
habla mucho y tiene una pinta horrible.
Ben sonrió. No era capaz de imaginar que Reilly estuviera horrible.
—Ni siquiera sé si se está duchando.
Bueno, quizá podía llegar a estar horrible.
—¿Le has preguntado por qué?
Efi bajó la vista a su regazo.
—No puedo hablar con ella. Piensa que es su culpa que estuviera a punto de
morir en el incendio.
—¿Y lo es? —quiso saber Ben.
—¡No! Claro que no —puso los ojos en blanco, como si fuera demasiado
denso—. Pero eso no impide que mamá le eche la culpa. O se culpe a sí misma —hizo
una mueca—. Luego está la estúpida policía, que cree que fue mi tía la causante del
incendio. Y la compañía de seguros, que se niega a pagar la póliza hasta que la
policía no dé por concluida la investigación.
Ben se frotó el mentón. Eso debería estar contándoselo Reilly. Pero como no le
aceptaba las llamadas, Efi era la segunda mejor fuente. Algunas de las cosas que le
contaba la joven las había leído en el periódico. Pero no había podido unir los puntos
hasta que la adolescente se había subido a su coche.
—Luego está todo eso de la gordura.
Ben parpadeó.
—¿Qué?
Efi le clavó sus ojos oscuros.
—Ya sabes. Lo de la gordura. Todas esas fotos de cuando era gorda que los
periódicos no paran de sacar de ella —movió la cabeza—. Yo me moriría si alguien
mostrara fotos mías con ese aspecto.
—¿Por qué?
Efi parpadeó, tratando de seguir el motivo para esa pregunta.
—¿Por qué? Porque la tía Reilly solía ser gorda, ése es el por qué. Y ahora no lo
es.
—Y eso es importante porque…
Suspiró.
—¿Qué eres? ¿Denso? Eso es importante porque ser gordo en Los Ángeles es un
suicidio social.
—¿Oh? Yo creo que tú tía era bonita incluso con unos kilos de más.
Efi lo miró más tiempo.
Tres días mas tarde, Reilly cocinaba en la casa de su hermana. Así como su
guardarropa no había mejorado mucho, su actitud lo había hecho inmensamente. La
compañía de seguros había sufrido un cambio misterioso de actitud y cooperaba con
ella, aunque la policía no lo hiciera, y el lunes le iban a entregar su primer cheque de
emergencia. Se había sentido tan aliviada al enterarse, que de inmediato se había
—¿Qué? —lo único que veía era una página web con un fondo negro que
tardaba una eternidad en cargarse y las palabras Johnnie Thunder parpadeando
brillantes sobre él.
Mallory suspiró.
—Este aparato es prehistórico. Necesitas actualizarlo.
—No, no lo necesito. Nadie lo usa.
—No me extraña, si hay que esperar tanto para que se descargue una página.
Reilly puso los ojos en blanco y sintió que el corazón le daba un vuelco al
recordar la foto de Ben y Heidi. Le estaba costando un gran esfuerzo no llorar.
Mallory se volvió hacia su hermana.
—¿De verdad Ben ha vuelto con Heidi?
Debbie plantó el periódico sobre el estómago de Mall.
Ésta lo alzó.
—Canalla baboso. Lo sabía.
—Cállate —ordenó Reilly—. Como empieces a formar las palabras «te lo dije»,
te golpeo con el bate de béisbol de Efi.
Debbie frunció el ceño.
—Efi no tiene un bate de béisbol.
—Ahora sí, porque yo le compré uno. A propósito, la próxima primavera va a
apuntarse al equipo.
Mallory señaló la pantalla.
—¡Ahí! ¿Ves eso?
Reilly se adelantó. Lentamente, los ojos empezaron a agrandársele.
—¿Eso es el Sugar 'n' Spice?
Como parte de un montaje fotográfico, la fachada de su antigua pastelería
aparecía de forma prominente… junto con una foto suya sonriendo ante la entrada.
—¿Cómo consiguió Johnnie esa foto? Nunca posé para él. Nunca posé para
nadie.
—No hacía falta —repuso Mallory, activando otro enlace—. El tipo era una
cámara andante. Espera, aún no lo has visto todo.
Las páginas que bajó de ahí, llamadas Las Obsesiones de Johnnie, hicieron que a
Reilly se le pusiera la piel de gallina. Ahí estaba ella, por toda la página web… junto
con algunas instantáneas de Ben con una diana de color rojo encima. Si eso no era
bastante malo de por sí, cada página estaba acompañada por unos poemas, y en uno
Johnnie decía:
Sugar 'n' Spice puede ser maravilloso, pero mi espíritu afín no me mirará hasta que no
se lo arrebate del todo.
Reilly no podía creer que su hermana dijera eso. Por fortuna, se evitó tener que
responder cuando el investigador se puso al aparato y le contó todo lo que acababan
de descubrir.
Johnnie Thunder había fracasado en convertirse en parte de su vida, por lo que
había decidido destruirla.
Capítulo 17
La mañana del lunes siguiente, Reilly estaba sentada con Mallory y Layla en
una cafetería–librería situada en una zona central a los cuatro amigos. Había varios
periódicos repartidos sobre la mesa, pero esperaban a Jack antes de ponerse a buscar
noticias sobre Johnnie Thunder.
Mallory bebió un sorbo de café y jugó con el bollo que había comprado en ese
local de franquicia.
—Esto no le llega ni a la suela de los zapatos al Sugar 'n' Spice —se limpió las
migas de las manos. Apenas había tocado el bollo, cuando en ocasiones había dado la
impresión de que sólo se alimentaba de dulces—. De todos modos, ¿cuándo vas a
volver a abrir tu local? No sé si podré soportar tanta demora.
Reilly esbozó una sonrisa enorme y sacó una bolsa con sus propios bollos
almibarados.
—Cerciórate de dejar uno para Jack.
—¡Ni lo sueñes! —exclamó.
—No has respondido su pregunta —señaló Layla.
—No, ¿verdad? —Se encogió de hombros—. No lo sabré seguro hasta más
tarde, pero creo que he encontrado un nuevo emplazamiento.
Layla se irguió.
—¿En serio? Eso es estupendo.
—Al principio sólo voy a alquilarlo, pero el dueño ha dicho que quizá con el
tiempo esté interesado en vender. Si es así, entonces lo que haya pagado de alquiler
hasta entonces podrá contarse como dinero adelantado para la compra.
—A mí me suena dudoso —dijo Mallory.
Reilly hizo una mueca.
—Eso es porque a ti todo te suena dudoso.
—Convéncelo de que acepte un contrato. De ese modo, ambos estáis cubiertos.
Le sonrió y bajó la vista a los periódicos que tenía delante. Hacía dos días que
habían descubierto que Johnnie Thunder estaba detrás no sólo del incendio del Sugar
'n' Spice, sino también de los problemas que había experimentado Ben. Johnnie, hijo
único de treinta y tantos años de una pareja mayor de Hollywood, que vivía de un
fideicomiso, había sido arrestado y la oficina del fiscal había prometido llegar hasta
el final y presentar cargos de intento de asesinato.
Sin embargo, en ese punto Reilly se sentía contenta de que la prensa se hubiera
olvidado de ella y de sus fotos de gorda y centrado su atención en Johnnie.
—Tengo que mirar —dijo, incapaz de esperar otro segundo a Jack.
En cuanto las palabras salieron de su boca, las tres se lanzaron sobre los
periódicos.
La Gordita Chuddy…
Se crispó con el titular que había sobre la foto. Había creído que todo eso se
había acabado. Bajó la vista para ver qué foto habían escogido para la ocasión. Pero
no era de ella. De hecho, se trataba de una instantánea en blanco y negro de un sujeto
de pelo oscuro y con sobrepeso.
—Fantástico. Ahora me han convertido en un transexual —musitó.
Layla se quedó boquiabierta.
—Oh, Dios, Reilly, lee el artículo, por el amor del cielo.
Mallory suspiró.
—En voz alta. Recuerda que tenemos periódicos diferentes.
Reilly miró alrededor, pero no había nadie cerca.
Bernardo el Tocino ama a la Gordita Chuddy…
Calló al asimilar las palabras. El corazón se le cayó al suelo y volvió a subir.
—Dame eso —Mallory le arrebató el periódico de las manos temblorosas—. «El
popular restaurador, y celebridad por derecho propio, Ben Kane, del Bernardo's Hideaway,
compartió un secreto con esta periodista durante las fiestas del fin de semana. El magnífico
Ben no sólo solía tener un sobrepeso de cincuenta kilos, sino que se ha enamorado locamente
de alguien. Alguien con quien hemos llegado a familiarizarnos durante la última semana.
Reilly Chudowski, en una ocasión conocida como la Cordita Chuddy y ahora liberada de toda
responsabilidad en relación con el incendio que destruyó su local, el Sugar 'n' Spice…».
Mallory continuó, pero Reilly ya no escuchaba más. Al menos no las palabras
de su amiga. Se concentraba en el latir vacilante de su corazón. El anhelo que
palpitaba en su estómago. La necesidad que la llenaba a rebosar.
—Escucha esto —dijo Layla, después de haberse acercado a Mall para leer—.
«Como a Ben se lo ha relacionado últimamente con la supermodelo danesa Heidi
Klutzenhoffer, la llamé para que me diera su opinión antes de enviar mi artículo a la
redacción. Sus palabras, cito, fueron: Ben y yo fuimos y seguimos siendo sólo amigos. Pero
supongo que, a partir de ahora, buscaré un acompañante en otra parte».
Mallory soltó una carcajada.
—Sin duda la periodista le causó un ataque al corazón cuando compartió el
problema pasado de Ben con el sobrepeso.
Layla hojeó el ejemplar del L.A. Monthly.
—Mmm… me pregunto si esto explica la obvia ausencia de Jack.
—¿Qué? —Mallory estiró el cuello para echar un vistazo.
—Es la columna de Jack. Y adivinad quiénes la protagonizan —miró a Reilly—.
«Bernardo el Tocino y la Gordita Chuddy».
Mallory fingió experimentar un escalofrío.
—Dios, pensaba que la Gordita Chuddy era terrible. Pero, Rei, Bernardo el
Tocino es mucho peor, cariño.
—Escuchad —dijo Layla—. «En esta ciudad de enemas de café y doradas barritas de
vómitos, ¿dónde encajan dos personas que en el pasado fueron gordas y que son propietarias
de unos locales de alimentación que ni siquiera el angelito más consciente de su propio peso es
capaz de resistir? En la humilde opinión de este columnista, no encajan. Y no deberían.
Porque lo que aquí hay son dos personas únicas que entienden lo que es ser proscritos sociales
y que han salido de esas sombras no sólo para sobrevivir, sino para prosperar. El uno con el
otro».
Un sonido extraño hizo que Layla parara y que tanto ella como Reilly miraran a
Mallory, quien lloraba como un bebé.
—Es tan dulce…
—No, no lo es. Es la verdad.
Las tres se giraron y vieron que Jack al fin había llegado. De hecho, Reilly tuvo
la extraña impresión de que había estado acechando en el local, a la espera del
momento idóneo para unirse a ellas.
—Oh, Reilly —decía Mallory, tomándole las manos—. Lamento tanto todo lo
que dije en contra de Ben. Yo…
Jack la miró.
—Lo juzgaste por las apariencias, Mall.
Un sollozo desgarrador salido de la boca de su amiga hizo que Reilly empezara
a hipar y que Layla estuviera a punto de unirse a ellas.
—¡Sí! —reconoció Mallory, por primera vez insegura de sí misma—. Oh, Reilly,
¿podrás perdonarme alguna vez?
Reilly aferró las manos de su amiga.
—No hay nada que perdonar, Mall. Nunca dijiste algo que yo ya no estuviera
pensando.
—Tienes mi completa autorización para casarte con él.
Layla al final cedió y se unió a la convención de agarrarse las manos y añadió
algunas lágrimas propias.
—Me alegro tanto de que estéis haciendo las paces… Hubo algunos momentos
en los que pensé que nuestra amistad no sobreviviría a vuestras peleas.
Jack suspiró y se levantó.
—Necesito beber algo. ¿Alguien más quiere un café?
Las tres mujeres no le hicieron caso.
—He de irme —dijo Reilly.
Layla y Mallory la miraron fijamente.
Reilly parpadeó, dándose cuenta de lo que acababa de manifestar.
Ben tuvo que reconocer que esa mañana le estaba costando concentrarse en los
libros de contabilidad. Había pasado un día completo desde que quedara tanto con la
periodista del Hollywood Confidential como con el amigo columnista de Reilly, Jack
Daniels, para que lo ayudaran en su misión de incorporar a Reilly otra vez a su vida.
Nadie había sabido de su pasado. Ni siquiera con su padre había hablado de lo
grande que había sido de adolescente. Y como en su camino rara vez se cruzaba con
alguien que hubiera conocido por entonces, hacía tiempo que no pensaba en su viejo
problema de peso.
Hasta que vio las fotos que Johnnie Thunder había enviado a los tabloides.
Y también había llegado a comprender algunas cosas acerca de sí mismo. El
motivo por el que todavía seguía soltero y sólo se había sentido atraído hacia mujeres
con el tipo de modelo antes de Reilly se debía a que había estado depurando todos
esos vestigios de años de rechazo y vergüenza en el instituto. Y suponía que aún
estaba recuperando parte del terreno al darle a la periodista del Confidential el
número de Heidi y pedirle que llamara a la pelirroja para obtener algún comentario.
Y tuvo ganas de pegarse un tiro cuando Heidi lo había llamado el día del
estreno para recordarle la cita que tenían. Con todo lo que estaba sucediendo, había
olvidado decirle a su publicista que la llamara y le ofreciera una disculpa por la
cancelación. De modo que había ido al estreno, con Heidi exhibiendo un misterioso
solitario en el dedo anular, y viviendo uno de los momentos más desgraciados de su
vida al saber que Reilly vería las fotos y quedaría destrozada.
Por eso disfrutaba de un placer maligno al saber que en ese momento Heidi
estaría en el cuarto de baño vomitando el zumo de naranja para asegurarse de que
haber estado cerca de él no la volvería gorda.
El temido gen de la gordura. Él lo había heredado. Y, al parecer, Reilly también.
En secreto esperaba que hasta el último de los seis hijos que Reilly y él tendrían
también heredaran el gen. Porque en su experiencia, algunas de las mejores personas
que en ese momento caminaban por el planeta eran gordas.
Aunque, por supuesto, primero iba a tener que convencerla de que tuviera esos
hijos con él…
Pero si ella creía que lo que había visto en el periódico de ese día era una
sorpresa, aún le quedaba por ver lo que había planeado para cada día hasta que al
final cediera.
Oyó unas pisadas rápidas en el exterior de su despacho, alzó la vista y vio a la
mujer en la que estaba pensando con las mejillas sonrosadas y falta de aliento…
Y sonriendo de oreja a oreja.
—Vine lo más deprisa que pude —murmuró.
Ben cerró momentáneamente los ojos para disfrutar del momento. Había sido
tan duro esperar que volviera a su lado… La semana anterior, mientras hablaba con
Efi, había comprendido que si querían llegar a alguna parte, Reilly tendría que ir a
buscarlo en el tiempo apropiado para ella. Y que el modo de recuperarla podía ser de
cualquier manera menos tradicional. Habría estado preparada para eso.
Reilly era una mujer especial que necesitaba una atención especial.
Y se sentía tan aliviado de haber podido dársela, que casi le resultaba imposible
hablar.
Ella carraspeó.
—Has puesto toda tu carrera como restaurador en peligro con la noticia de esta
mañana.
Apartó el sillón, contuvo el impulso de abrazarla y aplastarla contra su pecho y
se quedó quieto.
Reilly tenía que ir a él. Completamente.
—Lo sé —dijo con sencillez.
Ella frunció el ceño.
—¿Y estabas dispuesto a arriesgar eso?
—¿Por tenerte delante de mí un solo minuto? —asintió despacio—. Sí.
—Oh, Dios —corrió a sus brazos y se fundió con él.
Y por primera vez desde que desapareciera de su vida una semana atrás, Ben
volvió a sentirse completo.
Pegó los labios al cabello fragante, reacio a soltarla por miedo a que pudiera
irse.
—No sabes cuánto te he echado de menos, Reilly Chudowski.
—Lo único que sé es que el único momento en que no me obsesiono con todo es
cuando estoy contigo.
—Pues quédate conmigo. Siempre.
Oyó su risa queda y el abrazo compacto le dijo cuánto lo había echado de
menos también ella.
—¿Cómo voy a poder confiar alguna vez en ti? —murmuró ella.
—Ven a trabajar aquí conmigo.
Reilly se apartó un poco y le dedicó una sonrisa burlona.
—¿Por qué? ¿Para poder vigilarte? —inquirió—. Ser fiel no depende de la falta
de oportunidad, Ben.
—Tienes razón. Pero lo que verás es que sólo tengo ojos para ti.
Ella pegó la mejilla contra su torso.
Fin