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Los liberales de Venezuela (1830-1846)

Inés Quintero
11 agosto, 2011

No obstante, en 1840, aquellos que por separado habían manifestado sus diferencias, los
que disienten del rumbo político y quienes han visto afectados sus intereses de manera
directa, no vacilan en hacer causa comú n constituyéndose en asociació n política

La armonía existente entre propietarios, jefes militares y hombres de letras que


caracteriza los añ os iniciales de la edificació n de la Repú blica en 1830, desaparece
luego de un accidentado periplo de desencuentros, discordias definiciones que
culmina con la separació n del grupo dirigente en dos banderías enfrentadas. Los
motivos del deslinde no tienen su origen en la presencia de diferencias con respecto
al proyecto formulado al inicio del ensayo. Por el contrario, la propuesta de
inspiració n liberal que consagra la Constitució n de 1830 no se cuestiona ni se
convierte en fundamento de la discordia. Es su ejecució n, plasmada en la
continuidad política de un grupo y en las disposiciones que norman la economía, el
germen que provoca la divisió n.

Las disensiones se expresan inicialmente de manera aislada e individual, a


excepció n de la revolució n de las Reformas (1835-1836). No obstante, en 1840,
aquellos que por separado habían manifestado sus diferencias, los que disienten del
rumbo político y quienes han visto afectados sus intereses de manera directa, no
vacilan en hacer causa comú n constituyéndose en asociació n política. Es el
nacimiento del Partido Liberal, nombre que rá pidamente identifica al bando. Son
sus promotores Tomá s Lander, Antonio Leocadio Guzmá n, Manuel María Echeandía,
Tomá s Sanabria, Mariano Mora, José Gabriel Lugo, Manuel Felipe Tovar, Valentín
Espinal, Jacinto Gutiérrez, entre muchos otros.

Algunos, al breve tiempo, optan por retirarse de la bandería; otros, la mayoría, se


sostienen en el empeñ o y progresivamente, nuevos y numerosos partidarios se
suman a la iniciativa. Es un grupo heteró geneo: confluyen grandes hacendados,
propietarios má s modestos, letrados, artesanos, comerciantes, impresores, hombres
de “oficio e industria ú til” poseedores de rentas o ilustració n. Si bien el partido
Liberal en defensa de los hacendados, al mismo tiempo se convierte en referente de
numerosos sectores de la sociedad que ven en el discurso liberal la posibilidad de
una mudanza que propicie la incorporació n de quienes, hasta ese momento, se han
mantenido al margen de la política.

El divorcio de la elite, diez añ os después de haber comenzado el ensayo republicano


dentro de un ambiente de frá gil armonía, es un hecho de especial relevancia e
importancia indiscutible. Se trata de una contienda por el poder cuyo fundamento
son los principios y reglas establecidas de manera comú n al comienzo del ensayo.
Ademá s, constituye la confrontació n entre los diversos intereses del grupo
dirigente, lo cual da lugar a una rica controversia cuyo fin es determinar a quién le

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corresponde obtener los mayores beneficios de la actividad econó mica. Ello ocurre
como parte de un intenso debate sobre los modelos, doctrinas y principios que
debían regir la conducció n econó mica del país.

El discurso elaborado y defendido por quienes se definen a sí mismos como liberales


es, pues, un cuerpo de planteamientos estrechamente vinculado a las circunstancias
y contingencias en las cuales se establecen los linderos políticos y econó micos de su
actuació n. El resultado, una muy peculiar paradoja: constituirse al mismo tiempo en
defensores y críticos del liberalismo.

La defensa del liberalismo: La lucha por la conquista del poder

Si bien, al constituirse la Repú blica, no hay mayores tropiezos para llegar a una
fó rmula política conveniente a todos los miembros de la elite dirigente, tal como
señ alamos al inicio, un lustro después comienzan a aparecer la fisuras que
finalmente determinan la ruptura del acuerdo inicial.

En efecto, cuando se organiza la Repú blica, se persigue la instauració n de un modelo


adecuado a las pautas del liberalismo político de la época. Se piensa en un régimen
de libertades individuales como pieza fundamental de la organizació n social y de
rechazo al ejercicio autoritario del poder. Se pretende erigir un sistema en el cual
exista una clara reglamentació n del poder pú blico, donde estén ausentes privilegios
de cará cter aristocrá tico, regido por una Constitució n en la cual se establezcan los
límites del poder del Estado, los derechos y deberes de cada ciudadano y las normas
del pacto social que se procura llevar a cabo. Se trata de un estado de derecho en
donde está n previstas la alternabilidad republicada, la libertad de cultos, la
independencia del poder civil frente al de la Iglesia y la libertad de imprenta y de
opinió n. [1]

Hay, pues, una clara disposició n a establecer una ruptura con el esquema político
basado en las costumbres y tradició n absolutista, así como una firme decisió n de
impedir el autoritarismo como fó rmula de control social.

Sin embargo, algunos notables manifiestan su disensió n con respecto a lo que


consideran desviaciones en la orientació n del modelo adoptado. La armonía inicial
comienza a debilitarse y, tempranamente, surgen las primeras críticas. El autor de
ellas es Tomá s Lander quien condena la actividad de los legisladores, y los califica de
haber contribuido muy poderosamente a poner las bellas instituciones de Venezuela
en el borde del abismo que hoy las circunda (Lander, 1835: 347)

En 1835, los hombres de armas, despojados de sus privilegios políticos, se levantan


contra el régimen para expresar su vocació n de poder. Son uná nimemente
condenados y militarmente derrotados. No obstante, la pena impuesta divide la
opinió n de los notables debemos penar a sus autores no de un modo que los
extermine, sino de una manera que los corrija (Lander, 1836: 425), argumentan los
amigos de la clemencia.

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Las distintas contiendas electorales enfrentan a los notables en la disputa por el
control de los organismos gubernamentales locales y nacionales. Los resultados no
cubren las expectativas de todos los miembros de la elite y surgen las desavenencias
propias de la lucha por el poder.

En 1839, tienen lugar dos sucesos que definen el desenlace final de la discordia. La
aprobació n del có digo de imprenta el 27 de abril, el cual establece un tribunal de
censura para evitar los abusos y, ya finalizando el añ o, la separació n definitiva de
Antonio Leocadio Guzmá n del tren gubernativo.

El primer asunto, con el tiempo, genera enconadas controversias como veremos má s


delante, el segundo, aun cuando pareciera contingente, se convierte en factor crucial
del divorcio de la elite. Cuando Antonio Leocadio Guzmá n sale de su cargo de Oficial
Mayor de la Secretaría del Interior y Justicia por exigencia de Á ngel Quintero,
candidato de Pá ez para el cargo ministerial, el ambiente político es de enorme
tensió n. Es el primer añ o del segundo mandato del General Pá ez, acompañ ado por
Carlos Soublette en la Vicepresidencia; está pendiente todavía el debate sobre la
amnistía a los proscritos de la revolució n reformista; los temas econó micos dividen
la opinió n y las divergencias entre los bandos son un hecho notorio.

En 1840, la escisió n de la elite es un hecho irrevocable. Apenas han transcurrido


unos pocos meses de su separació n del gobierno cuando Antonio Leocadio Guzmá n
se encuentra formando parte activa del movimiento disidente. El objetivo de la
agrupació n es la conquista del poder dentro de las fó rmulas y esquemas del diseñ o
liberal que todos comparten. Su programa resume las expectativas de quienes
aspiran modificar el rumbo de la nació n a partir del rechazo de una gestió n
gubernamental cuyos resultados, después de una década, no satisfacen a la totalidad
del colectivo que formuló el proyecto de 1830.

La argumentació n de los descontentos se sostiene sobre tres fundamentos cuyo eje


es la toma del poder basá ndose en la defensa de lo que consideran principios del
liberalismo: el respeto a la alternabilidad republicana, la necesaria presencia de
partidos y el derecho a la libertad de imprenta. Sobre estos tres aspectos se funda la
legitimació n de la novel agrupació n en su lucha por el poder.

Alternabilidad republicana

La defensa de la alternabilidad como principio rector del esquema político adoptado


desde 1830 surge en ocasió n de la primera contienda electoral, en 1834. En las
recomendaciones escritas por Tomá s Lander a los electores, insiste de manera
especial en la necesidad de respetar lo establecido por la Constitució n de 1830, la
cual prohibía explícitamente la reelecció n como ú nica forma de superar los há bitos
políticos del pasado, incompatibles con la igualdad y contrarios a las costumbres
republicanas.

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La defensa de los principios va seguida de una severa condena al gobierno. A juicio
de Lander, el gobierno ha establecido una prá ctica en el manejo de los cargos
pú blicos que no se encuentra apegada al ejercicio de la alternabilidad. Han llegado a
creerse los ú nicos venezolanos con aptitudes de gobernar” (Lander, 1834: 42),
violentando así la mayor garantía de un pueblo libre

La misma opinió n sostiene en 1835, cuando el congreso debía seleccionar al


presidente de la Repú blica que sustituiría al general José Antonio Pá ez. Descalifica
a Soublette como candidato ya que su elecció n anularía totalmente el canon
alternativo. Ha vivido veinticinco añ os mandando o pegado al que manda, y pasa de
un destino a otro con tanta facilidad como los jugadores de mano pasan las bolas de
un cubilete a otro (Lander, 1835b: 59)

Y, nuevamente en 1838, insiste sobre el tema al denunciar las omisiones del


gobierno en relació n al cumplimiento de este cardinal precepto del liberalismo,
ú nico instrumento de los ciudadanos para desalojar del poder a quienes han
actuado equivocadamente.

En 1840, las observaciones de Lander forman parte del cuerpo doctrinario que
fundamenta la creació n del Partido Liberal. La defensa del principio alternativo es
ahora no só lo un derecho que deber ser respetado porque está consagrado
constitucionalmente, sino que se convierte en el recurso mediante el cual se
condena el usufructo del poder por parte de los “godos” y en formidable bandera
para justificar el derecho de los liberales a conquistar el poder.

A partir de 1840, de acuerdo al diagnó stico que elaboran, se abre una nueva era
para Venezuela. La experiencia política acumulada durante diez añ os de ejercicio
republicano ha consolidado los derechos ciudadanos y, la voluntad general tendrá la
oportunidad de expresarse electoralmente para modificar la situació n y hacer
imperar el principio alternativo.

Será , pues, la voluntad general la encargada de desalojar del gobierno a esa gavilla
de traficantes ambiciosos, de impedir que un solo hombre se sostenga en el poder
después de 21 añ os de gobierno ininterrumpido, de corregir esa anomalía de la
democracia y acabar con esa usurpació n del poder.

El discurso liberal pretende así descalificar a quienes han detentado el mando por
espacio de una década. Se condenan sus arbitrariedades, se censura la iniquidad de
sus leyes, la ignavia de los comisarios pú blicos, la corrupció n en las asambleas, el
personalismo, el engañ o y la desnaturalizació n del sistema que ha terminado por
destruir la moral civil.

La sentencia liberal no deja lugar a dudas: só lo el relevo de tan perjudicial colectivo


puede devolver la tranquilidad pú blica a Venezuela. La prá ctica de la alternabilidad
constituye entonces el antídoto contra los males de la “oligarquía” y ellos, los

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liberales, la ú nica opció n de poder capaz de dar cumplimiento al preciado derecho
liberal, de allí la pertinencia de agruparse en un partido político.

Los Partidos Políticos.

A juicio de los liberales, la constitució n de partidos es una de las esencialidades del


sistema republicano. Son indispensables para la conservació n de la libertad civil y
política de los pueblos regidos por gobiernos representativos (El Agricultor, 1845)
en la medida que representa la ú nica posibilidad de dirimir las opiniones sin
encarnizamiento ni persecució n. Son, pues, inevitables en un régimen de libertades.
Representan la má s legítima ruptura con el modelo absolutista de poder en el cual
los partidos constituyen un delito en virtud de la “omnipotencia del monarca”, de la
ausencia de derechos civiles, del predominio de la opresió n.

Al igual que ha ocurrido en las naciones civilizadas, en donde los disímiles intereses
de la sociedad se encuentran representados en partidos opuestos, en Venezuela, al
alcanzar su madurez política, es a todas luces conveniente la presencia de dos
partidos que dividan de manera pacífica la opinió n de los venezolanos. Ello
contribuiría, sin duda, al perfeccionamiento de las instituciones, a la defensa de los
principios constitucionales, a garantizar el equilibrio del sistema. Su acció n civil
ordenaría y canalizaría la opinió n en las contiendas electorales. Cada agrupació n, de
acuerdo a sus principios, estaría en la posibilidad de enarbolar sus propias
banderas, combatir cívicamente a sus adversarios y disputarse la preferencia de los
electores.

La legitimidad de su iniciativa al constituirse en partido está sostenida, en términos


doctrinarios, por lo que consideran un indiscutible factor “civilizatorio” y de
progreso. En los hechos, se trata de consolidar un vehículo que les permita acceder
al poder para impedir retrocesos en la marcha del liberalismo. Le corresponderá a la
prensa libre difundir este mensaje libertario.

La libertad de imprenta

Si bien en un principio no hay mayores diferencias en torno a la pertinencia de un


régimen de libertades en el cual la prensa ocupe destacado lugar, también es cierto
que en torno al punto está n presentes diversidad de matices. No estaba nítidamente
perfilado cuá les eran los límites adecuados y convenientes de la libertad de
expresió n. De allí que tempranamente surjan diferencias de criterios sobre el punto,
hasta culminar en una clara confrontació n entre los bandos.

Al comenzar la edició n de sus Fragmentos, en 1833, Tomá s Lander alertaba sobre


los peligros que podría acarrear restringir o condicionar este derecho. En su
criterio, siguiendo a Constant: La esclavitud de la imprenta será siempre compañ era
o precursora de la esclavitud civil (Lander, 1833: 163)

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Al añ o siguiente, Rufino Gonzá lez, editor de El Demó crata, sale en defensa de la
libertad de imprenta. La concibe como el paladió n de las demá s libertades, sin ella
no hay justicia, ni repú blica, ni patria (El Demó crata, 1834). Posteriormente, en
ocasió n de discutir la aprobació n de un nuevo có digo de imprenta, la opinió n se
encuentra dividida, al punto que es devuelto el proyecto por los mismos hombres
del gobierno, hasta que, finalmente, en 1839 se aprueba el nuevo estatuto fijando los
linderos en los cuales podría ejercerse el preciado derecho liberal.

La reacció n no es virulenta. En el programa y escritos de los liberales se señ alan las


ventajas que promueve, en la maduració n política de la sociedad, el debate abierto
de la opinió n a través de la prensa libre. La defensa de este derecho inspira la
edició n de numerosísimos perió dicos que se encargan de divulgar las bondades de
la libertad de expresió n en la difusió n de los principios liberales. No será sino a raíz
de la exacerbació n de las tensiones entre los bandos cuando el asunto de la libertad
de imprenta se convierte en materia de severos conflictos.

En ocasió n del juicio seguido contra Antonio Leocadio Guzmá n por las seguidillas
contra Juan Pérez [2] y luego de las persecuciones de que es objeto a raíz del tenso
ambiente electoral del añ o 1846, se desata en la prensa liberal un férreo ataque a la
política punitiva y restrictiva del gobierno a través de la prensa contra quienes
disienten de sus actos y ejecutorias.

En opinió n de los liberales, los actos del gobierno constituyen un intento por
destruir la má s hermosa de las garantían constitucionales. Iniciativas como la de la
Secretaría de Interior y Justicia, calificando de sediciosa la prensa liberal, no son
sino un paso má s en el camino del “desenfreno opresor” de los gobernantes, del
“ultraje de la soberanía”, de su “desprecio hacia la mayoría”.

Con este ú ltimo acto se pretende colocar a la libertad de imprenta, ese derecho
supremo del liberalismo, como la culpable de la perturbació n del orden, cuando no
ha sido sino la encargada de enseñ arle al pueblo sus derechos e instruirlo en el
ejercicio de los principios republicanos. En su defensa, los liberales recurren a
diversos autores europeos de todos los tiempos para demostrar el derecho que los
asiste y reiterar, una vez má s, los desaciertos y arbitrariedades de quienes se
encuentran en el usufructo del poder.

La defensa del liberalismo y sus principios cardinales llevada adelante por el Partido
Liberal, má s que un problema de doctrina, constituye un asunto político. La crítica
va dirigida a quienes, encargados de ejecutar la propuesta liberal de 1830, lo han
hecho equivocadamente: se trata de descalificar a sus oponentes con el fin de
sustituirlos en el poder. La defensa de la alternabilidad, de la presencia de partidos
políticos y del derecho a la libertad de imprenta son así parte de la disputa por el
control del poder.

Algo parecido ocurre a la hora de dirimir las diferencias existentes en torno a la


orientació n de la economía. El problema que está en juego no es meramente

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doctrinario; se trata má s bien de una contienda que tiene su origen en la disparidad
de beneficios que acarrea la ejecució n de las medidas gubernamentales, lo cual los
lleva a convertirse en críticos del liberalismo econó mico, como veremos a
continuació n.

La crítica al liberalismo: el predominio econó mico de la mayoría

Al igual que ocurre con el ordenamiento político, al establecerse la Repú blica en


1830, se fijan los propó sitos que deben regir la conducció n econó mica de la nueva
nació n. Se establece como prioridad fundamental alcanzar la prosperidad material e
iniciar un proceso de recuperació n de la devastada economía, que permita sostener
en la direcció n del proyecto a los poseedores de la riqueza.

Al comienzo no existen diferencias. Se trata de llevar adelante un proceso de


crecimiento econó mico que favorezca el desarrollo agrícola del país como principal
fuente de recursos. Para ello se considera indispensable atender dos asuntos de
trascendental importancia: resolver los problemas de comunicació n a fin de
garantizar la circulació n de mercancías hacia fuera y dentro del territorio, y
propiciar la inmigració n para, de esta manera, solventar la dramá tica escasez de
mano de obra que afecta la posibilidad de generar actividades productivas.

No hay, pues, mayores divergencias programá ticas en relació n a los objetivos a


alcanzar, ni se plantean opciones que promuevan una modificació n sustancial del
esquema de producció n y distribució n de la riqueza. Sin embargo, la convivencia no
es duradera. Si bien no hay diferencias en cuanto al contenido general del proyecto,
la instrumentació n de un conjunto de medidas inspiradas en el liberalismo se
enfrentará a la realidad de una estructura econó mica en ruinas y atrasada, y
provocará la reacció n de los disímiles intereses existentes entre los notables.

Las carencias econó micas generalizadas, el atraso o inexistencia de mecanismos e


instrumentos comerciales, financieros y productivos que dinamicen la economía, la
falta de numerario, los obstá culos para obtenerlo, las desavenencias que genera su
colocació n y, finalmente, la lucha por apropiarse de los beneficios, constituyen los
puntos neurá lgicos de la controversia.

En 1834, por iniciativa del Ministro de Hacienda, Santos Michelena, se sanciona la


Ley de Libertad de Contratos cuya finalidad era favorecer la libre concurrencia de
los particulares en las transacciones econó micas. Se pretendía con esta fó rmula
eliminar las trabas existentes para la libre fijació n de las tasas de interés y el monto
del remate de las propiedades en hipoteca. El objetivo era dar mejores garantías al
capital para superar los problemas del financiamiento de las actividades
productivas.

Esta ley se vio acompañ ada de otras medidas. En 1836 se sanciona el


establecimiento de los Tribunales Mercantiles, responsables de dirimir los asuntos
que se desprendiesen de la aplicació n de la Ley de 10 de Abril; luego en 1841, se

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aprueba la Ley de Espera y Quita, segú n la cual, para la ejecució n de las acreencias,
no era necesario el consentimiento de todos los poseedores de exigencias contra
una propiedad. También, ese mismo añ o, se crea el Banco Nacional de Venezuela
para la emisió n, descuento y giro de libranzas y letras de cambio. El Estado
participaba con una quinta parte de las acciones y el resto eran suscritas por el
capital privado, 50% para 4 accionistas mayoritarios: Juan Nepomuceno Chaves,
Guillermo Ackers, Juan Elizondo y Adolfo Wolf; el resto serían ofrecidas en venta al
pú blico.

Las iniciativas del gobierno, al poco tiempo, crean malestar en el grupo de los
propietarios, en particular entre aquellos que comienzan a ver afectados sus
intereses como consecuencia de la ejecució n de las medidas econó micas
gubernamentales. La disensió n comienza como asunto individual, aislado, pero
rá pidamente va cobrando cuerpo hasta convertirse en problema colectivo. El
objetivo es alcanzar una modificació n sustancial de la situació n, cuyos resultados se
traduzcan en un mejoramiento significativo de las condiciones en las cuales
desempeñ an los agricultores su actividad econó mica.

No se trata exclusivamente de condenar la Ley del 10 de abril y lo que para sus


oponentes son sus nefastas consecuencias, sino de construir una argumentació n en
la cual se ataca y descalifica una determinada concepció n en el manejo de la cosa
pú blica y el predominio de los intereses de un sector econó mico, los comerciantes,
en desmedro de los principales generadores de riqueza, los agricultores.

Aun cuando en un primer momento está n presentes diversos matices y algunas


apreciaciones encontradas, a medida que el fortalecimiento político de los liberales
se convierte en realidad incontrovertible, la crítica al modelo del liberalismo
econó mico llevado a cabo por el gobierno se hace má s férrea y exacerbada. Los
momentos culminantes de la contienda son precisamente los que transcurren entre
1844 y 1845, época de definiciones electorales y de agudizació n de la crisis
econó mica como consecuencia de la caída de los precios de los productos de
exportació n.

No obstante, desde el surgimiento de las primeras diferencias, en 1837, la base de la


disputa se sostiene sobre tres elementos claves: la condena al liberalismo excesivo,
la defensa de la actividad agrícola como fuente bá sica de recursos y la necesaria e
impostergable intervenció n del Estado en la vida econó mica con el objetivo de
normar y regular su equilibrio. En torno a estos puntos los voceros del llamado
Partido Liberal exponen las reservas que les inspira el liberalismo econó mico de la
cú pula gobernante y presentan su propia terapéutica.

Los excesos del liberalismo

El malestar originado por las medidas econó micas del gobierno despierta, entre
muchos propietarios, especiales reservas. Tres añ os después de la aprobació n de la
Ley del 10 de abril y dos añ os má s tarde de haber empezado a funcionar los

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tribunales de comercio previstos en la Ley Mercantil, se alzan las primeras voces de
protesta: Tomá s Lander, quien es citado en calidad de deudor por el Tribunal
Mercantil de Caracas, discute su cará cter inconstitucional y expone sus opiniones
adversas a la legislació n imperante: leyes absurdas y estrafalarias depravan la razó n
de los asociados induciéndolos a absurdos y a peligrosas extravagancias (Lander,
1837: 483)

Pero no está solo Lander en su rechazo a la legislació n vigente, José Félix Blanco y
Juan Bautista Calcañ o, redactores del perió dico La Bandera Nacional, manifiestan
opiniones adversas a la citada normativa. El editorial del 23 de enero de 1838,
expresa sus reservas ante el excesivo liberalismo que encierra el instrumento legal y
los peligros que podría acarrear la elevació n de las tasas de interés en virtud de las
condiciones reinantes: escasez de mano de obra y notoria ausencia de capitales. A
mediados de añ o, se pronuncian por su reforma.

A partir de 1840, la opinió n en contra de la polémica ley se compacta y la


argumentació n se formula alrededor de un axioma primordial: los que se ocupan de
conducir la orientació n de la economía han cometido excesos en la aplicació n de los
principios del liberalismo econó mico. Segú n los liberales, los jerarcas del gobierno,
inspirados en los dogmas de la economía política inglesa y considerá ndolos
infalibles, no repararon en las especificidades de la realidad venezolana, país
eminentemente agrícola al cual no pueden aplicá rsele preceptos vá lidos só lo para
los países cuya economía se sostiene en la actividad comercial. Las leyes
mercantiles aprobadas por las legislaturas han liberado el precio del dinero, un bien
cuya alta demanda favorece el incremento de su valor, má xime en un país como
Venezuela, pobre, endeudado y en el cual escasea aú n má s el numerario.

Para ellos, tal desacierto ha provocado desacomodos de especial gravedad: los


intereses han elevado a niveles que superan la rentabilidad de la producció n
desvalorizá ndose la propiedad agrícola, cuyo precio ha dejado de ser estable para
convertirse en un valor efímero y eventual.

Ello ha dado lugar a una pérdida del equilibrio econó mico. Se ha aumentado el
poder de los dueñ os de la riqueza metá lica en detrimento de los propietarios y
productores agrícolas, se ha oprimido a la industria y arruinado a la clase laboriosa.
Al liberar a la usura se han favorecido el abuso y el agio. Los que en otra época
fueron capitalistas honrados que cobraban tasas de interés guiados por la
moderació n, se han transformado en agiotistas y, los usureros de siempre, son ahora
“buitres que se alimentan de los despojos de sus víctimas”. Es, pues, el “despotismo
de la usura”, la “esclavitud del trabajo”, la “sanció n del abuso”, el desnivel de la
sociedad, el predominio de la minoría improductiva sobre la mayoría laboriosa.

Al argumento del desequilibrio econó mico se suma otro cuyo fundamento es de


cará cter moral. Consideran los hombres del Partido Liberal que los excesos del
liberalismo han socavado los valores de la sociedad. La generosidad ha dado paso a
la codicia, el honor ha sido sustituido por la insaciable avaricia, se premia la

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indolencia y se castiga al laborioso, el hombre honrado es perseguido y el inmoral se
mantiene en la impunidad.

En definitiva, para los liberales no ha sido certera la conducció n de la economía


nacional ni los conceptos e ideas del liberalismo europeo que la inspiran. Sus juicios
intentan rescatar criterios morales y especifidades nacionales que claramente
contradicen el esquema teó rico que, en ese momento, dio explicació n y base
conceptual al surgimiento y desarrollo del moderno capitalismo comercial e
industrial en Europa. Los llamados liberales, en su incesante campañ a de condena
al gobierno, demudan en furibundos antiliberales. Al contradecir a sus oponentes,
como bien apunta Eduardo Arcila Farías en su pró logo al libro de Elías Pino (1987)
acuden a las anticuadas fó rmulas mercantilistas y, cuando dan un paso adelante, se
quedan a medio camino de la Fisiocracia.

Desbrozado el camino que los convierte en enemigos del dogmatismo liberal


sostenido por sus contrarios, afianzan su alegato en la defensa de la larga tradició n
agrícola de los venezolanos.

La agricultura: manantial ú nico de la riqueza

El 25 de junio de 1838, los agricultores se agrupan en una sociedad, cuyo objetivo es


procurar medidas eficaces tendentes a proporcionar los fondos capaces de cubrir las
necesidades de la agricultura. Entre sus promotores se encuentran José Antonio
Pá ez, Tomá s Lander, Manuel María Echeandía, Tomá s José Sanabria, Claudio Viana,
Manuel Felipe de Tovar, Juan Bautista Calcañ o, Manuel de Ibarra y muchos otros

Esta es la primera iniciativa mediante la cual, el gremio agricultor se plantea


defender de manera colectiva los intereses de quienes se dedican a lo que
consideran la fuente fundamental de la riqueza nacional. No hay, pues, divergencias
entre los miembros de la elite en relació n a la importancia de la agricultura como
fuente de la riqueza nacional.

No obstante, el argumento mediante el cual se sostiene que las medidas del


gobierno afectan a la agricultura como manantial ú nico de la riqueza, constituye
parte central de la controversia que en materia econó mica se produce entre los
notables.

En opinió n de los liberales, la deplorable situació n en la cual se encuentra la


agricultura es consecuencia directa de los exabruptos cometidos por el gobierno y
su funesto dogmatismo doctrinario. Es el gobierno el ú nico responsable de la
exá nime y moribunda actividad agrícola, no obstante constituir ella la fuente
primordial de la riqueza venezolana.

En apoyo a esta afirmació n señ alan que es de la producció n agrícola de donde


provienen las rentas del tesoro pú blico, las mercancías que surcan las fronteras y
animan el comercio exterior de Venezuela; es ella la que emplea y alimenta a su

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població n, es la generadora de la riqueza individual de los ciudadanos, la ú nica
fuente capaz de ofrecer prosperidad, la verdadera y má s importante industria
nacional, la que conserva y moraliza las costumbres, a ella se han dedicado los
venezolanos desde los má s remotos tiempos. Es pues, la agricultura la ú nica
esperanza que tiene la Repú blica para solventar sus males, deudas y atraso. De allí
que condenan con vehemencia la conducta oficial, la cual, lejos de favorecerla, la ha
colocado en el deplorable estado en el cual se encuentra, sometida al rigor e
impudicia de los prestamistas.

Pero de la defensa a la agricultura, esa divinidad en cuya presencia deben


desaparecer todas las otras, tal como señ ala Tomá s Lander, se transita el camino
que permite reivindicar al productor agrícola, víctima primera de la quiebra
material de la nació n.

Si la agricultura es la madre de la riqueza, los agricultores son los encargados de


hacerla realidad. Son estos abnegados, laboriosos y honrados ciudadanos quienes, a
pesar de la adversidad y las dificultades, sostienen con su trabajo la regularidad del
ingreso y el incremento de la producció n exportable. Son ellos, inspirados en su
patriotismo y perseverancia, quienes han realizado los mayores sacrificios
esperanzados en la proximidad de mejores tiempos.

Es a ellos, de acuerdo al criterio de los liberales, a quienes les corresponde


determinar el destino que ha de tomar la economía de la nació n, no solamente
porque constituyen la mayoría y porque poseen virtudes dignas de crédito y
consideració n, como son la perseverancia, la abnegació n y la laboriosidad sino
porque, ademá s, son los ú nicos que, de manera natural, se identifican con el
bienestar de la actividad que desempeñ an.

El discurso del Partido Liberal, también en este aspecto, se encuentra mucho má s


cerca de los fisió cratas al plantear que só lo el trabajo empleado en el cultivo de la
tierra es generador de riqueza, al contrario de lo que sostenía Adam Smith, el padre
del liberalismo, cuando afirmaba que todo trabajo industrial, tanto el realizado en la
fá brica como en el comercio o la industria, era productor de riqueza (Pino, 1987:
36).

La posició n de los liberales, atada a la tradició n agrícola, reivindica el lugar


protagó nico para quienes está n vinculados a la tierra, ú nico e insustituible
manantial de riqueza. De manera que la recuperació n de la economía y del equilibrio
social, alterados por la errada prá ctica gubernativa de los “godos”, impone la
incorporació n inmediata de los hombres de la tierra a funciones políticas y un
cambio en la orientació n del Estado: su intervenció n se hace imprescindible para
salvar a la agricultura y enderezar los entuertos.

El Estado interventor

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La manera de solventar los excesos ocurridos como consecuencia de los abusos en la
aplicació n de los postulados liberales es abandonar, drá stica e irrevocablemente, la
política del laissez faire y comprometer al Estado de manera activa en la
recuperació n del país.

Al constituir Venezuela un país nuevo, endeudado, pobre y agrícola, debían


aplicá rsele principios acordes con su condició n. Al contrario que en los países
viejos, en Venezuela abundan los elementos primitivos de riqueza, campos feraces,
ricas canteras, abundante pesca, millares de leguas de tierra virgen y escasea lo que
a ellos les sobra: brazos y capital, es decir, los principales agentes de riqueza
(Guzmá n, 1845)

Resolver las enormes dificultades que enfrentan los países nuevos en su proceso de
crecimiento no puede estar al alcance de los particulares: no es un esfuerzo
individual sino de todo el cuerpo social. Le corresponde al Estado actuar para crear
y favorecer las condiciones que permitan la prosperidad del país.

La protecció n de la agricultura con el concurso de capitales en condiciones


favorables, ajustadas a la renta de la producció n; legislar para proteger el trabajo del
hombre; herir de muerte a la usura; propiciar medidas que den valor a la propiedad;
ofrecer auxilios directos a la producció n; colocar los excedentes fiscales en beneficio
de la agricultura con un organismo de crédito del Estado, son algunas de las tareas
que debe asumir el cuerpo social para resolver los desequilibrios existentes.

A juicio de los liberales, el gobierno debe propender a garantizar la suerte y el


bienestar de la mayoría a través de una clara, incesante y solícita intervenció n
directa del Estado en los asuntos econó micos.

El vehemente respaldo al proyecto del Instituto de Crédito Territorial, formulado


por Francisco Aranda en 1845 ante el Congreso Nacional y rechazado por el
Ejecutivo; la solicitud expresa de contratar un crédito en el exterior a fin de resolver
los problemas de escasez de capital; las férreas críticas a la política de mantener en
depó sito los excedentes del erario pú blico sin incorporarlos a la actividad
productiva, constituyen el cuerpo de propuestas concretas de los hombres del
Partido Liberal y de su alegato en defensa de la intervenció n del Estado como
recurso fundamental para impedir una catá strofe nacional.

La fó rmula del Partido Liberal es, a todas luces, contraria al liberalismo econó mico
de la época: su inspiració n obedece má s bien a las exigencias de quienes, afectados
directamente por la orientació n de la política del régimen, procuran un cambio de
direcció n que les permita acceder a mayores y mejores beneficios en el usufructo de
su riqueza.

Se trata de un rico e intenso debate sobre los problemas econó micos y políticos del
país a la luz de las expectativas e intereses que mueven a la elite dirigente. La lucha

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por el poder y la confrontació n que genera entre los bandos se expresa, entre los
llamados liberales, en la defensa de los principios del liberalismo como recurso de
legitimació n de su propia actuació n política. La alternabilidad republicana, el libre
juego de opinió n y la participació n electoral en partidos políticos, son las piezas
argumentales con las cuales enfrentan a sus contendores.

La discordia sobre los problemas econó micos tiene otros ingredientes. En este caso
se trata de una confrontació n por la obtenció n de mayores cuotas de beneficios. El
asunto se procura dirimir a través de la confrontació n de ideas en torno a los
principios de la teoría econó mica y su aplicabilidad en Venezuela, de donde resulta
una exposició n, por parte de los liberales, en la cual se condena la ejecució n de las
medidas liberales adelantadas por el gobierno. Los principios de la doctrina liberal
en materia econó mica no se ajustan a las especificidades venezolanas, de acuerdo a
la ó ptica de los hombres del Partido Liberal, quienes al ver afectados de manera
directa sus intereses se erigen en sus principales críticos, condenan sus excesos,
reivindican a la agricultura y solicitan la intervenció n del Estado.

El debate, por lo demá s, trasciende a los hombres de la elite. Progresivamente, los


estratos inferiores pretenden incorporarse a la contienda en calidad de
protagonistas, lo cual no forma parte ni del discurso ni de las expectativas de los
notables; se trata má s bien de los cambios que en la sociedad venezolana produce la
difusió n de las ideas liberales (Pino, (1987: 134-144).

Las desavenencias y disparidades no finalizan con la salida de los hombres de Pá ez


de la direcció n del gobierno ni con el aparatoso y breve ingreso de los liberales al
poder como compañ eros circunstanciales de José Tadeo Monagas. Si bien durante
los primeros añ os de la administració n del jefe oriental se suprimen las leyes má s
polémicas y se disuelve el Banco Nacional, muchos de los asuntos que se discutieron
en las décadas iniciales de la Repú blica, no só lo determinaron el ritmo de la política
y el rumbo de la economía, sino que ademá s se han sostenido como aspectos
cruciales de las discordias y enfrentamientos políticos desde el siglo XIX hasta
nuestros días.

La defensa de la libertad de imprenta, el esquema bipartidista, la discusió n sobre


reelecció n y alternabilidad en el mando, la vía electoral como mecanismo idó neo
para acceder al poder, la discusió n sobre la agricultura como base de nuestro
desarrollo, la presencia de libertades econó micas, el papel que debe ocupar el
Estado en el desenvolvimiento de la economía, ¿no son acaso temas de un debate
que aú n permanece pendiente entre nosotros?

Bibliografía

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13
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[1] José Gil Fortoul: Historia Constitucional de Venezuela, 1930. Manuel Pérez Vila:
“El Gobierno deliberativo. Hacendados, comerciantes y artesanos frente a la crisis.
1830-1848” en Política y Economía e Venezuela, 1976. Elías Pino Iturrieta: Las ideas
de los primeros venezolanos, 1987. Diego Bautista Urbaneja: La idea política de
Venezuela, 1988.

[2] Al finalizar el añ o 1843, El Relá mpago editó unas seguidillas del poeta Rafael
Arvelo, en las cuales se satirizaba al señ or Juan Pérez, albacea testamentario del
señ or Juan Nepomuceno Chaves, director fundador del Banco Nacional. Al intentar
juicio contra el autor de los versos, apareció como responsable el Sr. Juan Villalobos.
No obstante el tribunal de censura, a solicitud del abogado de Pérez, declaró sin
responsabilidad al señ or Villalobos y abrió causa contra Antonio Leocadio Guzmá n
en su calidad de dueñ o de la imprenta. El juicio seguido a Guzmá n fue un escá ndalo
pú blico y su absolució n el 9 de febrero de 1844, en medio del clamor de sus
seguidores, motivo de jú bilo para el Partido Liberal. El asunto está ampliamente
desarrollado en Francisco Gonzá lez Guinan, Historia Contemporá nea de Venezuela
tomo III, pp. 365-367 y 385-399.

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