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RELATOS PARA CASANDRA

Roberto Antonio Ruiz Cruz


A todas las madres, por quienes lloramos cuando nacemos… y cuando
morimos.

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ÍNDICE

PRÓLOGO ......................................................................................................... 5 
PASIÓN Y DESAPEGO ..................................................................................... 9 
LA TARDE DE LA FINCA ................................................................................. 11 
RESPETOS ...................................................................................................... 19 
FUEGO CRUZADO .......................................................................................... 25 
FRIJOL Y LOS FRIJOLES ............................................................................... 31 
MUERTE EN EL PUENTE ............................................................................... 35 
UN ESPEJO INGRATO .................................................................................... 39 
SAN JOSÉ DE LA VEGA ................................................................................. 42 
HURACÁN JOAN ............................................................................................. 46 
20 DE MARZO ................................................................................................. 58 
LA VISITA......................................................................................................... 64 
MADRE DE CUALQUIERA .............................................................................. 71 
ASCENSO ........................................................................................................ 81 
UN PAPEL SOBRE EL BURÓ ......................................................................... 84 
EL BUS ............................................................................................................ 87 
LOS CENICIENTOS ......................................................................................... 91 
LOS CAZADORES DE ESCLAVOS ................................................................. 96 
LA ODA DE LOS COBARDES ......................................................................... 99 
LA NOCHE DE LOS ROTOS ......................................................................... 103 
EL CONTRA ................................................................................................... 108 
CON LA VIDA Y CON LA MUERTE ............................................................... 111 
SANTO DOMINGO ........................................................................................ 114 
GUITARRAS, LLOREN GUITARRAS ............................................................ 119 
DE SUEÑOS Y REALIDADES ....................................................................... 123 
CUANDO TE ASUSTAN LOS FRIJOLES ...................................................... 126 
LA COMONA .................................................................................................. 128 
LAS CHELAS DE LA VOLKSWAGEN ........................................................... 136 
MISERIA......................................................................................................... 137 
LA TUERTA.................................................................................................... 140 
24 DE DICIEMBRE 1989................................................................................ 142 
LA ALEGRÍA DE LA VICTORIA Y LA AGONÍA DE LA DERROTA ................ 144 
LOS UN .......................................................................................................... 146 
AZÚCAR AMARGO ........................................................................................ 149 
ABRIL 1990 .................................................................................................... 154 

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RECUERDOS DE UN AMOR INGRATO ....................................................... 159 
GLOSARIO..................................................................................................... 165 

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PRÓLOGO

«No se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, sino por la forma en
que se digan». Son palabras de Jean Paul Sartre que quiero aplicar como
reconocimiento al esfuerzo del autor a quien insto a seguir escribiendo porque
sabe cómo decir las cosas que ha vivido.
Al fondo, está la historia de una época violenta emergente de la Guerra Fría,
cuando los soviéticos respaldaban las reacciones de confrontación y acciones
antiamericanas y Reagan trataba de minimizarlas o confrontarlas en los patios
vecinos.
Al frente, están los personajes, los participantes, los parajes y las
circunstancias derivadas. En cada capítulo de este libro, el autor vive lo que
hay que vivir, siente lo que hay que sentir y expresa lo que hay que expresar.
El conjunto es rico en detalles de todo tipo. Cada hora, cada día, cada acción
está relatada en prosa rica y motivadora. En ella se olfatea el olor del
PACUSO, se escucha el paso sobre el fango, se percibe el calor de los
protagonistas.
Nunca había leído algo similar para ese lapso de tiempo porque lo publicado
hasta la fecha, abusa de lo autobiográfico, robándole seriedad. En este
contexto, el motivo de la contienda se vuelve irrelevante. En la obra, el Contra
combatiente está allí para darle sentido a una aventura sin par y el soldado del
EPS actúa para contrarrestar, más allá de la guerra, más allá de su capacidad.
Así fueron emergiendo los relatos en ambos bandos: Fuerzas de Tarea en
profundidad operacional y Batallones de reacción en una amplia extensión
territorial. La aventura, la responsabilidad y el entusiasmo, pudieron haber
minimizado el odio y sublimado el sentido del deber en cada extremo.
Cuando llegó el final para las partes, se comprobó el valor teórico de un
narrador exquisito de la guerra irregular: T.E. Lawrence. Había Álgebra en la
extensión territorial del teatro de operaciones. Biología aplicada en los
combatientes y psicología derivada en los afectados. Como el mismo autor
dice: «nada autobiográfico, nada fantasioso, pura memoria hecha relato». Pero,
es un relato para perdurar. Pues como también decía el dramaturgo Óscar
Wilde: «No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y
decirlo bien». Estimados lectores, les dejo aquí con algo muy bien dicho:
RELATOS PARA CASANDRA.

Justiniano Pérez Salas


Escritor e historiador nicaragüense.

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«Silencio en la noche, ya todo está en calma, el músculo duerme, la ambición
trabaja».

Carlos Gardel.

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PASIÓN Y DESAPEGO

Lucías hermosa y gallarda la tarde en que me enamoré de ti. Sentí que me


esperabas y te elegí. Éramos el uno para el otro. Te cuidé, y a veces hasta te
mimé. Me protegiste con tu fuerza altiva y tu furia rabiosa. Tu voz de trueno
rugía y tu cuerpo quemaba cuando el miedo de mis manos te poseía.

Pero el camino era largo y la carga pesada, te perdí el cariño, y en algunos


momentos llegué a odiarte. Te cogí manía pues la verdad, eras incómoda y
pesada.
Con desafecto y hastío te dejé marchar con el primero que te quiso, y fui feliz
sin ti.

En noches de sueños lejanos te recuerdo, mi querida ametralladora pesada


PKM.

Belisario Puntiagudo.

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LA TARDE DE LA FINCA

Habían caminado durante varios días, dos semanas en búsqueda y


destrucción. Los pies ya no dolían, sólo sentía la lenta tumefacción que
asciende hasta la pantorrilla. Pisaban ahora suelo seco con hierba, luego de
haber caminado durante varias horas con el lodo hasta la rodilla y el agua
pantanosa hasta la cintura. Estaba cansado, harto de esa vida que lo empujaba
hacia la amargura de lo incierto, donde no se sabe qué hacer, aun sabiendo
qué hacer. A sus diecisiete años trataba de ser un hombre, un ser humano, no
el número de una estadística sobre el buró de algún miembro del Partido, en la
página de un libro de cuentas donde se anotan los vivos y los muertos.

En alerta permanente, sus sentidos habían madurado en retroceso hasta el


instinto animal. Aun así, durante la marcha era capaz de sumirse en sus
recuerdos, pensamientos, deseos y frustraciones. Todo había pasado tan
rápido que apenas era consciente que la vida civil era cosa del pasado. Su
casa, su cama, y el manjar de dioses de la cocina materna, todo había
quedado atrás.

Las primeras horas de una tarde preciosa le negaban a sus ojos las pinceladas
ocres de su celaje. La cosa marchaba tranquila. Un día más, un día menos.
Ese día, lo pasaron igual que los anteriores: buscando a la Contra, un enemigo
invisible que golpeaba y corría desapareciendo en la selva. Una persecución
extenuante y sin sentido.

El aire limpio de la montaña llenó sus pulmones, haciéndole sentir vivo. Por un
momento fue feliz, sonrió a la vida. Hambriento hasta el dolor y apenas
sintiendo su humanidad. Miró la hierba, el monte que se levantaba sobre aquel
potrero verde y la limpieza relativa de aquel sendero que conducía a la finca a
la que esperaban llegar con las ansias del sediento en el desierto.

El espectro surrealista de un mal sueño del que se quiere despertar, se mezcla


con la consciencia soporosa de la dura y cruel realidad en la que se sumergían
y ahogaban sus sueños juveniles, con un raquítico futuro limitado a la única
ambición de cumplir su período de servicio: dos años.

Aquellos hombres caminaban en el monte como fantasmas tristes. El


harapiento uniforme de camuflaje y los aperos de guerra daban un andrajoso
glamur a los miserables soldados de lucha irregular, cuyos rostros conservaban
aún el aire infantil de la adolescencia, pero reflejando amarguras prematuras en
miradas vacías de ojos inexpresivos. Animales peligrosos, poseedores de un
poder destructivo semiapocalíptico. Gente de temer, animales vueltos al estado
primitivo de conservación del más apto.

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Las mujeres debieron encomendarse al creador al observar aquella bestia


acercarse a su vivienda. Solas, abuela, hija y nieta. La abuela, una campesina
de unos sesenta años; la hija, una cuarentona de buen ver; la nieta, joven y
bonita, quizás dieciocho años. Tres mujeres solas, presas fáciles para la
maquinaria bélica.

Los soldados no pensaban más que en satisfacer lo que el cuerpo les


demandaba con más avidez y desesperación, algo que en la escala de
prioridades está más allá que cualquier otra necesidad: comer. Subsistir con
una lata de ración al día, ya era difícil, pero lo era más, hacerlo sin latas de
comida de ningún tipo. Las raciones frías del Ejército se limitaban a una lata al
día ya fuese de sardinas, pollo a la jardinera, estofado de res, cerdo o pollo con
papas; avena o pinolillo que ya traían azúcar, y uno que otro cachito de pan
más duro que su conciencia. Arroz y frijoles para cocinar, y caramelos para
chupar durante las largas caminatas. El abasto no siempre duraba hasta el final
de la misión, y en esa en particular, agotaron los víveres tres días antes de
llegar a la finca.

Aquel lugar era más de lo que esperaban encontrar. Pese al hambre y la


escasez reinantes en el país, la finca tenía lo básico: unas cuantas gallinas
buscándose la vida por ahí, uno que otro chancho y una jauría famélica de
canes sarnosos pelando los colmillos y desgalillándose a ladridos en un intento
infructuoso de proteger la humilde vivienda de tablas rústicas construida en la
época de las misas en latín.

La mayoría de los soldados se abalanzaron sobre las naranjas chocoyas de los


más de treinta naranjos que vivían en el patio. Las devoraron a dos manos, en
una regresión patética a lo primitivo animal. Otros, con garras de halcón
agarraban las gallinas al vuelo, retorciéndoles el pescuezo con habilidad felina.
Un par de chanchos medianos fueron pasados por la bayoneta. La abuela
observaba desde la puerta, inmóvil e impotente, el espectáculo de esos
salvajes muertos de hambre que depredaban su propiedad, ignorándolas por
completo.

Los soldados buscaban agua y comida. A la par de la casa corría una quebrada
cristalina de aguas frescas, que perezosamente flanqueaba a un enorme
guanacaste centenario, un regalo de la naturaleza para beber y llenar las
cantimploras.

Una vez repostados se lanzaron al agua como Dios los echó al mundo, para
asearse y lavar sus uniformes hediondos a PACUSO (pata, culo y sobaco)
como se decía en la jerga militar. El primero fue Speedy Gonzales, el teniente
del segundo pelotón, quien no pasaba de los veintiocho años. El hombre se
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lanzó al agua con alegría infantil, con uniforme y botas. El jefe de la Compañía
(el COI) ordenó a uno de los pelotones que cubriera el perímetro y al resto de
los hombres que hicieran lo que quisiesen, y se limitó a sentarse en un madero
viejo bajo el desvencijado corredor de la pequeña bodega de herramientas
mientras pelaba una naranja con la navaja. El COI era un hombre tranquilo,
teniente primero, soldado profesional, fundador del Ejército. Procuraba pasarlo
bien, hacer su trabajo, cuidar a sus hombres. Callado, de pocas palabras, de
los tipos que escuchan más de lo que hablan. Caminaba casi sin sudar, a su
paso, comía lo justo. Tendría quizás treinta años, pero ya asomaban en su
cabeza un par de entradas de prematura calvicie. Humilde a su modo, segundo
o tercer grado de primaria.

Todo aquello trascendía el tiempo y el espacio. El sonido se apagaba y las


imágenes lentas de la escena penetraban su mente: la abuela en la puerta, el
jefe dando órdenes, el sanitario correteando a una gallina, otros destazando a
los cerdos; los rostros de las tres mujeres que respiraban aliviadas, observando
el vandalismo desde la puerta de la casa.

Se dirigió hasta la puerta para pedir comida a la abuela usando un desgastado,


pero honorable recurso: Señora, ¿tendrá una tortilla con frijoles y un poquito de
pinol que me venda? La señora le miró con pena la cara de perro apaleado y le
dijo que sí, que no tenían mucho, sólo unas sobras del almuerzo que él aceptó
agradecido. La siguió hasta la cocina situada al lado del corredor que miraba a
la quebrada donde se bañaban más de cien hombres en traje de Adán. Sus
compañeros de escuadra adivinaron la maniobra y le siguieron.

La abuela tomó una pana de plástico y le sirvió frijoles cocidos con pedazos de
tortilla y queso. Aquello era un banquete calientito. Su paladar no había
degustado semejante exquisitez desde que había dejado su casa para alistarse
en el Ejército. Sacó del bolsillo de la camisa su cuchara de campaña y comió
rápido, tragó, bajo la mirada expectante de la abuela. No había acabado de
lamer la pana cuando su escuadrón invadió la cocina y sin mediar palabras se
abalanzaron sobre lo que estuviese disponible para comer: una olla con arroz
duro, tortillas tiesas y los pedazos de queso que les quedaban a las mujeres.
Engulleron, y como llegaron se fueron. Él le dio las gracias a la señora, el
ejército no le había quitado la educación. Aún. Sabiendo que no poseía más
que la tierra del pescuezo, preguntó cuánto debía. La abuela se limitó a tocarle
el hombro, y moviendo la cabeza con gesto maternal le dijo: nada hijo, nada…
que Dios te cuide, te ampare y te favorezca.

Sus pasos firmes de botas militares retumbaron en el tambo hacia la salida de


la casa. El sanitario del pelotón le ofreció una naranja verde, agria y ácida. Se
dispuso al baño.

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Los hombres estuvieron ahí el tiempo suficiente antes de meterse al monte y


regresar a su vida espectral. Atrás quedaron cáscaras, plumas, peroles vacíos
y la sombra de las bajas del día: los chanchos.

Nadie preguntó lo evidente. No había hombres en la casa, todos los miembros


masculinos de esa familia andaban con la Contra. No había familia en esa
región cuyos hombres no pelearan en uno u otro bando, o con el Ejército o con
la Contra.

El día agonizaba y el celeste cielo de escasas nubes oscurecía su tono. El sol


bostezaba obsequiando un espectro precioso de luces naranjas tras la negra
silueta aserrada de las montañas. ¡Maravilloso! Eran días de diciembre y el
calor del trópico daba paso a cuentagotas a mejores aires, frescos y suaves
vientos de navidades próximas.

La Compañía acampó en un potrero abandonado a la orilla del camino que era


el sitio acordado por el mando para el abastecimiento. Todos trataban de
relajarse lo justo que la situación permitía. Fue otro el pelotón destinado a
resguardar el perímetro, una vez más el suyo descansaba. Se ubicó entre dos
palos de jícaro y colgó su hamaca de nylon. Se quitó las botas, se sobó los
pies, se puso talco, calcetas limpias. Las cosas marchaban bien, se había
bañado, recibirían abastecimiento y obtendrían un merecido descanso después
de estar semanas en el monte.

¿Qué vas a hacer cuando salgas de esta mierda? Era la pregunta general. El
jefe de escuadra soñaba con regresar a su trabajo de machetero en la finquita
de su papa en Nueva Guinea, pues decía que no le gustaba trabajar ajeno.
Tenía un hijo pequeño al cual le enseñaría el oficio de jornalero como su padre
lo hizo con él. El sanitario trataba de encender fuego para asar un pedazo de
carne de chancho que se había procurado. Era experto en buscarse la vida. Si
solamente había un bollo de pan en kilómetros a la redonda el sanitario lo
conseguía, fijo. Nadie sabía cómo lo hacía, pero siempre hallaba algo de
comer. Morenito, dieciocho años quizás, hiperactivo e indisciplinado. Sólo
quería ver a su chavala, «la Negrita» como él la llamaba. Según la describía
era una adolescente precoz de pies descalzos y piel morena curtida por el sol,
de manos trabajadas, de andar insinuante y mirada coqueta. Realizó
ingeniosas maniobras para desvirgarla sin que su padre y las lenguas viperinas
del pueblo sospecharan nada. Ocurrió una semana antes de que la patrulla de
Prevención (Policía Militar) lo reclutara en la calle. Contaba sus anécdotas de
casanova con la expresión pícara y los ojos vidriosos del rezago sexual. Ponía
cara de depravado. En la vida civil, nuestro sanitario de pelotón trabajaba como
vendedor ambulante de Eskimos (una marca local de helados) empujando un
carrito-termo, haciendo sonar unas campanitas que pregonaban su presencia.
Lo hicieron sanitario de pelotón por casualidad, un teniente necesitaba llenar el
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cupo para entrenar nuevos sanitarios y al primero que vio, lo envió al Hospital
Militar para formarse. El contraste entre su antiguo trabajo y su nuevo cargo
como sanitario de pelotón era motivo recurrente de bromas por parte de los
compañeros.

Un camión y un jeep se acercaron en medio de una nube de polvo. El reflejo


condicionado los llevó a formar automáticamente. De la cabina del camión
bajaron un par de mujeres en uniforme verde olivo y botas que les quedaban
grandes. Una era una veinteañera gorda y chaparrita, cuyos michelines
intentaban escaparse de la ropa, y la otra, un poco más madura, delgada, con
el rostro y la dentadura maltratados por la vida. Eran las cocineras de los
oficiales del batallón, enviadas para darles de comer. Dos ayudantes bajaron
del camión unos enormes peroles con arroz y frijoles, y medio barril de latón
lleno de pinolillo matarratas. Uno de los ayudantes de cocina era un negro
enorme, que lo que tenía de musculoso lo tenía de maricón, una de esas
ambigüedades de la vida. Con ellos llegó también el médico del batallón para
llevarse a los enfermos si los hubiese. Los ayudantes colocaron los peroles y
las mujeres empezaron a servir generosas raciones de comida a los hombres
formados en fila pana en mano. ¡Bárbaro! Iban a dobletear, habían logrado
comer algo en la finca y ahora les llevaban comida.

Speedy Gonzales comía a dos carrillos, dejando escapar sin pudor algunas
migajas por entre las comisuras de los labios, mientras gritaba jocoso entre
carcajadas libertinas: ¡HOY ME CAGO! ¡FIJO QUE ME CAGO! Era un tipo
vulgar y chabacano, cuya vida de militar permanente hizo del Ejército su casa.

No hubo órdenes ni discursos. El médico preguntó rápidamente al sanitario si


había enfermos. No había. Un par de hombres con los pies llagados de tanto
caminar sin calcetines en la humedad. Nada más. Luego de servir la comida,
empacaron sus cacharros y se fueron. Volverían al día siguiente con el jefe de
batallón que quería hablar con la tropa, con el médico, botas, uniformes y el
resto del avituallamiento.

Esa tarde la comida abundó. Era como cerrar con broche de oro. La cena la
envió el mando, pues la compañía había estado casi sin comer durante tres
días, alimentándose de lo que encontrasen por su cuenta, caminando por el
monte en persecución hasta que llegaron a la finca donde depredaron todo, así
que por ese día, la comida fue mucha.

Su escuadra fue enviada a unos cien metros del puesto de mando de la


compañía para cubrir durante la noche la zona central de su pelotón. El jefe de
escuadra hizo el rol de guardia y cada uno montó su champa para dormir.

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Se tendió en la hamaca y colocó el fusil, la mochila y la pechera debajo. Se


entregó a la voluntad de la nostalgia por los tiempos mejores, en viaje
pseudoastral a su casa, a su pueblo con sus padres, sus amigos y su chica. En
el cielo se encendieron millones de estrellas, pues la luna por esas fechas se
asomaba al amanecer. Las sombras de la noche cayeron sobre el monte, y los
grillos, alarmas naturales que callan cuando alguien se acerca, empezaron su
serenata.

Recordó a su chavala. La conoció en el instituto, recordó los camanances


graciosos de su cara de niña traviesa y sus ojos color miel. Tenía la piel blanca;
el cabello castaño claro y rizado a media melena; pechuga de soprano y cuerpo
apetitoso. Solían pasear en moto por el pueblo al salir del instituto por las
tardes. Ella se amarraba el pelo y se aferraba a su espalda con la premeditada
intención de torturarlo con el roce de su tetamenta. Eran los mejores amigos.
Ella vestía la moda ochentera de minifalda o jeans, con amplios blusones
ceñidos a la cintura por gruesos fajones, zapatillas de tela sin calcetines, uñas
cortas sin pintar y el peinado al estilo Pandora.

Los fines de semana iban solos al río, con la malicia inocente de los años
mozos, a nadar y a besarse hasta el dolor de gónadas. Hacían un amor dulce y
sin las prisas de los primeros encuentros de aprendizaje mutuo. Atrás habían
quedado los días febriles de asedio constante, cuando él hizo uso de cuanto
consejo y estrategia de seducción tuvo conocimiento para bajar la guardia de
aquella que le permitía caricias por toda su anatomía, excepto en el área de
Venus, que terminó por someterse, más temprano que tarde, a la voluntad del
cuerpo.

La madre de ella emigró a los Estados Unidos en busca de una vida mejor
después que la guerra dividió a su familia. El padre fue capitán del Ejército
hasta morir en combate un par de años atrás cuando ella tenía quince años. La
madre, partió en busca de lo que su país le negaba. La muchacha de dieciséis
años entonces, quedó a cargo de sus hermanos: una chica de trece años y un
niño de nueve. También cuidaba de su abuela paterna, inválida por un pie
diabético al borde de la gangrena y la ceguera por retinopatía. Ella asumió la
responsabilidad con la seriedad del caso. Su madre enviaba dinero
mensualmente y planeaba llevarse a sus hijos llegado el momento. Y ese
momento era precisamente en ese mes de diciembre.

No se volverían a ver jamás. Ambos, conscientes de la brevedad del tiempo,


disfrutaron cada momento al máximo. Reían, se echaban en la cama a oír
música y a explorarse mutuamente con más travesura que morbo. Iban con los
amigos a la discoteca del pueblo casi todos los sábados. Ella aprendía a tocar
la guitarra gastando las canciones de Lucerito, mientras él, con la misma cara
de perro apaleado, la observaba entre suspiro y suspiro. Fue amor puro de
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

adolescente, de los que se recuerdan para toda la vida, nobles de corazón. Fue
lo último antes del alistamiento, antes de que su vida cambiara para siempre.

El día en que partió hacia la escuela de entrenamiento se levantó temprano, se


montó en su moto y fue a la casa de ella, que lo esperaba para cortarle el pelo,
pues no quería que le pasaran la rasuradora y le dejaran la cabeza pelada
característica del soldado. Esa fue la última vez que se vieron, ella partió unos
meses más tarde para reunirse con su madre, y él esa mañana, a una aventura
casi suicida.
Le cortó el pelo con delicadeza, le acarició la cabeza con amor, la cara. Por
hombría no dejó escapar ni una sola lágrima, la abrazó fuerte, ella se colgó de
su cuello y se despidieron con un último beso, tan largo como siempre y tan
corto como nunca más. Se despidieron para siempre. Él la grabó en su mente
parada en la puerta, con camisón rosa de satín, con pantuflas de conejo, con
su aire de niña traviesa, sus camanances, su voz. Eran las siete de la mañana.
La despedida es una huella indeleble en sus recuerdos, de los momentos
felices de su vida temprana, antes de involucrarse directamente en el conflicto
y chocar con la crueldad de la guerra.

La noche avanzaba, el cuerpo dolía, el alma suspiraba. Soñando despierto con


poseer un poder mágico que le permitiera traerla hacia él, tenerla consigo.
Convertirla en miniatura como con las pastillas de Chiquitolina del famoso
superhéroe de la televisión mexicana, para luego durante noches como
aquella, hacer que recuperase su tamaño natural para acurrucarla bajo su
brazo protector, mimarla y amarla suavemente en su champa de soldado sin
hacer ruido ni molote, con toda la ternura de su amor y su sexo. No hay
momento en la vida de un hombre-niño en que se necesite tanto la ilusión de
una novia, amante, mujer o querida, como cuando se es soldado en tiempos de
guerra.

Se fue durmiendo tan despacio como lo que tarda un segundo, tan lento como
el tiempo que toma parpadear y cerrar los ojos. El sueño profundo es un lujo no
apreciado en la vida civil. Ahí se duerme sin dormir, siempre en alerta,
cerrándole la puerta a Morfeo. Los hombres de ambos bandos se acechaban
mutuamente esperando el mejor momento para matarse. No hay tiempo ni fin.
Para la mente agotada la válvula de escape son los sueños, los recuerdos.

Esa noche se durmió sonriendo, le dio gracias a Dios por otro día, por otra
noche, por tener vida y salud, por haber comido, por respirar. Le rogó para que
le dejase ver el sol nuevamente, como habría de hacerlo el resto de sus días, el
resto de sus noches, la relación estrecha, la confianza con el Padre que le
acompaña hasta el día de hoy, tres décadas más viejo, cuando la vida le
plantea nuevos retos, nuevas metas, nuevas misiones en otras tierras, en otras
latitudes, en otro mundo.
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RESPETOS

A veces la mente me juega malas pasadas, y la memoria aflora recuerdos a la


hora que le da la gana y como le da la gana.

De mis primeros compañeros en el Servicio Militar recuerdo sus gestos, sus


sonrisas, rostros de aquella época que no reconocería hoy día frente a mí,
sobre todo porque más de la mitad de ellos ya no existe.

Pasé con ellos los primeros meses. El tiempo borra casi todo, pero no todo. Las
cosas que uno por voluntad propia quiere olvidar se aferran a la memoria como
mejillón de roca. En los primeros años de posguerra recordaba los nombres
completos, pero hoy, ha pasado tanto tiempo que me cuesta recordar algunos y
los que recuerdo, considero más piadoso y prudente omitirlos, por respeto a
sus memorias y sus familias.

Es curioso, al empezar a escribir estos relatos, sacados del baúl de los


recuerdos, me fue un poco difícil usar el lenguaje correcto, pues el noventa por
ciento del léxico de un soldado tiene que ver con la digestión y sus productos, y
tanto su frustración, su tristeza, su odio y su alegría, encuentran en esas
palabras toda la fuerza expresiva.

Al jefe de mi escuadra le decíamos el Chele, era mayor que el resto de


nosotros, quizá veintidós años, padre de familia con hijos pequeños, casado,
hombre serio. De estatura media, ojos verdes, campesino semianalfabeto,
como lo era la mayoría de la tropa. Tenía experiencia en combate por haber
pertenecido a las milicias locales. Por lo general sabía lo que hacía; Salgado:
flaco y desgarbado, alto, un metro noventa centímetros tirando por lo bajo,
torpe y medio bruto, terco; el Kaibil: chavalo, el menor de todos, quizás quince
años. Le decíamos Kaibil en tono de burla, porque era chiquito, flaquito, pálido
y pelito parado. Parecía que el AK era más grande que él; Frijol: grande, fuerte,
musculoso, un buey para cargar y caminar. Tenía una desventaja grave en ese
ambiente y es que le gustaba comer en abundancia, la escasez de alimentos lo
desmoralizaba y lo ponía de mal humor; el Sani (sanitario) era el enfermero del
pelotón, sólo sabía recetar ASA y dextrometorfano, que era lo único que le
daban para nosotros; el Pelón: indisciplinado, permanentemente planeando la
manera de irse por la libre o desertarse; el Trompudo García «Trom» para los
amigos y en alusión fonética a la película de Disney. Talla más bien baja,
moreno, su boca prominente mostraba dos grandes incisivos superiores
coronados de metal cuando se reía. Tímido, callado, de los que se ríen solos
en silencio cuando los demás cuentan chistes o hablan estupideces; el Gato,
era el que operaba el RPG-7. Gato por sus ojos claros. Le faltaba un diente,
uno de los incisivos superiores, mostraba una gran ventana cuando se reía;

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Calixto: estudiante de secundaria, segundo o tercer año quizás. Ágil, alerta,


precavido, centrado, bromista.
El Negro era el jefe del primer pelotón. Loco, aguerrido, busca pleitos, ojos
burlones y con una sonrisa irónica casi permanente; Silvio, jefe del tercer
pelotón, buena gente, excachorro. Cumplió sus dos años de Servicio Militar,
pero no se pudo reincorporar a la vida civil. Estuvo seis meses en su León natal
buscando la forma de integrarse nuevamente a la sociedad y no pudo. La
situación no era fácil y regresó al Ejército, pero esta vez como militar
permanente; Speedy Gonzales era el jefe de mi pelotón: chabacano, alocado,
vulgar, soez, amante de la cususa, del ron y de las mujeres de moral relajada.
En esa unidad habíamos de todo, pero la mayoría tenía baja escolaridad. En el
pelotón, Calixto, el Pelón, el Sani y yo, escribíamos las cartas de casi todos.
Los muchachos escribían con mucha dificultad, tardaban hasta media hora en
un pequeño párrafo. Así que ellos nos dictaban y nosotros escribíamos. El
sanitario era experto en cambiar a su manera, lo que a él le parecía mejor en la
misiva y no como el remitente quería.

Siempre era difícil caminar por los llanos inundados. Cuando llovía mucho, los
llanos se empantanaban durante semanas. Eran insoportables la pestilencia
del agua pútrida, del lodo y las nubes de zancudos que se elevaban a cada
paso. Caminar en ese terreno era agobiante, con el lodo a la rodilla y el agua a
la cintura, la piel bajo la pretina húmeda del pantalón levantaba eczemas, a
veces fúngicos, a veces alérgicos, y no mencionemos los pies, que los andabas
todo el tiempo mojados. Las calcetas del Ejército duraban una semana cuando
mucho, se pudrían y desgastaban rápidamente. Era necesario cuidarse los pies
para evitar la mazamorra, una dolencia inflamatoria y supurante de origen
fúngico.
Ibas cargado con el armamento, municiones, raciones, tus cosas y cuanto más
pesado, más te hundías. Cuando encontrábamos cercas de alambre en los
potreros las cortábamos para pasar, era más fácil que agacharse y cruzar el
alambre. El agua podrida no se puede beber, y en ocasiones pasábamos horas
hasta encontrar agua fresca. La evaporación en los suampos y el sol del trópico
son sofocantes, si no andabas con sombrero te iba mal. Nos daban sombreros
de tela, eran parte del vestuario y símbolo clásico de los Cachorros, de la
infantería, pero con frecuencia se te perdía. Algunos se lo regalaban a alguna
chavala bonita al pasar por los pueblos. Yo solía usar una venda de charpa que
me amarraba en la cabeza como si fuera un pañuelo, así me caía menos sudor
en la cara y me servía para secarme el rostro, y de paso la andaba a mano por
si la necesitaba.

Un día escuchamos un disparo de la PKM, un solo tiro. El Pelón la llevaba y le


disparó a un querque (Polyborus plancus audubonii) que derribó. Se oyó gritar:
«¡JUELAGRANPUTA!... ¡IIIIIIIAAAAAAAA!... ¡ME LO BAJÉ!».

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

El sanitario corrió saltando matones para cobrar la presa. La agarró y alzó al


aire con una mano en señal de triunfo, sonriendo jubiloso. Speedy avanzó
furioso hasta donde el Pelón y con varias mentadas de madre lo reprendió con
severidad por delatar nuestra posición con el disparo. Speedy siguió
caminando molesto. El resto le dimos la razón.

—Vos sos caballo Pelón no jodás… es cierto lo que dice Speedy. Le


reclamamos.
—¡Me vale verga no jodás! —contestó furioso—. ¿Qué me van a hacer?...
¿Meterme preso?... pues mejor, hermano, preso estoy mejor que aquí,
durmiendo en catre, comiendo tres tiempos al día y sin arriesgar que me
maten… ¿Qué me van a hacer?... ¿Ah?... ¿Mandarme al monte?... ¡SI YA
ESTOY EN EL MONTE! ... ya no pueden hacerme nada estos hijueputas…
¡Nada más me pueden hacerme ya!

El Pelón dijo eso aquel día dejando escapar una lágrima de ira, de frustración,
mientras el Sanitario desplumaba el ave durante la marcha.

El Sani se puso a asar el querque esa tarde al acampar, del cual comimos
todos hasta chupar los huesos sin importarnos en lo más mínimo que fuese un
ave carroñera. Total, todo animal que volara, caminara, nadara o arrastrara
sobre su vientre, se arriesgaba a terminar en el caldero de la cena si se topaba
con nosotros. Hasta las culebras se corrían… es cierto, es una imagen para un
documental antropológico ver a cuatro o cinco soldados seguir a pedradas a
una culebra que huye por su vida, tratando de escapar del depredador más
agresivo de la naturaleza. Daba igual si eran o no ponzoñosas, asadas o en
sopa Maggi iban de viaje. Las boas en sopa Maggi con chile tabasco y limón no
estaban mal, y si conseguías unas patatas o algún tomate mucho mejor. A lo
que no lo entré una vez fue a la culebra cascabel frita, no andaba tan pasado
de hambre. ¡Chiva! Las vacas eran las más paranoicas, desde que las pobres
divisaban la tropa a la distancia o sentían el olor característico a axila
descompuesta y sudor, salían corriendo en desbandada. Es en serio. Esa tarde
el sanitario hasta volteaba los ojos chupando el tuétano del querque. Pensé
que hasta música le iba sacar a los huesos.

Al Pelón le pusimos pelón de apodo porque una vez se desertó, más bien,
intentó desertar, porque ese mismo día lo capturó otra tropa del Ejército que
estaba como a diez kilómetros de nosotros. Esa mañana al Pelón le tocó la
última guardia de la madrugada y no amaneció. Se fue. El Chele encontró su
fusil, pechera y mochila a la orilla de un cerco de piedras junto a las de otros
dos soldados que huyeron con él. Los jefes se pusieron furiosos y nosotros
también, sobre todo porque ellos estaban de guardia y debían cuidarnos
mientras descansábamos, así funcionaba, todos nos cuidábamos unos a otros

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

y eso pudo costarnos la vida. No era raro que la Contra masacrara soldados
mientras dormían sin vigilancia.

Los tres eran de nuestro pelotón y Speedy Gonzales estaba que echaba
chispas por los ojos de tanta cólera. Habló con la tropa que reportó la captura.
Salimos en su búsqueda y nos los entregaron. Ahí estaban el Pelón y sus
compañeros de fuga amarrados con las manos a la espalda, sin camisa y
descalzos. Les habían quitado las botas para que les fuera más difícil huir.

El COI reportó el incidente al jefe de batallón quien le informó que llegaría


personalmente a resolver el asunto. El COI tenía razón de informar, cada
hombre bajo su mando era su responsabilidad.

Salimos al camino a esperar que llegara el Capitán. Como a la hora llegaban


un ZIL con soldados, un UAZ y el Land Cruiser del jefe. Se bajó del vehículo.
Lucía glamuroso, impecablemente vestido de militar: botas lustradas, hebilla
brillante, gorra de oficial perfectamente colocada, deslumbrantes grados de
capitán en los hombros, afeitado, corte de pelo al estilo marine, con dos
escoltas armados hasta los dientes. El COI mandó a firmes. Le saludó
brindando la cortesía militar, invitándolo a pasar revista. El Capitán mandó a
descanso.

Frente a nosotros estaban los tres desertores atados de las muñecas por la
espalda. El Capitán comenzó a pasearse entre ellos y nosotros, observándolos
de pies a cabeza con una expresión entre el asco y el desprecio. Dio un rodeo
a su alrededor. Con voz pausada y solemne, elevando la vista al cielo en plan
meditativo empezó con la introducción de su arenga. Con el léxico bien cuidado
y correcto que se espera de un oficial, empezó por lamentarse de lo sucedido,
resaltando la importancia vital y la enorme responsabilidad que significa estar
de centinela y cuidar a tu tropa; meditó sobre lo que hubiera ocurrido si nos
hubiesen atacado estando totalmente desprevenidos mientras dormíamos.
Expresó con profundo sentir teatral, su enorme decepción por la deplorable
actuación de esos hombres, que en un alarde de cobardía, de irresponsabilidad
temeraria, de falta total de compañerismo, de camaradería y de espíritu de
cuerpo, abandonaron a sus compañeros a su suerte. De repente su discurso
dio un giro brusco: pasó del tono comprensivo y paternal, al grito y al ladrido.
Con las venas del pescuezo y la frente hinchadas, la tez iracunda y los ojos
inyectados en furia, empezó a ofender a los desertores usando toda suerte de
insultos y descalificativos, arrollando sin compasión alguna el idioma, con un
monólogo estridente de índole vulgar, derrochando talento en el uso de la jerga
más barriobajera y soez existente. Su perorata era injuriosa para cualquier oído
aseado. En un tono más calmado, pero siempre furioso, dejó claro su derecho
legal a fusilarlos (no era verdad, estaba prohibido), pero mostrándose generoso
y reflexivo, subrayó la opción civilizada de la corte marcial, vaticinando una
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

pena de entre diez y quince años por el delito de deserción en tiempos de


guerra. Pero la cárcel es un premio para los cobardes, dijo, los presos comen y
duermen bien. «Aquí les vamos a bajar los güevos a estos hijueputas»,
concluyó en tono severo. Ordenó a los sanitarios de la compañía afeitarles las
cabezas al ras.

El Sani se dispuso a cumplir la orden junto con los sanitarios de los otros
pelotones. Le tocó uno a cada uno. Los tres chavalos fueron afeitados de la
cabeza delante de la tropa, que en posición de firmes, observábamos el
escarmiento. El que se atreviera a reír o burlarse de ellos correría la misma
suerte, advirtió el Capitán. Fueron rapados atados de las manos, sin camisa y
descalzos, humillados, en posición de firmes y llorando, pero no a moco
tendido, sino como hombres de quienes se está abusando. De sus ojos
goteaban lágrimas, pero sin chillar, sin decir nada. El Pelón levantaba la frente
y sacaba el pecho altivo, dando la cara con valor, enfrentando la situación
como hombre. Desde ese día lo bautizamos como el Pelón y aunque al
principio les decíamos los pelones, el Pelón que era de nuestra escuadra fue el
que se quedó con el mote. Los otros dos fueron trasladados a otras compañías.

El Capitán se marchó, no sin antes ordenarles al COI y a Speedy que «les


sacaran la mierda a esos hijueputas desertores». Fueron sus palabras. Speedy
cumplió la orden sazonándola con su toque personal, haciendo que los pelones
la pasaran lo peor posible. Lo primero que hizo fue confiscarles las calcetas y
debieron caminar sin ellas hasta que se les llagaron los pies. Por varios días
los puso a cargar hasta el límite, los sobrecargaba con todo, cuota doble y
hasta triple de munición, a cargar las armas de apoyo, redoblar guardias, a
rajar leña o acarrear agua si hacía falta, ir de primer explorador, excavar
trincheras. Cuando llegaban el abastecimiento no les daba calcetines ni
uniformes hasta que los miraba en harapos, y cuando llegaban las cocineras
comían los últimos y todo cuanto más se le ocurrió. El Pelón tomó con tal
ímpetu el reto, que su espíritu rebelde se fortaleció y su moral también, no se
dejó derrotar por la ola de castigos que le llovieron durante varias semanas.

Con Silvio era agradable platicar. Era de la zona de León y buena gente. Sabía
lo que era ser soldado, es decir, ser nada. Cumplió sus dos años de servicio y
como dije, no se pudo reincorporar a la vida civil, no pudo integrarse y regresó
al Ejército. Firmó para permanente con el grado de subteniente y ahí estaba,
otra vez en lo mismo. Me contó su historia una noche sentados en el monte
mientras me acompañaba a hacer la guardia en el primer turno de la noche.
Mirábamos las estrellas que desde el monte se ven preciosas y que en la vida
civil no nos detenemos a contemplar por estar ocupados con nuestras vidas de
consumo que nos hace olvidarnos de lo simple, de lo sencillo. Ahí, en aquel
monte, sentados en piedras y ocultos tras los matorrales estábamos los dos

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

hombres hablando de nuestras cosas, de nuestras vidas y familias mientras el


pelotón dormía.

Me habló de su mujer. Cuando él regresó del Servicio Militar las cosas habían
cambiado. En ella el amor había desaparecido. Para algunas mujeres esperar a
los hombres dos años con la correspondiente dosis de angustia no era fácil.
Algunas, por mecanismo de defensa, decidían olvidar a la pareja o sucumbían
ante el desesperante poder de la libido. No es fácil ser mujer de militar y menos
en tiempos de guerra. Muchas esperaban fieles a los hombres, pero otras no,
hay de todo, y una de las que no soportó esperar más fue la mujer de Silvio.
Cuando él regresó ella ya estaba con otro. Él la hubiera perdonado, me dijo, no
le importaba mucho eso, porque comprendía que las mujeres están solas y
también tienen necesidades, pero el problema fue que ella ya no quería tener
nada con él, que no soportaba la zozobra, que no quería ver que lo llevaran
muerto metido en una bolsa plástica o en un cajón, que a varias de sus amigas
les habían matado a los novios o maridos y que no quería pasar por lo mismo,
que los hombres regresan cambiados de la guerra, que ya no son los mismos,
que algunos regresan trastornados y sólo saben beber guaro.

Antes de meterse al Ejército, Silvio trabajaba de chapuzas siete oficios y


estudiaba la secundaria por la noche, llegó hasta tercer año. Quería estudiar
una carrera técnica en León, soldadura o mecánica, pero la ruptura con su
mujer lo desmoralizó y no quería enjaranarse con el rival, que si se lo
encontraba en la calle le podía montar bala y no quería meterse en problemas,
decidió irse de la ciudad y se reenganchó en el Ejército.
Yo lo escuchaba atento, era mayor que yo, quizás tenía veintidós o veintitrés
años, además era veterano y hasta cierto punto admiraba su experiencia y el
valor de volver a lo mismo, porque hay que tenerlos bien puestos para regresar
a esa vida.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

FUEGO CRUZADO

Un día al final de la tarde, el COI le ordenó a Silvio mandar una exploración de


seis hombres a comprobar una información de inteligencia. Nos tocó a Frijol, al
Gato, al Pelón, a Calixto, al Kaibil y a mí. Frijol y yo nos repartimos las bandas
de tiros de la PKM, tres cada uno. Nos repartieron cuatro granadas de mano a
cada uno, dos F-1 (de piña), dos RDG-5 (lisas) y dos granadas para el RPG-7.
Nos dieron enlatados para comer, azúcar y café.

Abordamos un ZIL y avanzamos varios kilómetros. Regresamos cerca de un


lugar donde semanas atrás los Chirizos (el enemigo) nos habían puesto una
emboscada. Bajamos y nos metimos en el monte. Empezaba anochecer y el
terreno estaba lodoso. Hubo una pasada que nos hundimos en lodo hasta la
rodilla y en agua sucia pantanosa hasta la cintura, era difícil avanzar entre las
ramas y el monte, tratando de despegar los pies del lodo para dar el siguiente
paso levantando nubes de mosquitos. Cargar la PKM es incómodo y pesa un
huevo.

Llegamos hasta el punto, que no estaba muy lejos de la carretera. Silvio


desplegó el pelotón y a nosotros nos llevó hasta la cima de una pequeña colina
sin vegetación, desde la cual se tenía una visión magnífica de una casa de
finca. Nos reunió e informó de la situación. La misión era simple: vigilar la casa.
Se sospechaba que eran colaboradores de la Contra, cuyos hombres llegaban
ahí de vez en cuando a recoger información, víveres y correo. Esa noche la
probabilidad de que llegaran era alta. Debíamos observar, nada más,
corroborar las sospechas de inteligencia, no debíamos entrar en combate a
menos que nos viésemos en la sin remedio y en caso de balacera la orden era
clara: correr como alma que lleva el Diablo, lo importante era confirmar la
información. Era algo raro, porque difícilmente podríamos escuchar ninguna
conversación a la distancia que estábamos de la casa, se trataba solamente de
comprobar si llegaban o no. Además, ¿qué les costaba al Ejército o a la
Seguridad sacar de las gónadas a los dueños de la casa e interrogarlos
directamente? Nunca comprendí cosas como esas.

Silvio me dejó al mando y regresó por donde llegamos. Dejó una escuadra
emboscada a unos cien metros de nuestra retaguardia, a orillas de una
quebradita y él montó otra más abajo. Contención y retirada.

Oscureció. Arriba de la loma corría el aire fresco y no había zancudos. Coloqué


dos hombres de guardia en los flancos de la loma de frente a la casa y la PKM
en medio, arriba en la cima. Instalé la PKM en una piedra que me sirvió como
trinchera natural, corté unas cuantas ramas en la falda y se las eché encima
para camuflarla. La loma era pelona, ni un solo arbusto, ni árbol de ningún tipo,
sólo unas piedras hermosas tras las cuales nos instalamos. No había donde
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

guindar las hamacas, así que nos fuimos al suelo, tendimos los plásticos y ahí
nos acomodamos. Hice el rol de guardia y ordené que nos enmascaráramos.

La casa estaba a unos cien o ciento cincuenta metros, una distancia


prudencial, y desde ahí se divisaba bien. Era una finca hermosa, grande,
construcción vieja de adobe pintada con cal. Esa noche fue tensa. No
podíamos hablar, ni fumar, ni descararnos poniéndonos de pie porque la luna
llena lo iluminaba todo. Para rematar debíamos estar pendientes de lo que
ocurría en la casa. El Pelón, Calixto y yo tratábamos de conversar en voz baja,
pero era arriesgado. Así pasamos toda la noche hasta que a eso de las doce,
escuchamos una latidera de perros escandalosa, eso en el campo, a esa hora,
es altamente sospechoso. Nos pusimos en alerta. Espiamos la casa. Los
perros poco a poco se fueron callando y voces humanas empezaron a
escucharse. No había duda, eran los Primos (el enemigo) ¿Quiénes más
podían llegar a medianoche a una casa en el campo? Las voces se
escuchaban bien a la distancia en el silencio de la noche, eran varios hombres.
El Pelón empezó a sudar pese a que hacía frío. Le dije a señas que se
calmara, y seguimos espiando la casa. Las voces no paraban, seguían
bastantes descaradas. Probablemente se trataba de una exploración, una
avanzadilla o un grupo pequeño, pero se confirmaron las sospechas de
colaboración.

Cerca de la una de la madrugada las voces se calmaron y el lugar retornó a la


normalidad. Estábamos tensos. A media madrugada, entre la penumbra, vi
acercarse una columna de hombres que avanzaba confiada hacia nosotros
desde nuestra retaguardia. Pensé que era Silvio, pero no estaba seguro.
Apunté la PKM hacia ellos, le quité el seguro, la tenía montada. Pedí la
contraseña. Nada. La pedí de nuevo. No recibí respuesta. Los hombres se
acercaban. El Pelón sudaba como caballo. Los hombres estaban a menos de
veinte metros. Grité: «¡UN PASO MÁS Y TE MORÍS ¡CONTESTÁ LA
CONTRASEÑA CABRÓN!». Tenía el dedo en el disparador y estaba a punto
de abrir fuego. Contestaron. Era Silvio con sus hombres. Le informé.

Nos fuimos. Emprendimos la marcha por el mismo lugar y fue peor, porque no
mirábamos nada, los árboles tapaban la luz de la luna. Me resbalé de culo por
un barranco varios metros y caí al pantano hasta el ombligo de agua, levanté la
PKM por arriba de los hombros y avancé maldiciendo. Caminamos hasta que
amaneció. Llegamos a un potrero que tenía unas partes con el monte alto, más
alto que nosotros y otras donde la hierba parecía césped. Silvio nos ordenó
descansar, todos nos tendimos en la grama. Eran cerca de la seis de la
mañana. Me dormí. Puse la mochila de almohada y caí en sueño profundo.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Me despertó el sol en la cara como a las ocho de la mañana. Me levanté y miré


que todos estábamos en el mismo plan, menos Silvio y sus jefes de escuadra
que estaban esperando al resto de la compañía.

Los muchachos se levantaron, nos fuimos bajo la sombra de un árbol y abrimos


unas latas de ternera con papas con el respectivo pinolillo. Como nos habían
dado raciones extras para la misión me comí dos. Batí otro pinolillo en la taza
de la cantimplora y me lo disfruté con calma. Soplaba el aire fresco, sabroso,
me sentí descansado. Esas dos horas de sueño profundo hicieron lo suyo,
llevaba semanas sin dormir de aquella manera. Cerca de las nueve de la
mañana llegó el resto de la compañía. Speedy Gonzales llegó sofocado. El COI
nos llamó a Silvio y a mí para que le informáramos con detalle. Un grupo
grueso de Contras estaba cerca de ahí y era la oportunidad para joderlos. La
quinta compañía entraría por el norte, nosotros por el suroeste y dos
compañías de otro batallón les cerrarían el paso por el este. Los jefes
planeaban encerrarlos y obligarlos a pelear.

Speedy estaba ansioso. Nos llamó y nos mandó adelante, en punta, como
exploración. Me puso al mando y me dio instrucciones: debíamos avanzar
hacia una fila de cerros que teníamos de frente.

Recogimos las mochilas, el armamento y empezamos la marcha. Al principio el


monte estaba bajo, quizás un poco más alto de la cintura, el suelo firme, pero
poco a poco la topografía fue cambiando hasta que la vegetación era tan tupida
que a unos cuantos metros no nos mirábamos ni entre nosotros. El lodo hasta
la rodilla, árboles, ramas, era difícil avanzar. Ir explorando significaba revisar
con cuidado la foresta, paso a paso. Llegamos a una parte en que la
vegetación era tan cerrada que tuvimos que detenernos. Speedy llegó hasta
nosotros para evaluar el terreno y ordenó abrir brecha con machete. Llamé a
Calixto que estaba a unos treinta metros cubriendo el flanco derecho y
seguimos la marcha. Speedy avanzó detrás del que llevaba el machete y
detrás de él, nosotros. Así logramos avanzar hasta salir de ahí. Luego Speedy
se puso en punta y comenzó como sabueso a seguir rastros y a forzarnos la
marcha.
En ese plan caminamos toda la mañana, en persecución, nuestro pelotón
adelante, el COI atrás con el resto de la tropa. Íbamos a marcha forzada.
Comenzamos a agotarnos. Sudábamos a chorro. En un breve descanso me
quité la camisa, la guardé en la mochila y me quedé en camiseta sin mangas.
Las puntas de las cintas de munición de la ametralladora me hincaban la piel,
me las acomodé mejor. Sudaba a mares. Me cubrí el pelo con la venda charpa.
Salimos a un sendero y a una cerca de alambres. Había un caño triste donde
llenamos las cantimploras. Me enjuagué la cara, tomé agua con la mano, me
subí la PKM al hombro y a seguir la faena.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Speedy continuaba su persecución, lo había tomado de forma personal, ágil,


imparable. Rastreaba el monte en busca de huellas, pistas, lo que fuese: heces
fecales, colillas de cigarro, etc. El Negro, el jefe del primer pelotón, me miró
dibujando la perenne sonrisa de sarcasmo que no le fallaba, y refiriéndose a
Speedy me dijo: «A ese hijuelagranputa le pica el culo hoy… tiene ataque de
pajuelillas».

Salimos a un campo abierto, un antiguo potrero de una finca abandonada. El


suelo era firme, el monte a la cintura y unos cuantos árboles. La fila de cerros
se miraba de frente y avanzábamos hacia ella perpendicularmente. El sol se
ocultó tras unas nubes pasajeras. El Chele sudaba con el rostro ruborizado, le
seguía el paso a Speedy, quien aseguraba poder olerles hasta los flatos a los
Primos. ¡Ya los tenemos cerca!, afirmaba.

Entramos a una burra de monte. Speedy casi corría. El Chele, que estaba
rodilla en tierra me hizo señas con la mano indicándome que me agachara. Me
agaché detrás de una piedra grande, pero desde la burra de monte no podía
ver bien. Yo respiraba cansado. El Chele estaba calmado. Yo intentaba
enterarme de lo que pasaba comunicándome con él a señas, pero sólo me
indicaba que me calmara. Avancé hasta él y me puse a su lado. Apuntó con el
índice hacia las faldas de fila. Me levanté para ver: era una columna de
hombres que caminaban tranquilos a campo abierto, confiadísimos. Regresé a
mi posición detrás de la piedra donde estaban Frijol y el Kaibil.

Speedy salió corriendo de la burra de monte saltando matorrales y se colocó de


pie tras una palmera. Disparó el cargador completo en ráfaga. Desde mi
posición podía verlo disparar. El Chele ordenó abrir fuego. Todo pasó en
segundos. Se armó la balacera. Ellos contestaron el fuego. Yo no sacaba ni la
cabeza, oía pasar los proyectiles encima de mí y las hojas del palo que estaba
junto a la piedra caían cortadas por los disparos. Las balas silbaban justo
encima de nosotros. Junto a mí estaba el Kaibil muerto de miedo, sentado en
posición fetal se abrazaba a sí mismo. Tenía sólo quince años, temblaba.
Puse la PKM lista para hacer fuego, pero el Chele me ordenó que no la usara,
argumentando a gritos que podían concentrar el fuego sobre nuestra posición y
no había mucho dónde parapetarse ni hacia dónde correr, que nos iban a joder.

Tomé el AK del Kaibil quien seguía en shock y la levanté por encima de la


piedra, pero sin asomarme yo. Disparé una ráfaga corta. La lluvia de balas
continuaba. Repetí la maniobra varias veces, sólo sacaba el fusil, yo no me
asomaba para nada, disparaba sin ver adónde. Hasta que entré en calor, no
empecé a coger confianza. Cambié el cargador. Me puse rodilla en tierra y me
asomé por encima de la piedra. Igual no pude ver mucho. Vi cómo los Primos
corrían cerro abajo tratando de ponerse a cubierto. Disparé ráfagas cortas.
Varias. El resto de los pelotones maniobraron flanqueando por la derecha.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Nosotros quedamos en el flanco izquierdo. Speedy estaba emocionado,


continuaba de pie tras la palmera disparando cargador tras cargador,
gritándoles obscenidades y echando vivas a Sandino y a los Cachorros.

Del otro bando también empezaron a gritarnos vulgaridades. Al principio no me


enteraba qué era lo que nos gritaban, hasta que empezamos a oír que era más
o menos lo mismo. ¿Será que nos quieren confundir? El Chele ordenó que
cesáramos el fuego. Speedy gritó: «¡AQUÍ ESTÁN LOS CACHORROS
HIJUEPUTA!». Y disparó otra ráfaga.
Del otro lado escuchamos la respuesta: «¡AQUÍ ESTÁN LOS CACHORROS
HIJUELAGRANPUTAS CABRONEEESSS!». Nos estábamos disparando entre
nosotros.

El fuego cesó. El COI se comunicó con ellos, vendrían hacia nosotros. Consulté
mi reloj: había transcurrido media hora, treinta minutos peleando entre
nosotros. Nos pusimos de pie. Miré al Kaibil recuperándose. Le devolví el fusil.
Speedy se acercó, me miró con cara de imbécil y me dijo riendo:
—¡No jodás!, qué cagada, eran los bróderes de otra COI… ¡No jodás!
Ahora me echan preso por caballo. —Soltó una carcajada vulgar y continuó—:
Por suerte que no les pusimos la PKM ni los cuetes, porque ahí sí la
hubiéramos embarrado de mierda, no jodás. —Se fue riendo. El Chele nos miró
y movió los hombros en señal de interrogación.
Frijol habló, cosa rara en él:
—Es que ese hijuelagranputa de Speedy Gonzales es caballo —dijo.

Pese a la cantidad de municiones gastadas, gracias a Dios en ninguna de las


dos compañías hubo ni una sola baja. No quise pensar en qué hubiera pasado
de haber usado la ametralladora aquella tarde.

Los Contras se nos fueron. Pasaron en medio de las dos compañías y casi
hicieron que nos matáramos entre nosotros. La tropa enemiga estaba formada
en su mayoría por campesinos que se conocían el terreno como la palma de su
mano. Esa zona se la conocían bien. Eran escurridizos y ágiles. Esa vez el
tiroteo empezó antes de cerrarles completamente el cerco, y se nos fueron por
nuestro flanco izquierdo. Ya nos había pasado antes: en una ocasión estaban
en un cerro montañoso y otra unidad del Ejército los estaba desalojando de ahí.
Para cerrarles la retirada nos tendimos al otro lado del cerro y concentramos
fuego de ametralladoras sobre sus posiciones. Se escaparon por otro sitio
burlando el cerco. Era un enemigo fascinante. Eran como fantasmas: aparecían
de la nada y atacaban blancos de ocasión con emboscadas. Luego corrían y
desaparecían evitando en lo posible el choque frontal con el Ejército. Un juego
del gato y el ratón.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Esa tarde acampamos cerca de ahí. La balacera, aunque fue entre nosotros,
sirvió para liberar la presión acumulada.

Esa noche dormimos relajados. Estábamos seguros que los Contras estaban
lejos y no iban a molestarnos esa noche. El enemigo evitaba en lo posible la
potencia de fuego del Ejército, y aquel día había buena concentración de tropas
nuestras en la zona.

Batimos pinolillo, los fumadores fumaron. Estábamos rendidos, dormimos


temprano. Un día más, un día menos.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

FRIJOL Y LOS FRIJOLES

Frijol fue mi ayudante de ametralladora el tiempo que anduve con la PKM. Era
un campesino grande, fuerte como un toro, rústico, sólo sabía leer, escribir y
trabajar con el ganado, que era su oficio: vaquero. El apodo de Frijol se lo puso
García, el Trompudo.
Frijol soportaba todo, el tipo era un soldado capaz de resistir el maltrato de
cualquier terreno sin chistar, caminando sin perder el ritmo, cargando como
mula, con su equipo, su fusil, municiones, mochila, alimentos, granadas y con
tres o cuatro cintas de ametralladora cruzadas en el pecho. Nunca lo vi
agotado. Su defecto, si se le puede llamar así, era quejarse constantemente de
la escasa comida. Y es que le encantaban los frijoles y durante los descansos
soñaba despierto con tirarse unos frijoles cocidos con tortilla, crema y cuajada.
Daba la impresión de que los saboreaba y a veces hasta salivaba mientras los
describía. Cuando despertaba del trance se mostraba enfadado y maldecía.

Frijol era chavalo, tenía como dieciocho años, toda su vida fue vaquero y
conocía bien el oficio. Cuando encontrábamos alguna vaca por ahí, el Sani que
siempre andaba dispuesto a la caza de todo, sacaba de la mochila un mecate y
con habilidad de cuatrero lazaba la vaca y Frijol la ordeñaba. Esa maniobra
debía hacerse rápido para obtener el botín sin que los propietarios se
enteraran, aunque eso tampoco importaba, la gente le tenía miedo al Ejército.
El Sani lo hacía como si fuese travesura de escuela. Frijol también identificaba
con solo una mirada qué vaca tenía leche y cuál no, así dirigía a Sani a su
objetivo. Los ordeñadores no escaseaban, la compañía entera estaba formada
por campesinos, pero Frijol era el mejor y no paraba de hablar de ganado,
caballos y aperos de ganadería. El Sani se hizo íntimo de él, más por
conveniencia que por otra cosa. Al pasar el tiempo también el Sani adquirió
extraordinarias habilidades vaqueriles.

Conmigo conversaba bastante Frijol, al ser mi ayudante pasábamos mucho


tiempo juntos, su deber era que no me faltara munición si se requería. A pesar
de nuestro tamaño, ambos más de metro con ochenta, nos movíamos con
relativa agilidad, él más que yo. A veces me ayudaba a cargar la PKM y me
daba su fusil. El AK es muy liviana comparada con la PKM, que además es
incómoda de cargar. Más de una vez me ayudó a desatascarme del lodo
cuando me enterraba hasta arriba de la rodilla. Buena gente Frijol.
Era soltero, sin mujer, ni novia, ni querida, nada. La única mujer de su vida a
quien extrañaba era a su mama, una mujer joven, como de cuarenta años. Él
era el mayor de sus hermanos. No bebía ni fumaba, su vicio era comer como
chancha huertera. Yo tampoco me quedaba muy atrás, la verdad.
La moral de Frijol llegó a su límite más bajo la noche que desertó. Me contó sus
planes. Por supuesto no lo delaté. Traté de persuadirlo con argumentos
sólidos: estábamos bastante lejos de su comarca, había mucha tropa enemiga
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

por todas partes, si lo capturaban la suerte era incierta, arriesgaría la vida, y si


lo agarraba nuevamente el Ejército le esperaba la suerte del Pelón y lo harían
empezar el servicio desde cero, perdiendo todos los meses que ya llevaba
cumplidos.
Me replicó contándome al detalle su plan, según el cual en cinco días, ocho
como máximo, estaría en su casa. Se orientaba bien en el monte y estaba
seguro de llegar. Estaba decidido y se fue. Frijol no amaneció en su puesto de
guardia esa mañana, pero a diferencia del Pelón, se llevó el fusil, sus cosas y
se fue por monte buscando su casa, no planeaba salir a camino o carretera,
sólo monte. Fue la última vez que vimos a Frijol, no supimos más de él.
Desapareció.

Y es que la comida por temporadas además de escasa era mala, y para un


campesino acostumbrado a raciones de mozo, pues era lógico que le afectara.
De vez en cuando si se podía, y la cosa no estaba tan fea, salíamos a cazar,
bueno, a buscar qué cazar porque a veces no agarrábamos nada. Pero
siempre andábamos buscándonos los frijoles.

Una vez por andar de muertos de hambre con un subteniente, nos topamos
con un grupo pequeño de Contras, tal vez cuatro o seis que al parecer andaban
en el mismo plan: buscando la vida o explorando. Ese día, habíamos pasado
explorando una zona que era corredor habitual del enemigo, pero no se les
había visto por ahí durante semanas. A medio día comimos en una casa
campesina donde nos vendieron tortillas con cuajadas. A media tarde, ya
cuando íbamos bajando unos cerros de regreso a reunirnos con el resto de la
tropa, decidimos aprovechar la calma para buscar caza por el camino. De
pronto los vimos en un cerro pelón a unos sesenta u ochenta metros a nuestra
izquierda. El subteniente los identificó y empezó a dispararles. Ellos no nos
habían visto, se enteraron de nuestra presencia por los disparos del
subteniente. Salté de cabeza detrás de un tronco caído que no pudo estar más
oportuno y me tendí. En segundos estábamos intercambiando fuego. Al
principio, los Primos nos disparaban con mala puntería, los tiros pasaban arriba
del palo, pero en pocos segundos colimaron el fuego y cada vez pegaban más
cerca. Impactaban al otro lado del tronco. Algunos me salpicaron de tierra.
Intenté hacer la operación cusuco, pero el subteniente me increpaba a gritos
devolver el fuego desde su posición detrás de un palo, desde donde les
repartía plomo con ímpetu. Yo disparaba mi fusil en ráfagas cortas y
claramente veía los fogonazos de los disparos de ellos. Empezaron a retirarse
rápidamente. Uno de ellos se levantó justo enfrente del punto de mira de mi
fusil y corrió mochila al hombro. Miré su silueta contrastar con la luz rojiza de
un disco solar agonizante. Fueron segundos, lo que tarda un alma despavorida
en huir. A mí me pareció que el tiempo era eterno. Nunca antes había tenido a
nadie tan a tiro. Dudé en tomar una decisión, no es fácil. Disparé sobre él tres
tiros seguidos. Cayó. No lo vi más. Desapareció delante de mis ojos. No supe
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

si le di o se tiró al suelo. El oficial se incorporó y me dijo: «Vámonos a la verga


antes que vengan más, o aquella gente crea que nos hicieron mierda».
Caminamos rápido, mejor dicho, corrimos hasta donde estaba el resto de la
tropa. Cuando llegamos, después de informar, comimos lo que todos esa tarde:
arroz cocido y sardina.

En una ocasión, el Sani, Calixto, el Kaibil y yo, le pedimos permiso a Speedy


Gonzales para ir a buscar un venado a un cerro que estaba a menos de un
kilómetro. Fuimos y subimos el cerro desplazados con una separación
aproximada de entre diez y quince metros. Subimos despacio, la maleza
estaba tupida. Observábamos con cuidado. No vimos nada. Coronamos el
cerro. Arriba, la fronda de los árboles no dejaba crecer la maleza y oscurecía el
sitio. Era tétrico, siniestro aquel lugar. El Kaibil estaba con miedo, sus ojos
quinceañeros volteaban a verme con desamparo y duda. Arriba del cerro
encontramos cenizas recientes, quizás de un par días.
El Kaibil no soportó más, sudaba helado y corrió por donde llegamos. Le dije a
Calixto que lo acompañara, que lo siguiera. El Sani y yo exploramos el lugar.
Sólo se podía ver a unos cuantos metros a la redonda, porque luego la maleza
no dejaba ver nada. El sitio daba miedo y estábamos solos. A la par de las
cenizas estaban unas latas vacías de jamón york Made in USA. Encontramos
muchas huellas de botas junglas. Abajo, a lo lejos, al otro lado del cerro,
divisamos una columna de humo que salía de un ranchito campesino. El Sani y
yo salimos de ahí como alma que lleva el Diablo. Bajamos el cerro y corrimos
hasta donde acampaba el resto de la compañía. Le reporté a Speedy lo que
habíamos encontrado y le mostré la lata de jamón. La observó y dijo con su
tono chabacano:

—Esos hijueputas sí se hartan bien… ¡Mirá!, jamoncito, digo yo que es


jamón, porque ahí sale un chancho dibujado… ¿Vos leés inglés? ¿Qué dice
ahí?
—Sí, teniente, es jamón gringo —le respondí.
—¡Sí, hombre! Comen bien esos hijueputas —continuó diciendo— ¿Y vos?
¿No venís cagado con ese susto? ¿Ya te revisaste el culo? —Soltó una
carcajada libertina y se largó.

Ese jamón en particular lo recuerdo porque una vez comimos de unos


recuperados. Venía sólido, era saladito con un picantito en su punto, sabroso.
El enemigo era financiado por Estados Unidos y recibía cosas de calidad. A
veces el avión que los abastecía se confundía y soltaba los paracaídas con la
carga sobre nuestras tropas, recuperándoles uno que otro bulto con vituallas o
pertrechos.
Esa noche, como la mayoría de las noches, nos conformamos con nuestras
raciones, como siempre.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

La verdad es que en las tropas se comía bien, regular o mal en dependencia


del jefe. Había algunos muy considerados con sus hombres y les procuraban
buena alimentación, pero había otros que se robaban el presupuesto y la tropa
debía alimentarse únicamente de raciones frías. Por desgracia, los segundos
abundaban más que los primeros. Era frecuente ver a oficiales beberse en
guaro el presupuesto para víveres.

En la guerra civil nicaragüense los animales sufrieron mucho, ambos bandos


arrasaron con toda la fauna. Áreas completas de selva quedaron sin un solo
mono y el hato ganadero del país casi desaparece. Comer era asunto prioritario
y una tropa hambrienta es peligrosa. Pescábamos con granadas de mano y a
veces hasta con el RPG-7.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

MUERTE EN EL PUENTE

Avanzábamos en dos columnas paralelas a ambos lados de la carretera sin


asfalto. No hay mucho que describir de esa carretera, básicamente como dijo el
poeta Pablo Antonio Cuadra: «en verano el polvazal y en invierno el lodazal».

Eran horas del final de la tarde y la noche empezaba a insinuarse tiñendo de


gris el cielo y las nubes. Por esos días había mucho movimiento de la Contra
en el sector: emboscadas, ataques nocturnos, minado de caminos, etc. Nuestro
batallón estaba destacado a lo largo de varios kilómetros de la ruta para
proteger puntos estratégicos.

Al final de la jornada sólo nos quedaba tomar posiciones para pasar la noche,
íbamos a un lugar donde el terreno nos favorecía. Unos cientos de metros más
y por fin detendríamos la marcha.

El estruendo estrepitoso de la fusilería rompió los suaves sonidos de la tarde,


fastidiándonos el esperado descanso. Era un combate a una distancia de entre
tres a cinco kilómetros, más o menos según el cálculo auditivo. En un instante
de lucidez, supimos que el combate era en el puente que esa noche debía
proteger uno de nuestros pelotones. Confirmamos la noticia cuando el jefe de
compañía recibió la información y la orden de apoyar a la quinta compañía que
estaba en el sitio.

La carretera a San Carlos Río San Juan era estratégica para el control de la
zona sur del país y garantizar su permeabilidad era una misión constante que
consumía hombres y recursos. Los Chirizos aprovechaban la menor
oportunidad para dinamitar los puentes sobre la vía. Esa tarde le tocó el turno a
un pequeño puente cerca de una finca ganadera llamada La Magnolia.

Empezamos a correr sobre la vía en dirección del combate. Los Chirizos


emboscaron un camión IFA civil que iba rumbo San Carlos a esa hora.
Aparentemente se confundieron creyendo que era militar, pues ese IFA era uno
de los primeros modelos que se vendieron a civiles, idénticos a los del Ejército,
pero pintados en celeste. «De noche todos los gatos son pardos», y los Primos
lo emboscaron creyendo que era militar, matando a todos los tripulantes.

Los muchachos de la quinta compañía estaban cerca del lugar y repelieron el


ataque. Los Contras se plantaron con hormonas, combatiendo con garra a la
quinta, pero al final nuestras tropas los superaban en número y medios, así que
pusieron pies en polvorosa.

Llegamos al lugar después de correr alrededor de tres kilómetros. La forma


física del soldado daba sus frutos: correr esa distancia con mochila, fusil,

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

municiones, equipo completo y luego llegar al sitio y disparar. Cansancio,


excitación, ansiedad, estrés.

La quinta compañía los empujaba hacia el monte a punta de bala mientras los
Chirizos se batían en retirada plantando cara. Uno de nuestros pelotones
maniobró de frente y de pie; empezó a fumigarlos con fuego graneado. El
primer pelotón de la cuarta compañía maniobró por el flanco derecho de la
quinta para apoyarla desde una loma, tomaron posiciones y emplazaron una
ametralladora pesada PKM que empezó a escupir fuego con furia infernal. Nos
tendimos maniobrando para proteger el perímetro, la retaguardia del centro de
la quinta compañía, asegurar el puente y explorar el lugar en busca de minas
sobre el camino. Nos acercamos con cuidado al camión. En el suelo, al lado del
copiloto yacía muerta una mujer gorda, de esas mercaderas obesas, con la
lengua y las tripas de fuera, sentada en un charco de sangre y recostada en la
llanta del camión. La puerta del copiloto abierta. El camión perforado a balazos
por todas partes. Dimos un rodeo despacio reconociendo el lugar. Arriba en la
parte de carga estaban dos hombres muertos, eran los ayudantes del camión.
Estaban tendidos sobre unos sacos de maíz. Uno de ellos boca abajo y sin
camisa. El camión no tenía carpa, así que se podía ver todo lo que llevaba. La
sangre estaba fresca, sin coagular aún. Dimos la vuelta hasta el lugar del
conductor que estaba muerto en el suelo, le faltaba la mitad de la cabeza. La
puerta abierta, pedazos de sesos con pelo y huesos pegados al tapiz blanco
del techo de la cabina. Sangre por todas partes, el parabrisas totalmente
deshecho. Marcas de sangre pintadas con las manos del conductor sobre la
puerta antes de morir.

Poco a poco el tiroteo empezó a extinguirse. Sólo se escuchaban ráfagas


esporádicas. Exploramos un buen tramo de carretera y no encontramos minas.

Pasó el combate y regresó la calma. Comenzamos a relajarnos, a bajar los


nervios. Unos a fumar, otros a platicar tonterías mientras esperábamos al resto
de la gente. Del monte empezaron a salir soldados de la quinta compañía que
regresaban al camino. Entre ellos venía Paulino, que era de mi pueblo, sudado,
fatigado. Se acercó a mí y me sonrió. No había nada que decir. Apoyó una
mano sobre su rodilla y flexionó el tronco buscando una posición para
descansar. Se incorporó y me dijo: «se nos fueron los hijueputas… se nos
fueron, pero llevan heridos… o muertos, hay rastros de sangre». Respiraba
agotado. Sus compañeros terminaban de llegar.

Paulino era fotógrafo profesional, revolucionario romántico, de los que creían


en serio, luchaba por convicción cuando la mayoría lo hacíamos por obligación.
Nos alistamos en el mismo contingente. Ser voluntario tenía unas supuestas
ventajas que a la larga no eran tales. Al final nos trataban igual a todos, a
voluntarios y a conscriptos, sin diferencia. Las motivaciones para alistarse

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

voluntario eran muy personales, cada quien sabía su rollo, pero para muchos,
creo que la mayoría, era porque no tenían otra opción. Al terminar el instituto
no había más alternativa, pues para ingresar a la universidad o conseguir un
trabajo era requisito de ley haber cumplido el Servicio Militar. Estaba prohibido
para los varones salir del país a partir de los doce años de edad. Así que no
había más remedio que meterse al Ejército y cumplir de una buena vez con la
ley o estar dispuesto a pasarse la vida escondido por la familia, huyendo, como
hicieron muchos jóvenes en esa época que no lograron alcanzar el exilio,
alternativa ésta última, que tampoco fue fácil de llevar para más de quinientos
mil nicaragüenses.

Lo común, era que los reclutadores capturaran a los jóvenes en la calle.


Andaban tras el rastro de todo aquel con edad o corpulencia suficiente para el
Servicio Militar. Los buscaban y cazaban como perros rabiosos: a la salida del
cine, del billar, al salir del instituto, en los parques, discotecas, en la calle, o los
buscaban en las casas para llevárselos y al menor asomo de resistencia los
sacaban con lujo de violencia de donde estuvieran, así intentaran defenderlos
los padres, familiares o vecinos, sin miramientos ni contemplaciones. Sin
lástima y con grillos los arrastraban hasta el jeep o camión. En cualquier parte,
a los diecisiete años todo varón se convertía en blanco para la conscripción. A
los oficiales de reclutamiento se les apodaba «Los Cazadores de Esclavos» en
alusión a los infames personajes de algunas telenovelas brasileñas de época,
muy populares en esos tiempos. Así que para evitar esas humillaciones,
muchos se alistaban «voluntarios» en el Ejército. En mi caso hay de todo un
poco, pero no quiero hablar de eso en este relato.

Casi en horas de la noche llegaron unos camiones del batallón con algunos
refuerzos y para trasladar a la quinta compañía hasta donde estaba el puesto
de mando, a unos diez kilómetros al sur. Los de la quinta se treparon a los
vehículos gritando bravuconadas, exaltando la moral, injuriando vulgarmente al
enemigo, mientras los despedíamos con gestos manuales de camaradería.

Nos tocó empacar en plástico negro los cadáveres y montarlos en otro camión
para mandarlos al puesto de mando. No encontramos cadáveres del enemigo,
sólo rastros de sangre. Eran hábiles cargando y escondiendo sus muertos, lo
hacían para que no fuesen utilizados como propaganda por el Ejército, cada
vez que podían se los llevaban. De nuestro lado tampoco hubo bajas, los
únicos muertos de ese día fueron civiles.

El mando decidió prudentemente no dar persecución de noche, ya habría


oportunidad de cazarlos. Nos fuimos. Dejamos a un pelotón para cuidar el
puente y avanzamos hasta donde teníamos planeado.
Speedy Gonzales estaba concentrado esa tarde, dejó la chabacanería para
tomar su trabajo en serio. Caminaba mirando al suelo mientras exclamaba lo

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

orgulloso que estaba de nosotros por haber corrido la distancia y luego llegar y
combatir, como lo debe hacer un soldado entrenado. Speedy Gonzales fue el
apodo que alguien le puso una vez y así se quedó para siempre. Nadie lo llamó
más por su nombre, sólo teniente delante de él, o Speedy a sus espaldas,
porque si te oía decirle así, era capaz de ponerte a redoblar guardias en la
noche. Era medio loco, indio chirizo de Masaya, chaparro, morenito. El apodo
estaba bien puesto, realmente se parecía al personaje. Malo, mala gente el tal
Speedy. Había llegado a subteniente a punta de sudor y pólvora, porque no
tenía escolaridad, apenas había llegado a segundo de primaria y el Ejército era
su casa, su hogar, su familia. De extracción humilde, como la mayoría de los
soldados. Ahí no había ricos, unos cuantos éramos de la clase media, pero de
la clase alta nadie, esos nunca van a las guerras. La mayoría de los soldados
eran de la clase baja, pobres: obreros, albañiles, carpinteros, campesinos,
agricultores, mecánicos, vagos sin oficio ni beneficio, estudiantes de
secundaria, pandilleros, marihuaneros, de todo. La mayoría entre diecisiete y
veinte años.

Esa noche como de costumbre me tendí en la hamaca y puse mi mente a volar,


a viajar hacia mi pueblo y recordar las cosas bonitas de mi antigua vida feliz,
cuando no existían más preocupaciones que asistir al instituto y visitar a la
novia, cuando aún creía ingenuamente en la revolución y la patria, cuando la
utopía nubló mi mente y me dejé convencer por falsos profetas
pseudorevolucionarios que con carné de militante y pañuelo rojinegro se
llenaban la boca hablando mal del imperialismo yanqui, pero usaban
encantados sus vaqueros Levi's.

No quise pensar demasiado en los muertos de esa tarde, sólo medité un poco
sobre ellos y sus familias, sobre los hijos de la mujer gorda, que le calculé unos
cuarenta y cinco años. Qué forma más idiota de morirse: acribillado por error y
sin tener nada que ver con el conflicto. Pero el muerto, muerto está y ya se
terminó su sufrimiento, solía decir mi madre, los que quedan aquí son los que
sufren, las familias, los deudos.

Esa noche, tumbado en mi hamaca de nylon contemplé por enésima vez el


cielo y las escasas estrellas que dejó ver la hermosa luna llena que nos
acompañó aquella noche y me dormí sin dormir, como se me hizo costumbre.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

UN ESPEJO INGRATO

En horas de la madrugada la Contra atacó al Batallón Ligero Cazador (BLC)


Gaspar García Laviana (GGL) en un cerro que se llama la Magnolia ubicado
cerca de la carretera a San Carlos, Río San Juan. Nosotros estábamos cerca y
el BLC nos pidió apoyo. El combate duró unos cuarenta y cinco minutos, y se
saldó con dos Cachorros muertos y dos heridos graves, que fueron evacuados
por tierra antes del amanecer hacia el hospital militar de Juigalpa, con dos
pelotones de escolta.
En el desbarajuste de la refriega, los chavalos del BLC capturaron a un Contra
que se rezagó desorientado. Le aplicaron la paliza de rigor que se acostumbra
a dar al prisionero desde que se inventaron las guerras. Los hombres del BLC
se dispusieron a dar persecución a los Primos y nos entregaron al preso
apaleado y con las manos atadas fuertemente por la espalda. Nuestro COI y
los jefes de pelotón intercambiaban palabras y cigarrillos con sus colegas del
BLC. Speedy Gonzales nos ordenó hacernos cargo del Contra. Antes de
marcharse, algunos soldados del BLC lo escupieron. Estábamos ardidos,
culpábamos a la Contra de nuestros males con un razonamiento simplista: si
no hubiese Contras no andaríamos aquí, estaríamos cada uno en su casa
trabajando o estudiando.

Llevamos al preso a orillas del camino y el Sani lo amarró a conciencia de


espaldas a un palo y exclamó: «¡Aquí no se suelta este hijueputa!». Algunos
soldados, poseídos por el odio, querían despacharlo para el otro barrio, ojo por
ojo. Hubo quien bravuconeó con rebanarle el cuello con la bayoneta. El Contra
no hablaba, no decía nada, nos miraba imperturbable, atado a un árbol. Aquel
hombre estaba totalmente resignado a morir, es más, creo que en el fondo
deseaba que aquello acabara pronto. No se movió, no rogó por su vida, no dijo
nada. Sólo esbozaba una sonrisa resignada. Afortunadamente nadie perdió el
juicio y aquel desdichado sólo recibió un culatazo en la barriga que lo dejó sin
aliento.

A la luz del alba observé con detenimiento al preso, que lucía peor que
nosotros. Su físico evidenciaba meses de dura campaña en el monte: flaco
hasta los huesos, pelambre piojosa, dentadura podrida, manos verrugosas, piel
pañosa con palidez anémica, uniforme y botas desgastados. Su aspecto de
náufrago sugería que no era de los Salazares (Comando Regional Jorge
Salazar). Probablemente pertenecía a algún pequeño grupo independiente.
Ahí, frente a mí, tenía un espejo ingrato que me mostró en silencio que salvo
las circunstancias, no había mayor diferencia entre nosotros. Él, Contra, y yo,
Cachorro, ambos intentando matarnos como perros mientras nuestros amos
estaban en sus casas desayunando a cuerpo de rey. Pobres miserables
peleando una guerra ajena para mantener el status quo de quienes nos
enviaron ahí.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Ese Contra andaba en las malas, estaba hambriento y no le dimos comida.


Tenía los labios secos de sed y no le dimos agua, al menos en ese momento,
pero la expresión en su rostro era de alivio. Sin decir palabra. Ese gesto
valiente y la pobreza de su porte, despertaron en mí un sentimiento de
inesperada comprensión solidaria. Le di de beber de mi cantimplora en la boca.
Bebió con avidez y me agradeció con un gesto amable. Alguien me gritó en
tono de reclamación: «¿Ideay, no jodás? ¡Le estás dando agua a ese
hijuelagranputa!… ¡Dejalo!, no le des ni mierda». El Negro, el teniente del
segundo pelotón, se burló de mí diciéndome: «¡Ideay! ¿Se te bajaron los
güevos pues?». Con su sempiterna sonrisa burlona y maligna, el Negro le
metió otro culatazo en el abdomen al preso. «¡Chavalo cagado!», me dijo, y se
marchó riendo.
Subimos al preso a un camión ZIL amarrado como cerdo. El Sani aseguró con
esmero sus ataduras y lo tiramos al piso del camión. Speedy nos ordenó que lo
lleváramos a Acoyapa, y que se lo entregáramos a unos agentes de la
Seguridad del Estado que estarían esperando. Speedy comentó: «los de la
Seguridad le van a sacar la mierda a este prójimo… esos hijueputas sí son
malos». La verdad es que muchos agentes de la Seguridad del Estado se
habían labrado una merecida fama de esbirros.

Durante el camino tratamos de relajarnos, lo justo, sin bajar la guardia, viajando


en alerta por las emboscadas. El ZIL se sacudía sin piedad debido a las
irregularidades del descuidado camino de macadán. El Contra, amarrado con
las manos a la espalda, oscilaba estrepitosamente sobre el piso del vehículo
magullándose las coyunturas. Apenas se quejaba. De vez en cuando dejaba
escapar un pujido de dolor. Uno de los soldados le metió una patada en las
costillas: «¡Si te vas a quejar que sea por algo!», le dijo, mientras lo pateaba
otra vez. Cuando el ZIL giraba bruscamente, él rodaba hacia un extremo y era
devuelto a puntapiés hacia el lado contrario. ¡Pobre hombre!

Cuando llegamos al pueblo nos esperaban dos agentes de la Seguridad del


Estado, impecablemente uniformados, de pocas palabras, rostros inexpresivos
de miradas ocultas tras gafas de sol. Bajamos al preso y lo entregamos. Lucía
magullado, cansado, hambriento, desmoralizado. No era para menos. Lo
subieron en un UAZ y se fueron sin decir nada. Habíamos terminado la misión,
ya no era nuestro problema.

Nos fuimos un rato al parque central del pueblo. Compramos pan dulce y fresco
de chicha en una pulpería que había enfrente y nos sentamos a degustar,
lanzando piropos irreverentes a las chavalas que pasaban. Los más
ingeniosos, la mayoría lamentablemente groseros, los decían el chofer del
camión y su ayudante, que desde la cabina no dejaban que se les pasara ni
una fémina.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Nos bebimos como tres bolsas de chicha cada uno, andábamos realitos, nos
habían pagado unos días atrás, así que aprovechamos para darnos un
pequeño lujo.

En una banca del parque, en silencio, disfrutábamos del momento los hombres
de mi escuadra: el Chele, el Trompudo, Calixto, Salgado, el Kaibil el Pelón,
Chema, el Sani y yo. El sanitario se reía solo, feliz, los ojos le brillaban como
venado lampareado, mientras escurría la bolsa de chicha succionando como
ternero moto. Nos ofrecíamos fraternalmente las reposterías, con la
camaradería propia de los soldados en tiempos de guerra, que es cuando en
un hombre afloran lo mejor y lo peor de su naturaleza.

Estuvimos como dos horas ahí antes de volver a nuestra unidad, sin hacer
nada, sólo mirando a la gente pasar. Estábamos en un pueblo, en una ciudad,
era una sensación agradable.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

SAN JOSÉ DE LA VEGA

Han pasado demasiados años desde la lluviosa mañana que llegamos a San
José de la Vega y quizás en los más hondo de mi mente, algún mecanismo de
autodefensa no permite evocar más allá del subconsciente.

La pequeña Centroamérica era un peón que se desangraba en el complicado


ajedrez de la Guerra Fría, que, para entonces, mostraba signos de agonía. La
pequeña comunidad está ubicada al norte del Departamento de Boaco, en el
centro del país, en una de las zonas donde en ese tiempo aún había selva
tropical. Los conocidos protagonistas: el Ejército, la guerrilla y la población civil,
que como siempre, es la que pone la cuota de sangre, dolor y sufrimiento.

La Contra, en un ataque nocturno, aniquiló por completo a la milicia local


durante las primeras horas de la madrugada, en una acción rápida y
coordinada. Durante el combate, todas las viviendas del caserío, construidas
en su totalidad con paneles prefabricados de madera machihembrada de pino,
fueron acribilladas a balazos o incendiadas.

El Gobierno organizaba a los campesinos en cooperativas como parte de su


estrategia política de colectivización, quisieran o no. Les proporcionaban la
mayoría de los medios de producción y los armaban, convirtiéndolos en
milicianos de autodefensas y por consiguiente en un blanco para los ataques
de la Contra. En tiempos de guerra, un civil armado deja de ser un civil y es
legal dispararle. Pero cuando la familia es pobre y se ha vivido así por
generaciones, cualquier ayuda es bienvenida sin importar su procedencia.

La cooperativa trataba de funcionar en medio de la difícil situación de conflicto.


La guerra, con su estela de muerte y destrucción, arrasaba todo lo que
encontraba a su paso. Fundada por el Gobierno y siguiendo las políticas de la
época, se les dio casi todo: la tierra, las herramientas, los tractores, las casas,
la escuelita de dos aulas, el puesto de salud (que no era más que un par de
cuartos con lo básico y un enfermero, pero peor es nada) y por supuesto, lo
que no podía faltar: la Casa Zonal del Partido, donde se coordinaba el trabajo
«político-ideológico», dirigido por un delegado profesional del partido de
gobierno: el clásico personaje de jeans, agenda repleta de reuniones, botas
militares, camisa verde olivo luciendo broche de militante del Partido, barba al
estilo de El Che y el respectivo Toyota Land Cruiser asignado por el Gobierno
Regional. Una caricatura de moda en esos tiempos.

Al amanecer, unas horas después del ataque, fuimos enviados al lugar. El


camino sin asfalto estaba aceptablemente transitable, considerando los
estándares locales. Mucho barro, mucha agua, pegaderos y los ríos crecidos
por las intensas lluvias. Cruzamos un río hermoso, fuerte y rabioso. El agua
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

pasaba por encima de los capós de los vehículos, regalándole a mis ojos un
espectáculo maravilloso con la exuberante vegetación de sus márgenes. El
camino se adentraba en la profundidad del territorio montañoso del país.
Conforme avanzábamos, íbamos encontrando restos de material de guerra
destruidos en acción, que empezaban a ser devorados por la implacable
vegetación que invadía sin piedad las fincas abandonadas por las familias que
huían del conflicto.

Llegamos al lugar aproximadamente a las siete de la mañana. La escena del


crimen estaba fresca, calentita, humeante.
Lo primero es lo primero: empezamos a explorar el sitio. Aquello daba lástima,
casi no quedaban casas en pie, la mayoría habían sido incendiadas y algunas
aún ardían. Otras aún humeantes, conservaban en sus entrañas de cenizas y
escombros los enseres personales de sus habitantes, en medio de los
incendios mal apagados a punta de baldes con agua y con ayuda de la lluvia.

La gente del poblado, en su mayoría mujeres, niños y viejos, se aglomeraban al


centro de lo que fue el caserío, sentados en el suelo con los rostros pincelados
en una variedad de expresiones que oscilaban de la amargura y la resignación,
a la ternura de la ignorancia infantil.

Explorando la parte norte del poblado, entré a una casa que estaba quemada
hasta los cimientos, con las llamas extintas, pero aún humeante. Lo único que
quedaba en pie era el horcón central, carbonizado, mostrando como macabro
trofeo de guerra, una aleta estabilizadora de RPG-7 empotrada hasta su
corazón. Una muñeca de plástico quemada, derretida, con la cabecita intacta
yacía en el suelo entre las cenizas de ropas pobres. Restos de ollas y trastos
de cocina. Tragué saliva y continué paso a paso, metro a metro, extremando
precauciones.

Caminé hasta un pozo tirador ubicado en una de las trincheras a unos cuantos
metros de la casa quemada. Dentro encontré el cadáver de un miliciano,
acurrucado en posición fetal, mostrando el frío que sintió al morir, descalzo y
sin arma, con cientos de moscas dándose un festín sobre la sangre coagulada
y las secreciones de sus orificios corporales. Cientos de casquillos de bala de
fusil AK dentro y fuera del pozo. Murió combatiendo. Era evidente que su fusil y
equipo habían sido recuperados. Continué caminando por fuera de la zanja de
comunicación de la trinchera, inspeccionando los pozos tiradores. Casquillos
de lanza granadas M-79 vacíos por todas partes. Otro muerto, boca abajo,
doblado sobre los sacos de arena de la trinchera, descalzo y sin fusil.

La gente seguía sentada en la hierba del centro del poblado. Mujeres llorando,
niños semidesnudos derramando lágrimas, con las naricitas mocosas,
temblando, tiritando de frío y de miedo, la mayoría no pasaba los cinco años.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Ancianos campesinos de tez ajadas, con la expresión frustrante que da la


impotencia: llanto de hombre. Aproximadamente cien familias reunidas ahí.

Casi al final de la trinchera norte entré en otra casa que estaba en pie, pero
perforada a balazos desde el techo hasta el suelo, ametrallada por completo.
Lleno de ira y poseso por el odio, entré a la humilde vivienda. No había nadie,
como era de esperar. En el centro de la sala colgaba oscilante una pequeña
hamaca de nylon adaptada para bebé empapada de sangre y perforada de
bala. Me acerqué: no había cuerpo, abajo un charco de sangre, la huella
macabra del asesinato de un recién nacido.

Al salir de la casa dejé escapar de mis pulmones un suspiro de alivio, en un


intento egoísta de expulsar el aire de la muerte. Afuera, bajo un árbol de
hermosa fronda, una mujer lloraba inconsolable con un dolor de madre tan
profundo que no puedo describir, apretando entre sus brazos el cuerpo de un
pequeño envuelto en una sábana.

Salí de ahí y continuamos explorando el lugar sin decirnos nada, apenas


cruzábamos miradas, como en un acto silencioso de respeto. Afuera, junto a
otro pozo tirador, otro cadáver con la misma historia.

Empezó a llover nuevamente, la brisa de la montaña dio paso en pocos


minutos a gotas gordas de lluvia pesada. La gente continuó sentada donde
estaban, inmóviles. También encontramos algunas mujeres muertas. Unos
hombres mayores iban recogiendo los cadáveres uno a uno para darles
cristiana sepultura, sin ataúd, sin flores, ni misa. Los civiles, igual que los
soldados, dejan sus lágrimas para después de la guerra.

En los vehículos llevábamos víveres, alguna ropa usada, enseres de cocina y


algunas herramientas básicas para dar a la población como ayuda provisional.
No era mucho, pero se repartió lo más equitativamente posible usando un
improvisado censo elaborado en el acto por la única maestra del pueblo, una
chica joven que no pasaba de los veinte años, que diligentemente hacía de
todo para organizar las cosas y para ayudarnos a atender a la población. Se
puso a batir leche en polvo para los niños, a censar, a organizar, a repartir.

Las mujeres son muy fuertes. Todos los hombres nos apoyamos en ellas
siempre: madres, esposas, novias, amantes, hermanas, hijas. Esa mañana,
aquellas comarcanas llenas de dolor, de sufrimiento, de amargura, de
impotencia y resignación, con las lágrimas agotadas, con sus pies campesinos
descalzos, con sus hijos desnudos, con hambre, con frío, llorando su tristeza
infantil, y algunas con los maridos muertos, sacaron fuerzas para ponerse a
trabajar y darle de comer a su prole. Un grupo de ellas improvisó una cocina,
encendiendo fuego en una champa que se instaló bajo un árbol. Prepararon la
44
Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

comida para todos con los víveres que les dimos, que eran latas de sardinas,
carne enlatada, arroz, frijoles, pinolillo, leche en polvo. Hay que tener mucha
fortaleza de espíritu para actuar de esa manera tan pragmática.

El delegado del Partido salvó el pellejo porque no estaba en el pueblo la noche


del ataque, estaba en una reunión del Partido en la ciudad. No era su día, ni su
hora.

La lluvia empezó a ceder el paso poco a poco a una ligera brisa, pero el cielo
se mantuvo gris el resto de la mañana.

En medio de todo, un par de mujeres jóvenes cuyos maridos fueron capturados


con vida, lloraban inconsolables. Muchos soldados o milicianos hechos
prisioneros terminaban degollados, algunos eran encontrados con un corte de
bayoneta en la garganta, atados de espalda a un árbol y con el pene en la
boca, forma de ejecución que se hizo clásica para escarmentar a través del
terror a todo aquel que se atreviese a colaborar con el Gobierno.

Nos fuimos de ahí a media tarde, tan rápido como llegamos. Avanzamos hasta
llegar a un río ancho, grande, que lucía imponente y gallardo sus aguas
violentas. A la orilla había una pulpería rústica. Ahí descansamos. Tomar un
refresco de cola, comer una pieza de bollería, dar la calada de rigor al cigarrillo
de alguien. Le di gracias a Dios por otro día mientras el poder hipnótico del río
atraía hacia él mi mirada.

Nunca más regresé por esos rumbos y creo que nunca lo haré. Prefiero que se
quede en mi mente, en algún lugar de la memoria, y hasta que ella me permita
evocar los recuerdos grabados de sus gentes, sus paisajes, sus campos y sus
montañas.

Tal vez alguna de esas personas aún siga ahí. Los fantasmas no, por
supuesto, pues sospecho que algunos, quizás, permanecen conmigo, o me
visitan de vez en cuando por las noches.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

HURACÁN JOAN

En octubre de 1988 el Centro Nacional de Huracanes de la Florida lo bautizó


como Huracán Joan, pero el Gobierno Sandinista le puso Huracán Juana. Se
formó en el Atlántico y alcanzó las costas de Nicaragua como huracán de
categoría cuatro en la escala de Saffir-Simpson.

Hay que reconocer que el Gobierno cumplió con su deber, como debe ser. Se
tomaron todas las medidas necesarias para evitar la mayor cantidad de
muertes posibles y se preparó la logística requerida.

El Ejército fue el encargado de evacuar a la población civil de las ciudades que


serían afectadas, principalmente las de la Costa Atlántica, y entre ellas el
blanco principal: Bluefields.

Se movilizaron cientos de tropas hacia la zona en la víspera de la llegada del


Juana, las ciudades de Bluefields y El Rama fueron evacuadas. Se trabajaba
contrarreloj.

El resto del país se preparó para recibir al huracán: el Gobierno ordenó a la


población y a las instituciones del Estado almacenar agua, víveres, linternas,
baterías, medicinas y combustibles, aconsejando tener siempre a mano una
radio de transistores para escuchar las noticias y orientaciones del Gobierno;
asegurar puertas y ventanas colocando cinta adhesiva en los cristales de las
casas, oficinas, negocios, edificios públicos; y podar o talar los árboles que
pudiesen caer con los vientos. En las zonas donde se preveía el mayor
impacto, las escuelas e institutos fueron habilitadas como refugios; se
abastecieron los hospitales, centros de salud y puestos de socorro; y se
reconcentró a los voluntarios de la Cruz Roja y bomberos. Estuvo todo muy
bien organizado.

En la unidad nos preparamos como todos. Se aseguraron las covachas de los


soldados y oficiales. Se repartieron raciones frías y pan. Al terminar, se nos
ordenó asegurar las puertas y esperar.

Ya iniciadas las lluvias y el embate del desastre, el teniente nos ordenó ir a


saquear el pan de la panadería de la unidad. Los oficiales encargados de
intendencia la dejaron abandonada. Cumplimos la orden más que dispuestos.
La panadería de campaña estaba instalada en ese tiempo en una galera vieja,
cuyo techo filtraba por todas partes. Esos equipos rusos estaban muy bien
diseñados: los hornos, las batidoras, amasadoras y demás máquinas (con
capacidad para hacer pan para mil cuatrocientos hombres dos veces al día)
estaban montadas en remolques que podían ser tirados por un jeep o un
camión.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Llegamos a la galera y rompimos los candados con las culatas de los fusiles.
Aquello fue como encontrar el paraíso: había pan dulce en abundancia.
Inmediatamente llenamos los costales requeridos para la misión «recupere de
pan» con todo lo que encontramos. Por supuesto que durante el operativo cada
cuál aliñó su mochila lo mejor que pudo, y cuando no cabía más, nos metimos
el pan dentro de las camisas y las bolsas del pantalón. El pan que les llevamos
al teniente y a los otros oficiales era más que suficiente, así que no reclamaron
por las piezas que nos quedamos.

La lluvia y el viento huracanado hicieron notar su presencia, era como el diluvio


bíblico lo que caía del cielo. El viento azotó con furia, el techo de lámina del
rústico albergue apenas lo soportó, por momentos se levantaba con toda la
estructura de madera que lo sostenía. En los primeros minutos cometí la
imprudencia de salir de la covacha y el viento me arrebató el capote en menos
de un segundo. Pasamos toda la noche con el piso inundado hasta el tobillo,
con el viento golpeando rabioso, como nunca en mi vida había visto hasta
entonces. No podíamos salir del refugio, así que nos acomodamos para pasar
las horas a punto de pan y pinolillo. Nos preparamos para lo peor. Logramos
dormir algo, porque a pesar del rugido del viento, la mente se acostumbra a
todo.

El huracán pasó por nuestra unidad, pero al estar tierra adentro nos sirvieron
de protección los árboles y las montañas, estos disminuyeron la fuerza del
Juana.
La ciudad de Bluefields quedó literalmente en ruinas. Sus casas,
mayoritariamente de madera, fueron arrasadas desde los cimientos por la
fuerza de los vientos. Su población estaba en la calle, en los pueblos vecinos,
durmiendo en las aceras sin nada, justo con lo que pudieron cargar.

Al amanecer fuimos enviados al lugar del desastre. Lo primero fue cargar más
de treinta camiones con tiendas de campañas y vituallas para la población civil.
Apenas se nos dio tiempo de preparar el equipo y las mochilas. Todos los
hombres disponibles fuimos destacados para la tarea. La caravana de
camiones militares con tropas era interminable, más de sesenta camiones con
soldados y equipos viajábamos hacia El Rama para ayudar a la población, y
apoyar a nuestras fuerzas que estaban en el sitio.

Viajamos durante varias horas en los camiones bajo la llovizna que aún caía.
Era una misión extraña, el objetivo principal era humanitario, pero se nos
repartieron municiones y granadas.
Por la tarde llegamos a Muelle de los Bueyes, un pequeño pueblo sobre la
carretera a El Rama. Ahí pasamos la primera noche. Llovía a cántaros,

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

estábamos mojados por completo, empapados, con hambre y frío, cansados


del viaje y del trabajo de cargar los camiones.

Se instaló la cocina en uno de los silos de lo que antes fue el INCEI (Instituto
Nacional de Comercio Exterior e Interior) y que los sandinistas rebautizaron con
el nombre de ENABAS (Empresa Nacional de Alimentos Básicos). Abrieron el
metal del enorme silo (que estaba vacío) con un soplete de acetileno. Las
cocineras prepararon café y gallopinto para todos. Éramos más de seiscientos
hombres de varias unidades fusionadas y revueltas. Era de noche, y fuimos
pasando a la cocina en fila. No había platos ni bandejas para comer y no
andaba pana. Recogí del suelo un pedazo de lámina Nicalit de los restos
esparcidos del techo para usarlo como plato. Lo enjuagué en un chorro de
agua de lluvia que caía por un canal.

El gallopinto estaba sabroso, bien hecho, las cocineras se lucieron esa noche.
El café que me sirvieron en la taza de la cantimplora estaba aguado, pero era
abundante y bajo esas circunstancias lo que importa es la cantidad. Luego
cada quien buscó cómo montar su champa.

La llovizna no paraba ni daba tregua, y el frío comenzaba a calar a través del


uniforme hecho sopa. El cielo parecía partirse con los truenos y los relámpagos
que iluminaban por breves momentos la oscura noche que nos cobijaba.

Caminando entre los soldados vi a dos mujeres civiles jóvenes que reconocí de
inmediato y ellas a mí. Eran dos chavalas de Juigalpa cuyos nombres omitiré
en este relato. Eran las típicas chavalas que no fallaban en las discotecas, no
estudiaban, no trabajaban, las mantenían sus padres, pero vestían siempre a la
moda y se fumaban su pito de marihuana con regularidad. Una de ellas era
amiga mía, «bróder» como se dice, hija de un finquero adinerado. Andaba con
una su cuate en un bacanal en El Rama y ahí las agarró el huracán. Ahí
estaban viviendo una de sus tantas aventuras atrapadas por el Juana.

Estaban muertas de hambre, pero disfrutando al máximo de la aventura con un


estado de ánimo envidiable. Si algo tienen ese tipo de chavalas es que son
todoterreno, donde les toque amanecer amanecen, y lo que haya de comer
comen. Conversamos un buen rato mi amiga y yo. Ella siempre fue una buena
amiga. En los años de la secundaria solíamos intercambiar música y pasear en
moto. El hábito de fumar marihuana lo adquirió en los Estados Unidos y nunca
lo ha dejado desde que la conozco. En el pueblo algunas personas la
criticaban, como se dice: «pueblo chico, infierno grande». Pero es un alma
noble, buena persona.

Les dimos raciones enlatadas para comer, y las invitamos a acurrucarse con
nosotros en un camión. No se trataba de ninguna proposición indecorosa,
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

varios compañeros nos cobijamos con la carpa de un camión y dormimos


acurrucados para darnos calor mutuamente, el frío calaba los huesos con la
ropa mojada. No me cambié porque no andaba otro uniforme, sólo el que tenía
puesto, nada más. Las chicas durmieron de un tirón hasta el día siguiente, a
pierna suelta y a toda baba, como si el piso del camión fuera un suave colchón.

Me tocó hacer la posta por la madrugada, al otro lado de unos corrales de


madera. La noche era brumosa, con una neblina tan densa que apenas podía
verme la mano.

En cuanto amaneció nos repartieron raciones frías, una por cabeza para tres
días. Cada ración consistía en dos latas de cerdo con papas, una de pollo a la
jardinera, tres bolsitas de pinolillo con azúcar y cuatro cachitos de pan tostado,
todo ello empacado en una bolsa sellada de plástico. En el alboroto del reparto
salí ganando una más, que de inmediato guardé en la mochila. El sol no salía,
la llovizna seguía mojándonos. Las chicas consiguieron transporte en un
camión militar y se fueron tirando besos a todo el mundo entre piropos
irreverentes.

El jefe me ordenó que tomara una escuadra completa y me dirigiera a Presilla,


un pueblo a diez kilómetros de ahí. La orden era montar un campamento de
tiendas de campañas para que los damnificados no estuvieran a la intemperie.
El objetivo era enseñarle a la población cómo montar las tiendas modelo T-20
(para veinte personas) para que las instalaran, y orientarlos para organizar el
campamento. Abordamos un camión cargado con cuarenta tiendas de
campaña y nos fuimos.

Llegamos al lugar y me reporté con el teniente que estaba a cargo de un


pelotón que cuidaba el puente. Para montar el campamento seleccionamos un
campo de béisbol.

Una profunda decepción me embargó cuando los damnificados blufileños se


negaron a colaborar. No lo comprendía, la gente de Bluefields estaba
durmiendo en las aceras, mojándose hasta el alma, durmiendo en el suelo, con
sus hijos con frío, sin embargo, se negaban a colaborar para montar sus
propios refugios. Muchos de ellos ni siquiera cruzaron palabras con nosotros, ni
nos miraban a la cara.

Al principio interpreté esa actitud como orgullo o engreimiento, más tarde


comprendí que esa gente no nos quería por ser del EPS. Nos tocó a nosotros
montar las tiendas de campañas para ellos. Yo no tenía otra opción, de mi
parte no les hubiese dado nada, pero tenía una orden que cumplir y la cumplí.
Terminamos el trabajo casi al final de la tarde.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Me indigné cuando unos damnificados de Bluefields nos manifestaron que ellos


no aceptaban la ayuda porque las tiendas eran verde olivo, y ellos no querían
nada del Ejército Sandinista. Después de varios intentos fallidos de persuasión
por mi parte, usando argumentos lógicos expresados con la mayor educación,
la impaciencia acabó con la diplomacia para luego reventar en furia: rompí en
cólera, saqué la caja de lustrar, y les descargué mil insultos que no puedo
repetir.

Esa gente estaba durmiendo en la calle, mojada, con los hijos durmiendo en el
suelo, pasando frío y se negaron a recibir la ayuda porque se la ofrecíamos
nosotros, los piricuacos, como nos llamaban peyorativamente. Prefirieron
padecer la intemperie antes que aceptar la ayuda del EPS. Los mandé comer
mierda, recogimos y nos fuimos de regreso. Ordené a los soldados que me
alcanzaran en el puente, quería despedirme del teniente.

Creía que había visto suficiente orgullo con la gente que no aceptó las tiendas,
pero ¡qué va!, en el puente observé cómo unos negros tiraban al río un enorme
perol repleto de frijoles cocidos que les había dado el teniente. Un negro joven,
en zapatos tenis de marca, en bermudas de la NBA a juego con la camisola,
todo enjoyado y con un caminado de hip hop, me dijo en mal español:
«Nosotros no comemos esa mierda… para eso tenemos dólares, frijoles coman
ustedes». Al escucharlo se me salió «el guardia» y no me aguanté:
«ENTONCES ¡HIJO DE LA GRAN PUTA NEGRO! —Le ladré indignado—.
ANDÁ HARTATE CIEN BARRILES DE MIERDA HIJO DE LA GRAN PUTA
CREÍDO… Y MEJOR ANDATE A LA VERGA ANTES QUE TE TURQUEE Y
TE META PRESO».

Volteó a verme con ojos burlones, observando cómo lo miraba aguantándome


las ganas de cargarlo a patadas y apearle los dientes de un culatazo. En todos
los lugares del mundo el 95 % de las personas son buena gente, pero ese día
me tocaron los cabrones.

En aquel momento no lo entendí, recién había cumplido diecisiete años y aún


conservaba la utopía romántica de una revolución posible. Esa gente no nos
quería, nos odiaba.
El jefe me ordenó que durmiéramos ahí, nos veríamos al día siguiente. Así lo
hicimos.
Me dispuse a comer, me subí a la cabina del camión para protegerme de la
lluvia y abrí una lata de pollo a la jardinera. Justo cuando iba a hincarle el
diente, vi que dos niños campesinos me velaban la comida con ojos
hambrientos. Uno de ellos tendría quizás seis años de edad y el otro unos tres
o cuatro. Estaban descalzos, sin camisa, en calzoncillos, tiritando, mojados,
todos chorreados y mocosos. No tuve corazón para comer y no darles, así que
les di mi ración. Niños pobres, damnificados de toda la vida, desde siempre.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Esa noche recordé que en ese pueblo vivían el Ratón y la China, su novia, y
que el papá de ella tenía una venta. La China, su hermana y yo, habíamos sido
compañeros en el colegio San Francisco y el Ratón era de mi barrio.

Preguntando llegué hasta la casa. La tenue luz de un candil iluminaba el


interior de la vivienda, dejando entrever los estantes semivacíos de la venta. El
Ratón salió en chinelas y sin camisa. Me recibió con un abrazo, ella también,
me invitaron a pasar, sentarme y platicar. Yo andaba con hambre y en el fondo
estaba esperando que me invitaran a cenar o por lo menos me ofrecieran una
gaseosa, un fresco o pan dulce de la venta. Nada, dos horas ahí de visita y
nada. Ni agua. Las tripas me chillaban, el papá de la China empezó a
acomodar sillas, a cerrar ventanas y como decía mi mama «al entendido por
señas», así que me levanté y me despedí. Muchos abrazos, besitos, besitos y
nada de comida. Me marché como llegué.

Muchos años después vi a ambas hermanas en Muelle de los Bueyes y nos


acordamos de esa noche entre risas de remembranzas. Al Ratón lo vi en
Juigalpa a mediados de los años noventa y quedamos en que me compensaría
con un par de cervezas la próxima vez que nos viéramos.

Caminé por las calles lodosas y oscuras de aquel pequeño pueblo con la lluvia
cayendo sobre mí. Observé a la gente de Bluefields durmiendo en las aceras,
bajo los aleros. Calmé el hambre con una lata de sardinas, fiel compañera del
soldado.

Los muchachos se morían de la risa cuando les conté, y pasaron haciéndome


bromas hasta que el sueño nos fue venciendo uno a uno. Nos tendimos sobre
la lona de una T-20 desmontada, y nos pusimos otra encima, como cobija. La
lluvia golpeaba la lona y una corriente de agua helada pasaba justo por debajo,
enfriándonos el costillar.

Al amanecer regresamos a Muelle de los Bueyes. De ahí nos enviaron a El


Rama a evacuar a unos campesinos que no querían salir de sus casas. Al
pasar por La Esperanza el paisaje era desolador, el nivel de río llegaba casi
hasta el puente, y muchas casas, incluyendo el hospital, estaban inundadas.

El río Siquia lucía imponente: normalmente tiene más o menos doscientos


metros de ancho, y el puente tiene una altura de entre veinte y treinta metros
sobre el nivel normal del río, pero con el huracán le faltó poco para llegar hasta
arriba, y sus aguas desbordadas transformaron los campos aledaños en un
playón. La fuerza del Siquia es descomunal, había una casa de madera en el
centro de la carretera, hasta ahí la arrastró entera, sin tirarla.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Observé a unos hombres intentando rescatar un cadáver que flotaba en un


remanso a la orilla del río. Había mucha gente encaramada en los techos de
las casas tratando de salvar o cuidar sus pocas pertenencias. El río arrastraba
todo a su paso: troncos, árboles, animales muertos, balsadas de basura, etc.
Rugía grandioso, imponiendo su voluntad con la fuerza de sus aguas.

Avanzamos sobre la carretera. El jefe se bajó del jeep, me señaló una casa que
se veía a la distancia y me ordenó que sacara a la gente. Me llevé dos
escuadras, la primera la mandé adelante y yo atrás con la segunda.
Avanzamos como seiscientos metros desde la carretera hasta la casa. El agua,
a la rodilla al principio, empezaba a subir de nivel, el río seguía creciendo. Al
acercarnos a la vivienda, di la orden a la primera escuadra para que se
desplegara. Rodeamos la casa, que no era más que un ranchito pobre, hecho
de caña brava y techo de palma, con una sola estancia que servía para todo, a
un lado había una pequeña cocina con su fogón y un molendero.

Adentro, en primer plano, estaba el hombre de la casa, quizás de unos treinta


años, con botas de hule remendadas, pantalón de parche sobre parche, camisa
sin botones transparente de vejez, con un machetito en la mano. La mujer, no
llegaba a los veinte años, jovencita, recién parida, con un bebé en brazos al
que amamantaba con una teta triste. Tenían tres niños que estaban desnuditos
sentados en una tijera. La niña mayor tendría quizás cinco años. Los niños
lucían desnutridos y nos observaban con miedo. Revisamos la choza
rápidamente y le dije al hombre que cogiera a su familia y que llevaran sólo lo
que pudieran cargar. El hombre se negó rotundamente a que su familia dejara
su casa, no quería abandonar sus pocas pertenencias. Se lo repetí una vez
más y se negó. El agua subía de nivel rápidamente y no teníamos tiempo que
perder. Insistí y se volvió a negar. Ante la negativa, le bajé el seguro al fusil y lo
encañoné. Acto seguido ordené a los hombres que cogieran un chavalo cada
uno y que los llevaron al camión, le dije a la mujer que cogiera lo que pudiera
cargar. A esas alturas ya se me había vuelto a salir «el guardia», y le grité al
hombre:
—¡VOS!… O SALÍS O TE SACO, ¡VOS MANDÁS! —Le pegué un
empujón con el cañón del AK.

Los soldados salieron con un chavalo cada uno, la madre llevaba al bebé en un
brazo y un motetito en el otro, iba asustada la pobre. El marido caminaba a
regañadientes, despacio, hasta que le volví a hincar las costillas con la
bayoneta entendió.

Más allá, otros soldados llevaban a más gente hasta los camiones. En ese
lugar evacuamos a varias familias. El jefe esperaba a la orilla del camino:

—¿Qué pasó?
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

—Nada, Capitán, no querían salir.


—¡Ah, bueno pues!, denle lo que necesiten y te los llevás al matadero.
—Sí, señor.

Las instalaciones del matadero local (creo que en tiempos de Somoza


perteneció al IFAGAN) se habilitaron como campo de refugiados. A esa familia
se les dio comida, trastos de cocina y una tienda de campaña para dormir, la
Cruz Roja les dio ropa y mantas limpias para abrigarse.

En situaciones de desastre no se puede dejar que la gente haga lo que le dé la


gana, mucho menos arriesgar a una familia completa por la testarudez del
padre. Por desgracia, en algunas situaciones, la represión es necesaria.

La lluvia cedía poco a poco, la cosa iba mejorando. Esa noche hice mi champa
a la par de un teniente primero veterano. Él tendría quizá cuarenta años.
Canoso, bigote de brocha amarillo de nicotina, tez rugosa maltratada por la
vida. Comenzamos a platicar de mujeres, para variar.

Durante más de una hora hizo un monólogo lleno de sabios consejos de cómo
mantener contentas sexualmente a las mujeres. No paraba de hablar
aconsejándome como si fuera su hijo. Entre cigarro y cigarro, ahondó en
técnicas amatorias que describió con lujo de detalles, haciendo alarde de un
profundo conocimiento de la anatomía femenina. Me explicó además, la
aplicación de las tácticas militares a las relaciones con las mujeres: emboscada
y contra emboscada, maniobras de flanqueo, preparación artillera, movilidad y
sorpresa, pero sobre todo «golpear y correr». Hasta se aventuró a incursionar
en la oscura frontera de la psicología femenina.

Esa noche me dormí pensando en los sabios consejos de aquel teniente


primero, y he procurado tenerlos en cuenta desde entonces.

Un día, llegamos a La Batea, otro pequeño poblado de esa zona. Ahí se nos
ordenó cubrir la vía para garantizar la seguridad de la carretera, porque iba a
pasar el presidente don Daniel con su comitiva. Nos tendimos sobre los cerros
más de mil doscientos hombres para esa labor.

Yo estaba sentado sobre una piedra con el AK en las piernas cuando él pasó:
más de treinta camionetas de lujo y más de veinte jeeps Renegados CJ-7
pasaron con el Presidente y sus allegados. Además, no menos de diez
vehículos de periodistas y camarógrafos para cubrir la noticia. Ahí estuvimos
varias horas hasta que el presidente y su séquito pasaron de regreso rumbo a
la capital. Yo estaba mojado, con hambre, con frío y pensé para mí que
estábamos ahí de pendejos. Se despliegan cientos de tropas para cuidar la
vida de un hombre que llega a la zona sólo a chupar cámara, para salir en los
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

noticieros de la noche todo mojado chineando a un niño, con cara de


preocupación, en ropas de campaña, «ayudando» personalmente a la
población. Llegan, se toman sus fotos, hacen sus filmes y se largan en sus
vehículos climatizados de lujo. Políticos. Vividores.

Ese día, sentado en aquella piedra encaramado en un cerro, empecé a


cuestionarme muchas cosas. Fue como una revelación, y entendí que no valía
la pena arriesgar el bulto por ningún político vividor. Creo que ese día, al ver a
don Daniel derrochar lujo en nombre de los pobres, fue mi punto de inflexión
ideológico. Me sentí usado.

En los meses siguientes sucedieron muchas otras cosas que cambiaron para
siempre mi forma de ver la política y sobre todo, perdí el poco respeto que les
tenía a los «dirigentes».

Los días fueron pasando y las aguas retrocediendo. El sol tropical salió por fin,
y el clima alternaba entre días soleados, seminublados y lluviosos. Pero el
trabajo no paraba en la zona de desastre.

El Puesto de Mando de avanzada se había ubicado en el antiguo matadero


antes de llegar a El Rama, y el Puesto de Mando de retaguardia en Muelle de
los Bueyes. La cantidad de efectivos movilizados a la zona a esas alturas era
abrumadora, yo calculo a ojo de buen cubero, que habíamos ahí cerca de tres
mil hombres empeñados en la misión. En La Gateada, un tramo de carretera se
derrumbó, así que en ese pueblo se hacía el traspase de material logístico.

En fin, durante casi un mes el movimiento de convoyes militares entre El Rama


y La Gateada fue fluido y constante. Yo continuaba al mando de la escuadra
que me había asignado el jefe para ejecutar varias misiones, así que
recorrimos ese tramo de la carretera un sinnúmero de veces.

Uno de tantos días, durante las idas y venidas, en La Gateada, vimos a una
negra feísima pidiendo ride. El chofer dio un sobresalto de emoción cuando la
vio.
—¿Qué pasó? —le pregunté.
—¡Hermanito!… ¡Allí está la Paloemayo!
—¿Quién?
—¡La Paloemayo! ¡AHÍ ESTÁ LA CARRRRRNE! —me dijo en tono
libidinoso con cara de concupiscencia.

La Paloemayo: una de las prostitutas más veteranas y célebres de la región,


estaba parada pidiendo ride, enfundada en unos jeans apretados y resto del
uniforme de la profesión. Hasta ese entonces yo no sabía quién era. El chofer
detuvo el camión con precisión milimétrica junto a ella:
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

¿Qué pasó amorrrrr… para dónde vas? —preguntó el chofer.


—¡Para donde querrás llevarme, amorcito! —contestó ella.

Inmediatamente le hicimos lugar en la cabina para que se acomodara en medio


de ambos para que el chofer, hormonalmente alterado, pudiera tenerla cerca.
Los hombres en la parte posterior del camión comenzaron a chiflar y a lanzarle
piropos vulgares y soeces.

Durante el camino me partí de la risa con los piropos y tocamientos que el


chofer le hacía a la Paloemayo, quien se carcajeaba a mandíbula batiente
dejando ver la escasa dentadura que aún le quedaba después de tantos años
malviviendo del negocio. Tenía las manos flacas con las uñas cortas y la
pintura cascada, que daban el aspecto de haber lavado unas cinco docenas de
ropa en el río; el maquillaje exagerado propio del oficio y un olor penetrante a
perfume de puta pobre. Aquel hallazgo fue para el chofer y sus colegas como
encontrar a la mismísima Afrodita.

Llegamos a La Esperanza. Al otro lado del puente, a mano izquierda, se


estaban reconcentrando todos los camiones en un predio baldío. Me tomé la
molestia de contarlos: aquella tarde había ahí treinta y nueve camiones con sus
respectivos choferes y ayudantes, que con emoción y premura, instalaron una
tienda de campaña y la acondicionaron con cartones y colchones viejos para
que aquella negra, más fea que la tranca del infierno, de nombre de batalla la
Paloemayo, trabajara lo más cómoda posible. La mujer se dirigió a la «suite»
pavoneándose de un lado al otro feliz y contenta, previo acuerdo de precios y
servicios. Los hombres se rifaban los turnos con la puta a los dados y al
desmoche.

El chofer insistió para que me quedara, pero esos cuadros son muy
desagradables y nunca me han gustado. Me marché en un jeep rumbo al
matadero.

Dieciocho años después, viajando con mi hermano de Managua a Juigalpa, la


vimos en Las Banderas, con su uniforme de trabajo, pidiendo ride a sus eternos
clientes: los camioneros, que nunca le niegan el cariño. La misma negra, como
si el tiempo y los años no pasaran por ella.

Los días en la misión continuaron pasando. De repente, un día de tantos, llegó


el abastecimiento: dos rastras militares con uniformes, botas, sombreros,
toallas, medios de aseo personal, camisetas, hamacas, mochilas, plástico,
calcetas y alimentos. Llegaron a Muelle de los Bueyes y nos avituallaron. Eso
fue como caído del cielo, porque después de tantos días de estar con el mismo
uniforme, mojados por el sudor y la lluvia, olíamos a PACUSO. Todos, sin
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

excepción, oficiales, clases y soldados, nos metimos a las aguas del río Mico,
que pasan por ese poblado. Más de seiscientos hombres en traje de Adán nos
bañamos ahí quitándonos la mugre. Algunas muchachas del pueblo pasaban
por el puente haciéndose las disimuladas para ver el espectáculo.

Nos dimos un buen baño. ¡Qué rico! Jaboncito de olor de las marcas Lifebuoy
(la copia nacional) y Praga (más chapiollo, pero oloroso); desodorante en barra
marca Toque Final, que nosotros llamábamos «Toque Infernal» porque tenía
tanto alcohol que el sobaco te ardía y a veces hasta te sacaba las lágrimas, y
no te protegía nada. Era tan malo que con el calor se ponía blando y al
untártelo se te quedaba pegado en los pelos del sobaco. Otra marca de
desodorante que nos daban era Zodiac (en aerosol), fabricado en Europa del
Este. Ese tenía una fragancia agradable, pero era igual de malo que el
nacional, a las dos horas andabas hediondo a saíno. Para esos menesteres es
más efectivo el limón, sin duda.

Me vestí con todo nuevo: uniforme, calcetas, botas, y dejé tirado todo lo viejo,
que estaba tan hediondo que después de bañarme ni yo mismo aguantaba el
tufo. Es increíble la adaptación del olfato, cuando uno anda hediondo por varios
días no se siente, pero después de darte un baño sentís la patada en la nariz.

No fui el único que botó la ropa, en las orillas del río quedaron cientos de botas
viejas, uniformes sucios y malolientes, mochilas viejas, etc. Algunos civiles de
la zona hurgaban en nuestra basura buscando algo que les pudiera servir.

No recuerdo cuántos días estuvimos en la zona de desastre, pero hicimos lo


que se nos ordenó y ayudamos en lo que pudimos a la gente que se dejó
ayudar. Evacuamos, dimos techo, comida y protección.

Al terminar la misión nos dieron unos días de permiso para que cada uno fuera
a su casa a ver qué había pasado con su familia, porque desde el inicio del
huracán, las líneas telefónicas no funcionaban y nadie sabía nada de su gente.

En lo personal, me preocupaba el enorme palo de mango de casi diez metros


de altura que vive en el patio de la casa que era de mis viejos. Temía que el
viento lo hubiera tumbado. Es enorme, si cae sobre casa la destroza. Pero
aguantó, el viejo mango resistió con firmeza, quedó pelón, sin hojas, pero no se
cayó. Aún sigue ahí.

La misión del huracán Juana es una de las que el Ejército como institución y los
que estuvimos en ella, debemos sentirnos orgullosos de haber cumplido.

En aquel momento no me imaginé que diez años después, para el huracán


Mitch, volvería a subirme a los helicópteros militares para estar en primera
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

línea de desastre, pero en esa ocasión ya no como soldado, sino en una


brigada médica, que desembarcó en Estelí en medio del desastre. Pero esa, es
otra historia.

Es justo reconocer que para el huracán Joan, el Gobierno de la época actuó


muy bien, ordenando al Ejército con suficiente antelación que protegiera a los
civiles. No puedo decir lo mismo sobre la actitud del gobierno de Arnoldo
Alemán (cuando el huracán Mitch), que dio una muestra vergonzosa de
ineptitud e incompetencia que le costó la vida a miles de personas.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

20 DE MARZO

Roberto Yuca y yo crecimos en la misma calle, su casa estaba contigua a la


mía. En esos tiempos nuestro barrio estaba en la periferia del pueblo, hoy es
considerado central. Más allá, sólo estaba la bajada del río y unas cuantas
casas rurales a los lados del antiguo camino a las minas de La Libertad y Santo
Domingo, usado casi exclusivamente en esas épocas, por los campesinos de a
pie y de a caballo que llegaban al pueblo todos los jueves a vender sus
productos pecuarios al mercado, y por la desvencijada camioneta pick up
americana de los Crovetto, más vieja que el tufo, con la que acarreaban arena
desde el río Mayales hasta el pueblo para vender a la construcción.

Nuestra calle no tenía adoquines ni cuneta, las aguas residuales se drenaban


por una zanja excavada a mano, donde por la noche los sapos y grillos hacían
monótonos conciertos de charca. Además de servir para el tránsito ocasional
de ganado, la calle hacía las veces de cancha de fútbol, de béisbol, de pista
para elevar cometas, para jugar Macho Parado, Arriba, y para cualquier invento
de nuestra imaginación infantil, incluyendo naturalmente, el servir de campo de
batalla en las guerras imaginarias entre guerrilleros y guardias con metralletas
de juguete o tiradoras.

Yo solía acompañarlo al viejo molino del barrio Tamanes, cuando doña


Obdulia, su mamá, lo mandaba a moler el maíz nesquizado para echar las
tortillas para la familia numerosa procreada con su marido, don José Dolores
Bravo «don Lolo», el entrañable celador del Instituto Nacional de Chontales
(INCH). Él era el menor de nueve hermanos que convivían en la misma
vivienda con sus respectivas proles y le tocaba hacer todos los mandados.
Varios de sus sobrinos eran más o menos de nuestra edad, así que lo que
sobraba en la casa más humilde del vecindario, era con quién jugar.

Cuando íbamos al molino, él se ponía la pana con el maíz en un yagual en la


cabeza, y por el camino íbamos comiendo maíz cocido y cantando las
canciones de moda que sonaban en la radio: Pidiendo Ride del grupo Sonido
74; El Perro Mocho, de los Tigres del Norte; El Canto de Meditación del
Guadalupano y recién pasada la guerra del 79, le dio por andar cantando Allá
va el General de Luis Enrique Mejía Godoy, y fue por eso que le encajamos
Roberto Yuca como apodo, pues la canción empezaba: «De Yucapuca partió el
General, lo acompañaba su Estado Mayor…».

Sus hermanos mayores, aun siendo adultos, obedecían las órdenes y regaños
de doña Obdulia y don Lolo, sin chistar, con humildad devota. Tenía un cuñado
que solía caer borracho en la calle cada vez que bebía, que haciendo honor a
la verdad, no lo hacía tan seguido.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

El patio de esa casa era grande, estaba lleno de palos de jocote. Había un
enorme palo de níspero muy fructífero en unos de sus laterales. En una de las
esquinas del fondo se ubicaba la clásica letrina de cemento que tapaba sus
vergüenzas con una desvencijada caseta de madera construida en los tiempos
del pinol. La cocina campesina, separada del resto de la casa, estaba en un
bajareque permanentemente ahumado por el fogón de leña.

Un cerco de piedras al principio, y de alambres de púas al final, servía de


frontera entre su casa y la mía. La hermosa fronda del palo de mango de mi
casa cobijaba ambos patios y sus abundantes cosechas anuales de mango
indio hartaban las tripas de todo los chavalos de la calle. Fuimos los mejores
amigos de la primera infancia.

Su familia era pobre de bienes materiales. Él caminaba descalzo prácticamente


todo el tiempo. Los zapatos los usaba sólo para ir a la escuela. De ropa de
domingo heredada de los hermanos mayores. Al andar descalzo, las cortadas
de vidrios y las heridas de clavos en sus pies eran frecuentes, y en ellas
aprendí mis primeras lecciones de hemostasia. La técnica empírica consistía
básicamente en buscar papel de cualquier naturaleza cerca del lugar, para
usarlo como apósito haciendo presión sobre la herida. Luego la lavábamos con
agua del grifo y la vendábamos con cualquier pedazo de trapo. A veces no le
avisábamos a doña Obdulia, por temor a la reprimenda, pero ella, cuando
mucho, sólo lo regañaba y le curaba la herida con la universal tintura de
mertiolato, que en aquellos tiempos servía para todo.

Él fabricaba sus propios juguetes con pedazos de madera que le regalaban en


la carpintería del barrio. Las llantas de los carritos las hacía de tapas de chibola
(corcholatas) aplastadas con martillo. Las pistolas y rifles de juguetes los
imaginaba de cualquier pedazo de palo. Le gustaba clavar una tapa de pote de
pintura a uno de los extremos de un palo viejo de escoba. La tapa hacía de
rueda y él empujaba por el otro extremo imitando el ruido de un motor con la
boca mientras corría. A ese juguete le llamábamos carreta. De vez en cuando
conseguíamos ruedas usadas de moto con las que jugábamos corriendo tras
ellas haciéndolas girar con un palo.

Aprovechando la mala costumbre que tenemos los nicaragüenses de tirar la


basura en la vía pública, patrullábamos el INCH, el parque Central y la acera
del Teatro Cinthya, recogiendo paquetes vacíos de cigarrillos que con sencilla,
pero cuidada papiroflexia, convertíamos en billetes imaginarios que
apostábamos como moneda de cambio jugando a las chibolas (canicas). Había
un tamaño estándar que todos sabíamos de memoria. Les asignábamos las
denominaciones a los billetes según lo difícil y escaso que fuera conseguir
cada marca, en un rango que iba de 2 a 500. Auténticas fortunas en billetes de
cigarros cambiaban de manos jugando a las chibolas en el barrio y la escuela.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Lo bueno era que cuando a uno lo limpiaban, sólo había que recogerlos del
suelo y fabricar más. En aquellos tiempos aprovechábamos cualquier cosa
para jugar.

Las cajetillas de cigarrillos eran un recurso 100 % aprovechable, pues el papel


de aluminio lo usábamos para reforzar y decorar los frenillos de los barriletes,
que hacíamos nosotros mismos con papel de china y almidón que
comprábamos en la pulpería de la Julia en cartuchos de a un real (diez
centavos) o cinco bollos (cinco centavos). La base estructural la construíamos
con los nervios secos de las hojas de palmera que cortábamos en los
cocoteros del instituto. Cuando no había plata, los hacíamos de papel de
empaque o de periódicos, que eran más pesados y, por ende, más difíciles de
elevar, pero igual nos divertíamos.

No recuerdo haber comprado nunca un barrilete, porque mi mama nos los


hacía y nos enseñó a fabricárnoslos. Había varios diseños: las cometas
(romboides), los platillos (octágonos), las palometas (hexágonos) y unos con
forma de ave a los que llamábamos zopilotes o lechuzas. Los más habilidosos
hacían unos cúbicos, en cuyo interior colocaban una candela y los hacían volar
de noche. La estabilidad del barrilete dependía de la longitud y calidad de las
colas, y cuando la cabeza era muy grande, se le ponían unos flecos
estabilizadores en los laterales que además decoraban. Algunos le ponían
colas de mecate cuando eran monumentales. El frenillo era esencial para el
control del juguete, pues además de ser el nexo con el hilo guía, del equilibrio
entre sus puntos de anclaje dependía la maniobrabilidad. Procurábamos
hacerlo con el hilo más resistente disponible. Sólo en la cometa se ponían dos
puntos de anclaje, los otros modelos tenían al menos tres puntos, uno de ellos
en el centro, atado a la convergencia de las varillas estructurales.

Un complemento estupendo para elevar barriletes era la entrañable


«enrolladora», artilugio artesanal que consistía en un malacate portátil de
madera hecho para la mano de un niño. El diseño básico era simple: una «L»
invertida con un cabrestante manual. Pero la diferencia de caché, lo daban la
calidad de la madera, la robustez de construcción y, por supuesto, el tamaño.
Los chavalos mayores iban en pandillas a la loma Tamanes a elevar barriletes
haciéndolos volar, según presumían, hasta la finca Las Humedades, propiedad
de doña Nora Bendaña (quizás dos kilómetros en línea recta). Los más
chavalos nos quedábamos abriendo la boca como babosos contemplando
semejantes proezas, reservadas a los ases de los barriletes.
Lo arrecho no era tanto elevarlos, sino recuperarlos sin reventar el hilo. Cuando
eso sucedía y el aparato caía sobre un árbol, poste de luz, o alambre eléctrico,
hasta ahí llegaba. A construir otro.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

En 1978 la cosa en el país se puso fea, la guerra era inminente. En enero, el


magnicidio de Pedro Joaquín Chamorro prendió la llama de la ira del pueblo en
contra del Gobierno de Somoza. En febrero, el levantamiento insurreccional de
Monimbó que metió en jaque a la GN en Masaya, fue aplastado por los
comandos de la EEBI. Luego vinieron la huelga general, la Operación
Chanchera y la Insurrección de Septiembre.

El Gobierno decretó el toque de queda. Éramos chavalos y no entendíamos


nada de lo que pasaba y que sólo preocupaba a los mayores. Una tarde, él y
yo estábamos picando una mancha de trompo en la calle. Eran casi las 18:00
horas y el Chino Tom, un vecino que era «oreja» salió a regañarnos,
increpándonos para que nos metiéramos cada cual a su casa. Lo ignoramos y
seguimos jugando. De repente, vimos un par de jeeps Ebro de la Guardia, color
naranja, que se acercaban al barrio. Como chavalos, teníamos curiosidad por
ver la patrulla y corrimos a escondernos a un predio montoso que salía a la otra
calle que va del Centro Escolar a Palo Solo, para verla pasar de cerca. Los
guardias iban tranquilos, despacio, paseando. Yo me quedé admirado, con la
boca abierta viendo el porte marcial de los soldados, con sus cascos, sus
armas, sus uniformes y oyendo el ronroneo de los motores diésel de los Ebro,
que sonaban diferentes al del Willys CJ-3 de mi padre, pese a ser ambos
modelos prácticamente idénticos. Cruzamos el patio para regresar a nuestra
calle por detrás de la casa de Roberto y escuché a mi mama llamándome a
gritos y palmadas: ¡MUCHACHO! ¡VENÍ METETE!

También fabricábamos nuestras propias patinetas, con balineras de carro


usadas que conseguíamos en los talleres. Los monopatines eran juguetes de
lujo, y los patines no abundaban, en el mejor de los casos, los padres
compraban un par para compartir entre varios hermanos, de esos que no
tenían botas, sino correas, y que se adaptaban a la longitud del pie. Las
patinetas de balinera eran lo mejor de lo mejor: sólidas, resistentes, robustas y,
sobre todo, asequibles.

Yo tuve una que mi viejo me fabricó personalmente con la madera de una silla
vieja. Se tomó el trabajo de tornear el manubrio para hacerlo más bonito, era
muy maniobrable y, sobre todo, resistente. Cabíamos tres chavalos en ella y
aguantó el maltrato de mi infancia sin romperse nunca.

Algunos chavalos la conducían arrodillados en la tabla para empujarse con el


pie, pero en el pueblo la práctica habitual era llevar dos tripulantes: un
conductor que «chofereaba» y un «motor de tripa» que empujaba, y se subía
atrás como pasajero una vez que se cogía suficiente impulso. Los puestos se
turnaban una vuelta cada uno. El conductor tenía que frenar con los pies al
estilo Picapiedras y para no joder los zapatos algunos iban descalzos y
frenaban a pata pelada.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Roberto Yuca y yo hacíamos equipo. La mejor pista del pueblo eran las aceras
del parque Central. La vuelta empezaba en la esquina opuesta al Comando de
la GN, que después se convirtió en taller de mecánica del Ministerio del Interior
(MINT). Cogíamos impulso en la bajada frente a la casa de los Bendaña, donde
sólo bastaba un fuerte empujón y la gravedad hacía el resto. Alcanzábamos tal
velocidad, que si no brequeábamos a tiempo podíamos pasar de viaje en la
esquina de los bancos, donde había que hacer «una vuelta de policía» para
girar sin detenerse y aprovechar la inercia para llegar frente al Cuartel, donde
había que dar otro empujón para llegar hasta la esquina de la escuela José
Aníbal, luego girar y hacer toda la parte enfrente de Los Corredores (ahí había
que usar el motor de tripa), para terminar en la calle frente a Catedral y vuelta a
empezar. Así una y otra vez hasta empapar de sudor la ropa.
Eran frecuentes las carreras improvisadas de una vuelta al parque entre varios
equipos de patinetas. Tardes interminables de infancia lejana en el parque del
pueblo.

Roberto y yo fuimos vecinos durante años, hasta que su familia se mudó al


barrio Tamanes. Esa amistad siempre fue limpia y sincera.

En los años adolescentes, cuando nos encontrábamos por casualidad en el


parque, nos instalábamos a platicar durante horas. Él empezó a trabajar desde
muy joven, la economía familiar así lo demandaba, y estudiaba la secundaria
por la noche.

Luego llegó el tiempo del Servicio Militar Obligatorio, el cual cumplió cabal
como mandaba la ley. En esa época, todo varón con edades comprendidas
entre los diecisiete y cuarenta y dos años, era reclutado por el Ejército, que
llevaba varios años combatiendo a la guerrilla de la Fuerza Democrática
Nicaragüense (FDN), sin ningún éxito estratégico sólido en el plano militar. El
país completo se desangraba, sacrificado como peón de ajedrez en el tablero
de la Guerra Fría. Roberto se presentó a la citatoria como correspondía. Su
madre le dio un rosario de plástico para colgar al cuello, el cual nunca se quitó
en la vida.

Cumplió su Servicio Militar completo en una COPETE (Compañía Permanente


Territorial). Sobrevivió a dos años de combates y a la dureza de la campaña.
Dos años de angustias y sufrimientos sin un rasguño.

Una semana antes del acto formal de desmovilización que solía hacer el
Ejército con marchas, bombos y platillos, a él y a otros treinta compañeros les
quitaron los fusiles, les dieron uniformes nuevos y los reconcentraron en una
base. Ahí debían permanecer ganduleando hasta el día del acto: 26 de marzo
de 1988.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

La noche del 20 de marzo, el jefe del Batallón ordenó que los rearmaran y
equiparan. Fueron enviados a una patrulla de reconocimiento a la zona de
Matayagual, a explorar un lugar donde según un chivatazo, estaban los
Contras. Por desgracia la información era correcta, cayeron en una
emboscada. De los treinta hombres de su pelotón mataron a dieciocho, todos
combatientes veteranos. El resto corrió en desbandada.

Roberto cayó en combate a manos del FDN seis días antes de su


desmovilización, todo por culpa de un oficial inepto, negligente e irresponsable
que los envió a la muerte a medianoche, cuando habían cumplido todos ellos
su periodo de servicio. Al terminar la guerra, según las lenguas del pueblo, ese
mentado oficial se quedó con tres camiones de La Piñata Sandinista, el acto de
corrupción más grande en la historia de Paisito.

Un ataúd sencillo de madera acogió sus restos. Su familia no aceptó el que les
dio el Ejército. La madre quitó de encima del ataúd la bandera rojinegra y se las
tiró en la cara a los representantes del Partido que le llevaron al hijo muerto.
También les devolvió el ataúd. Fue velado con la bandera nacional, no porque
hubiese muerto «defendiendo la patria», como les gusta decir a los políticos,
sino por el simple hecho de ser nicaragüense.

Cargamos en hombros el féretro varios de sus amigos hasta la catedral. Luego


de la misa lo cargaron sus familiares hasta el cementerio del pueblo. Su madre
no quiso que la llevaran en la camioneta que uno de sus hijos consiguió
prestada del trabajo. La pobre señora, anciana, con evidente dificultad para
andar, caminó el trayecto completo hasta el panteón, llorando, con el dolor de
madre que no puedo describir. El padre, anciano también, descalzo como le
gustó andar siempre, lo hizo también a pie. Así terminaron los días de Roberto
Yuca.

Durante mucho tiempo guardé un odio resentido hacia la Contra por la muerte
de Roberto, pero la propia guerra me enseñó que el culpable de su muerte no
fue el soldado enemigo que lo mató en un acto de guerra, sino los políticos que
lo enviaron ahí para mantener su status quo.

En un rincón del panteón del pueblo que se asignó a los caídos en la guerra,
sobre una cruz de cemento se lee: Roberto A. Bravo Obando, 4 de febrero
1969 - 20 de marzo 1988.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LA VISITA

Las visitas eran fantásticas. Los familiares de todos los soldados llegaban de
varios lugares del país para ver a los Cachorros. Llegaban madres, padres,
hermanos, hermanas, novias, esposas, mujeres, amantes, de todo. Llegaban
con todo tipo de comidas, bebidas, postres, cartas, encomiendas, razones y
toda clase de avituallamiento surtido y variado para su familiar. Eso era una
fiesta, un encuentro de abrazos, lágrimas de alegría, besos y júbilo de reunión
familiar.

Por lo general se hacían durante un fin de semana para que los familiares
pudiesen viajar. En la víspera de la visita se reconcentraba en determinado
lugar al batallón correspondiente, procurando en lo posible que el sitio prestara
las condiciones mínimas requeridas. Eso era bonito.

En una ocasión, nos reconcentraron en una base tres días antes de la fecha
que estaba programada para el arribo de los familiares. Todos estábamos
felices, caminábamos rumbo al lugar, alegres, gritando, riendo, contando
chistes y haciéndonos burla entre nosotros. El Sani andaba con la libido a flor
de piel, a esas alturas le costaba trabajo disimular la cara de depravado.
Soñaba despierto y en voz alta con su Negrita, y describía con lujo de detalles
obscenos, lo que le haría si la tuviera cerca.

Esa vez llegamos todos temprano al punto de reunión. Todas las unidades del
batallón reunidas. Miré gente de mi pueblo que andaba en las otras compañías.
Se encendieron fogatas, cocinábamos recetas especiales de cada uno, todos
mezclados entre amigos de otros grupos. Lavábamos la ropa, limpiábamos las
botas, remendábamos los uniformes, jugábamos naipes, etc. Nos daban de
comer las cocineras que estaban contentas y gozando con los piropos
irreverentes de los soldados, todo era emoción.

Cada cual instaló su champa a conveniencia. Los que esperaban visita


conyugal se prepararon para el asunto procurando la mejor privacidad posible.

Un soldado de la segunda compañía era «docto» en el arte antiguo de echar


las cartas. Con una baraja española, leía la suerte a quien se lo requiriera
instalado bajo un gran palo de guanacaste, con un pañuelo colorido amarrado
en la cabeza. Protocolariamente serio, leía el futuro al cliente de turno ante la
mirada expectante de la multitud que lo rodeaba. Ponía las cartas sobre una
caja vacía de municiones a la que previamente, según él, había limpiado de
malas vibras con el rito pertinente. Con voz ceremoniosa y cara de trance,
interpretaba su papel en cada tirada: ¡A ver!… veo en tu futuro el amor, pero no
veo claro (tiraba más cartas). ¡Sí!… no hay duda… veo en tu futuro el amor,

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

pero no veo mujer… ¡Esto está jodido! (tiraba más cartas) … lo que veo… lo
que veo es ¡Un hombre!… es… ¡Es un cochón!
Las explosiones de risas se sucedían una tras otra con cada cliente. A cada
uno le inventaba cualquier tontería para tomarle el pelo.

Esa tarde, el Político del Batallón se apareció con balones de voleibol y dos
pares de guantes de boxeo. De inmediato, se improvisaron encuentros
pugilísticos en un campo abierto. Aquel desorden era divertido. La gritadera de
los soldados haciéndole barra cada quien a su favorito. Cada pelotón o
compañía tenía su campeón. Se seleccionaba el peso del retador «al ojo», así
a lo bruto. En esos alborotos nunca faltaba el clásico tipo salido de la nada que
toma las riendas del asunto y dirige a su modo el evento. El de ese día
anunciaba los combates a viva voz como si estuviera en el Madison Square
Garden: «¡Ahoraaaaa!… ¡Fulano de tal, alias “tal” de la compañía número tal,
versus fulano de tal alias “tal” de la compañía tal!».

Anunciaba los encuentros con emoción vibrante, con voz de locutor de radio.
Cada grupo apoyando a su peleador, el cual, sin camisa, era respaldado por
decenas de «seconds» que le daban instrucciones, técnicas, le masajeaban los
brazos y le mojaban el pelo. Aquello era un relajo. Cuando empezaba la pelea
los dos contrincantes se agarraban a golpes a la usanza callejera. ¡Qué técnica
ni qué nada! Se aventaban trompadas a lo bruto, yendo de un lado al otro del
campo que hacía de cuadrilátero con la manada de soldados gritones alrededor
de ellos silbando, insultando y apostando.

En una de esas, vimos al Kaibil sin camisa mientras le colocaban los guantes
con los que apenas podía. Estaba buscando pareja y ansioso por pelear.
—Aquí está este Chelito… ¡Busquémosle rifa! —dijo uno de los
«organizadores».
—¡Aquí está el Chaparro de la segunda compañía! —dijo otra voz,
mientras lanzaban al ruedo a un chiquitín negrito de la talla del Kaibil. En
segundos lo tenían sin camisa y con guantes. El presentador ceremonioso
anunció el combate con seriedad profesional entre gritos desenfrenados y
silbidos.

Un referí improvisado colocado en medio de ambos púgiles les dio las


instrucciones y cantó ¡BOX! Los chiquitines comenzaron a intercambiar
moquetes a diestra y siniestra sin la más mínima puntería ni elegancia. El Kaibil
cerró los ojos y empezó a lanzar ráfagas de puñetazos a velocidad de vértigo,
sin darle tregua al oponente, que empezó a retroceder ante el vendaval de
trompadas del Kaibil. Nuestra compañía estaba eufórica haciéndole barra al
Kaibil. Las apuestas fluían.

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El Kaibil me hizo ganar el equivalente a dos paquetes de cigarros al ganar la


pelea por decisión «unánime» de los casi quinientos jueces que estábamos ahí.
Terminó con la cara roja como un tomate por el esfuerzo y los golpes.

Los de la segunda compañía estaban arrechos. Querían la revancha y sacaron


sin dudarlo su as bajo la manga: un negro de más de seis pies de alto, recio,
chavalo como todos nosotros. Pusieron al negro enfrente de nosotros. Dejó ver
una musculatura brutal cuando los «managers» de la segunda le quitaban la
camisa y lo enguantaban. Los soldados de la segunda compañía empezaron a
retarnos con bravuconadas mostrando orgullosos y desafiantes al negro,
retándonos con chulería a que buscáramos entre nosotros a un contrincante a
su nivel. De repente, sentí un empujón que me lanzó al centro del alboroto y
escuché una voz que decía:
—¡Aquí está este maje que hace pareja con el negro!
Gritos, silbidos y bulla ensordecedora. Cuando quise percatarme ya
estaba sin camisa y con los guantes puestos.

Yo miraba al negro y advertía recibir una paliza al observar su descomunal


complexión física. El Sani me masajeaba los brazos mientras me daba
instrucciones junto al Pelón, el Trompudo y el Gato que me sugestionaban con
palabras de ánimo intentando convencerme de que yo era más fuerte que el
negro. Sin éxito, debo decir.

Se anunció la pelea, el referí nos dio las instrucciones y salimos al «ring».


Ambos empezamos al suave, haciendo el «round de estudio». El negro se dejó
presionar por sus compañeros que lo increpaban a destrozarme. Él era grande
y fuerte, pero chavalo tímido, cerró los ojos y me tiró un par de golpes sin ver.
Me di cuenta en el acto que no sabía pelear. ¡Bingo!, ventaja para mí. Recordé
entonces, sonriente, las lecciones de Ray Márquez, el entrenador de boxeo del
gimnasio Juigalpa y le dejé ir un par de one-two seguidos a la cara que se los
metí bien. Para qué quisieron más los muchachos, empezaron a hacerme más
barra aún. El negro siguió lanzándome golpes sin abrir los ojos y yo me
aproveché, le puse la cara roja a guantazos. Y eso que era negro.

Los de la segunda compañía estaban que se los llevaba el diablo de la


arrechura por perder dos encuentros seguidos y hubo varios conatos de peleas
de verdad. Por eso y por las apuestas llegó el Político y nos quitó los guantes.

Luego, como los ánimos de rivalidad entre compañías estaban caldeados,


improvisamos un torneo de voleibol, que perdimos con los de la segunda.
Jugamos hasta que llegó la noche.

Yo nunca fui boxeador, pero en mis tiempos de estudiante de secundaria,


durante algunos meses estuve entrenando con Ray Márquez en el gimnasio de
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

boxeo que el Instituto Nicaragüense de Deportes (IND) patrocinaba en Juigalpa


en los años ochenta. Empecé a ir con un amigo, condiscípulo del colegio, más
por hacer deporte y aprender, que por interés en una carrera deportiva
amateur, que era el nivel de esa escuela. De la modesta escuela de boxeo de
Juigalpa, de la mano de Ray Márquez, salieron varios campeones nacionales y
centroamericanos. Aquella tarde en la velada boxística improvisada por la
soldadesca, sus lecciones me sacaron del problema.

Por la noche nos proyectaron películas rusas de acción, que más bien eran
documentales de demostración de armas, donde ganaban siempre los rusos.
También vimos una película de Alemania RDA, me gustó, era una comedia
romántica. Lo mejor fue colarnos una noche a una de las tiendas de campaña
de los oficiales, que tenían una TV a colores y un Betamax. Ahí vimos Dirty
Dancing (que estaba de moda) y una donde Chuck Norris mataba como a cien
vietnamitas con cada ráfaga.

En esos días de tranquilidad previos a la visita descansamos todos: jefes,


oficiales, clases y soldados, era justo y necesario. Llegó una brigada médica a
revisarnos. Nos examinaron los dientes, nos dieron antiparasitarios y nos
vacunaron contra el tétano. No faltó el peluquero. Tampoco faltaron los
políticos profesionales del Partido y los sapos de la Juventud Sandinista, todos
chupando cámara a los periodistas nacionales.

Llegó la visita. Aquel campo de hierba rasa se llenó de gente civil de todos los
colores. Fuertes abrazos interminables, besos, risas, llantos, besos de amor,
besos de pasión, besos de madres protectoras, de padres a hijos, de hermanas
a hermanos. Se abrieron paquetes de todo y con todo, se bebía de todo y se
comía de todo. Era una fiesta de manteles sobre la grama, de degustación a
boca llena, de las reposterías de la mama de la receta de la hermana, del
postre favorito, de refrescos de gas, de las caricias de la novia, la esposa o la
querida. Decenas de soldados acostados en la hierba con la cabeza en las
piernas de sus mujeres quienes les acariciaban el pelo mientras leían las cartas
de la abuela que no pudo acudir por los achaques de la vejez; ver las fotos de
los niños, los hermanos pequeños, los primos, de recibir calcetines nuevos de
mejor calidad, desodorantes (que se cambiaban después por comida), de
exquisiteces de la cocina de la mamá y de la abuela, que abundaban como
para repartir entre los compañeros y guardar en la mochila para uso futuro.

El danzar rítmico de las ramas de los árboles por el uso marital de las
hamacas, delataba amores de apremio en las suites nupciales (champas
discretas montadas con esmero). Y es que para esos menesteres cualquier
rincón urgente es útil. Algunos más habilidosos y mesurados, las armaron
directamente en el suelo. En todo caso, la mayoría de los amantes eran
completamente ignorados por el resto de nosotros en señal de respeto.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

La mamá del negro, mi contrincante en el «ring», era una señora gorda,


chaparrita, de nalgas y pechos enormes, de piel oscura y boca pronunciada. Lo
abrazaba, le sobaba la cabeza y se lo comía a besos mientras le decía «mi
muchachito», como queriéndolo chinear.

Una mujer joven, como de cuarenta años, buscaba por todas partes
preguntando a todos por su hijo a quien no logró encontrar. Era la madre de
Frijol. Llegó hasta nosotros por señas y referencias. Llamamos al COI quien
habló en privado con ella. Frijol había desertado varias semanas antes de la
visita y aún no había llegado a su casa. La mujer se desesperó. Llena de
angustia regaló lo que le llevaba al hijo y esperó impaciente el primer bus
destartalado que pasó por el camino para regresar en busca de su hijo. Nunca
supimos qué pasó con Frijol.

En las visitas siempre había algún soldado solitario. Aquel cuya familia no llegó
a verlo por cualquier motivo, el que no tuvo visita. El que se sienta triste en un
rincón, casi por llorar, viendo a los demás disfrutar contentos de sus seres
queridos, mientras él, sin nada ni nadie, con la soledad que muerde el alma y
brota en una lágrima huérfana de hombre-niño, lee con nostalgia el nombre de
mujer que grabó con navaja en la culata del fusil. Ese ser solitario que siente
pasar los momentos en silencio irreal, de brisa suave en el pelo, de pobreza
material, de cuerpo acostumbrado al maltrato que encapsula el alma frágil que
lleva su ser. Su mundo se desvanece. Su futuro se achica, su vida no vale
nada y no le pertenece. Siente el desamparo de la vida y la suerte, de lo que es
y no es. Su uniforme limpio, pero desgastado, sus botas limpias sin lustre que
sólo él nota, su mochila, sus manos en el arma. Ni siquiera puede soñar
despierto, hasta eso ha dejado de pertenecerle. Juventud robada. El submundo
desaparece cuando el padre, la madre o la hermana de cualquiera le tocan el
hombro para sacarlo del trance vacío e invitarle a comer con ellos sin
conocerle, familias adoptivas de ocasión, familias de cualquiera.

García sonreía de oreja a oreja con su boca prominente de dientes de corona


plateada. Compartía como todos con su familia, pero fue el primero de la
escuadra en estrenar su suite con una chica muy bonita de aspecto campesino,
que le llegó a ver en flamante vestido rojo y maquillaje agradable. Lo primero
es lo primero: inmediatamente después de los saludos de rigor y de los besos y
abrazos a su mama, tomó a la novia de la mano y la encaminó a los asuntos
del amor. Luego habría tiempo para lo demás.

Al Sani no lo llegó a ver su Negrita, solamente llegaron la mamá y la hermana,


que no estaba del todo mal. La Negrita, por ser muy joven, hija de dominio cuyo
padre no quería de yerno al Sani, no llegó, no le dieron permiso. Tampoco le

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importó al Sani, que, tratando de desahogar su necesidad de mujer, no dejaba


en paz a una de las cocineras.

Salgado con sus padres, dos señores campesinos pequeños productores,


humildes. El señor flaco, alto como el hijo, mostacho mexicano, de sombrero
vaquero y jeans con navaja al cinto. La señora no dejaba de abrazar a Salgado
por la cintura, pues éste medía un metro noventa y curvaba la espalda para
abrazar a su mama Bonachón el Salgado.

La mamá del Kaibil era joven, bonita, blanca y chelita como él. Lucía el pelo
largo y suelto al viento, treinta y cinco años cuando mucho, veinte años mayor
que el hijo. Su único hijo. Lo capturaron en una de las redadas de
reclutamientos forzados a la salida del cine de Nueva Guinea. Cuando los
cazadores de esclavos hacían redadas de reclutamiento agarraban parejo, les
daba igual la edad o el tamaño, violaban descaradamente la Ley del Servicio
Militar que establecía los dieciocho años como edad para la conscripción,
amparados en la displicente complicidad del arrogante Partido de Gobierno.

La mamá del Kaibil lo avitualló de todo. Le llevó tanta comida que él ni siquiera
podía cargarla y tuvo que repartir entre nosotros. Durante la visita sólo faltó que
lo arrullara como bebé, y si no lo hizo fue porque a él le daba vergüenza tanto
arrumaco y además tenía que montar guardia. Fue víctima de nuestras bromas
pesadas alusivas al desmesurado atractivo sexual de su madre.

Las visitas siempre fueron especiales. De vez en cuando se enrollaban la


hermana o prima de un soldado con otro, ya fuera por novelesco amor juvenil a
primera vista, o por desenfrenada pasión hormonal. Algunas chicas seducían a
los oficiales para lograr alguna prebenda para su familiar. Algunos oficiales se
aprovechaban de su autoridad para conseguir favores sexuales de esa manera.

Por la tarde, el Capitán departió con nosotros en la fiesta improvisada con una
modesta disco móvil alimentada por un generador portátil, que fue llevada por
los políticos. Se puso música bailable para todos los gustos y se repartió la
cuota de cervezas. La pista de baile se ubicó en el terreno más plano
disponible. García (Trom) era un trompo bailando cumbias. Le pidió al
encargado de la música que le pusiera las cumbias y vallenatos más arranca
montes que tuviera a mano, de esas que suenan cuando el chinamo huele a
machete. Se cruzó el fusil en la espalda y se lanzó al ruedo donde nos dejó a
todos con la boca abierta. Se movía sabroso el jodido, en compañía de la dama
de rojo que no se quedaba atrás en esos talentos. Le animábamos palmeando
y coreando.

Eso fue suficiente para empezar la competencia de baile entre las compañías y
pelotones. En las cumbias chinameras nadie le ganó a Trom, nadie, era
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imbatible. El que estuvo reñido, y en el que la segunda compañía se llevó los


honores fue en el de break-dance. Y es que más de la mitad de la segunda
estaba formada por pandilleros discotequeros. Esos tipos hicieron alarde de
destrezas en el baile del quiebre.

Por la noche, los que tenían mujeres que atender en cuestiones de amores,
fueron relevados de sus deberes por sus propios compañeros, que en gesto
solidario les cubrían de buena fe sus horas. Uno de ellos fue Trom quien no le
dio tregua a la hamaca con su dama de rojo siempre dispuesta. El Gato y el
Chele también recibieron la envidiable visita, así que los que no teníamos mujer
hicimos horas extras de guardia, que transcurrían en interminables charlas con
otro compañero sobre lo bonita que era la hermana de tal o cual soldado, de lo
afortunados que eran los que estaban con sus mujeres, de las justificadas
ausencias de las novias de cada uno, o de algún polvo de gallo imaginado,
echado o deseado, fortuito y furtivo con alguna chica familiar de alguno.

Las visitas, como todo, llegaban a su fin. Lágrimas, besos, abrazos de


despedida, bendiciones de las madres, consejos de los padres, promesas de
amor de las parejas viejas y de las recién enrolladas, envío de saludos a los
familiares en la ciudad, y eternas despedidas con la mano cuando los vehículos
con los civiles arrancaban de regreso a sus vidas, y los soldados quedábamos
ahí, para continuar la búsqueda de la vida o de la muerte.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

MADRE DE CUALQUIERA

Existen fantasmas del pasado que nos persiguen. Espíritus buenos y malos
que habitan la memoria, y que regresan de vez en cuando para recordarnos
que se debe estar agradecido por la vida y la salud.

El monte es duro, sobre todo para quien no se ha criado en él. Para la gente de
la ciudad es difícil y la selva no perdona. Esa naturaleza magnífica y maléfica,
puede ser un ángel protector o cruel verdugo si no respetas sus normas. La
montaña te alimenta, te esconde y te da refugio. Sólo hay que aprender. Es
una gran escuela de colegiatura cara. Se puede pagar al contado o a plazos,
pero tarde o temprano te cobra.

La factura de la primera cuota la recibí una mañana calurosa. Ese día


estábamos en el puesto de mando y sentí el malestar general característico,
que no reconocí en aquel momento, pero en el futuro aprendí a identificar casi
a nivel de experto: cefalea y tinnitus desesperantes; el palpitar capital que
anuncia inequívocamente que estás enfermo; el frío glacial que hiere los
huesos; y un vahído repentino el cual me hizo sucumbir a la tentación de
tenderme en el suelo en cualquier rincón. Me tumbé detrás de unas cajas de
municiones, totalmente anónimo, no quería que nadie me molestara. Los ojos
me ardían y la fiebre me abrasaba. El suelo duro y polvoso del almacén de
armamento me pareció el colchón más suave y delicioso del mundo.

Dormí no sé cuántas horas y me desperté empapado en sudor, aturdido, con


náuseas discretas que al siguiente minuto se convertían en emesis franca y
agresiva. Eché fuera hasta lo que no había comido. El vértigo in crescendo y la
fatiga respiratoria me convencieron de ir al puesto médico.

El sol brillaba en el cenit y las decenas de metros que me separaban de la


enfermería me parecieron kilómetros. La vista empezó a borrarse y los
párpados a pesar como plomo. Continué vomitando, pero sólo jugo gástrico y
bilis, una y otra vez.

Llegué al puesto médico que estaba ubicado en esas fechas en una


construcción hecha de losetas prefabricadas. Afuera había una banca de
madera áspera y sin pintar. Llegué con dificultad. Entré al puesto médico y de
un pequeño cuarto que hacía de oficina salían carcajadas libertinas de hombre
y mujer. Toqué la puerta. Apareció una mujer vestida de camuflaje, que resultó
ser la enfermera. Mal encarada, no disimulaba la molestia que le causó la
interrupción que un irrespetuoso soldado enfermo hizo a su rutina de
cachondeo con el médico del Batallón. Con mirada de desprecio y actitud
repugnante me preguntó qué quería. Con voz enferma le respondí. Con un
gesto despectivo me ordenó esperar afuera, en la banca de madera. Con
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

obediente disciplina, me senté en la banca a esperar. Ellos continuaron riendo


a mandíbula batiente como si nada.

El mareo y la regurgitación empeoraban. Vómitos secos, taquicardia, y más


jugos gástricos fuera. El personal del consultorio me ignoraba por completo
entre risas estridentes. Puse la mochila, la pechera y el fusil en el suelo y me
acosté en la banca en busca de la postura menos incómoda para esperar con
resignada paciencia a que al médico le diera la gana de atenderme. Las
arcadas no me dejaron reposar, y descargué las entrañas sobre la puerta del
local. Un sanitario que entraba en ese momento me ayudó a levantarme, pero
no pudo conmigo. Yo no podía sostenerme sobre mis piernas. Llamó a otro
soldado y entre ambos me acostaron sobre una camilla. El médico salió de su
recreo notablemente disgustado, maldiciendo mi atrevimiento de haberle
ensuciado la entrada. Le pidió al sanitario información sobre mí, y este se limitó
a decir lo que sabía: estaba en la puerta medio desmayado y está hirviendo en
calentura. La enfermera me reconoció y dijo en tono peyorativo: este es el que
estaba esperándote. Con malos modos empezó a tomarme los signos vitales.
Abrí los ojos, pero sólo veía sombras. El techo y los objetos rotaban
descontrolados a mi alrededor acompañados de un zumbido hiriente de
cigarras bíblicas. Las pocas fuerzas que aún me quedaban me abandonaron.
Sentí cómo me quitaban el uniforme y las botas, escuchando en la lejanía
estuporosa, a varios planos de distancia, las voces de la enfermera y el
sanitario que le dictaban los datos de mis constantes al médico: hipotensión,
fiebre muy alta, taquicardia, deshidratación, debilidad y mal estado general.

Me pusieron un suero en cada brazo, el célebre lactato de Ringer ampliamente


usado en la época. Abría los ojos y sólo miraba la sombra blanca de la bata de
médico. Me desmayé. No supe más.

No sé cuánto tiempo había pasado cuando desperté, pero comprendí que


seguía en el mismo sitio. Ya podía ver mejor, me ponían paños húmedos en el
pecho, la frente y el abdomen. A mi lado estaba otro soldado de mi pelotón,
enfermo, presentaba un cuadro clínico idéntico. Era fuerte y musculoso, le
decíamos el Moreno. También estaba canalizado a doble vía y empezó a
convulsionar con tal virulencia que casi caía de la camilla. El médico empezó a
preocuparse, la cosa tenía mala pinta.

Yo estaba mal, pero mi vecino estaba peor, no paraba de convulsionar por la


calentura. Le inyectaban anticonvulsivos, antipiréticos, y lo bañaban, sin éxito.
Más soldados enfermos llegaban. En total fuimos cinco, todos de la misma
compañía.

Me llevaron a una cama desnuda y polvorienta, el sanitario me vistió con un


short azul tipo bóxer, de los baratos que nos daba el Ejército en esos tiempos.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

La enfermera, el médico y el sanitario empezaron a ganarse el sueldo


atendiendo el evidente brote de enfermedad tropical.

La tarde avanzaba y el inclemente sol del trópico entraba por una ventana sin
cortinas cayendo directamente sobre mí. El techo seguía girando y la basca
seca no me daba tregua. El malestar general era tal, que me hizo ignorar por
completo los piquetes del millón de pulgas que vivían en el colchón. Empeoré
con diarrea. Con mucha dificultad y ayudado por dos sanitarios llegué hasta el
escusado que dejó oír en estéreo el chorro de agua a presión que arrojaba mi
intestino. Así estuve el resto de la tarde yendo y viniendo al escusado. Suero
tras suero y en el NPO (nada por vía oral) que el médico ordenó para nosotros.
Nos sacaron muestras de sangre, nos inyectaron ya no sé ni cuantas veces en
las nalgas. Todos estábamos en un estado calamitoso, pero el más perjudicado
era el Moreno que no cesaba de convulsionar.

Sentía una sed terrible, le pedía agua al sanitario quien llenaba mi cantimplora
con el agua de un barril que estaba en el patio, que recolectaba el agua de
lluvia que bajaba por un canal desde el techo. Bebía con avidez, pero
segundos después la devolvía por abajo y por arriba. El sanitario empezaba a
fastidiarse, pero no nos dejaba solos.

Llegó el Capitán a vernos a petición del médico, quien le solicitaba con


urgencia la evacuación del Moreno. El Capitán no autorizó que la ambulancia
saliera esa tarde para el Hospital Militar de la Región, justificando la decisión
con el argumento de que era demasiado arriesgado a esas horas mover un
vehículo por el peligro inminente de una emboscada sobre la vía, que mejor lo
harían por la mañana a primera hora.
El Moreno dejó de convulsionar a las ocho de la noche. No se movió más.
Murió.
Los que estábamos ahí lo vimos quedarse quieto con los ojos abiertos y en
blanco, con su boca llena de saliva espumosa. Un silencio sepulcral invadió la
barraca, mientras los demás nos mirábamos en un espejo macabro, aviso
siniestro que la muerte esperaba agazapada.

Se llevaron el cadáver del chico de diecisiete años para no sé dónde esa


noche. Al día siguiente enviaron el cuerpo al Hospital Militar en un camión,
junto a nuestras muestras de sangre. De día, el riesgo de una emboscada era
menor y un sólo muerto, según el Capitán, era una pérdida aceptable. Mejor
arriesgar la vida de un sólo hombre y no la de varios por tratar de salvarlo. Una
pérdida aceptable, en eso se convirtió el Moreno.

El médico sospechaba que era malaria, pero lo desconcertaba la forma


atípicamente agresiva con que se presentó. El tratamiento empírico empezó

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

con las célebres Amalac (cloroquina inyectable) intramusculares para todos los
enfermos y cloroquina en comprimidos para los no enfermos.

Lo ridículo del caso, era que los zancudos abundaban en el puesto médico, y el
barril de donde tomábamos agua era su condominio y sala de maternidad.
Todos sabemos que la malaria y el dengue son enfermedades vectoriales,
transmitidas por mosquitos. Pero no hubo mosquiteros ni fumigación.

El médico era un tipo frustrado, que no disimulaba su amargura por haber sido
reclutado a la fuerza. Todo su mal carácter lo descargaba sobre sus pacientes.
No se había graduado aún. En esa época reclutaban a todos los estudiantes de
medicina que hubieran aprobado el bloque de cirugía, que se cursaba en
cuarto año y los enviaban como médicos de batallón a las diferentes unidades
militares, con privilegios de oficial, eso sí, y con un salario envidiable. Pero ese
tipo parecía que desayunaba limones agrios todas las mañanas: repugnante,
malcriado, con una permanente expresión de enojo.

La enfermera no se quedaba atrás, era una mujer como de un metro sesenta,


hermosa, piel morena, cabello largo, lacio y oscuro enrollado todo el tiempo.
Cuerpo sexy en uniforme militar, técnicamente conocedora de su oficio, pero
con una carencia absoluta de don de gentes y de calor humano, concepto este
último, que según parece, se limitaba a la cama… y no precisamente a la del
enfermo. Al igual que el médico, permanecía todo el tiempo con cara de
cobrador de cartera de morosos. Léxico barriobajero, maquillaje exagerado con
sombras azules en los párpados, coloretes en las mejillas, escarcha en la
frente y labios pintados en rojo-puta.

Las primeras cuarenta y ocho horas fueron de pesadilla. Suero tras suero en la
vena, en ambos brazos, levantándome más de diez veces por la noche al
escusado. Sólo me faltó echar las tripas por sus extremos. Me habían echado
agua encima para bajar la fiebre cualquier cantidad de veces, pero llevaba casi
una semana sin bañarme como se debe, pues habíamos estado en el monte en
misión y no habíamos tenido tiempo de nada cuando surgió el brote. Así que, a
esas alturas ya hedía a cueva de león. El uniforme era el mismo de los últimos
quince días y apestaba a diablo. El tufo a PACUSO era manifiesto. El colchón
polvoso, sin sábanas, ni cobija, ni almohada. Ni siquiera se tomaron la molestia
de sacudir el polvo. La fiebre me visitaba varias veces al día con su frío polar
hiriente, moliendo cada fibra del cuerpo. El estómago cerrado.

Una mañana la enfermera se apareció con la comida en unos platos de


plástico. Frijoles fritos mantecosos, acompañados con un guineo cocido. No
podíamos ni ponernos de pie y la fulana puso la comida con malas maneras
sobre la mesa que estaba a la orilla de una de las paredes de la sala. ¡Ahí está
la comida! Dijo con repugnancia, el que tenga hambre que se levante… ¡Aquí
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

no tienen sirvienta! Dejó los platos sobre la mesa. Todos ignoramos la comida.
El vómito, la diarrea y la fiebre no nos daban tregua. Un ejército de moscas
empezó su festín sobre el despreciado alimento inmediatamente después que
la enfermera se marchara para encerrarse con el médico y seguir con sus
habituales juergas.

Llamé al sanitario del puesto médico. Le ofrecí quinientos pesos de la época


para que me lavara el uniforme, mi sábana y mis botas. Todas mis
pertenencias estaban hechas un asco, tenían encima el lodo y el sudor de
varios días en el monte. Yo andaba casi sin gastar el último mes de salario. El
tipo no sólo hizo lo que le pedí, sino que además lustró mis botas, sacudió la
cama, me ayudó a darme un baño, me consiguió una sábana vieja para no
estar sobre el colchón pelado y me dio unos periódicos para usar como papel
higiénico. De algo estoy más que convencido, y es que para bien o para mal, la
corrupción agiliza la burocracia. Gasté todo el dinero que poseía en propinas
para el sanitario. Así logré pasarla, ya no mejor, sino menos peor.

La contextura física me ayudó soportar la enfermedad. Todos mis compañeros


de patología fueron evacuados hacia el Hospital Militar uno a uno conforme
empeoraban. Hasta que quedé solo. No comía, el estómago continuaba
cerrado. Me mantenían a pura dextrosa intravenosa.

Empecé a mejorar lentamente. Lo noté porque ya no ignoraba los piquetes del


millón de pulgas que cohabitaban conmigo en el colchón. Ya podía ir solo al
escusado y a llenar mi cantimplora al barril del patio usando un pañuelo para
filtrar las larvas de zancudos. El sanitario me cambió a otra cama con menos
pulgas y me consiguió una almohada. Todo eso producto de la respectiva
mordida, naturalmente.

En esa situación, con diecisiete años, soldado de infantería en un país en


guerra civil, con el futuro limitado a sobrevivir, lejos de tu casa, malviviendo en
el puesto médico de un batallón, viviendo a diario la miseria humana, sin
saborear la juventud ni la familia, en ese momento tan difícil y duro, un ángel de
la guarda se apareció en mi vida: una mujer civil de unos cuarenta y cinco o
cincuenta años llegaba hasta el puesto médico a visitarme. Me llevó una radio
de transistores para que oyera música, una bolsa con caramelos y limonada
caliente. Me daba de beber la limonada que sabía riquísima, fuerte, con
bastante azúcar y sal. Me llevaba sopitas, pan y lo que podía. La mujer llegaba
todas las noches sin falta a cuidarme y no me conocía. Fue un ángel de Dios.
Cuidar a un completo desconocido, en un campamento militar con cientos de
hombres y por la noche. Era una campesina pobre, que vivía cerca de la base.
Conversaba conmigo de cualquier cosa y me llevaba lo que podía para que yo
comiera. Los caramelos en particular fueron perfectos para pasar los días. Me
cuidaba como una madre cuida a su hijo adolescente, confortándome al pie de
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mi cama, colocando y cambiando las compresas de agua fresca para paliar la


fiebre, dándome de beber y de comer en la boca mientras me acariciaba el
cabello maternalmente.

Cuando uno está enfermo, el estómago rechaza casi todo alimento, aun siendo
el de la propia casa, ya no hablemos del mal elaborado rancho militar de
higiene dudosa. La mujer llegaba todas las noches y se preocupaba por mí de
todo corazón.

Una noche le pregunté: ¿Por qué me ayudaba? ¿Por qué me daba de comer y
me cuidaba de esa manera siendo un completo desconocido? Lo que estaba
haciendo por mí no tenía cómo pagárselo, y a los militares nos movilizaban en
cualquier momento y probablemente no la volvería a ver.

Con el rostro esbozando una tenue sonrisa de resignación, mirando a la nada y


con la voz quebrada al borde de la lágrima me dijo: «Yo tengo un hijo que tiene
tu edad… anda en el Servicio Militar igual que vos… no sé dónde está… y si él
estuviera enfermo, me gustaría que alguien lo cuidara… por eso te cuido a
vos… porque quiero que alguien haga lo mismo por él si lo necesita». Me
sobaba la frente como si fuese mi propia madre. Me brindó cariño como si yo
fuese su hijo ausente. Me cuidó los días que estuve ahí, sin falta, todas las
noches.

Una noche escuchamos un combate cerca de la base. El sanitario llegó


apresurado y me dijo que estaban atacando a la segunda compañía a un par
de kilómetros del puesto de mando. Me transmitió las órdenes del Capitán:
todos los hombres disponibles debíamos ir al combate, incluyendo los
enfermos. Mi compañía iba rumbo al lugar y debía unirme a ellos. Me dijo eso y
se fue mochila al hombro con fusil y pechera. Me vestí, me equipé y armé.
Esperé sentado en la cama. El médico llegó sofocado, y con marcada
excitación me ordenó que saliera del puesto médico y me uniera a los hombres
que se dirigían a reforzar el combate. Le dije que me sentía enfermo y que no
estaba en condiciones para aguantar un combate nocturno. Me repitió sus
órdenes a gritos, sazonándolas con mentadas de madre y otros insultos.

Salí con él del puesto médico. Todos corrían. Las baterías de morteros
lanzaban granada tras granada. Los operadores de las Arañas (lanzagranadas
múltiples AGS17) corrían en dirección del tiroteo, buscando posición para abrir
fuego.
La segunda y la cuarta compañía repelían el ataque a una cooperativa vecina.
Ráfagas de trazadoras y bengalas iluminaban la oscuridad como mortales
fuegos de artificio. La noche retumbaba con el ensordecedor sonido de cientos
de fusiles escupiendo balas.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Al parecer, el enemigo tenía mala información de inteligencia y no contaban


con la presencia de las tropas ahí. Caminé más o menos doscientos metros
hacia el lugar de la balacera. Todos se apresuraban hacia el sitio. Empecé a
marearme, las piernas me flaqueaban, así que decidí regresar. Era una locura
continuar, no estaba en condiciones, ni físicas ni morales para eso. Llevaba
días en cama, prácticamente sin comer, y me enviaban a combatir al monte de
noche.

Al pasar cerca de las baterías de morteros el médico me vio. Esta vez me ladró
sus órdenes. Di la vuelta y en un descuido suyo me metí el dedo en la boca y
me provoqué el vómito. Cuando me vio no tuvo más remedio que ordenar que
regresara al puesto médico. No sospechó lo que hice, de haberse enterado me
hubiese mandado a echar preso sin dudarlo. Y es que la actitud de algunos
militares es ilógica, tan carente de sentido común que raya en lo absurdo. No
es porque hable de mí, pero ¿qué sentido tenía enviar a un hombre enfermo,
que no había comido en varios días, débil y convaleciente a combatir de
noche? ¡Una baja segura! Y yo no quería terminar siendo una «pérdida
aceptable».

Esa noche, la segunda compañía tuvo dos heridos. Uno de ellos de gravedad.
La cuarta compañía tuvo un herido: el sanitario de mi pelotón. Tenía quemada
la mitad derecha de la cara incluyendo el ojo. Los muchachos lo llevaron al
puesto médico con un apósito tapándole la lesión. El Sani, como le
llamábamos, estaba animado, no se desmoralizó o por lo menos lo disimuló
bien. Sonreía como siempre. Me acerqué a saludarlo. El Sani estaba contento
porque la lesión en el ojo significaba su baja definitiva del Ejército. Su guerra
había terminado. Le apreté la mano. En un breve instante, cuando nadie
observaba, se levantó el apósito del ojo y me lo mostró. La esclerótica y la
conjuntiva inundadas de sangre daban la impresión de que el ojo estaba
inservible. La piel de la órbita y el hemirostro estaban salpicados de ampollas
por las quemaduras de segundo grado. Me pidió que me acercara para
hablarme al oído. Me susurró: «Veo bien… el ojo está bien, veo claro… me
escuece, pero veo bien, le dije al médico que no veo nada, que sólo veo
chispas y luces… y me creyó… eso mismo voy a decir en el hospital… de ahí
nadie me saca hermano, ésta es la oportunidad de salir de esta mierda». Se
tapó el ojo y siguió actuando.

Los muchachos me saludaron y se despidieron de nosotros. Los heridos fueron


evacuados esa madrugada casi al amanecer. Al día siguiente, del hospital le
enviaron los resultados de los exámenes al mal aprendiz de Galeno con la
gente que evacuó a los heridos. Resultado: malaria por falciparum, la cepa más
agresiva del parásito. Por eso el cuadro atípico. El falciparum acabó con la vida
del Moreno y nos dejó mal parados a los demás. El médico se asustó. Fui

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

enviado al Hospital Militar. El médico no quería tener apestados ahí, además,


era asunto epidemiológico.

Después de casi cien kilómetros de viaje, llegamos al Hospital Militar de la


Región. Era de campaña, con personal y equipos de lo mejor del país
(considerando los estándares locales). Los helicópteros bajaban y subían
minuto a minuto. El viento de las aspas levantaba tormentas de polvo que
llegaban hasta los barracones de los pacientes. Camilleros y enfermeros
corrían de un lado a otro cargando hombres en camillas, bajando de los
helicópteros soldados heridos, moribundos y muertos. Un caos.
Los cadáveres de soldados muertos empaquetados en plástico negro, eran
colocados a orillas de la pista de aterrizaje. Los heridos en camillas de
campaña iban siendo acomodados en los pasillos donde no cabía más gente.

Caminé entre las decenas de chavalos heridos quejándose de dolor, sorteando


las camillas y pisando charcos de sangre. Un desagradable espectáculo de
dolor y muerte. Entré a la sala de emergencias con mi hoja de traslado en la
mano. Solo.

Acostados sobre dos típicas camillas militares de lona, estaban los cuerpos de
dos soldados muertos en la sala de emergencias. A uno le faltaba una pierna
desde la mitad del muslo, evidencia clara de amputación traumática por arma
de fuego de grueso calibre. El otro tenía el cuerpo perforado a balazos con
quemaduras en el abdomen y restos chamuscados de lo que fue su camisa.
Ambos rostros de soldados adolescentes con la palidez cadavérica de la
muerte reciente. Mis botas resbalaron sobre el suelo encharcado de sangre y
empedrado de coágulos.

Un médico negro en pantalón y botas militares, con camisa verde de quirófano,


estaba sentado en una silla de madera con los codos apoyados en un pequeño
escritorio, abrazándose la cabeza, con la cara de cansancio acumulado de
varias semanas sin descanso, claramente agotado por el trabajo sin fin en un
hospital militar de campaña en tiempos de guerra. Me miró con ojos
extenuados y tristes. Le di la hoja con el resumen clínico, la leyó. De buenas
maneras y con educación me dijo que no había sitio para mí en el hospital.
Estaban desbordados. Me ordenó que me fuera para mi casa. Me dio las
recetas, la hoja de baja por quince días y me despidió con amabilidad. Le
agradecí su gesto y su atención.

Ese hombre estaba harto de toda esa desgracia y miseria, pero al contrario que
su colega, el médico de mi batallón, su tono de voz era amable, pausado, como
pidiendo comprensión.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Mientras me alejaba de la sala de Emergencias, desde la pista de los


helicópteros llegaban más heridos. Pasé por la farmacia cambiando las recetas
y caminé hacia la salida. Le pedí un aventón al chofer de un jeep que iba al
pueblo. Me hizo el favor de llevarme hasta mi casa, que estaba en la ciudad, a
escasos kilómetros del Hospital Militar de la Región.

Estuve en casa al cuidado de mi familia hasta que me recuperé por completo


de la malaria. Me dieron de comer y beber toda suerte de pociones, caldos y
recetas levanta muertos de la cultura popular, de cuya efectividad puedo dar fe
ante notario.

El gusto no me duró mucho. Varios días después, al sentirme mejor, cometí la


imprudencia de salir a pasear por el pueblo una tarde. Me vio una patrulla de
Prevención y tres días más tarde estaba nuevamente con mi tropa.

De la señora que me cuidó no supe nada, hasta dieciséis años después,


cuando por fin decidí volver al lugar de todo aquello para buscarla y darle las
gracias. Nunca me dijo su nombre y ni siquiera recordaba su rostro.

Un domingo cogí el Jeep CJ7 de mi padre y me fui rumbo a una de las zonas
más selváticas del país. Reconocí los lugares. Con decepción y tristeza vi lo
que antes fue montaña y ahora no son más que despalados potreros para el
ganado. No sabía si las ganas de llorar que me asaltaban eran por los amargos
recuerdos de mi juventud o por ver la indiscriminada deforestación de la selva
tropical.

Yo sabía dónde estaba la casa de ella, pero los años no pasan en balde. Me
tomó más de una hora de idas y venidas sobre el mismo tramo del camino
hasta que logré dar con el lugar. Caminé hasta una casa de ladrillos nueva y
mucho más grande que la que yo evocaba. De la humilde vivienda de mis
recuerdos sólo quedaban escombros.

Una jauría de canes famélicos más ruidosos que agresivos salió a recibirme.
Una mujer joven estaba en la puerta. La saludé y le conté el objeto de mi visita.
Por las señas que le di recordó a la señora, quien precisamente les había
vendido la propiedad después de la guerra. Me dijo que había muerto en un
accidente de tráfico un par de años después de finalizado el conflicto. Le
pregunté si el hijo de aquella mujer había sobrevivido, pero la chica lo ignoraba.
Me contó que un yerno de la señora había caído en combate, pero del hijo no
sabía nada.

Durante varios segundos me quedé mudo, sin saber qué decir ni qué pensar.
Con pena y confusión. Luego conversé con ella unos minutos. Me despedí y le
di las gracias por la información y por su tiempo.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Hoy veo hacia el pasado, y recuerdo a la madre del soldado, como lo era su
hijo y como lo fui yo. Madre protectora del adolescente solo, hijo de cualquier
familia, de otra mujer como ella. Fue madre de cualquiera y nunca pude darle
las gracias.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

ASCENSO

Mis días de soldado estaban por cambiar. La suerte llamó a mis oídos una
tarde que escuché a los jefes de pelotón y al COI hablar de materialismo
dialéctico. La Sección Política les había mandado a todos ellos, unos folletos
de adoctrinamiento que debían estudiar como preparación para el examen
donde optarían a ser «Candidatos a Miembros del Partido», considerado el
máximo honor para los sandinistas en aquella época. Pobres ilusos. La verdad
es que fuimos un montón de tontos útiles que nos dejamos dar atol con el
dedo. Muchos arriesgaron la vida (muchos la perdieron) y sacrificaron la
juventud para obtener ridículos broches de lata o plástico que los acreditaban
como «miembros de la Juventud» o «miembros del Partido». Gracia a Dios mi
estupidez no llegó a esos extremos porque nunca he pertenecido a
organización política alguna.

Los pobres no sabían ni por dónde empezar. La mayoría de los oficiales del
EPS en ese tiempo tenían baja escolaridad, eran soldados permanentes,
oficiales empíricos que ascendían en grados por sus acciones más que por su
cultura. Ninguno de ellos a excepción de Silvio pasaba de tercero de primaria.

Era temprano, el sol aún brillaba en lo alto y esa tarde el COI decidió parar la
marcha y repasar con sus compañeros la información recibida del Partido.
Estaban más perdidos que perro en procesión tratando de descifrar a Marx, las
bases del capital y las leyes de la dialéctica. Me llamaron.

El COI con toda humildad me preguntó que si yo sabía de eso. Le dije que sí. Y
es que en el bachillerato estudiábamos sociología y economía política como
asignaturas curriculares, y en ellas estaban contenidas unidades de estudio de
los diferentes métodos y procesos sociales de producción. Además, era buen
alumno. Por otra parte, mi hermano mayor había leído El Capital y a su modo
me lo explicó, así que aquello fue una oportunidad de oro. Tomé el folleto para
ojearlo. El material era básico: las leyes de la dialéctica, los procesos sociales
de producción y las diferencias entre el capitalismo y el socialismo, el
imperialismo y el comunismo, etc.

Empecé la charla con mis nuevos alumnos que me escuchaban atentos e


interesados. Les expliqué de lo que me acordé, y lo que no, me lo inventé,
hasta dejarlos con la boca abierta a tal punto que todos decidieron
unánimemente ascenderme a sargento de compañía y ocupar temporalmente
el puesto de Político de Compañía, plaza vacante porque el Político anterior (un
oficial permanente) había desertado. El COI estaba contento porque por fin le
había entendido a la dialéctica marxista. Speedy y el Negro cambiaron su
actitud hacía a mí, mostrándome en lo posterior más respeto, y Silvio me
felicitó.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Inmediatamente me quitaron la PKM y se la encajaron al primero que pasó por


enfrente. Me dieron un fusil AK que no pesa nada y me invitaron a comer con
ellos.

Al día siguiente en formación hablé ante la tropa. El COI me dio un ejemplar de


Barricada, diario oficial del Gobierno para que lo leyera y comentara frente a la
compañía la coyuntura política y las noticias.

El COI presentó mi nuevo cargo ante la tropa, exaltando mis amplios


conocimientos sobre las bases de la política revolucionaria y mi sobrada
suficiencia para ejercer un puesto tan importante. Siguió hablando y
redundando en la presentación de mi nuevo cargo con marcado léxico
revolucionario. Yo, porte y aspecto, ante la mirada de sorpresa de algunos y de
risas contenidas de otros, me paseaba delante de la tropa todo circunspecto y
marcial. Interpreté mi papel con maestría, riéndome para mis adentros. Toda la
parafernalia sandinista me ha parecido siempre ridícula e innecesaria. El COI
me dio la palabra, y pronuncié mi discurso sobre la coyuntura sociopolítica del
momento con conveniente fluidez, basándome en la información del diario
oficial del Gobierno usando la retórica rojinegra.

El COI me llamó con ellos para que les siguiera hablando de Marx y de Lenin.
De ahí en adelante la vida se me hizo más tranquila, ya tenía cargo de oficial y
me llamaban a reuniones con bastante frecuencia al puesto de mando del
batallón. Me dieron una agenda secreta, que no era más que una agenda
normal, pero con un hilo grueso atravesado en las hojas de lado a lado, con
sellos de seguridad en los extremos, de manera que si se arrancaba una hoja
el hilo rompía el sello. Esa agenda debía devolverse al Ejército una vez usada.

En el puesto de mando comía en el comedor de oficiales, donde la comida era


mejor y las cocineras empezaban a verme con otros ojos.

Cómo cambian las cosas cuando uno ya no es un simple soldado raso, cuando
ya comes con los oficiales, los jefes te consultan decisiones, te ofrecen cigarros
y te ven de otra manera. Esa fue una lección importante en mi vida, «a cómo te
ven te tratan», decía mi abuela, y tenía toda la razón del mundo. También
aprendí en aquel momento que entre más nivel de escolaridad se tenga, las
probabilidades de mejorar tu vida aumentan considerablemente.

Las reuniones de los políticos de compañía eran semanales o quincenales. Se


hablaba de los planes de visitas, de las órdenes del mando, de la moral de la
tropa, de los problemas en general y mucha, pero mucha paja culta, y a veces
no tan culta. Nunca faltaban un delegado del Partido y algún sapo de la
Juventud Sandinista, que llegaban en uniformes de campaña con fusiles
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

vírgenes a apoyar la labor «político-ideológica» que se hacía con los soldados


y la población civil. Se hacían planes para la proyección social del Ejército ante
la población, que no eran más que quijotescos alucines de algún revolucionario
de escritorio fumado de marihuana en la capital.

Lo bueno de esas reuniones era la comida. Cuando llegaban políticos del


Partido o de la Juventud nos daban de comer bistec con arroz, ensalada y
frescos de fruta, todo servido con largueza y barra libre.

Alguno que otro se tomaban el trabajo en serio, los que eran revolucionarios
románticos, «los agarra vara» como decíamos coloquialmente, pero la mayoría
estábamos ahí por venturosos azares del destino.

Una vez llegaron unos periodistas con el delegado de la Juventud Sandinista y


el Delegado Regional del Partido. Nos reunimos todos los políticos de
compañía y el Político del Batallón. Lo pasamos bien, departimos, nos
regalaron pañoletas rojinegras, distintivos de la Juventud y nos entrevistaron.
La entrevista la publicó Barricada junto con una foto de todos nosotros
formados. Todos los políticos de compañía teníamos al menos dos o tres años
de secundaria o bachillerato aprobados. Los cuadros en el Ejército escaseaban
y tener un mínimo de formación te cambiaba la vida.

De ese grupo en particular todos fuimos ocupando diferentes cargos como


suboficiales en nuestro servicio de ahí en adelante. No todos como políticos,
cargo moralmente despreciable, la verdad, sino en diferentes funciones dentro
de la estructura castrense. Los días de soldado raso tirador, fusilero, estaban
terminando. Quiero aclarar que fue la única vez que fui político, pues no sirvo
para ser sapo. Aquello fue circunstancial y me aproveché de ello.

83
Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

UN PAPEL SOBRE EL BURÓ

A esas alturas de la guerra, el EPS tenía seria escasez de personal


medianamente capacitado para ocupar mandos intermedios tanto en las
unidades de combate como en las de retaguardia. Los recursos humanos del
país se estaban agotando.

Algunos fuimos enviados al Estado Mayor de la Región Militar a una


capacitación para suboficiales con rangos de sargento tercero.

Era víspera de navidad y se nos autorizó para salir en el primer medio de pase.
Se le llamaba medio, porque la mitad del personal salía de permiso para
navidad y la otra mitad para fin de año y año nuevo. No me cambié el uniforme
de campaña. Llegué a mi casa como andaba con equipo y arma. Me bajé del
taxi. Mi mama en cuanto vio el vehículo salió a la calle para recibirme con mil
abrazos y cien besos. Me abrazaba con fuerza y me decía: «¡Mi muchachito!».
Mi papa también estaba en casa y me recibió con alegría.

Estaba en casa. Me parecía un palacio. Mi cama, la mejor del mundo. Comí la


comida casera que es la mejor del universo. Ni el restaurante más caro, ni el
más gourmet podrán nunca superar la cuchara de la casa materna, nunca. Mi
abuela llena de felicidad. Dormí no sé cuántas horas seguidas.

Mi madre me entregó un sobre cerrado con mi nombre escrito. Adentro, una


carta perfumada de despedida. Sobre el papel: un beso marcado con lápiz
labial. Una foto especialmente tomada para mí. Un te quiero en el anverso. Se
había marchado a mediados de diciembre para Estados Unidos a reunirse con
su madre. Nunca más supe de ella. Los teléfonos estaban permanentemente
intervenidos. Recibir o hacer llamadas al país «enemigo de la humanidad»,
como le decía el Gobierno, era buscarse problemas con la Seguridad del
Estado. No podía dejar de extrañarla. Su presencia era más importante que
nunca para mí en aquel momento. Pero así es la vida y las lecciones de
separación de los seres queridos empiezan temprano.

Algo en mí había cambiado irreversiblemente. Había madurado con rapidez, a


la fuerza. Me sentía vacío por dentro. Caminé por las calles del pueblo en
zapatillas deportivas que me daban la sensación de pisar nubes de algodón.
De civil. Liviano, sin mochila, sin arma ni equipo. Sentí que podía saltar y llegar
a la luna. Las calles del pueblo ya no eran las mismas. Alguna gente, un par de
señoras «de familia» y una que otra excompañera de clases me retiraron el
saludo, ahora era piricuaco. Para mucha gente éramos los malos de la película.

Comía menos. En la casa me servían la comida como si tratasen de revivir a un


muerto. El cuerpo flaco como nunca antes y como nunca más. El espíritu
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

contaminado. La memoria con más recuerdos de los que quería, recuerdos que
hoy saltan de mi cabeza a mayor velocidad que la que tienen mis dedos para
escribirlos. Nunca más he vuelto a ser el mismo desde entonces, desde que
me puse por primera vez el uniforme y empuñé un fusil.

La guerra continuaba. Los acuerdos de Sapoa habían dado una luz de


esperanza, y aunque la intensidad de la guerra había descendido y asomaban
remotas intenciones de un cese al fuego, los que carecíamos de la visión global
del conflicto no le veíamos un final tan pronto.

Ese diciembre fue bueno para mi familia y para mí. En la mesa se sirvió la
tradicional gallina navideña con relleno, pan hecho en horno de leña de la
panadería del barrio, whisky que mi viejo conseguía de contrabando y
mantenía siempre para ocasiones especiales, arroz con leche, en fin, la cena
navideña del hogar.

Estuve esos días de permiso disfrutando de la paz y tranquilidad de la casa.


Me presenté a la unidad en tiempo y forma como era requerido. Esos días eran
de vacaciones para las unidades permanentes, pero no para las tropas que
seguían en el monte, aunque generalmente para esas fechas había una tregua
no pactada. También los Contras tenían familia.

Mis tiempos mejoraban, pero mis compañeros seguían arriesgando el pellejo.


Del pelotón, Calixto y yo habíamos sido ascendidos. El Sani había sido herido
en un ojo y estaba de baja. Frijol desaparecido. El Moreno y un chavalo de otra
escuadra, muertos. El resto seguían ahí, en el monte. Pensé en ellos. ¿Dónde
estarán? ¿Tendrán hambre? Seguro que sí, porque el hambre en campaña es
cuasi permanente. Mientras, nosotros en el Estado Mayor comiendo los tres
tiempos, durmiendo bajo techo, bañándonos todos los días y con ropa limpia,
gastábamos las horas ociosas de las tardes de finales de diciembre en torneos
improvisados de baloncesto y voleibol. Recuerdo a un teniente primero, medio
gordo de Managua que era bueno jugando basketball. Por su forma de jugar y
de expresarse, se intuía un pasado deportivo colegial exitoso. Al contrario que
otros oficiales, jugaba con nosotros como un igual, sin camisa no valen rangos
decía. Discutía y maldecía como cualquier soldado. Después de la guerra mató
a un civil en un bar discutiendo por la música de una roconola y terminó en la
cárcel.

El treinta y uno de diciembre no resistí la tentación y me «libretié» (ausente sin


permiso). Llegué a mi casa al final de la tarde. Me di un baño y me puse de
civil. No había terminado de vestirme cuando un jeep militar estacionó frente a
la casa. Dos oficiales llegaban por mí. Me puse otra vez el uniforme mientras
mi viejo los hacía pasar. Pensé para mí que la broma me costaría como mínimo
una semana en la chiquita. Mi viejo se adelantó y tomó la iniciativa: con
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

elegante amabilidad invitó a los oficiales a pasar y sentarse, inflándoles los


rangos con estilo, fingiendo desconocer los distintivos. Les ofreció una copa,
que aceptaron con rogada educación al principio, pero con marcado
entusiasmo cuando reconocieron la botella de Johnnie Walker Black Label que
mi viejo sacó. Mi mama les sirvió unas bocas.

Cuando salí, listo, de uniforme y mochila al hombro, ya estaban con la camisa


desabotonada riéndose a carcajadas de los chistes de mi papa fumando
Marlboro que mi viejo conseguía de vez en cuando de contrabando.
—¡Ideay, chavalo! ¡No jodás!, para la próxima avisá que venís para tu
casa, no hay falla hombre. ¡FELIZ AÑO NUEVO! —me dijo riendo un teniente
de dientes salteados mientras levantaba su vaso para brindar.

Se fueron de la casa por la madrugada bien cenados, borrachos y


despidiéndose con mil abrazos y sonrisas de camaradería como grandes
amigos de mi viejo. Me presenté el dos de enero al Estado Mayor.

Año nuevo 1989. El combate tardó aproximadamente una hora. Fue una
emboscada en el monte cerca de la colonia La Fonseca, municipio de Nueva
Guinea. La Contra los sorprendió. Los chavalos se pararon con garra, pero al
final fueron masacrados. Un teniente de la oficina de O y M le pasó una hoja de
papel a uno de los secretarios diciéndole: «dale de baja a estos, sácalos de la
nómina». El secretario puso sobre el escritorio la hoja donde se leía:

Ejército Popular Sandinista


5.a Región Militar
53 Brigada de Infantería.
05/01/1989.

Caídos en combate: los nombres del Chele, el Gato, el Pelón, el Kaibil,


Salgado, García, junto a varios más.

Hasta ahí llegaron sus vidas, su sangre y sus sueños. Sobre el buró de un
miembro del Partido, en la estadística, en una página cuadriculada donde se
anotan los vivos y los muertos. Los nombres no importan, sólo las cifras.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

EL BUS

La 5.a Región Militar del EPS tenía el tamaño y la fuerza de una división ligera
de infantería, entre diez y doce mil hombres aproximadamente, repartidos en
seis Brigadas de Infantería (BI) y seis Batallones de Lucha Irregular (BLI),
distribuidos por todas las zonas de combate, apoyados por una flota completa
de helicópteros artillados, un hospital militar y varios batallones de artillería
pesada.

Toda esa cantidad de gente requería un tren logístico ininterrumpido para


garantizar su capacidad operativa: alimentos, vestuario, botas, armamento,
munición, pertrechos, combustible, salarios, material médico, etc. Una labor sin
descanso para las unidades de retaguardia. «Los ejércitos marchan sobre sus
estómagos» acuñó Napoleón Bonaparte. Para hacer funcionar ese monstruo
logístico se necesitaba personal administrativo trabajando a tiempo completo.

El centro neural de toda esa logística estaba ubicado en la base militar llamada
Las Colinas, en las afueras de Juigalpa. Era un enorme complejo castrense
que alojaba todas las oficinas, almacenes, depósitos y talleres necesarios para
mantener el flujo constante de suministros que demandaban todas las unidades
de combate veinticuatro horas al día. En Las Colinas se ubicaban también la
base principal de la Fuerza Aérea, el Estado Mayor y el Puesto de Mando de la
Región Militar.

Unos mil doscientos hombres y mujeres mantenían la máquina funcionando sin


descanso. Todo ese personal necesitaba como es lógico, servicios básicos
para la vida diaria. Nicaragua tiene un envidiable volumen de precipitaciones
anuales y posee abundantes fuentes naturales de agua, pero uno de los
grandes problemas de muchos pueblos y ciudades, es la falta de
infraestructuras para el abastecimiento del vital líquido. En la década de los
ochenta ese problema era aún más grave. El Ejército, pese a que en aquellos
tiempos tenía la prioridad en todo, no era ajeno a esa problemática.

En todas las oficinas y barracas en Las Colinas, existían aseos con inodoro y
ducha. El problema era la escasez de agua, la cual llegaba sólo dos veces por
semana y había que almacenarla en barriles para los usos varios de aseo del
personal y limpieza de las instalaciones. El agua era y sigue siendo
paradójicamente, un bien escaso y valioso. En verano, la situación empeoraba.

Una mañana, a un lado del camino que iba hacia el helipuerto, a mano
izquierda, a unos doscientos metros de unos bloques de oficinas, una
retroexcavadora del Cuerpo de Ingenieros cavó un gigantesco agujero, de unos
doce metros de largo, por unos cuatro o cinco de ancho y como mínimo tres de
profundidad. Una cuadrilla de Campamento y Vivienda construyó en una

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

mañana, encima del agujero, una caseta de madera rústica y techo de zinc: era
una letrina colectiva, pensada para paliar el problema.

Por dentro tenía una serie de rústicas letrinas de cemento, colocadas una al
lado de la otra, sin separación alguna, organizadas en tres filas de diez.
Inmediatamente fue bautizada como el Bus. Un tabique de madera dividía al
Bus en dos secciones: una para mujeres, más pequeña y otra para varones,
más grande. En los primeros días de servicio del Bus, las chicas tapizaron con
periódicos las rendijas de su lado del biombo, para evitar los desagradables
espionajes morbosos de los varones. Se suponía que el Bus era para todos por
igual, pero terminó siendo usado casi en exclusividad por los suboficiales y
soldados del Servicio Militar Obligatorio, pues los oficiales permanentes se
reservaban para sí el privilegio de defecar en inodoro, resguardando
celosamente ese «plus», bajo llave y candado.

En poco tiempo, el Bus se convirtió en algo más que una simple letrina. Era un
sitio en el que, por la concurrencia de soldadesca variopinta y la ausencia de
oficiales permanentes, se prestaba como el único lugar seguro para hablar y
opinar sin tapujos sobre la coyuntura, usando nuestro lenguaje normal alejado
de la retórica revolucionaria. En el Bus se fumaba, leíamos ejemplares de los
diarios oficiales: Barricada y El Nuevo Diario, que se amontonaban tirados por
el suelo, pues por lo general, sólo servían para limpiarse el cheto. Las fotos de
los comandantes de la revolución eran las más cotizadas para afinar la puntería
y ensuciarlas durante la limpieza de tan íntimo agujero corporal. El semanario
La Semana Cómica era más respetado por su indudable calidad artística y
además porque el propio Roger Sánchez (su director) fue censurado varias
veces acusado de irrespetuoso por la Dirección de Medios de Comunicación. El
Bus era un sitio donde se desahogaban las frustraciones de una generación
que fue abusada por el gobierno de la época.

Nunca supe quién o quiénes dibujaron sobre cartones varios tableros de


ajedrez que estaban disponibles en el Bus colgados en clavos
estratégicamente colocados, junto a una bolsa plástica llena de tapas de
chibolas de Fresquitos D´lago fabricados en Granada, que servían como fichas
para echarse una partida de damas chinas con el compañero que estaba
deponiendo enfrente de uno. Cuando la concurrencia era suficientemente
numerosa, se hacían verdaderos torneos de tablero.

Al mediodía, después de comer, era la hora pico en el Bus, se llenaba.


Entonces, mientras uno esperaba turno haciendo molote en la puerta, se
departía en pleno estado de relajación, trasgrediendo cómodamente el porte y
aspecto, gastándonos bromas pesadas, fumando, aventando flatos recia y
francamente, y acordándonos de la progenitora de algún oficial cabrón que sin
duda era una santa, pero había parido a un hijo de la gran puta.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

El Bus era pura democracia: ahí no había rangos, ni cargos, ni saludos, ni


clases sociales, ni diferencias entre suboficiales y soldados. Todos éramos
iguales. Si algún suboficial subidito de tono (sobre todo algún recién trasferido
desde Managua) se atrevía a exigirle cortesía militar a algún soldado, aquel
contestaba con una mentada de madre u otra vulgaridad acompañada de una
señal obscena.

Desde la vida civil, estas anécdotas pueden verse de mala manera, pero la
digestión y sus productos son una parte importante en la vida de un soldado,
de hecho, el noventa por ciento de su léxico proviene de ahí. Los jóvenes
civiles en tiempos de paz se reúnen en bares, terrazas o cafeterías para
departir. Nosotros, jóvenes soldados, en aquellos años no podíamos hacer eso,
pero en Las Colinas teníamos el Bus.

No fumo y nunca he sido fumador, pero sentado en el Bus me tiraba mi


cigarrito Alas, más que todo porque prefiero el olor a tabaco que el tufo a ñaña.
Cuando los cigarros escaseaban, se compartía con el vecino, y este a su vez
con el de al lado y así el cigarro llegaba hasta el último de la fila y después
venía de regreso sólo la chiva.
En honor a la verdad, sentarse a echar una cagadita de gorrión (así se llamaba
el elefante) tranquilamente leyendo el periódico, sin prisas y con un cigarrito, es
uno de los placeres simples de la vida.

De vez en cuando, algún sapo de la Sección Política miembro de la Juventud


Sandinista, intentaba infiltrarse en las tertulias del Bus con el objetivo de caer
bien para luego «hacer consciencia a través del trabajo político-ideológico y
evitar desviaciones pequeño-burguesas en los compañeros». Como los
conocíamos a todos, los mandábamos a la mierda, con mentadas de madre y
arrojándoles bolas de papel periódico. Cuando alguno osaba empezar un
discurso revolucionario, algún vulgar lo interrumpía con un eructo de camionero
de esos que parecen freno de motor de tres culatas, seguidos de toscas
carcajadas, ordinarios abucheos y sonoras ventosidades fingidas con la boca.
Ninguno aguantaba el vulgareo y terminaban marchándose.

Cuando habían brotes de diarrea, durante la noche y por la madrugada se


miraba rojear el Bus con tanta brasa de cigarro (aquello parecía árbol de
navidad) sólo que, bajo esas circunstancias, de noche y con urgencia intestinal,
no había tiempo para tertulias.

Las moscas, cucarachas y demás plagas indeseables, se mantenían a raya


con fumigaciones periódicas y con capas de cal y aceite quemado procedente
de los talleres. Las fumigaciones empezaron gracias a que un primer oficial de
Sección con suficiente mando, llegó al Bus como usuario, algo raro, pues a ese
nivel tenían sus propios inodoros, pero en aquella ocasión no había agua, así

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

que no tuvo más remedio que ir al Bus. La versión oficial fue que al ver las
condiciones ordenó las fumigaciones quincenales para mantener aseado el
local, pero la verdad oculta es que al parecer una cucaracha le tocó el cheto
con los bigotes desde adentro del hoyo de la letrina, provocando el exabrupto
de aquel teniente primero que salió disgustado lanzado improperios. Sea como
fuere, a partir de esa visita el Bus se fumigaba a conciencia cada quince días.
También era fregado semanalmente por los soldados sancionados por alguna
indisciplina.

Ir al Bus a la hora pico era todo un ritual: uno cogía un periódico, se lo metía
bajo el sobaco, se aseguraba de llevar cigarros, fósforos y se dirigía al destino.
Algunos más refinados, amantes de la buena vida, se habían procurado aros
de inodoro para estar más cómodos y no poner las nalgas en el cemento
pelado. Por el camino nos íbamos encontrando con los camaradas y empezaba
la tertulia con las novedades y chismes de cuartel. Algunos llevaban naipes
para echarse un desmoche mientras hacían de vientre. Yo procuraba llevar
casi siempre un insecticida en espray para fumigar bien el hoyo antes de
sentarme, porque se siente feo que una cucaracha te toque el chispero con las
antenas.

Cuando había overbooking, muchos soldados no aguantaban la espera y


desahogaban sus urgencias al aire libre en un predio montoso a unas decenas
de metros del Bus. Ese era «el campo minado», si entrabas ahí podías pisar
una plasta de ñaña.

La profundidad del hoyo fue bien calculada por los ingenieros militares (¡faltaría
más!) pues pese a la elevada demanda y uso, tardó meses en llenarse hasta la
mitad. Lo sé porque había un jodido de la Sección de Operaciones (creo que
era analista de mapas) que era aficionado a la física y uno de sus hobbies era
calcular la profundidad midiendo el tiempo de la caída de la ñaña, cuyo impacto
contra el fondo se oía bien por el eco. Usaba un cronómetro digital para sus
mediciones. Yo creo que ese jodido hasta la estadística hacía. Era común verlo
en silencio tomando notas de sus cálculos tranquilamente antes de ponerse
con el crucigrama y el cigarrito de rigor. El Bus era para relajarse.

No me quedé mucho tiempo en esa unidad, sólo unos meses, hasta que mi
capitán se hartó de mis reiteradas indisciplinas y me transfirió a un batallón de
combate.

Pocas cosas me traen recuerdos divertidos de aquellos años, y el Bus es una


de ellas.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LOS CENICIENTOS

En la Nicaragua de los ochenta, durante la época del Servicio Militar Obligatorio


(SMO) eufemísticamente llamado Patriótico (SMP) la aptitud tanto física como
psicológica para la incorporación a las fuerzas armadas se clasificaba
principalmente en: Apto 1: totalmente apto para el servicio; Apto 2: no apto para
grandes esfuerzos físicos, pero apto para esfuerzos moderados; Apto 3: apto
para esfuerzos leves; No Apto.

El grado de aptitud lo decidían los médicos militares en revisiones rápidas y a


menudo negligentes que se realizaban por lo general en recintos llamados
Centros de Acopio (según el argot militar de la época), que no eran más que
improvisados campos de prisioneros donde encerraban a los conscriptos antes
de enviarlos a las escuelas de entrenamiento.

Una vez que los conscriptos eran encerrados en los Centros de Acopio, sólo
podían librarse del SMP si eran calificados como No Aptos, o echando mano de
alguna palanca política o militar.

Durante las revisiones médicas, algunos recién reclutados inventaban todo tipo
de padecimientos y síntomas, en infructuosos intentos de librarse.

—Doctor, es que yo padezco del estómago —decía un recluta con cara de


aflicción.
—A ver… enseñá —decía el médico mientras le palpaba la barriga con
expresión incrédula y despreocupada—. ¡No jodás! Vos no tenés nada,
algún cerote atravesado tenés, andá cagá y vas a ver que te componés.
Acto seguido sobre los documentos, el sello: APTO 1.
—¡Siguiente!

Entraba otro.

—Doctor, yo padezco de la rodilla y de artritis —decía.


—A ver, enseñá. —El médico procedía a la revisión, y continuaba—: ¡No
jodás! Sólo sos furulla, mínimo que para bailar break-dance te hacés un
colocho.
Concluía poniendo el fatídico resultado: APTO 1.
—¡Siguiente!

Pasaba otro.

—A ver vos, chavalo, quitáte la camisa. —Ordenaba el médico—. A ver,


respirá —decía mientras auscultaba.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

El recluta inspiraba, espiraba, inhalaba, exhalaba, con la esperanza que le


encontraran algo.

—¡Este maje está pijudo! —decía el galeno dando por concluida la


revisión. Apto 1.

Algunos se hacían pasar por locos ejecutando con mal actuada exageración,
descabelladas excentricidades, mamarrachadas y disparates intentando
parecer enajenados mentales. Sin éxito, naturalmente. Los médicos militares
eran totalmente inmunes a todas las argucias posibles.

A veces, padecimientos legítimos eran pasados por alto debido a esa


indiferente incredulidad. Hubo casos que fueron auténticos milagros o golpes
de suerte, según se vea. Conozco el caso de un epiléptico que debutó con su
primera convulsión en el camión que lo transportaba a la escuela de
entrenamiento. Ni siquiera él sabía que era epiléptico. Su mama orgullosa y
rebosante de alegría, le contaba emocionada a las amistades:
—¡Me lo declararon inútil porque es epiléptico! ¡Gracias a mi Diosito y a
la Virgen!
Ser declarado inútil daba caché. Era una suerte invaluable.

Conozco otro que debido al intenso estrés de la situación le dio un patatús que
terminó siendo una taquiarritmia. Aun así no le creyeron, pero como se
desmayó, lo mandaron al Hospital Militar, y el internista lo declaró No Apto por
un soplo cardíaco y la arritmia. Bailaba de contento.
—¡Padezco del «wacho» hermano! —decía con alegría desmesurada.
—¡Sos suertero maje no jodás, dichoso vos! —le replicaban algunos
amigos con auténtica envidia.

Las Compañías de Seguridad y Servicio eran las unidades «cenicientas» de


todas las bases militares, y estaban integradas casi en su totalidad por
soldados clasificados como Aptos 2 y 3, que por su nula o baja escolaridad no
estaban capacitados para trabajar en las oficinas. Por lo general eran soldados
humildes de extracción campesina. Además de su función de centinelas (una
de las principales), les asignaban todos los trabajos de servidumbre: había que
rajar leña: Seguridad y Servicio; había que acarrear agua: Seguridad y Servicio;
había que lavar los camiones: Seguridad y Servicio; había que fregar el suelo:
Seguridad y Servicio; había que lavar los inodoros y las letrinas: Seguridad y
Servicio; había que limpiar el comedor: Seguridad y Servicio; había que
chapear el monte: Seguridad y Servicio; había que barrer los patios: Seguridad
y Servicio; había que hacer una guardia vieja: Seguridad y Servicio; había que
hacer una mudanza: Seguridad y Servicio; había que recoger la basura:
Seguridad y Servicio; había que quemar rastrojos: Seguridad y Servicio; había

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

que lavar los cacharros de la cocina: Seguridad y Servicio. De manera burlesca


se les llamaba PTM (Para Toda Mierda).

También eran destinados a Seguridad y Servicio algunos soldados que por


haber sido heridos en combate pasaban de ser Apto 1 a ser Apto 2 o 3. Las
compañías de Seguridad y Servicio también fueron unidades de transición,
donde algunos hombres servían mientras sus unidades finales de destino
estaban listas. Por ejemplo, durante la construcción del Hospital Militar de la 5.a
RM muchos enfermeros fueron enviados a Seguridad y Servicio mientras los
ingenieros concluían la obra.

Vestían el uniforme verde olivo reglamentario de las bases militares de


retaguardia y eran los últimos en la escala de prioridad logística. Cuando las
botas estándar escaseaban, los calzaban con unos botines de caña baja más
duros que un kilo de piedras apodados «chavitos» en alusión a los zapatos que
usaba el Chavo del Ocho. Esos chavitos también eran comunes en los
batallones de reservistas cuida-puentes.

El lugar donde la jerarquía militar se afirmaba con mayor vehemencia, era en el


comedor. El comedor de Las Colinas estaba dividido en tres: comedor de jefes
y oficiales; comedor de suboficiales y comedor de soldados. En el primero
había mesas de cuatro plazas vestidas con manteles, con los enseres de aliño
al centro; sillas individuales enjuncadas; vajilla enlozada con vasos de vidrio;
cubiertos y servilletas. A los jefes de Sección y Primeros Oficiales (capitanes y
tenientes primeros) se les servía en la mesa. El resto de oficiales comían en el
mismo lugar y con los mismos privilegios, excepto el servicio de camareras.

Un galerón grande alojaba el comedor de suboficiales, clases y soldados, que


estaba amueblado con mesas desnudas de madera, tipo merendero. La
división física entre ambos era virtual, juntos, pero no revueltos, pero las
diferencias entre los tipos de alimentación y el tiempo para degustarla eran
manifiestas. Los soldados comían peor que los suboficiales, y debían hacerlo
en tiempo y forma, controlados reloj en mano por el Oficial de Guardia de
Comedor. Los suboficiales no teníamos límite de tiempo. Había que hacer fila
por la comida y retirarla por las ventanillas siguiendo un orden específico: en la
primera, el plato principal, en la siguiente el pan y en la última, la bebida. La
jerarquía era rotunda incluso dentro de los tipos de soldados: la Compañía de
Exploración (COE) era la primera en el orden de prioridad, y Seguridad y
Servicio era la última. Si no había pan para todos, Seguridad y Servicio se
quedaba sin pan, o sin refresco.

Creo, sin temor a equivocarme, que la mayoría de los suboficiales aprendimos


más de una lección de humildad por parte de los hombres de Seguridad y
Servicio. Recuerdo una vez que por indisciplina, a un grupo de suboficiales nos
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

enviaron varios días a comer con los soldados. Un día nos dieron de comer
unas sopas enlatadas rusas, abundantes en manteca de sabrá Dios qué tipo de
cetáceo, con guisantes y trozos de verduras. Venían en presentación de medio
galón. Las cocineras abrieron cientos de ellas, las vertieron en los calderos y
las hirvieron «mejorándolas» con trozos de sábalo real (Megalops atlanticus).
El sábalo real puede medir entre uno y dos metros y medio, y pesar entre cien
y doscientos kilos. El personal de cocina no era muy fino ni escrupuloso: los
tiraban en el suelo de la cocina, los lavaban rápidamente con mangueras, los
troceaban a hachazo limpio e iban directamente del suelo al caldero de la sopa
rusa.

Había una cocinera toda flaca, desaliñada, cara de tísica y con las manos
llenas de mezquinos, que solía servirnos la comida con la camiseta de trabajo
sin mangas toda sudada y hedionda a PACUSO. Ese día, nos sirvió el pinolillo.
La medida era un pocillo de aluminio de medio litro. Apoyando el sobaco
peludo en el borde de la cuba de acero inoxidable, sumergía una de sus manos
verrugosas hasta el fondo, removiendo el chingaste afanosamente. Decenas de
moscas flotaban sobre el pinolillo, junto a una mancha aceitosa color tornasol.
Cuando sacaba el brazo, se lo escurría sobre la barra de azulejos donde
despachaban la comida, la cual de por sí ya estaba empapada de agua
residual que embebía los bollos de pan.

La sopa rusa tenía un olor desagradable, que se sumaba al del pescado que es
el único alimento que aun estando fresco huele mal, atrayendo enjambres
imbatibles de millares de moscas.
A los soldados de Seguridad y Servicio hasta que les chiflaba el pelo corriendo
(pana en mano) de la covacha al comedor, con los ojos midriáticos de la
emoción: «¡HOY HAY SOPA, HAY SOPA, HOY HAY SOPA!», exclamaban
delirantes de júbilo. Hasta se relamían la manteca de los bigotes después de
empinarse las panadas de sopa. Yo los observaba con atención: comían con
hondo placer, chupando las espinas y las vértebras del pescado con los ojos en
blancos del deleite, lamiendo las panas con el pan hasta dejarlas limpias y
brillantes, repitiendo pinolillo, y reclamándole más payán a la cocinera.

Honestamente ese día intenté entrarle a la sopa: saqué las moscas con la
cuchara, las tiré y aparté un poco la capa flotante de grasa de un dedo de
espesor. Saqué mi pedazo del sábalo, que no era más que una vértebra
cartilaginosa con un trozo azul de carne atravesado por un espinón de a jeme
del calibre de una varilla de 1/8”. Lo quedé viendo todo afligido, con cara de
perro arrepentido. Miraba al soldado sentado enfrente de mí en pleno éxtasis
degustativo. No pude entrarle a la bendita sopa. Uno que estaba a la par mía y
acababa de lamer la pana me preguntó:
—Bróder, ¿no te vas a tirar la sopa?
—Parece que no, bróder — le respondí.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

—¡No jodás! ¡Aliviánamela pues! —me dijo entusiasmado, y antes que le


respondiera que sí, haló mi pana para empinársela. Un compañero suyo más
rápido que el trueno, le levantó el sábalo.

Ese día aprendí una lección de humildad. «La mejor salsa del mundo es el
hambre, y como esa nunca falta a los pobres, siempre comen con gusto», dice
don Miguel en boca de Alonso Quijano.

Tuve dos amigos en la Compañía de Seguridad y Servicio que de vez en


cuando hacían trabajos para el Capitán. Eran hermanos y vivían en un barrio
humilde cerca de la base. Me llamaba la atención que cuando salían de pase
(permiso) algún fin de semana, siempre regresaban a comer y a dormir a la
base. Los demás nos burlábamos de ellos recurrentemente en tono de broma.
Era algo extremadamente raro en los hombres del SMP, todo el mundo quería
ir a su casa de pase.

Un día que estaban de permiso, el Capitán me envió en un jeep a buscarlos a


su casa. Fue entonces cuando comprendí todo: vivían en una chabola forrada
de ripios y cartones. Eran los hermanos mayores de una prole numerosa, hijos
de mujer sola. Conté varios hermanos pequeños, descalzos y sin camisa. Una
sola cama en la vivienda, remendada mil veces, que usaban su madre y sus
hermanos. A ellos les tocaba dormir en el suelo sobre cartones cuando estaban
en su casa, y el Ejército les daba techo, cama, comida caliente, ropa, calzado y
medios de aseo personal.
Esa fue otra gran lección de humildad: lo que para unos es un sacrificio, para
otros es una bendición.

Seguridad y Servicio estaba llena de hombres humildes, que aceptaban


trabajos cenicientos agradeciendo a Dios y al destino por permitirles cumplir el
Servicio sin arriesgar la vida en las unidades de combate. Fueron el tipo de
soldados invisibles, aquellos que nadie nota, que realizaron los tipos de trabajo
que sólo se aprecian cuando nadie los hace.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LOS CAZADORES DE ESCLAVOS

En el EPS, a los de la Sección de Contrainteligencia (contraespionaje) se les


llamaba Siniestros. Su principal misión era evitar que el enemigo se hiciera con
información vital. No confiaban en nadie y espiaban a todo el mundo,
intentando detectar agentes enemigos infiltrados, evitando la fuga de
información aparentemente suntuaria e intentando engañar al enemigo
haciéndole llegar falsa información a través de dobles agentes o utilizando a
sus agentes infiltrados. Estaba prohibido por ellos que los hombres lleváramos
diarios o portáramos cámaras fotográficas para capturar recuerdos históricos.
Cualquiera de ambas cosas estaba penado con la cárcel. Una vez intenté llevar
un diario, pero un teniente me ordenó quemarlo, advirtiéndome amistosamente,
con voz quedita y cuidándose de no ser visto, que tuviera cuidado, porque si
me agarraban los Siniestros «la pescuzeaba». A los Siniestros nadie los quería.
Ni a ellos ni a su brazo armado: la Policía Militar, que en el EPS se llamaba
Prevención.

La mayoría de los Cachorros destinados a la Sección de Contrainteligencia


iban a parar a Prevención. Tuve varios amigos y conocidos del pueblo que
fueron ubicados ahí. Algunos se volvían chulos, amparados en el poder del
uniforme cubano que usaban de manera exclusiva y la boina roja distintiva que
le daba autoridad a cualquiera. A otros los seleccionaban por sus cualidades
perversas innatas. Y digo esto porque conocí varios casos de delincuentes
juveniles que fueron seleccionados para Prevención.

En los años ochenta en Nicaragua se pusieron de moda las telenovelas


brasileñas de época, como La esclava Isaura y La Niña Moza, ambientadas en
los tiempos de la esclavitud durante la colonia portuguesa. En todas ellas se
representaban personajes perversos llamados «cazadores de esclavos»,
encargados de capturar y castigar a los negros renegados que trataban de huir
de la esclavitud perpetua. Alegóricamente, el imaginario popular bautizó con el
mismo mote a los reclutadores.

Además de funcionar como Policía Militar, la Unidad de Prevención tenía la


infame labor de actuar como «cazadora de esclavos». Cada vez que el Ejército
necesitaba hombres, se organizaban redadas masivas de reclutamiento a
través de las despreciables delegaciones (regionales, zonales o locales) del
Servicio Militar Patriótico. Los oficiales de Prevención capturaban, a veces con
lujo de violencia, a todos los jóvenes en edad de conscripción en los institutos,
colegios, billares, discotecas, cines, parques y todo lugar de aglomeración
juvenil. Lo lamentable, es que el ochenta por ciento de los hombres de
Prevención también eran Cachorros. Es un fenómeno psicológico que yo no
logro comprender, a pesar de que he intentado estudiarlo, o al menos
entenderlo. Es lo mismo que sucede con los presos de confianza en las
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

cárceles, a los cuales se les da el mismo poder que a los guardias de prisiones.
Esos presos de confianza, convertidos en carceleros de sus propios
compañeros, terminan abusando de ellos con más saña que los propios
guardias.

Recuerdo una vez, cuando estudiaba secundaria en el colegio San Francisco,


que llegaron los de Prevención a reclutar. Dos oficiales correctamente
uniformados se dirigieron a la oficina del padre Miguel para exigirle la lista de
todos los alumnos en edad de reclutamiento. Inmediatamente, todos los
estudiantes que ya estaban en capilla, empezaron a saltar los muros tratando
ilusamente de escapar. Fue un intento infructuoso, el colegio estaba rodeado.
Al que iba saltando a la calle lo iban trepando al camión.

El padre Miguel intentó esconder a dos chavalos en un pequeño sótano que


existía bajo la tarima del teatro, en la zona de la tramoya. De ahí los sacaron
los reclutadores. Fue impactante ver cómo los llevaban capturados hasta el
camión. Lloraban.
Fue la única vez que vi al padre Miguel acongojado de impotencia. Él solía
decir que era imperativo educar a los jóvenes, porque un joven sin formación
académica termina metiéndose a policía.

Se suspendieron las clases aquella tarde, y a los que estábamos de segundo


año para abajo nos sacaron del colegio en fila india, acompañados por
nuestras profesoras guía. Nos ordenaron que nos fuéramos cada cual para su
casa, pero yo me quedé en la barbería de don Alejandro García, observando a
la distancia cómo se llevaban a varios estudiantes en un IFA militar escoltado
por dos UAZ de Prevención.

En una ocasión, cuando ya era suboficial, estaba de permiso y me fui a bailar a


la Disco Rancho. Salí un momento a tomar el fresco a la calle para ventilar el
aire viciado de discoteca que acumulaban mis pulmones. Un UAZ de
Prevención estaba estacionado enfrente. Uno de los oficiales al que yo
conocía, que era Cachorro, se me acercó con jactancia.

—¡TREPATE AL UAZ! —me ordenó con innecesaria bravuconería.


—Ando de pase —le respondí tranquilo.

Inmediatamente y sin motivo, me golpeó violentamente con la porra en las


fosas poplíteas.

—¡NO TE ESTOY PREGUNTANDO NI VERGA HIJUEPUTA! —me


ladró—. ¡QUE TE TREPÉS AL UAZ TE DIJE!

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Sobándome el porrazo me subí al UAZ. Me pidió la documentación. Se la


mostré. Alumbró los papeles con su linterna de reglamento, los observó y me
los devolvió:
—TODO ESTÁ EN ORDEN, ÁNDATE A LA VERGA —me ladró
nuevamente.

Creo que todos los que fuimos jóvenes en los años ochenta en Nicaragua
recordamos a la tristemente célebre Unidad de Prevención. Si aún no estabas
en el Ejército, te seguían para reclutarte, y si estabas en él, te seguían para
acosarte.

No quiero meter a todos en el mismo saco, porque como en todas las


organizaciones humanas hay gente buena y gente mala, pero tengo la
impresión aún después de tantos años, que en Prevención la mayoría era mala
gente, ya sea por naturaleza, por imposición, o por sobrevivencia.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LA ODA DE LOS COBARDES

En mis tiempos a los acosadores escolares no se les llamaba bullies. Se les


calificaba como delincuentes juveniles, rufianes, matones, abusadores,
pandilleros o simplemente vagos pendencieros. Cuando después de la guerra
se empezaron a poner de moda las «ONG de la niñez y la adolescencia»
atestadas de psicólogas medio hippies montadas en Rocinante, se les empezó
a llamar «transgresores».

Recuerdo a uno en particular a quien llamaré Isidoro, que desde niño era
delincuente. Era el típico abusador que les quitaba la merienda a los más
pequeños después de meterles un soplamocos. A veces no lo hacía para
comérsela, sino por la pura maldad de tirárselas al piso y después mofarse a
carcajadas. Era de mi edad o quizás un año mayor, pero tardó dos o tres años
más en terminar la primaria. Todos los años lo expulsaban por vandalismo. Lo
mismo le pasó en la secundaria, donde no llegó ni a terminar el Ciclo Básico.
Tenía un primo un par de años menor que él, que seguía fielmente sus pasos
de gamberro y fracaso escolar. Este se unió al pequeño grupo de maltratadores
de la escuela y del barrio, que con él sumaban seis. Isidoro era tan chulo que
se creía suficientemente macho para ejercer como acosador independiente,
actuando solo, no en pandilla.

Durante mi infancia rehuí las peleas todo lo que pude. Mi abuela, maestra
jubilada de matemáticas que ejerció su profesión durante cincuenta y dos años,
era fiel reflejo de su generación, con sólidos principios morales y religiosos, y
trataba de inculcarme una educación firme. Me instaba a no pelear, a poner la
otra mejilla, repitiéndome frases que se fijaron en mi memoria como fierro al
rojo: «“Dos no pelean cuando uno no quiere”; “juegos de manos es de villanos”;
“a palabras necias oídos sordos”». Por otro lado estaba mi padre, un obrero
forjado por la vida, noble, fuerte como un toro, y extremadamente pragmático.
Yo siempre fui grande, y en la escuela le sacaba una cabeza a mis
compañeros. Así que un día, tres de los acosadores consuetudinarios me
arrinconaron y me pegaron. Llegué a la casa llorando y con la camisa del
uniforme desgarrada. Mi viejo se enfadó conmigo, y me hizo ver que tenía el
tamaño y la fuerza suficientes para «montar en la burra» a cualquiera,
infundiéndome toda la autoconfianza que le fue posible. Ese mismo día mi viejo
improvisó un saco de boxeo y lo colgó de una viga en el corredor del patio
trasero de la casa. Me puso a golpear el saco no sólo a puñetazos y patadas,
también a garrotazos, silletazos, pedradas y a pegarle con cualquier objeto que
tuviera mano. Sus recomendaciones eran las reglas a seguir en cualquier pelea
callejera: no hay reglas. «Cuando no tengás más remedio que pelear, dale con
lo que tengás a mano, no le tengás lástima ni piedad a ningún jodido, reventalo,
si tenés una silla quebrásela en la cabeza, si tenés un garrote y te mete las

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

manos quebráselas, si tenés una piedra estampásela en la cabeza. No te dejés


pegar nunca de nadie». Fueron sus palabras.

En el barrio jugábamos todas las noches en la calle, que no tenía adoquines ni


cuneta. Isidoro nunca se metía conmigo, porque sólo lo hacía con los más
pequeños, pero una noche que lo intentó nos agarramos a trompadas en media
calle. Siguiendo las pautas callejeras aconsejadas por mi viejo, le metí una
soberana paliza y una madre revolcada. En cuanto lo tuve en el suelo, a la
primera oportunidad me puse encima de él y le inmovilicé los brazos con mis
rodillas, usando la técnica callejera que me había enseñado mi hermano. Una
vez lo tuve indefenso, le hinché la cara a trompadas, lo cogí del pelo (que era
colochón) y le estampé la cabeza varias veces contra el suelo. Su padre vio la
pelea y en lugar de separarnos se acercó para azuzarlo vociferando groserías.
Cuando fue evidente que estaba perdiendo, su padre empezó a ofenderlo
bramándole descalificativos vulgares, soeces y obscenos. Cuando los amigos
nos separaron, su padre se sacó el cinturón y le pegó. Se lo llevó a casa
arreándolo a cinchazos, descalificándolo con toda índole de improperios por
haberse dejado pegar. Aquella noche Isidoro iba en shorts, y durante varios
días ocultó las equimosis de los correazos con pantalones largos. De ahí en
adelante, durante el resto de su vida, me trató con respeto, y a veces pienso
que hasta con temor.
La pandillita de matones dejó de acosarme después que, envalentonado por
las lecciones y el apoyo incondicional de mi viejo, le metí una patada futbolera
en la barriga al líder, que cayó sin aliento. Ahí se acabó el problema.

Muchos años después, cuando yo era sargento del Ejército, me enviaron como
parte de una comisión del Estado Mayor de la Región a supervisar el estado de
un nuevo contingente de conscriptos que estaban en su segunda semana de
entrenamiento en la escuela de Las Ánimas. Eran alrededor de setecientos
reclutas. Aproximadamente dos terceras partes eran Nacionales procedentes
de las pandillas callejeras de Managua y Masaya. El otro tercio eran
Territoriales de los diferentes municipios de Chontales.

Como era habitual en las escuelas de entrenamiento, todos los reclutas lucían
mugrientos y hedían a PACUSO. De repente, de entre medio de la soldadesca,
escuché vivaces gritos con tono de vieja camaradería, que con urgente
angustia requerían mi atención a la distancia. Un recluta andrajoso y con la
cabeza pelada se abría paso con desesperación. Era Isidoro. Con inmensa
alegría me dio un fuerte abrazo, como si fuésemos viejos amigos. Yo me quedé
un poco sorprendido, pues nunca lo habíamos sido.
Me pidió el favor de que le avisara a su mama, que ella no sabía nada de él y
que quería que lo llegara a ver y le llevara barco.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

No me costaba nada hacerlo, y un favor se le hace a cualquiera, además, en el


ejército como en la vida «“hoy por ti, mañana por mí”; y “arrieros somos y en el
camino andamos”». Así que cuando regresamos a Las Colinas, cogí un jeep y
bajé al pueblo.

Su mama estaba lampaceando la sala de la casa. Me paré en la puerta y la


saludé llamándola por su nombre.

—Mire doñita, Isidoro está en Las Ánimas, lo reclutaron para el Servicio.


Lo vi y me pidió que le dijera dónde está y que por favor vaya a verlo
cuando pueda y le lleve algo.

Ella siguió limpiando sin detenerse, y sin siquiera voltear a verme, exclamó:

—¿AHÍ ESTÁ ESE HIJUEPUTA? Hace tres meses que no sé nada de


él. A lo mejor ahí lo enderezan a ese desgraciado porque yo no pude… tal
vez los guardias lo componen a ese jodido. Tal vez ahí lo enderezen a
vergazos.

Siguió fregando el suelo sin inmutarse, sin mirarme, totalmente indiferente.

—Bueno, señora, yo ya cumplí con darle la razón.


—Gracias, hijo, que te vaya bien —me contestó impasible.

Algunas semanas después, cuál fue mi sorpresa cuando vi a Isidoro en Las


Colinas con el uniforme de Prevención. ¡Madre del amor hermoso!, me dije,
escogen a los más hijueputas para Prevención.

Su madre se equivocó, el Ejército no lo domó. En Prevención, Isidoro siguió


con sus andadas, y después de la guerra terminó convertido en un vago
mantenido por su mujer, a la cual maltrataba con lujo de violencia para quitarle
el dinero que ganaba haciendo de tripas corazón para buscarse la vida. Hace
algunos años supe que se suicidó. Una irónica ambigüedad del destino: un acto
de gran valentía ante una gran cobardía.

Todos los miembros de la pequeña pandilla de abusones de la escuela y del


barrio, sin excepción, huyeron del país evadiendo la ley del Servicio Militar.
Hace unos años supe que el líder de aquellos matones regresó al pueblo desde
Miami totalmente consumido por una enfermedad en estadio final. Me contaron
que regresó sólo para morir en casa y terminó en la calle pidiendo el trago. Me
platicaron que uno de ellos está preso por narcotráfico en el país que le dio
acogida; tres más fueron deportados después de cumplir condenas en el
extranjero por diferentes delitos, y al regresar a Nicaragua dos reincidieron y

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

están presos: uno por una sarta de robos y el otro por violación. Los otros dos
enderezaron su camino y se ganan la vida dignamente.

Durante su infancia y adolescencia eran muy gallitos, muy machos, abusando


en grupo de los demás, pero a la hora de las «piedras pómez» no tuvieron
hormonas para unirse ni al Ejército ni a la Contra.

No tengo nada en contra de los que huyeron del país, por el contrario, me
parece que hicieron lo correcto siguiendo sus convicciones, e incluso admiro la
determinación y el valor que muchos de ellos demostraron al atravesar las
fronteras por monte, de noche, a veces cruzando los campos de minas,
huyendo hacia Honduras o Costa Rica. El valor no consiste en la ausencia del
miedo, sino en superarlo. Tengo un amigo que a los doce años su madre lo
entregó a medianoche a un desconocido en la frontera con Costa Rica para
que lo cruzara al otro lado para reunirse con una tía. Caminaron toda la noche
escondiéndose de las patrullas de Guarda Fronteras. El guía le tapaba la boca
para que el muchacho muerto de miedo no delatara al grupo. Muchos años
después aquella separación prematura de su madre, el desarraigo y la huida lo
atormentaban. Yo no puedo imaginar lo que debe sentir una madre que se ve
obligada por las circunstancias a hacer eso. Pero para muchas era preferible
hacerlo en lugar de arriesgarse a que se los devolvieran en un ataúd con una
bandera encima.

Muchos jóvenes evadieron el Servicio Militar metiéndose a seminaristas


(estaban exentos) fingiendo vocación religiosa sólo para capear el bulto, con la
complicidad del obispado, que trataba de salvar a la mayor cantidad de jóvenes
que le fuera posible.

No soy quién para juzgar a nadie, «cada quien es dueño de su propio miedo»,
decía el Dr. Pedro Joaquín Chamorro, pero me es inevitable sentir desprecio
por aquellos chulos abusadores de la infancia y adolescencia que no tuvieron
gónadas para demostrarse a sí mismos «con cuantas papas se hace un
guiso».

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LA NOCHE DE LOS ROTOS

Algo que nunca entendí bien en el Ejército, era por qué el Parte Diario se
enviaba por tierra en un jeep al Estado Mayor General en Managua, a 150 km
de distancia, en lugar de enviarlo por mensaje cifrado, por fax u otras formas de
comunicación telemática. En esos tiempos no existía el correo electrónico ni
internet, pero estaban disponibles otras alternativas igualmente funcionales.
Pero el asunto es que el Puesto de Mando de la Región tenía un UAZ con un
conductor (que era un Cachorro del Servicio) asignado a tiempo completo, cuya
misión principal era llevar el Parte de Guerra a Managua todas las noches.
Partía a diario sobre las 20:00 horas hacia Managua y regresaba a media
noche o al día siguiente. Eso era todos los días.

En esos tiempos la carretera de Juigalpa a Managua estaba desbaratada por el


nulo mantenimiento, la sobrecarga de transporte pesado y varios años de
guerra. La carretera Managua-El Rama (NIC-7) de trescientos kilómetros de
longitud, fue construida entre 1943 y 1947 por la administración del general
Anastasio Somoza García y constituyó un innegable avance en las
infraestructuras del país. En 1972 se terminó de asfaltar. Para finales de los
años setenta, Nicaragua tenía la mejor red de carreteras de Centroamérica.
Para mediados de los ochenta la guerra y el descuido habían dejado a la NIC-7
como paisaje lunar. Conducir todos los días un jeep militar en la soledad de la
noche, era un trabajo tedioso y sumamente peligroso, no sólo por el riesgo
implícito en el tipo de conducción, sino además, por transportar información
clasificada en tiempos de guerra.

Una tarde, el Capitán me envió en el UAZ del Parte a dejar una documentación
a la Dirección de Finanzas del EPS que estaba ubicada en el Residencial
Bolonia, enfrente del edificio de la Fundación Los Pipitos, a unos cientos de
metros del Hospital Militar de Managua. Al día siguiente tenía que llevar una
pick up Hilux a la Región.

Me preguntó si tenía dónde dormir en Managua. Le respondí que sí, mi


hermano vivía en ese tiempo en el Colonial Los Robles, rebautizado por los
sandinistas como Reparto Pancasán, enfrente de la embajada de Panamá.
Cogí mi fusil, mi pechera, metí los documentos en mi mochila y me fui para
Managua con el Parte.

Durante las casi tres horas de camino, el conductor me estuvo platicando sobre
su trabajo y de la enorme suerte que había tenido para cumplir el SMP como
chofer del Puesto de Mando. Era un conductor experimentado y tenía todas las
categorías, incluyendo transporte pesado de camiones articulados. Era dos o
tres años mayor que yo, muy afable y buena gente.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Cuando llegamos a Managua me dijo que no se podía entretener mucho


llevándome hasta la casa de mi hermano, así que me dejó en la esquina donde
entonces funcionaba el restaurante El Lacmiel, en la carretera a Masaya. En
ese tiempo, ese tramo desde los semáforos de la Colonia Centroamérica hasta
los semáforos de Metrocentro era bastante oscuro y lleno de predios baldíos.
Sólo había casas y algunos negocios en la calle marginal al lado oeste de la
carretera. Todos los edificios desde los semáforos de la Centroamérica hasta la
embajada de México, incluyendo la zona comercial, lucían abandonados, como
sombras espectrales de un pasado económico pujante. Toda la zona desde
donde está actualmente el edificio Pellas hasta la Plaza de las Victorias era un
predio montoso. La avenida Miguel Obando y Bravo que comunica la carretera
a Masaya con la radial Santo Domingo y la calle principal de Altamira no
existía, era terreno baldío. A unos cien metros al sur del actual Hotel Hilton
Princess (que no existía entonces) funcionaba uno de los restaurantes de la
cadena local de hamburguesas Sandy’s, como un remanente al borde de la
quiebra de los nostálgicos años setenta. No existía el boulevard con luminarias
que actualmente separa los dos carriles en cada sentido de la circulación, en
ese tiempo sólo los separaba una doble raya continua de color blanco,
descolorida por el sol y la lluvia.

El UAZ me dejó en la esquina. La ciudad dormía en silencio, bajo las sombras


de aquella calma absoluta y triste que asaltaba las noches de la Managua de
los ochenta. Ni una sola alma partida por la mitad en las calles. Eran cerca de
las 23:00 horas. Caminé hasta la casa de mi hermano. Estaba totalmente a
oscuras. Me asomé por entre las rendijas de la puerta del garaje y su perra
pastor belga me saltó encima desde adentro hasta estrellarse en el portón,
desgarrando el profundo silencio de la noche con sus vibrantes ladridos de
buque, amplificados por la acústica del recinto. El vigilante de la embajada, que
conocía a mi hermano, al verme de militar y armado, se acercó para
informarme con amabilidad que no estaba.

«¡A LA PUTA! ¿Y ahora dónde duermo?», pensé. Me senté en las


gradas del porche a pensar. No había dónde colgar hamaca, y si me dormía sin
vigilancia podían robarme el AK, y eso era clavo. Además portaba
documentación importante. Me acordé que en Metrocentro (el edificio original)
estaban las oficinas de la Casa Nacional de Apoyo al Combatiente (CNAC). Me
despedí del vigilante y empecé a caminar buscando salir a la carretera a
Masaya. Aquellas calles estaban íngrimas, apenas iluminadas por la tenue luz
amarilla de las farolas de los antejardines de las viviendas de clase media alta,
y por una que otra luminaria pública aislada, cuyas luces blancas intentaban
abrirse paso a través de las nubes de insectos que las arremolinaban. Pasé
enfrente de Radio Tiempo, que programaba la mejor música de la radio
nacional de entonces, con cobertura nacional en AM. La única radio en FM que
existía en el país era la Estéreo Revolución, que ponía buena música, pero sólo
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

se escuchaba en Managua. Un vigilante negro y panzón (como una versión


pobre de Barry White) «cuidaba» la entrada de la Radio Tiempo, dormitando en
una silla, con un radio transistor en las piernas, el AK reclinada en la pared y
una vieja gorra raída por la edad tapándole los ojos.

Seguí caminado. De pronto, desde el jardín de una de las casas, saltó a la calle
un perro dóberman adulto, mocho del rabo y las orejas, con un grueso collar de
cuero. Se plantó enfrente de mí pelando los dientes de forma amenazante. En
menos de dos segundos le había bajado el seguro al fusil y lo tenía en la mira
con el dedo en el disparador. El maldito perro me pelaba los dientes y me
gruñía. «¡Lo que me faltaba!», me dije. Justo cuando lo iba a despachar para
donde Caifás, salió la dueña: una mujer flaca, de unos cuarenta años, en shorts
de jeans, chinelas de gancho, rulos en la cabeza y un cigarrillo en la mano. Le
silbó al perro el cual se metió en el acto a la casa. La mujer no me saludó, ni
siquiera me miró, fue como si yo no existiera. Esa mujer tenía pinta de
pertenecer a la burguesía sandinista, porque en el antejardín estaba aparcado
un carro Lada 2107 nuevecito, y en esos tiempos eran los vehículos de lujo
asignados a importantes funcionarios del Gobierno que se disfrazaban de
proletarios.

Llegué a la CNAC y me identifiqué. Al verme de camuflaje, armado, y


procedente de la 5.a RM, su actitud hacia mí fue de absoluta amabilidad y
cortesía. Me trataron muy bien. Les expliqué el tenor de mi misión y que no
tenía dónde pasar la noche. Inmediatamente una mujer que era la que
mandaba, ordenó a uno de los conductores que me llevara a una casa en
Bolonia, me dijo que no me preocupara, que ellos se encargarían de alojarme y
darme de comer. Me despidió afablemente.

El conductor me llevó en una camioneta Hilux doble cabina hasta una casa
cerca de la Óptica Nicaragüense. Era una de esas viviendas amplias
confiscadas a sus dueños por el Gobierno, reorganizada y reformada con
dormitorios en forma de cuarteles con literas dobles, baños y aseos múltiples y
una cocina habilitada para trabajo pesado. Era cerca de la medianoche y todos
los huéspedes dormían. Antes de acomodarme en el catre inferior de una de
las literas, me fui al jardín a cenarme una lata de ración fría, que bajé con agua
de mi cantimplora.
Me dormí profundamente. Al amanecer, el bullicio de los presentes me
despertó. Todos los hospedados se preparaban para iniciar su jornada. A la luz
del día, se reveló ante mis ojos una imagen espectral que me sorprendió de
sobremanera por su crudeza: todos los pensionistas sin excepción eran lisiados
de guerra procedentes de diferentes departamentos del país, que estaban
citados en el Hospital Militar esa mañana, para las consultas de seguimiento y
rehabilitación en los diferentes servicios de la consulta externa. Eran
muchachos de mi edad. Más de la mitad eran parapléjicos anclados a sillas de
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

ruedas, orinando a través de sondas Foley. Algunos con bolsas de colostomía.


La otra mitad tenían al menos un miembro amputado. Varios mostraban
cicatrices bizarras en sus caras y cráneos. Había uno con una enorme cicatriz
quirúrgica en signo de interrogación sobre uno de sus parietales. Su pelo
rapado empezaba a retoñar. Estaba sentado en una silla de ruedas con la
mirada perdida hacia la nada. Casi inmóvil. Dependiente total.

Durante el desayuno platiqué con varios de ellos, era evidente que todos
padecían estrés postraumático, que en ese tiempo le llamábamos psicosis de
guerra. Algunos parapléjicos se trataban de manera hostil entre sí y tenían cara
de odiar a todo el mundo.

Uno de los muchachos tenía una prótesis completa en unos de sus miembros
inferiores y caminaba apoyándose en muletas. Tenía varios charneles en el
cuerpo. Se sentó a mi lado, y me dijo seriamente y de todo corazón que le diera
gracias a Dios por estar entero, en una pieza. Me advirtió seriamente y con
sinceridad, que si podía evitar arriesgarme que lo hiciera, que no fuera pendejo,
que al baboso ni Dios lo quiere. Me instó a observarlos bien, que viera cómo
habían quedado ellos, y que no permitiera que me pasara lo mismo:

—Mirá bróder —me dijo en tono amistoso y ceremonial—. No seas


baboso, si podés quedarte en la retaguardia quédate, mira bien cómo
quedamos nosotros, hermano, estamos hechos mierda… yo quedé
«cotorro» de una pierna, pero puedo echar mi polvo sin problemas, pero los
bróderes que tienen partida la columna están listos, a orinar en bolsa el
resto de la vida. No seas pendejo… si te dicen «Tira-toallas» ¡A vos te vale
verga!, no vale la pena que te jodan como a nosotros y te dejen hecho
mierda. Aquí a todos nos patina el clutch.

Llegaron diferentes tipos de vehículos para transportarlos al hospital, poco a


poco se fueron todos. Yo di las gracias al personal por la hospitalidad y caminé
hasta la Dirección de Finanzas. Entregué los documentos y esperé en la acera
a que llevaran la camioneta que debía conducir a Juigalpa.

Estuve cerca de una hora platicando con el centinela, que también era un
chavalo del Servicio Militar. Era más alto que yo, me sacaba como una cuarta.
Creo que los seleccionaban por su altura y porte. Me preguntaba curioso:
¿Cómo era estar «en la zona caliente»? Me di cuenta que el personal que
estaba cumpliendo el Servicio en Managua mitificaba a los Cachorros ubicados
en las Regiones Militares donde se combatía, aunque fueran del Estado Mayor.
Se confesaba muy agradecido con Dios por la ubicación que le había tocado,
pues era de Managua y prácticamente estaba en su casa.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Cuando llevaron la camioneta, que era propiedad particular del Capitán, la


recibí y me fui para Juigalpa. Durante el camino reflexioné sobre lo que vi
aquella mañana y lo que me dijo el muchacho amputado.

Veinticinco años después de la guerra, una tarde llegué al mercado viejo de


Masaya a comprar unas artesanías para regalo. Había un hombre más o
menos de mi edad en una silla de ruedas, vistiendo la camisa de una
organización de discapacitados. Sin conocerle de nada me acerqué a
saludarlo.

—¿Qué pasó, jefe?, ¿le cuidamos la nave? —me preguntó sonriente.


—¡Claro que sí, hombre! —le contesté correspondiéndole la sonrisa—.
¿Dónde te jodieron, hermano? —le pregunté compungido.
—Cerca de Kilambé… en 1988 —me respondió—. Veintisiete años en
esta silla de ruedas… ¡Este es mi cuatro por cuatro! —bromeó—. Pero aquí
estamos, gracias a Dios sacamos para los frijoles.

Ver a aquel veterano en silla de ruedas cuidando carros para sobrevivir me


partió el alma. Todos esos hombres quedaron rotos del cuerpo, del alma y de la
mente. Sus vidas rotas, sus cuerpos rotos, sus almas rotas, su juventud robada
y rota. ¿Y todo para qué? Para que una manada de zánganos tanto de
izquierdas como de derechas sigan haciendo su agosto con el erario público.
Se destruyó al país y a una generación, y los únicos beneficiados fueron los
políticos de siempre, los que hoy día se reparten los curules a conveniencia,
viviendo a cuerpo de rey, como lo hicieron entonces, sin importarles en lo más
mínimo la suerte de todos esos hombres que arrastran sus lesiones de por
vida, como crueles saldos de guerra, sin una pensión digna, sin atención
médica justa. No sólo les robaron la juventud y la salud, también les han
robado la gloria.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

EL CONTRA

La primera vez que vi a un Contra herido con vida fue en 1986 durante la época
lluviosa. En ese tiempo aún no estaba en el EPS. Hacía pocos meses que mi
promoción había terminado el curso de preparación del Cuerpo Socorristas de
la Cruz Roja Nicaragüense (CRN). La guerra puso a prueba a la CRN durante
la primera etapa del conflicto (1977-1979) y la continuó poniendo durante la
segunda etapa (1981-1990). Durante la insurrección, algunos compañeros
socorristas murieron bajo el fuego cruzado en combates entre la GN y el FSLN,
y nadie quería que eso volviera a pasar. Por ello, los cursos de preparación de
la CRN en los años ochenta fueron de los más completos en la historia de la
institución hasta entonces. Eran apoyados por el Comité Internacional de la
Cruz Roja (CICR) e incluían entrenamiento completo en primeros auxilios,
técnicas de camillaje, de improvisación, nudos y amarres, rescate de montaña,
rescate acuático en aguas mansas y turbulentas, tácticas para situaciones bajo
fuego, derecho internacional humanitario, etc. Algunos recibimos entrenamiento
en el Hospital Asunción, donde aprendimos a suturar por planos, a ligar vasos
sanguíneos para detener hemorragias, a poner vías intravenosas, sondas
nasogástricas, sondas Foley, e incluso atreverse con un parto. También
aprendimos a conducir ambulancias todo terreno en situaciones extremas. La
mayoría de los socorristas de las filiales de Chontales acumulamos una buena
experiencia en misiones humanitarias de diversa índole: misiones de apoyo a la
población civil afectada por la guerra en las zonas de Nueva Guinea o
afectadas por las tormentas tropicales que causaron inundaciones en la zona
de El Rama en 1985, 1986 y 1987; evacuación de civiles y militares heridos en
combate; evacuación de población civil; cientos de servicios de transporte de
ambulancia y por supuesto, recorrimos todas las plazas de toros en las fiestas
patronales.
Para los que fuimos socorristas voluntarios de la CRN en esa época, el deber
cumplido nos llena de orgullo. Muchos descubrimos ahí la vocación por el oficio
que hoy nos da de comer.

Exceptuando a los trabajadores permanentes, todos los socorristas de la CRN


de Chontales éramos chavalos por debajo de los dieciocho años de edad,
porque de ahí para arriba el Ejército reclutaba a cualquier hombre disponible.

Pues bien, en una de tantas ocasiones, el Ejército nos solicitó apoyo para
evacuar heridos en la zona de El Coral, carretera a Nueva Guinea. La zona
estaba caliente, el EPS llevaba cuatro días combatiendo a fuego cerrado con la
Contra y las ambulancias militares no daban abasto, además, en la zona de
Las Hamacas, cerca de Villa Sandino, eran frecuentes las emboscadas.

Es justo y necesario reconocer que tanto el EPS como la Contra, respetaron


siempre la neutralidad y la imparcialidad de la Cruz Roja Nicaragüense.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Ese día pasamos toda la mañana evacuando heridos desde esa zona hasta el
Hospital Militar de Juigalpa. Sobre las 16:00 horas llegamos a El Coral. En ese
tiempo la carretera a Nueva Guinea no tenía asfalto y era un infierno de
lodazales y pegaderos. Yo iba de socorrista, Pablo Reyes de conductor y creo
que Antonio Gudiel «Careloco» iba de camillero.

El médico del Ejército nos entregó a un solo paciente: era un chavalo de unos
diecisiete años, un Contra herido. Estaba consciente, orientado en tiempo y
espacio y hemodinámicamente estable. Tenía tres balazos en el abdomen, sin
orificio de salida, y aparentemente no afectación de los órganos vitales.

Es de justicia reconocer, que aquel muchacho Contra herido había sido


atendido con humanidad y ética médica: sus heridas limpias, buenos vendajes,
su sonda Foley, dos vías intravenosas con Ringer, etc. El médico militar nos dio
las indicaciones para el traslado: lo más importante además de evitar el shock y
mantener permeables las vías intravenosas, era el NPO (Nada Por vía Oral)
absoluto. Montamos al paciente y nos fuimos.

Cuando salimos al empalme con la carretera a El Rama, el hambre apretaba,


eran casi las 17:00 horas y no habíamos tenido tiempo de almorzar. Yo iba
atrás en la ambulancia cuidando al paciente. Del bolsillo lateral del pantalón
saqué un par de mandarinas que llevaba, le pasé una a Toño y empecé a pelar
la otra para comérmela. El Contra me miró y con mucha humildad y educación
me pidió que le diera. Sentí una enorme vergüenza, pero me disculpé
explicándole que tenía orden médica de no darle nada por la boca, porque con
tres balazos en la barriga era peligroso para él.

El hombre se echó a llorar. Eran lágrimas de desamparo, no de cobardía. Me


contó que era del lado de Somoto, y que se había enrolado en la Contra por el
mismo motivo que muchos nicaragüenses: los desmanes de la revolución. A su
familia la habían confiscado sin motivo, habían encarcelado a sus hermanos
por colaborar con la Contra.

Su acento y sus formas evidenciaban que no era de extracción campesina, era


un muchacho de ciudad, con al menos uno o dos años de secundaria
aprobados. Me contó que había pasado tres días tirado en el suelo, herido,
escondido en el monte hasta que los Piris lo hallaron. Me contó que no lo
trataron mal, que lo sacaron en hamaca hasta El Coral y ahí el médico de los
Piris lo había atendido.

Me pidió otra vez mandarina. Le dije que no. Me pidió agua. Le mojé los labios
con una gasa húmeda y le abrí un poco la llave del suero. Le sugerí que
descansara, que en su estado lo necesitaba. Me dio las gracias por atenderlo y
transportarlo.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Durante todo el viaje él no durmió, mantuvo los ojos abiertos con la mirada ida
hacia algún lugar remoto de sus recuerdos, entre ojos húmedos de inocencia
perdida hacía mucho. Él era apenas unos años mayor que yo, pero la distancia
emocional por la dureza de la campaña era descomunal: ahí, sobre la camilla,
tenía a un hombre hecho y derecho de diecisiete años, con tres heridas de AK
en el abdomen, aguantando el dolor sin quejarse, agradeciendo con educación
y entereza los cuidados recibidos. No era un «mercenario de Reagan», ni un
«gringo invasor», ni un «Macho», ni un «Yankee enemigo de la humanidad»
como el insolente Gobierno con necia insistencia pretendía hacer creer a la
población. Era un nicaragüense del norte, de piel morena y ojos oscuros, que
se había enrolado en la Contra por voluntad propia sin que nadie lo obligara.

Aquel Contra me dio la primera gran lección sobre quiénes y cómo eran los
hombres a quienes en el futuro llamaría «el enemigo».

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

CON LA VIDA Y CON LA MUERTE

Es de justicia reconocer el invaluable trabajo que realizó durante la guerra el


Cuerpo Médico Militar o Servicio Médicos como se le llamaba entonces.
Durante la elaboración de este modesto proyecto literario estuve platicando con
mi viejo amigo de juventud Benvenuto Calzado, cuyo nombre verdadero omito
pues a pesar que ya peina muchas canas, no por viejo (que también) sino por
genética, sigue siendo un bromista irredento y así me lo pidió.

Algunos años después de la guerra, cuando terminé la carrera, me reenganché


en el Ejército como médico de pelotón en la Unidad Especial de Desminado del
Cuerpo de Ingenieros, en el Programa de Desminado en Centroamérica. El
ejército siempre es un hogar para los hombres solos. Pero ese es otro cuento
largo de contar. Pero en los años ochenta nunca serví en el Hospital Militar. A
pesar de haber hecho prácticamente todos los cursos de formación en el
Cuerpo de Socorristas de la Cruz Roja Nicaragüense, me decidí por otros
derroteros, pero muchos de mis excompañeros de la Cruz Roja sí lo hicieron, al
igual que varios amigos de Juigalpa.

El Hospital Militar Alfonso Núñez (HMAN) de la 5.a Región Militar fue construido
en el sitio donde antes fue la finca Las Humedades propiedad de doña Nora
Bendaña, confiscada por los sandinistas por ser la esposa del coronel (GN)
René Zelaya. Haciendo un poco de historia local, eso fue una injusticia, pues
doña Nora heredó esa finca de su padre, don Pancho Bendaña. Las
Humedades nunca fue propiedad de Zelaya. Pero así pasaron las cosas en la
Nicaragua de entonces.

El HMAN fue construido de manera acelerada por la necesidad imperante que


exigía la guerra y al principio buena parte del personal eran civiles contratados
que pronto renunciaron debido a la sobrecarga laboral. Ante esa situación, el
EPS echó mano de jóvenes talentos que fueron reclutados directamente para
servir en el Cuerpo Médico Militar. Fueron enviados al Hospital Militar de
Apanás en la 6.a RM para ser formados en cursos intensivos de tres meses.
Sirvieron con ahínco y patriotismo.

Durante mis años como socorrista voluntario de la CRN trasportamos cientos


de heridos desde las zonas de combate al HMAN. También transportamos
cientos de pacientes graves que eran derivados del HMAN a los hospitales de
Managua. En mi época en el EPS, llegué varias veces a dejar heridos en los
helicópteros y una vez estuve en calidad de paciente.

La sanidad no descansa nunca, pues la guerra es una epidemia en sí misma.


En tiempos de paz en la vida civil los hospitales nunca duermen y se trabaja sin
descanso. En tiempos de guerra eso es indescriptible.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Las salas de emergencia y los quirófanos de campaña trabajaban


ininterrumpidamente, a veces durante semanas. El personal de sala general
que cuidaba de los heridos hacía su trabajo con esmero y con mucha
solidaridad humana, salvo raras excepciones, que siempre las hay.

Los que algunas vez fuimos «clientes» del Hospital Militar, agradecemos el
trabajo sin descanso, el agotador esfuerzo y los cuidados del personal
sanitario: camilleros, técnicos quirúrgicos, enfermeros, auxiliares, médicos,
cirujanos, anestesistas, técnicos de laboratorio, cocineros, personal de
limpieza, conductores, personal administrativo, personal de Seguridad y
Servicio, farmacia, central de equipos y morgueros.

El trabajo de morguero era desagradable, pero alguien tenía que identificar y


preparar los cadáveres de los soldados muertos en acción. Y en tiempos de
guerra es un trabajo sin fin. En la 5.a RM esa amarga labor recayó sobre la
tristemente célebre CRAC, siglas de la eufemística Casa Regional de Apoyo al
Combatiente, que se suponía debía apoyar a los vivos en muchos ámbitos,
pero en la Región se dedicó casi en exclusividad a la función de tanatorio y al
infame trabajo de repartir los cadáveres a sus familiares. La CRAC estaba
ubicada en las afueras de Juigalpa, cerca del puente La Tonga, en un edificio
construido por la última alcaldía de la era Somoza para albergar un asilo de
ancianos que nunca llegó a estrenarse, pues fue ocupado por los sandinistas
primero como cuartel y después como morgue del Ejército. En innumerables
ocasiones el hedor de la muerte enrarecía el aire de manera insoportable en un
radio de varios cientos de metros alrededor de la CRAC. Un camioncito ISUZU
de cuatro toneladas tenía la ingrata misión de transportar los cadáveres desde
el HMAN a la CRAC. Era frecuente verlo llegar de Managua cargado hasta los
topes con ataúdes nuevos, a veces varias veces por semana, y prácticamente
a diario subía al hospital vacío, y bajaba cargado de cadáveres.

Cuando los soldados muertos eran recuperados en avanzado estado de


descomposición, en la CRAC los metían en ataúdes de metal y les soldaban la
tapa. Eso se prestó a infames errores y negligencias en la identificación de los
caídos. Al principio las placas de perro (chapas de identificación) de los
hombres sólo se marcaban con el número de serie, lo que causó muchos
dolores de cabeza burocráticos a la hora de reconocer los cuerpos, además,
muchos soldados las perdían o se la regalaban a la novia. En ocasiones
entregaban los cadáveres cambiados a familias que no eran. En los últimos
años, las placas de perro se empezaron a marcar con nombre, apellidos, grupo
sanguíneo y fecha de nacimiento.

Otro gran problema con el que se enfrentaban los de la CRAC, era cuando no
había suficientes restos o ningún resto que entregarle a los familiares.
Recuerdo una tarde cuando una mina antitanque nos mató a dos. Peinamos un
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

radio de más de cien metros y sólo recuperamos media cabeza, dos piernas
derechas, medio torso y un ojo que estaba untado sobre la hoja de una mata.
Cuando murieron quemados varios soldados en Las Ñámbaras dentro de un
camión durante la Operación David, nadie sabía con exactitud cuántos
hombres eran, unos decían que cuatro, otros que ocho. Aquel día, el
penetrante tufo a cadáver quemado se me pegó en la ropa y se me metió en la
nariz de manera tan adherente, que durante varios días tuve la sensación de
andar oliendo aquella tremebunda pestilencia.

Entonces, cuando no tenían restos que entregarles a los familiares, los de la


CRAC cometían la ignominia de meter matas de chagüite y piedras dentro de
los ataúdes y soldaban la tapa, con la oprobiosa intención de engañar a las
familias dolientes simulando el peso de un hombre muerto. Pero las madres
son madres, y a pesar de la fuerte oposición de los políticos que acudían a los
entierros, muchas abrían los ataúdes de metal para ver por última vez a sus
hijos, y… ¡Vaya sorpresa! Eso ocurrió incontables veces. Eso fue de las
mayores bajezas que se cometieron con los familiares de muchos caídos.

Benvenuto cumplió el Servicio Militar como sanitario de sala en el HMAN. Es un


hombre consecuente y muy agradecido con la vida por la misión que le tocó
cumplir. Me platica que él se siente orgulloso de haber cuidado de los heridos
de la mejor forma posible. Me cuenta que cuando los soldados de los BLI le
decían «Tira-toallas» él no se ofendía, más bien admiraba el sacrificio de los
hombres que les había tocado servir en primera línea de fuego y procuraba
atenderlos con esmero. Confiesa que sirvió como enfermero de Sala General
porque el estrés de la Sala de Emergencias le daba tembleque en las canillas.
«Me temblaban las tabas, las coyunturas y hasta los ijares» me cuenta serio a
casi treinta años de distancia.

Al igual que en el resto de unidades y servicios del EPS, cerca del ochenta por
ciento del personal sanitario fueron Cachorros. Su trabajo, su esfuerzo y su
sacrificio no han sido reconocidos con el honor que se merecen.

«Eso fue duro hermano —me dice Benvenuto—, ver todos los días a tantos
jóvenes como yo desbaratados […] a veces pasábamos varios días sin dormir,
trabajando con la vida y con la muerte».

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

SANTO DOMINGO

No es mi intención narrar un relato bélico, pero es menester hablar un poco de


la coyuntura de la época para poner al lector en situación.

En septiembre de 1989 el enemigo aniquiló a la Compañía de Exploración


(COE) del Batallón 523 de infantería con base en Las Piñuelas, en un ataque
nocturno, a dos o tres leguas al noroeste del río la Cusuca, buscando el abra
que va para El Castillo. No recuerdo exactamente el número de muertos y
heridos, pero el golpe fue de tal contundencia, que la unidad completa fue
desarticulada de la estructura del EPS. Los sobrevivientes fueron transferidos a
otras unidades.

Esa acción generó una contramedida por parte del EPS que organizó una serie
de acciones ofensivas que se prolongaron hasta diciembre. El objetivo era
peinar la montaña y obligar al enemigo a replegarse hacia la 6.a Región Militar
(6.a RM) y la RAAN (en ese tiempo llamada Zelaya Norte o Zona Especial I),
donde los BLI de la 6.a RM los combatirían. Las unidades que participaron
fueron los tres BLI de la 50 Agrupación Táctica de Combate (50 ATC): BLI
Miguel Ángel Ortez (MAO), BLI Sócrates Sandino (SOSA) y Juan Gregorio
Colindres (JGC); y tres batallones de la 52 Brigada de Infantería (52 BI): BON.
522, BON. 523, y BLC 4009. Todos ellos apoyados por varias unidades de
artillería y helicópteros artillados. Unos dos mil quinientos hombres
aproximadamente. También había algunos batallones de reservistas de
Occidente, sobre todo chinandeganos. Las unidades de La Contra eran
principalmente las aguerridas fuerzas de los Comandos Regionales Jorge
Salazar, que si la memoria no me falla, eran tres o cuatro.

El avituallamiento de todas las unidades se realizó en Santo Domingo, que en


esos tiempos tendría, a ojo de buen cubero, unos dos mil habitantes en el
casco urbano. El puesto de mando de retaguardia de la 50 ATC se instaló a
cinco km al sur del pueblo, sobre la carretera a La Libertad, y el Puesto de
Mando de avanzada de la 52 BI se ubicó en un cerro al norte, cerca del viejo
camino a la mina. Posteriormente los puestos de mando de avanzada se
trasladaron a Las Piñuelas y las lomas de Calzón Quemado, pero la
concentración de las tropas se hizo ahí, en Santo Domingo Chontales.

Yo había estado de permiso en mi casa, originalmente me dieron un pase de


cinco días, que se convirtieron en diez, no porque el Espíritu Santo iluminara a
los oficiales de la 52 BI, sino porque no había transporte a mi unidad y tuve que
esperar un vuelo de abastecimiento. ¿Quién quiere sarna para que lo rasquen?
Esos días me vinieron geniales y fue la única vez que estuve de permiso tanto
tiempo, pues los Cachorros no teníamos derecho a vacaciones.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

En el helicóptero viajamos varios soldados, todos veníamos de disfrutar de


algún permiso. Aterrizamos en un potrero cerca de la 50 ATC. Me trasladé en
un jeep al Puesto de Mando de la 52 BI. Ahí me reuní con el resto de oficiales
de mi Batallón y después del saludo de rigor, recibí una fuerte reprimenda por
parte del jefe del Estado Mayor de la 52 BI por haber estado tanto tiempo en mi
casa. Mi jefe de Batallón me defendió diciendo que él me había autorizado. En
esa reunión se explicaron los planes sobre el mapa y las misiones asignadas a
cada unidad. No entraré en detalles porque no es el propósito de este relato.

Se pagó y se avitualló a todas las unidades, y todos los hombres, excepto los
sancionados, estaban autorizados para vagar libremente por el pueblo. Se
asignó a dos batallones de reservistas chinandeganos la seguridad del
perímetro.

La logística era impresionante, toda la zona era un hervidero de convoyes


militares y soldados adolescentes con muchas ganas de fiesta y dinero en los
bolsillos.

La JS19J, organizó una fiesta con disco móvil en un desvencijado edificio de


madera que había albergado el cine en los buenos tiempos del pueblo. Si mal
no recuerdo, la disco móvil era la Paco Star de Radio Sandino. Varios
camiones descargaron una cantidad ingente de cervezas, que eran puestas a
enfriar en barriles con hielo por hacendosas activistas femeninas de la JS19J.
Obviamente todo era gratis.

Yo andaba dinero, no era mucho, pero suficiente. Mi padre me había dado


realitos y nos acababan de pagar, y como todos estábamos autorizados para
hacer lo que quisiéramos, alquilé un cuarto en uno de los hospedajes del
pueblo, no quería dormir en hamaca con la brisa que caía y el frío que hacía.
Me acomodé en la cama y dormí una siesta hasta que se hizo de noche.

Al despertar, cené ahí mismo, comidita casera caliente. Eran buenos tiempos,
eso es todo lo que un soldado necesita: descanso y buena alimentación.

Salí a la calle y el pueblo olía a fiesta, pero era temprano y la cosa estaba
empezando. Entré al cine y me dirigí hasta el improvisado bar donde una
morenita de la Juventud Sandinista repartía cervezas gratis. A esas alturas, la
veteranía me había enseñado a disfrutar de esos buenos momentos.

A la entrada de aquel pueblo, cruzando el pequeño puente sobre el


contaminado río Sucio, a mano derecha, estaba ubicado desde siempre, el
prostíbulo que prestaba servicio desde los tiempos del tufo, en cuyas
instalaciones departían los notables del pueblo de vez en cuando. Lo
administraba una cuarentona de muy buen ver, que conservaba su hermosura
115
Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

y encanto, pese a los gajes del oficio, ejercido ahora por nuevas generaciones.
Ella no atendía a los clientes en esos quehaceres, se dedicaba a dirigir el
negocio, a menos, claro, que le gustara alguno en particular. Era rubia artificial
de frondosa cabellera, blanca, de estatura media, manicura impecable, con
uñas largas pintadas en rojo-puta; prendas de oro legítimo en el cuello, orejas,
dedos y muñecas, excelente dentadura que mostraba tras carnosos labios
maquillados; un seductor escote presumiendo pechuga; perfume y ropas con el
glamour propio de su profesión. Conversaba animadamente con oficiales de
alto rango que invadieron el local.

Entré al lupanar, me acerqué hasta la barra y pedí una cerveza. Ella me sonrió
legítimamente mientras la chica de la barra me atendía. Observé el lugar
detenidamente. Todas las mujeres que trabajaban en aquel sitio no se daban
abasto con la clientela. Los oficiales de todas las unidades las requerían para
las mesas de tragos donde se discutían asuntos que variaban de lo trivial a lo
profundo entre risas, licor, besos de mercado y manoseos descarados que
arrancaban carcajadas libertinas. Aquello era una alegría absoluta. A aquel
negocio le estaba entrando buena plata, y eso tenía meses de no ocurrir por
ahí. Las putas estaban contentas. Ninguna de ellas me paró bola, yo no era
oficial, era sargento primero, y no portaba los galones de mi humilde rango por
seguridad. Si la Contra te capturaba y te identificaba, estabas muerto. Salí de
ahí sin cruzar una sola palabra con ninguna mujer. En honor a la verdad una
conversación me hubiese caído bien, el sexo… no tanto ese día, acababa de
regresar de vacaciones y no me urgía.

Regresé a la fiesta que empezaba a elevarse a un nivel respetable. El local


estaba lleno, pero la mayoría éramos hombres. Llegaron unas cuantas
valerosas a bailar, pero las chavalas «de familia» no. Era impensable con tanto
guardia libidinoso suelto por ahí. Las familias decentes encerraron a sus hijas
muy temprano y cerraron sus puertas.

Continué bebiendo cervezas gratis, que ya no estaban tan frías por la velocidad
en que se consumían. Me puse a seguir el ritmo de la música y a observar los
espontáneos duelos de break-dance entre soldados.

Conforme avanzaba la noche ya no se podía orinar tan cerca de la fiesta que


ya estaba caliente. Había que caminar cada vez más lejos. En la puerta
principal del antiguo teatro se amontonaban soldados, mujeres que buscaban
diversión y putas autónomas. Las había para todos los gustos y bolsillos, desde
novatas casi púberes hasta veteranas en edad de jubilación, que buscaban
ganarse unos cuantos pesos con precios de rebaja.

Caminé por la acera y doblé en la esquina buscando un rincón discreto donde


vaciar la vejiga. De repente, bajo la sombras, me encontré con tres soldados
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

copulando en plena vía pública con una dama de la noche. La chica estaba de
pie, recostada en posición canina sobre la pared de la oficina de correos con la
falda levantada, mientras un soldado la ayuntaba con movimientos pélvicos a
velocidad de chucho. Uno de ellos, con la camisa desabotonada, fumaba
apacible con evidente faz de satisfacción reciente. El otro, ansioso y
desesperado, le metía prisa a su amigo en acción.

Crucé la calle y oriné tranquilo. Al regresar, el chucho había terminado la faena.


Cansado, pero sonriente, encendía un cigarro. Con una amplia sonrisa de
satisfacción plena, después de aspirar una honda calada al cigarrillo, me habló
afablemente, invitándome a participar. Decliné la invitación, agradeciéndole por
supuesto, tan generosa oferta. Seguí mi camino.

A cincuenta metros de ahí estaba otro grupo en un camión en igual situación.


Le habían colocado la carpa y metido en él a dos mujeres. En derredor del
vehículo, seis u ocho soldados esperaban turno, ansiosos, mientras otros
fumaban esperando la siguiente ronda, bajo el rumor de los gemidos de
apareamiento y de la música procedente de la fiesta. Los conocía a todos, me
acerqué a saludarlos y también me invitaron a sumarme, urgiéndome a
aprovechar la oferta de treinta pesos por polvo acordados con las meretrices.
Les respondí lo mismo que a los anteriores, agradeciendo su generosidad,
naturalmente. Volví a la fiesta.

La sodoma se prolongó hasta pasada la medianoche, que fue iluminada por


miles de trazadoras que surcaban el cielo disparadas al aire por cientos de
fusiles que celebraban la borrachera. El pueblo era nuestro. Los escasos
policías del pueblo (que no llegaban a la veintena) se acuartelaron
prudentemente, dejando a Prevención al mando de la situación.

Me fui a dormir anestesiado por las cervezas a disfrutar del placer efímero de la
embriaguez.

Estuvimos ahí unos dos o tres días hasta que llegó el momento de partir.
Íbamos para adentro, para el monte, era hora de volver a la realidad, a la vida
de perro. Se acabaron los días buenos, otra vez a buscar a los Contras (sin
muchas ganas de encontrarlos) y en esta ocasión a peinar la montaña.

Cada unidad se desplazó según su misión. Nosotros abordamos los camiones


frente a la sucursal bancaria. La muchedumbre nos observaba desde las
aceras. Arriba en el camión, algunos rezaban el rosario en silencio, otros
bromeaban o contaban chistes vulgares, otros daban los últimos retoques al
armamento, las municiones, equipos y mochilas. Estábamos bien armados,
bien equipados, bien abastecidos y con la moral en las nubes. La técnica usada
para levantar la moral funcionó a la perfección. Todos los hombres estábamos
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

en plena disposición. Se fumaba, se conversaba, arrasamos con todo lo que se


pudo comprar en las pulperías, y dejamos todo nuestro dinero en el pueblo.
Íbamos para el monte sin un centavo en la bolsa.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

GUITARRAS, LLOREN GUITARRAS

A primera hora de la noche, el Político se apareció con una guitarra


destartalada, pero aún funcional, que tenía dos segundas (una hacía de prima)
y dos terceras (una hacía de cuarta). Se encendió una fogata y nos reunimos
alrededor a cantar canciones de moda. Uno de los muchachos del SOSA
improvisó un bajo con una caja de cartón, un palo y una cuerda de nylon al
estilo de los Creedence Clearwater Revival. Otro hacía la percusión con una
cuchara y la taza de la cantimplora. Había un chavalo del SOSA que era bravo
a tocar guitarra. Las cantimploras con cususa circulaban entre la abultada
soldadesca que nos divertíamos con bellaquerías altaneras y ruidosas. Nadie
hablaba de la misión. Era una celebración resignada. Nos fuimos a dormir
temprano.

Las primeras dos compañías entraron en combate a las siete de la mañana


cerca Nawawás. Fue intenso. Tardó más de dos horas. Nosotros estábamos
más al sur. Otra compañía del SOSA hacía retroceder a un grupo de Contras
hacia nuestra posición. La balacera era a orillas del río Siquia, que es ancho,
por lo tanto ese grupo de Contras no tenía muchas opciones de retirada. Por
fuerza tenía que chocar con nosotros o seguir río abajo buscando la bocana
con el río Cusuca, donde estaba otra compañía esperándolos.

Por radio se coordinó la acción y nosotros preparamos una emboscada. Los del
SOSA empujaban al enemigo y nosotros nos tendimos en una cañada por
donde iban a pasar. El lugar era perfecto, teníamos la ventaja, pero la foresta
era muy tupida. Más al norte, una de nuestras compañías había sido
emboscada y reportaban bajas. Justamente enfrente de nosotros
escuchábamos el combate entre el SOSA y los Primos. Un subteniente que nos
comandaba no paraba de hablar por la radio coordinando la acción con el
SOSA.

Esperábamos impacientes, nerviosos. Instalamos una PKM en una inmejorable


posición de fuego. Los Contras no aparecían. Como el SOSA los venía
empujando no teníamos orden de abrir fuego hasta establecer contacto visual
para evitar el fuego cruzado. Escuchamos una rápida estampida en el monte,
yendo hacia nuestra izquierda enfrente de nosotros, pero no mirábamos nada,
el monte era tupido. El subteniente no nos dio la orden de abrir fuego, por el
contrario, nos frenó. De pronto, vimos acercarse a varios hombres. Esperamos
hasta poder identificarlos. Eran los del SOSA. Los Contras se nos fueron por
las faldas de la fila de enfrente y la vaguada en una maniobra escapista muy
rápida. Nos detectaron o presintieron la emboscada, pero se escaparon por
nuestra izquierda río abajo. Los del BLI les habían dado duro, muy duro, y
prefirieron retirarse. Ya no se escuchaban disparos. Regresamos al Puesto de
Mando de las Piñuelas.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

El Jefe me ordenó que fuera con unos hombres a traer unos heridos que
venían evacuando por el abra de Nawawás. Dos pelotones salimos a buscar
los heridos en dos camiones ZIL. Yo conducía uno de ellos. Pasamos el río
Ayote y nos metimos por el abra de Nawawás. El ZIL es un verdadero tanque.
Tracción en las seis ruedas, no lo para nada. Ahí no existía camino ni ruta para
vehículo alguno. Las mulas se hundían hasta el pecho en lodo. Pero el ZIL es
imparable en cualquier terreno. Avanzamos quizás tres o cinco kilómetros por
el abra, hasta topar con la compañía. Me bajé del ZIL y el lodo me llegaba casi
a la rodilla. Los muchachos venían excitados y agotados. Cuatro heridos. Dos
en hamaca y dos más caminando ayudados por sus compañeros. Uno de los
de hamaca traía un tiro en el pecho, pero estaba relativamente estable. La
hamaca embebida en sangre y lodo. Los subimos al ZIL y los trasladamos
hasta el Puesto de Mando, con el médico. Aquel muchacho tenía perforado un
pulmón y había que ponerle un tubo de tórax con un sello de agua para que no
se muriera. El médico se preparó para colocarle el tubo. Empezaba a brisar y
amenazaba con llover. El cielo se oscurecía. Varios soldados extendieron un
plástico por encima de nosotros para hacernos techo. Yo había aprendido
mucho en la Cruz Roja y el médico me pidió que le ayudara. No teníamos
anestesia local para la incisión en la piel, así que le hablé claro al herido
intentando a la vez darle ánimos, mientras el médico preparaba su equipo de
cirugía sobre un trapo en el suelo.

Uno de sus amigos le tomó la mano y permaneció con él dándole apoyo


emocional. Otro alumbraba con una linterna. El médico le colocó el tubo a lo
bruto. Luego el sello de agua correspondiente. El hombre aguantó el dolor, sólo
arrugó la cara y mordió el trapo que le pusimos en la boca cuando sintió entrar
en su pecho el tubo de plástico. Los heridos estaban estables. El cielo se abrió
y la lluvia empezó a caer a raudales. No pudimos evacuar a los heridos porque
los helicópteros no podían volar con lluvia. La navegación se dificultaba mucho.
Tuvieron que esperar hasta el día siguiente.

Esa noche, el Jefe consiguió información de que el enemigo estaba acampado


en un cerro a ocho kilómetros al noreste. Envió al Tte. 1.º LAAO, con doce
hombres a explorar y confirmar la información. LAAO era uno de nuestros jefes
de compañía. Un tipo raro. Casi no hablaba. Nariz aguileña, bigotes de dandi y
ojos de rata. Era un excelente oficial de tropas, varias condecoraciones, dos de
ellas de las más altas del Ejército en esos tiempos. Querido y odiado por sus
hombres, líder exigente. Cuidaba de sus soldados paternalmente y odiaba a los
Contras de manera visceral. Se contaba que había asesinado a culatazos a un
soldado enemigo durante un interrogatorio. Veintiséis muertes confirmadas de
su propia mano, muchas de ellas, según sus hombres, con el puñal comando
que siempre caminaba sobre el arnés en el pecho. Asesino psicópata y jefe
protector.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LAAO se fue a la misión como a eso de las siete de la noche. Justo a las once,
se reportó por radio. Los Contras estaban ahí. Confirmó contacto visual. Pidió
la artillería. El Jefe solicitó autorización al jefe de la brigada y éste le dio luz
verde. Inmediatamente el jefe de artillería, que recién había llegado de Cuba,
se dispuso a calcular el disparo. Sacó un estuche geométrico completo y se
sentó frente al mapa del Puesto de Mando que tapizaba la pared desde el
techo hasta el piso. Por la radio daba la dirección de tiro a las baterías de
misiles tierra-tierra GRAP 1-P y se comunicaba con la exploración, que se retiró
a una distancia segura.

La noche estaba cerrada en lluvia. Los artilleros nos mandaron a las trincheras
por seguridad, argumentando que no debíamos exponernos al disparo de esos
misiles. Nos metimos en las trincheras inundadas de agua y lodo. El primer
cohete salió iluminando el campo durante una fracción de segundo con un
cegador relámpago luciferino. En su trayectoria el proyectil partía el cielo con
un macabro estruendo apocalíptico. Segundos después el suelo vibró y un
sordo sonido de explosión rajó la montaña.

La exploración confirmó el impacto. No hubo corrección de fuego, el artillero


acertó a la primera. Dio la orden de disparar el resto de los misiles. Una tras
otra fueron disparadas las armas del infierno. Un tenebroso sonido desgarraba
el cielo con cada disparo. La montaña parecía llorar y estremecerse con la
tormenta de fuego.

Sentado en el barro de aquella trinchera, llena hasta la mitad de agua, me


persigné y elevé una pequeña plegaria por los Contras. Medité. No quise
imaginar lo que se debe sentir que te caigan encima esos misiles infernales.
Pobres diablos. ¡Qué desgracia de vida!

A la mañana siguiente, el cerro que habíamos bombardeado estaba exfoliado.


No quedó ahí ni una sola planta en pie. La exploración sólo reportó algunos
fusiles retorcidos, pedazos de mochila y botas. No supimos cuántos Contras
murieron ahí, si es que acaso los hubo, porque no se encontraron cuerpos.
Sólo restos chamuscados de algunas armas y pertrechos.

Esa misma mañana, el BLI Sócrates Sandino continuó combatiendo. Vimos


pasar cuatro helicópteros artillados a prestarles apoyo de fuego. Nuestros
heridos esperaban ser evacuados. Esperamos menos de una hora y los
helicópteros que apoyaron al SOSA regresaban. Descendieron para recoger a
nuestros heridos que empezaban a descompensarse. El Jefe me ordenó viajar
con el médico y ayudarle con los heridos.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Corrimos hacia los helicópteros cargando a los compañeros bajo el fuerte


viento de los rotores. Subimos y las naves se elevaron por encima de los
árboles. En el mismo helicóptero volaban con nosotros varios chavalos del
SOSA con heridas de bala. Un par de ellos graves. Otros viajaban sentados
aguantando el dolor y en evidente estrés postraumático. Cuatro muertos tirados
en el piso del aparato, que estaba resbaladizo por la abundante sangre revuelta
con barro. Los reconocí. Eran los muchachos con los que habíamos estado
cantando y tocando guitarra dos noches atrás. Ninguno pasaba de los veinte
años.

Durante el vuelo de cuarenta minutos hasta el Hospital Militar, me embargó un


profundo sentimiento de amargura por los compañeros muertos, mezclado con
un alivio egoísta de que el muerto no era yo.

Los camilleros llegaron corriendo como de costumbre a bajar a los heridos y se


los llevaron a Emergencia. Bajamos a los muertos y los dejamos tendidos en el
suelo a un lado de la pista de aterrizaje, ya tendrían tiempo los camilleros de
llegar a recogerlos. Me persigné y elevé una rápida oración a Dios por ellos.

Volamos hacia la base principal de la Fuerza Aérea ubicada en Las Colinas, a


cinco minutos de ahí. Había que limpiar rápidamente las naves, repostar
combustible y armamento antes de regresar. Aproveché para tomar un par de
cervezas en el bar de la base.

La tripulación de tierra se apresuró a lavar la sangre de los helicópteros con los


rotores aun girando por la inercia.

Caminé directamente al bar, a unos ciento cincuenta metros del helipuerto y


pedí dos cervezas en la barra. La camarera buscó con la vista al otro. Me
sonrió al percatarse de que ambas eran para mí. Apuré la primera en dos
tragos, tenía la garganta seca. La segunda la degusté al suave. Noté las
miradas entre la lástima y la admiración que con disimulo me atisbaban
algunos suboficiales del Estado Mayor ahí presentes, todos en uniforme verde
olivo en correcto porte y aspecto. Fui consciente entonces de mi apariencia: mi
uniforme de camuflaje estaba lleno de lodo, el pantalón embarrado hasta el
culo, de las rodillas para abajo estaba manchado de sangre ajena, incluyendo
las botas, que apenas se veían en medio de unas masas de barro. Hedía a
PACUSO.

Saboreé mi cerveza hasta terminarla, bajo la fresca fronda de unas acacias que
flanqueaban la terraza del bar, disfrutando de las suaves ráfagas de viento que
acariciaban mi pelo, viendo al cielo que esa mañana estaba precioso,
despejado como un mar celeste interminable, que apenas decorado con alguna
nube extraviada, dejaba perder la mirada hasta el horizonte.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

DE SUEÑOS Y REALIDADES

Ella tenía una frondosa cabellera, larga, que le llegaba a media espalda, de un
color castaño claro, ondulado, abundante y hermoso, que se desparramaba
sobre la almohada. Sus ojos color miel cambiaban a una tonalidad verde
musgo según el ángulo de la luz. Su rostro se iluminaba con una sonrisa dulce
de niña traviesa, adornada por unas pecas graciosas y dos camanances en las
mejillas. Su piel blanca y suave desprendía un aroma excitante de mujer en
celo y a perfume de marca. Sus carnes abundantes y su pechuga de soprano
me dejaban sin respiración. Aquella hembra era una diosa griega encarnada.
Entre sábanas blancas de algodón olorosas a limpio, nos entregábamos a la
pasión. Me sentía volar sobre una nube. Estaba en el paraíso. Cuando ya la
tenía en posición para consumar el asunto, sentí de repente una fuerte
sacudida en la hamaca. Esperé un segundo a ver qué pasaba, pero la hamaca
se sacudió con violencia una vez más, y al fondo, a lo lejos, escuché una voz
que me decía:
—¡Ruiz, Ruiz… levantate huevón, te toca el rondín!
Desperté. Estaba en mi hamaca de nylon en el Puesto de Mando del
Batallón, y supe que quien me hablaba era el teniente que estaba de oficial de
guardia.
—¡No jodás! —le reclamé—. Me despertaste en lo mejor del sueño.
—Ni modo mano, te toca levantarte —me respondió.

Consulté mi reloj: 02:00 horas. ¡Juelagranputa! ¡Tan rico que estaba soñando!
Maldije.
Me até las botas y el ruedo del pantalón sobre ellas, me puse la pechera, cogí
el AK y suspiré: aún sentía el olor de la hembra de aquel sueño. Le ordené al
soldado que estaba de enlace que me acompañara. Me puse el capote poncho
y salimos del Puesto de Mando que estaba ubicado en un enorme agujero
subterráneo enmascarado por una red de camuflaje. La noche era fría y
lluviosa, en esos tiempos en la zona central del departamento de Zelaya llovía
diez meses al año. Afuera, el diluvio bíblico que había estado cayendo durante
varios días nos estaba dando una pequeña tregua, y la luna se asomaba
tímidamente entre las nubes. Pasamos comprobando el primer puesto, justo al
lado del Puesto de Mando, donde estaba emplazada una ametralladora
antiaérea. Todo en orden, sin novedad. Avanzamos hasta el siguiente puesto
siguiendo la zanja de comunicaciones del lado norte de la base. Después de
dar el santo y seña, me detuve un rato a conversar con el centinela. Yo no
fumo, pero siempre llevaba cigarrillos Alas para regalar, con la recomendación
que procuraran no fumar de noche o camuflar la brasa con el sombrero.

Sobre el río Ayote se posaba una bruma densa, pesada, que serpenteaba a
través de la selva como una boa gigante. Estábamos en alerta máxima, ahí
afuera, en algún lugar de la exuberante vegetación, asechaba el Comando

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Regional Jorge Salazar. En esos días había mucho movimiento de la Contra, y


nos habían matado a muchos hombres en emboscadas y ataques nocturnos,
entre ellos, a toda la compañía de exploración y a varios reservistas de
Chinandega de un batallón que nos habían enviado como refuerzo.

Continué haciendo la ronda, comprobando uno a uno los puestos de vigilancia.


Antes de llegar a la bajada del río, había una casa de minifalda de madera que
en otros tiempos fue la casa de la finca donde ahora se asentaba la base. Ahí
estaban la cocina, el comedor de oficiales y el dormitorio del jefe del Batallón,
que por esos días andaba en Santo Tomás, en el Estado Mayor de la Brigada,
en una RASO (Reunión de Análisis de la Situación Operativa). El batallón
estaba al mando del jefe de Plana.

Justo a la par de la casa, había un bajareque de zinc forrado con tablas: una
antigua bodega para aperos de trabajo antes de la guerra. El Jefe había dado
permiso para que se usara como cuarto de visitas conyugales y los hombres lo
habilitaron para tal fin. De vez en cuando, cuando algún afortunado tenía visita
de la novia o la mujer, el Jefe lo relevaba de toda actividad para que disfrutara
tranquilo.
El asunto es que me puse a platicar un rato con el centinela de la casa, cuyo
deber era vigilar la bajada del río junto a otro hombre que se ubicaba al final del
naranjal.
De pronto, empezamos a escuchar sutiles gemidos de mujer que procedían del
bajareque.
—¿Y eso? —le pregunté al soldado.
—Es el teniente jefe de Plana de los reservistas chinandeganos, el maje
está con una indita de ahí del pueblo… se metió desde temprano, y dicen
los compas que ha pasado toda la noche montándole garrote, el maje está
comiendo carnita de monte.

Nos reímos sin hacer ruido para no interrumpir al compañero en acción.

Al rato, escuchamos un exabrupto de la mujer, que con un fuerte tono de


negación exclamó:
—¡AY, NO, POR AHÍ, NO… QUE POR AHÍ CAGA!

Fue casi imposible contener las risas, pero lo intentamos tapándonos la boca
para no soltar las carcajadas, mientras escuchábamos al teniente que le decía
en voz baja a la mujer:
—¡Sssssss, callate, que te van a oír los compas!

Nos alejamos unos metros para poder reírnos a gusto, y me dice el centinela:
—¡Ve que hijuelagranputa el teniente ese!… parece baboso, ahí donde
lo ves todo chaparrito y con cara de pendejo se quiere chiquitear a la indita.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

—Soltó una carcajada prudente seguida de una risita de lindo pulgoso—. Se


hace el dundo, es «DUFI» (dundo fiera).

«No hay renco bueno, ni chaparro pendejo, ni pelón baboso», decía mi papa.

Estuvimos muertos de la risa como quince minutos, hasta que se me pasó el


ataque y pude continuar con la ronda. Me fui de ahí reflexionando de lo perra
que es la vida: unos soñando y otros realizando.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

CUANDO TE ASUSTAN LOS FRIJOLES

Una mañana volábamos de la BAO (Base de Apoyo Operacional) El Castillo


hacia Las Piñuelas. Había llovido mucho en las últimas semanas y el terreno
era un auténtico suampal.

Abordamos los helicópteros con esos sentimientos divididos entre la alegría


egoísta de los que se marchan y la actitud resignada de los que se quedan. Los
helicópteros apenas se posaban sobre tierra, y a veces ni eso, teníamos cinco
minutos para embarcar o te quedabas en tierra, y salir a pie; desde ahí eran
dos o tres días de marcha. Pero esas misiones aerotransportadas eran tan
habituales que lo hacíamos casi por reflejo.

Me subí al MI17 y me senté donde más me gustaba: en la silla del artillero de


puerta. Era costumbre de las tripulaciones llevar la puerta y algunas ventanas
abiertas. Me encantaba volar sentado en la puerta de los helicópteros
admirando la imponente vegetación de lo que entonces era la selva tropical
húmeda en el corazón de Nicaragua. Para mí era un deleite.

Pasando a la par de un cerro alto que no sé cómo se llama ni lo quiero saber,


sentimos de pronto que la nave hizo una maniobra evasiva brusca. Vi el cielo
frente a mí cuando el helicóptero se inclinó más de cuarenta grados a estribor.
Se elevó y dio una vuelta de aproximadamente unos 270º, maniobrando
rápidamente. Escuché el áspero rugido de la ametralladora de punta y sentí el
familiar olor a pólvora salir de la cabina de mando. Vi por la ventana al otro
helicóptero maniobrando y protegiendo al nuestro. El piloto disparó un par de
cohetes sobre el cerro y empezó a bordearlo. La puerta de la cabina se abrió y
el técnico de vuelo nos ordenó a gritos abrir fuego contra el cerro. Nos estaban
disparando. Yo miraba a tierra, pero sólo veía la densa foresta danzando con el
viento de los rotores. Empecé a disparar sobre los árboles, soltando ráfagas a
las faldas del cerro. Otros compañeros disparaban fuego graneado por las
ventanas. El otro helicóptero hizo una pasada fumigando la selva con fuego
cerrado. Vacié dos cargadores del AK antes que la tripulación pusiera pies en
polvorosa rumbo a Las Piñuelas. La acción ocurrió tan rápido que ni siquiera fui
consciente en ese momento de lo que había pasado. Todo fue puro acto
reflejo.

Llegamos a Las Piñuelas. Nuestro piloto era un capitán con más seis mil horas
de vuelo. Era un flaco mestizo de piel oscura al que apodaban la Ñegra, muy
buena gente y empático con nosotros. Nunca usaba uniforme completo,
siempre vestía camiseta sin mangas como cualquier vago de vecindario y le
encantaba dormir la siesta tumbado sobre la hierba bajo la sombra de su
aparato. Esa mañana lo vi asustado revisando la panza del helicóptero. Contó
múltiples impactos de bala sobre el blindaje inferior de la nave. Los Chirizos
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

nos habían disparado desde el cerro con muy buena puntería, gracias a Dios
con fuego de fusilería y no con misiles antiaéreos, que si no, no estuviera
contando el cuento.

Con los rotores girando por la inercia, me senté sobre una piedra con el fusil
sobre los muslos. El Jefe se acercó a nosotros, me sonrió. Me puse de pie. Le
informé de lo que había pasado. Bayardo con ese su modo paternal y su hablar
bajito me dijo: «Hay que tener cuidado hijo, hay que andar chiva, vos sabés
cómo es esto, nunca se sabe de dónde te va a venir el vergazo. Hay que
prepararse… van para Poza Redonda a misión, la gente está allá esperando,
después que carguen se van… y tranquilo… así es esta mierda». Concluyó
sonriendo detrás de sus bigotes de brocha.

Me senté nuevamente en la piedra con el AK sobre los muslos y empecé a


temblar. Un estremecimiento rápido y fino traicionaba la voluntad de mis
manos, y un tenebroso escalofrío me bajó por el espinazo hasta las piernas,
luego me subió hasta las orejas, erizándome por el camino, todos los pelos de
los rincones donde no me da el sol.

Habían pasado aproximadamente diez o quince minutos desde que casi nos
apean a tiros y hasta ese momento estaba sintiendo miedo. El instinto de
conservación se impone en el momento de la acción y no sientes miedo, pero
este aparece minutos después, desahogando su cascada de reflejos vagales
una vez pasado el peligro.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LA COMONA

Una tarde, el enemigo emboscó a una de nuestras patrullas de reconocimiento


cerca del caserío Los Chinamos, matando a dos soldados e hiriendo
gravemente a dos más. También desapareció uno de nuestros hombres, quien
fue encontrado dos semanas después vagando en harapos por una carretera,
totalmente loco.

La situación climática impedía la evacuación aérea, por lo que dos pelotones


de tropas fuimos asignados para escoltar la evacuación terrestre de las bajas
hasta Santo Domingo, Chontales, un pequeño pueblo de montaña. El jefe del
Batallón se unió en su jeep, al pequeño convoy de dos camiones. El Tte. 1.o
Avellán, jefe de la compañía que había sido golpeada, se vino con nosotros.
Avellán estaba nervioso, algo raro en un oficial veterano, curtido y
condecorado. Pero después de la Operación Danto le daban de vez en cuando,
ataques de existencialismo, que desahogaba hablando sin parar y fumando
como si lo fueran a fusilar.

Llegamos casi al anochecer, llovía a cántaros. Era una de esas tardes frías de
invierno, de cielo gris, de niebla y barro. Me encantan esos días lluviosos. Me
hipnotizan esas tardes lluviosas de cielo oscuro y cerrado. Pero esa tarde,
teníamos a dos compañeros muertos empacados en plástico negro, tirados
boca arriba sobre el piso del camión.
Recuerdo las gotas frías de lluvia cayendo sobre mi cara aquella tarde. Aquel
día, bajo la lluvia, medité un poco sobre la muerte. Uno de los caídos era un
reservista chinandegano de cuarenta y dos años, casi la misma edad que mi
padre tenía entonces.

En el Puesto de Mando del batallón local nos informaron que todas las vías de
acceso al pueblo estaban emboscadas por los Chirizos. Por tal razón no se
autorizaba a ningún vehículo militar a salir del pueblo. No podíamos evacuar a
los heridos. La vía aérea se descartó por completo, pues con el diluvio que caía
del cielo y las sombras de la noche a las puertas del reloj, los helicópteros no
iban despegar de sus bases. Por suerte, había una ambulancia de la Cruz Roja
disponible, cuya tripulación aceptó evacuarlos hasta el Hospital Militar de la
Región, pues contaban con la seguridad que los bandos en conflicto
respetaban la neutralidad de la institución. La Cruz Roja se llevó a nuestros
heridos. Los muertos se enviaron al día siguiente. Los demás hombres del
convoy, nos dispusimos a pasar la noche en las instalaciones del batallón de
aquel pueblo.

Hacía frío y teníamos hambre. Estábamos completamente empapados, y


aunque en los veinte meses de servicio que había cumplido para entonces me
había acostumbrado a noches como esa, no dejaba de ser incómodo estar
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

mojado, con frío y con hambre. El Jefe me ordenó que recuperara el dinero de
los dos muertos y los juntara con los de un desertor que un día antes se había
largado abandonando todo su equipo, incluyendo las botas y la paga sin gastar
de los últimos dos meses. El Guayabo, como le decíamos, no quería nada del
Ejército, y dejó absolutamente todo. En total recogí el equivalente al salario de
tres meses de un soldado regular, una suma que si bien es cierto no era
ninguna fortuna, tampoco era despreciable, pues nos proveería de comida
caliente. El Jefe me ordenó llamar a los hombres a formación. Formamos en la
calle, bajo la lluvia. Ahí se repartió el dinero de los difuntos y el desertor a
partes iguales entre todos los hombres, tanto soldados como oficiales. El Jefe
ordenó a la tropa que aprovecharan la noche libre para comer, irse de putas,
beber guaro o lo que les diera la gana. Estaban autorizados hasta las seis de la
mañana del día siguiente, hora de pasar revista para regresar a nuestra base.
Después de romper filas, los hombres se juntaron en grupos afines que se
fueron con diferentes rumbos.

Los oficiales y suboficiales nos fuimos a cenar al restaurante de más alta


categoría en aquel pueblo: El Pemar. En realidad, aquel local equivaldría a
poco más que un chiringuito de playa, si lo comparamos con los de la ciudad.
Una mezcla entre restaurante de poca monta y chinamo de alto standing, pero
para nosotros era como si fuésemos a cenar al mismísimo Hotel
Intercontinental Managua.
¡Qué cena! ¡Qué bien nos atendió la dueña! Atención personalizada, un lujo en
tiempos de guerra: ron blanco, ron negro, cervezas, pescado frito con salsa de
tomate frito con cebolla, su respectiva guarnición, arroz blanco, ensalada,
tostones, patitas de chancho, chancho con yuca, pan de yema horneado a
leña, queso fresco, tortillas y demás exquisiteces. Sentados a la mesa, nos
olvidamos del frío, de los uniformes mojados y del barro en nuestras botas.
Pusimos las pecheras y el armamento en el suelo, cerca de la mesa y a la
mano.
Brindamos a la salud de los caídos. Ellos hubiesen hecho lo mismo en nuestro
lugar. Comimos despacio, saboreando la comida como la gente educada. El
comportamiento de vulgar soldado era cosa de novatos, no de veteranos como
nosotros.

La dueña del restaurante hizo buena caja, y sobre todo, quedó bien con el
Ejército, algo importante para cualquier civil de la zona en aquellos tiempos.
Era una rubia peliteñida hermosa, de unos treinta y cinco años, muy guapa,
pero en asuntos de belleza no era rival para la dueña del prostíbulo del pueblo,
que tenía unos atributos físicos envidiablemente útiles para cualquier dama de
su profesión. Ese burdel era toda una institución en aquel pueblo de montaña.
Estaba vedado a la economía de la soldadesca, que para esos menesteres se
conformaban con las putas autónomas de menos caché, de las que buscan
clientes rondando los cuarteles militares desde que se inventaron los ejércitos.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Tenía fama de limpio. Algunos soldados juraban, besando los dedos en cruz,
que las chicas que atendían de teniente para arriba se bañaban todos los días.
De lo que doy fe, es que en aquel lupanar las cervezas se servían bien frías,
ponían buenas bocas, había buen ambiente y se comía regular.

Esa noche dormí mojado, pero bajo techo, bien cenado y bien bebido. ¡Qué
buena vida! ¡Qué nivelazo!

Al día siguiente amanecimos con la moral en las nubes. Se notaba la buena


vibra en el ambiente, por las bromas y el buen ánimo de los soldados en los
camiones. Al frente del convoy iba el jeep del Jefe, que le gustaba ignorar el
riesgo que suponía viajar siendo un blanco obvio. Detrás, dos camiones
transportando un pelotón cada uno. Yo viajaba en el segundo camión. No
paraba de reírme escuchando las detalladas anécdotas amatorias que los
casanovas del pelotón contaban de la noche anterior.

Antes de iniciar la marcha, un nuevo soldado que iba destinado a nuestro


batallón fue asignado a nuestro vehículo: nada más y nada menos que una
chica, una «comona». En el argot militar, se aplicaba el término «comones» al
personal masculino de radio comunicaciones, y «comonas» al femenino.

Durante breves segundos hubo un silencio incrédulo. Mientras, la Comona


intentaba subir. Llovieron manos caballerosas ofreciendo ayudarla. Una vez a
bordo, caminó entre los hombres que le cedían el paso con celeridad,
apresurándose para hacerle sitio donde sentarse, entre silbidos, piropos
irreverentes, múltiples metidas de mano y malos tocamientos que ella
esquivaba eficazmente con la agilidad y la gracia que dan los años de práctica,
sin dejar de sonreír ni pavonearse. Su presencia no dejó indiferente a ningún
hombre con sangre en las venas. Su olor a mujer joven y a perfume barato de
contrabando, anunciaban que procedía de las bases de retaguardia y no de las
tropas de combate, algo que confirmaban las civiles alpargatas valencianas de
cuña alta que calzaba, que aumentaban su porte de mujer dentro de un
ajustado uniforme militar verde olivo. Un conjunto en abierto contraste con las
botas lodosas, los uniformes de camuflaje y el olor a PACUSO de la tropa.
¡Qué mujer! Su forma de moverse, su olor y su presencia hicieron que la moral
de los hombres alcanzara niveles estratosféricos.

Durante todo el viaje de regreso a nuestra unidad, la alerta permanente del


escaneo constante de la maleza en busca de guerrilleros, se hizo menos
tediosa y menos estresante, más confortable y llevadera. Cuando llegamos a la
base, en Las Piñuelas, se corrió la voz.

La presencia de la nueva comona fue todo un acontecimiento en aquellos días.


Ella tenía diecisiete años, la piel blanca, el cabello castaño claro, ondulado,
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

cortado para ser práctico en campaña, pero lo suficientemente largo para


taparle las orejas. Una cara fresca, juvenil y bonita, un cuerpo de diosa, y para
rematar, era una dedicada aprendiz de Afrodita: en sus primeras dos semanas
en la base, toda la oficialidad había pasado por su catre, en número de
ocasiones suficientes para satisfacer hasta al más libidinoso y vigoroso de los
jóvenes tenientes y sargentos. Una vez que terminó de faenar con todo el
escalafón de mando a todos los niveles, se dedicó a la tropa, alternando la
cama con sus turnos de guardia en la radio. Todas las noches, sin excepción,
una media de ocho soldados eran atendidos por la Comona en los asuntos del
amor. En poco tiempo se ganó una bien merecida fama de experta en las artes
de alcoba, pues no se limitaba al simple acto coital, sino que dedicaba el
tiempo necesario para hacer que cada hombre tocado por su magia, sintiese en
la tierra su pedazo de cielo.

La Comona nos hacía olvidar durante algunos minutos (y a veces durante más
tiempo) el asedio constante de la muerte, que vestida de guerrilla y armada de
fusil, aguardaba agazapada en algún lugar de la exuberante vegetación
selvática, y que por aquellos días, se había llevado al menos una veintena de
nuestros hombres. La Comona fue todo un regalo del destino, y me gusta
pensar que fue un regalo de Dios.

No aceptaba dinero, era puro amor al arte, auténtica pasión voluntaria digna de
la mejor herencia de Mesalina. ¿Ninfomanía? Probablemente. Sólo exigía de
buenas maneras, pulcritud en el aseo personal de sus amantes, requisito justo
y consecuente que todos cumplimos rigurosamente una vez llegado el
momento: baño a consciencia de todos los rincones de la anatomía, afeitado,
corte de pelo si procedía, lavado de dientes, calcetines y uniforme limpios.
Algunos hasta se ponían desodorante «de olor» en vez de matar la sobaquina
con limón, que era más efectivo.

Habían pocas mujeres en el batallón: tres o cuatro cocineras, y tres


comunicadoras. Dos de ellas tenían pareja estable dentro de la unidad, las
demás eran amantes exclusivas de algunos oficiales o soldados. Sólo una de
ellas estaba sola: una soldado raso veinteañera ayudante de cocina a quien
llamábamos la Gata, por el color verde de sus ojos felinos. Era rubia natural, de
frondosa cabellera, piel blanca, cejas delineadas por la naturaleza, caderas
anchas y hermosas cartucheras. Era bonita, pero chintana: su sonrisa amplia y
tímida estaba adornada con una enorme ventana debido a la ausencia de los
cuatro incisivos superiores y a un número incontable de caries color negro
tizón. Se esforzaba por ocultar su vergüenza al sonreír, pero el rubor de su
humilde rostro juvenil la delataba. No se dejaba seducir por nadie, pues estaba
empeñada en hacerse querida del Jefe, quien no mostraba mayor interés en
ella, salvo el de obligarla a recibir clases de alfabetización con el Político para

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

que aprendiese a leer y escribir junto a dos soldados más. En eso, el Jefe era
exigente, no toleraba que ningún soldado bajo su mando fuera analfabeto.

Mi turno con la Comona llegó estando ella recién llegada. El aire fresco de la
selva y la vitalidad que sentía correr por las venas a mis dieciocho años, me
hicieron presentir que Venus me tocaría esa noche. Siguiendo mis instintos no
dormí en la covacha con los hombres, como acostumbraba, sino que me fui a
la habitación individual que tenía asignada en la barraca de oficiales, que era
parte de los pequeños privilegios de mi humilde rango de sargento primero. A
primera hora de la noche ella tocó a la puerta de mi dormitorio. El rezago
sexual hizo que mis ojos vieran en ella una aparición divina. Me rendí a sus
encantos, totalmente poseso, como Ulises en la isla de Calipso. Aquella
hembra era la ternura y la sexualidad encarnada en un cuerpo joven y vital, con
las carnes firmes y la resistencia física que da el entrenamiento militar. No sé
cuánto tiempo estuvo conmigo, pero fue el suficiente para dejarme totalmente
exhausto, suspirando y flotando en una nube de felicidad con una sonrisa
tatuada en la cara que me duró varios días. Salió de mi habitación sonriendo,
volteó para regalarme el brillo de sus ojos con un pestañeo gracioso,
mostrando satisfacción por el trabajo bien hecho. Se marchó exagerando su ya
natural contoneo al caminar. Olvidé la guerra, las armas, la sangre. Olvidé
dónde estaba. El acecho de la muerte no me iba robar aquellos instantes de
felicidad. ¿A quién diablos le importa morirse después de un momento como
ese? Un profundo suspiro de felicidad lanzado al aire me acurrucó en la cama.
Fue un polvo mágico. Ya podía el enemigo hostigarnos a morterazos cuanto le
diera la gana.

Me vestí, me puse la pechera con los cargadores, granadas y bayoneta, cogí


mi fusil y me dirigí a la barraca con los hombres. Ya para entonces la luna
había salido e iluminaba el campo maravillosamente. A un lado de la covacha
había unos bancos improvisados con ramas, donde nos sentábamos a departir.
El Quinto, Rafa y el Chirizo estaban ahí. No me dijeron una sola palabra, sólo
gestos, apretones de mano y palmadas cómplices. La camaradería es una de
las pocas cosas buenas que deja la guerra. Rafa me ofreció una calada de su
cigarrillo, y pese a que no fumo, ni lo hacía entonces, lo acepté y le di una
honda calada, aspiré con fuerza, totalmente convencido que aquella noche no
me la iba a arruinar ningún francotirador cabrón que quisiera probar puntería
nocturna con la luz mi brasa.

No faltó quien se enamorara auténticamente de la Comona. Nuestro oficial de


contrainteligencia, un subteniente recién salido de la academia, le ofreció
relación formal. Aquel hombre sentía auténtico amor por ella. Pero esa mujer
era demasiado para un solo hombre, ella se debía a la humanidad. El Siniestro
(mote que en la jerga militar se le asignaba a todos los oficiales de
contrainteligencia) no tuvo más remedio que conformarse como todos los
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

demás: con una sola cuota de su amor. Éramos muchos los diablos y poca el
agua bendita.

Pasaron los meses y la Comona se convirtió en nuestra musa oficial. Además


de ser una buena radio operadora, era un encanto en las conversaciones y
departía como un soldado más. Durante algunos combates, debido a la
ausencia de oficiales de mayor rango en el Puesto de Mando, me tocó
coordinar desde el mapa las acciones y maniobras de las tropas en tierra, el
apoyo aéreo y la información de inteligencia. En un par de esas ocasiones, la
Comona fue mi radio operadora. Era buena con la radio.

La fama de la Comona trascendió a otras unidades. En esa zona de guerra


operábamos una Agrupación Táctica de Combate y una Brigada de Infantería.
Un total de ocho batallones. Era frecuente que se juntaran dos o más
batallones en la misma base, según la evolución de las operaciones bélicas. En
una de tantas ocasiones, uno de los Batallones de Lucha Irregular (BLI)
vecinos, pasó a nuestra retaguardia. Ese BLI había sido golpeado con dureza
por el enemigo en las últimas semanas, y sus hombres necesitaban descanso y
avituallamiento. Faena para la Comona, que ni corta ni perezosa se puso a la
tarea. Siguiendo su modus operandis, empezó por la oficialidad del BLI y toda
su cadena de mando. Algunas semanas después, al menos tres compañías de
ese batallón habían pasado por su litera.

Nosotros, sabios conocedores de su buen hacer, observábamos a los soldados


del BLI, que en grupos de cuatro en cuatro, bien bañados, limpios y olorosos,
caminaban en dirección a los aposentos de la Comona. Ya para entonces, los
soldados le habían acondicionado un local, para brindarle el máximo confort
disponible, y la privacidad mínima necesaria para el desempeño de tan ardua,
solidaria y humanitaria labor de tiempos de guerra. Algunos soldados se
tomaban el trabajo de cortar flores del monte, improvisando ramos para llevar
de presente a la amada amante, que seguía negándose a aceptar dinero. Esa
mujer se ganó a pulso el respeto y la admiración de las tropas.

Que yo sepa, sólo le negó el cariño a un pequeño grupo de soldados del BLI.
Ese batallón tenía un cocinero que era un reconocido y orgulloso homosexual.
Era un tipo raro. No era ni afeminado ni marica. Era un negro musculoso de
más de metro ochenta de estatura, fuerte como una mula. Tenía fama de
combatiente aguerrido y de mejor cocinero. En alguna pelea de cantina lo vi
repartir puñetazos que parecían patadas de mula, peleándose con tres
hombres a la vez, como el más macho de pelo en pecho. Era un cochón muy
hombre. Unos cuantos soldados del BLI desahogaban sus pasiones con el
negro de la cocina, sin cortarse ni un pelo, y sin atisbo de la más mínima
vergüenza, pues argumentaban entre risas, al defenderse de la jodedera y las

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

bromas de los demás, que «en la guerra cualquier hoyo es trinchera». Ese
pequeño grupo de amantes del negro fue el excluido por la Comona.

La cosa se torció, cuando un teniente primero jefe de compañía del BLI, se


enamoró encabronadamente de la Comona. El tipo, sin contar con la opinión de
ella, la asumió como su mujer oficial. Una noche bien borracho, portando su
armamento y equipo completo, la encontró yaciendo en la cama con dos
soldados a la vez, y con dos más esperando turno en su puerta. Estalló en
cólera y la golpeó hasta casi matarla.
Los soldados avisaron en el acto al oficial de guardia, quien ordenó el arresto
inmediato del agresor e informó enseguida al jefe de nuestro batallón. Hubo
varios conatos de peleas entre algunos hombres, porque los presentes no
defendieron a la Comona de la brutal paliza. La encontramos tirada en el monte
desangrándose con una hemorragia vaginal masiva. El rostro desfigurado por
los hematomas, sus labios rotos, sus lágrimas de indefensión, su corazón
partido. La furia colectiva hizo del calabozo un seguro de vida para el hijueputa
que la había golpeado.

Recuerdo cómo dos hombres cogían fuertemente por los brazos al teniente,
mientras nuestro jefe de batallón, conteniendo la cólera, lo desarmaba sin
disimular el esfuerzo que hacía para no meterle un tiro en la cabeza. El Jefe
mantuvo el tipo, lo mandó a encerrar en la chiquita, un calabozo muy pequeño
común en las bases militares de aquel entonces. El Jefe ordenó explícitamente
que nadie hiciera justicia por su propia mano. Se reforzó la vigilancia del
calabozo para garantizar que nadie le lanzara una granada de mano.
Personalmente redactó un informe dirigido al jefe de Auditoría Militar de la
Brigada. El Siniestro se esmeró para acabar con la carrera de aquel cobarde
que casi mató a golpes a nuestra Comona. Lo último que supimos de él fue que
un juez militar lo condenó a varios años de cárcel por maltrato a un soldado con
agravante de lesiones, abuso de autoridad, estado de ebriedad en el frente de
guerra y otros delitos que no recuerdo.

Esa noche, ninguno de los médicos estaba en la base, así que el Sanitario
Mayor del BLI y yo, que había hecho el curso de paramédico, atendimos a la
Comona lo mejor que sabíamos. La pobre mujer rabiaba de dolor en el vientre
y apenas podía moverse por la cantidad de golpes que tenía. Sangraba sin
parar por la vagina y se nos estaba chocando. La canalizamos a doble vía con
bránulas calibre dieciocho, y le pasamos varias bolsas de lactato de Ringer por
vena a chorro. Improvisamos compresas, en un esfuerzo por detener la
hemorragia vaginal. Logramos estabilizarla casi a media madrugada, y pudo
dormir sin dolor después de inyectarle dos ampollas de morfina.

Sobraron voluntarios para cuidarla, pero al final, sus compañeras Comonas,


algunos oficiales, una decena de soldados, el Sanitario Mayor y yo, velamos su
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

evolución hasta la nueve de la mañana, cuando el helicóptero llegó para


trasladarla al Hospital Militar de la Región.

Yo elevaba con mi brazo la bolsa de suero, mientras la transportábamos en la


camilla de campaña hasta el helicóptero. Me regaló una de sus sonrisas de
ángel, que ni sus labios inflamados ni los hematomas de su cara lograron
opacar. El brillo de su mirada coqueta se abrió paso entre la inflamación y la
equimosis de sus párpados golpeados, para despedirse de nosotros con un
leve gesto de agradecimiento y un esforzado y dificultoso adiós con la mano.

Escoltada por una corte de soldados agradecidos, subimos la camilla al


helicóptero y nos despedimos de ella deseándole lo mejor. La nave alzó vuelo y
se alejó llevándose a nuestra compañera de armas, de alegrías y tristezas. En
el fondo sabíamos que no la volveríamos a ver, como en verdad sucedió. Pero
en los días siguientes quisimos guardar la esperanza de su regreso. Nunca
más supimos de ella.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LAS CHELAS DE LA VOLKSWAGEN

Hace más años de los que quiero recordar, estaba pidiendo ride enfrente del
Hospital Asunción de Juigalpa. Me dirigía a Santo Tomás, Chontales, donde se
encontraba el Estado Mayor de la 52 Brigada de Infantería a la cual pertenecía.
Había estado unos días de pase en la casa y regresaba enzacatado a mi
batallón en Las Piñuelas.

En esos tiempos el parque vehicular del país era escaso y desvencijado fruto
de años de escasez. Pedir ride era la forma habitual de viajar.
A casi ningún particular le gustaba dar ride a los guardias, por diferentes
razones que iban desde la antipatía hasta la prudencia. Así que en realidad uno
esperaba pescar un ride en algún vehículo estatal.

Después de casi dos horas sacando el dedo sin éxito, pasó una pick up
Volkswagen doble cabina del modelo más clásico. Paró a unos veinte metros.
Iban cuatro chelas jóvenes extranjeras. Una de ellas, de unos veinticinco años,
se asomó por una de las puertas traseras y nos invitó a subir a una mujer que
estaba cerca con un bebé en brazos y a mí. Era tronco de ride porque la tina
iba completamente vacía.

La chela se subió a la tina de la camioneta armada con una cámara profesional


con teleobjetivo. Sonreía afablemente mientras nos invitaba a subir con gestos
y hablando en su lengua. Iba en pantalones flojos de varios colores tipo hippie,
descalza, en camisola, sin brasier, con una diadema de trapo que le apartaba
de la cara la melena rubia semirastafari. Tenían pinta de surfistas marihuaneras
o de periodistas. No eran chelas PACUSO.

Yo tenía dieciocho años entonces, iba de camuflaje y completamente equipado.


La mujer del bebé era una campesina humilde en chinelas Rolter, de unos
veinte y cortos años. Mientras subía a la tina le sostuve al niño. Era un
varoncito de unos seis meses de edad, muy risueño y con camanances como
yo. Mientras su madre subía y se acomodaba, me puse a hacerle cosquillas en
la barriga y se reía feliz el chavalito. Sin darme cuenta, la chela capturaba la
escena con su cámara: un soldado adolescente completamente armado
jugando con un bebé en brazos.

Se lo entregué a su madre y subí. La chela me pidió entonces que tomara


nuevamente al niño en brazos y posara para su cámara. Así lo hice. Me dio las
gracias chapurreando el español y regalándome una auténtica sonrisa de
afecto.
La mujer del niño se bajó por el camino y a mí me dejaron en la gasolinera de
Santo Tomás. Siguieron su camino en dirección a El Rama despidiéndose
joviales desde las ventanillas.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

MISERIA

Una mañana, el Jefe me ordenó salir de exploración. La cosa estaba tranquila


por aquellos días, pero el enemigo no cesaba de hostigar pellizco a pellizco con
golpes de guerrilla y no se podía bajar la guardia. Prácticamente a diario se
organizaban patrullas de exploración para hacer un radio de un par de leguas
alrededor de la base en todas las direcciones.

Aquella mañana el sol brillaba prometiendo secar un poco la humedad del


monte y el sempiterno lodazal. Después del operativo, a los Salazares no se
les veía en grandes grupos a nivel de Fuerza de Tarea, sino en pequeños
pelotones que golpeaban y corrían evitando en lo posible la potencia de fuego
del EPS.

Después de la reunión de puntualización a primera hora de la mañana en el


Puesto de Mando, el Jefe me ordenó explorar la ribera del río Cusuca, unos
cinco kilómetros río arriba del puente y luego río abajo buscando la bocana
Siquia-Cusuca. Era una misión sencilla de rutina y los seis hombres de la
patrulla éramos veteranos. Las órdenes eran simples y claras: buscar rastros
de presencia del enemigo y si lo encontrábamos no entrar en combate, sólo
observar y puntualizar. En la zona de Nawawás se habían recuperado unas
cajas de municiones nuevecitas de AK y teníamos información del reciente
avituallamiento de los Salazares.

En pocos minutos nos pusimos en marcha. No debíamos parecer del EPS,


pues los campesinos de la zona eran en su mayoría Contras, así que íbamos
un poco híbridos para confundir: AK chinas, AK plegables, un M-79 y un FAL,
ambos con sus arneses de combate que el Jefe había recuperado. Casi todos
portábamos mochilas ALICE recuperadas. Por alguna razón que desconozco,
al Jefe le gustaba que yo usara su FAL. Llevábamos raciones frías para un día,
una radio de mochila y un par de walkies. Bayardo, con su modo suave de
hablar y su tono paternal me dijo: «Tengan cuidado hijo, no quiero que les pase
nada».

Caminamos quizá un par de kilómetros a orillas de la carretera en dirección al


río y luego nos metimos al monte con rumbo norte. Pasamos prácticamente
toda la mañana explorando la zona al norte del puente sin encontrar rastros de
presencia de los Chirizos. Sobre el mediodía cruzamos el río y exploramos el
otro lado con el mismo resultado. Al acercarnos al puente me comuniqué con el
oficial al mando de un pelotón de reservistas cuida-puentes chinandeganos, no
queríamos que nos confundieran con los Chirizos y nos montaran bala. Pero
llegamos al puente y no había nadie en su puesto. El único centinela estaba
más ancho que largo durmiendo la siesta sobre una loseta prefabricada de
cemento con el sombrero en la cara y el fusil en las piernas. Le levanté el
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

sombrero con el cañón del FAL y casi me lo vuelo del susto: al verme de pie
con el FAL se dio por difunto creyendo que era un Contra. Le sonreí y le dije en
tono irónico: «¿Qué… haciendo la hora del ministro?». Me identifiqué y el
hombre recuperó entonces la presencia de espíritu. Al rato, llegó a toda carrera
el subteniente al mando, hasta que le sonaban los talones. Sabrá Dios dónde
estaba y qué estaba haciendo cuando llegamos, pero se disculpó avergonzado
y reprimió a ladridos al dormilón.

Seguimos nuestra marcha bajando en dirección a la bocana por la ribera oeste.


Tampoco encontramos nada. Batimos pinol y comimos una lata de ración en un
sitio de chagüiton a orillas de un pequeño riachuelo de aguas cristalinas que
bajaba manso y apacible serpenteando entre las matas de chagüite silvestre. A
media tarde vadeamos el río y pusimos rumbo a la base. El cielo empezó a
nublarse amenazando con llover. La temperatura bajó y en pocos minutos una
tempranera neblina empezó a posarse sobre la exuberante foresta. De repente,
el ambiente se puso húmedo, frío y con silampa.

En un claro del monte a orillas de una pequeña milpa enferma y devorada por
la maleza, divisamos una chocita de caña brava y techo de palma. Una
raquítica columna de humo la delataba a la distancia. Una vez comprobado el
perímetro y con tiradores apostados, tres de nosotros nos acercamos a la
choza. La casita no podía ser más pobre. Dentro estaba una mujer joven, de
unos diecinueve años, descalza, con sus ropas harapientas. Llevaba un bebé
en brazos y tres pequeños más se arremolinaban en las piernas de su madre
con el temor en sus ojos. El mayor no pasaba de los cuatro años. Estaban
semidesnuditos, descalzos, con las naricitas mocosas, las barrigas
prominentes y los pelos color bandera. Desnutrición crónica… pobreza crónica.
Miseria absoluta.

La mujer estaba muerta de miedo. Ordené registrar la casa e intenté entablar


plática con la mujer para sonsacarle información. Era pequeña, un poco más de
metro cincuenta, chelita ojos claros, con la dentadura destrozada por la caries.
De una teta triste y transparente llena de venas azules mamaba el bebé
totalmente ajeno a la situación. Sobre el molendero había una bola de masa de
maíz del tamaño de una pelota de softball.

Después de registrar la casa totalmente de arriba abajo, quedó en evidencia


que aquella masa de maíz era lo único que tenían para comer. Por las señales
de abandono de aquella casita y de esa familia, era evidente que ahí no había
estado un hombre durante varios meses. Se negó a admitir que su marido
andaba con la Contra, pero el hecho era evidente. Pensé para mí, y creo que
ella también lo sospechaba, que su marido había sido finado en algún combate.
Me negué a aceptar que el deplorable estado de abandono, desamparo e
indefensión de aquella familia era voluntario. Lo más seguro era que el hombre
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

de la casa había muerto o estaba lejos en sus campamentos en Honduras,


quizás herido. Aquella familia estaba abandonada a su suerte en aquel monte
perdido de Dios en plena guerra.

Aquella imagen de pobreza absoluta, indigencia y orfandad me partió el alma.


Saqué de la mochila el resto de mi ración y se la di. Los demás hicieron lo
mismo. A la mujer le brillaron los ojos de agradecimiento.

Ese tipo de misiones de exploración eran rutinarias y he olvidado la mayoría de


ellas, pero aquella en particular la recuerdo. La miseria humana es, por
desgracia, una constante en las guerras, y aunque uno al final termina
inmunizado de indiferencia, hay cosas que se recuerdan para siempre.

La siguiente vez que pasamos por ahí varias semanas después no


encontramos a nadie. Quizás el marido regresó y se llevó a su familia. Tal vez
la mujer emigró a la ciudad a ensanchar los cinturones de miseria que
ruralizaron las ciudades.

Se suponía que se hizo la revolución para acabar con las «marías rurales»,
pero lejos de extinguirse, la guerra las multiplicó por decenas de miles.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LA TUERTA

La escuela de entrenamiento de Las Ánimas fue por mucho, el centro de


preparación de tropas en campaña más grande de la 5.a Región Militar del EPS
en los años ochenta. Tenía capacidad instalada para entrenar a setecientos
hombres a la vez, en ciclos formativos de siete semanas intensivas. Los
instructores en su mayoría cubanos, transformaban a civiles adolescentes en
hombres de lucha irregular con un programa de entrenamiento integral que se
ejecutaba sobre la marcha, alternando la formación básica de infantería con
acciones de combate real.

El programa incluía tácticas de lucha irregular, navegación terrestre, ingeniería


militar (explosivos, minas, fortificaciones), lucha cuerpo a cuerpo y manejo del
armamento ligero usado por ambos bandos en conflicto. Al finalizar cada curso,
los graduados eran repartidos en las diferentes unidades del Ejército según
necesidades y requerimientos.

Cientos de conscriptos adolescentes eran transportados en camiones desde


sus lugares de origen a Las Ánimas para ser transformados en soldados en un
periodo tan corto que los cambios físicos y psicológicos resultaban brutales.
Muchos de ellos nunca habían salido de sus casas, ni de las faldas de su
madre. Tuve compañeros que no sabían ni cómo colgar una hamaca, mucho
menos hacer una champa. Entre los soldados la escuela fue apodada como
«La Boca del Infierno».

Pero a esas edades los mozos siguen siendo mozos independientemente de lo


demás. La despiadada exigencia física de los entrenamientos apenas
disminuía la inextinguible ansia carnal de la tropa que se incrementaba de
manera exponencial en función del tiempo.

En Las Ánimas, como en la mayoría de las unidades del Ejército, las pocas
mujeres que había eran las cocineras, las comunicadoras y la enfermera. Ni las
comonas ni la enfermera alternaban con nadie con rango inferior a subteniente.
El maremágnum hormonal de la soldadesca debía competir por aliviarse con
alguna prójima del escuadrón de cocineras, las cuales se daban el lujo de
escoger varón a su antojo, dada la desproporcionada relación entre la oferta
(menos de quince mujeres) y la demanda (más de setecientos hombres). Los
que habían dejado atrás mujer, novia o amante, esperaban con ávida
impaciencia las visitas familiares que el Ejército tenía por costumbre organizar
de vez en cuando y los que no, debían buscarse la vida.

Salvo raras excepciones, que por supuesto siempre las hay, en general las
cocineras del Ejército eran poco agraciadas, pero «a buena hambre no hay mal
pan». Había una en particular en Las Ánimas cuya magnífica fealdad era
suprema. Era de talla baja y obesa, como suele ser característico en su oficio.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Sus voluptuosas carnes luchaban desesperadas por escapar del uniforme. Su


cabellera a media melena, rizada y desaliñada, color rojo quemado, era víctima
evidente del descuido crónico. Un enorme lunar de carne decoraba uno de sus
cachetes y en la mirada su principal característica: la totalidad de uno de sus
ojos era una inexpresiva mancha blanca. Era conocida como la Tuerta.

La primera vez que la vi quedé paralizado por su fastuosa fealdad: «es igualita
a Hermelinda Linda», me dije. Tosca de modales, me sirvió la ración del rancho
con hastiada indiferencia. Desde los primeros días, la Tuerta quedó descartada
por unanimidad por la tropa para cualquier tipo de amancebamiento.
Sin embargo, conforme iban pasando los días y las semanas, fui observando
que la Tuerta iba siendo cada vez más solicitada para asuntos carnales. Los
pequeños grupos de soldados haciéndole la corte eran cada vez más
frecuentes. La Tuerta tenía caché. Se daba el lujo de escoger y despreciar. El
éxito de la Tuerta tenía una explicación simple: era la única suficientemente
promiscua como para atender a varios soldados cada noche en asuntos de
alcoba, lo hacía de buena gana y con derroche de talento según juraban
algunos besando los dedos en cruz.

Sobre la tercera semana viéndola bien no era tan fea, tenía su gracia la mujer.
Sobre la quinta semana estaba desbordada de pretendientes y sobre la sexta
semana había peleas a puñetazos por los favores de la Tuerta. Confieso que
estuve tentado a hacerle entrada, pero la competencia era mucha y muy
bragada.

Varios meses después regresé a Las Ánimas como parte de una comisión para
inspeccionar las condiciones de un contingente de conscriptos reclutados en
Managua, Masaya y Juigalpa. Para entonces ya portaba mi modesto rango de
sargento segundo. Aquellos reclutas ya llevaban quince días de entrenamiento.
A la distancia, pude ver a la Tuerta en el patio de la cocina rondada por unos
soldados, haciéndose de rogar.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

24 DE DICIEMBRE 1989

La guerra asomaba a su fin, pero sus patadas de ahogado continuaban


cobrando su tributo de muertos. El último trimestre del año había sido muy
movido a raíz del aniquilamiento de nuestra Compañía de Exploración a manos
de los Salazares y la rabiosa respuesta por parte nuestra para expulsarlos de la
5.a Región Militar. En mi opinión, la ofensiva de octubre no tuvo el éxito
esperado, pues los Comandos Regionales Jorge Salazar continuaban
campando a sus anchas por el territorio. A principios de diciembre tuvimos que
usar la artillería pesada para desalojarlos del cerro La Pulga, cerca de Las
Piñuelas. El enemigo era obstinado y muy astuto. Sin duda eran hombres de
calidad. Un enemigo magnífico.

Pero al acercarse las fiestas de navidad hubo una calma tensa, una tregua
extraoficial. Nadie quería tiros en esos días. Los Contras también tenían
familia.

En el batallón se autorizaron algunos permisos para los oficiales y suboficiales.


El Jefe salió en el primer medio y el jefe de Plana quedó al mando. Los
hombres reclamaban carne para nochebuena, así que se procedió a recuperar
(robar) tres vacas propiedad del Zonal del FSLN (del mismo cuero salieron las
coyundas). También recuperamos tres hermosos chanchos de unos feos
trompudos que parecen más saíno que chancho.

Uno de los sargentos consiguió tres galones de cususa de la buena, para la


oficialidad, por supuesto. En fin, en una casa de finca donde dormía el jefe de
Batallón y que antes de la guerra era una propiedad productiva, improvisamos
una fiestecita. Se ordenó a las cocineras y comonas que se bañaran y pintaran.
No sumaban más de diez mujeres en total. Entre oficiales y suboficiales no
llegábamos a veinte. Era una fiesta privada de categoría.
Como a la falta del perro se montea con gato, la música corrió a cargo de la
radio: sintonizamos La Voz de Nicaragua en un Siboney multibanda Made in
Cuba. Hay que admitir que esos radios tenían buen sonido.

Todas las mujeres del batallón eran de extracción campesina y la mayoría de


los hombres éramos de la ciudad, así que la diferencia en gustos musicales
terminó rompiendo el grupo y las mujeres se fueron marchando una a una.
Además, la mayoría tenían pareja estable dentro de la unidad y eso limitó las
acciones tácticas en asuntos carnales. Al final quedamos un montón de jodidos
bebiendo cususa y bailando solos. Había un teniente chele, chiquito y flaquito
del lado de Chinandega que ya bien bolo se subió a una mesa a hacer un
striptease.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

La fiesta terminó cerca de las 23:00 horas con la mayoría bien bolos y una
minoría a media asta. Yo tenía dieciocho años, y me fui a dormir atacado por la
nostalgia. Caí rápidamente en un sueño profundo rayando la inconsciencia.
Perdí la noción del tiempo y el espacio hasta que la furia infernal de la fusilería
rompió el silencio de la medianoche. Me levanté de un sobresalto, cogí el fusil,
la pechera y salí de la covacha corriendo de pie imprudentemente. Me puse de
rodilla en tierra cerca de los compañeros y vi cómo los hombres de la trinchera
noreste de la base le disparaban a algo aniquilando las sombras de la noche
con miles de trazadoras. Se oía a los hombres gritar: «¡AHÍ VA ESE
HIJUEPUTA! VUÉLENLE VERGA». La PKM entró en acción con su ronca voz
diabólica.
A esas alturas de la balacera yo estaba esperando que de un momento a otro
empezaran a caer los morteros de 60 mm que usan los Chirizos. Nos
acercamos corriendo hasta la trinchera y vimos bajo la proyección de la luna,
una silueta homínida que como alma que lleva el diablo corría por su vida entre
una lluvia de balas. No había alambrada que lo detuviera, hasta que le chiflaba
el pelo. Yo creo que hasta le dolía la nuca (donde le pegaban los talones).

El hombre se metió en la covacha de las cocineras, y de abajo de una de las


camas lo sacaron los soldados a culata moderada.
Era un solo hombre, y a pesar que una escuadra completa de fusileros y una
ametralladora pesada hicieron fuego sobre él, no tenía ni un solo rasguño. Era
un indito chirizo, bajito, soldado de la COPETE de Santo Domingo. Uno de los
sobrevivientes de la COI de Exploración que fueron transferidos a otras
unidades. Por esos días se estaba beneficiando a una de las cocineras. Como
estaba de permiso, ya con sus tragos se metió a la base a echar su polvo a
medianoche, pasando enfrente de la línea de fuego de las trincheras.
Una vez identificado, y ya que era navidad, se dejó en libertad para que
consumara el asunto con su amante. El guaro se le fue a la mierda, pero al
menos copuló.
Los demás nos fuimos a dormir pensando en la pésima puntería de la tropa, y
la suerte de aquel individuo que sin duda tenía más leche que un sapo.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LA ALEGRÍA DE LA VICTORIA Y LA AGONÍA DE LA DERROTA

Con esa frase lapidaria, la NBC iniciaba su resumen deportivo semanal al final
de los años setenta, que en Nicaragua se transmitía los domingos por la TV
nacional.

Se puede debatir largo y tendido sobre los detalles del final de la guerra en
Nicaragua, y los motivos que obligaron al arrogante FSLN a negociar con la
Contra y ceder a la presión internacional para dar elecciones libres y
transparentes, pero no es el objetivo de este relato.

Fueron muchos los factores y circunstancias que le doblaron el brazo al FSLN:


el bloque soviético se desmoronaba, y sin mecenas, los satélites pro URSS
estaban condenados. El país estaba en bancarrota, endeudado, y ya no había
más cantera de jóvenes para enviarlos al combate. Recuerdo que los últimos
hombres de refresco que nos enviaron al final de 1989, o bien eran chavalos
menores de dieciséis años o reservistas mayores de cuarenta. Y sin duda
alguna, lo admitan o no muchos sandinistas y oficiales veteranos del EPS, la
presión militar de la Contra tenía en jaque al poderoso EPS, que como gigante
con pies de plomo, se sostenía en base a la conscripción.

El 25 de febrero de 1990 se dieron las primeras elecciones libres,


transparentes y vigiladas en casi setenta años. Al FSLN le estalló la bomba en
la cara, la sorpresa fue absoluta: nunca contemplaron ni la más remota
posibilidad de perder las elecciones. En la madrugada del 26 de febrero, casi al
despuntar el alba, un abatido Daniel Ortega aceptaba los resultados
electorales, acatando la voluntad popular. El desbande fue total. La deserción
masiva de funcionarios del Estado, miembros del Partido y del Ejército, empezó
después de la comparecencia de Ortega. Miles de fusiles, pertrechos,
uniformes, vehículos y material de guerra quedaron tirados por todas partes.
Compañías completas desertaban abandonando sus posiciones, como sucedió
con la BAO de Infierno Verde (Santo Domingo, Chontales) en donde hasta el
jefe, un teniente primero de alto broche de militante rojinegro, desertó con
todos sus hombres.

En la mañana del 26 de febrero el EPS se desmoronaba. El final de la guerra


llegaba por fin. Antes de terminar el mes, más de dos terceras partes del todo
poderoso EPS habían desertado.

Mi Batallón, el 523 de Infantería estaba en Las Piñuelas. Yo estaba


empadronado en Juigalpa y me dieron permiso para salir a votar. El día 26 de
febrero, por la mañana, con la intención de buscar transporte hacia mi unidad,
me presenté en la base del Estado Mayor de la Región (Las Colinas). El
panorama era desolador. Aquellas instalaciones que siempre fueron un
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

hervidero de gente, que manejaban la actividad medular, neural y logística de


la Región, parecía un pueblo fantasma. Sólo quedaban alrededor de ochenta
oficiales, profundamente desmoralizados, de los no menos de mil doscientos
hombres que habitualmente hacían funcionar la administración de la Región
Militar.

Tardé dos o tres días en volver a Las Piñuelas, aprovechando un vuelo de


abastecimiento. En nuestro batallón la mayoría estábamos por cumplir los dos
años de servicio y no merecía la pena desertar. Otros se la pensaron dos veces
por la lejanía y otros nos quedamos por lealtad y camaradería, no hacia la
institución, ni mucho menos al Gobierno, sino hacia nuestro jefe de Batallón,
uno de los mejores oficiales que he conocido jamás.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

LOS UN

La situación política del país hacia finales de febrero era incierta. Sandinistas
de alto rango se negaban a entregar el poder y amenazaban con continuar la
guerra. La irresponsable distribución masiva de armamento a la militancia fiel
empezó de manera desproporcionada y sin control.
En Las Piñuelas para esas fechas estábamos concentrados dos batallones: el
BLI Sócrates Sandino y el 523 de Infantería. Antes del 25 de febrero
sumábamos casi ochocientos hombres, para principios de marzo no
llegábamos a ciento cincuenta.

Aunque la situación a esas alturas era de relativa calma, los últimos meses de
1989 habían sido movidos. Hasta enero de 1990 la iniciativa en las operaciones
ofensivas la tenía el EPS y el enemigo jugaba a la guerra de guerrillas con
experta eficiencia. Los últimos combates importantes tuvieron lugar en enero
de 1990 en la zona de Banco de Siquia, Nawawás y Calzón Quemado.

A finales de febrero pasamos por completo a la defensiva, ya no había


capacidad táctica para mantener las operaciones ofensivas y la situación
política del país era incierta. No sabíamos qué estaba pasando en Managua ni
si el Gobierno respetaría los acuerdos de paz. Muchos oficiales con poder
juraban entre lágrimas que no iban a entregar las armas. En Las Piñuelas los
hombres que quedábamos organizamos la defensa de la base y la loma Santa
Rita donde se ubicaba la Unidad F-5 de comunicaciones. Teníamos que
garantizar que los Primos no se hicieran con los almacenes de armamento,
combustible y vestuario llegado el caso de una ofensiva final de ellos hacia
Managua si no se respetaban los acuerdos de paz. La situación era alarmante,
casi desesperada: todos los Comandos Regionales Jorge Salazar se estaban
concentrando en los alrededores de Nawawás. Nuestras patrullas de
exploración informaban de una concentración de más de setecientos comandos
FDN en la zona, bien avituallados, bien armados y con alta moral combativa.
Nawawás está a poco más de dos horas de marcha de Las Piñuelas y nosotros
no llegábamos a ciento cincuenta hombres con baja moral combativa. Ni la 52
Brigada ni la Región contaban ya con tropas para reforzarnos. Estábamos
prácticamente a nuestra suerte. Fueron días y noches de completa tensión e
incertidumbre.

Igual que la mayoría, preparé en mi mochila una muda de ropa civil, unos
zapatos deportivos y una camiseta de la UNO que me había regalado mi novia.
Siguiendo las órdenes del jefe de Batallón, prendimos fuego a toda la
documentación importante. Esa muda la cargué varios días en la mochila.

Una noche, el Jefe recibió un mensaje cifrado de la Brigada y a primera hora de


la mañana nos lo comunicó a los oficiales en una rápida reunión en el Puesto
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

de Mando: esa mañana llegarían los Cascos Azules de las Naciones Unidas
(UN) a nuestra unidad.

Sobre las 08:00 horas dos helicópteros Bell color blanco con las siglas UN
pintadas en azul en la panza sobrevolaron nuestra unidad y siguieron de paso
con rumbo norte. Dos helicópteros MI17 nuestros aterrizaron en nuestra base,
en el lugar habitual, en una explanada a la par de las baterías de misiles Grad
1-P.

Los militares de las UN se dirigían donde los Primos para coordinar los detalles
para iniciar el proceso de paz y desmovilización. Sobre las 11:00 horas los dos
Bell de la UN aterrizaron en nuestra base. Los estábamos esperando. Unos
militares españoles con boinas azules bajaron de la nave. Toda la Plana Mayor
formada nos cuadramos y el jefe de Batallón le brindó al oficial al mando el
saludo que exige la cortesía militar. Un coronel español nos pasó revista
invitado por el Jefe. Era un hombre canoso más alto que yo, flaco, enfundado
en un impoluto uniforme de fatiga con todas sus insignias bien colocadas, sus
metales brillantes y sus botas bien lustradas. Era la viva imagen de la
academia militar. Nosotros aunque en correcto porte y aspecto, teníamos los
uniformes sucios por varios días de trinchera, las botas lodosas y todo nuestro
equipo encima (mochila, fusil y arnés de combate). El hombre se detuvo frente
a mí, me observó de pies a cabeza, me sonrió, volteó y exclamó en voz alta sin
cortarse un pelo: «Este es un ejército de niños». Yo en disciplinada posición de
firme pensé para mis adentros: ¿Ejército de niños? Me acordé de su santa
madre con una frase grosera.
En realidad aquel chele tenía algo de razón: yo tenía dieciocho años, el jefe de
Batallón, uno de los oficiales más condecorados que conocía hasta entonces
tenía veintinueve años (creo que era el mayor de todos).

Los Bell de la UN eran tripulados por pilotos civiles costarricenses, que sin
perder mucho el tiempo empezaron a platicar con los nuestros. El contraste era
descomunal: nuestros pilotos sumaban cada uno más de seis mil horas de
vuelo en combate, pilotaban MI-17 y MI-24 y cobraban el equivalente US$ 20 al
mes. Los pilotos ticos hablaban de seiscientas horas de vuelo civil y cobraban
US$ 4000 al mes más gastos.

Para agasajar a los visitantes, el Jefe mandó a pasar a mejor vida a uno de los
chanchos que teníamos en reserva. Eran unos chanchos peludos que parecen
cruzados con saíno, todos trompudos y feos. Las cocineras prepararon una
comida buena (dentro de las circunstancias). El coronel español con la
educación y formalidad que todo caballero oficial tiene el deber de manejar,
declinó con elegancia la invitación apoyándose en su reglamento: ellos
portaban su propia alimentación. De uno de sus helicópteros bajaron unos
termos con raciones calientes y otro con bebidas frías. Yo tenía años de no ver
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

una Pepsi Cola enlatada, y aquellos extranjeros las llevaban por docenas.
Durante unos minutos le estuve velando la Pepsi a unos de los ticos: cuando la
abrió, de la lata escapó ese sonido que produce el gas a presión, acompañado
de una pequeña bruma de condensación por lo frío del contenido. Aquella
Pepsi hasta sudaba de lo helada que estaba. Tragué saliva y bajé la mirada
hacia el pinolillo matarratas que resignadamente meneaba en la taza de mi
cantimplora. Volvía a ver la Pepsi del tico y mi pinolillo, la Pepsi del tico y mi
pinolillo, la Pepsi, pinolillo. Me sonreí a mí mismo y me dije: «perra vida».

Después de comer el coronel español sacó una radio de mochila muy potente y
mandó colocar un cordón antena en la copa de un guanacaste. Supuestamente
se comunicó con el Estado Mayor del FDN en Honduras para coordinar sus
asuntos. No sé si realmente lo hizo con Honduras, porque desconozco si una
radio de la época podía hacer eso sin repetidor, pero el hombre se puso a
hablar con el FDN. Después del mediodía se fueron, el coronel dejó órdenes
claras: teníamos cuatro días para recoger nuestros bártulos y abandonar la
zona, de ahora en adelante iba a ser zona de desmovilización del enemigo.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

AZÚCAR AMARGO

La evacuación de la base de Las Piñuelas se realizó contrarreloj. Debíamos


desocupar la zona de inmediato. El Jefe ordenó levantar un inventario detallado
de absolutamente todo, desde cada pieza de munición hasta la última lámina
de zinc. Un tren de camiones fue enviado para trasladar todo el material de
apoyo almacenado. De los almacenes de Las Piñuelas, solamente de
municiones y explosivos de todo tipo se cargaron más de cuarenta camiones
ZIL, más otra larga cola de camiones cargados hasta los topes de vituallas,
pertrechos y combustible. En las BAO de Posa Redonda, Nawawás y El
Castillo, había material de guerra suficiente para mantener operativa a una
brigada ligera de infantería durante seis meses. Nunca supe ni me interesó
saber cómo hicieron para evacuar el material de las BAO.

Los acuerdos de paz y los detalles de su ejecución fueron atados en las altas
esferas, a nivel de las unidades de combate la ignorancia coyuntural se paliaba
a golpe de rumores. Nadie sabía a ciencia cierta qué estaba pasando y en qué
iba a terminar todo. Nos limitábamos a cumplir órdenes y las últimas recibidas
del mando de la Brigada eran evacuar la zona inmediatamente y cederla al
enemigo bajo la supervisión de los cascos azules.

El goteo de deserciones continuaba y escaseaban los conductores. Se me


asignó un camión ZIL cargado con ocho toneladas de granadas de mortero de
81 mm.

Partimos una mañana de finales de marzo rumbo a Santo Tomás, hacia la


retaguardia de la Brigada en cerca de cien camiones cargados con toda suerte
de material bélico y lo que quedaba de las tropas. Al momento de la partida,
una extraña congoja asaltó mi espíritu. Un sabor dulce por el final de la guerra
y el pronto regreso a casa, y la lúcida amargura de que todo aquel sacrificio
había sido en vano. En aquel momento fui consciente que todo el territorio que
dejábamos atrás no significaba nada. Colinas, valles, cañadas, ríos, comarcas,
cerros y todos aquellos accidentes geográficos donde miles de hombres
lucharon, sangraron y murieron, no eran más que puntos perdidos en los
mapas que a nadie le importaban. Durante años, el EPS y el FDN lucharon a
muerte por esas selvas que ya no significaban absolutamente nada. Todo
terminó de un plumazo, de la noche a la mañana.

El camino estaba polvoso, a esas alturas del año la estación seca estaba en su
punto álgido y el maltrecho camino ralentizó el avance del interminable convoy.
En río Sucio se nos unió parte de lo que quedaba de la 50 ATC que se
trasladaba a Villa Sandino. Nos tomó todo el día, desde la 07:00 horas hasta el
atardecer, llegar a La Libertad. Ahí dormimos.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Las tropas desprendían una contagiosa algarabía que impregnaba el ambiente


con energía positiva. Pese a que no sabíamos nada de lo que estaba pasando
en Managua y a los rumores de que algunos oficiales se negaban a aceptar la
paz, el final de la guerra era obvio. Ya no había moral combativa ni ganas de
seguir en eso. Por el contrario, el enemigo estaba envalentonado con su
innegable victoria estratégica en el plano político, y aunque a nivel táctico
carecía de la capacidad suficiente para cerrar la historia a plomo limpio (algo
que nosotros ignorábamos) estoy convencido de que si hubiesen desatado una
ofensiva final rumbo a Managua nadie los hubiera detenido, por la sencilla
razón de que los hombres que aún permanecíamos en el Ejército no
estábamos dispuestos a palmarla a esas alturas. Si la Contra hubiera seguido
hacía Managua, no hubiesen encontrado resistencia.

El ambiente entre los hombres era de fiesta, de alegría. Todo el mundo sin
excepción sonreía, todos queríamos regresar a casa.

Para no dormir en el camión, el jefe de Plana del Batallón me dio posada donde
una querida suya que tenía una casa ahí. La mujer muy amable y hospitalaria
me tendió una tijera en la sala de su casa y dormí como un bendito.

Al día siguiente llegamos a Santo Tomás. Descargué el camión en los


almacenes de la Brigada, que quedaban a un par de kilómetros del pueblo
sobre la carretera a El Rama en dirección a Villa Sandino. Lo estacioné y lo
entregué a un oficial de Tanques y Transportes.

Todos los hombres que quedábamos de la 52 Brigada de Infantería estábamos


concentrados ahí, en la retaguardia. De los más de tres mil hombres que tenía
la Brigada a inicios de febrero, a finales de marzo no llegábamos a
cuatrocientos sumando todos los batallones.

Estuvimos en esa base ganduleando durante varios días, sin hacer


absolutamente nada, sólo comer, dormir, y hacer una o dos horas de posta
durante la noche. No hubo restricciones para ir al pueblo a vagar, todo el
mundo salía y entraba a la hora que se le daba la gana.

Los burdeles del pueblo estaban siempre a tope. En ese tiempo había una calle
cerca de la salida a San Pedro del Lovago en donde de cada diez casas, veinte
eran cantinas de mujeres. Un pequeño ejército de prostitutas autónomas hacía
la calle a orillas de la carretera, cerca de la gasolinera. Un grupo de soldados
contrató a un par de ellas y las instalaron en una tienda de campaña en la
retaguardia. Durante dos o tres días un pelotón estuvo copulando a tiempo
completo con las dos mujeres, cuyas edades rondaban los diecisiete años.
Pero es que los soldados también tenían más o menos la misma edad, y la vida

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

es amable. Les pagaban en efectivo y especies previo acuerdo. Era un negocio


de doble vía y de mutuo consentimiento.

Los oficiales de mi batallón estaban permanentemente reunidos en el Puesto


de Mando de la Brigada y casi no les veíamos el pelo. En los momentos
fugaces en que miraba a alguno de ellos no me daban información y sólo
ordenaban esperar y tener paciencia. Me acerqué en un par de ocasiones al
club de oficiales, el Variedades, buscando obtener además de cervezas
baratas, algún tipo de información. Lo único que encontré fue a oficiales de
rango intermedio borrachos a media asta llorando la cabanga de la derrota, y
jurando entre lágrimas de bolo que no iban a entregar las armas y que
seguirían la guerra en la montaña. Alardeaban de cómo estaban repartiendo
armamento y munición al pueblo para defenderse (algo que de verdad hicieron
de manera irresponsable). El ambiente era peligroso. Algunos blandían sus
armas cortas de reglamento acompañando con gesticulaciones amenazantes
su perorata patriótica. Lo más sano era irse de ahí.

Una noche mitigué la carencia de mujer a cambio de unos cuantos billetes


resellados. Era una morena hermosa de carnes exuberantes, con cabello largo
y lacio a media espalda, rebosante de vitalidad, de economía escuálida y
evidente carencia de cariño. Era quizás dos o tres años mayor que yo.
Compartimos algunas cervezas, una larga y tendida charla, y unas horas de
alcoba de alquiler. Al despedirnos, con un poco de vergüenza me pidió una
camiseta militar para su padre y algunas raciones frías, las cuales le di,
naturalmente.

Esos días los pasé durmiendo en el perímetro de la base, en el mismo lugar


donde montaba guardia dos horas por la noche. Montaba y desmontaba mi
champa todos los días, y a veces pasaba horas tumbado en la hamaca oyendo
música en un walkman que me había regalado mi hermano, dejando pasar el
tiempo pacientemente.

Una mañana llegó el jefe de la Brigada. Nos llamaron a formación. Todas las
tropas de la otrora más grande brigada de la 5.a Región Militar constituíamos a
duras penas el equivalente a un batallón de infantería, con muchas ganas de
largarnos a casa y ninguna moral combativa. El jefe de la Brigada, flanqueado
por algunos oficiales de su Estado Mayor, habló a la tropa. Al frente de lo que
quedaba de cada batallón estaban sus oficiales de mando.

El jefe entonó un discurso muy emotivo derramando lágrimas de auténtico dolor


por la derrota. Nos explicó por qué se entregó el territorio estratégico al
enemigo, contra su voluntad por supuesto, pero las órdenes se cumplen, no se
discuten. Justificó la entrega de armas al pueblo para defender «las conquistas
de la revolución»; nos agradeció el haber permanecido hasta el final,
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

exacerbando nuestra lealtad, entrega y sacrificio. Concluyó diciendo que la 52


Brigada de Infantería ya no existía, que los diferentes batallones ya no existían,
que cada uno siguiéramos nuestro camino según nuestra conveniencia y
consciencia.

Con algunas lágrimas secas en el rostro, en impecable porte y aspecto, con la


voz algo quebrada, pero aún fuerte y marcial, nos dio lo que dijo era su última
orden. Personalmente mandó a firmes. Reiteró que nos iba a dar su última
orden, la cual gritó con voz de guardia:
—ROMPAN FILAS. ¡SANDINO!
Con intensa algarabía todos los hombres iniciaron el regreso a casa, cada uno
buscando sus propios medios. Me acerqué a mi jefe de Batallón, y aún dudoso
le pregunté: «¿Y ahora qué Jefe? ¿Cuáles son sus órdenes?». Antes de
treparse a su jeep me sonrió detrás de sus bigotes de brocha. Afable y paternal
como siempre, me contestó con su tono de voz suave: «Nada, hijo, esto ya se
acabó, el Batallón ya no existe, la Brigada ya no existe, esto se acabó. Yo
todavía no sé qué va a pasar con nosotros. Andate para tu casa, hijo, andá,
abrazá a tu mama la vida sigue».

Me cuadré y le brindé un saludo militar que me contestó. Nos dimos un abrazo


y me dijo que me cuidara. Se subió a su jeep y no lo volví a ver hasta varios
años después cuando yo estudiaba medicina. Bayardo es para mí como un
segundo padre o un hermano mayor, la guerra crea vínculos entre los hombres
que trascienden los lazos de sangre, es mi hermano de lucha. Cuando nos
despedimos él tenía veintinueve años y yo dieciocho.

Con esa doble sensación dulce y amarga de la alegría de la victoria y la agonía


de la derrota, empecé a caminar sobre la carretera pidiendo ride, sin éxito,
porque ningún vehículo particular quería subir guardias. Tras años de
dictadura, de falta de libertad de expresión y libertades públicas, el pueblo
chontaleño se mostraba abiertamente en contra del Gobierno saliente que
pronto traspasaría el mando a un ama de casa de la tercera edad que había
derrotado en las elecciones a un arrogante Daniel Ortega.

Pero que no me dieran ride no me importaba, caminar un par de kilómetros


hasta el pueblo no era nada. Caminé contento meditando mis pensamientos, y
al contrario que muchos soldados yo no abandoné mi equipo, lo llevé conmigo
y lo conservé durante muchos años.

En la entrada del pueblo un ZIL se paró para darme ride, venía sobre la
carretera desde sabrá Dios dónde, recogiendo el armamento y los pertrechos
que los soldados abandonaban sobre el camino y se dirigía a Juigalpa. Me subí
en la parte trasera. Iba cargado con cientos de fusiles AK, ametralladoras RPK,
PKM y aperos de guerra de todo tipo. El camión se paró unos minutos en la
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

carretera enfrente de la gasolinera. De casualidad vi a mi hermano que estaba


en una moto repostando gasolina. Por ese entonces él trabajaba de vaquero y
se dirigía a una de las fincas de su suegro. Nos saludamos con la mano y le
dije a señas que iba para la casa. Nos sonreímos contentos.

Me bajé enfrente de la vulcanizadora de Pedrito y me despedí del chofer


dándole las gracias. Caminé hasta mi casa. Mi mama estaba sentada en el
corredor del garaje y cuando me vio parado en la baranda de la acera corrió a
recibirme. Me abrazó tan contenta, y entre sonrisas y lágrimas de alegría me
dio un fuerte tirón de orejas regañándome maternalmente: «¡Vooooos! Que te
encanta andar ahí de guardia, gracias a Dios que se acabó todo esto».

Me abrazó nuevamente diciéndome que sospechaba mi regreso y que mi


cuarto estaba limpio y listo.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

ABRIL 1990

La guerra había terminado, o al menos ya no había tiros. Y aunque mi unidad


oficialmente ya no existía, legalmente seguía siendo militar. Había regresado a
casa a mediados de abril, pero en el fondo sentía que la cosa no estaba
concluida, si me quedaba en casa así sin más, sería un desertor según la ley.
La presidente electa había prometido enviar a casa a todos los Cachorros y
derogar la Ley del Servicio Militar, pero doña Violeta, la primera mujer
presidente del Gobierno en la historia de Nicaragua, aún no había sido
investida ni juramentada, y aunque nadie dudaba que honraría su palabra,
aquello seguía siendo sólo una promesa, y como reza el refranero popular:
«“Hasta no ver, no creer”; “Viendo el muerto soltando el llanto”; y “Hasta que el
chancho no se muere, no suelta la manteca”».

Me presenté entonces al Estado Mayor de la 5.a RM en correcto porte y


aspecto para averiguar directamente cómo estaba la situación de los Cachorros
y cómo se planteaba la misma con la entrada del nuevo gobierno. Mi antiguo
jefe en el Estado Mayor se alegró al verme y se mostró orgulloso de mí por no
haber desertado. Pero la verdad es que yo había terminado y quería mis
papeles en mano. Me confirmó afable y directamente lo que yo ya sospechaba:
según la ley vigente seguíamos siendo guardias. Punto.

Platicamos un buen rato en plan franco y amistoso como nunca antes lo


hicimos. La cosa había cambiado y la distancia entre los rangos a esas alturas
se percibía claramente más estrecha. El capitán me dijo que el ejército se iba a
reducir a lo mínimo necesario hacia la profesionalización; que ya todo el cuadro
estaba rayado; que iban a retirar a todos los oficiales innecesarios (la mayoría)
y que habría futuro para jóvenes con talento como yo. Me ofreció el ascenso
directo al rango de teniente si me quedaba. Me sonreí por no reírme
descaradamente en su cara. Él también lo hizo. No tuve que pensarlo mucho,
en ese mismo momento decliné la oferta dándole las gracias, pero no.

El capitán me invitó a pensarlo con calma con argumentos sólidos, debo decir:
afuera no había trabajo ni lo habría en los próximos meses (y no lo hubo
durante años) pues la infraestructura económica del país estaba destruida por
doce años de guerra, pues, salvo por un corto periodo de «paz» entre la
llamada Guerra de Liberación (1977-1979) y la Guerra de Los Contras (1982-
1990), los nicaragüenses destruimos el país matándonos entre nosotros como
tontos útiles en el ajedrez de la Guerra Fría. Yo tenía casi diecinueve años, una
buena experiencia militar, mucho talento y por lo tanto un futuro prometedor
dentro del Ejército si me quedaba, pero fueron precisamente esos últimos
razonamientos los que apoyaron mi decisión de no quedarme: tenía la
juventud, las ganas, la fortaleza física, mental y toda la vida por delante para

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

aprender un oficio y labrarme un futuro profesional en la vida civil, algo que el


Ejército de Nicaragua nunca garantizó hasta hace pocos años.

La verdad yo tengo mucho que agradecerle a don Luis, como le llamo ahora,
con quien me une una entrañable amistad. De él aprendí que un ejército es
mucho más que un montón de soldados volando balas. Las cuatro grandes
secciones de un Estado Mayor en toda fuerza militar desde que se inventaron
los ejércitos han sido: Inteligencia, Operaciones, Comunicaciones y Logística.
Sin Inteligencia las tropas están ciegas y sordas; sin Operaciones no hay
misión ni objetivos; sin Comunicaciones están mudas, sordas y
descoordinadas; y sin Logística no comen, no cobran, no visten, no calzan, no
se transportan y no disparan. Sin logística no hay ejército. Es así de simple.
Las unidades de Estado Mayor requerían personal cualificado para poder
operar.

El Estado Mayor de la 5.ª RM, al igual que el ochenta por ciento del EPS,
estaba compuesto por personal del SMP que mantuvo lubricado y a pleno
rendimiento el centro neural de la Región: contadores, mecanógrafos, peritos
mercantiles, dibujantes, cartógrafos, topógrafos, traductores, analistas de
mapas, radiotécnicos, codificadores, radio operadores, técnicos en Kardex y
archivo, mecánicos, técnicos armeros, etc. El personal de las secciones del
Estado Mayor no dormía más de cuatro horas diarias.

Muchos jóvenes de hoy probablemente no comprendan a qué me refiero, pues


las herramientas informáticas facilitan todo el trabajo, pero en aquellos años
todo se hacía a mano. Sólo por mencionar un par de ejemplos: en ese tiempo
no se contaba con plotters, así que los especialistas en dibujo técnico eran
altamente valiosos para las secciones de Operaciones e Ingeniería. La
contabilidad se llevaba a mano, sólo alimentar a diez mil hombres todos los
días y pagarles todos los meses es un trabajo titánico.

La derrota cogió a los sandinistas con tal sorpresa que tuvieron que robarse
descaradamente los bienes del Estado para garantizarse la supervivencia
económica y política. Como todo sistema totalitario de izquierdas, todo el
escalafón de cuadros políticos y los militares de alto rango del FSLN vivían con
holgura a costa del Estado: durante los once años de revolución, una cantidad
desproporcionada de ellos vivió en casas de lujo confiscadas, con vehículos y
dietas asignadas, sin pagar luz, ni agua, ni teléfono, ni combustible, con
vacaciones totalmente pagadas que iban, según el cargo, desde los complejos
turísticos nacionales hasta tours por Europa del Este o las playas de Cuba.
Todo ello a costillas de engordar la deuda externa del país que se multiplicó por
diez desde que asumieron el poder en 1979. Si chocaban el carro les
asignaban otro y punto. Todos esos bienes legalmente pertenecían al Estado,

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

pero ellos eran el Estado, y nunca se les pasó por la cabeza que esa situación
era finita.

Mientras el pueblo llano hacía largas colas durante horas para obtener
productos básicos con una tarjeta de racionamiento, la burguesía sandinista se
despachaba con la cuchara grande en la Diplotienda (Tienda Diplomática),
supuestamente concebida para el uso exclusivo del Cuerpo Diplomático
acreditado en el país y para captar las divisas de los turistas extranjeros. El
nicaragüense común tenía restringido el acceso, pero los sandinistas de copete
largo hacían sus compras en la «Diplo», con dólares en la mano y sirvientas
uniformadas empujándoles el carrito. Eso yo lo vi con mis propios ojos.

Recuerdo que mi viejo decía: «Los comunistas lo quieren todo sólo para ellos y
no le dejan nada a uno, sólo les gusta lo bueno, les encanta comprar cosas
gringas de donde “los enemigos de la humanidad” y a uno lo humillan por una
libra de frijoles».

Con la derrota de febrero se dieron cuenta que legalmente no tenían nada a su


nombre. Debían entregar el poder en abril sí o sí, y las fuerzas militares de la
UN y la Comisión Internacional de Apoyo y Verificación de la OEA (CIAV-OEA)
estaban ahí para obligarlos a cumplir su palabra de traspasar el mando al
nuevo Gobierno. Los sandinistas se avocaron entonces, con la máxima
prioridad, a realizar el mayor acto de corrupción en la historia del país hasta
ese momento: La Piñata Sandinista, la cual consistió en poner a nombre de
particulares y del Partido todos los bienes del Estado que les fuera posible:
empresas, casas, fincas, haciendas, ganado, camiones, maquinaria pesada,
agrícola, hoteles, almacenes, equipos etc. En menos de dos meses el Estado
fue asaltado a mano armada con toda desfachatez e impunidad. Sólo por citar
algunos ejemplos: el Hospital Militar de Juigalpa fue desmantelado y sus
equipos «piñateados» por exmilitares que luego abrieron clínicas médicas
privadas convirtiéndose en empresarios de la salud. Antiguos latifundios
ganaderos que habían sido confiscados a inicios de los años ochenta,
reconvertidos en UPE y llevados a la bancarrota por la mala administración,
fueron desmembrados y repartidos entre militares de alto rango y sandinistas
de importancia. La rapiña fue total y descarada a todos los niveles: todos los
sinvergüenzas del Partido (la mayoría) que ostentaban algún cargo robaron
algo, desde los grandotes que se quedaron con mansiones, haciendas
cafetaleras o ganaderas, pasando por los cargos intermedios que se
apropiaron de autobuses, camiones, motocicletas, casas etc., hasta humildes
empleados de poca monta que se llevaron para su casa materiales de oficina,
mobiliario, neumáticos, láminas de zinc, lavamanos, inodoros, cerraduras y
grifería arrancadas de edificios públicos y casas particulares usurpadas a
principios de la revolución, rebautizada por la gente como la Robolución, por
razones obvias.
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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

No quiero meter a todos los sandinistas en el mismo saco, porque conozco a


muchos cuya escrupulosa honradez los ha llevado a retirase con sólo lo que
llevaban puesto, revolucionarios de corazón que lo son con esa ceguera
pasional adquirida con la veneración fanática nacida en los tiempos que
inspiraron ideales románticos de una justicia social posible. Pero este tipo de
sandinistas aunque abundan, proporcionalmente son minoría dentro de la
estructura del FSLN convertido ahora en feudo familiar. Un entrañable amigo
mío, que sacrificó su juventud arriesgando la vida sin disfrutar de su casa ni de
su familia por amor a sus ideales, me comentó una vez: «Unos nacen con
estrella y otros nacemos estrellados, yo me voy a retirar sólo con mi pensión,
no tengo nada, sólo tres heridas de bala y treinta y siete años de sacrificio».

El Gobierno estaba demasiado ocupado saqueando al Estado como para


ocuparse de los hombres que lo sostuvieron en el poder, quienes además sólo
queríamos irnos a casa.

En Las Colinas no había nada que hacer, aquellas instalaciones parecían un


pueblo fantasma. Más o menos un tercio de la compañía de Seguridad y
Servicio continuaba en sus funciones. Para esos soldados el ejército era una
buena vida y con mucha menos gente el trabajo era infinitamente más fácil:
techo, comida, ropa, medios de aseo personal y salario, a cambio de unas
horas de guardia, rajar leña, acarrear agua, limpiar el monte y las instalaciones,
es decir, lo mismo que hacían en la vida civil por menos dinero, sin la comida y
jodiendo su ropa y zapatos. El ejército era una verdadera ganga.

Los pocos clases y oficiales que aún estábamos ahí pasábamos el día oyendo
radio y tomando el fresco sentados en algún taburete de madera hablando
bellacadas esperando la hora de ir a comer, hacer «la hora del ministro» y por
la tarde irse cada uno a su casa o su covacha. Como soy de Juigalpa me iba a
dormir todos los días a mi casa. La jerarquía en el comedor se redujo
notablemente: los suboficiales comíamos junto a los jefes y oficiales, y los
soldados en el antiguo comedor de clases. Como éramos «pocos los diablos y
mucha el agua bendita» la comida mejoró significativamente.

En ese plan esperamos el cambio oficial de gobierno planificado para el


miércoles 25 de abril de 1990. Presenciamos la transmisión en directo del acto
de traspaso de mando en un televisor Philips Matic de 12”. Doña Violeta
vestida de blanco recibió la banda presidencial de un irrespetuoso Daniel
Ortega que entregó el mando vestido de «Chayanne» con jeans prelavados,
camisa roja medio floreada con las mangas remangadas y pañuelo rojinegro al
cuello. Una conducta insolente, impropia de un jefe de Gobierno. Daniel había
dejado atrás el uniforme verde olivo estilo Fidel y los anteojos culo de botella
para vestirse de «New Kids on the Block».

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Durante su discurso de investidura, doña Violeta dio varias órdenes ejecutivas


de manera verbal, entre las cuales estaba la que «todos los jóvenes que aún
permanecen en el Servicio Militar regresen a su casa lo más pronto posible».
Volteé a ver al capitán:

—¡Listo pues, capitán! ¿Dónde recojo mis papeles?


—Doña Violeta dijo «lo más pronto posible», no dijo: ¡YA!
—Es que lo más pronto posible es ¡YA!
—Pasá por donde el Chato que te dé tus papeles —me dijo riendo.

Inmediatamente fui a la oficina de O y M, donde me dieron mi licenciamiento


oficial, el día 25 de abril de 1990.

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

RECUERDOS DE UN AMOR INGRATO

Así se refería mi madre a algunos recuerdos míos del SMP. Casi un cuarto de
siglo después de la guerra, luego de que ella falleciera, hurgando entre sus
cosas y documentos encontré, para mi sorpresa, mi último sombrerito de
cachorro y mi placa de perro. Estaban junto al sombrero de traje formal de mi
abuelo, con algunos poemas manuscritos y fotografías antiguas. Me sonreí al
ver esos objetos que para mí representan recuerdos nostálgicos de una época
que si bien es cierto fue muy dura, también forjó nuestra mente y nuestra alma,
para bien y para mal. Mirando hacia el pasado, buscándole el lado amable,
creo que el balance general fue positivo para los que salimos en una pieza,
pues la experiencia militar, queramos o no, es una escuela que forja el carácter
y la consciencia, pero sobre todo nos dio otra forma de ver y amar la vida. No
puedo decir lo mismo de los miles de hombres que hoy día arrastran sus
lesiones totalmente olvidados por el Gobierno que les robó la vida y la juventud,
ni de los padres que perdieron a sus hijos en esa guerra que ya no representa
nada para las nuevas generaciones.

Fueron tiempos difíciles, que hoy sólo son recuerdos lejanos para una
generación que ya es historia, nos guste o no admitirlo. La última vez que
estuve en Nicaragua, por primera vez fui consciente de ello. Sin querer
queriendo me di cuenta que más de la mitad de mis condiscípulos de los años
mozos ya son abuelos. Han nacido ya dos generaciones para quienes la guerra
no es más que historia antigua.

Mi madre odiaba mis recuerdos del Ejército, y por eso me sorprendió encontrar
esas cosas. Tiró a la basura mis uniformes, insignias y un par de botas junglas
que guardé en una caja para la posteridad y que, según yo, estaban en el
mismo rincón del armario donde los dejé y que años después supe que los
había botado. «Todo eso lo boté, ¿para qué quería tener eso ahí?», me dijo
con cara de repulsa el día que le pregunté por la ausencia de mis objetos
militares.

Lo único que se salvó del basurero fue mi vieja mochila ALICE la cual mi viejo
conservó en su armario. Esa ALICE la heredé de mi hermano, quien la usó
durante sus casi tres años de servicio militar, y me la dio cuando llegó mi turno.
Ese modelo era infinitamente superior a las del Ejército, las cuales no eran más
que rústicos costales de lona gruesa, permeables al agua y con arneses
incómodos que herían los hombros con el peso, a los cuales apodábamos
«sacos mantequilleros», en alusión a los costales de filtrar nata de leche para
hacer mantequilla de costal. Usé esa ALICE durante mis años en el SMP; la
usé durante todos mis años de universitario; me la llevé a Estelí con la brigada
médica cuando el desastre del huracán Mitch en 1998 y la seguí usando en la
Unidad Especial de Desminado del EN cuando me reenganché como médico

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

de pelotón. Durante todo ese tiempo soportó el abuso de la servidumbre sin ni


una sola rotura. Aquel día, mientras rescataba recuerdos entre las cosas de
mis padres, divisé mi ALICE arrinconada en el fondo del ropero de mi viejo.
Sonreí. Él también había guardado recuerdos de un amor ingrato. Examiné a
mi vieja compañera como quien saluda a un amigo. Estaba cubierta de polvo,
seca por el abandono y descolorida por la edad, pero aún se podían ver las
manchas de sangre del dueño original, que nunca salieron del todo, ni
lavándola a consciencia, como una desagradable marca de trofeo de guerra.

Colgado dentro del armario de mi padre también estaba el capote poncho que
usé durante la misión del huracán Mitch. Sonreí nuevamente. Mi viejo y yo
somos almas gemelas, y hablo en presente porque aunque él físicamente está
muerto, sigue estando a mi lado en cada momento y situación: en cada gira en
moto, en cada conducción extrema, en cada momento difícil, fácil, amargo o
feliz, en cada decisión importante. Fue mi gran maestro de vida, aprendí de él
tantas cosas buenas y sabias, que son difíciles de enumerar. Procuro aplicar
sus enseñanzas en cada situación, me han sido invaluables a lo largo de la
vida, y en mis tiempos en el ejército valieron su peso en oro. Cuando le
comuniqué a mis padres mi decisión de alistarme, él no se opuso, y procuró
tranquilizar a mi madre, quien le increpaba furiosa a no permitirlo, diciéndole
una frase resignada que se me grabó en la memoria para siempre: «Déjalo que
se vaya, nadie escarmienta por cabeza ajena».

Mientras observaba aquellas reliquias del pasado, recordé la mañana cuando


me fui al Servicio. Ya trepado en el camión, mi viejo se acercó a mí, se quitó su
Seiko 5 de la muñeca y me dijo, refiriéndose a mi reloj Toyoba (la copia
taiwanesa del Casio W-59):
—Quitate eso, no sirve, en la primera mojada se va a joder, tomá este,
donde vas a andar te va a hacer falta un buen reloj.

Intercambiamos los relojes y continuó;


—Ya sabés… con inteligencia —decía señalándose la cabeza con el
índice—, es mejor que digan «aquí corrió, que aquí murió» —concluyó.

Usé ese Seiko 5 durante todo el Servicio sin un fallo, soportando todo tipo de
maltratos en el uso diario. Lo usé durante once años sin quitármelo ni para
ducharme, ni para nadar, ni para dormir. De vez en cuando lo mandaba a
limpiar donde Cuyú, que era uno de los mejores relojeros de Juigalpa en
aquellos tiempos. Aguantó accidentes en moto, derrames de gasolina y golpes
de toda índole. Al final de los años noventa, mientras esperaba el cambio de
luces en un semáforo en Managua con la ventanilla abierta, un delincuente
infantil estuvo a punto de arrancármelo. Decidí entonces jubilarlo y guardarlo
como recuerdo de mi padre. Aún lo conservo y funciona como el primer día.
Hace unos años lo envié al servicio técnico oficial de Seiko en Madrid para

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Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

ponerlo a punto. Me lo devolvieron en completo orden de funcionamiento, y me


informaron por escrito que solo le hacía falta lubricación, cambiarle las juntas y
un pequeño ajuste, nada más. Según el número de serie se fabricó en Japón
en noviembre de 1980. Recuerdo que mi viejo se lo encargó a un camionero
amigo suyo que viajaba a Panamá con regularidad. Para una fiesta de agosto,
un feriante muy habilidoso se lo marcó a mano alzada. En la caja de acero
inoxidable se lee con impecable caligrafía en cursiva: Salomón Ruiz Cortez.

Mi madre tenía razón en odiar todo lo que representara esa época, que fue
muy dura para ella, muchísimo más de lo que fue para nosotros. De sus cuatro
hijos varones, tres participamos en diferentes momentos en las dos últimas
guerras civiles nicaragüenses, que se trata de la misma guerra en dos fases.
Yo soy el menor, y por eso la vi rezar angustiada durante años, bajando los
santos del cielo orando por mis hermanos. Rosario tras rosario, novena tras
novena, rezando de rodillas frente al pequeño altar de su Virgen de Guadalupe,
el cual mantuvo en su cuarto hasta el final de sus días. Lógicamente no la vi
rezar por mí, ni hacía falta. Con ella siempre tuvimos un nexo telepático
inexplicable, un cordón umbilical invisible que la hacía presentir con misteriosa
certeza nuestra situación en cada momento. Algunas veces, cuando yo llegaba
en los helicópteros al Hospital Militar o a Las Colinas y podía pasar por la casa,
sobre la cocina estaba el perol con el arroz con leche recién preparado, y ella
sentada en su mecedora en la acera esperándome: «¿VES? ¡Yo sabía que en
esos chunches venía Roberto!», le decía a mi viejo llena de orgullosa alegría.

Mi madre nunca le perdonó a los sandinistas lo que ella consideraba la mayor


canallada jamás hecha en contra de la juventud nicaragüense: la conscripción
para los hijos del pueblo. El sacrificio de miles de jóvenes sólo para defender el
bienestar de los que ella llamaba (y cito sus palabras textuales): «Un hatajo de
ladrones sinvergüenzas», refiriéndose a la burguesía sandinista. No los
culpaba directamente por el reclutamiento de sus hijos, porque todos nosotros
fuimos voluntarios y nos metimos en esos berenjenales buscando lo que no
habíamos perdido y «el que por su gusto muere, que lo entierren parado», nos
repetía cada vez que alguno se quejaba de la dureza de la vida militar. «El día
que te metan un semillazo y te maten… ¡Te voy a llorar porque sos mi hijo!,
pero te voy a ir a echar directamente al hoyo, porque vos solito te metiste en
eso para andar ahí de bellaco», me repetía entre lágrimas de ira cuando le
vencía la frustración y la impotencia. Yo tenía dieciséis años cuando me alisté
en el Ejército.

Mi mama fue colaboradora histórica del FSLN cuando en su etapa de guerrilla


representaron la única solución viable para derrocar al gobierno de los
Somoza, que durante cuarenta y cinco años dominó los destinos de la Nación.
Esa colaboración le fue reconocida y le ganó el respeto de algunos mandos
importantes del FSLN en Chontales, que con humildad escuchaban sus
161
Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

regaños. Igual que miles de nicaragüenses, se desencantó de la revolución


prácticamente desde el principio, cuando se hizo evidente que la dirigencia
corrupta había traicionado los sueños del pueblo, y lejos de erradicar los males
del somocismo, los multiplicaron por miles. Se convirtió entonces en
antisandinista. Chontaleña de pura cepa, hija de una larga tradición
conservadora, nunca dejó de militar en las filas del Partido Conservador de
Nicaragua.

El sufrimiento de miles de madres cuyos hijos fueron reclutados a la fuerza y


devueltos en ataúdes (y muchos ni eso) fue algo que ella nunca les perdonó.
«Somoza era un dictador, un asesino, un criminal, pero nunca obligó a nadie a
pelear por él —decía encolerizada— el que se metía a la Guardia era porque
quería… Somoza peleó con su Guardia hasta el final, y cuando se las vio
“chirizas” se las plumeó, pero nunca obligó a nadie a que peleara por él, como
estos hijos de la maceta». Concluía con las venas del cuello y la frente
hinchadas de rabia.

Estas últimas líneas se las dedico a ella, a mi madre, y a todas las madres que
derramaron ríos de lágrimas por los hijos, vivos o muertos, que participaron en
nuestra maldita guerra civil nicaragüense.

162
Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

EPÍLOGO

No he pretendido que este libro sea un capítulo autobiográfico, ni tampoco un


testimonio, ni he querido contar en él toda mi modesta experiencia militar, pues
como se dice en España: «sólo he contado de la misa la mitad». Son relatos
anecdóticos que fueron escritos sin seguir una línea argumental consecutiva.
Fueron apareciendo de forma desordenada según situaciones cotidianas
varias, de esas que activan misteriosos mecanismos neuronales que hacen
evocar recuerdos lejanos.

Cuando empecé a escribir estos relatos, no pretendía publicarlos, ni siquiera


compartirlos. Empezaron una noche de soledad intentando exorcizar fantasmas
del pasado, que en ese tiempo, hace ya muchos años, me visitaban por las
noches con más regularidad que ahora, pues con el tiempo, a tres décadas de
distancia, uno aprende a convivir con ellos.

Mi experiencia militar es tan modesta, que me daba vergüenza escribirla, y


mucho menos compartirla, pues la literatura está llena de relatos bélicos y mi
participación en la última guerra civil nicaragüense fue tan insignificante, que
estaba convencido que a nadie le interesaban mis historias.

Descubrí sin querer queriendo, como decía Chespirito, que desahogar el alma
escribiendo es una buena terapia, así que empecé a llenar página tras página
de vivencias personales, con la única intención de desahogarme, sin ánimos de
publicar nada. Dejé correr los dedos sobre el teclado sin cuidar ni la sintaxis, ni
la redacción, ni la estructura, simplemente me desahogué y guardé el
documento en una carpeta, desde la cual, conforme fueron pasando los años,
los fui extrayendo y corrigiendo uno a uno, para compartirlos con algunos
amigos y aventurarme en algún concurso de relatos cuyos resultados
confirmaron no sólo mi pobre talento para la escritura, sino también el nulo
interés que este tipo de historias despierta actualmente en la gente que sabe.
Luego empecé a compartirlos a través de las redes sociales y fueron ellos, mis
lectores on-line, quienes a base de insistencia, me convencieron para
atreverme a publicar un libro y este es el resultado.

Tampoco he querido narrar relatos bélicos, pues como he dicho, la literatura


está llena de historias de soldados muriendo en el barro. Simplemente he
querido contar las cosas desde mi punto de vista, con los ojos del soldado
adolescente que no entiende de política, ni posee la visión global del conflicto,
que sólo cumple con su deber en el área que se le asigna, viviendo
simplemente una parte, sea pequeña o grande, modesta o heroica, de esa gran
realidad que por desgracia enlutó a Nicaragua durante más de una década.

163
Roberto A. Ruiz Cruz                                                                                                             Relatos para Casandra 

Treinta años después, los miles de veteranos del Servicio Militar, llamados
«Cachorros», hemos seguido cada uno nuestro camino, como es lógico.
Muchos miramos a ese pasado que, nos guste o no, forjó nuestras vidas, para
lo bueno y para lo malo, recordando a compañeros que no tuvieron la suerte de
sobrevivir, y a los que vivos, pero anclados a sillas de ruedas y orinando en
bolsas, luchan cada día, olvidados por el sistema que les robó la juventud.
También hay muchos que siguen fieles a los colores de su Partido, y que
probablemente descalifiquen estos comentarios, algo que por supuesto no me
importa, pues como dice mi paisano chontaleño Justiniano Pérez, es hora de
soltar el lastre de la mochila.

Esto amable lector, no es una novela, ni una autobiografía, ni un testimonio.


Son simplemente relatos.

164
GLOSARIO


Agarra vara (Jerga): Adj. crédulo, iluso, tonto. Dícese del que se cree los embustes. ∙ 83 
AK: Fusil Avtomat Kalashnikov. ∙ 19, 28, 31, 43, 52, 53, 82, 104, 105, 110, 123, 126, 127, 137, 152 
Alas: marca nacional de cigarrillos sin filtro, fabricados con tabaco cuya calidad no servía para la exportación y eran 
destinados al consumo nacional. ∙ 89, 123 
ALICE: All‐Purpose Lightweight Individual Carrying Equipment. ∙ 137, 159, 160 
ASA: ASS o ácido acetilsalicílico. ∙ 19 
ATC: Agrupación Táctica de Combate, compuestas por tres BLI. ∙ 114, 115, 149 


Balinera: rodamiento. ∙ 61 
Balineras: rodamiento. ∙ 61 
BAO: Base de Apoyo Operacional. ∙ 126, 144, 149 
Barco (Jerga): encomienda o aliño que contiene víveres, ropa y enseres de aseo personal. ∙ 100 
Barrilete: cometa. ∙ 60 
Batallón: unidad formada por varias compañías (véase brigada).. ∙ 15, 22, 27, 35, 37, 63, 64, 65, 71, 74, 75, 78, 82, 
83, 90, 115, 123, 124, 128, 129, 130, 131, 133, 134, 136, 142, 145, 151 
BI: Brigada de Infantería. ∙ 87, 114, 115 
BLC: Batallón Ligero Cazador. ∙ 39, 114 
BLI: Batallón de Lucha Irregular. ∙ 87, 114, 133, 134, 146 
Brigada: unidad integrada por varios batallones. ∙ 86, 114, 121, 124, 133, 134, 136, 146, 149, 150, 151, 152 
Bróder (nicaraguanismo, del inglés brother): término coloquial de camaradería. ∙ 29, 94, 106 

Ch 
Chagüite: mata de plátano o banano. ∙ 113, 138 
Champa: tenderete improvisado para dormir. ∙ 15, 17, 44, 48, 53, 64, 140, 151 
Chapiollo (nicaraguanismo): adj. desp. [Dicho de alguien o algo] que es de baja calidad (Academia Nicaragüense de 
la Lengua). ∙ 56 
Charnel (Argot millitar): esquirla, metralla. ∙ 106 
Chela: persona de piel blanca, de cabello claro o rubio. ∙ 136 
Chele: masculino de chela. ∙ 142, 147 
Chinameras ∙ Véase chinamo 
Chinamo: cantina de mala muerte, barraca improvisada donde se expende alcohol y se baila. ∙ 69, 129 
Chiquita. ∙ Véase La chiquita. 
Chirizas (Coloquial) vérselas chirizas: verse en dificultades. ∙ 162 
Chirizo: cabello lacio y parado ∙ 38, 143 
Chirizos (sustantivo coloquial): soldados de la Contra. ∙ 25, 35, 36, 126, 128, 137, 143 
Chiva: colilla de cigarrillo. ∙ 89; expresión de precaución, alerta ante el peligro. ∙ 21, 127 
Chunche: palabra genérica que en el habla popular nicaragüense se usa como sustantivo para nombrar objetos de 
cualquier naturaleza. ∙ 161 


CIAV: Comisión Internacional de Apoyo y Verificación. ∙ 156 
Clavo (Jerga): problema, lío. ∙ 104 
Clutch (Embrague): Jerga. Estar loco, enajenado mental, transtornado psicológicamente. ∙ 106 
CNAC: Casa Nacional de Apoyo al Combatiente. ∙ 104, 105 
Cochón (Habla popular): homosexual. ∙ 65, 133 
COI: Jefe de Compañía o Compañía. ∙ 13, 22, 23, 25, 27, 29, 39, 68, 81, 82, 143 
Colochón (Habla popular): cabello rizado. ∙ 100 

165
Comando Regional: unidad del Ejército de la Resistencia Nicaragüense (ERN) integrada por varias Fuerzas de Tarea. ∙ 
39, 124 
Comona/Comón (Argot): radio operador, personal de comunicaciones. ∙ 130, 131, 132, 133, 134, 140, 142 
Compañía: unidad formada por dos o más pelotones (véase batallón). ∙ 13, 14, 15, 23, 27, 31, 33, 35, 36, 37, 62, 64, 
65, 66, 69, 70, 72, 76, 77, 81, 82, 83, 93, 95, 114, 119, 120, 124, 128, 134, 142 
COPETE: Compañía Permanente Territorial. ∙ 62, 143 
Cotorro (Jerga): coto, amputado. ∙ 106 
Covacha (Argot): barracón. ∙ 47, 94, 132, 143 
CRAC: Casa Regional de Apoyo al Combatiente. ∙ 112, 113 
CRN: Cruz Roja Nicaragüense. ∙ 108 
Cuarta: palmo. Distancia desde el extremo del pulgar al del meñique (RAE, Edición Tricentenario on‐line, 
actualización del 2017). ∙ 106 
Cusuco: armadillo (Dasypodidae). Operación cusuco (Jerga) cavar a toda prisa con las manos para esconderse. ∙ 32 
Cususa: licor de maíz. ∙ 20, 119, 142 


Despalados (nicaraguanismo): de despale (talar). ∙ 79 


Ebro: versión española del Jeep CJ‐3 americano, fabricado bajo licencia. ∙ 61 
EEBI: Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería. ∙ 61 
EN: Ejército de Nicaragua. ∙ 159 
EPS: Ejército Popular Sandinista. Fue el ejército oficial de Nicaragua de 1979 a 1990. ∙ 103, 108, 114, 137, 140, 144, 
146, 149; Ejército Popular Sandinista. Fue el Ejército oficial de Nicaragua de 1979 a 1990. ∙ 5, 49, 50, 81, 84, 87, 
96 
Escuadra: unidad básica funcional de la infantería, formada por entre ocho y doce hombres (véase pelotón). ∙ 13, 
14, 15, 19, 23, 25, 27, 41, 49, 52, 54, 68, 85, 143 


FAL: Fusil Automático Ligero. ∙ 137, 138 
FDN: Fuerza Democrática Nicaragüense, conocidos como Contras. ∙ 62, 63, 146, 148, 149 
FSLN: Frente Sandinista de Liberación Nacional; movimiento guerrillero que derrotó militarmente a la GN en 1979. 
Luego se convirtió en Partido Político y gobernó el país desde 1979 a 1990. ∙ 108, 142, 144, 155, 157, 161 
Fuerza de Tarea: unidad equivalente a un batallón ligero de infantería, entre 260 y 300 hombres. ∙ 137 


Gallopinto: arroz y frijoles revueltos. Comida típica centroamericana. ∙ 48 
GGL: Gaspar García Laviana. Cura español que se unió al FSLN como guerrillero. Fue muerto en acción en 1978. Un 
Batallón Ligero Cazador fue bautizado con su nombre como homenaje. ∙ 39 
GN: Guardia Nacional de Nicaragua. Fue el ejército de Nicaragua desde 1928 a 1979. ∙ 111; Guardia Nacional de 
Nicaragua. Fue el ejército de Nicaragua desde 1928 a 1979. ∙ 108; Guardia Nacional de Nicaragua. Fue el Ejército 
de Nicaragua desde 1928 a 1979. ∙ 61, 62 
Guardia vieja (Argot): limpiar y engalanar la base rápidamente, generalmente de improviso. ∙ 92 
Guaro: bebida alcohólica de cualquier naturaleza. ∙ 24, 34, 129, 143 


IFA (Industrieverband Fahrzeugbau): camión de ocho toneladas de fabricación alemana (RDA). ∙ 35, 97 
IFAGAN: Fondo IFAGAN de Desarrollo Ganadero, S. A., empresa propiedad del Gobierno de Nicaragua fundada en 
1973 y disuelta en 1980 por el gobierno sandinista. ∙ 53 
INCEI: Instituto Nacional de Comercio Exterior e Interior. ∙ 48 
INCH: Instituto Nacional de Chontales. ∙ 58, 59 

166

Jeme: distancia que hay desde la extremidad del dedo pulgar a la del índice, separado el uno del otro todo lo 
máximo posible (RAE, Edición Tricentenario on‐line, actualización del 2017). ∙ 94 
JS19J: Juventud Sandinista 19 de Julio. ∙ 115 
Juventud: Juventud Sandinista. ∙ Véase JS19J 


La chiquita: celda de castigo especialmente pequeña concebida para ser lo más incómoda posible. ∙ 85, 134 
Libretiarse (Jerga militar): ausentarse sin permiso. ∙ 85 


Maje (Jerga popular): individuo, sujeto, persona indeterminada. ∙ 66, 92, 124 
Marías rurales ∙ Escúchese la canción María Rural interpretada por el grupo Pancasán, original de Arlen Siu. 
Mezquino: verruga vulgar de pequeño tamaño. Esta acepción no la recoge el diccionario de la RAE, pero es de uso 
común en los países de Mesoamérica. ∙ 94 
MINT: Ministerio del Interior. ∙ 62 
Mocho (Jerga popular): cortado, amputado, operado. ∙ 58, 105 
Monimbó: barrio indígena de la ciudad de Masaya. ∙ 61 
Montar en la burra (Jerga): pegar una paliza. ∙ 99 
Motete (del náualt): Mo‐tetech. Un envoltorio o paquete de ropa u otra cosita, simplemente y no bien empacado. 
Revista del Pensamiento Centroamericano No. 175, Nicaragua, 1982. ∙ 52 
Moto ∙ Véase: Ternero moto. 


Nacionales (Argot militar de la época): reclutas procedentes de los departamentos de Chinandega, León, Managua, 
Masaya, Granada, Carazo y Rivas. Generalmente eran destinados a los BLI. Cobraban solamente el 40% de la 
paga, el 60% restante se suponía debían cobrarlo sus familias, cosa que prácticamente no sucedía. ∙ Véase 
Territoriales. 
Nawawás: toponimia originaria de la lengua de los Sumus. Se ha castellanizado en algunos mapas como Nauawás. ∙ 
119, 120, 137, 146, 149 
NPO (Argot médico): Nada Por vía Oral. ∙ 73, 109 


O y M: Organización y Movilización. Dependecia del EPS encargada de administral el personal del SMP. ∙ 86 
OEA: Organización de Estados Americanos. ∙ 156 
Operación Chanchera: asalto al Palacio Nacional de Nicaragua por parte de un comando sandinista que tomó como 
rehenes al congreso de los diputados en pleno. ∙ 61 
Oreja (Habla popular): soplón, informante. ∙ 61, 68 


PACUSO (Jerga militar): tufo a pata, culo y sobaco. ∙ 5, 12, 55, 74, 94, 100, 122, 130, 136 
Pajuelillas (Coloquial): Parásito del intestino (Enterobius vermicularis) que produce escozor en el ano. ∙ 28 
Pase (Argot militar): permiso. ∙ 84, 95, 97, 114, 136, 137 
Payán, payana (habla popular): sedimento que se forma en el fondo de los recipientes que contienen bebidas 
hechas a base de cereales. Esta acepción no la recoge el diccionario de la RAE. ∙ 94 
Pelotón: unidad formada por dos o más escuadras, generalmente tres (véase compañía). ∙ 12, 13, 14, 15, 19, 20, 22, 
24, 25, 27, 28, 36, 37, 39, 40, 49, 63, 65, 72, 77, 81, 85, 130, 137, 150 
Pescuzearla (Jerga callejera): meterse en serios problemas; «agarrarla del cuello». ∙ 96 
Pinolillo: bebida típica nicaragüense hecha a base de maíz y cacao. ∙ 12, 15, 27, 30, 45, 47, 49, 94, 148 
Piricuaco: apelativo peyorativo de los soldados del EPS y el MINT. ∙ 50, 84 

167
Piris: disminutivo de piricuaco. ∙ 109 
PKM: Ametralladora Kalashnikov Modernizada, homóloga rusa de la M60 americana. ∙ 20, 25, 26, 27, 28, 29, 31, 36, 
82, 119, 143, 152 
Placas de perro: dog tags, placas de identificación. ∙ 112, 159 
Plumeó, plumeárselas (Coloquial): huír, escapar. ∙ 162 
Político: oficial de la Sección Política. Comisario Político. ∙ 65, 66, 81, 83 
Prevención: Polícia Militar. ∙ 14, 79, 117 
Primos (coloquial): soldado de la Contra. ∙ 26, 28, 32, 35, 39, 67, 119, 146, 147 
Pulpería: tienda de ultramarinos. ∙ 40, 45, 60, 118 


RAAN: Región Autónoma del Atlántico Norte. ∙ 114 
RASO: Reunión de Análisis de la Situación Operativa. ∙ 124 
Región Militar: en el EPS era el equivalente a una División. ∙ 84, 86, 87, 111, 114, 140, 142, 145, 151 
RM: Región Militar. ∙ 93, 105, 111, 112, 114, 154, 155 
Roconola: sinfonola, gramófono, jukebox, Rock‐ola. Funciona con monedas. ∙ 85 
RPK: Ametralladora liviana Ruchnoy Pulemet Kalashnikova. ∙ 152 


Salazares: soldados pertenecientes a los Comandos Regionales Jorge Salazar del FDN. Constituyeron una de las 
fuerzas más aguerridas del Ejército de la Resistencia Nicaragüense. ∙ 39, 137, 142 
Sapo (Jerga): chivato, delator, lengua larga. Adulador, servil y rastrero. ∙ 67, 82, 83, 89 
Seguridad: Dirección General de la Seguridadel Estado (DGSE) servicio de Inteligencia del Ministerio del Interior. ∙ 
25, 40, 84 
SMP: Servicio Militar Patriótico, eufemismo del Servicio Militar Obligatorio. ∙ 91, 95, 103, 155, 159 
Suampal, suampo: pantano. Fonética del anglisismo swamp. ∙ 126 


Tapas de chibola: chapas de refrescos. Corcholatas. ∙ 59, 88 
Ternero moto (coloquial): huérfano de madre. ∙ 41 
Territoriales (Argot militar de la época): reclutas procedentes de los departamentos de Chontales, Boaco, 
Matagalpa, Jinotega, Estelí, Madriz, Nueva Segovia, Zelaya y Río San Juan. Eran destinados a los BLC, COPETE y 
BI. Cobraban el 100% de la paga bajo el supuesto que estaban cerca de sus casas y podían dar dinero a sus 
familias directamente. ∙ Véase Nacionales. 
Tijera: cama típica en el campo. ∙ 52, 150 
Tira‐toallas (Jerga militar): apelativo burlesco de los soldados de las unidades de retaguardia. ∙ 106, 113 


UAZ: vehículo militar liviano, homólogo ruso del Jeep americano. ∙ 22, 40, 97, 98, 103, 104 
UN: The United Nations. ∙ 146, 147, 156 
UNO: Unión Nacional Opositora. Coalición Política que derrotó al FSLN en las elecciones de 1990. ∙ 146 
UPE: Unidad de Producción Estatal. ∙ 156 


Vergazos (Jerga callejera): golpes. ∙ 101 


Wacho (Jerga): corazón. Fonética de watch (reloj). ∙ 92 

168

ZIL: camión militar soviético de tres ejes, con tracción en las seis ruedas. ∙ 22, 25, 40, 120, 149, 152 

169

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