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ÍNDICE
PRÓLOGO ......................................................................................................... 5
PASIÓN Y DESAPEGO ..................................................................................... 9
LA TARDE DE LA FINCA ................................................................................. 11
RESPETOS ...................................................................................................... 19
FUEGO CRUZADO .......................................................................................... 25
FRIJOL Y LOS FRIJOLES ............................................................................... 31
MUERTE EN EL PUENTE ............................................................................... 35
UN ESPEJO INGRATO .................................................................................... 39
SAN JOSÉ DE LA VEGA ................................................................................. 42
HURACÁN JOAN ............................................................................................. 46
20 DE MARZO ................................................................................................. 58
LA VISITA......................................................................................................... 64
MADRE DE CUALQUIERA .............................................................................. 71
ASCENSO ........................................................................................................ 81
UN PAPEL SOBRE EL BURÓ ......................................................................... 84
EL BUS ............................................................................................................ 87
LOS CENICIENTOS ......................................................................................... 91
LOS CAZADORES DE ESCLAVOS ................................................................. 96
LA ODA DE LOS COBARDES ......................................................................... 99
LA NOCHE DE LOS ROTOS ......................................................................... 103
EL CONTRA ................................................................................................... 108
CON LA VIDA Y CON LA MUERTE ............................................................... 111
SANTO DOMINGO ........................................................................................ 114
GUITARRAS, LLOREN GUITARRAS ............................................................ 119
DE SUEÑOS Y REALIDADES ....................................................................... 123
CUANDO TE ASUSTAN LOS FRIJOLES ...................................................... 126
LA COMONA .................................................................................................. 128
LAS CHELAS DE LA VOLKSWAGEN ........................................................... 136
MISERIA......................................................................................................... 137
LA TUERTA.................................................................................................... 140
24 DE DICIEMBRE 1989................................................................................ 142
LA ALEGRÍA DE LA VICTORIA Y LA AGONÍA DE LA DERROTA ................ 144
LOS UN .......................................................................................................... 146
AZÚCAR AMARGO ........................................................................................ 149
ABRIL 1990 .................................................................................................... 154
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RECUERDOS DE UN AMOR INGRATO ....................................................... 159
GLOSARIO..................................................................................................... 165
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PRÓLOGO
«No se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, sino por la forma en
que se digan». Son palabras de Jean Paul Sartre que quiero aplicar como
reconocimiento al esfuerzo del autor a quien insto a seguir escribiendo porque
sabe cómo decir las cosas que ha vivido.
Al fondo, está la historia de una época violenta emergente de la Guerra Fría,
cuando los soviéticos respaldaban las reacciones de confrontación y acciones
antiamericanas y Reagan trataba de minimizarlas o confrontarlas en los patios
vecinos.
Al frente, están los personajes, los participantes, los parajes y las
circunstancias derivadas. En cada capítulo de este libro, el autor vive lo que
hay que vivir, siente lo que hay que sentir y expresa lo que hay que expresar.
El conjunto es rico en detalles de todo tipo. Cada hora, cada día, cada acción
está relatada en prosa rica y motivadora. En ella se olfatea el olor del
PACUSO, se escucha el paso sobre el fango, se percibe el calor de los
protagonistas.
Nunca había leído algo similar para ese lapso de tiempo porque lo publicado
hasta la fecha, abusa de lo autobiográfico, robándole seriedad. En este
contexto, el motivo de la contienda se vuelve irrelevante. En la obra, el Contra
combatiente está allí para darle sentido a una aventura sin par y el soldado del
EPS actúa para contrarrestar, más allá de la guerra, más allá de su capacidad.
Así fueron emergiendo los relatos en ambos bandos: Fuerzas de Tarea en
profundidad operacional y Batallones de reacción en una amplia extensión
territorial. La aventura, la responsabilidad y el entusiasmo, pudieron haber
minimizado el odio y sublimado el sentido del deber en cada extremo.
Cuando llegó el final para las partes, se comprobó el valor teórico de un
narrador exquisito de la guerra irregular: T.E. Lawrence. Había Álgebra en la
extensión territorial del teatro de operaciones. Biología aplicada en los
combatientes y psicología derivada en los afectados. Como el mismo autor
dice: «nada autobiográfico, nada fantasioso, pura memoria hecha relato». Pero,
es un relato para perdurar. Pues como también decía el dramaturgo Óscar
Wilde: «No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y
decirlo bien». Estimados lectores, les dejo aquí con algo muy bien dicho:
RELATOS PARA CASANDRA.
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«Silencio en la noche, ya todo está en calma, el músculo duerme, la ambición
trabaja».
Carlos Gardel.
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PASIÓN Y DESAPEGO
Belisario Puntiagudo.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
LA TARDE DE LA FINCA
Las primeras horas de una tarde preciosa le negaban a sus ojos las pinceladas
ocres de su celaje. La cosa marchaba tranquila. Un día más, un día menos.
Ese día, lo pasaron igual que los anteriores: buscando a la Contra, un enemigo
invisible que golpeaba y corría desapareciendo en la selva. Una persecución
extenuante y sin sentido.
El aire limpio de la montaña llenó sus pulmones, haciéndole sentir vivo. Por un
momento fue feliz, sonrió a la vida. Hambriento hasta el dolor y apenas
sintiendo su humanidad. Miró la hierba, el monte que se levantaba sobre aquel
potrero verde y la limpieza relativa de aquel sendero que conducía a la finca a
la que esperaban llegar con las ansias del sediento en el desierto.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Los soldados buscaban agua y comida. A la par de la casa corría una quebrada
cristalina de aguas frescas, que perezosamente flanqueaba a un enorme
guanacaste centenario, un regalo de la naturaleza para beber y llenar las
cantimploras.
Una vez repostados se lanzaron al agua como Dios los echó al mundo, para
asearse y lavar sus uniformes hediondos a PACUSO (pata, culo y sobaco)
como se decía en la jerga militar. El primero fue Speedy Gonzales, el teniente
del segundo pelotón, quien no pasaba de los veintiocho años. El hombre se
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
lanzó al agua con alegría infantil, con uniforme y botas. El jefe de la Compañía
(el COI) ordenó a uno de los pelotones que cubriera el perímetro y al resto de
los hombres que hicieran lo que quisiesen, y se limitó a sentarse en un madero
viejo bajo el desvencijado corredor de la pequeña bodega de herramientas
mientras pelaba una naranja con la navaja. El COI era un hombre tranquilo,
teniente primero, soldado profesional, fundador del Ejército. Procuraba pasarlo
bien, hacer su trabajo, cuidar a sus hombres. Callado, de pocas palabras, de
los tipos que escuchan más de lo que hablan. Caminaba casi sin sudar, a su
paso, comía lo justo. Tendría quizás treinta años, pero ya asomaban en su
cabeza un par de entradas de prematura calvicie. Humilde a su modo, segundo
o tercer grado de primaria.
La abuela tomó una pana de plástico y le sirvió frijoles cocidos con pedazos de
tortilla y queso. Aquello era un banquete calientito. Su paladar no había
degustado semejante exquisitez desde que había dejado su casa para alistarse
en el Ejército. Sacó del bolsillo de la camisa su cuchara de campaña y comió
rápido, tragó, bajo la mirada expectante de la abuela. No había acabado de
lamer la pana cuando su escuadrón invadió la cocina y sin mediar palabras se
abalanzaron sobre lo que estuviese disponible para comer: una olla con arroz
duro, tortillas tiesas y los pedazos de queso que les quedaban a las mujeres.
Engulleron, y como llegaron se fueron. Él le dio las gracias a la señora, el
ejército no le había quitado la educación. Aún. Sabiendo que no poseía más
que la tierra del pescuezo, preguntó cuánto debía. La abuela se limitó a tocarle
el hombro, y moviendo la cabeza con gesto maternal le dijo: nada hijo, nada…
que Dios te cuide, te ampare y te favorezca.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
¿Qué vas a hacer cuando salgas de esta mierda? Era la pregunta general. El
jefe de escuadra soñaba con regresar a su trabajo de machetero en la finquita
de su papa en Nueva Guinea, pues decía que no le gustaba trabajar ajeno.
Tenía un hijo pequeño al cual le enseñaría el oficio de jornalero como su padre
lo hizo con él. El sanitario trataba de encender fuego para asar un pedazo de
carne de chancho que se había procurado. Era experto en buscarse la vida. Si
solamente había un bollo de pan en kilómetros a la redonda el sanitario lo
conseguía, fijo. Nadie sabía cómo lo hacía, pero siempre hallaba algo de
comer. Morenito, dieciocho años quizás, hiperactivo e indisciplinado. Sólo
quería ver a su chavala, «la Negrita» como él la llamaba. Según la describía
era una adolescente precoz de pies descalzos y piel morena curtida por el sol,
de manos trabajadas, de andar insinuante y mirada coqueta. Realizó
ingeniosas maniobras para desvirgarla sin que su padre y las lenguas viperinas
del pueblo sospecharan nada. Ocurrió una semana antes de que la patrulla de
Prevención (Policía Militar) lo reclutara en la calle. Contaba sus anécdotas de
casanova con la expresión pícara y los ojos vidriosos del rezago sexual. Ponía
cara de depravado. En la vida civil, nuestro sanitario de pelotón trabajaba como
vendedor ambulante de Eskimos (una marca local de helados) empujando un
carrito-termo, haciendo sonar unas campanitas que pregonaban su presencia.
Lo hicieron sanitario de pelotón por casualidad, un teniente necesitaba llenar el
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
cupo para entrenar nuevos sanitarios y al primero que vio, lo envió al Hospital
Militar para formarse. El contraste entre su antiguo trabajo y su nuevo cargo
como sanitario de pelotón era motivo recurrente de bromas por parte de los
compañeros.
Speedy Gonzales comía a dos carrillos, dejando escapar sin pudor algunas
migajas por entre las comisuras de los labios, mientras gritaba jocoso entre
carcajadas libertinas: ¡HOY ME CAGO! ¡FIJO QUE ME CAGO! Era un tipo
vulgar y chabacano, cuya vida de militar permanente hizo del Ejército su casa.
Esa tarde la comida abundó. Era como cerrar con broche de oro. La cena la
envió el mando, pues la compañía había estado casi sin comer durante tres
días, alimentándose de lo que encontrasen por su cuenta, caminando por el
monte en persecución hasta que llegaron a la finca donde depredaron todo, así
que por ese día, la comida fue mucha.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Los fines de semana iban solos al río, con la malicia inocente de los años
mozos, a nadar y a besarse hasta el dolor de gónadas. Hacían un amor dulce y
sin las prisas de los primeros encuentros de aprendizaje mutuo. Atrás habían
quedado los días febriles de asedio constante, cuando él hizo uso de cuanto
consejo y estrategia de seducción tuvo conocimiento para bajar la guardia de
aquella que le permitía caricias por toda su anatomía, excepto en el área de
Venus, que terminó por someterse, más temprano que tarde, a la voluntad del
cuerpo.
La madre de ella emigró a los Estados Unidos en busca de una vida mejor
después que la guerra dividió a su familia. El padre fue capitán del Ejército
hasta morir en combate un par de años atrás cuando ella tenía quince años. La
madre, partió en busca de lo que su país le negaba. La muchacha de dieciséis
años entonces, quedó a cargo de sus hermanos: una chica de trece años y un
niño de nueve. También cuidaba de su abuela paterna, inválida por un pie
diabético al borde de la gangrena y la ceguera por retinopatía. Ella asumió la
responsabilidad con la seriedad del caso. Su madre enviaba dinero
mensualmente y planeaba llevarse a sus hijos llegado el momento. Y ese
momento era precisamente en ese mes de diciembre.
adolescente, de los que se recuerdan para toda la vida, nobles de corazón. Fue
lo último antes del alistamiento, antes de que su vida cambiara para siempre.
Se fue durmiendo tan despacio como lo que tarda un segundo, tan lento como
el tiempo que toma parpadear y cerrar los ojos. El sueño profundo es un lujo no
apreciado en la vida civil. Ahí se duerme sin dormir, siempre en alerta,
cerrándole la puerta a Morfeo. Los hombres de ambos bandos se acechaban
mutuamente esperando el mejor momento para matarse. No hay tiempo ni fin.
Para la mente agotada la válvula de escape son los sueños, los recuerdos.
Esa noche se durmió sonriendo, le dio gracias a Dios por otro día, por otra
noche, por tener vida y salud, por haber comido, por respirar. Le rogó para que
le dejase ver el sol nuevamente, como habría de hacerlo el resto de sus días, el
resto de sus noches, la relación estrecha, la confianza con el Padre que le
acompaña hasta el día de hoy, tres décadas más viejo, cuando la vida le
plantea nuevos retos, nuevas metas, nuevas misiones en otras tierras, en otras
latitudes, en otro mundo.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
RESPETOS
Pasé con ellos los primeros meses. El tiempo borra casi todo, pero no todo. Las
cosas que uno por voluntad propia quiere olvidar se aferran a la memoria como
mejillón de roca. En los primeros años de posguerra recordaba los nombres
completos, pero hoy, ha pasado tanto tiempo que me cuesta recordar algunos y
los que recuerdo, considero más piadoso y prudente omitirlos, por respeto a
sus memorias y sus familias.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Siempre era difícil caminar por los llanos inundados. Cuando llovía mucho, los
llanos se empantanaban durante semanas. Eran insoportables la pestilencia
del agua pútrida, del lodo y las nubes de zancudos que se elevaban a cada
paso. Caminar en ese terreno era agobiante, con el lodo a la rodilla y el agua a
la cintura, la piel bajo la pretina húmeda del pantalón levantaba eczemas, a
veces fúngicos, a veces alérgicos, y no mencionemos los pies, que los andabas
todo el tiempo mojados. Las calcetas del Ejército duraban una semana cuando
mucho, se pudrían y desgastaban rápidamente. Era necesario cuidarse los pies
para evitar la mazamorra, una dolencia inflamatoria y supurante de origen
fúngico.
Ibas cargado con el armamento, municiones, raciones, tus cosas y cuanto más
pesado, más te hundías. Cuando encontrábamos cercas de alambre en los
potreros las cortábamos para pasar, era más fácil que agacharse y cruzar el
alambre. El agua podrida no se puede beber, y en ocasiones pasábamos horas
hasta encontrar agua fresca. La evaporación en los suampos y el sol del trópico
son sofocantes, si no andabas con sombrero te iba mal. Nos daban sombreros
de tela, eran parte del vestuario y símbolo clásico de los Cachorros, de la
infantería, pero con frecuencia se te perdía. Algunos se lo regalaban a alguna
chavala bonita al pasar por los pueblos. Yo solía usar una venda de charpa que
me amarraba en la cabeza como si fuera un pañuelo, así me caía menos sudor
en la cara y me servía para secarme el rostro, y de paso la andaba a mano por
si la necesitaba.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
El Pelón dijo eso aquel día dejando escapar una lágrima de ira, de frustración,
mientras el Sanitario desplumaba el ave durante la marcha.
El Sani se puso a asar el querque esa tarde al acampar, del cual comimos
todos hasta chupar los huesos sin importarnos en lo más mínimo que fuese un
ave carroñera. Total, todo animal que volara, caminara, nadara o arrastrara
sobre su vientre, se arriesgaba a terminar en el caldero de la cena si se topaba
con nosotros. Hasta las culebras se corrían… es cierto, es una imagen para un
documental antropológico ver a cuatro o cinco soldados seguir a pedradas a
una culebra que huye por su vida, tratando de escapar del depredador más
agresivo de la naturaleza. Daba igual si eran o no ponzoñosas, asadas o en
sopa Maggi iban de viaje. Las boas en sopa Maggi con chile tabasco y limón no
estaban mal, y si conseguías unas patatas o algún tomate mucho mejor. A lo
que no lo entré una vez fue a la culebra cascabel frita, no andaba tan pasado
de hambre. ¡Chiva! Las vacas eran las más paranoicas, desde que las pobres
divisaban la tropa a la distancia o sentían el olor característico a axila
descompuesta y sudor, salían corriendo en desbandada. Es en serio. Esa tarde
el sanitario hasta volteaba los ojos chupando el tuétano del querque. Pensé
que hasta música le iba sacar a los huesos.
Al Pelón le pusimos pelón de apodo porque una vez se desertó, más bien,
intentó desertar, porque ese mismo día lo capturó otra tropa del Ejército que
estaba como a diez kilómetros de nosotros. Esa mañana al Pelón le tocó la
última guardia de la madrugada y no amaneció. Se fue. El Chele encontró su
fusil, pechera y mochila a la orilla de un cerco de piedras junto a las de otros
dos soldados que huyeron con él. Los jefes se pusieron furiosos y nosotros
también, sobre todo porque ellos estaban de guardia y debían cuidarnos
mientras descansábamos, así funcionaba, todos nos cuidábamos unos a otros
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
y eso pudo costarnos la vida. No era raro que la Contra masacrara soldados
mientras dormían sin vigilancia.
Los tres eran de nuestro pelotón y Speedy Gonzales estaba que echaba
chispas por los ojos de tanta cólera. Habló con la tropa que reportó la captura.
Salimos en su búsqueda y nos los entregaron. Ahí estaban el Pelón y sus
compañeros de fuga amarrados con las manos a la espalda, sin camisa y
descalzos. Les habían quitado las botas para que les fuera más difícil huir.
Frente a nosotros estaban los tres desertores atados de las muñecas por la
espalda. El Capitán comenzó a pasearse entre ellos y nosotros, observándolos
de pies a cabeza con una expresión entre el asco y el desprecio. Dio un rodeo
a su alrededor. Con voz pausada y solemne, elevando la vista al cielo en plan
meditativo empezó con la introducción de su arenga. Con el léxico bien cuidado
y correcto que se espera de un oficial, empezó por lamentarse de lo sucedido,
resaltando la importancia vital y la enorme responsabilidad que significa estar
de centinela y cuidar a tu tropa; meditó sobre lo que hubiera ocurrido si nos
hubiesen atacado estando totalmente desprevenidos mientras dormíamos.
Expresó con profundo sentir teatral, su enorme decepción por la deplorable
actuación de esos hombres, que en un alarde de cobardía, de irresponsabilidad
temeraria, de falta total de compañerismo, de camaradería y de espíritu de
cuerpo, abandonaron a sus compañeros a su suerte. De repente su discurso
dio un giro brusco: pasó del tono comprensivo y paternal, al grito y al ladrido.
Con las venas del pescuezo y la frente hinchadas, la tez iracunda y los ojos
inyectados en furia, empezó a ofender a los desertores usando toda suerte de
insultos y descalificativos, arrollando sin compasión alguna el idioma, con un
monólogo estridente de índole vulgar, derrochando talento en el uso de la jerga
más barriobajera y soez existente. Su perorata era injuriosa para cualquier oído
aseado. En un tono más calmado, pero siempre furioso, dejó claro su derecho
legal a fusilarlos (no era verdad, estaba prohibido), pero mostrándose generoso
y reflexivo, subrayó la opción civilizada de la corte marcial, vaticinando una
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El Sani se dispuso a cumplir la orden junto con los sanitarios de los otros
pelotones. Le tocó uno a cada uno. Los tres chavalos fueron afeitados de la
cabeza delante de la tropa, que en posición de firmes, observábamos el
escarmiento. El que se atreviera a reír o burlarse de ellos correría la misma
suerte, advirtió el Capitán. Fueron rapados atados de las manos, sin camisa y
descalzos, humillados, en posición de firmes y llorando, pero no a moco
tendido, sino como hombres de quienes se está abusando. De sus ojos
goteaban lágrimas, pero sin chillar, sin decir nada. El Pelón levantaba la frente
y sacaba el pecho altivo, dando la cara con valor, enfrentando la situación
como hombre. Desde ese día lo bautizamos como el Pelón y aunque al
principio les decíamos los pelones, el Pelón que era de nuestra escuadra fue el
que se quedó con el mote. Los otros dos fueron trasladados a otras compañías.
Con Silvio era agradable platicar. Era de la zona de León y buena gente. Sabía
lo que era ser soldado, es decir, ser nada. Cumplió sus dos años de servicio y
como dije, no se pudo reincorporar a la vida civil, no pudo integrarse y regresó
al Ejército. Firmó para permanente con el grado de subteniente y ahí estaba,
otra vez en lo mismo. Me contó su historia una noche sentados en el monte
mientras me acompañaba a hacer la guardia en el primer turno de la noche.
Mirábamos las estrellas que desde el monte se ven preciosas y que en la vida
civil no nos detenemos a contemplar por estar ocupados con nuestras vidas de
consumo que nos hace olvidarnos de lo simple, de lo sencillo. Ahí, en aquel
monte, sentados en piedras y ocultos tras los matorrales estábamos los dos
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Me habló de su mujer. Cuando él regresó del Servicio Militar las cosas habían
cambiado. En ella el amor había desaparecido. Para algunas mujeres esperar a
los hombres dos años con la correspondiente dosis de angustia no era fácil.
Algunas, por mecanismo de defensa, decidían olvidar a la pareja o sucumbían
ante el desesperante poder de la libido. No es fácil ser mujer de militar y menos
en tiempos de guerra. Muchas esperaban fieles a los hombres, pero otras no,
hay de todo, y una de las que no soportó esperar más fue la mujer de Silvio.
Cuando él regresó ella ya estaba con otro. Él la hubiera perdonado, me dijo, no
le importaba mucho eso, porque comprendía que las mujeres están solas y
también tienen necesidades, pero el problema fue que ella ya no quería tener
nada con él, que no soportaba la zozobra, que no quería ver que lo llevaran
muerto metido en una bolsa plástica o en un cajón, que a varias de sus amigas
les habían matado a los novios o maridos y que no quería pasar por lo mismo,
que los hombres regresan cambiados de la guerra, que ya no son los mismos,
que algunos regresan trastornados y sólo saben beber guaro.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
FUEGO CRUZADO
Silvio me dejó al mando y regresó por donde llegamos. Dejó una escuadra
emboscada a unos cien metros de nuestra retaguardia, a orillas de una
quebradita y él montó otra más abajo. Contención y retirada.
guindar las hamacas, así que nos fuimos al suelo, tendimos los plásticos y ahí
nos acomodamos. Hice el rol de guardia y ordené que nos enmascaráramos.
Nos fuimos. Emprendimos la marcha por el mismo lugar y fue peor, porque no
mirábamos nada, los árboles tapaban la luz de la luna. Me resbalé de culo por
un barranco varios metros y caí al pantano hasta el ombligo de agua, levanté la
PKM por arriba de los hombros y avancé maldiciendo. Caminamos hasta que
amaneció. Llegamos a un potrero que tenía unas partes con el monte alto, más
alto que nosotros y otras donde la hierba parecía césped. Silvio nos ordenó
descansar, todos nos tendimos en la grama. Eran cerca de la seis de la
mañana. Me dormí. Puse la mochila de almohada y caí en sueño profundo.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Speedy estaba ansioso. Nos llamó y nos mandó adelante, en punta, como
exploración. Me puso al mando y me dio instrucciones: debíamos avanzar
hacia una fila de cerros que teníamos de frente.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Entramos a una burra de monte. Speedy casi corría. El Chele, que estaba
rodilla en tierra me hizo señas con la mano indicándome que me agachara. Me
agaché detrás de una piedra grande, pero desde la burra de monte no podía
ver bien. Yo respiraba cansado. El Chele estaba calmado. Yo intentaba
enterarme de lo que pasaba comunicándome con él a señas, pero sólo me
indicaba que me calmara. Avancé hasta él y me puse a su lado. Apuntó con el
índice hacia las faldas de fila. Me levanté para ver: era una columna de
hombres que caminaban tranquilos a campo abierto, confiadísimos. Regresé a
mi posición detrás de la piedra donde estaban Frijol y el Kaibil.
El fuego cesó. El COI se comunicó con ellos, vendrían hacia nosotros. Consulté
mi reloj: había transcurrido media hora, treinta minutos peleando entre
nosotros. Nos pusimos de pie. Miré al Kaibil recuperándose. Le devolví el fusil.
Speedy se acercó, me miró con cara de imbécil y me dijo riendo:
—¡No jodás!, qué cagada, eran los bróderes de otra COI… ¡No jodás!
Ahora me echan preso por caballo. —Soltó una carcajada vulgar y continuó—:
Por suerte que no les pusimos la PKM ni los cuetes, porque ahí sí la
hubiéramos embarrado de mierda, no jodás. —Se fue riendo. El Chele nos miró
y movió los hombros en señal de interrogación.
Frijol habló, cosa rara en él:
—Es que ese hijuelagranputa de Speedy Gonzales es caballo —dijo.
Los Contras se nos fueron. Pasaron en medio de las dos compañías y casi
hicieron que nos matáramos entre nosotros. La tropa enemiga estaba formada
en su mayoría por campesinos que se conocían el terreno como la palma de su
mano. Esa zona se la conocían bien. Eran escurridizos y ágiles. Esa vez el
tiroteo empezó antes de cerrarles completamente el cerco, y se nos fueron por
nuestro flanco izquierdo. Ya nos había pasado antes: en una ocasión estaban
en un cerro montañoso y otra unidad del Ejército los estaba desalojando de ahí.
Para cerrarles la retirada nos tendimos al otro lado del cerro y concentramos
fuego de ametralladoras sobre sus posiciones. Se escaparon por otro sitio
burlando el cerco. Era un enemigo fascinante. Eran como fantasmas: aparecían
de la nada y atacaban blancos de ocasión con emboscadas. Luego corrían y
desaparecían evitando en lo posible el choque frontal con el Ejército. Un juego
del gato y el ratón.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Esa tarde acampamos cerca de ahí. La balacera, aunque fue entre nosotros,
sirvió para liberar la presión acumulada.
Esa noche dormimos relajados. Estábamos seguros que los Contras estaban
lejos y no iban a molestarnos esa noche. El enemigo evitaba en lo posible la
potencia de fuego del Ejército, y aquel día había buena concentración de tropas
nuestras en la zona.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Frijol fue mi ayudante de ametralladora el tiempo que anduve con la PKM. Era
un campesino grande, fuerte como un toro, rústico, sólo sabía leer, escribir y
trabajar con el ganado, que era su oficio: vaquero. El apodo de Frijol se lo puso
García, el Trompudo.
Frijol soportaba todo, el tipo era un soldado capaz de resistir el maltrato de
cualquier terreno sin chistar, caminando sin perder el ritmo, cargando como
mula, con su equipo, su fusil, municiones, mochila, alimentos, granadas y con
tres o cuatro cintas de ametralladora cruzadas en el pecho. Nunca lo vi
agotado. Su defecto, si se le puede llamar así, era quejarse constantemente de
la escasa comida. Y es que le encantaban los frijoles y durante los descansos
soñaba despierto con tirarse unos frijoles cocidos con tortilla, crema y cuajada.
Daba la impresión de que los saboreaba y a veces hasta salivaba mientras los
describía. Cuando despertaba del trance se mostraba enfadado y maldecía.
Frijol era chavalo, tenía como dieciocho años, toda su vida fue vaquero y
conocía bien el oficio. Cuando encontrábamos alguna vaca por ahí, el Sani que
siempre andaba dispuesto a la caza de todo, sacaba de la mochila un mecate y
con habilidad de cuatrero lazaba la vaca y Frijol la ordeñaba. Esa maniobra
debía hacerse rápido para obtener el botín sin que los propietarios se
enteraran, aunque eso tampoco importaba, la gente le tenía miedo al Ejército.
El Sani lo hacía como si fuese travesura de escuela. Frijol también identificaba
con solo una mirada qué vaca tenía leche y cuál no, así dirigía a Sani a su
objetivo. Los ordeñadores no escaseaban, la compañía entera estaba formada
por campesinos, pero Frijol era el mejor y no paraba de hablar de ganado,
caballos y aperos de ganadería. El Sani se hizo íntimo de él, más por
conveniencia que por otra cosa. Al pasar el tiempo también el Sani adquirió
extraordinarias habilidades vaqueriles.
Una vez por andar de muertos de hambre con un subteniente, nos topamos
con un grupo pequeño de Contras, tal vez cuatro o seis que al parecer andaban
en el mismo plan: buscando la vida o explorando. Ese día, habíamos pasado
explorando una zona que era corredor habitual del enemigo, pero no se les
había visto por ahí durante semanas. A medio día comimos en una casa
campesina donde nos vendieron tortillas con cuajadas. A media tarde, ya
cuando íbamos bajando unos cerros de regreso a reunirnos con el resto de la
tropa, decidimos aprovechar la calma para buscar caza por el camino. De
pronto los vimos en un cerro pelón a unos sesenta u ochenta metros a nuestra
izquierda. El subteniente los identificó y empezó a dispararles. Ellos no nos
habían visto, se enteraron de nuestra presencia por los disparos del
subteniente. Salté de cabeza detrás de un tronco caído que no pudo estar más
oportuno y me tendí. En segundos estábamos intercambiando fuego. Al
principio, los Primos nos disparaban con mala puntería, los tiros pasaban arriba
del palo, pero en pocos segundos colimaron el fuego y cada vez pegaban más
cerca. Impactaban al otro lado del tronco. Algunos me salpicaron de tierra.
Intenté hacer la operación cusuco, pero el subteniente me increpaba a gritos
devolver el fuego desde su posición detrás de un palo, desde donde les
repartía plomo con ímpetu. Yo disparaba mi fusil en ráfagas cortas y
claramente veía los fogonazos de los disparos de ellos. Empezaron a retirarse
rápidamente. Uno de ellos se levantó justo enfrente del punto de mira de mi
fusil y corrió mochila al hombro. Miré su silueta contrastar con la luz rojiza de
un disco solar agonizante. Fueron segundos, lo que tarda un alma despavorida
en huir. A mí me pareció que el tiempo era eterno. Nunca antes había tenido a
nadie tan a tiro. Dudé en tomar una decisión, no es fácil. Disparé sobre él tres
tiros seguidos. Cayó. No lo vi más. Desapareció delante de mis ojos. No supe
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
MUERTE EN EL PUENTE
Al final de la jornada sólo nos quedaba tomar posiciones para pasar la noche,
íbamos a un lugar donde el terreno nos favorecía. Unos cientos de metros más
y por fin detendríamos la marcha.
La carretera a San Carlos Río San Juan era estratégica para el control de la
zona sur del país y garantizar su permeabilidad era una misión constante que
consumía hombres y recursos. Los Chirizos aprovechaban la menor
oportunidad para dinamitar los puentes sobre la vía. Esa tarde le tocó el turno a
un pequeño puente cerca de una finca ganadera llamada La Magnolia.
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La quinta compañía los empujaba hacia el monte a punta de bala mientras los
Chirizos se batían en retirada plantando cara. Uno de nuestros pelotones
maniobró de frente y de pie; empezó a fumigarlos con fuego graneado. El
primer pelotón de la cuarta compañía maniobró por el flanco derecho de la
quinta para apoyarla desde una loma, tomaron posiciones y emplazaron una
ametralladora pesada PKM que empezó a escupir fuego con furia infernal. Nos
tendimos maniobrando para proteger el perímetro, la retaguardia del centro de
la quinta compañía, asegurar el puente y explorar el lugar en busca de minas
sobre el camino. Nos acercamos con cuidado al camión. En el suelo, al lado del
copiloto yacía muerta una mujer gorda, de esas mercaderas obesas, con la
lengua y las tripas de fuera, sentada en un charco de sangre y recostada en la
llanta del camión. La puerta del copiloto abierta. El camión perforado a balazos
por todas partes. Dimos un rodeo despacio reconociendo el lugar. Arriba en la
parte de carga estaban dos hombres muertos, eran los ayudantes del camión.
Estaban tendidos sobre unos sacos de maíz. Uno de ellos boca abajo y sin
camisa. El camión no tenía carpa, así que se podía ver todo lo que llevaba. La
sangre estaba fresca, sin coagular aún. Dimos la vuelta hasta el lugar del
conductor que estaba muerto en el suelo, le faltaba la mitad de la cabeza. La
puerta abierta, pedazos de sesos con pelo y huesos pegados al tapiz blanco
del techo de la cabina. Sangre por todas partes, el parabrisas totalmente
deshecho. Marcas de sangre pintadas con las manos del conductor sobre la
puerta antes de morir.
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voluntario eran muy personales, cada quien sabía su rollo, pero para muchos,
creo que la mayoría, era porque no tenían otra opción. Al terminar el instituto
no había más alternativa, pues para ingresar a la universidad o conseguir un
trabajo era requisito de ley haber cumplido el Servicio Militar. Estaba prohibido
para los varones salir del país a partir de los doce años de edad. Así que no
había más remedio que meterse al Ejército y cumplir de una buena vez con la
ley o estar dispuesto a pasarse la vida escondido por la familia, huyendo, como
hicieron muchos jóvenes en esa época que no lograron alcanzar el exilio,
alternativa ésta última, que tampoco fue fácil de llevar para más de quinientos
mil nicaragüenses.
Casi en horas de la noche llegaron unos camiones del batallón con algunos
refuerzos y para trasladar a la quinta compañía hasta donde estaba el puesto
de mando, a unos diez kilómetros al sur. Los de la quinta se treparon a los
vehículos gritando bravuconadas, exaltando la moral, injuriando vulgarmente al
enemigo, mientras los despedíamos con gestos manuales de camaradería.
Nos tocó empacar en plástico negro los cadáveres y montarlos en otro camión
para mandarlos al puesto de mando. No encontramos cadáveres del enemigo,
sólo rastros de sangre. Eran hábiles cargando y escondiendo sus muertos, lo
hacían para que no fuesen utilizados como propaganda por el Ejército, cada
vez que podían se los llevaban. De nuestro lado tampoco hubo bajas, los
únicos muertos de ese día fueron civiles.
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orgulloso que estaba de nosotros por haber corrido la distancia y luego llegar y
combatir, como lo debe hacer un soldado entrenado. Speedy Gonzales fue el
apodo que alguien le puso una vez y así se quedó para siempre. Nadie lo llamó
más por su nombre, sólo teniente delante de él, o Speedy a sus espaldas,
porque si te oía decirle así, era capaz de ponerte a redoblar guardias en la
noche. Era medio loco, indio chirizo de Masaya, chaparro, morenito. El apodo
estaba bien puesto, realmente se parecía al personaje. Malo, mala gente el tal
Speedy. Había llegado a subteniente a punta de sudor y pólvora, porque no
tenía escolaridad, apenas había llegado a segundo de primaria y el Ejército era
su casa, su hogar, su familia. De extracción humilde, como la mayoría de los
soldados. Ahí no había ricos, unos cuantos éramos de la clase media, pero de
la clase alta nadie, esos nunca van a las guerras. La mayoría de los soldados
eran de la clase baja, pobres: obreros, albañiles, carpinteros, campesinos,
agricultores, mecánicos, vagos sin oficio ni beneficio, estudiantes de
secundaria, pandilleros, marihuaneros, de todo. La mayoría entre diecisiete y
veinte años.
No quise pensar demasiado en los muertos de esa tarde, sólo medité un poco
sobre ellos y sus familias, sobre los hijos de la mujer gorda, que le calculé unos
cuarenta y cinco años. Qué forma más idiota de morirse: acribillado por error y
sin tener nada que ver con el conflicto. Pero el muerto, muerto está y ya se
terminó su sufrimiento, solía decir mi madre, los que quedan aquí son los que
sufren, las familias, los deudos.
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UN ESPEJO INGRATO
A la luz del alba observé con detenimiento al preso, que lucía peor que
nosotros. Su físico evidenciaba meses de dura campaña en el monte: flaco
hasta los huesos, pelambre piojosa, dentadura podrida, manos verrugosas, piel
pañosa con palidez anémica, uniforme y botas desgastados. Su aspecto de
náufrago sugería que no era de los Salazares (Comando Regional Jorge
Salazar). Probablemente pertenecía a algún pequeño grupo independiente.
Ahí, frente a mí, tenía un espejo ingrato que me mostró en silencio que salvo
las circunstancias, no había mayor diferencia entre nosotros. Él, Contra, y yo,
Cachorro, ambos intentando matarnos como perros mientras nuestros amos
estaban en sus casas desayunando a cuerpo de rey. Pobres miserables
peleando una guerra ajena para mantener el status quo de quienes nos
enviaron ahí.
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Nos fuimos un rato al parque central del pueblo. Compramos pan dulce y fresco
de chicha en una pulpería que había enfrente y nos sentamos a degustar,
lanzando piropos irreverentes a las chavalas que pasaban. Los más
ingeniosos, la mayoría lamentablemente groseros, los decían el chofer del
camión y su ayudante, que desde la cabina no dejaban que se les pasara ni
una fémina.
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Nos bebimos como tres bolsas de chicha cada uno, andábamos realitos, nos
habían pagado unos días atrás, así que aprovechamos para darnos un
pequeño lujo.
En una banca del parque, en silencio, disfrutábamos del momento los hombres
de mi escuadra: el Chele, el Trompudo, Calixto, Salgado, el Kaibil el Pelón,
Chema, el Sani y yo. El sanitario se reía solo, feliz, los ojos le brillaban como
venado lampareado, mientras escurría la bolsa de chicha succionando como
ternero moto. Nos ofrecíamos fraternalmente las reposterías, con la
camaradería propia de los soldados en tiempos de guerra, que es cuando en
un hombre afloran lo mejor y lo peor de su naturaleza.
Estuvimos como dos horas ahí antes de volver a nuestra unidad, sin hacer
nada, sólo mirando a la gente pasar. Estábamos en un pueblo, en una ciudad,
era una sensación agradable.
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Han pasado demasiados años desde la lluviosa mañana que llegamos a San
José de la Vega y quizás en los más hondo de mi mente, algún mecanismo de
autodefensa no permite evocar más allá del subconsciente.
pasaba por encima de los capós de los vehículos, regalándole a mis ojos un
espectáculo maravilloso con la exuberante vegetación de sus márgenes. El
camino se adentraba en la profundidad del territorio montañoso del país.
Conforme avanzábamos, íbamos encontrando restos de material de guerra
destruidos en acción, que empezaban a ser devorados por la implacable
vegetación que invadía sin piedad las fincas abandonadas por las familias que
huían del conflicto.
Explorando la parte norte del poblado, entré a una casa que estaba quemada
hasta los cimientos, con las llamas extintas, pero aún humeante. Lo único que
quedaba en pie era el horcón central, carbonizado, mostrando como macabro
trofeo de guerra, una aleta estabilizadora de RPG-7 empotrada hasta su
corazón. Una muñeca de plástico quemada, derretida, con la cabecita intacta
yacía en el suelo entre las cenizas de ropas pobres. Restos de ollas y trastos
de cocina. Tragué saliva y continué paso a paso, metro a metro, extremando
precauciones.
Caminé hasta un pozo tirador ubicado en una de las trincheras a unos cuantos
metros de la casa quemada. Dentro encontré el cadáver de un miliciano,
acurrucado en posición fetal, mostrando el frío que sintió al morir, descalzo y
sin arma, con cientos de moscas dándose un festín sobre la sangre coagulada
y las secreciones de sus orificios corporales. Cientos de casquillos de bala de
fusil AK dentro y fuera del pozo. Murió combatiendo. Era evidente que su fusil y
equipo habían sido recuperados. Continué caminando por fuera de la zanja de
comunicación de la trinchera, inspeccionando los pozos tiradores. Casquillos
de lanza granadas M-79 vacíos por todas partes. Otro muerto, boca abajo,
doblado sobre los sacos de arena de la trinchera, descalzo y sin fusil.
La gente seguía sentada en la hierba del centro del poblado. Mujeres llorando,
niños semidesnudos derramando lágrimas, con las naricitas mocosas,
temblando, tiritando de frío y de miedo, la mayoría no pasaba los cinco años.
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Casi al final de la trinchera norte entré en otra casa que estaba en pie, pero
perforada a balazos desde el techo hasta el suelo, ametrallada por completo.
Lleno de ira y poseso por el odio, entré a la humilde vivienda. No había nadie,
como era de esperar. En el centro de la sala colgaba oscilante una pequeña
hamaca de nylon adaptada para bebé empapada de sangre y perforada de
bala. Me acerqué: no había cuerpo, abajo un charco de sangre, la huella
macabra del asesinato de un recién nacido.
Las mujeres son muy fuertes. Todos los hombres nos apoyamos en ellas
siempre: madres, esposas, novias, amantes, hermanas, hijas. Esa mañana,
aquellas comarcanas llenas de dolor, de sufrimiento, de amargura, de
impotencia y resignación, con las lágrimas agotadas, con sus pies campesinos
descalzos, con sus hijos desnudos, con hambre, con frío, llorando su tristeza
infantil, y algunas con los maridos muertos, sacaron fuerzas para ponerse a
trabajar y darle de comer a su prole. Un grupo de ellas improvisó una cocina,
encendiendo fuego en una champa que se instaló bajo un árbol. Prepararon la
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comida para todos con los víveres que les dimos, que eran latas de sardinas,
carne enlatada, arroz, frijoles, pinolillo, leche en polvo. Hay que tener mucha
fortaleza de espíritu para actuar de esa manera tan pragmática.
La lluvia empezó a ceder el paso poco a poco a una ligera brisa, pero el cielo
se mantuvo gris el resto de la mañana.
Nos fuimos de ahí a media tarde, tan rápido como llegamos. Avanzamos hasta
llegar a un río ancho, grande, que lucía imponente y gallardo sus aguas
violentas. A la orilla había una pulpería rústica. Ahí descansamos. Tomar un
refresco de cola, comer una pieza de bollería, dar la calada de rigor al cigarrillo
de alguien. Le di gracias a Dios por otro día mientras el poder hipnótico del río
atraía hacia él mi mirada.
Nunca más regresé por esos rumbos y creo que nunca lo haré. Prefiero que se
quede en mi mente, en algún lugar de la memoria, y hasta que ella me permita
evocar los recuerdos grabados de sus gentes, sus paisajes, sus campos y sus
montañas.
Tal vez alguna de esas personas aún siga ahí. Los fantasmas no, por
supuesto, pues sospecho que algunos, quizás, permanecen conmigo, o me
visitan de vez en cuando por las noches.
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HURACÁN JOAN
Hay que reconocer que el Gobierno cumplió con su deber, como debe ser. Se
tomaron todas las medidas necesarias para evitar la mayor cantidad de
muertes posibles y se preparó la logística requerida.
Llegamos a la galera y rompimos los candados con las culatas de los fusiles.
Aquello fue como encontrar el paraíso: había pan dulce en abundancia.
Inmediatamente llenamos los costales requeridos para la misión «recupere de
pan» con todo lo que encontramos. Por supuesto que durante el operativo cada
cuál aliñó su mochila lo mejor que pudo, y cuando no cabía más, nos metimos
el pan dentro de las camisas y las bolsas del pantalón. El pan que les llevamos
al teniente y a los otros oficiales era más que suficiente, así que no reclamaron
por las piezas que nos quedamos.
El huracán pasó por nuestra unidad, pero al estar tierra adentro nos sirvieron
de protección los árboles y las montañas, estos disminuyeron la fuerza del
Juana.
La ciudad de Bluefields quedó literalmente en ruinas. Sus casas,
mayoritariamente de madera, fueron arrasadas desde los cimientos por la
fuerza de los vientos. Su población estaba en la calle, en los pueblos vecinos,
durmiendo en las aceras sin nada, justo con lo que pudieron cargar.
Al amanecer fuimos enviados al lugar del desastre. Lo primero fue cargar más
de treinta camiones con tiendas de campañas y vituallas para la población civil.
Apenas se nos dio tiempo de preparar el equipo y las mochilas. Todos los
hombres disponibles fuimos destacados para la tarea. La caravana de
camiones militares con tropas era interminable, más de sesenta camiones con
soldados y equipos viajábamos hacia El Rama para ayudar a la población, y
apoyar a nuestras fuerzas que estaban en el sitio.
Viajamos durante varias horas en los camiones bajo la llovizna que aún caía.
Era una misión extraña, el objetivo principal era humanitario, pero se nos
repartieron municiones y granadas.
Por la tarde llegamos a Muelle de los Bueyes, un pequeño pueblo sobre la
carretera a El Rama. Ahí pasamos la primera noche. Llovía a cántaros,
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Se instaló la cocina en uno de los silos de lo que antes fue el INCEI (Instituto
Nacional de Comercio Exterior e Interior) y que los sandinistas rebautizaron con
el nombre de ENABAS (Empresa Nacional de Alimentos Básicos). Abrieron el
metal del enorme silo (que estaba vacío) con un soplete de acetileno. Las
cocineras prepararon café y gallopinto para todos. Éramos más de seiscientos
hombres de varias unidades fusionadas y revueltas. Era de noche, y fuimos
pasando a la cocina en fila. No había platos ni bandejas para comer y no
andaba pana. Recogí del suelo un pedazo de lámina Nicalit de los restos
esparcidos del techo para usarlo como plato. Lo enjuagué en un chorro de
agua de lluvia que caía por un canal.
El gallopinto estaba sabroso, bien hecho, las cocineras se lucieron esa noche.
El café que me sirvieron en la taza de la cantimplora estaba aguado, pero era
abundante y bajo esas circunstancias lo que importa es la cantidad. Luego
cada quien buscó cómo montar su champa.
Caminando entre los soldados vi a dos mujeres civiles jóvenes que reconocí de
inmediato y ellas a mí. Eran dos chavalas de Juigalpa cuyos nombres omitiré
en este relato. Eran las típicas chavalas que no fallaban en las discotecas, no
estudiaban, no trabajaban, las mantenían sus padres, pero vestían siempre a la
moda y se fumaban su pito de marihuana con regularidad. Una de ellas era
amiga mía, «bróder» como se dice, hija de un finquero adinerado. Andaba con
una su cuate en un bacanal en El Rama y ahí las agarró el huracán. Ahí
estaban viviendo una de sus tantas aventuras atrapadas por el Juana.
Les dimos raciones enlatadas para comer, y las invitamos a acurrucarse con
nosotros en un camión. No se trataba de ninguna proposición indecorosa,
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En cuanto amaneció nos repartieron raciones frías, una por cabeza para tres
días. Cada ración consistía en dos latas de cerdo con papas, una de pollo a la
jardinera, tres bolsitas de pinolillo con azúcar y cuatro cachitos de pan tostado,
todo ello empacado en una bolsa sellada de plástico. En el alboroto del reparto
salí ganando una más, que de inmediato guardé en la mochila. El sol no salía,
la llovizna seguía mojándonos. Las chicas consiguieron transporte en un
camión militar y se fueron tirando besos a todo el mundo entre piropos
irreverentes.
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Esa gente estaba durmiendo en la calle, mojada, con los hijos durmiendo en el
suelo, pasando frío y se negaron a recibir la ayuda porque se la ofrecíamos
nosotros, los piricuacos, como nos llamaban peyorativamente. Prefirieron
padecer la intemperie antes que aceptar la ayuda del EPS. Los mandé comer
mierda, recogimos y nos fuimos de regreso. Ordené a los soldados que me
alcanzaran en el puente, quería despedirme del teniente.
Creía que había visto suficiente orgullo con la gente que no aceptó las tiendas,
pero ¡qué va!, en el puente observé cómo unos negros tiraban al río un enorme
perol repleto de frijoles cocidos que les había dado el teniente. Un negro joven,
en zapatos tenis de marca, en bermudas de la NBA a juego con la camisola,
todo enjoyado y con un caminado de hip hop, me dijo en mal español:
«Nosotros no comemos esa mierda… para eso tenemos dólares, frijoles coman
ustedes». Al escucharlo se me salió «el guardia» y no me aguanté:
«ENTONCES ¡HIJO DE LA GRAN PUTA NEGRO! —Le ladré indignado—.
ANDÁ HARTATE CIEN BARRILES DE MIERDA HIJO DE LA GRAN PUTA
CREÍDO… Y MEJOR ANDATE A LA VERGA ANTES QUE TE TURQUEE Y
TE META PRESO».
Esa noche recordé que en ese pueblo vivían el Ratón y la China, su novia, y
que el papá de ella tenía una venta. La China, su hermana y yo, habíamos sido
compañeros en el colegio San Francisco y el Ratón era de mi barrio.
Caminé por las calles lodosas y oscuras de aquel pequeño pueblo con la lluvia
cayendo sobre mí. Observé a la gente de Bluefields durmiendo en las aceras,
bajo los aleros. Calmé el hambre con una lata de sardinas, fiel compañera del
soldado.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Avanzamos sobre la carretera. El jefe se bajó del jeep, me señaló una casa que
se veía a la distancia y me ordenó que sacara a la gente. Me llevé dos
escuadras, la primera la mandé adelante y yo atrás con la segunda.
Avanzamos como seiscientos metros desde la carretera hasta la casa. El agua,
a la rodilla al principio, empezaba a subir de nivel, el río seguía creciendo. Al
acercarnos a la vivienda, di la orden a la primera escuadra para que se
desplegara. Rodeamos la casa, que no era más que un ranchito pobre, hecho
de caña brava y techo de palma, con una sola estancia que servía para todo, a
un lado había una pequeña cocina con su fogón y un molendero.
Los soldados salieron con un chavalo cada uno, la madre llevaba al bebé en un
brazo y un motetito en el otro, iba asustada la pobre. El marido caminaba a
regañadientes, despacio, hasta que le volví a hincar las costillas con la
bayoneta entendió.
Más allá, otros soldados llevaban a más gente hasta los camiones. En ese
lugar evacuamos a varias familias. El jefe esperaba a la orilla del camino:
—¿Qué pasó?
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La lluvia cedía poco a poco, la cosa iba mejorando. Esa noche hice mi champa
a la par de un teniente primero veterano. Él tendría quizá cuarenta años.
Canoso, bigote de brocha amarillo de nicotina, tez rugosa maltratada por la
vida. Comenzamos a platicar de mujeres, para variar.
Durante más de una hora hizo un monólogo lleno de sabios consejos de cómo
mantener contentas sexualmente a las mujeres. No paraba de hablar
aconsejándome como si fuera su hijo. Entre cigarro y cigarro, ahondó en
técnicas amatorias que describió con lujo de detalles, haciendo alarde de un
profundo conocimiento de la anatomía femenina. Me explicó además, la
aplicación de las tácticas militares a las relaciones con las mujeres: emboscada
y contra emboscada, maniobras de flanqueo, preparación artillera, movilidad y
sorpresa, pero sobre todo «golpear y correr». Hasta se aventuró a incursionar
en la oscura frontera de la psicología femenina.
Un día, llegamos a La Batea, otro pequeño poblado de esa zona. Ahí se nos
ordenó cubrir la vía para garantizar la seguridad de la carretera, porque iba a
pasar el presidente don Daniel con su comitiva. Nos tendimos sobre los cerros
más de mil doscientos hombres para esa labor.
Yo estaba sentado sobre una piedra con el AK en las piernas cuando él pasó:
más de treinta camionetas de lujo y más de veinte jeeps Renegados CJ-7
pasaron con el Presidente y sus allegados. Además, no menos de diez
vehículos de periodistas y camarógrafos para cubrir la noticia. Ahí estuvimos
varias horas hasta que el presidente y su séquito pasaron de regreso rumbo a
la capital. Yo estaba mojado, con hambre, con frío y pensé para mí que
estábamos ahí de pendejos. Se despliegan cientos de tropas para cuidar la
vida de un hombre que llega a la zona sólo a chupar cámara, para salir en los
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
En los meses siguientes sucedieron muchas otras cosas que cambiaron para
siempre mi forma de ver la política y sobre todo, perdí el poco respeto que les
tenía a los «dirigentes».
Los días fueron pasando y las aguas retrocediendo. El sol tropical salió por fin,
y el clima alternaba entre días soleados, seminublados y lluviosos. Pero el
trabajo no paraba en la zona de desastre.
Uno de tantos días, durante las idas y venidas, en La Gateada, vimos a una
negra feísima pidiendo ride. El chofer dio un sobresalto de emoción cuando la
vio.
—¿Qué pasó? —le pregunté.
—¡Hermanito!… ¡Allí está la Paloemayo!
—¿Quién?
—¡La Paloemayo! ¡AHÍ ESTÁ LA CARRRRRNE! —me dijo en tono
libidinoso con cara de concupiscencia.
El chofer insistió para que me quedara, pero esos cuadros son muy
desagradables y nunca me han gustado. Me marché en un jeep rumbo al
matadero.
excepción, oficiales, clases y soldados, nos metimos a las aguas del río Mico,
que pasan por ese poblado. Más de seiscientos hombres en traje de Adán nos
bañamos ahí quitándonos la mugre. Algunas muchachas del pueblo pasaban
por el puente haciéndose las disimuladas para ver el espectáculo.
Nos dimos un buen baño. ¡Qué rico! Jaboncito de olor de las marcas Lifebuoy
(la copia nacional) y Praga (más chapiollo, pero oloroso); desodorante en barra
marca Toque Final, que nosotros llamábamos «Toque Infernal» porque tenía
tanto alcohol que el sobaco te ardía y a veces hasta te sacaba las lágrimas, y
no te protegía nada. Era tan malo que con el calor se ponía blando y al
untártelo se te quedaba pegado en los pelos del sobaco. Otra marca de
desodorante que nos daban era Zodiac (en aerosol), fabricado en Europa del
Este. Ese tenía una fragancia agradable, pero era igual de malo que el
nacional, a las dos horas andabas hediondo a saíno. Para esos menesteres es
más efectivo el limón, sin duda.
Me vestí con todo nuevo: uniforme, calcetas, botas, y dejé tirado todo lo viejo,
que estaba tan hediondo que después de bañarme ni yo mismo aguantaba el
tufo. Es increíble la adaptación del olfato, cuando uno anda hediondo por varios
días no se siente, pero después de darte un baño sentís la patada en la nariz.
No fui el único que botó la ropa, en las orillas del río quedaron cientos de botas
viejas, uniformes sucios y malolientes, mochilas viejas, etc. Algunos civiles de
la zona hurgaban en nuestra basura buscando algo que les pudiera servir.
Al terminar la misión nos dieron unos días de permiso para que cada uno fuera
a su casa a ver qué había pasado con su familia, porque desde el inicio del
huracán, las líneas telefónicas no funcionaban y nadie sabía nada de su gente.
La misión del huracán Juana es una de las que el Ejército como institución y los
que estuvimos en ella, debemos sentirnos orgullosos de haber cumplido.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
20 DE MARZO
Sus hermanos mayores, aun siendo adultos, obedecían las órdenes y regaños
de doña Obdulia y don Lolo, sin chistar, con humildad devota. Tenía un cuñado
que solía caer borracho en la calle cada vez que bebía, que haciendo honor a
la verdad, no lo hacía tan seguido.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
El patio de esa casa era grande, estaba lleno de palos de jocote. Había un
enorme palo de níspero muy fructífero en unos de sus laterales. En una de las
esquinas del fondo se ubicaba la clásica letrina de cemento que tapaba sus
vergüenzas con una desvencijada caseta de madera construida en los tiempos
del pinol. La cocina campesina, separada del resto de la casa, estaba en un
bajareque permanentemente ahumado por el fogón de leña.
Lo bueno era que cuando a uno lo limpiaban, sólo había que recogerlos del
suelo y fabricar más. En aquellos tiempos aprovechábamos cualquier cosa
para jugar.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Yo tuve una que mi viejo me fabricó personalmente con la madera de una silla
vieja. Se tomó el trabajo de tornear el manubrio para hacerlo más bonito, era
muy maniobrable y, sobre todo, resistente. Cabíamos tres chavalos en ella y
aguantó el maltrato de mi infancia sin romperse nunca.
Roberto Yuca y yo hacíamos equipo. La mejor pista del pueblo eran las aceras
del parque Central. La vuelta empezaba en la esquina opuesta al Comando de
la GN, que después se convirtió en taller de mecánica del Ministerio del Interior
(MINT). Cogíamos impulso en la bajada frente a la casa de los Bendaña, donde
sólo bastaba un fuerte empujón y la gravedad hacía el resto. Alcanzábamos tal
velocidad, que si no brequeábamos a tiempo podíamos pasar de viaje en la
esquina de los bancos, donde había que hacer «una vuelta de policía» para
girar sin detenerse y aprovechar la inercia para llegar frente al Cuartel, donde
había que dar otro empujón para llegar hasta la esquina de la escuela José
Aníbal, luego girar y hacer toda la parte enfrente de Los Corredores (ahí había
que usar el motor de tripa), para terminar en la calle frente a Catedral y vuelta a
empezar. Así una y otra vez hasta empapar de sudor la ropa.
Eran frecuentes las carreras improvisadas de una vuelta al parque entre varios
equipos de patinetas. Tardes interminables de infancia lejana en el parque del
pueblo.
Luego llegó el tiempo del Servicio Militar Obligatorio, el cual cumplió cabal
como mandaba la ley. En esa época, todo varón con edades comprendidas
entre los diecisiete y cuarenta y dos años, era reclutado por el Ejército, que
llevaba varios años combatiendo a la guerrilla de la Fuerza Democrática
Nicaragüense (FDN), sin ningún éxito estratégico sólido en el plano militar. El
país completo se desangraba, sacrificado como peón de ajedrez en el tablero
de la Guerra Fría. Roberto se presentó a la citatoria como correspondía. Su
madre le dio un rosario de plástico para colgar al cuello, el cual nunca se quitó
en la vida.
Una semana antes del acto formal de desmovilización que solía hacer el
Ejército con marchas, bombos y platillos, a él y a otros treinta compañeros les
quitaron los fusiles, les dieron uniformes nuevos y los reconcentraron en una
base. Ahí debían permanecer ganduleando hasta el día del acto: 26 de marzo
de 1988.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
La noche del 20 de marzo, el jefe del Batallón ordenó que los rearmaran y
equiparan. Fueron enviados a una patrulla de reconocimiento a la zona de
Matayagual, a explorar un lugar donde según un chivatazo, estaban los
Contras. Por desgracia la información era correcta, cayeron en una
emboscada. De los treinta hombres de su pelotón mataron a dieciocho, todos
combatientes veteranos. El resto corrió en desbandada.
Un ataúd sencillo de madera acogió sus restos. Su familia no aceptó el que les
dio el Ejército. La madre quitó de encima del ataúd la bandera rojinegra y se las
tiró en la cara a los representantes del Partido que le llevaron al hijo muerto.
También les devolvió el ataúd. Fue velado con la bandera nacional, no porque
hubiese muerto «defendiendo la patria», como les gusta decir a los políticos,
sino por el simple hecho de ser nicaragüense.
Durante mucho tiempo guardé un odio resentido hacia la Contra por la muerte
de Roberto, pero la propia guerra me enseñó que el culpable de su muerte no
fue el soldado enemigo que lo mató en un acto de guerra, sino los políticos que
lo enviaron ahí para mantener su status quo.
En un rincón del panteón del pueblo que se asignó a los caídos en la guerra,
sobre una cruz de cemento se lee: Roberto A. Bravo Obando, 4 de febrero
1969 - 20 de marzo 1988.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
LA VISITA
Las visitas eran fantásticas. Los familiares de todos los soldados llegaban de
varios lugares del país para ver a los Cachorros. Llegaban madres, padres,
hermanos, hermanas, novias, esposas, mujeres, amantes, de todo. Llegaban
con todo tipo de comidas, bebidas, postres, cartas, encomiendas, razones y
toda clase de avituallamiento surtido y variado para su familiar. Eso era una
fiesta, un encuentro de abrazos, lágrimas de alegría, besos y júbilo de reunión
familiar.
Por lo general se hacían durante un fin de semana para que los familiares
pudiesen viajar. En la víspera de la visita se reconcentraba en determinado
lugar al batallón correspondiente, procurando en lo posible que el sitio prestara
las condiciones mínimas requeridas. Eso era bonito.
En una ocasión, nos reconcentraron en una base tres días antes de la fecha
que estaba programada para el arribo de los familiares. Todos estábamos
felices, caminábamos rumbo al lugar, alegres, gritando, riendo, contando
chistes y haciéndonos burla entre nosotros. El Sani andaba con la libido a flor
de piel, a esas alturas le costaba trabajo disimular la cara de depravado.
Soñaba despierto y en voz alta con su Negrita, y describía con lujo de detalles
obscenos, lo que le haría si la tuviera cerca.
Esa vez llegamos todos temprano al punto de reunión. Todas las unidades del
batallón reunidas. Miré gente de mi pueblo que andaba en las otras compañías.
Se encendieron fogatas, cocinábamos recetas especiales de cada uno, todos
mezclados entre amigos de otros grupos. Lavábamos la ropa, limpiábamos las
botas, remendábamos los uniformes, jugábamos naipes, etc. Nos daban de
comer las cocineras que estaban contentas y gozando con los piropos
irreverentes de los soldados, todo era emoción.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
pero no veo mujer… ¡Esto está jodido! (tiraba más cartas) … lo que veo… lo
que veo es ¡Un hombre!… es… ¡Es un cochón!
Las explosiones de risas se sucedían una tras otra con cada cliente. A cada
uno le inventaba cualquier tontería para tomarle el pelo.
Esa tarde, el Político del Batallón se apareció con balones de voleibol y dos
pares de guantes de boxeo. De inmediato, se improvisaron encuentros
pugilísticos en un campo abierto. Aquel desorden era divertido. La gritadera de
los soldados haciéndole barra cada quien a su favorito. Cada pelotón o
compañía tenía su campeón. Se seleccionaba el peso del retador «al ojo», así
a lo bruto. En esos alborotos nunca faltaba el clásico tipo salido de la nada que
toma las riendas del asunto y dirige a su modo el evento. El de ese día
anunciaba los combates a viva voz como si estuviera en el Madison Square
Garden: «¡Ahoraaaaa!… ¡Fulano de tal, alias “tal” de la compañía número tal,
versus fulano de tal alias “tal” de la compañía tal!».
Anunciaba los encuentros con emoción vibrante, con voz de locutor de radio.
Cada grupo apoyando a su peleador, el cual, sin camisa, era respaldado por
decenas de «seconds» que le daban instrucciones, técnicas, le masajeaban los
brazos y le mojaban el pelo. Aquello era un relajo. Cuando empezaba la pelea
los dos contrincantes se agarraban a golpes a la usanza callejera. ¡Qué técnica
ni qué nada! Se aventaban trompadas a lo bruto, yendo de un lado al otro del
campo que hacía de cuadrilátero con la manada de soldados gritones alrededor
de ellos silbando, insultando y apostando.
En una de esas, vimos al Kaibil sin camisa mientras le colocaban los guantes
con los que apenas podía. Estaba buscando pareja y ansioso por pelear.
—Aquí está este Chelito… ¡Busquémosle rifa! —dijo uno de los
«organizadores».
—¡Aquí está el Chaparro de la segunda compañía! —dijo otra voz,
mientras lanzaban al ruedo a un chiquitín negrito de la talla del Kaibil. En
segundos lo tenían sin camisa y con guantes. El presentador ceremonioso
anunció el combate con seriedad profesional entre gritos desenfrenados y
silbidos.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Por la noche nos proyectaron películas rusas de acción, que más bien eran
documentales de demostración de armas, donde ganaban siempre los rusos.
También vimos una película de Alemania RDA, me gustó, era una comedia
romántica. Lo mejor fue colarnos una noche a una de las tiendas de campaña
de los oficiales, que tenían una TV a colores y un Betamax. Ahí vimos Dirty
Dancing (que estaba de moda) y una donde Chuck Norris mataba como a cien
vietnamitas con cada ráfaga.
Llegó la visita. Aquel campo de hierba rasa se llenó de gente civil de todos los
colores. Fuertes abrazos interminables, besos, risas, llantos, besos de amor,
besos de pasión, besos de madres protectoras, de padres a hijos, de hermanas
a hermanos. Se abrieron paquetes de todo y con todo, se bebía de todo y se
comía de todo. Era una fiesta de manteles sobre la grama, de degustación a
boca llena, de las reposterías de la mama de la receta de la hermana, del
postre favorito, de refrescos de gas, de las caricias de la novia, la esposa o la
querida. Decenas de soldados acostados en la hierba con la cabeza en las
piernas de sus mujeres quienes les acariciaban el pelo mientras leían las cartas
de la abuela que no pudo acudir por los achaques de la vejez; ver las fotos de
los niños, los hermanos pequeños, los primos, de recibir calcetines nuevos de
mejor calidad, desodorantes (que se cambiaban después por comida), de
exquisiteces de la cocina de la mamá y de la abuela, que abundaban como
para repartir entre los compañeros y guardar en la mochila para uso futuro.
El danzar rítmico de las ramas de los árboles por el uso marital de las
hamacas, delataba amores de apremio en las suites nupciales (champas
discretas montadas con esmero). Y es que para esos menesteres cualquier
rincón urgente es útil. Algunos más habilidosos y mesurados, las armaron
directamente en el suelo. En todo caso, la mayoría de los amantes eran
completamente ignorados por el resto de nosotros en señal de respeto.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Una mujer joven, como de cuarenta años, buscaba por todas partes
preguntando a todos por su hijo a quien no logró encontrar. Era la madre de
Frijol. Llegó hasta nosotros por señas y referencias. Llamamos al COI quien
habló en privado con ella. Frijol había desertado varias semanas antes de la
visita y aún no había llegado a su casa. La mujer se desesperó. Llena de
angustia regaló lo que le llevaba al hijo y esperó impaciente el primer bus
destartalado que pasó por el camino para regresar en busca de su hijo. Nunca
supimos qué pasó con Frijol.
En las visitas siempre había algún soldado solitario. Aquel cuya familia no llegó
a verlo por cualquier motivo, el que no tuvo visita. El que se sienta triste en un
rincón, casi por llorar, viendo a los demás disfrutar contentos de sus seres
queridos, mientras él, sin nada ni nadie, con la soledad que muerde el alma y
brota en una lágrima huérfana de hombre-niño, lee con nostalgia el nombre de
mujer que grabó con navaja en la culata del fusil. Ese ser solitario que siente
pasar los momentos en silencio irreal, de brisa suave en el pelo, de pobreza
material, de cuerpo acostumbrado al maltrato que encapsula el alma frágil que
lleva su ser. Su mundo se desvanece. Su futuro se achica, su vida no vale
nada y no le pertenece. Siente el desamparo de la vida y la suerte, de lo que es
y no es. Su uniforme limpio, pero desgastado, sus botas limpias sin lustre que
sólo él nota, su mochila, sus manos en el arma. Ni siquiera puede soñar
despierto, hasta eso ha dejado de pertenecerle. Juventud robada. El submundo
desaparece cuando el padre, la madre o la hermana de cualquiera le tocan el
hombro para sacarlo del trance vacío e invitarle a comer con ellos sin
conocerle, familias adoptivas de ocasión, familias de cualquiera.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
La mamá del Kaibil era joven, bonita, blanca y chelita como él. Lucía el pelo
largo y suelto al viento, treinta y cinco años cuando mucho, veinte años mayor
que el hijo. Su único hijo. Lo capturaron en una de las redadas de
reclutamientos forzados a la salida del cine de Nueva Guinea. Cuando los
cazadores de esclavos hacían redadas de reclutamiento agarraban parejo, les
daba igual la edad o el tamaño, violaban descaradamente la Ley del Servicio
Militar que establecía los dieciocho años como edad para la conscripción,
amparados en la displicente complicidad del arrogante Partido de Gobierno.
La mamá del Kaibil lo avitualló de todo. Le llevó tanta comida que él ni siquiera
podía cargarla y tuvo que repartir entre nosotros. Durante la visita sólo faltó que
lo arrullara como bebé, y si no lo hizo fue porque a él le daba vergüenza tanto
arrumaco y además tenía que montar guardia. Fue víctima de nuestras bromas
pesadas alusivas al desmesurado atractivo sexual de su madre.
Por la tarde, el Capitán departió con nosotros en la fiesta improvisada con una
modesta disco móvil alimentada por un generador portátil, que fue llevada por
los políticos. Se puso música bailable para todos los gustos y se repartió la
cuota de cervezas. La pista de baile se ubicó en el terreno más plano
disponible. García (Trom) era un trompo bailando cumbias. Le pidió al
encargado de la música que le pusiera las cumbias y vallenatos más arranca
montes que tuviera a mano, de esas que suenan cuando el chinamo huele a
machete. Se cruzó el fusil en la espalda y se lanzó al ruedo donde nos dejó a
todos con la boca abierta. Se movía sabroso el jodido, en compañía de la dama
de rojo que no se quedaba atrás en esos talentos. Le animábamos palmeando
y coreando.
Eso fue suficiente para empezar la competencia de baile entre las compañías y
pelotones. En las cumbias chinameras nadie le ganó a Trom, nadie, era
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Por la noche, los que tenían mujeres que atender en cuestiones de amores,
fueron relevados de sus deberes por sus propios compañeros, que en gesto
solidario les cubrían de buena fe sus horas. Uno de ellos fue Trom quien no le
dio tregua a la hamaca con su dama de rojo siempre dispuesta. El Gato y el
Chele también recibieron la envidiable visita, así que los que no teníamos mujer
hicimos horas extras de guardia, que transcurrían en interminables charlas con
otro compañero sobre lo bonita que era la hermana de tal o cual soldado, de lo
afortunados que eran los que estaban con sus mujeres, de las justificadas
ausencias de las novias de cada uno, o de algún polvo de gallo imaginado,
echado o deseado, fortuito y furtivo con alguna chica familiar de alguno.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
MADRE DE CUALQUIERA
Existen fantasmas del pasado que nos persiguen. Espíritus buenos y malos
que habitan la memoria, y que regresan de vez en cuando para recordarnos
que se debe estar agradecido por la vida y la salud.
El monte es duro, sobre todo para quien no se ha criado en él. Para la gente de
la ciudad es difícil y la selva no perdona. Esa naturaleza magnífica y maléfica,
puede ser un ángel protector o cruel verdugo si no respetas sus normas. La
montaña te alimenta, te esconde y te da refugio. Sólo hay que aprender. Es
una gran escuela de colegiatura cara. Se puede pagar al contado o a plazos,
pero tarde o temprano te cobra.
La tarde avanzaba y el inclemente sol del trópico entraba por una ventana sin
cortinas cayendo directamente sobre mí. El techo seguía girando y la basca
seca no me daba tregua. El malestar general era tal, que me hizo ignorar por
completo los piquetes del millón de pulgas que vivían en el colchón. Empeoré
con diarrea. Con mucha dificultad y ayudado por dos sanitarios llegué hasta el
escusado que dejó oír en estéreo el chorro de agua a presión que arrojaba mi
intestino. Así estuve el resto de la tarde yendo y viniendo al escusado. Suero
tras suero y en el NPO (nada por vía oral) que el médico ordenó para nosotros.
Nos sacaron muestras de sangre, nos inyectaron ya no sé ni cuantas veces en
las nalgas. Todos estábamos en un estado calamitoso, pero el más perjudicado
era el Moreno que no cesaba de convulsionar.
Sentía una sed terrible, le pedía agua al sanitario quien llenaba mi cantimplora
con el agua de un barril que estaba en el patio, que recolectaba el agua de
lluvia que bajaba por un canal desde el techo. Bebía con avidez, pero
segundos después la devolvía por abajo y por arriba. El sanitario empezaba a
fastidiarse, pero no nos dejaba solos.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
con las célebres Amalac (cloroquina inyectable) intramusculares para todos los
enfermos y cloroquina en comprimidos para los no enfermos.
Lo ridículo del caso, era que los zancudos abundaban en el puesto médico, y el
barril de donde tomábamos agua era su condominio y sala de maternidad.
Todos sabemos que la malaria y el dengue son enfermedades vectoriales,
transmitidas por mosquitos. Pero no hubo mosquiteros ni fumigación.
El médico era un tipo frustrado, que no disimulaba su amargura por haber sido
reclutado a la fuerza. Todo su mal carácter lo descargaba sobre sus pacientes.
No se había graduado aún. En esa época reclutaban a todos los estudiantes de
medicina que hubieran aprobado el bloque de cirugía, que se cursaba en
cuarto año y los enviaban como médicos de batallón a las diferentes unidades
militares, con privilegios de oficial, eso sí, y con un salario envidiable. Pero ese
tipo parecía que desayunaba limones agrios todas las mañanas: repugnante,
malcriado, con una permanente expresión de enojo.
Las primeras cuarenta y ocho horas fueron de pesadilla. Suero tras suero en la
vena, en ambos brazos, levantándome más de diez veces por la noche al
escusado. Sólo me faltó echar las tripas por sus extremos. Me habían echado
agua encima para bajar la fiebre cualquier cantidad de veces, pero llevaba casi
una semana sin bañarme como se debe, pues habíamos estado en el monte en
misión y no habíamos tenido tiempo de nada cuando surgió el brote. Así que, a
esas alturas ya hedía a cueva de león. El uniforme era el mismo de los últimos
quince días y apestaba a diablo. El tufo a PACUSO era manifiesto. El colchón
polvoso, sin sábanas, ni cobija, ni almohada. Ni siquiera se tomaron la molestia
de sacudir el polvo. La fiebre me visitaba varias veces al día con su frío polar
hiriente, moliendo cada fibra del cuerpo. El estómago cerrado.
no tienen sirvienta! Dejó los platos sobre la mesa. Todos ignoramos la comida.
El vómito, la diarrea y la fiebre no nos daban tregua. Un ejército de moscas
empezó su festín sobre el despreciado alimento inmediatamente después que
la enfermera se marchara para encerrarse con el médico y seguir con sus
habituales juergas.
Cuando uno está enfermo, el estómago rechaza casi todo alimento, aun siendo
el de la propia casa, ya no hablemos del mal elaborado rancho militar de
higiene dudosa. La mujer llegaba todas las noches y se preocupaba por mí de
todo corazón.
Una noche le pregunté: ¿Por qué me ayudaba? ¿Por qué me daba de comer y
me cuidaba de esa manera siendo un completo desconocido? Lo que estaba
haciendo por mí no tenía cómo pagárselo, y a los militares nos movilizaban en
cualquier momento y probablemente no la volvería a ver.
Salí con él del puesto médico. Todos corrían. Las baterías de morteros
lanzaban granada tras granada. Los operadores de las Arañas (lanzagranadas
múltiples AGS17) corrían en dirección del tiroteo, buscando posición para abrir
fuego.
La segunda y la cuarta compañía repelían el ataque a una cooperativa vecina.
Ráfagas de trazadoras y bengalas iluminaban la oscuridad como mortales
fuegos de artificio. La noche retumbaba con el ensordecedor sonido de cientos
de fusiles escupiendo balas.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Al pasar cerca de las baterías de morteros el médico me vio. Esta vez me ladró
sus órdenes. Di la vuelta y en un descuido suyo me metí el dedo en la boca y
me provoqué el vómito. Cuando me vio no tuvo más remedio que ordenar que
regresara al puesto médico. No sospechó lo que hice, de haberse enterado me
hubiese mandado a echar preso sin dudarlo. Y es que la actitud de algunos
militares es ilógica, tan carente de sentido común que raya en lo absurdo. No
es porque hable de mí, pero ¿qué sentido tenía enviar a un hombre enfermo,
que no había comido en varios días, débil y convaleciente a combatir de
noche? ¡Una baja segura! Y yo no quería terminar siendo una «pérdida
aceptable».
Esa noche, la segunda compañía tuvo dos heridos. Uno de ellos de gravedad.
La cuarta compañía tuvo un herido: el sanitario de mi pelotón. Tenía quemada
la mitad derecha de la cara incluyendo el ojo. Los muchachos lo llevaron al
puesto médico con un apósito tapándole la lesión. El Sani, como le
llamábamos, estaba animado, no se desmoralizó o por lo menos lo disimuló
bien. Sonreía como siempre. Me acerqué a saludarlo. El Sani estaba contento
porque la lesión en el ojo significaba su baja definitiva del Ejército. Su guerra
había terminado. Le apreté la mano. En un breve instante, cuando nadie
observaba, se levantó el apósito del ojo y me lo mostró. La esclerótica y la
conjuntiva inundadas de sangre daban la impresión de que el ojo estaba
inservible. La piel de la órbita y el hemirostro estaban salpicados de ampollas
por las quemaduras de segundo grado. Me pidió que me acercara para
hablarme al oído. Me susurró: «Veo bien… el ojo está bien, veo claro… me
escuece, pero veo bien, le dije al médico que no veo nada, que sólo veo
chispas y luces… y me creyó… eso mismo voy a decir en el hospital… de ahí
nadie me saca hermano, ésta es la oportunidad de salir de esta mierda». Se
tapó el ojo y siguió actuando.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Acostados sobre dos típicas camillas militares de lona, estaban los cuerpos de
dos soldados muertos en la sala de emergencias. A uno le faltaba una pierna
desde la mitad del muslo, evidencia clara de amputación traumática por arma
de fuego de grueso calibre. El otro tenía el cuerpo perforado a balazos con
quemaduras en el abdomen y restos chamuscados de lo que fue su camisa.
Ambos rostros de soldados adolescentes con la palidez cadavérica de la
muerte reciente. Mis botas resbalaron sobre el suelo encharcado de sangre y
empedrado de coágulos.
Ese hombre estaba harto de toda esa desgracia y miseria, pero al contrario que
su colega, el médico de mi batallón, su tono de voz era amable, pausado, como
pidiendo comprensión.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Un domingo cogí el Jeep CJ7 de mi padre y me fui rumbo a una de las zonas
más selváticas del país. Reconocí los lugares. Con decepción y tristeza vi lo
que antes fue montaña y ahora no son más que despalados potreros para el
ganado. No sabía si las ganas de llorar que me asaltaban eran por los amargos
recuerdos de mi juventud o por ver la indiscriminada deforestación de la selva
tropical.
Yo sabía dónde estaba la casa de ella, pero los años no pasan en balde. Me
tomó más de una hora de idas y venidas sobre el mismo tramo del camino
hasta que logré dar con el lugar. Caminé hasta una casa de ladrillos nueva y
mucho más grande que la que yo evocaba. De la humilde vivienda de mis
recuerdos sólo quedaban escombros.
Una jauría de canes famélicos más ruidosos que agresivos salió a recibirme.
Una mujer joven estaba en la puerta. La saludé y le conté el objeto de mi visita.
Por las señas que le di recordó a la señora, quien precisamente les había
vendido la propiedad después de la guerra. Me dijo que había muerto en un
accidente de tráfico un par de años después de finalizado el conflicto. Le
pregunté si el hijo de aquella mujer había sobrevivido, pero la chica lo ignoraba.
Me contó que un yerno de la señora había caído en combate, pero del hijo no
sabía nada.
Durante varios segundos me quedé mudo, sin saber qué decir ni qué pensar.
Con pena y confusión. Luego conversé con ella unos minutos. Me despedí y le
di las gracias por la información y por su tiempo.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Hoy veo hacia el pasado, y recuerdo a la madre del soldado, como lo era su
hijo y como lo fui yo. Madre protectora del adolescente solo, hijo de cualquier
familia, de otra mujer como ella. Fue madre de cualquiera y nunca pude darle
las gracias.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
ASCENSO
Mis días de soldado estaban por cambiar. La suerte llamó a mis oídos una
tarde que escuché a los jefes de pelotón y al COI hablar de materialismo
dialéctico. La Sección Política les había mandado a todos ellos, unos folletos
de adoctrinamiento que debían estudiar como preparación para el examen
donde optarían a ser «Candidatos a Miembros del Partido», considerado el
máximo honor para los sandinistas en aquella época. Pobres ilusos. La verdad
es que fuimos un montón de tontos útiles que nos dejamos dar atol con el
dedo. Muchos arriesgaron la vida (muchos la perdieron) y sacrificaron la
juventud para obtener ridículos broches de lata o plástico que los acreditaban
como «miembros de la Juventud» o «miembros del Partido». Gracia a Dios mi
estupidez no llegó a esos extremos porque nunca he pertenecido a
organización política alguna.
Los pobres no sabían ni por dónde empezar. La mayoría de los oficiales del
EPS en ese tiempo tenían baja escolaridad, eran soldados permanentes,
oficiales empíricos que ascendían en grados por sus acciones más que por su
cultura. Ninguno de ellos a excepción de Silvio pasaba de tercero de primaria.
Era temprano, el sol aún brillaba en lo alto y esa tarde el COI decidió parar la
marcha y repasar con sus compañeros la información recibida del Partido.
Estaban más perdidos que perro en procesión tratando de descifrar a Marx, las
bases del capital y las leyes de la dialéctica. Me llamaron.
El COI con toda humildad me preguntó que si yo sabía de eso. Le dije que sí. Y
es que en el bachillerato estudiábamos sociología y economía política como
asignaturas curriculares, y en ellas estaban contenidas unidades de estudio de
los diferentes métodos y procesos sociales de producción. Además, era buen
alumno. Por otra parte, mi hermano mayor había leído El Capital y a su modo
me lo explicó, así que aquello fue una oportunidad de oro. Tomé el folleto para
ojearlo. El material era básico: las leyes de la dialéctica, los procesos sociales
de producción y las diferencias entre el capitalismo y el socialismo, el
imperialismo y el comunismo, etc.
El COI me llamó con ellos para que les siguiera hablando de Marx y de Lenin.
De ahí en adelante la vida se me hizo más tranquila, ya tenía cargo de oficial y
me llamaban a reuniones con bastante frecuencia al puesto de mando del
batallón. Me dieron una agenda secreta, que no era más que una agenda
normal, pero con un hilo grueso atravesado en las hojas de lado a lado, con
sellos de seguridad en los extremos, de manera que si se arrancaba una hoja
el hilo rompía el sello. Esa agenda debía devolverse al Ejército una vez usada.
Cómo cambian las cosas cuando uno ya no es un simple soldado raso, cuando
ya comes con los oficiales, los jefes te consultan decisiones, te ofrecen cigarros
y te ven de otra manera. Esa fue una lección importante en mi vida, «a cómo te
ven te tratan», decía mi abuela, y tenía toda la razón del mundo. También
aprendí en aquel momento que entre más nivel de escolaridad se tenga, las
probabilidades de mejorar tu vida aumentan considerablemente.
Alguno que otro se tomaban el trabajo en serio, los que eran revolucionarios
románticos, «los agarra vara» como decíamos coloquialmente, pero la mayoría
estábamos ahí por venturosos azares del destino.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Era víspera de navidad y se nos autorizó para salir en el primer medio de pase.
Se le llamaba medio, porque la mitad del personal salía de permiso para
navidad y la otra mitad para fin de año y año nuevo. No me cambié el uniforme
de campaña. Llegué a mi casa como andaba con equipo y arma. Me bajé del
taxi. Mi mama en cuanto vio el vehículo salió a la calle para recibirme con mil
abrazos y cien besos. Me abrazaba con fuerza y me decía: «¡Mi muchachito!».
Mi papa también estaba en casa y me recibió con alegría.
contaminado. La memoria con más recuerdos de los que quería, recuerdos que
hoy saltan de mi cabeza a mayor velocidad que la que tienen mis dedos para
escribirlos. Nunca más he vuelto a ser el mismo desde entonces, desde que
me puse por primera vez el uniforme y empuñé un fusil.
Ese diciembre fue bueno para mi familia y para mí. En la mesa se sirvió la
tradicional gallina navideña con relleno, pan hecho en horno de leña de la
panadería del barrio, whisky que mi viejo conseguía de contrabando y
mantenía siempre para ocasiones especiales, arroz con leche, en fin, la cena
navideña del hogar.
Año nuevo 1989. El combate tardó aproximadamente una hora. Fue una
emboscada en el monte cerca de la colonia La Fonseca, municipio de Nueva
Guinea. La Contra los sorprendió. Los chavalos se pararon con garra, pero al
final fueron masacrados. Un teniente de la oficina de O y M le pasó una hoja de
papel a uno de los secretarios diciéndole: «dale de baja a estos, sácalos de la
nómina». El secretario puso sobre el escritorio la hoja donde se leía:
Hasta ahí llegaron sus vidas, su sangre y sus sueños. Sobre el buró de un
miembro del Partido, en la estadística, en una página cuadriculada donde se
anotan los vivos y los muertos. Los nombres no importan, sólo las cifras.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
EL BUS
La 5.a Región Militar del EPS tenía el tamaño y la fuerza de una división ligera
de infantería, entre diez y doce mil hombres aproximadamente, repartidos en
seis Brigadas de Infantería (BI) y seis Batallones de Lucha Irregular (BLI),
distribuidos por todas las zonas de combate, apoyados por una flota completa
de helicópteros artillados, un hospital militar y varios batallones de artillería
pesada.
El centro neural de toda esa logística estaba ubicado en la base militar llamada
Las Colinas, en las afueras de Juigalpa. Era un enorme complejo castrense
que alojaba todas las oficinas, almacenes, depósitos y talleres necesarios para
mantener el flujo constante de suministros que demandaban todas las unidades
de combate veinticuatro horas al día. En Las Colinas se ubicaban también la
base principal de la Fuerza Aérea, el Estado Mayor y el Puesto de Mando de la
Región Militar.
En todas las oficinas y barracas en Las Colinas, existían aseos con inodoro y
ducha. El problema era la escasez de agua, la cual llegaba sólo dos veces por
semana y había que almacenarla en barriles para los usos varios de aseo del
personal y limpieza de las instalaciones. El agua era y sigue siendo
paradójicamente, un bien escaso y valioso. En verano, la situación empeoraba.
Una mañana, a un lado del camino que iba hacia el helipuerto, a mano
izquierda, a unos doscientos metros de unos bloques de oficinas, una
retroexcavadora del Cuerpo de Ingenieros cavó un gigantesco agujero, de unos
doce metros de largo, por unos cuatro o cinco de ancho y como mínimo tres de
profundidad. Una cuadrilla de Campamento y Vivienda construyó en una
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
mañana, encima del agujero, una caseta de madera rústica y techo de zinc: era
una letrina colectiva, pensada para paliar el problema.
Por dentro tenía una serie de rústicas letrinas de cemento, colocadas una al
lado de la otra, sin separación alguna, organizadas en tres filas de diez.
Inmediatamente fue bautizada como el Bus. Un tabique de madera dividía al
Bus en dos secciones: una para mujeres, más pequeña y otra para varones,
más grande. En los primeros días de servicio del Bus, las chicas tapizaron con
periódicos las rendijas de su lado del biombo, para evitar los desagradables
espionajes morbosos de los varones. Se suponía que el Bus era para todos por
igual, pero terminó siendo usado casi en exclusividad por los suboficiales y
soldados del Servicio Militar Obligatorio, pues los oficiales permanentes se
reservaban para sí el privilegio de defecar en inodoro, resguardando
celosamente ese «plus», bajo llave y candado.
En poco tiempo, el Bus se convirtió en algo más que una simple letrina. Era un
sitio en el que, por la concurrencia de soldadesca variopinta y la ausencia de
oficiales permanentes, se prestaba como el único lugar seguro para hablar y
opinar sin tapujos sobre la coyuntura, usando nuestro lenguaje normal alejado
de la retórica revolucionaria. En el Bus se fumaba, leíamos ejemplares de los
diarios oficiales: Barricada y El Nuevo Diario, que se amontonaban tirados por
el suelo, pues por lo general, sólo servían para limpiarse el cheto. Las fotos de
los comandantes de la revolución eran las más cotizadas para afinar la puntería
y ensuciarlas durante la limpieza de tan íntimo agujero corporal. El semanario
La Semana Cómica era más respetado por su indudable calidad artística y
además porque el propio Roger Sánchez (su director) fue censurado varias
veces acusado de irrespetuoso por la Dirección de Medios de Comunicación. El
Bus era un sitio donde se desahogaban las frustraciones de una generación
que fue abusada por el gobierno de la época.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Desde la vida civil, estas anécdotas pueden verse de mala manera, pero la
digestión y sus productos son una parte importante en la vida de un soldado,
de hecho, el noventa por ciento de su léxico proviene de ahí. Los jóvenes
civiles en tiempos de paz se reúnen en bares, terrazas o cafeterías para
departir. Nosotros, jóvenes soldados, en aquellos años no podíamos hacer eso,
pero en Las Colinas teníamos el Bus.
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que no tuvo más remedio que ir al Bus. La versión oficial fue que al ver las
condiciones ordenó las fumigaciones quincenales para mantener aseado el
local, pero la verdad oculta es que al parecer una cucaracha le tocó el cheto
con los bigotes desde adentro del hoyo de la letrina, provocando el exabrupto
de aquel teniente primero que salió disgustado lanzado improperios. Sea como
fuere, a partir de esa visita el Bus se fumigaba a conciencia cada quince días.
También era fregado semanalmente por los soldados sancionados por alguna
indisciplina.
Ir al Bus a la hora pico era todo un ritual: uno cogía un periódico, se lo metía
bajo el sobaco, se aseguraba de llevar cigarros, fósforos y se dirigía al destino.
Algunos más refinados, amantes de la buena vida, se habían procurado aros
de inodoro para estar más cómodos y no poner las nalgas en el cemento
pelado. Por el camino nos íbamos encontrando con los camaradas y empezaba
la tertulia con las novedades y chismes de cuartel. Algunos llevaban naipes
para echarse un desmoche mientras hacían de vientre. Yo procuraba llevar
casi siempre un insecticida en espray para fumigar bien el hoyo antes de
sentarme, porque se siente feo que una cucaracha te toque el chispero con las
antenas.
La profundidad del hoyo fue bien calculada por los ingenieros militares (¡faltaría
más!) pues pese a la elevada demanda y uso, tardó meses en llenarse hasta la
mitad. Lo sé porque había un jodido de la Sección de Operaciones (creo que
era analista de mapas) que era aficionado a la física y uno de sus hobbies era
calcular la profundidad midiendo el tiempo de la caída de la ñaña, cuyo impacto
contra el fondo se oía bien por el eco. Usaba un cronómetro digital para sus
mediciones. Yo creo que ese jodido hasta la estadística hacía. Era común verlo
en silencio tomando notas de sus cálculos tranquilamente antes de ponerse
con el crucigrama y el cigarrito de rigor. El Bus era para relajarse.
No me quedé mucho tiempo en esa unidad, sólo unos meses, hasta que mi
capitán se hartó de mis reiteradas indisciplinas y me transfirió a un batallón de
combate.
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LOS CENICIENTOS
Una vez que los conscriptos eran encerrados en los Centros de Acopio, sólo
podían librarse del SMP si eran calificados como No Aptos, o echando mano de
alguna palanca política o militar.
Durante las revisiones médicas, algunos recién reclutados inventaban todo tipo
de padecimientos y síntomas, en infructuosos intentos de librarse.
Entraba otro.
Pasaba otro.
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Algunos se hacían pasar por locos ejecutando con mal actuada exageración,
descabelladas excentricidades, mamarrachadas y disparates intentando
parecer enajenados mentales. Sin éxito, naturalmente. Los médicos militares
eran totalmente inmunes a todas las argucias posibles.
Conozco otro que debido al intenso estrés de la situación le dio un patatús que
terminó siendo una taquiarritmia. Aun así no le creyeron, pero como se
desmayó, lo mandaron al Hospital Militar, y el internista lo declaró No Apto por
un soplo cardíaco y la arritmia. Bailaba de contento.
—¡Padezco del «wacho» hermano! —decía con alegría desmesurada.
—¡Sos suertero maje no jodás, dichoso vos! —le replicaban algunos
amigos con auténtica envidia.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
enviaron varios días a comer con los soldados. Un día nos dieron de comer
unas sopas enlatadas rusas, abundantes en manteca de sabrá Dios qué tipo de
cetáceo, con guisantes y trozos de verduras. Venían en presentación de medio
galón. Las cocineras abrieron cientos de ellas, las vertieron en los calderos y
las hirvieron «mejorándolas» con trozos de sábalo real (Megalops atlanticus).
El sábalo real puede medir entre uno y dos metros y medio, y pesar entre cien
y doscientos kilos. El personal de cocina no era muy fino ni escrupuloso: los
tiraban en el suelo de la cocina, los lavaban rápidamente con mangueras, los
troceaban a hachazo limpio e iban directamente del suelo al caldero de la sopa
rusa.
Había una cocinera toda flaca, desaliñada, cara de tísica y con las manos
llenas de mezquinos, que solía servirnos la comida con la camiseta de trabajo
sin mangas toda sudada y hedionda a PACUSO. Ese día, nos sirvió el pinolillo.
La medida era un pocillo de aluminio de medio litro. Apoyando el sobaco
peludo en el borde de la cuba de acero inoxidable, sumergía una de sus manos
verrugosas hasta el fondo, removiendo el chingaste afanosamente. Decenas de
moscas flotaban sobre el pinolillo, junto a una mancha aceitosa color tornasol.
Cuando sacaba el brazo, se lo escurría sobre la barra de azulejos donde
despachaban la comida, la cual de por sí ya estaba empapada de agua
residual que embebía los bollos de pan.
La sopa rusa tenía un olor desagradable, que se sumaba al del pescado que es
el único alimento que aun estando fresco huele mal, atrayendo enjambres
imbatibles de millares de moscas.
A los soldados de Seguridad y Servicio hasta que les chiflaba el pelo corriendo
(pana en mano) de la covacha al comedor, con los ojos midriáticos de la
emoción: «¡HOY HAY SOPA, HAY SOPA, HOY HAY SOPA!», exclamaban
delirantes de júbilo. Hasta se relamían la manteca de los bigotes después de
empinarse las panadas de sopa. Yo los observaba con atención: comían con
hondo placer, chupando las espinas y las vértebras del pescado con los ojos en
blancos del deleite, lamiendo las panas con el pan hasta dejarlas limpias y
brillantes, repitiendo pinolillo, y reclamándole más payán a la cocinera.
Honestamente ese día intenté entrarle a la sopa: saqué las moscas con la
cuchara, las tiré y aparté un poco la capa flotante de grasa de un dedo de
espesor. Saqué mi pedazo del sábalo, que no era más que una vértebra
cartilaginosa con un trozo azul de carne atravesado por un espinón de a jeme
del calibre de una varilla de 1/8”. Lo quedé viendo todo afligido, con cara de
perro arrepentido. Miraba al soldado sentado enfrente de mí en pleno éxtasis
degustativo. No pude entrarle a la bendita sopa. Uno que estaba a la par mía y
acababa de lamer la pana me preguntó:
—Bróder, ¿no te vas a tirar la sopa?
—Parece que no, bróder — le respondí.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Ese día aprendí una lección de humildad. «La mejor salsa del mundo es el
hambre, y como esa nunca falta a los pobres, siempre comen con gusto», dice
don Miguel en boca de Alonso Quijano.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
cárceles, a los cuales se les da el mismo poder que a los guardias de prisiones.
Esos presos de confianza, convertidos en carceleros de sus propios
compañeros, terminan abusando de ellos con más saña que los propios
guardias.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Creo que todos los que fuimos jóvenes en los años ochenta en Nicaragua
recordamos a la tristemente célebre Unidad de Prevención. Si aún no estabas
en el Ejército, te seguían para reclutarte, y si estabas en él, te seguían para
acosarte.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Recuerdo a uno en particular a quien llamaré Isidoro, que desde niño era
delincuente. Era el típico abusador que les quitaba la merienda a los más
pequeños después de meterles un soplamocos. A veces no lo hacía para
comérsela, sino por la pura maldad de tirárselas al piso y después mofarse a
carcajadas. Era de mi edad o quizás un año mayor, pero tardó dos o tres años
más en terminar la primaria. Todos los años lo expulsaban por vandalismo. Lo
mismo le pasó en la secundaria, donde no llegó ni a terminar el Ciclo Básico.
Tenía un primo un par de años menor que él, que seguía fielmente sus pasos
de gamberro y fracaso escolar. Este se unió al pequeño grupo de maltratadores
de la escuela y del barrio, que con él sumaban seis. Isidoro era tan chulo que
se creía suficientemente macho para ejercer como acosador independiente,
actuando solo, no en pandilla.
Durante mi infancia rehuí las peleas todo lo que pude. Mi abuela, maestra
jubilada de matemáticas que ejerció su profesión durante cincuenta y dos años,
era fiel reflejo de su generación, con sólidos principios morales y religiosos, y
trataba de inculcarme una educación firme. Me instaba a no pelear, a poner la
otra mejilla, repitiéndome frases que se fijaron en mi memoria como fierro al
rojo: «“Dos no pelean cuando uno no quiere”; “juegos de manos es de villanos”;
“a palabras necias oídos sordos”». Por otro lado estaba mi padre, un obrero
forjado por la vida, noble, fuerte como un toro, y extremadamente pragmático.
Yo siempre fui grande, y en la escuela le sacaba una cabeza a mis
compañeros. Así que un día, tres de los acosadores consuetudinarios me
arrinconaron y me pegaron. Llegué a la casa llorando y con la camisa del
uniforme desgarrada. Mi viejo se enfadó conmigo, y me hizo ver que tenía el
tamaño y la fuerza suficientes para «montar en la burra» a cualquiera,
infundiéndome toda la autoconfianza que le fue posible. Ese mismo día mi viejo
improvisó un saco de boxeo y lo colgó de una viga en el corredor del patio
trasero de la casa. Me puso a golpear el saco no sólo a puñetazos y patadas,
también a garrotazos, silletazos, pedradas y a pegarle con cualquier objeto que
tuviera mano. Sus recomendaciones eran las reglas a seguir en cualquier pelea
callejera: no hay reglas. «Cuando no tengás más remedio que pelear, dale con
lo que tengás a mano, no le tengás lástima ni piedad a ningún jodido, reventalo,
si tenés una silla quebrásela en la cabeza, si tenés un garrote y te mete las
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Muchos años después, cuando yo era sargento del Ejército, me enviaron como
parte de una comisión del Estado Mayor de la Región a supervisar el estado de
un nuevo contingente de conscriptos que estaban en su segunda semana de
entrenamiento en la escuela de Las Ánimas. Eran alrededor de setecientos
reclutas. Aproximadamente dos terceras partes eran Nacionales procedentes
de las pandillas callejeras de Managua y Masaya. El otro tercio eran
Territoriales de los diferentes municipios de Chontales.
Como era habitual en las escuelas de entrenamiento, todos los reclutas lucían
mugrientos y hedían a PACUSO. De repente, de entre medio de la soldadesca,
escuché vivaces gritos con tono de vieja camaradería, que con urgente
angustia requerían mi atención a la distancia. Un recluta andrajoso y con la
cabeza pelada se abría paso con desesperación. Era Isidoro. Con inmensa
alegría me dio un fuerte abrazo, como si fuésemos viejos amigos. Yo me quedé
un poco sorprendido, pues nunca lo habíamos sido.
Me pidió el favor de que le avisara a su mama, que ella no sabía nada de él y
que quería que lo llegara a ver y le llevara barco.
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Ella siguió limpiando sin detenerse, y sin siquiera voltear a verme, exclamó:
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están presos: uno por una sarta de robos y el otro por violación. Los otros dos
enderezaron su camino y se ganan la vida dignamente.
No tengo nada en contra de los que huyeron del país, por el contrario, me
parece que hicieron lo correcto siguiendo sus convicciones, e incluso admiro la
determinación y el valor que muchos de ellos demostraron al atravesar las
fronteras por monte, de noche, a veces cruzando los campos de minas,
huyendo hacia Honduras o Costa Rica. El valor no consiste en la ausencia del
miedo, sino en superarlo. Tengo un amigo que a los doce años su madre lo
entregó a medianoche a un desconocido en la frontera con Costa Rica para
que lo cruzara al otro lado para reunirse con una tía. Caminaron toda la noche
escondiéndose de las patrullas de Guarda Fronteras. El guía le tapaba la boca
para que el muchacho muerto de miedo no delatara al grupo. Muchos años
después aquella separación prematura de su madre, el desarraigo y la huida lo
atormentaban. Yo no puedo imaginar lo que debe sentir una madre que se ve
obligada por las circunstancias a hacer eso. Pero para muchas era preferible
hacerlo en lugar de arriesgarse a que se los devolvieran en un ataúd con una
bandera encima.
No soy quién para juzgar a nadie, «cada quien es dueño de su propio miedo»,
decía el Dr. Pedro Joaquín Chamorro, pero me es inevitable sentir desprecio
por aquellos chulos abusadores de la infancia y adolescencia que no tuvieron
gónadas para demostrarse a sí mismos «con cuantas papas se hace un
guiso».
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Algo que nunca entendí bien en el Ejército, era por qué el Parte Diario se
enviaba por tierra en un jeep al Estado Mayor General en Managua, a 150 km
de distancia, en lugar de enviarlo por mensaje cifrado, por fax u otras formas de
comunicación telemática. En esos tiempos no existía el correo electrónico ni
internet, pero estaban disponibles otras alternativas igualmente funcionales.
Pero el asunto es que el Puesto de Mando de la Región tenía un UAZ con un
conductor (que era un Cachorro del Servicio) asignado a tiempo completo, cuya
misión principal era llevar el Parte de Guerra a Managua todas las noches.
Partía a diario sobre las 20:00 horas hacia Managua y regresaba a media
noche o al día siguiente. Eso era todos los días.
Una tarde, el Capitán me envió en el UAZ del Parte a dejar una documentación
a la Dirección de Finanzas del EPS que estaba ubicada en el Residencial
Bolonia, enfrente del edificio de la Fundación Los Pipitos, a unos cientos de
metros del Hospital Militar de Managua. Al día siguiente tenía que llevar una
pick up Hilux a la Región.
Durante las casi tres horas de camino, el conductor me estuvo platicando sobre
su trabajo y de la enorme suerte que había tenido para cumplir el SMP como
chofer del Puesto de Mando. Era un conductor experimentado y tenía todas las
categorías, incluyendo transporte pesado de camiones articulados. Era dos o
tres años mayor que yo, muy afable y buena gente.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Seguí caminado. De pronto, desde el jardín de una de las casas, saltó a la calle
un perro dóberman adulto, mocho del rabo y las orejas, con un grueso collar de
cuero. Se plantó enfrente de mí pelando los dientes de forma amenazante. En
menos de dos segundos le había bajado el seguro al fusil y lo tenía en la mira
con el dedo en el disparador. El maldito perro me pelaba los dientes y me
gruñía. «¡Lo que me faltaba!», me dije. Justo cuando lo iba a despachar para
donde Caifás, salió la dueña: una mujer flaca, de unos cuarenta años, en shorts
de jeans, chinelas de gancho, rulos en la cabeza y un cigarrillo en la mano. Le
silbó al perro el cual se metió en el acto a la casa. La mujer no me saludó, ni
siquiera me miró, fue como si yo no existiera. Esa mujer tenía pinta de
pertenecer a la burguesía sandinista, porque en el antejardín estaba aparcado
un carro Lada 2107 nuevecito, y en esos tiempos eran los vehículos de lujo
asignados a importantes funcionarios del Gobierno que se disfrazaban de
proletarios.
El conductor me llevó en una camioneta Hilux doble cabina hasta una casa
cerca de la Óptica Nicaragüense. Era una de esas viviendas amplias
confiscadas a sus dueños por el Gobierno, reorganizada y reformada con
dormitorios en forma de cuarteles con literas dobles, baños y aseos múltiples y
una cocina habilitada para trabajo pesado. Era cerca de la medianoche y todos
los huéspedes dormían. Antes de acomodarme en el catre inferior de una de
las literas, me fui al jardín a cenarme una lata de ración fría, que bajé con agua
de mi cantimplora.
Me dormí profundamente. Al amanecer, el bullicio de los presentes me
despertó. Todos los hospedados se preparaban para iniciar su jornada. A la luz
del día, se reveló ante mis ojos una imagen espectral que me sorprendió de
sobremanera por su crudeza: todos los pensionistas sin excepción eran lisiados
de guerra procedentes de diferentes departamentos del país, que estaban
citados en el Hospital Militar esa mañana, para las consultas de seguimiento y
rehabilitación en los diferentes servicios de la consulta externa. Eran
muchachos de mi edad. Más de la mitad eran parapléjicos anclados a sillas de
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Durante el desayuno platiqué con varios de ellos, era evidente que todos
padecían estrés postraumático, que en ese tiempo le llamábamos psicosis de
guerra. Algunos parapléjicos se trataban de manera hostil entre sí y tenían cara
de odiar a todo el mundo.
Uno de los muchachos tenía una prótesis completa en unos de sus miembros
inferiores y caminaba apoyándose en muletas. Tenía varios charneles en el
cuerpo. Se sentó a mi lado, y me dijo seriamente y de todo corazón que le diera
gracias a Dios por estar entero, en una pieza. Me advirtió seriamente y con
sinceridad, que si podía evitar arriesgarme que lo hiciera, que no fuera pendejo,
que al baboso ni Dios lo quiere. Me instó a observarlos bien, que viera cómo
habían quedado ellos, y que no permitiera que me pasara lo mismo:
Estuve cerca de una hora platicando con el centinela, que también era un
chavalo del Servicio Militar. Era más alto que yo, me sacaba como una cuarta.
Creo que los seleccionaban por su altura y porte. Me preguntaba curioso:
¿Cómo era estar «en la zona caliente»? Me di cuenta que el personal que
estaba cumpliendo el Servicio en Managua mitificaba a los Cachorros ubicados
en las Regiones Militares donde se combatía, aunque fueran del Estado Mayor.
Se confesaba muy agradecido con Dios por la ubicación que le había tocado,
pues era de Managua y prácticamente estaba en su casa.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
EL CONTRA
La primera vez que vi a un Contra herido con vida fue en 1986 durante la época
lluviosa. En ese tiempo aún no estaba en el EPS. Hacía pocos meses que mi
promoción había terminado el curso de preparación del Cuerpo Socorristas de
la Cruz Roja Nicaragüense (CRN). La guerra puso a prueba a la CRN durante
la primera etapa del conflicto (1977-1979) y la continuó poniendo durante la
segunda etapa (1981-1990). Durante la insurrección, algunos compañeros
socorristas murieron bajo el fuego cruzado en combates entre la GN y el FSLN,
y nadie quería que eso volviera a pasar. Por ello, los cursos de preparación de
la CRN en los años ochenta fueron de los más completos en la historia de la
institución hasta entonces. Eran apoyados por el Comité Internacional de la
Cruz Roja (CICR) e incluían entrenamiento completo en primeros auxilios,
técnicas de camillaje, de improvisación, nudos y amarres, rescate de montaña,
rescate acuático en aguas mansas y turbulentas, tácticas para situaciones bajo
fuego, derecho internacional humanitario, etc. Algunos recibimos entrenamiento
en el Hospital Asunción, donde aprendimos a suturar por planos, a ligar vasos
sanguíneos para detener hemorragias, a poner vías intravenosas, sondas
nasogástricas, sondas Foley, e incluso atreverse con un parto. También
aprendimos a conducir ambulancias todo terreno en situaciones extremas. La
mayoría de los socorristas de las filiales de Chontales acumulamos una buena
experiencia en misiones humanitarias de diversa índole: misiones de apoyo a la
población civil afectada por la guerra en las zonas de Nueva Guinea o
afectadas por las tormentas tropicales que causaron inundaciones en la zona
de El Rama en 1985, 1986 y 1987; evacuación de civiles y militares heridos en
combate; evacuación de población civil; cientos de servicios de transporte de
ambulancia y por supuesto, recorrimos todas las plazas de toros en las fiestas
patronales.
Para los que fuimos socorristas voluntarios de la CRN en esa época, el deber
cumplido nos llena de orgullo. Muchos descubrimos ahí la vocación por el oficio
que hoy nos da de comer.
Pues bien, en una de tantas ocasiones, el Ejército nos solicitó apoyo para
evacuar heridos en la zona de El Coral, carretera a Nueva Guinea. La zona
estaba caliente, el EPS llevaba cuatro días combatiendo a fuego cerrado con la
Contra y las ambulancias militares no daban abasto, además, en la zona de
Las Hamacas, cerca de Villa Sandino, eran frecuentes las emboscadas.
Ese día pasamos toda la mañana evacuando heridos desde esa zona hasta el
Hospital Militar de Juigalpa. Sobre las 16:00 horas llegamos a El Coral. En ese
tiempo la carretera a Nueva Guinea no tenía asfalto y era un infierno de
lodazales y pegaderos. Yo iba de socorrista, Pablo Reyes de conductor y creo
que Antonio Gudiel «Careloco» iba de camillero.
El médico del Ejército nos entregó a un solo paciente: era un chavalo de unos
diecisiete años, un Contra herido. Estaba consciente, orientado en tiempo y
espacio y hemodinámicamente estable. Tenía tres balazos en el abdomen, sin
orificio de salida, y aparentemente no afectación de los órganos vitales.
Me pidió otra vez mandarina. Le dije que no. Me pidió agua. Le mojé los labios
con una gasa húmeda y le abrí un poco la llave del suero. Le sugerí que
descansara, que en su estado lo necesitaba. Me dio las gracias por atenderlo y
transportarlo.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Durante todo el viaje él no durmió, mantuvo los ojos abiertos con la mirada ida
hacia algún lugar remoto de sus recuerdos, entre ojos húmedos de inocencia
perdida hacía mucho. Él era apenas unos años mayor que yo, pero la distancia
emocional por la dureza de la campaña era descomunal: ahí, sobre la camilla,
tenía a un hombre hecho y derecho de diecisiete años, con tres heridas de AK
en el abdomen, aguantando el dolor sin quejarse, agradeciendo con educación
y entereza los cuidados recibidos. No era un «mercenario de Reagan», ni un
«gringo invasor», ni un «Macho», ni un «Yankee enemigo de la humanidad»
como el insolente Gobierno con necia insistencia pretendía hacer creer a la
población. Era un nicaragüense del norte, de piel morena y ojos oscuros, que
se había enrolado en la Contra por voluntad propia sin que nadie lo obligara.
Aquel Contra me dio la primera gran lección sobre quiénes y cómo eran los
hombres a quienes en el futuro llamaría «el enemigo».
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El Hospital Militar Alfonso Núñez (HMAN) de la 5.a Región Militar fue construido
en el sitio donde antes fue la finca Las Humedades propiedad de doña Nora
Bendaña, confiscada por los sandinistas por ser la esposa del coronel (GN)
René Zelaya. Haciendo un poco de historia local, eso fue una injusticia, pues
doña Nora heredó esa finca de su padre, don Pancho Bendaña. Las
Humedades nunca fue propiedad de Zelaya. Pero así pasaron las cosas en la
Nicaragua de entonces.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Los que algunas vez fuimos «clientes» del Hospital Militar, agradecemos el
trabajo sin descanso, el agotador esfuerzo y los cuidados del personal
sanitario: camilleros, técnicos quirúrgicos, enfermeros, auxiliares, médicos,
cirujanos, anestesistas, técnicos de laboratorio, cocineros, personal de
limpieza, conductores, personal administrativo, personal de Seguridad y
Servicio, farmacia, central de equipos y morgueros.
Otro gran problema con el que se enfrentaban los de la CRAC, era cuando no
había suficientes restos o ningún resto que entregarle a los familiares.
Recuerdo una tarde cuando una mina antitanque nos mató a dos. Peinamos un
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
radio de más de cien metros y sólo recuperamos media cabeza, dos piernas
derechas, medio torso y un ojo que estaba untado sobre la hoja de una mata.
Cuando murieron quemados varios soldados en Las Ñámbaras dentro de un
camión durante la Operación David, nadie sabía con exactitud cuántos
hombres eran, unos decían que cuatro, otros que ocho. Aquel día, el
penetrante tufo a cadáver quemado se me pegó en la ropa y se me metió en la
nariz de manera tan adherente, que durante varios días tuve la sensación de
andar oliendo aquella tremebunda pestilencia.
Al igual que en el resto de unidades y servicios del EPS, cerca del ochenta por
ciento del personal sanitario fueron Cachorros. Su trabajo, su esfuerzo y su
sacrificio no han sido reconocidos con el honor que se merecen.
«Eso fue duro hermano —me dice Benvenuto—, ver todos los días a tantos
jóvenes como yo desbaratados […] a veces pasábamos varios días sin dormir,
trabajando con la vida y con la muerte».
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
SANTO DOMINGO
Esa acción generó una contramedida por parte del EPS que organizó una serie
de acciones ofensivas que se prolongaron hasta diciembre. El objetivo era
peinar la montaña y obligar al enemigo a replegarse hacia la 6.a Región Militar
(6.a RM) y la RAAN (en ese tiempo llamada Zelaya Norte o Zona Especial I),
donde los BLI de la 6.a RM los combatirían. Las unidades que participaron
fueron los tres BLI de la 50 Agrupación Táctica de Combate (50 ATC): BLI
Miguel Ángel Ortez (MAO), BLI Sócrates Sandino (SOSA) y Juan Gregorio
Colindres (JGC); y tres batallones de la 52 Brigada de Infantería (52 BI): BON.
522, BON. 523, y BLC 4009. Todos ellos apoyados por varias unidades de
artillería y helicópteros artillados. Unos dos mil quinientos hombres
aproximadamente. También había algunos batallones de reservistas de
Occidente, sobre todo chinandeganos. Las unidades de La Contra eran
principalmente las aguerridas fuerzas de los Comandos Regionales Jorge
Salazar, que si la memoria no me falla, eran tres o cuatro.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Se pagó y se avitualló a todas las unidades, y todos los hombres, excepto los
sancionados, estaban autorizados para vagar libremente por el pueblo. Se
asignó a dos batallones de reservistas chinandeganos la seguridad del
perímetro.
Al despertar, cené ahí mismo, comidita casera caliente. Eran buenos tiempos,
eso es todo lo que un soldado necesita: descanso y buena alimentación.
Salí a la calle y el pueblo olía a fiesta, pero era temprano y la cosa estaba
empezando. Entré al cine y me dirigí hasta el improvisado bar donde una
morenita de la Juventud Sandinista repartía cervezas gratis. A esas alturas, la
veteranía me había enseñado a disfrutar de esos buenos momentos.
y encanto, pese a los gajes del oficio, ejercido ahora por nuevas generaciones.
Ella no atendía a los clientes en esos quehaceres, se dedicaba a dirigir el
negocio, a menos, claro, que le gustara alguno en particular. Era rubia artificial
de frondosa cabellera, blanca, de estatura media, manicura impecable, con
uñas largas pintadas en rojo-puta; prendas de oro legítimo en el cuello, orejas,
dedos y muñecas, excelente dentadura que mostraba tras carnosos labios
maquillados; un seductor escote presumiendo pechuga; perfume y ropas con el
glamour propio de su profesión. Conversaba animadamente con oficiales de
alto rango que invadieron el local.
Entré al lupanar, me acerqué hasta la barra y pedí una cerveza. Ella me sonrió
legítimamente mientras la chica de la barra me atendía. Observé el lugar
detenidamente. Todas las mujeres que trabajaban en aquel sitio no se daban
abasto con la clientela. Los oficiales de todas las unidades las requerían para
las mesas de tragos donde se discutían asuntos que variaban de lo trivial a lo
profundo entre risas, licor, besos de mercado y manoseos descarados que
arrancaban carcajadas libertinas. Aquello era una alegría absoluta. A aquel
negocio le estaba entrando buena plata, y eso tenía meses de no ocurrir por
ahí. Las putas estaban contentas. Ninguna de ellas me paró bola, yo no era
oficial, era sargento primero, y no portaba los galones de mi humilde rango por
seguridad. Si la Contra te capturaba y te identificaba, estabas muerto. Salí de
ahí sin cruzar una sola palabra con ninguna mujer. En honor a la verdad una
conversación me hubiese caído bien, el sexo… no tanto ese día, acababa de
regresar de vacaciones y no me urgía.
Continué bebiendo cervezas gratis, que ya no estaban tan frías por la velocidad
en que se consumían. Me puse a seguir el ritmo de la música y a observar los
espontáneos duelos de break-dance entre soldados.
copulando en plena vía pública con una dama de la noche. La chica estaba de
pie, recostada en posición canina sobre la pared de la oficina de correos con la
falda levantada, mientras un soldado la ayuntaba con movimientos pélvicos a
velocidad de chucho. Uno de ellos, con la camisa desabotonada, fumaba
apacible con evidente faz de satisfacción reciente. El otro, ansioso y
desesperado, le metía prisa a su amigo en acción.
Me fui a dormir anestesiado por las cervezas a disfrutar del placer efímero de la
embriaguez.
Estuvimos ahí unos dos o tres días hasta que llegó el momento de partir.
Íbamos para adentro, para el monte, era hora de volver a la realidad, a la vida
de perro. Se acabaron los días buenos, otra vez a buscar a los Contras (sin
muchas ganas de encontrarlos) y en esta ocasión a peinar la montaña.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Por radio se coordinó la acción y nosotros preparamos una emboscada. Los del
SOSA empujaban al enemigo y nosotros nos tendimos en una cañada por
donde iban a pasar. El lugar era perfecto, teníamos la ventaja, pero la foresta
era muy tupida. Más al norte, una de nuestras compañías había sido
emboscada y reportaban bajas. Justamente enfrente de nosotros
escuchábamos el combate entre el SOSA y los Primos. Un subteniente que nos
comandaba no paraba de hablar por la radio coordinando la acción con el
SOSA.
El Jefe me ordenó que fuera con unos hombres a traer unos heridos que
venían evacuando por el abra de Nawawás. Dos pelotones salimos a buscar
los heridos en dos camiones ZIL. Yo conducía uno de ellos. Pasamos el río
Ayote y nos metimos por el abra de Nawawás. El ZIL es un verdadero tanque.
Tracción en las seis ruedas, no lo para nada. Ahí no existía camino ni ruta para
vehículo alguno. Las mulas se hundían hasta el pecho en lodo. Pero el ZIL es
imparable en cualquier terreno. Avanzamos quizás tres o cinco kilómetros por
el abra, hasta topar con la compañía. Me bajé del ZIL y el lodo me llegaba casi
a la rodilla. Los muchachos venían excitados y agotados. Cuatro heridos. Dos
en hamaca y dos más caminando ayudados por sus compañeros. Uno de los
de hamaca traía un tiro en el pecho, pero estaba relativamente estable. La
hamaca embebida en sangre y lodo. Los subimos al ZIL y los trasladamos
hasta el Puesto de Mando, con el médico. Aquel muchacho tenía perforado un
pulmón y había que ponerle un tubo de tórax con un sello de agua para que no
se muriera. El médico se preparó para colocarle el tubo. Empezaba a brisar y
amenazaba con llover. El cielo se oscurecía. Varios soldados extendieron un
plástico por encima de nosotros para hacernos techo. Yo había aprendido
mucho en la Cruz Roja y el médico me pidió que le ayudara. No teníamos
anestesia local para la incisión en la piel, así que le hablé claro al herido
intentando a la vez darle ánimos, mientras el médico preparaba su equipo de
cirugía sobre un trapo en el suelo.
LAAO se fue a la misión como a eso de las siete de la noche. Justo a las once,
se reportó por radio. Los Contras estaban ahí. Confirmó contacto visual. Pidió
la artillería. El Jefe solicitó autorización al jefe de la brigada y éste le dio luz
verde. Inmediatamente el jefe de artillería, que recién había llegado de Cuba,
se dispuso a calcular el disparo. Sacó un estuche geométrico completo y se
sentó frente al mapa del Puesto de Mando que tapizaba la pared desde el
techo hasta el piso. Por la radio daba la dirección de tiro a las baterías de
misiles tierra-tierra GRAP 1-P y se comunicaba con la exploración, que se retiró
a una distancia segura.
La noche estaba cerrada en lluvia. Los artilleros nos mandaron a las trincheras
por seguridad, argumentando que no debíamos exponernos al disparo de esos
misiles. Nos metimos en las trincheras inundadas de agua y lodo. El primer
cohete salió iluminando el campo durante una fracción de segundo con un
cegador relámpago luciferino. En su trayectoria el proyectil partía el cielo con
un macabro estruendo apocalíptico. Segundos después el suelo vibró y un
sordo sonido de explosión rajó la montaña.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Saboreé mi cerveza hasta terminarla, bajo la fresca fronda de unas acacias que
flanqueaban la terraza del bar, disfrutando de las suaves ráfagas de viento que
acariciaban mi pelo, viendo al cielo que esa mañana estaba precioso,
despejado como un mar celeste interminable, que apenas decorado con alguna
nube extraviada, dejaba perder la mirada hasta el horizonte.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
DE SUEÑOS Y REALIDADES
Ella tenía una frondosa cabellera, larga, que le llegaba a media espalda, de un
color castaño claro, ondulado, abundante y hermoso, que se desparramaba
sobre la almohada. Sus ojos color miel cambiaban a una tonalidad verde
musgo según el ángulo de la luz. Su rostro se iluminaba con una sonrisa dulce
de niña traviesa, adornada por unas pecas graciosas y dos camanances en las
mejillas. Su piel blanca y suave desprendía un aroma excitante de mujer en
celo y a perfume de marca. Sus carnes abundantes y su pechuga de soprano
me dejaban sin respiración. Aquella hembra era una diosa griega encarnada.
Entre sábanas blancas de algodón olorosas a limpio, nos entregábamos a la
pasión. Me sentía volar sobre una nube. Estaba en el paraíso. Cuando ya la
tenía en posición para consumar el asunto, sentí de repente una fuerte
sacudida en la hamaca. Esperé un segundo a ver qué pasaba, pero la hamaca
se sacudió con violencia una vez más, y al fondo, a lo lejos, escuché una voz
que me decía:
—¡Ruiz, Ruiz… levantate huevón, te toca el rondín!
Desperté. Estaba en mi hamaca de nylon en el Puesto de Mando del
Batallón, y supe que quien me hablaba era el teniente que estaba de oficial de
guardia.
—¡No jodás! —le reclamé—. Me despertaste en lo mejor del sueño.
—Ni modo mano, te toca levantarte —me respondió.
Consulté mi reloj: 02:00 horas. ¡Juelagranputa! ¡Tan rico que estaba soñando!
Maldije.
Me até las botas y el ruedo del pantalón sobre ellas, me puse la pechera, cogí
el AK y suspiré: aún sentía el olor de la hembra de aquel sueño. Le ordené al
soldado que estaba de enlace que me acompañara. Me puse el capote poncho
y salimos del Puesto de Mando que estaba ubicado en un enorme agujero
subterráneo enmascarado por una red de camuflaje. La noche era fría y
lluviosa, en esos tiempos en la zona central del departamento de Zelaya llovía
diez meses al año. Afuera, el diluvio bíblico que había estado cayendo durante
varios días nos estaba dando una pequeña tregua, y la luna se asomaba
tímidamente entre las nubes. Pasamos comprobando el primer puesto, justo al
lado del Puesto de Mando, donde estaba emplazada una ametralladora
antiaérea. Todo en orden, sin novedad. Avanzamos hasta el siguiente puesto
siguiendo la zanja de comunicaciones del lado norte de la base. Después de
dar el santo y seña, me detuve un rato a conversar con el centinela. Yo no
fumo, pero siempre llevaba cigarrillos Alas para regalar, con la recomendación
que procuraran no fumar de noche o camuflar la brasa con el sombrero.
Sobre el río Ayote se posaba una bruma densa, pesada, que serpenteaba a
través de la selva como una boa gigante. Estábamos en alerta máxima, ahí
afuera, en algún lugar de la exuberante vegetación, asechaba el Comando
123
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Justo a la par de la casa, había un bajareque de zinc forrado con tablas: una
antigua bodega para aperos de trabajo antes de la guerra. El Jefe había dado
permiso para que se usara como cuarto de visitas conyugales y los hombres lo
habilitaron para tal fin. De vez en cuando, cuando algún afortunado tenía visita
de la novia o la mujer, el Jefe lo relevaba de toda actividad para que disfrutara
tranquilo.
El asunto es que me puse a platicar un rato con el centinela de la casa, cuyo
deber era vigilar la bajada del río junto a otro hombre que se ubicaba al final del
naranjal.
De pronto, empezamos a escuchar sutiles gemidos de mujer que procedían del
bajareque.
—¿Y eso? —le pregunté al soldado.
—Es el teniente jefe de Plana de los reservistas chinandeganos, el maje
está con una indita de ahí del pueblo… se metió desde temprano, y dicen
los compas que ha pasado toda la noche montándole garrote, el maje está
comiendo carnita de monte.
Fue casi imposible contener las risas, pero lo intentamos tapándonos la boca
para no soltar las carcajadas, mientras escuchábamos al teniente que le decía
en voz baja a la mujer:
—¡Sssssss, callate, que te van a oír los compas!
Nos alejamos unos metros para poder reírnos a gusto, y me dice el centinela:
—¡Ve que hijuelagranputa el teniente ese!… parece baboso, ahí donde
lo ves todo chaparrito y con cara de pendejo se quiere chiquitear a la indita.
124
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
«No hay renco bueno, ni chaparro pendejo, ni pelón baboso», decía mi papa.
125
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Llegamos a Las Piñuelas. Nuestro piloto era un capitán con más seis mil horas
de vuelo. Era un flaco mestizo de piel oscura al que apodaban la Ñegra, muy
buena gente y empático con nosotros. Nunca usaba uniforme completo,
siempre vestía camiseta sin mangas como cualquier vago de vecindario y le
encantaba dormir la siesta tumbado sobre la hierba bajo la sombra de su
aparato. Esa mañana lo vi asustado revisando la panza del helicóptero. Contó
múltiples impactos de bala sobre el blindaje inferior de la nave. Los Chirizos
126
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
nos habían disparado desde el cerro con muy buena puntería, gracias a Dios
con fuego de fusilería y no con misiles antiaéreos, que si no, no estuviera
contando el cuento.
Con los rotores girando por la inercia, me senté sobre una piedra con el fusil
sobre los muslos. El Jefe se acercó a nosotros, me sonrió. Me puse de pie. Le
informé de lo que había pasado. Bayardo con ese su modo paternal y su hablar
bajito me dijo: «Hay que tener cuidado hijo, hay que andar chiva, vos sabés
cómo es esto, nunca se sabe de dónde te va a venir el vergazo. Hay que
prepararse… van para Poza Redonda a misión, la gente está allá esperando,
después que carguen se van… y tranquilo… así es esta mierda». Concluyó
sonriendo detrás de sus bigotes de brocha.
Habían pasado aproximadamente diez o quince minutos desde que casi nos
apean a tiros y hasta ese momento estaba sintiendo miedo. El instinto de
conservación se impone en el momento de la acción y no sientes miedo, pero
este aparece minutos después, desahogando su cascada de reflejos vagales
una vez pasado el peligro.
127
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
LA COMONA
Llegamos casi al anochecer, llovía a cántaros. Era una de esas tardes frías de
invierno, de cielo gris, de niebla y barro. Me encantan esos días lluviosos. Me
hipnotizan esas tardes lluviosas de cielo oscuro y cerrado. Pero esa tarde,
teníamos a dos compañeros muertos empacados en plástico negro, tirados
boca arriba sobre el piso del camión.
Recuerdo las gotas frías de lluvia cayendo sobre mi cara aquella tarde. Aquel
día, bajo la lluvia, medité un poco sobre la muerte. Uno de los caídos era un
reservista chinandegano de cuarenta y dos años, casi la misma edad que mi
padre tenía entonces.
En el Puesto de Mando del batallón local nos informaron que todas las vías de
acceso al pueblo estaban emboscadas por los Chirizos. Por tal razón no se
autorizaba a ningún vehículo militar a salir del pueblo. No podíamos evacuar a
los heridos. La vía aérea se descartó por completo, pues con el diluvio que caía
del cielo y las sombras de la noche a las puertas del reloj, los helicópteros no
iban despegar de sus bases. Por suerte, había una ambulancia de la Cruz Roja
disponible, cuya tripulación aceptó evacuarlos hasta el Hospital Militar de la
Región, pues contaban con la seguridad que los bandos en conflicto
respetaban la neutralidad de la institución. La Cruz Roja se llevó a nuestros
heridos. Los muertos se enviaron al día siguiente. Los demás hombres del
convoy, nos dispusimos a pasar la noche en las instalaciones del batallón de
aquel pueblo.
mojado, con frío y con hambre. El Jefe me ordenó que recuperara el dinero de
los dos muertos y los juntara con los de un desertor que un día antes se había
largado abandonando todo su equipo, incluyendo las botas y la paga sin gastar
de los últimos dos meses. El Guayabo, como le decíamos, no quería nada del
Ejército, y dejó absolutamente todo. En total recogí el equivalente al salario de
tres meses de un soldado regular, una suma que si bien es cierto no era
ninguna fortuna, tampoco era despreciable, pues nos proveería de comida
caliente. El Jefe me ordenó llamar a los hombres a formación. Formamos en la
calle, bajo la lluvia. Ahí se repartió el dinero de los difuntos y el desertor a
partes iguales entre todos los hombres, tanto soldados como oficiales. El Jefe
ordenó a la tropa que aprovecharan la noche libre para comer, irse de putas,
beber guaro o lo que les diera la gana. Estaban autorizados hasta las seis de la
mañana del día siguiente, hora de pasar revista para regresar a nuestra base.
Después de romper filas, los hombres se juntaron en grupos afines que se
fueron con diferentes rumbos.
La dueña del restaurante hizo buena caja, y sobre todo, quedó bien con el
Ejército, algo importante para cualquier civil de la zona en aquellos tiempos.
Era una rubia peliteñida hermosa, de unos treinta y cinco años, muy guapa,
pero en asuntos de belleza no era rival para la dueña del prostíbulo del pueblo,
que tenía unos atributos físicos envidiablemente útiles para cualquier dama de
su profesión. Ese burdel era toda una institución en aquel pueblo de montaña.
Estaba vedado a la economía de la soldadesca, que para esos menesteres se
conformaban con las putas autónomas de menos caché, de las que buscan
clientes rondando los cuarteles militares desde que se inventaron los ejércitos.
129
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Tenía fama de limpio. Algunos soldados juraban, besando los dedos en cruz,
que las chicas que atendían de teniente para arriba se bañaban todos los días.
De lo que doy fe, es que en aquel lupanar las cervezas se servían bien frías,
ponían buenas bocas, había buen ambiente y se comía regular.
Esa noche dormí mojado, pero bajo techo, bien cenado y bien bebido. ¡Qué
buena vida! ¡Qué nivelazo!
La Comona nos hacía olvidar durante algunos minutos (y a veces durante más
tiempo) el asedio constante de la muerte, que vestida de guerrilla y armada de
fusil, aguardaba agazapada en algún lugar de la exuberante vegetación
selvática, y que por aquellos días, se había llevado al menos una veintena de
nuestros hombres. La Comona fue todo un regalo del destino, y me gusta
pensar que fue un regalo de Dios.
No aceptaba dinero, era puro amor al arte, auténtica pasión voluntaria digna de
la mejor herencia de Mesalina. ¿Ninfomanía? Probablemente. Sólo exigía de
buenas maneras, pulcritud en el aseo personal de sus amantes, requisito justo
y consecuente que todos cumplimos rigurosamente una vez llegado el
momento: baño a consciencia de todos los rincones de la anatomía, afeitado,
corte de pelo si procedía, lavado de dientes, calcetines y uniforme limpios.
Algunos hasta se ponían desodorante «de olor» en vez de matar la sobaquina
con limón, que era más efectivo.
131
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
que aprendiese a leer y escribir junto a dos soldados más. En eso, el Jefe era
exigente, no toleraba que ningún soldado bajo su mando fuera analfabeto.
Mi turno con la Comona llegó estando ella recién llegada. El aire fresco de la
selva y la vitalidad que sentía correr por las venas a mis dieciocho años, me
hicieron presentir que Venus me tocaría esa noche. Siguiendo mis instintos no
dormí en la covacha con los hombres, como acostumbraba, sino que me fui a
la habitación individual que tenía asignada en la barraca de oficiales, que era
parte de los pequeños privilegios de mi humilde rango de sargento primero. A
primera hora de la noche ella tocó a la puerta de mi dormitorio. El rezago
sexual hizo que mis ojos vieran en ella una aparición divina. Me rendí a sus
encantos, totalmente poseso, como Ulises en la isla de Calipso. Aquella
hembra era la ternura y la sexualidad encarnada en un cuerpo joven y vital, con
las carnes firmes y la resistencia física que da el entrenamiento militar. No sé
cuánto tiempo estuvo conmigo, pero fue el suficiente para dejarme totalmente
exhausto, suspirando y flotando en una nube de felicidad con una sonrisa
tatuada en la cara que me duró varios días. Salió de mi habitación sonriendo,
volteó para regalarme el brillo de sus ojos con un pestañeo gracioso,
mostrando satisfacción por el trabajo bien hecho. Se marchó exagerando su ya
natural contoneo al caminar. Olvidé la guerra, las armas, la sangre. Olvidé
dónde estaba. El acecho de la muerte no me iba robar aquellos instantes de
felicidad. ¿A quién diablos le importa morirse después de un momento como
ese? Un profundo suspiro de felicidad lanzado al aire me acurrucó en la cama.
Fue un polvo mágico. Ya podía el enemigo hostigarnos a morterazos cuanto le
diera la gana.
demás: con una sola cuota de su amor. Éramos muchos los diablos y poca el
agua bendita.
Que yo sepa, sólo le negó el cariño a un pequeño grupo de soldados del BLI.
Ese batallón tenía un cocinero que era un reconocido y orgulloso homosexual.
Era un tipo raro. No era ni afeminado ni marica. Era un negro musculoso de
más de metro ochenta de estatura, fuerte como una mula. Tenía fama de
combatiente aguerrido y de mejor cocinero. En alguna pelea de cantina lo vi
repartir puñetazos que parecían patadas de mula, peleándose con tres
hombres a la vez, como el más macho de pelo en pecho. Era un cochón muy
hombre. Unos cuantos soldados del BLI desahogaban sus pasiones con el
negro de la cocina, sin cortarse ni un pelo, y sin atisbo de la más mínima
vergüenza, pues argumentaban entre risas, al defenderse de la jodedera y las
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
bromas de los demás, que «en la guerra cualquier hoyo es trinchera». Ese
pequeño grupo de amantes del negro fue el excluido por la Comona.
Recuerdo cómo dos hombres cogían fuertemente por los brazos al teniente,
mientras nuestro jefe de batallón, conteniendo la cólera, lo desarmaba sin
disimular el esfuerzo que hacía para no meterle un tiro en la cabeza. El Jefe
mantuvo el tipo, lo mandó a encerrar en la chiquita, un calabozo muy pequeño
común en las bases militares de aquel entonces. El Jefe ordenó explícitamente
que nadie hiciera justicia por su propia mano. Se reforzó la vigilancia del
calabozo para garantizar que nadie le lanzara una granada de mano.
Personalmente redactó un informe dirigido al jefe de Auditoría Militar de la
Brigada. El Siniestro se esmeró para acabar con la carrera de aquel cobarde
que casi mató a golpes a nuestra Comona. Lo último que supimos de él fue que
un juez militar lo condenó a varios años de cárcel por maltrato a un soldado con
agravante de lesiones, abuso de autoridad, estado de ebriedad en el frente de
guerra y otros delitos que no recuerdo.
Esa noche, ninguno de los médicos estaba en la base, así que el Sanitario
Mayor del BLI y yo, que había hecho el curso de paramédico, atendimos a la
Comona lo mejor que sabíamos. La pobre mujer rabiaba de dolor en el vientre
y apenas podía moverse por la cantidad de golpes que tenía. Sangraba sin
parar por la vagina y se nos estaba chocando. La canalizamos a doble vía con
bránulas calibre dieciocho, y le pasamos varias bolsas de lactato de Ringer por
vena a chorro. Improvisamos compresas, en un esfuerzo por detener la
hemorragia vaginal. Logramos estabilizarla casi a media madrugada, y pudo
dormir sin dolor después de inyectarle dos ampollas de morfina.
135
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Hace más años de los que quiero recordar, estaba pidiendo ride enfrente del
Hospital Asunción de Juigalpa. Me dirigía a Santo Tomás, Chontales, donde se
encontraba el Estado Mayor de la 52 Brigada de Infantería a la cual pertenecía.
Había estado unos días de pase en la casa y regresaba enzacatado a mi
batallón en Las Piñuelas.
En esos tiempos el parque vehicular del país era escaso y desvencijado fruto
de años de escasez. Pedir ride era la forma habitual de viajar.
A casi ningún particular le gustaba dar ride a los guardias, por diferentes
razones que iban desde la antipatía hasta la prudencia. Así que en realidad uno
esperaba pescar un ride en algún vehículo estatal.
Después de casi dos horas sacando el dedo sin éxito, pasó una pick up
Volkswagen doble cabina del modelo más clásico. Paró a unos veinte metros.
Iban cuatro chelas jóvenes extranjeras. Una de ellas, de unos veinticinco años,
se asomó por una de las puertas traseras y nos invitó a subir a una mujer que
estaba cerca con un bebé en brazos y a mí. Era tronco de ride porque la tina
iba completamente vacía.
MISERIA
sombrero con el cañón del FAL y casi me lo vuelo del susto: al verme de pie
con el FAL se dio por difunto creyendo que era un Contra. Le sonreí y le dije en
tono irónico: «¿Qué… haciendo la hora del ministro?». Me identifiqué y el
hombre recuperó entonces la presencia de espíritu. Al rato, llegó a toda carrera
el subteniente al mando, hasta que le sonaban los talones. Sabrá Dios dónde
estaba y qué estaba haciendo cuando llegamos, pero se disculpó avergonzado
y reprimió a ladridos al dormilón.
En un claro del monte a orillas de una pequeña milpa enferma y devorada por
la maleza, divisamos una chocita de caña brava y techo de palma. Una
raquítica columna de humo la delataba a la distancia. Una vez comprobado el
perímetro y con tiradores apostados, tres de nosotros nos acercamos a la
choza. La casita no podía ser más pobre. Dentro estaba una mujer joven, de
unos diecinueve años, descalza, con sus ropas harapientas. Llevaba un bebé
en brazos y tres pequeños más se arremolinaban en las piernas de su madre
con el temor en sus ojos. El mayor no pasaba de los cuatro años. Estaban
semidesnuditos, descalzos, con las naricitas mocosas, las barrigas
prominentes y los pelos color bandera. Desnutrición crónica… pobreza crónica.
Miseria absoluta.
Se suponía que se hizo la revolución para acabar con las «marías rurales»,
pero lejos de extinguirse, la guerra las multiplicó por decenas de miles.
139
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
LA TUERTA
En Las Ánimas, como en la mayoría de las unidades del Ejército, las pocas
mujeres que había eran las cocineras, las comunicadoras y la enfermera. Ni las
comonas ni la enfermera alternaban con nadie con rango inferior a subteniente.
El maremágnum hormonal de la soldadesca debía competir por aliviarse con
alguna prójima del escuadrón de cocineras, las cuales se daban el lujo de
escoger varón a su antojo, dada la desproporcionada relación entre la oferta
(menos de quince mujeres) y la demanda (más de setecientos hombres). Los
que habían dejado atrás mujer, novia o amante, esperaban con ávida
impaciencia las visitas familiares que el Ejército tenía por costumbre organizar
de vez en cuando y los que no, debían buscarse la vida.
Salvo raras excepciones, que por supuesto siempre las hay, en general las
cocineras del Ejército eran poco agraciadas, pero «a buena hambre no hay mal
pan». Había una en particular en Las Ánimas cuya magnífica fealdad era
suprema. Era de talla baja y obesa, como suele ser característico en su oficio.
140
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
La primera vez que la vi quedé paralizado por su fastuosa fealdad: «es igualita
a Hermelinda Linda», me dije. Tosca de modales, me sirvió la ración del rancho
con hastiada indiferencia. Desde los primeros días, la Tuerta quedó descartada
por unanimidad por la tropa para cualquier tipo de amancebamiento.
Sin embargo, conforme iban pasando los días y las semanas, fui observando
que la Tuerta iba siendo cada vez más solicitada para asuntos carnales. Los
pequeños grupos de soldados haciéndole la corte eran cada vez más
frecuentes. La Tuerta tenía caché. Se daba el lujo de escoger y despreciar. El
éxito de la Tuerta tenía una explicación simple: era la única suficientemente
promiscua como para atender a varios soldados cada noche en asuntos de
alcoba, lo hacía de buena gana y con derroche de talento según juraban
algunos besando los dedos en cruz.
Sobre la tercera semana viéndola bien no era tan fea, tenía su gracia la mujer.
Sobre la quinta semana estaba desbordada de pretendientes y sobre la sexta
semana había peleas a puñetazos por los favores de la Tuerta. Confieso que
estuve tentado a hacerle entrada, pero la competencia era mucha y muy
bragada.
Varios meses después regresé a Las Ánimas como parte de una comisión para
inspeccionar las condiciones de un contingente de conscriptos reclutados en
Managua, Masaya y Juigalpa. Para entonces ya portaba mi modesto rango de
sargento segundo. Aquellos reclutas ya llevaban quince días de entrenamiento.
A la distancia, pude ver a la Tuerta en el patio de la cocina rondada por unos
soldados, haciéndose de rogar.
141
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
24 DE DICIEMBRE 1989
Pero al acercarse las fiestas de navidad hubo una calma tensa, una tregua
extraoficial. Nadie quería tiros en esos días. Los Contras también tenían
familia.
142
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
La fiesta terminó cerca de las 23:00 horas con la mayoría bien bolos y una
minoría a media asta. Yo tenía dieciocho años, y me fui a dormir atacado por la
nostalgia. Caí rápidamente en un sueño profundo rayando la inconsciencia.
Perdí la noción del tiempo y el espacio hasta que la furia infernal de la fusilería
rompió el silencio de la medianoche. Me levanté de un sobresalto, cogí el fusil,
la pechera y salí de la covacha corriendo de pie imprudentemente. Me puse de
rodilla en tierra cerca de los compañeros y vi cómo los hombres de la trinchera
noreste de la base le disparaban a algo aniquilando las sombras de la noche
con miles de trazadoras. Se oía a los hombres gritar: «¡AHÍ VA ESE
HIJUEPUTA! VUÉLENLE VERGA». La PKM entró en acción con su ronca voz
diabólica.
A esas alturas de la balacera yo estaba esperando que de un momento a otro
empezaran a caer los morteros de 60 mm que usan los Chirizos. Nos
acercamos corriendo hasta la trinchera y vimos bajo la proyección de la luna,
una silueta homínida que como alma que lleva el diablo corría por su vida entre
una lluvia de balas. No había alambrada que lo detuviera, hasta que le chiflaba
el pelo. Yo creo que hasta le dolía la nuca (donde le pegaban los talones).
143
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Con esa frase lapidaria, la NBC iniciaba su resumen deportivo semanal al final
de los años setenta, que en Nicaragua se transmitía los domingos por la TV
nacional.
Se puede debatir largo y tendido sobre los detalles del final de la guerra en
Nicaragua, y los motivos que obligaron al arrogante FSLN a negociar con la
Contra y ceder a la presión internacional para dar elecciones libres y
transparentes, pero no es el objetivo de este relato.
145
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
LOS UN
La situación política del país hacia finales de febrero era incierta. Sandinistas
de alto rango se negaban a entregar el poder y amenazaban con continuar la
guerra. La irresponsable distribución masiva de armamento a la militancia fiel
empezó de manera desproporcionada y sin control.
En Las Piñuelas para esas fechas estábamos concentrados dos batallones: el
BLI Sócrates Sandino y el 523 de Infantería. Antes del 25 de febrero
sumábamos casi ochocientos hombres, para principios de marzo no
llegábamos a ciento cincuenta.
Aunque la situación a esas alturas era de relativa calma, los últimos meses de
1989 habían sido movidos. Hasta enero de 1990 la iniciativa en las operaciones
ofensivas la tenía el EPS y el enemigo jugaba a la guerra de guerrillas con
experta eficiencia. Los últimos combates importantes tuvieron lugar en enero
de 1990 en la zona de Banco de Siquia, Nawawás y Calzón Quemado.
Igual que la mayoría, preparé en mi mochila una muda de ropa civil, unos
zapatos deportivos y una camiseta de la UNO que me había regalado mi novia.
Siguiendo las órdenes del jefe de Batallón, prendimos fuego a toda la
documentación importante. Esa muda la cargué varios días en la mochila.
de Mando: esa mañana llegarían los Cascos Azules de las Naciones Unidas
(UN) a nuestra unidad.
Sobre las 08:00 horas dos helicópteros Bell color blanco con las siglas UN
pintadas en azul en la panza sobrevolaron nuestra unidad y siguieron de paso
con rumbo norte. Dos helicópteros MI17 nuestros aterrizaron en nuestra base,
en el lugar habitual, en una explanada a la par de las baterías de misiles Grad
1-P.
Los militares de las UN se dirigían donde los Primos para coordinar los detalles
para iniciar el proceso de paz y desmovilización. Sobre las 11:00 horas los dos
Bell de la UN aterrizaron en nuestra base. Los estábamos esperando. Unos
militares españoles con boinas azules bajaron de la nave. Toda la Plana Mayor
formada nos cuadramos y el jefe de Batallón le brindó al oficial al mando el
saludo que exige la cortesía militar. Un coronel español nos pasó revista
invitado por el Jefe. Era un hombre canoso más alto que yo, flaco, enfundado
en un impoluto uniforme de fatiga con todas sus insignias bien colocadas, sus
metales brillantes y sus botas bien lustradas. Era la viva imagen de la
academia militar. Nosotros aunque en correcto porte y aspecto, teníamos los
uniformes sucios por varios días de trinchera, las botas lodosas y todo nuestro
equipo encima (mochila, fusil y arnés de combate). El hombre se detuvo frente
a mí, me observó de pies a cabeza, me sonrió, volteó y exclamó en voz alta sin
cortarse un pelo: «Este es un ejército de niños». Yo en disciplinada posición de
firme pensé para mis adentros: ¿Ejército de niños? Me acordé de su santa
madre con una frase grosera.
En realidad aquel chele tenía algo de razón: yo tenía dieciocho años, el jefe de
Batallón, uno de los oficiales más condecorados que conocía hasta entonces
tenía veintinueve años (creo que era el mayor de todos).
Los Bell de la UN eran tripulados por pilotos civiles costarricenses, que sin
perder mucho el tiempo empezaron a platicar con los nuestros. El contraste era
descomunal: nuestros pilotos sumaban cada uno más de seis mil horas de
vuelo en combate, pilotaban MI-17 y MI-24 y cobraban el equivalente US$ 20 al
mes. Los pilotos ticos hablaban de seiscientas horas de vuelo civil y cobraban
US$ 4000 al mes más gastos.
Para agasajar a los visitantes, el Jefe mandó a pasar a mejor vida a uno de los
chanchos que teníamos en reserva. Eran unos chanchos peludos que parecen
cruzados con saíno, todos trompudos y feos. Las cocineras prepararon una
comida buena (dentro de las circunstancias). El coronel español con la
educación y formalidad que todo caballero oficial tiene el deber de manejar,
declinó con elegancia la invitación apoyándose en su reglamento: ellos
portaban su propia alimentación. De uno de sus helicópteros bajaron unos
termos con raciones calientes y otro con bebidas frías. Yo tenía años de no ver
147
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
una Pepsi Cola enlatada, y aquellos extranjeros las llevaban por docenas.
Durante unos minutos le estuve velando la Pepsi a unos de los ticos: cuando la
abrió, de la lata escapó ese sonido que produce el gas a presión, acompañado
de una pequeña bruma de condensación por lo frío del contenido. Aquella
Pepsi hasta sudaba de lo helada que estaba. Tragué saliva y bajé la mirada
hacia el pinolillo matarratas que resignadamente meneaba en la taza de mi
cantimplora. Volvía a ver la Pepsi del tico y mi pinolillo, la Pepsi del tico y mi
pinolillo, la Pepsi, pinolillo. Me sonreí a mí mismo y me dije: «perra vida».
Después de comer el coronel español sacó una radio de mochila muy potente y
mandó colocar un cordón antena en la copa de un guanacaste. Supuestamente
se comunicó con el Estado Mayor del FDN en Honduras para coordinar sus
asuntos. No sé si realmente lo hizo con Honduras, porque desconozco si una
radio de la época podía hacer eso sin repetidor, pero el hombre se puso a
hablar con el FDN. Después del mediodía se fueron, el coronel dejó órdenes
claras: teníamos cuatro días para recoger nuestros bártulos y abandonar la
zona, de ahora en adelante iba a ser zona de desmovilización del enemigo.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
AZÚCAR AMARGO
Los acuerdos de paz y los detalles de su ejecución fueron atados en las altas
esferas, a nivel de las unidades de combate la ignorancia coyuntural se paliaba
a golpe de rumores. Nadie sabía a ciencia cierta qué estaba pasando y en qué
iba a terminar todo. Nos limitábamos a cumplir órdenes y las últimas recibidas
del mando de la Brigada eran evacuar la zona inmediatamente y cederla al
enemigo bajo la supervisión de los cascos azules.
El camino estaba polvoso, a esas alturas del año la estación seca estaba en su
punto álgido y el maltrecho camino ralentizó el avance del interminable convoy.
En río Sucio se nos unió parte de lo que quedaba de la 50 ATC que se
trasladaba a Villa Sandino. Nos tomó todo el día, desde la 07:00 horas hasta el
atardecer, llegar a La Libertad. Ahí dormimos.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
El ambiente entre los hombres era de fiesta, de alegría. Todo el mundo sin
excepción sonreía, todos queríamos regresar a casa.
Para no dormir en el camión, el jefe de Plana del Batallón me dio posada donde
una querida suya que tenía una casa ahí. La mujer muy amable y hospitalaria
me tendió una tijera en la sala de su casa y dormí como un bendito.
Los burdeles del pueblo estaban siempre a tope. En ese tiempo había una calle
cerca de la salida a San Pedro del Lovago en donde de cada diez casas, veinte
eran cantinas de mujeres. Un pequeño ejército de prostitutas autónomas hacía
la calle a orillas de la carretera, cerca de la gasolinera. Un grupo de soldados
contrató a un par de ellas y las instalaron en una tienda de campaña en la
retaguardia. Durante dos o tres días un pelotón estuvo copulando a tiempo
completo con las dos mujeres, cuyas edades rondaban los diecisiete años.
Pero es que los soldados también tenían más o menos la misma edad, y la vida
150
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Una mañana llegó el jefe de la Brigada. Nos llamaron a formación. Todas las
tropas de la otrora más grande brigada de la 5.a Región Militar constituíamos a
duras penas el equivalente a un batallón de infantería, con muchas ganas de
largarnos a casa y ninguna moral combativa. El jefe de la Brigada, flanqueado
por algunos oficiales de su Estado Mayor, habló a la tropa. Al frente de lo que
quedaba de cada batallón estaban sus oficiales de mando.
En la entrada del pueblo un ZIL se paró para darme ride, venía sobre la
carretera desde sabrá Dios dónde, recogiendo el armamento y los pertrechos
que los soldados abandonaban sobre el camino y se dirigía a Juigalpa. Me subí
en la parte trasera. Iba cargado con cientos de fusiles AK, ametralladoras RPK,
PKM y aperos de guerra de todo tipo. El camión se paró unos minutos en la
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
ABRIL 1990
El capitán me invitó a pensarlo con calma con argumentos sólidos, debo decir:
afuera no había trabajo ni lo habría en los próximos meses (y no lo hubo
durante años) pues la infraestructura económica del país estaba destruida por
doce años de guerra, pues, salvo por un corto periodo de «paz» entre la
llamada Guerra de Liberación (1977-1979) y la Guerra de Los Contras (1982-
1990), los nicaragüenses destruimos el país matándonos entre nosotros como
tontos útiles en el ajedrez de la Guerra Fría. Yo tenía casi diecinueve años, una
buena experiencia militar, mucho talento y por lo tanto un futuro prometedor
dentro del Ejército si me quedaba, pero fueron precisamente esos últimos
razonamientos los que apoyaron mi decisión de no quedarme: tenía la
juventud, las ganas, la fortaleza física, mental y toda la vida por delante para
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La verdad yo tengo mucho que agradecerle a don Luis, como le llamo ahora,
con quien me une una entrañable amistad. De él aprendí que un ejército es
mucho más que un montón de soldados volando balas. Las cuatro grandes
secciones de un Estado Mayor en toda fuerza militar desde que se inventaron
los ejércitos han sido: Inteligencia, Operaciones, Comunicaciones y Logística.
Sin Inteligencia las tropas están ciegas y sordas; sin Operaciones no hay
misión ni objetivos; sin Comunicaciones están mudas, sordas y
descoordinadas; y sin Logística no comen, no cobran, no visten, no calzan, no
se transportan y no disparan. Sin logística no hay ejército. Es así de simple.
Las unidades de Estado Mayor requerían personal cualificado para poder
operar.
El Estado Mayor de la 5.ª RM, al igual que el ochenta por ciento del EPS,
estaba compuesto por personal del SMP que mantuvo lubricado y a pleno
rendimiento el centro neural de la Región: contadores, mecanógrafos, peritos
mercantiles, dibujantes, cartógrafos, topógrafos, traductores, analistas de
mapas, radiotécnicos, codificadores, radio operadores, técnicos en Kardex y
archivo, mecánicos, técnicos armeros, etc. El personal de las secciones del
Estado Mayor no dormía más de cuatro horas diarias.
La derrota cogió a los sandinistas con tal sorpresa que tuvieron que robarse
descaradamente los bienes del Estado para garantizarse la supervivencia
económica y política. Como todo sistema totalitario de izquierdas, todo el
escalafón de cuadros políticos y los militares de alto rango del FSLN vivían con
holgura a costa del Estado: durante los once años de revolución, una cantidad
desproporcionada de ellos vivió en casas de lujo confiscadas, con vehículos y
dietas asignadas, sin pagar luz, ni agua, ni teléfono, ni combustible, con
vacaciones totalmente pagadas que iban, según el cargo, desde los complejos
turísticos nacionales hasta tours por Europa del Este o las playas de Cuba.
Todo ello a costillas de engordar la deuda externa del país que se multiplicó por
diez desde que asumieron el poder en 1979. Si chocaban el carro les
asignaban otro y punto. Todos esos bienes legalmente pertenecían al Estado,
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
pero ellos eran el Estado, y nunca se les pasó por la cabeza que esa situación
era finita.
Mientras el pueblo llano hacía largas colas durante horas para obtener
productos básicos con una tarjeta de racionamiento, la burguesía sandinista se
despachaba con la cuchara grande en la Diplotienda (Tienda Diplomática),
supuestamente concebida para el uso exclusivo del Cuerpo Diplomático
acreditado en el país y para captar las divisas de los turistas extranjeros. El
nicaragüense común tenía restringido el acceso, pero los sandinistas de copete
largo hacían sus compras en la «Diplo», con dólares en la mano y sirvientas
uniformadas empujándoles el carrito. Eso yo lo vi con mis propios ojos.
Recuerdo que mi viejo decía: «Los comunistas lo quieren todo sólo para ellos y
no le dejan nada a uno, sólo les gusta lo bueno, les encanta comprar cosas
gringas de donde “los enemigos de la humanidad” y a uno lo humillan por una
libra de frijoles».
Los pocos clases y oficiales que aún estábamos ahí pasábamos el día oyendo
radio y tomando el fresco sentados en algún taburete de madera hablando
bellacadas esperando la hora de ir a comer, hacer «la hora del ministro» y por
la tarde irse cada uno a su casa o su covacha. Como soy de Juigalpa me iba a
dormir todos los días a mi casa. La jerarquía en el comedor se redujo
notablemente: los suboficiales comíamos junto a los jefes y oficiales, y los
soldados en el antiguo comedor de clases. Como éramos «pocos los diablos y
mucha el agua bendita» la comida mejoró significativamente.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Así se refería mi madre a algunos recuerdos míos del SMP. Casi un cuarto de
siglo después de la guerra, luego de que ella falleciera, hurgando entre sus
cosas y documentos encontré, para mi sorpresa, mi último sombrerito de
cachorro y mi placa de perro. Estaban junto al sombrero de traje formal de mi
abuelo, con algunos poemas manuscritos y fotografías antiguas. Me sonreí al
ver esos objetos que para mí representan recuerdos nostálgicos de una época
que si bien es cierto fue muy dura, también forjó nuestra mente y nuestra alma,
para bien y para mal. Mirando hacia el pasado, buscándole el lado amable,
creo que el balance general fue positivo para los que salimos en una pieza,
pues la experiencia militar, queramos o no, es una escuela que forja el carácter
y la consciencia, pero sobre todo nos dio otra forma de ver y amar la vida. No
puedo decir lo mismo de los miles de hombres que hoy día arrastran sus
lesiones totalmente olvidados por el Gobierno que les robó la vida y la juventud,
ni de los padres que perdieron a sus hijos en esa guerra que ya no representa
nada para las nuevas generaciones.
Fueron tiempos difíciles, que hoy sólo son recuerdos lejanos para una
generación que ya es historia, nos guste o no admitirlo. La última vez que
estuve en Nicaragua, por primera vez fui consciente de ello. Sin querer
queriendo me di cuenta que más de la mitad de mis condiscípulos de los años
mozos ya son abuelos. Han nacido ya dos generaciones para quienes la guerra
no es más que historia antigua.
Mi madre odiaba mis recuerdos del Ejército, y por eso me sorprendió encontrar
esas cosas. Tiró a la basura mis uniformes, insignias y un par de botas junglas
que guardé en una caja para la posteridad y que, según yo, estaban en el
mismo rincón del armario donde los dejé y que años después supe que los
había botado. «Todo eso lo boté, ¿para qué quería tener eso ahí?», me dijo
con cara de repulsa el día que le pregunté por la ausencia de mis objetos
militares.
Lo único que se salvó del basurero fue mi vieja mochila ALICE la cual mi viejo
conservó en su armario. Esa ALICE la heredé de mi hermano, quien la usó
durante sus casi tres años de servicio militar, y me la dio cuando llegó mi turno.
Ese modelo era infinitamente superior a las del Ejército, las cuales no eran más
que rústicos costales de lona gruesa, permeables al agua y con arneses
incómodos que herían los hombros con el peso, a los cuales apodábamos
«sacos mantequilleros», en alusión a los costales de filtrar nata de leche para
hacer mantequilla de costal. Usé esa ALICE durante mis años en el SMP; la
usé durante todos mis años de universitario; me la llevé a Estelí con la brigada
médica cuando el desastre del huracán Mitch en 1998 y la seguí usando en la
Unidad Especial de Desminado del EN cuando me reenganché como médico
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Colgado dentro del armario de mi padre también estaba el capote poncho que
usé durante la misión del huracán Mitch. Sonreí nuevamente. Mi viejo y yo
somos almas gemelas, y hablo en presente porque aunque él físicamente está
muerto, sigue estando a mi lado en cada momento y situación: en cada gira en
moto, en cada conducción extrema, en cada momento difícil, fácil, amargo o
feliz, en cada decisión importante. Fue mi gran maestro de vida, aprendí de él
tantas cosas buenas y sabias, que son difíciles de enumerar. Procuro aplicar
sus enseñanzas en cada situación, me han sido invaluables a lo largo de la
vida, y en mis tiempos en el ejército valieron su peso en oro. Cuando le
comuniqué a mis padres mi decisión de alistarme, él no se opuso, y procuró
tranquilizar a mi madre, quien le increpaba furiosa a no permitirlo, diciéndole
una frase resignada que se me grabó en la memoria para siempre: «Déjalo que
se vaya, nadie escarmienta por cabeza ajena».
Usé ese Seiko 5 durante todo el Servicio sin un fallo, soportando todo tipo de
maltratos en el uso diario. Lo usé durante once años sin quitármelo ni para
ducharme, ni para nadar, ni para dormir. De vez en cuando lo mandaba a
limpiar donde Cuyú, que era uno de los mejores relojeros de Juigalpa en
aquellos tiempos. Aguantó accidentes en moto, derrames de gasolina y golpes
de toda índole. Al final de los años noventa, mientras esperaba el cambio de
luces en un semáforo en Managua con la ventanilla abierta, un delincuente
infantil estuvo a punto de arrancármelo. Decidí entonces jubilarlo y guardarlo
como recuerdo de mi padre. Aún lo conservo y funciona como el primer día.
Hace unos años lo envié al servicio técnico oficial de Seiko en Madrid para
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Mi madre tenía razón en odiar todo lo que representara esa época, que fue
muy dura para ella, muchísimo más de lo que fue para nosotros. De sus cuatro
hijos varones, tres participamos en diferentes momentos en las dos últimas
guerras civiles nicaragüenses, que se trata de la misma guerra en dos fases.
Yo soy el menor, y por eso la vi rezar angustiada durante años, bajando los
santos del cielo orando por mis hermanos. Rosario tras rosario, novena tras
novena, rezando de rodillas frente al pequeño altar de su Virgen de Guadalupe,
el cual mantuvo en su cuarto hasta el final de sus días. Lógicamente no la vi
rezar por mí, ni hacía falta. Con ella siempre tuvimos un nexo telepático
inexplicable, un cordón umbilical invisible que la hacía presentir con misteriosa
certeza nuestra situación en cada momento. Algunas veces, cuando yo llegaba
en los helicópteros al Hospital Militar o a Las Colinas y podía pasar por la casa,
sobre la cocina estaba el perol con el arroz con leche recién preparado, y ella
sentada en su mecedora en la acera esperándome: «¿VES? ¡Yo sabía que en
esos chunches venía Roberto!», le decía a mi viejo llena de orgullosa alegría.
Estas últimas líneas se las dedico a ella, a mi madre, y a todas las madres que
derramaron ríos de lágrimas por los hijos, vivos o muertos, que participaron en
nuestra maldita guerra civil nicaragüense.
162
Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
EPÍLOGO
Descubrí sin querer queriendo, como decía Chespirito, que desahogar el alma
escribiendo es una buena terapia, así que empecé a llenar página tras página
de vivencias personales, con la única intención de desahogarme, sin ánimos de
publicar nada. Dejé correr los dedos sobre el teclado sin cuidar ni la sintaxis, ni
la redacción, ni la estructura, simplemente me desahogué y guardé el
documento en una carpeta, desde la cual, conforme fueron pasando los años,
los fui extrayendo y corrigiendo uno a uno, para compartirlos con algunos
amigos y aventurarme en algún concurso de relatos cuyos resultados
confirmaron no sólo mi pobre talento para la escritura, sino también el nulo
interés que este tipo de historias despierta actualmente en la gente que sabe.
Luego empecé a compartirlos a través de las redes sociales y fueron ellos, mis
lectores on-line, quienes a base de insistencia, me convencieron para
atreverme a publicar un libro y este es el resultado.
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Roberto A. Ruiz Cruz Relatos para Casandra
Treinta años después, los miles de veteranos del Servicio Militar, llamados
«Cachorros», hemos seguido cada uno nuestro camino, como es lógico.
Muchos miramos a ese pasado que, nos guste o no, forjó nuestras vidas, para
lo bueno y para lo malo, recordando a compañeros que no tuvieron la suerte de
sobrevivir, y a los que vivos, pero anclados a sillas de ruedas y orinando en
bolsas, luchan cada día, olvidados por el sistema que les robó la juventud.
También hay muchos que siguen fieles a los colores de su Partido, y que
probablemente descalifiquen estos comentarios, algo que por supuesto no me
importa, pues como dice mi paisano chontaleño Justiniano Pérez, es hora de
soltar el lastre de la mochila.
164
GLOSARIO
A
Agarra vara (Jerga): Adj. crédulo, iluso, tonto. Dícese del que se cree los embustes. ∙ 83
AK: Fusil Avtomat Kalashnikov. ∙ 19, 28, 31, 43, 52, 53, 82, 104, 105, 110, 123, 126, 127, 137, 152
Alas: marca nacional de cigarrillos sin filtro, fabricados con tabaco cuya calidad no servía para la exportación y eran
destinados al consumo nacional. ∙ 89, 123
ALICE: All‐Purpose Lightweight Individual Carrying Equipment. ∙ 137, 159, 160
ASA: ASS o ácido acetilsalicílico. ∙ 19
ATC: Agrupación Táctica de Combate, compuestas por tres BLI. ∙ 114, 115, 149
B
Balinera: rodamiento. ∙ 61
Balineras: rodamiento. ∙ 61
BAO: Base de Apoyo Operacional. ∙ 126, 144, 149
Barco (Jerga): encomienda o aliño que contiene víveres, ropa y enseres de aseo personal. ∙ 100
Barrilete: cometa. ∙ 60
Batallón: unidad formada por varias compañías (véase brigada).. ∙ 15, 22, 27, 35, 37, 63, 64, 65, 71, 74, 75, 78, 82,
83, 90, 115, 123, 124, 128, 129, 130, 131, 133, 134, 136, 142, 145, 151
BI: Brigada de Infantería. ∙ 87, 114, 115
BLC: Batallón Ligero Cazador. ∙ 39, 114
BLI: Batallón de Lucha Irregular. ∙ 87, 114, 133, 134, 146
Brigada: unidad integrada por varios batallones. ∙ 86, 114, 121, 124, 133, 134, 136, 146, 149, 150, 151, 152
Bróder (nicaraguanismo, del inglés brother): término coloquial de camaradería. ∙ 29, 94, 106
Ch
Chagüite: mata de plátano o banano. ∙ 113, 138
Champa: tenderete improvisado para dormir. ∙ 15, 17, 44, 48, 53, 64, 140, 151
Chapiollo (nicaraguanismo): adj. desp. [Dicho de alguien o algo] que es de baja calidad (Academia Nicaragüense de
la Lengua). ∙ 56
Charnel (Argot millitar): esquirla, metralla. ∙ 106
Chela: persona de piel blanca, de cabello claro o rubio. ∙ 136
Chele: masculino de chela. ∙ 142, 147
Chinameras ∙ Véase chinamo
Chinamo: cantina de mala muerte, barraca improvisada donde se expende alcohol y se baila. ∙ 69, 129
Chiquita. ∙ Véase La chiquita.
Chirizas (Coloquial) vérselas chirizas: verse en dificultades. ∙ 162
Chirizo: cabello lacio y parado ∙ 38, 143
Chirizos (sustantivo coloquial): soldados de la Contra. ∙ 25, 35, 36, 126, 128, 137, 143
Chiva: colilla de cigarrillo. ∙ 89; expresión de precaución, alerta ante el peligro. ∙ 21, 127
Chunche: palabra genérica que en el habla popular nicaragüense se usa como sustantivo para nombrar objetos de
cualquier naturaleza. ∙ 161
C
CIAV: Comisión Internacional de Apoyo y Verificación. ∙ 156
Clavo (Jerga): problema, lío. ∙ 104
Clutch (Embrague): Jerga. Estar loco, enajenado mental, transtornado psicológicamente. ∙ 106
CNAC: Casa Nacional de Apoyo al Combatiente. ∙ 104, 105
Cochón (Habla popular): homosexual. ∙ 65, 133
COI: Jefe de Compañía o Compañía. ∙ 13, 22, 23, 25, 27, 29, 39, 68, 81, 82, 143
Colochón (Habla popular): cabello rizado. ∙ 100
165
Comando Regional: unidad del Ejército de la Resistencia Nicaragüense (ERN) integrada por varias Fuerzas de Tarea. ∙
39, 124
Comona/Comón (Argot): radio operador, personal de comunicaciones. ∙ 130, 131, 132, 133, 134, 140, 142
Compañía: unidad formada por dos o más pelotones (véase batallón). ∙ 13, 14, 15, 23, 27, 31, 33, 35, 36, 37, 62, 64,
65, 66, 69, 70, 72, 76, 77, 81, 82, 83, 93, 95, 114, 119, 120, 124, 128, 134, 142
COPETE: Compañía Permanente Territorial. ∙ 62, 143
Cotorro (Jerga): coto, amputado. ∙ 106
Covacha (Argot): barracón. ∙ 47, 94, 132, 143
CRAC: Casa Regional de Apoyo al Combatiente. ∙ 112, 113
CRN: Cruz Roja Nicaragüense. ∙ 108
Cuarta: palmo. Distancia desde el extremo del pulgar al del meñique (RAE, Edición Tricentenario on‐line,
actualización del 2017). ∙ 106
Cusuco: armadillo (Dasypodidae). Operación cusuco (Jerga) cavar a toda prisa con las manos para esconderse. ∙ 32
Cususa: licor de maíz. ∙ 20, 119, 142
D
Despalados (nicaraguanismo): de despale (talar). ∙ 79
E
Ebro: versión española del Jeep CJ‐3 americano, fabricado bajo licencia. ∙ 61
EEBI: Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería. ∙ 61
EN: Ejército de Nicaragua. ∙ 159
EPS: Ejército Popular Sandinista. Fue el ejército oficial de Nicaragua de 1979 a 1990. ∙ 103, 108, 114, 137, 140, 144,
146, 149; Ejército Popular Sandinista. Fue el Ejército oficial de Nicaragua de 1979 a 1990. ∙ 5, 49, 50, 81, 84, 87,
96
Escuadra: unidad básica funcional de la infantería, formada por entre ocho y doce hombres (véase pelotón). ∙ 13,
14, 15, 19, 23, 25, 27, 41, 49, 52, 54, 68, 85, 143
F
FAL: Fusil Automático Ligero. ∙ 137, 138
FDN: Fuerza Democrática Nicaragüense, conocidos como Contras. ∙ 62, 63, 146, 148, 149
FSLN: Frente Sandinista de Liberación Nacional; movimiento guerrillero que derrotó militarmente a la GN en 1979.
Luego se convirtió en Partido Político y gobernó el país desde 1979 a 1990. ∙ 108, 142, 144, 155, 157, 161
Fuerza de Tarea: unidad equivalente a un batallón ligero de infantería, entre 260 y 300 hombres. ∙ 137
G
Gallopinto: arroz y frijoles revueltos. Comida típica centroamericana. ∙ 48
GGL: Gaspar García Laviana. Cura español que se unió al FSLN como guerrillero. Fue muerto en acción en 1978. Un
Batallón Ligero Cazador fue bautizado con su nombre como homenaje. ∙ 39
GN: Guardia Nacional de Nicaragua. Fue el ejército de Nicaragua desde 1928 a 1979. ∙ 111; Guardia Nacional de
Nicaragua. Fue el ejército de Nicaragua desde 1928 a 1979. ∙ 108; Guardia Nacional de Nicaragua. Fue el Ejército
de Nicaragua desde 1928 a 1979. ∙ 61, 62
Guardia vieja (Argot): limpiar y engalanar la base rápidamente, generalmente de improviso. ∙ 92
Guaro: bebida alcohólica de cualquier naturaleza. ∙ 24, 34, 129, 143
I
IFA (Industrieverband Fahrzeugbau): camión de ocho toneladas de fabricación alemana (RDA). ∙ 35, 97
IFAGAN: Fondo IFAGAN de Desarrollo Ganadero, S. A., empresa propiedad del Gobierno de Nicaragua fundada en
1973 y disuelta en 1980 por el gobierno sandinista. ∙ 53
INCEI: Instituto Nacional de Comercio Exterior e Interior. ∙ 48
INCH: Instituto Nacional de Chontales. ∙ 58, 59
166
J
Jeme: distancia que hay desde la extremidad del dedo pulgar a la del índice, separado el uno del otro todo lo
máximo posible (RAE, Edición Tricentenario on‐line, actualización del 2017). ∙ 94
JS19J: Juventud Sandinista 19 de Julio. ∙ 115
Juventud: Juventud Sandinista. ∙ Véase JS19J
L
La chiquita: celda de castigo especialmente pequeña concebida para ser lo más incómoda posible. ∙ 85, 134
Libretiarse (Jerga militar): ausentarse sin permiso. ∙ 85
M
Maje (Jerga popular): individuo, sujeto, persona indeterminada. ∙ 66, 92, 124
Marías rurales ∙ Escúchese la canción María Rural interpretada por el grupo Pancasán, original de Arlen Siu.
Mezquino: verruga vulgar de pequeño tamaño. Esta acepción no la recoge el diccionario de la RAE, pero es de uso
común en los países de Mesoamérica. ∙ 94
MINT: Ministerio del Interior. ∙ 62
Mocho (Jerga popular): cortado, amputado, operado. ∙ 58, 105
Monimbó: barrio indígena de la ciudad de Masaya. ∙ 61
Montar en la burra (Jerga): pegar una paliza. ∙ 99
Motete (del náualt): Mo‐tetech. Un envoltorio o paquete de ropa u otra cosita, simplemente y no bien empacado.
Revista del Pensamiento Centroamericano No. 175, Nicaragua, 1982. ∙ 52
Moto ∙ Véase: Ternero moto.
N
Nacionales (Argot militar de la época): reclutas procedentes de los departamentos de Chinandega, León, Managua,
Masaya, Granada, Carazo y Rivas. Generalmente eran destinados a los BLI. Cobraban solamente el 40% de la
paga, el 60% restante se suponía debían cobrarlo sus familias, cosa que prácticamente no sucedía. ∙ Véase
Territoriales.
Nawawás: toponimia originaria de la lengua de los Sumus. Se ha castellanizado en algunos mapas como Nauawás. ∙
119, 120, 137, 146, 149
NPO (Argot médico): Nada Por vía Oral. ∙ 73, 109
O
O y M: Organización y Movilización. Dependecia del EPS encargada de administral el personal del SMP. ∙ 86
OEA: Organización de Estados Americanos. ∙ 156
Operación Chanchera: asalto al Palacio Nacional de Nicaragua por parte de un comando sandinista que tomó como
rehenes al congreso de los diputados en pleno. ∙ 61
Oreja (Habla popular): soplón, informante. ∙ 61, 68
P
PACUSO (Jerga militar): tufo a pata, culo y sobaco. ∙ 5, 12, 55, 74, 94, 100, 122, 130, 136
Pajuelillas (Coloquial): Parásito del intestino (Enterobius vermicularis) que produce escozor en el ano. ∙ 28
Pase (Argot militar): permiso. ∙ 84, 95, 97, 114, 136, 137
Payán, payana (habla popular): sedimento que se forma en el fondo de los recipientes que contienen bebidas
hechas a base de cereales. Esta acepción no la recoge el diccionario de la RAE. ∙ 94
Pelotón: unidad formada por dos o más escuadras, generalmente tres (véase compañía). ∙ 12, 13, 14, 15, 19, 20, 22,
24, 25, 27, 28, 36, 37, 39, 40, 49, 63, 65, 72, 77, 81, 85, 130, 137, 150
Pescuzearla (Jerga callejera): meterse en serios problemas; «agarrarla del cuello». ∙ 96
Pinolillo: bebida típica nicaragüense hecha a base de maíz y cacao. ∙ 12, 15, 27, 30, 45, 47, 49, 94, 148
Piricuaco: apelativo peyorativo de los soldados del EPS y el MINT. ∙ 50, 84
167
Piris: disminutivo de piricuaco. ∙ 109
PKM: Ametralladora Kalashnikov Modernizada, homóloga rusa de la M60 americana. ∙ 20, 25, 26, 27, 28, 29, 31, 36,
82, 119, 143, 152
Placas de perro: dog tags, placas de identificación. ∙ 112, 159
Plumeó, plumeárselas (Coloquial): huír, escapar. ∙ 162
Político: oficial de la Sección Política. Comisario Político. ∙ 65, 66, 81, 83
Prevención: Polícia Militar. ∙ 14, 79, 117
Primos (coloquial): soldado de la Contra. ∙ 26, 28, 32, 35, 39, 67, 119, 146, 147
Pulpería: tienda de ultramarinos. ∙ 40, 45, 60, 118
R
RAAN: Región Autónoma del Atlántico Norte. ∙ 114
RASO: Reunión de Análisis de la Situación Operativa. ∙ 124
Región Militar: en el EPS era el equivalente a una División. ∙ 84, 86, 87, 111, 114, 140, 142, 145, 151
RM: Región Militar. ∙ 93, 105, 111, 112, 114, 154, 155
Roconola: sinfonola, gramófono, jukebox, Rock‐ola. Funciona con monedas. ∙ 85
RPK: Ametralladora liviana Ruchnoy Pulemet Kalashnikova. ∙ 152
S
Salazares: soldados pertenecientes a los Comandos Regionales Jorge Salazar del FDN. Constituyeron una de las
fuerzas más aguerridas del Ejército de la Resistencia Nicaragüense. ∙ 39, 137, 142
Sapo (Jerga): chivato, delator, lengua larga. Adulador, servil y rastrero. ∙ 67, 82, 83, 89
Seguridad: Dirección General de la Seguridadel Estado (DGSE) servicio de Inteligencia del Ministerio del Interior. ∙
25, 40, 84
SMP: Servicio Militar Patriótico, eufemismo del Servicio Militar Obligatorio. ∙ 91, 95, 103, 155, 159
Suampal, suampo: pantano. Fonética del anglisismo swamp. ∙ 126
T
Tapas de chibola: chapas de refrescos. Corcholatas. ∙ 59, 88
Ternero moto (coloquial): huérfano de madre. ∙ 41
Territoriales (Argot militar de la época): reclutas procedentes de los departamentos de Chontales, Boaco,
Matagalpa, Jinotega, Estelí, Madriz, Nueva Segovia, Zelaya y Río San Juan. Eran destinados a los BLC, COPETE y
BI. Cobraban el 100% de la paga bajo el supuesto que estaban cerca de sus casas y podían dar dinero a sus
familias directamente. ∙ Véase Nacionales.
Tijera: cama típica en el campo. ∙ 52, 150
Tira‐toallas (Jerga militar): apelativo burlesco de los soldados de las unidades de retaguardia. ∙ 106, 113
U
UAZ: vehículo militar liviano, homólogo ruso del Jeep americano. ∙ 22, 40, 97, 98, 103, 104
UN: The United Nations. ∙ 146, 147, 156
UNO: Unión Nacional Opositora. Coalición Política que derrotó al FSLN en las elecciones de 1990. ∙ 146
UPE: Unidad de Producción Estatal. ∙ 156
V
Vergazos (Jerga callejera): golpes. ∙ 101
W
Wacho (Jerga): corazón. Fonética de watch (reloj). ∙ 92
168
Z
ZIL: camión militar soviético de tres ejes, con tracción en las seis ruedas. ∙ 22, 25, 40, 120, 149, 152
169