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NOCHE
Gabriel Quiñonez Arellano
Mta: Alejandra Cadena Luja
1er semestre
Música
Santiago de Queretaro, Qro.
INDICE
INDICE..................................................................1
INTRODUCCIÓN...................................................2
PREFACIO.............................................................2
LOS MISTERIOS DEL GUSANO..............................3
EL ÚLTIMO TURNO...............................................4
MAREJADA NOCTURNA.......................................4
SOY LA PUERTA....................................................5
LA TRITURADORA.................................................6
EL COCO...............................................................6
LA MUJER DE LA HABITACIÓN.............................7
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Santiago de Queretaro, Qro.
INTRODUCCIÓN
A menudo, en las fiestas (a las que evito concurrir siempre que puedo)
alguien me da un fuerte apretón de manos, sonriendo, y después me dice,
con aire de jubilosa conspiración: «Sabe, siempre he deseado escribir.»
Antes, yo trataba de ser amable. Ahora contesto con la misma regocijada
excitación: «Sabe, siempre he deseado ser neurocirujano.» Me miran con
perplejidad. No importa. Últimamente circula por el mundo mucha gente
perpleja. Si quieres escribir, escribes. Sólo escribiendo se aprende a escribir. Y
ése, en cambio, no es un buen sistema para enfrentarse a la neurocirugía.
Stephen King siempre ha deseado escribir, y escribe. Así escribió Carne y La
hora del vampiro e Insólito esplendor y los buenos cuentos que leeréis en
este libro, y una cantidad fabulosa de otros cuentos y libros y fragmentos y
ensayos y otros materiales inclasificables, la mayoría de los cuales son tan
espantosos que nunca se publicarán. Porque así es como se hace. No hay
otro sistema. La diligencia compulsiva es casi suficiente. Pero no es todo.
Debes tener apetito de palabras. Glotonería. Deseos de revolearte en ellas.
Debes leer millones de palabras escritas por otros. Debes leerlo todo con
envidia devoradora o con hastiado desdén. Casi todo el desdén hay que
reservarlo para quienes disimulan la ineptitud detrás de largas palabras, de la
sintaxis germánica, de los símbolos obstructores, sin ningún sentido de la
narración, del ritmo y de los personajes. Después debes empezar a conocerte
muy bien a ti mismo, tanto como para empezar a conocer a los demás. En
cada persona con la que tropezamos en la vida hay algo de nosotros.
PREFACIO
Hablemos, usted y yo. Hablemos del miedo. La casa está vacía mientras
escribo. Fuera, cae una fría lluvia de febrero. Es de noche. A veces, cuando el
viento sopla como hoy, se corta la electricidad. Pero por ahora tenemos
corriente, así que hablemos muy sinceramente del miedo. Hablemos de
forma muy racional de la aproximación al filo de la locura... y quizá del salto
al otro lado de ese filo. Me llamo Stephen King. Soy un hombre adulto, con
esposa y tres hijos. Los amo y creo que este sentimiento es correspondido.
Soy escritor y mi oficio me gusta mucho. Mis ficciones —Carrie, La hora del
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Santiago de Queretaro, Qro.
EL ÚLTIMO TURNO
Viernes, dos de la mañana. Cuando Warwick subió, may estaba sentado en el
banco contiguo al ascensor, el único lugar del tercer piso donde un pobre
trabajador podía fumarse un pitillo. No le alegró ver a Warwick.
Teóricamente, el capataz no debía asomar las narices en el terreno durante
el último turno. Teóricamente, debía quedarse en su despacho del sótano,
bebiendo café de la jarra que descansaba sobre el ángulo de su escritorio.
Además, hacía calor. Era el mes de junio más caluroso que se recordaba en
Gates Falls, y el termómetro de la Orange Cruz que también colgaba junto al
ascensor había alcanzado en una oportunidad los treinta y cuatro grados a las
tres de la mañana. Sólo Dios sabía qué clase de infierno era la tejeduría en el
turno de tres a once. Hall manejaba la carda: un armatoste fabricado en 1934
por una desaparecida firma de Cleveland. Sólo trabajaba en la tejeduría
desde abril, de modo que todavía ganaba el salario mínimo de un dólar con
setenta y ocho céntimos por hora, a pesar de lo cual estaba satisfecho. No
tenía esposa, ni una chica estable, ni debía pagar alimentos por divorcio.
MAREJADA NOCTURNA
Cuando el tipo estuvo muerto y el olor de su carne quemada se hubo
despejado del aire, volvimos todos a la playa, Corey tenía su radio, uno de
esos aparatos de transistores del tamaño de una maleta que se cargan con
cuarenta filas y que también pueden grabar y reproducir cintas
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SOY LA PUERTA
Richard y yo estábamos sentados en el porche de mi casa, mirando las dunas
del Golfo. El humo de su cigarro se enroscaba mansamente en el aire,
alejando a los mosquitos. El agua tenía un fresco color celeste y el cielo era
de un color azul más profundo y auténtico. Era una combinación agradable.
—Tú eres la puerta —repitió Richard reflexivamente—. ¿Estás seguro de que
mataste al chico... y de que no fue todo un sueño? —No fue un sueño. Y
tampoco lo maté... ya te lo he explicado. Ellos lo hicieron. Yo soy la puerta.
Richard suspiró. —¿Lo enterraste? —Sí. —¿Recuerdas dónde? —Sí. —Hurgué
en el bolsillo de la pechera y extraje un cigarrillo. Mis manos estaban torpes,
con sus vendajes. Me escocían espantosamente—. Si quieres verla, tendrás
que traer el «buggy» de las dunas. No podrás empujar esto —señalé mi silla
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LA TRITURADORA
El agente Hunton llegó a la lavandería en el mismo momento en que partía la
ambulancia..., lentamente, sin hacer sonar la sirena ni centellear las luces.
Ominosa. Dentro, la oficina estaba atestada de personas que se
arremolinaban, silenciosas, algunas de ellas llorando. La planta propiamente
dicha estaba vacía. Ni siquiera habían detenido las grandes lavadoras
automáticas del fondo. Esto aumentó la desconfianza de Hunton. La multitud
debería haber estado en la escena del accidente, no en la oficina. Así eran las
cosas: el animal humano tenía la necesidad instintiva de ver los despojos. Por
tanto, el cuadro debía ser espantoso. Hunton sintió que se le crispaba el
estómago, como sucedía siempre que se encontraba con un accidente muy
cruento. Los catorce años que había pasado limpiando restos humanos de las
carreteras y las calles y las aceras al pie de edificios muy altos no habían
bastado para aquietar la convulsión de su estómago, la sensación de que algo
abyecto se le había apelmazado ahí dentro. Un hombre vestido con una
camisa blanca vio a Hunton y se le acercó renuentemente. Parecía un búfalo,
con la cabeza inclinada hacia delante entre los hombros, con las venas de la
nariz y las mejillas rotas ya fuera por obra de la alta tensión sanguínea o por
un exceso de pláticas con la botella marrón. Se esforzaba por articular las
palabras, pero después de dos ensayos frustrados, Hunton le interrumpió
perentoriamente.
EL COCO
—Recurro a usted porque quiero contarle mi historia —dijo el hombre
acostado sobre el diván del doctor Harper. El hombre era Lester Billings, de
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LA MUJER DE LA HABITACIÓN
El interrogante es: ¿Puede hacerlo? No lo sabe. Sabe que a veces las masca,
frunciendo el rostro al sentir el horrible sabor de naranja, y de su boca brota
un ruido semejante al que producen las barras de regaliz al romperse. Pero
éstas son otras píldoras..., cápsulas de gelatina. El rótulo de la caja dice
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COMPLEJO DARVON. Las encontró en su botiquín y las hizo girar entre las
manos, cavilando. Algo que el médico le recetó antes de que tuviera que
volver al hospital. Algo para las noches que pasaban tan lentamente. El
botiquín está lleno de medicamentos, pulcramente alineados como las
pociones de un hechicero vudú. Filtros mágicos del mundo occidental.
SUPOSITORIOS FLEET. Nunca en su vida ha usado un supositorio y la sola idea
de introducirse un objeto céreo en el recto para que lo disuelva el calor del
cuerpo, lo descompone. Es indecoroso meterse elementos extraños en el
culo. LECHE DE MAGNESIA PHILIPS. FÓRMULA ANALGÉSICA ANACIN. PEPTO-
B1SMOL. Otros. Puede rastrear el curso de la enfermedad a través de los
medicamentos. Pero estas pildoras son distintas. Son iguales a las Darvon
comunes aunque en forma de cápsulas gelatinosas grises. Y son más grandes,
como las que su padre acostumbraba a llamar pildoras para caballos. La caja
dice Asp. 350 gr., Darvon 100 gr., ¿y ella podría mascarlas si él se las diera?
¿Lo haría? La casa continúa funcionando: el motor de la nevera marcha y se
detiene, la caldera arranca y se apaga, de vez en cuando el cuclillo se asoma
quejosamente por la puertecita del reloj para anunciar la hora o la media.
Supone que después de que ella muera les tocará a Kevin y a él detener los
mecanismos de la casa. Sí, ella se ha ido. Toda la casa lo dice. Ella está en el
Central Maine Hospital, en Lewiston. Habitación 312. Se internó cuando el
dolor se hizo tan intenso que ya no podía ir a la cocina y prepararse su propio
café. A veces, cuando él la visitaba, ella se quejaba sin darse cuenta. El
ascensor sube chirriando y a él se le ocurre examinar el certificado azul de la
cabina. Éste especifica que el ascensor es seguro, con o sin chirridos. Ahora
hace casi tres semanas que ella está aquí y hoy le han practicado una
operación llamada «cortotomía». No está seguro de que se escriba así, pero
así es como suena. El médico le explicó a ella que durante la «cortotomía» se
inserta una aguja en el cuello y después en el cerebro. Le explicó también
que es como clavar un alfiler en una naranja y pinchar una pepita. Cuando la
aguja se ha introducido en el centro del dolor, transmiten una señal de radio
a la punta del instrumento y dicho centro se desintegra. Como si
desenchufaran un televisor. Así el cáncer que le devora el vientre dejará de
fastidiarla. La imagen de esta operación lo altera más que la de los
supositorios que se derriten cálidamente en el ano. Le hace pensar en un
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tejidas con borlas peludas. Su madre tiene un par de éstas. Los pacientes le
hacen evocar la película de terror La noche de los muertos vivientes.
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