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1 Es la misma dificultad que recalca Andrés Torres Queiruga, en los estudios del fenómeno religioso, al hablar de
“ciencias de la religión”, puesto que también en este caso ambos términos adquieren significados diversos y muchas
veces disímiles. Por eso, prosigue Torres Queiruga, en su defecto, se han oído voces a favor de una “ciencia de las
religiones”; otros enfatizan el carácter plural del primer término, y hablan de las “ciencias de la religión”, y finalmente
están quienes dimensionan la pluralidad de ambas partes, y optan por referirse a las “ciencias de las religiones.
Véase Andrés Torres Queiruga. La constitución moderna de la razón religiosa. (Estella: Verbo Divino, 1992), pp. 30-
34.
historiador está limitado al testimonio que quisieron perpetuar quienes le antecedieron, los
contemporáneos para quienes los acontecimientos no fueron historia, sino más bien
contemporaneidad. Nos encontramos, en efecto, ante la imposibilidad de comprobar los
acontecimientos que nos antecedieron; la historia, desde este punto de vista, se aproxima a una
empresa imposible, puesto que el pasado, en sentido estricto, no existe más. En segundo lugar,
el historiador selecciona sus fuentes de información, descartando una serie de materiales que
no considera indispensables para elaborar su reconstrucción. En palabras de Koyré “el
historiador proyecta en la historia los intereses y la escala de valores de su tiempo: y a partir de
las ideas de su tiempo —y de las suyas propias— emprende su reconstrucción”2.
Por esa misma razón, prosigue Koyré, para comprender el desarrollo del conocimiento
científico se hace necesario profundizar en las relaciones y las mutuas influencias de la ciencia
con otras áreas del pensamiento humano como por ejemplo, la filosofía y la teología. En el
nacimiento de la ciencia moderna esta relación mutua es evidente en pensadores que fijarán los
derroteros del pensamiento moderno, como puede verse en Descartes, cuya filosofía está no
solamente vinculada con el pensamiento de Agustín de Hipona, sino también con una
perspectiva platónica —que será sostenida también por Galileo y más adelante por otros
científicos— de acuerdo con la cual el universo entero está regido por principios matemáticos.
De acuerdo con Koyré, “no se comprende verdaderamente la obra del astrónomo ni la del
matemático si no se la ve imbuida del pensamiento del filósofo y del teólogo”3.
La necesidad de colocar las obras científicas en su contexto intelectual y espiritual se
deriva de la previa comprensión de la capacidad creadora del espíritu humano. Dicho de otro
modo, la razón científica no surge en el vacío; por el contrario, se nutre de aquello que no es
ciencia, y proyecta, en mayor o menor medida, en su quehacer la realidad de su contexto, sin
que ello signifique una completa determinación social e histórica de los problemas científicos.
Desvincular la ciencia de su surgimiento histórico es, de alguna medida, presuponer que
el desarrollo de los acontecimientos opera por saltos bruscos. No obstante, como señala Koyré,
toda separación en períodos históricos no deja de ser artificial, puesto que la historia,
precisamente, no se despliega de manera discreta ni por rupturas radicales. Es, no solamente
posible y comprobable, sino también comprensible, que muchos de los problemas científicos y
filosóficos surgidos en la Modernidad hundan sus raíces en la época medieval, del mismo modo
que muchos de los problemas que actualmente son estudiados en la ciencia contemporánea
tengan sus orígenes en siglos anteriores.
2 Alexandre Koyré. Estudios de historia del pensamiento científico. México: Siglo Veintiuno Editores, 1977, p. 379.
3 Ibid., p. 5.
Con todo, precisa Koyré, tampoco es totalmente inadecuada la división de la historia en
períodos, toda vez que viendo los acontecimientos en perspectiva se pueden identificar
“parecidos de familia” en los individuos y las sociedades de una época específica. Dicho de otro
modo, la operatividad de la historia hace que sea necesaria la separación del devenir de los
acontecimientos; dicha separación se debe, entre otras cosas, a las facilidades analíticas que le
provee al historiador para aglutinar temas y problemas de épocas específicas. No obstante, por
mor a la verdad, habría que decir también que nunca ocurre una ruptura total entre los
sucesores de una determinada época histórica, tal como ya he señalado en el caso de
Descartes, y tal como puede verse en los Renacentistas, cuyos reclamos en contra del
escolasticismo medieval eran, al mismo tiempo, una vuelta a períodos aún más antiguos que el
mismo cristianismo, y cuyos problemas y métodos estaban imbuidos totalmente en el espíritu de
la época en que les correspondió vivir.
De este modo, el paso del geocentrismo al heliocentrismo coincide no solamente con la
filosofía humanista y renacentista, sino que también se ve influenciado —como se verá más
adelante— por un renovado interés en Platón, las matemáticas y la metafísica de la luz, dentro
de cuyo esquema el sol es concebido como una divinidad y, en virtud de ello, se hace necesario
que ocupe el centro del universo.
En breve, por lo dicho anteriormente queda claro que hablar de una “historia de la
ciencia” no puede ser un ejercicio que se limite a repetir acríticamente fechas, datos y
cronologías, sino una mirada que desde la historicidad humana logra percibir el desarrollo, los
problemas, las contingencias históricas de esa vasta empresa que ha sido designada con el
nombre genérico de “ciencia”, las cuales no pueden ser considerada una especie de designio
divino, como ya lo ha observado muy bien Paul Feyerabend4.
Por supuesto, si el conocimiento científico se homologa a las directrices divinas cabe ver
en la ciencia una especie de conocimiento abstracto, que sempiternamente sobrevive a los
cambios históricos. No obstante, la idea de que todo conocimiento, incluso el científico, está
determinado histórica y socialmente ha golpeado los bastiones del positivismo y ha hecho
tambalear desde diferentes flancos la idea de la ciencia como un conocimiento inamovible.
4 Paul Feyerabend. Adiós a la razón. Traducido por José R. de Rivera. Madrid: Tecnos, 2005, p. 10.
La filosofía hegeliana subyace en el fondo de esta crítica. En efecto, para Hegel (1770-
1831) todo lo real se encuentra en un continuo movimiento dialéctico, todo se afirma negando y
se niega afirmando; en otras palabras, como lo señalará más tarde Engels, uno de los aportes
más significativos de la obra hegeliana consistió precisamente en afirmar que “todo lo que
existe merece perecer”5. La historia, desde la perspectiva hegeliana, pone en evidencia el
carácter perecedero de todo lo humano; no existe nada definitivo, absoluto o consagrado; todo
está sometido al eterno devenir del logos que gobierna la historia humana. El logos, la razón
inmanente que se encuentra presente en todo lo real (“Todo lo racional es real y todo lo real es
racional”) rige el mundo en un proceso dialéctico en el que las tesis encuentran su antítesis en
un proceso siempre creciente.
Anteriormente a Hegel, Giambattista Vico (1668-1744), impresionado profundamente por
los descubrimientos y el desarrollo de las ciencias naturales, afirmó que los acontecimientos
históricos se siguen unos de otros según leyes fijas. Vico consideró tres estadios de desarrollo:
el de la fantasía, el de la voluntad y el de la ciencia; el pensador italiano anticipaba de este
modo el pensamiento ilustrado del siglo XVIII y el positivismo de los tres estadios, propuesto por
Augusto Comte.
La dialéctica hegeliana es retomada más tarde por Marx (1818-1883), sólo que, a
diferencia del “filósofo absoluto”, propondrá que no es la conciencia humana lo que determina
su ser, sino que es su ser social el que determina su conciencia, dando a entender con ello que
no existe, como lo creía Hegel, una racionalidad inmanente, un logos que gobierne al mundo.
Por el contrario, el devenir histórico está determinado y es movido por la lucha de clases.
Desde este punto de vista, Hegel y Marx pueden ser considerados los precursores
remotos de los estudios contemporáneos en historia de la ciencia. A partir de sus presupuestos
ha surgido en el siglo XX la denominada sociología de la ciencia, la cual, a su vez es un
producto derivado de la sociología del conocimiento, fundada por Kart Mannheim6.
Los desarrollos en la sociología del conocimiento y la sociología de la ciencia han
llegado a desembocar en lo que Bunge llama el “programa fuerte” de la sociología de la ciencia,
a saber, la posición filosófica, sostenida por sociólogos, historiadores y filósofos de tendencia
marxista, según la cual las ciencias naturales y el conocimiento científico está determinado por
el contexto social y económico7. Los debates en torno al externalismo y el internalismo no se
5 Friederich Engels. Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Madrid, 1969, p. 14.
6 La tesis es sostenida por Mario Bunge. Sociología de la ciencia. Traducido por Hernán Rodríguez Campoamor.
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1998), pp. 19-23.
7 Ibid.
han hecho esperar, los cuales, a su vez, han dado espacio para una serie de posiciones
mesuradas en el que ambas posiciones encuentran un punto de equilibrio.
Por último, pensadores y científicos han examinado el desarrollo de la ciencia y las
teorías científicas desde “adentro”, es decir, desde sus mismos conocimientos científicos.
Alexandré Koyré, Karl Popper, Thomas Kuhnn, Imre Lakatos, Paul Feyerabend, entre los más
destacados, han lanzados duros ataques al concepto abstracto de la ciencia, que olvida que
todo conocimiento, incluido el científico, está históricamente situado.
Ya he hecho referencia a que, de acuerdo con Koyré, los intereses, la escala de valores
y las ideas extracientíficas son puestas por el historiador de las ciencias en su relato. Esta
influencia está también en los mismos científicos y se deja ver, en mayor o menor medida, en la
creación de sus cuerpos de conocimiento. En el caso específico de la historia de la ciencia se
vuelve evidente que las reconstrucciones que se hagan de la empresa científica serán siempre
parciales y estarán en estrecha dependencia de las elecciones y los materiales de que dispone
el historiador. Koyré señala esta curiosa característica de las reconstrucciones históricas al
decir que “nada cambia más deprisa que el inmutable pasado”8.
Pero al mismo tiempo, Koyré rescata defiende la idea de acuerdo con la cual existen
problemas y teorías genuinamente científicas, así como espíritus y genios científicos cuyos
aportes no se explican de manera mecánica ni inmediata a partir del contexto en que surgieron.
De este modo, resulta interesante constatar que los más importantes desarrollos de la
geometría no se dieron, por ejemplo, en Egipto, donde la agrimensura era una técnica
necesaria para la irrigación y el cultivo de los campos; por el contrario, fue en Grecia donde se
desarrolló, y sobre todo sin ningún vínculo con alguna técnica que la operacionalizara. Lo
mismo podría decirse de la astronomía, que si bien es cierto tiene sus raíces en las
observaciones del firmamento realizadas en pueblos como el babilónico, se establece como
ciencia vinculada a las matemáticas, una vez más, en Grecia.
El positivismo científico del siglo XIX sufrió serios ataques no solamente desde la
filosofía y la historia, sino desde el plano interno de las mismas ciencias. Así por ejemplo, al
tiempo que Wittgenstein lanzaba sus duras críticas contra el positivismo lógico que él misma
había contribuido a construir con la publicación del Tractatus logico philosophicus, los físicos
descubrían que el mundo de lo infinitamente pequeño no se rige de manera absolutamente