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Ética, clase 20/03/2018

Parciales
1° Martes 26 de Junio.

2° Martes 25 Septiembre.

Aristóteles

Para él las pautas de lo que es bueno o justo es objetiva. No se le puede exigir las mismas
virtudes a un niño que a un hombre, ej. el valor. La conducta es importante en las acciones pero lo
más relevante es la imposición con la que se realizan, ej. si hago algo con valentía sin intención esta
acción no es virtuosa según Aristóteles.

Conceptos claves en Aristóteles Virtud

Fin supremo eudaimonia

Felicidad

Ética teleológica - telos = Fin


Todo ocurre para algo, con vistas a un fin.

La vida humana tiende a la eudaimonia. En el mundo todo tiende hacia su lugar natural: las
piedras tienden a ir hacia abajo, al centro de la tierra, el fuego tiene hacia arriba, el hombre tiende
hacia la eudaimonia. Las acciones éticas se realizan por si mismas pero deben conducir a la
felicidad.

Prudencia Frónesis, es la más importante de las virtudes conjuntamente con la sabiduría.

Aristóteles llama artes a todos los saberes prácticos, ej: carpintería. No es ética ni ciencia. En
el caso del carpintero importa el resultado. En el caso ético importa el proceso, la voluntad que
llevan a la acción por parte del sujeto.

Virtudes, buscar el punto medio relativo al individuo, no es la idea de los sofistas como
Protágoras. Eje. la valentía no es la misma que se le pide a un guerrero que a un niño. El punto
medio esta entre dos extremos, el exceso y el deseo. La conducta importa pero la manera que es
llevado acabo es importante. Importa el proceso de como se da el hecho y no solo el resultado
final.

Diferencia acción productiva y acción ética, todas las acciones tienen un fin y Aristóteles
plantea que es la eudaimonia, el sistema es teleológico. Las acciones éticas-virtudes se realizan por
si mismas, pero en base a un fin, la felicidad. Una de las virtudes mas importantes es la prudencia.

Teorías deontológicas: eje Kant, ética del deber de la obligación.

Deber

Teorías teleológicas virtudes

fin consecuensialistas

Utilitarismo, se debe actuar de tal manera que se priorice la felicidad de la mayoría.


Concepto de felicidad Hedonista, la ausencia del dolor y la presencia del placer. Las acciones se
valoran según las consecuencias empíricas que producen.

Clase 23/03/2018

Existen diversas teorías acerca de un mismo concepto de la moral y ello conlleva varios
problemas. La discusión es muy importante, “ como debemos vivir y porque”.

Lo que propone Racherls propone es una concepción mínima de la moral, un núcleo que toda teoría
debería aceptar o al menos tomar como punto de partida. Existen diversidad en el concepto de
moral pues cada cultura establece las reglas o pautas de comportamiento social que permitan o
establezcan un orden en la misma y así una mejor convivencia. Racherls propone una serie de
pautas que todas las teorías acepten o al menos tomen en cuenta a la hora de pensar ese “como
vivir” de la sociedad a la que pertenecen.

Moral minima núcleo que toda tería debe aceptar o tomar como punto de partida.

1) Los juicios morales deben apoyarse en buenas razones.

* No se pueden formular juicio morales guiados por los sentimientos, implican impedimentos para
llegar a la verdad.
*Debemos siempre acudir a la razón “lo moralmente justo es hacer aquello para lo que se pueden
dar las mejores razones.

Guiarse por los argumentos correctos.

Cómo saber si un argumento es correcto o incorrecto.

Como discernir entre un buen y un mal argumento.

*Tener una visión clara de los hechos

lo que nubla tal visión los hechos son confusos debido a su complejidad.
Los perjuicios humanos ej. homosexualidad y abuso.

En consecuencia debemos tratar de ver las cosas como son. Se establecen principios
morales, reflexionar, aplicar inteligencia crítica a la hora de aplicar principios a hechos particulares.

2) Consideración imparcial delos intereses de cada quien.

* Los intereses de todos son igualmente importante moralmente hablando.

Concepto de imparcialidad estrechamente ligado la idea de que los juicios morales deben
estar apoyados en buenas razones. eje. personas de acuerdo con racismo laboral. Pedir razones
para evaluar la situación y así construir juicios moral sobre el hecho, se contemplan las razones de
las partes al tiempo de que se piden razones para decidir sobre los argumentos más correctos.

A veces las razones pueden ser incorrectas, caso de racismo ¿porque piensas que los
“negros” solo pueden ocupar cargos de servidumbre? Porque son “inferiores”. Esto (además de
aberrante) es equivocado.

Formulación de concepto de moral mínima.

*La moral es como mínimo el esfuerzo de guiar nuestra conducta por razones, hacer aquello
para lo que hay , las mejores razones validando de igual forma los intereces de cada persona que
será afectada por lo que hagamos.
*Esto nos da una imagen de lo que significa ser un agente moral responsable

Quien se interesa de igual forma por los intereses de cada parte involucrada en los hechos.

Distingue cuidadosamente los hechos y examina sus implicaciones.

Acepta principios morales luego de examinarlos cuidadosamente y corroborando que son


firmes.

Dispuesto a escuchar razones incluso cuando estas vallan en contra de sus propias
convicciones obligandoce a revisarlas.

Que está dispuesto a actuar conforme a los resultados de su deliberación.

Clase 05/04/2018

Ética: disciplina filosófica, es la manera filosófica de pensar la moral.

La moral es un conjunto de prácticas humanas guiadas por pautas o normas determinadas


socialmente. Moralidad y sociedad son conceptos estrechamente vinculados.

Sociedad: acciones humanas, formas de actuar, disposiciones para actuar.

Ethos: carácter de una persona. Los individuos actúan según su carácter siguiendo determinadas
pautas o reglas.

Los individuos al ser parte de una sociedad se les imponen pautas de conducta que van
siendo interiorizadas individualmente. Los individuos interactúan sobre si y pueden actual
conforme a normas o no. Por lo que con la moral vienen elementos de sanación (discriminación
etc). Cuando los actos sancionables no son intencionales el individuo puede experimentar culpa.

La moral es social por tres razones:

1) Origen: moral como producto de la sociedad


2)Función: regla, controlar, cumple función social.
3)Sanción: discriminación, etc.
Racherls

En el mundo empírico un individuo plenamente humano es imposible que sea amoral.

Diferentes culturas y distintos grupos sociales poseen su propia moral, dicha diversidad
tiene en común estructuras o formas semejantes en lo que a esas morales respecta.

descriptiva
deontológica

Ética o filosofía moral normativa teológica de la virtud

teleológica

metaética

*El autor busca características (no pautas) y sirvan de núcleo. Señala dos características que
a su juicio toda moral debe tener. Ambas características están contenidas en su definición de moral,
núcleo que la moral debe tener o al menos debe partir del mismo.

a) Los juicios morales deben apoyarse en buenas razones.

b) La moral requiere la consideración imparcial de los interesados de cada quien.

Definición de moral según Racherls:

“La concepción mínima puede enunciares ahora muy brevemente: la moral es, como mínimo,
el esfuerzo de guiar nuestra conducta por razones —esto es, hacer aquello para lo que hay las
mejores razones— al tiempo que damos igual peso a los intereses de cada persona que será
afectada por lo que hagamos.

Eso nos da, entre otras cosas, una imagen de lo que significa ser un agente moral
responsable. Tal agente es alguien que se preocupa imparcialmente por los intereses de cada uno
de quienes se verán afectados por lo que hace; alguien que distingue cuidadosamente los hechos y
examina sus implicaciones; alguien que acepta principios de conducta sólo después de analizarlos
con cuidado para estar seguro de que son firmes; alguien que está dispuesto a “escuchar la razón”,
incluso cuando esto significa que tendrá que revisar sus convicciones previas, y, finalmente, alguien
que está dispuesto a actuar siguiendo los resultados de su deliberación.
Por supuesto, como es de esperarse, no toda teoría ética acepta este “mínimo”. Como veremos, se
ha impugnado de diversas maneras esta imagen del agente moral. Sin embargo, las teorías que
rechazan la concepción mínima tienen serias dificultades. La mayoría de los filósofos se ha dado
cuenta de esto y, por ello, la mayor parte de las teorías de la moral incorporan la concepción
mínima, de una manera u otra. Los filósofos están en desacuerdo, no sobre este mínimo, sino sobre
cómo se debe extenderlo, o quizá modificarlo, con el fin de alcanzar una visión enteramente
satisfactoria.”

Clase 10/04/2018

Racherls, (pag.35) “ En nuestros tres ejemplos intervinieron muchos principios: que no debemos
“usar” a la gente; que no debemos matar a una persona para salvar a otra; que debemos hacer aquello
que va a beneficiar a la gente afectada por nuestras acciones; que toda vida es
sagrada, y que es incorrecto discriminar a los discapacitados. La mayor parte de los argumentos
morales consiste en aplicar principios a hechos en casos particulares, de tal modo que las preguntas
obvias son si los principios son buenos y si están aplicados de manera inteligente.

Sería agradable que hubiera una receta sencilla para construir buenos argumentos y para
evitar los malos. Desgraciadamente no hay un método fácil. Los argumentos pueden estar mal en un
número indefinido de formas, como resulta evidente a partir de los diversos argumentos acerca de los
niños discapacitados; y siempre debemos estar alerta a la posibilidad de nuevas complicaciones y
nuevas clases de errores. Sin embargo, esto no es sorprendente. La aplicación mecánica de métodos
rutinarios nunca es sustituto satisfactorio de la inteligencia crítica, en ninguna área. El pensamiento
moral no es la excepción.

El requisito de imparcialidad. Casi cualquier teoría importante de la moral incluye la idea de


imparcialidad. La idea básica es que los intereses de todos son igualmente importantes; desde un
punto de vista moral, no hay personas privilegiadas. Por tanto, cada uno de nosotros debe reconocer
que el bienestar de otras personas es tan importante como el nuestro. Al mismo tiempo, el requisito de
imparcialidad excluye cualquier esquema que trate a los miembros de grupos particulares como
moralmente inferiores, como en ocasiones se ha tratado a los negros, los judíos y otros.”

Los intereses de todos son iguales de importante. Contrario a esto los filósofos de la
sospecha, Nietzsche, Marx ponen en tela de juicio la imparcialidad. La moral para estos autores es
un disfraz que se utiliza para ocultar el verdadero motivo que se establece detrás de nosotros.

Ética o filosofía moralmente


Modo filosófico de pensar la moral, el modo reflexivo y filosófico de abordar la moral. En el
siglo V a.c. con Socrates y los Sofistas se da al pasaje a la filosofía moral o ética, ¿porque? Frankena
lo atribuye al paso del pensamiento tradicional al pensamiento critico, los sofistas y Socrates
comenzaron a criticar el pensamiento tradicional.

La ética es parte de la filosofía, la moral no. En el siglo XVIII se presentan 3 tipos de ética

Ética descriptiva
normativa
teorética significado y juicio moral.
metaética método de fundamentación de los juicios de valor.

*Descriptiva: empirista, carácter histórico-científico, obra del cientista social. Describir en


base de la observación en la experiencia, como actuar y sobre que regla actúa una sociedad. El
observador no emite juicio de valor sobre esa descripción.

*Normativa: constitutivos de juicios de valor particulares basados en generales, se suele


clasificar en:

teleológicas , de la virtud.
Deontológicas, teoría del deber o la obligación.
Teleológica consecuensialistas, utilitarismo.

*Teórica/ Metaética: forma de pensar analítica. Después del siglo XX la ética teórica quedo
dentro de la metaética, postura filosófica. La filosofía queda relegada al lenguaje, el análisis del
lenguaje científico.

Clase 12/04/2018

Ética Nicomaco

Representa su pensamiento maduro del pensamiento ético. Para Aristóteles la ética y la


política están estrechamente conectados porque no hay ética sin política, y la política esta hecha
sobre la base de las virtudes ética. Es el mismo fin de la política y la ética porque solo se puede
alcanzar la felicidad si esta en la polis, solo si existe la polis. Hay un tipo de conocimiento, de saber
que es propio de la política y de la ética, eso es distinto en Aristóteles hace una distinción de tres
estudios:
1) Los estudios de la filosofía primera, la primera ciencia. Teórico y epistémico acompañado
de la matemática(objeto de forma sin materia) y de la física superlunar (astronomía) el primer
motor (inmóvil) , ente, el estudio del ente en tanto ente, teoría -contemplar (sabiduría).

2) El conocimiento practico o las ciencias practicas, la ética y la política como principales


disciplinas prudencia o phronesis, tipo de conocimiento adecuado al tipo de acción que Aristóteles
llama praxis que la distingue expresamente de la poiesis (acción productiva). La praxis tiene que
ver con como actuar, las acciones son el ámbito de lo contingente porque puede llevarse a cabo o
no. De lo contingente, de lo particular, se realiza por alguien, por eso la importancia de la
producción.

3) La poiesis o productiva es el conocimiento propio de las artes. Poiesis, acción productiva.


Trabajo. La causa final de la acción productiva es crear un producto que quede plasmado una vez
que se realiza.

Libro I Sobre la felicidad


Capítulo 1 Introducción: toda actividad humana tiene un fin.

Todas las cosas tienden a un bien. Las cosas son buenas en la medida en que alcanzan su fin.

*Acción productiva: se plasma una obra de la actividad, eterno a la gente.

*Acción éticas: hay actividad, el fin es ella misma, la realización de la acción misma. No hay un fin
que se materialice como producto sino en la ejecución de la misma acción. Interno al sujeto.

Aubenque

“Hannah Arendt hace referencia de manera insistente al ordenamiento aristotélico de la ética y


la política bajo la noción de praxis, en el sentido en que esta última es diferenciada por Aristóteles de
la noción aparentemente vecina, pero concurrente, de poièsis. La praxis es la acción inmanente que
tiene su fin en sí misma, en su auto-realización, eupraxia, por lo tanto también en la realización y el
perfeccionamiento del agente. La poièsis es, al contrario, la producción de una obra exterior al agente,
la cual no es buena en sí misma, sino sólo en la medida en que imita un modelo juzgado él mismo
bueno. Sin embargo la filosofía de los Tiempos Modernos, desde sus comienzos, ha sustituido,
subrepticiamente, el modelo teórico de la praxis por el de la poièsis. Esta sustitución no se manifiesta
únicamente en la sobre valorización moderna del trabajo, de la actividad técnica productiva, y en la
devaluación correlativa del modo de vida «solamente» práctico, es decir, de una vida dedicada al
cuidado de sí y al de los asuntos de la ciudad. La primacía de la poièsis sobre la praxis tiene también
consecuencias considerables en la concepción que nos hacemos del tipo de teoría adecuada para la
regulación de la actividad humana. Si esta última es una poièsis, destinada a producir una obra, a
construir un artefacto (como lo es, por ejemplo, la Ciudad de Hobbes), un modelo, un paradigma, será
necesario, para medir la legitimidad de la imitación que de él construimos. Esta concepción es en su
fondo platónica. Retomada por la modernidad en sus comienzos, que hace de la práctica, a partir de
ahora comprendida como poiésis, un simple corolario de la ciencia teórica y, singularmente, de la
ciencia teórica más alta: para Platón la ciencia de las Ideas, para los Modernos la ciencia matemática
de la naturaleza, considerada bien en su contenido, como en Spinoza, bien en su forma, como en Kant.
Los racionalismos modernos bajo sus diferentes formas tienen en común el intentar fundar las normas
de la acción humana sobre un fundamento trascendente o (en la variante kantiana) transcendental,
que escapa él mismo a toda fundación.”

Lo que Aubenque considera como dos diferentes poiesis y praxis la filosofía moderna
elimina esa diferencia, la acción técnica invade todo y la acción de praxis esta abandonado. La
acción técnica es la simple aplicación de conocimiento científico.

Clase 19/04/2018

Libro I
Capítulo 1 -Introducción: toda actividad humana tiene un fin.

Tres afirmaciones:

1) “Toda arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a
algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas
tienden” . El fin al que se tiende es el bien, solo en el ser humano hay una tendencia a ese bien y un
deber, porque los objetos si no cumplen su fin son fallidas pero no son malas, sin embargo si el
hombre se desvía es malo.

2) “...es evidente que hay algunas diferencias entre los fines, pues unos son actividades y los
otros obras aparte de las acciones; en los casos en que hay algunos fines aparte de las acciones, las
obras son naturalmente preferibles a las actividades.”

*Praxis el fin es inmanente, la realización de la acción es el propio fin que ella persigue.
Debe tomar en cuenta la acción misma.

*Poiesis, toma en cuenta el resultado, viendo si la obra finalizada es eficiente, en la bondad


del producto, si sirve.
3) “… Pero como hay muchas acciones, artes y ciencias, muchos son también los fines; en
efecto, el fin de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el navío; el de la estrategia, la
victoria; el de la economía, la riqueza. Pero cuantas de ellas están subordinadas a una sola facultad
(como la fabricación de frenos y todos los otros arreos de los caballos se subordinan a la equitación, y,
a su vez, ésta y toda actividad guerrera se subordinan a otras diferentes), en todas ellas los fines
principales son preferibles a los primeros como se persiguen los segundos. Y no importa que los fines
de las acciones sean actividades mismas o algo diferente de ellas, como ocurre en las ciencias
mencionadas. “ Hay una jerarquía de fines porque es con vista al fin superior que se buscan los fines
de las subordinadas. Encadenamiento de jerarquías de fines. Tiene que haber un limite , un fin que
se quiera por si mismo y no se quiera a otro. Hay axiomas se quiere evitar una circularidad, tiene
que admitir verdades ultimas o fines últimos que den el orden ontológico o epistemológico
primero.

Relación Medio – Fin Instrumental, ej. el carpintero usa herramientas para su fin.
Actividad productiva o poiesis.
1) contingente, relación causa – efecto, es probable no posible.
2) No hay implicación lógica conceptual entre ellos.
3) Se puede alcanzar el mismo fin por diferentes medios unos
pueden ser mejores que otros.

Virtud – Felicidad, las virtudes son una “parte” de la felicidad, una parte necesaria, un elemento
constitutivo. Una vida feliz propone una vida virtuosa. Las virtudes no son opcionales. Condición
necesaria no suficiente.

Las accidentes del azar influyen más o menos en la felicidad del hombre.
Libro I
Capítulo 2 – La ética forma parte de la política

“ Si, pues, de las cosas que hacemos hay algún fin que queramos por si mismo, y las demás
cosas – pues así el proceso seguía hasta el infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano- es
evidente que este fin será lo bueno y lo mejor. ¿ No es verdad, entonces, que el conocimiento de este
bien tendrá un gran peso en nuestras vida y que, como que aquellos que apuntan a un blanco,
alcanzaríamos mejor el que debemos alcanzar? Si es así, debemos intentar determinar,
esquemáticamente al menos, cuál es este bien y a cuál de las ciencias o facultades pertenece.
Parecería que ha de ser la suprema y directiva en grado sumo. Esta es, manifiestamente, la política. ( En
el sentido mas noble y elevado del término, es decir, la ciencia que tiene como fin fijar las normas generales de la
acción que aseguren el bien de los ciudadanos y, en definitiva, de la ciudad.) En efecto, ella es la que regula
qué ciencias son necesarias en las ciudades y cuáles ha de aprender cada uno y hasta que extremo.
Vemos, además, que las facultades más estimadas le están subordinadas, como la estrategia, la
economía, la retórica. Y puesto que la política se sirve de las demás ciencias y prescribe, además, qué
se debe hacer y qué se debe evitar, el fin de ella incluirá los fines de las demás ciencias, de modo que
constituirá el bien del hombre. Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad, es
evidente que es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el de a ciudad; porque
procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un
pueblo y para ciudades.”

El fin debe ser atractivo como motivador de la acción para perseguirlo, no cualquier fin
deseado es éticamente correcto. Tiene que tener un valor que haga que la vida humana valga la
pena vivirla, pero sin la presencia del deseo no hay acción, debe haber un deseo recto y un jucio de
valor, todo fin es un blanco en el que hay que dar. Dos preguntas : ¿Cual es? ¿ A que ciencia o
facultad pertenece?, La primera pregunta la intenta responder a lo largo del libro, la segunda es la
Política, la ciencia de los asuntos humanos. Porque regula todas las facultades y subordina a la
estrategia, la economía y la retórica.

El papel de las leyes en la ética es secundario. Si un hombre vive respetando las leyes pero
desea el mal no vive virtuosamente. La política es más valiosa cuando la concibe en la ciudad, un
hombre aislado fuera de la ciudad no sería feliz. La felicidad es un bien individual y a su vez un bien
en común o colectivo. En Aristóteles no hay un Ethos sin la concepción de la sociedad.

Clase 24/03/2018

Libro I
Capítulo 3 – La ciencia política no es una ciencia exacta.

“ Nuestra exposición será suficientemente satisfactoria, si es presentada tan claramente como


lo permite la materia; porque no se ha de buscar el mismo rigor en todos los razonamientos, como
tampoco en todos los trabajos manuales. Las cosas nobles y justas que son objetos de la política
presentan tantas diferencias y desviaciones, que parece existir sólo por convención y no por
naturaleza. Una inestabilidad así la tienen también los bienes a causa de los perjuicios que causan a
muchos; pues algunos han perecido a causa de su riqueza, y otros por su coraje. Hablando, pues, de
tales cosas y partiendo de tales premisas, hemos de contentarnos con mostrar la verdad de un modo
tosco y esquemático. Y cuando tratamos de cosas que ocurren generalmente y se parte de tales
premisas, es bastante con llegar a conclusiones semejantes. Del mismo modo se ha de aceptar cada
uno de nuestros razonamientos; porque es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada
materia en la medida en que la admite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo sería
aceptar que un matemático empleara la persuasión como exigir de un retórico demostraciones.

Por otra parte, cada uno juzga bien aquello que conoce, y de estas cosas es un buen juez; pues,
en cada materia, juzga bien el instruido en ella, y de una manera absoluta, el instruido en todo. Así,
cuando se trata de la política, el joven no es un discípulo apropiado, ya que no tiene experiencia de las
acciones de la vida y los razonamientos parten de ella y versan sobre ellas; además, siendo dócil a sus
pasiones, aprenderá en vano y sin provecho, puesto que el fin de la política no es el conocimiento, sino
la acción. Y poco importa si es joven en edad o de carácter juvenil; pues el defecto no radica en el
tiempo, sino en vivir y procurar todas las cosas de acuerdo con la pasión. Para tales personas, el
conocimiento resulta inútil, como para los incontinentes; en cambio, para los que orientan sus afanes y
acciones según la razón, el saber acerca de estas cosas será muy provechoso.”

Dos ideas

a) La ciencia política no es una ciencia exacta. Si bien la contemplación es una actividad, no


se puede usar los modos y lenguaje en las ciencias teóricas de las filosofías primeras, no se le
puede exigir un nivel de exactitud tal a la política y la ética. La acción es siempre un hecho
particular, son hechos singulares contingentes, suceden o bien podrían no haber sucedido.

b) La ética y la política necesitan experiencia de vida. Los jóvenes que no tiene experiencia
deben educarse intelectual y prácticamente en una vida virtuosa, un modelo a seguir.

Libro I
Capítulo 4 – Divergencias acerca de la naturaleza de la felicidad.

“ Puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún bien, volvamos de nuevo a
plantearnos la cuestión: cuál es la meta de la política y cuál es el bien supremo entre todos los que
pueden realizarse. Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los
cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero
sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. Pues unos
creen que es alguna de las cosas tangibles y manifiestas como el placer, o la riqueza, o los honores;
otros, otra cosa; muchas veces, incluso, una misma persona opina cosas distintas: si está enferma,
piensa que la felicidad es la salud; si es pobre, la riqueza; los que tienen conciencia de su ignorancia
admiran a los que dicen algo grande y que está por encima de ellos. Pero algunos creen que, aparte de
toda esta multitud de bienes, existe otro bien en sí y que es la causa de que todos aquellos sean bienes.
Pero quizá es inútil examinar a fondo todas las opiniones, basta con examinar las predominantes o que
parecen tener alguna razón. “
El nombre del fin supremo es Felicidad o eudaimonia

vivir bien obrar bien (actuar)


prosperidad tiene una connotación
exitosamente ética (vivir bien)
(buena vida)

Feliz Recursos

estado subjetivo que corresponde objetivo


a como me siento.

Eu/daimon/nia

bueno genio-Dios

Ser dirigido por un Dios

No hace tabla rasa con los conocimientos. Platón hace aun lado las opiniones porque están
enmarcados en las copias de las copias, sin embargo Aristóteles tenía en cuenta las opiniones
porque en ellas puede haber algo de verdad y algo de falsedad. Aristóteles piensa que hay un bien
que es inmanente al ser humano, el bien es objetivo, el verdadero bien. Es real y se realiza en el
ámbito de la vida humana.

Libro I
Capítulo 5 - Principales modos de vida.

“No es sin razón el que los hombres parecen entender el bien y la felicidad partiendo de los
diversos géneros de vida. Así el vulgo y los más groseros los identifican con el placer, y, por eso, aman
la vida voluptuosa - los principales modos de vida son, en efecto, tres: la que acabamos de decir, la
política y, en tercer lugar, la contemplativa- . La generalidad de los hombres se muestran del todo
serviles al preferir una vida de bestias, pero su actitud tiene algún fundamento porque muchos de los
que están en puestos elevados comparten los gustos de Sardanápalo. En cambio, los mejores dotados y
los activos creen que el bien son los honores, pues tal es ordinariamente el fin de la vida política. Pero,
sin duda, este bien es más superficial que lo que buscamos, ya que parece que radica más en lo que
conceden los honores que en el honrado, y adivinamos que el bien es algo propio y difícil de arrebatar.
Por otra parte, esos hombres parecen perseguir los honores para persuadirse a sí mismos de que son
buenos, pues buscan ser honrados por los hombres sensatos y por los que los conocen, y por su virtud;
es evidente, pues, que, en opinión de estos hombres, la virtud es superior. Tal vez se podría suponer que
ésta sea el fin de la vida política; pero salta a la vista que es incompleta, ya que puede suceder que el
que posee la virtud esté dormido o inactivo durante toda su vida, y, además, padezca grandes males y
los mayores infortunios; y nadie juzgará feliz al que viva así, a no ser para defender esa tesis. Y basta
sobre esto, pues ya hemos hablado suficientemente de ello en nuestros escritos enciclopédicos. El
tercer modo de vida es el contemplativo, que examinaremos más adelante. En cuanto a la vida de
negocios, es algo violento, y es evidente que la riqueza no es el bien que buscamos, pues es útil en
orden a otro. Por ello, uno podría considerar como fines los antes mencionados, pues estos se quieren
por sí mismos, pero es evidente que tampoco lo son, aunque muchos argumentos han sido formulados
sobre ellos. Dejémoslos, pues. “

1)Los placeres corporales son para los hombres o los animales, Aristóteles lo ve como una
acción pasiva, no tiene praxis. Aristóteles acepta cierto tipo de placeres.

2)La vida política pretende obtener honores, el honor se recibe por la virtud, pero el bien no
está en el honor sino en la virtud. ¿ el bien supremo es el virtud? Depende de lo que se entienda por
virtud.

Virtud: disposición voluntaria adquirida por la experiencia como poiesis o acción.

No es la mera poiesis sino que es la acción, la realización.

3) Contemplación (se verá en el cap. X)

4) Los negocios los rechaza, es un bien meramente instrumental y solo se da para alcanzar
otra cosa. La vida del negocio es algo violento, va en contra de la naturaleza.

Libro I
Capítulo 7 – El bien del hombre es un fin en si mismo, perfecto y suficiente.

“Pero volvamos de nuevo al bien objeto de nuestra investigación e indaguemos qué es. Porque
parece ser distinto en cada actividad y en cada arte: uno es, en efecto, en la medicina, otro en la
estrategia, y así sucesivamente. ¿Cuál es, por tanto, el bien de cada una? ¿No es aquello a causa de lo
cual se hacen las demás cosas? Esto es, en la medicina, la salud; la estrategia, la victoria; en la
arquitectura, la casa; en otros casos, otras cosas, y en toda acción y decisión es el fin, pues es con vistas
al fin como todos hacen las demás cosas. De suerte que, si hay algún fin de todos los actos, éste será el
bien realizable, y si hay varios, serán éstos. Nuestros razonamiento, a pesar de las digresiones, vuelve
al mismo punto; pero debemos intentar aclarar más esto. Puesto que parece los fines son varios y
algunos de éstos los elegimos por otros, como la riqueza, las flautas y, en general, los instrumentos, es
evidente que no son todos perfectos, pero lo mejor parece ser algo perfecto. Por consiguiente, si hay
sólo un bien perfecto, ése será el que buscamos, y si hay un solo un bien perfecto, ése será el que
buscamos, y si hay varios, el más perfecto de ellos.

Ahora bien, al que se busca por sí mismo le llamamos más perfecto que al que se busca por otra
cosa, y al que nunca se elige por causa de otra cosa, lo consideramos más perfecto que a los que se
eligen, ya por si mismo, ya por otra cosa. Sencillamente, llamamos perfecto lo que siempre se elige por
si mismo y nunca por otra cosa.

Tal parece ser, sobre todo, la felicidad, pues la elegimos por ella misma y nunca por otra cosa,
mientras que los honores, el placer, la inteligencia y toda virtud, los deseamos en verdad, por si mismo (
puesto que desearíamos todas estas cosas, aunque ninguna ventaja resultara de ellas), pero también
los deseamos a causa de la felicidad, pues pensamos que gracias a ellos seremos felices. En cambio,
nadie busca la felicidad por estas cosas, ni en general por ninguna otra.

Parece que también ocurre lo mismo con la autarquía, pues el bien perfecto parece ser
suficiente. Decimos suficiente no en relación con uno mismo, con el ser que vive una vida
solitaria, sino también en relación con los padres, hijos y mujer, y, en general, con los amigos y
conciudadanos, puesto que el hombre es por naturaleza un ser social. No obstante, hay que
establecer un límite en estas relaciones, pues extendiéndolas a los padres, descendientes y amigos de
los amigos, se iría hasta el infinito. Pero esta cuestión la examinaremos luego. Consideramos suficiente
lo que por sí solo hace deseable la vida y no necesita nada, y creemos que tal es la felicidad. Es lo más
deseable de todo, sin necesidad de añadirle nada; pero es evidente que resulta más deseable, si se le
añade el más pequeño de los bienes, pues la adición origina una superabundancia de bienes, y, entre
los bienes, el mayor es siempre más deseable. Es manifiesto, pues, que la felicidad es algo perfecto y
suficiente, ya que es el fin de los actos.

Decir que la felicidad es lo mejor parece ser algo unánimemente reconocido, pero, con todo, es
deseable exponer aún con más claridad lo que es. Acaso se conseguiría esto, si se lograra captar la
función del hombre. En efecto, como en el caso de un flautista, de un escultor y, de todo artesano, y en
general de los que realizan alguna función o actividad parece que lo bueno y el bien están en la
función, así también ocurre, sin duda, en el caso del hombre, si hay alguna función que le es propia.
¿Acaso existen funciones y actividades propias del carpintero, del zapatero, pero ninguna del hombre,
sino que éste es por naturaleza inactivo? ¿O no es mejor admitir que así como parece que hay alguna
función propia del ojo y de la mano y del pie, en general de cada uno de los miembros, así también
pertenecería al hombre alguna función aparte de éstas? ¿Y, cuál, precisamente, será esta función? El
vivir, en efecto, parece también común a las plantas, y aquí buscamos lo propio. Debemos, pues, dejar
de lado la vida de nutrición y crecimiento. Seguiría después la sensitiva, pero parece que también ésta
es común al caballo, al buey y a todos los animales. Resta, pues, cierta actividad propia del ente que
tiene razón. Pero aquél, por una parte, obedece a la razón, y por otra, la posee y piensa. Y como esta
vida racional tiene dos significados, hay que tomarla en sentido activo, pues parece que
primordialmente se dice en esta acepción. Si, entonces, la función propia del hombre es una actividad
del alma según la razón, o que implica la razón, y si, por otra parte, decimos que esta función es
específicamente propia del hombre y del hombre bueno, como el tocar la cítara es propio de un
citarista y de un buen citarista, y así en todo añadiéndose a la obra la excelencia queda la virtud (pues
es propio de un citarista tocar la cítara y del buen citarista tocarla bien), siendo esto así, decimos que
la función del hombre es una cierta vida, y ésta es una actividad del alma y unas acciones razonables, y
la del hombre bueno estas mismas cosas bien y hermosamente, y cada uno se realiza bien según su
propia virtud; y si esto es así, resulta que el bien del hombre es una actividad del alma de acuerdo con
la virtud, y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una vida
entera. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco ni un solo día ni un
instante [bastan] para hacer venturoso y feliz.

Sirva lo que precede para describir el bien, ya que, tal vez, se debe hacer su bosquejo antes de
describirlo con detalle. Parece que todos podrían continuar y completar lo que está bien bosquejado,
pues el tiempo es buen descubridor y coadyuvante en tales materias. De ahí han surgido los progresos
de las artes, pues cada uno puede añadir lo que falta. Pero debemos también recordar lo que llevamos
dicho y no buscar del mismo modo el rigor en todas las cuestiones, sino, en cada una según la materia
que subyazga a ellas y en un grado apropiado a la particular investigación. Así, el carpintero y el
geómetra buscan de distinta manera el ángulo recto: uno, en cuanto es útil para su obra; el otro busca
qué es o qué propiedades tiene, pues aspira a contemplar la verdad. Lo mismo se ha de hacer en las
demás cosas y no permitir que lo accesorio domine lo principal. Tampoco se ha de exigir la causa por
igual en todas las cuestiones; pues en algunos casos es suficiente indicar bien el hecho, como cuando se
trata de los principios, ya que el hecho es primero y principio. Y de los principios, unos se contemplan
por inducción, otros por percepción, otros mediante cierto hábito, y otros de diversa manera. Por
tanto, debemos intentar presentar cada uno según su propia naturaleza y se ha de poner la mayor
diligencia en definirlos bien, pues tienen gran importancia para lo que sigue. Parece, pues, que el
principio es más de la mitad del todo, y que por él se hacen evidentes muchas de las cuestiones que se
buscan. “
Marca como un nuevo comienzo, plantea los requisitos de aquello que son la felicidad tiene que
cumplir.

a)Bien por ellos mismos.

bienes intermedios se quieres por ellos mismos y también en busca de la


felicidad.

Bien perfecto siempre se busca por sí mismo y no por otro.

b) Suficiente: Autarquía, quien es feliz, si es realmente feliz no debe desear nada más que esté
fuera de la felicidad, si se quiere algo otro bien, ese sería más importante que la felicidad. No hay
que desear nada más afuera de la felicidad.

Ergon: la función propia característica del hombre. Por vía de eliminación buscando lo específico
del hombre en aquello que lo distingue de otros seres. Aristóteles no identifica lo específico del
hombre ni con las funciones vegetativas, que el hombre comparte con los demás animales y con los
vegetales no con las funciones sensitivas, sino básicamente con las funciones propias del nivel
racional.

Psique facultad vegetativa

facultad sensitiva = deseos


Racional
facultad razón

Ejecutar excelente algo se convierte en un buen algo.

Del érgon como argumento

1) Todas las cosas tiene una función que le es propia (tanto los entes naturales, como los
artificiales, como los hombres que ejecutan diversas artes).

2) Si todo tiene una función que le es propia, también la tiene el hombre.

3) La función propia del hombre es una actividad del alma según la razón o no sin razón.

4) La función propia de algo es aquello en virtud de lo cual aquello puede alcanzar su perfección.
5) La función del hombre es una cierta vida, y ésta es una actividad del alma y acciones conforme a
la razón, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y bellamente, y cada uno alcanza su fin
bien, conforme con su propia virtud.

Por lo tanto el bien para el hombre es una actividad del alma que llega a ser se desarrolla
conforme con la virtud, y si son más de una, de acuerdo con la más virtuosa y más completa, final.

La estructura argumental procede primero por analogía entre los seres naturales y los
productos y productores de las artes. Por naturaleza, se nos sugiere, todo lo que es tiene una
función propia en virtud de la cual es lo que es y no otra cosa, es decir, el érgon del hombre es
aquello por lo cual es un hombre y no un animal. Esto es enunciado sin más explicación que el
trasfondo físico y metafísico de la filosofía del estagirita que está supuesto. En un tercer momento
se añade un dato adicional: la función permite alcanzar la perfección. Es decir, el érgon es télos y el
télos tiene dos sentidos: como fin y como perfección, por lo tanto, el érgon es aquello conforme
con lo cual el hombre puede alcanzar la virtud. Y ésta, se nos dice a continuación, sólo puede
lograrse realizando bien la función que nos es propia, pero no una vez, sino a lo largo de toda una
vida.

Si recorremos nuevamente el movimiento argumental, vemos cómo el mismo se desplaza


desde la naturaleza hasta la virtud (respecto de la cual se insiste en señalar en numerosas
oportunidades, especialmente en Ética Nicomaco II y III, que no es natural), de lo involuntario
(como es tener una función propia) a lo voluntario (que es ejercerla a lo largo de una vida).
Tenemos una capacidad racional innata que es preciso desarrollar de acuerdo con la virtud, que es
un fin que depende de la razón y no puede darse sin ella. Y entre las virtudes que deben guiar
nuestras acciones existe una jerarquía que nos lleva a ordenar nuestra voluntad en vistas a la virtud
más completa, a la mejor y la única capaz de permitirnos alcanzar la felicidad.

Clase 26/04/2018

Libro X
Capítulo 7. En qué consiste la felicidad perfecta

“Si la felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud, es razonable [que sea una actividad]
de acuerdo con la virtud más excelsa, y ésta será una actividad de la parte mejor del hombre. Ya sea,
pues, el intelecto ya otra cosa lo que, por naturaleza, parece mandar y dirigir y poseer el conocimiento
de los objetos nobles y divinos, siendo esto mismo divino o la parte más divina que hay en nosotros, su
actividad de acuerdo con la virtud propia será la felicidad perfecta. Y esta actividad es contemplativa,
como ya hemos dicho.
Esto parece estar de acuerdo con lo que hemos dicho y con la verdad. En efecto, esta actividad
es la más excelente (pues el intelecto es lo mejor de lo que hay en nosotros y está en relación con lo
mejor de los objetos cognoscibles); también es la más continua, pues somos más capaces de
contemplar continuamente que de realizar cualquier otra actividad. Y pensamos que el placer debe
estar mezclado con la felicidad, y todo el mundo está de acuerdo en que la más agradable de nuestras
actividades virtuosas es la actividad en concordancia con la sabiduría. Ciertamente, se considera que la
filosofía posee placeres admirables en pureza y en firmeza, y es razonable que los hombres que saben,
pasen su tiempo más agradablemente que los que investigan. Además, la dicha autarquía se aplicará,
sobre todo, a la actividad contemplativa, aunque el sabio y el justo necesiten, como los demás, de las
cosas necesarias para la vida; pero, a pesar de estar suficientemente provistos de ellas, el justo
necesita de otras personas hacia las cuales y con las cuales practicar la justicia, y lo mismo el hombre
moderado, el valiente y todos los demás; en cambio, el sabio, aun estando sólo, puede teorizar, y
cuanto más sabio, más; quizá sea mejor para él tener colegas, pero con todo, es el que más se basta a
sí mismo.

Esta actividad es la única que parece ser amada por sí misma, pues nada se saca de ella excepto
la contemplación, mientras que de las actividades prácticas obtenemos, más o menos, otras cosas,
además de la acción misma. Se cree, también, que la felicidad radica en el ocio, pues trabajamos para
tener ocio y hacemos la guerra para tener paz. Ahora bien, la actividad de las virtudes prácticas se
ejercita en la política o en la s acciones militares, y las acciones relativas a estas materias se consideran
penosas; las guerreras, en absoluto (pues nadie elige el guerrear por el guerrear mismo, ni se prepara
sin más para la guerra; pues un hombre que hiciera enemigos de sus amigos para que hubiera batallas
y matanzas, sería considerado un completo asesino); también es penosa la actividad de político y,
aparte de la propia actividad, aspira a algo más, o sea, a poderes y honores, o en todo caso, a su propia
felicidad o a la de los ciudadanos, que es distinta de la actividad política y que es claramente buscada
como una actividad distinta. Si, pues, entre las acciones virtuosas sobresalen las políticas y guerreras
por su gloria y grandeza, y, siendo penosas, aspiran a algún fin y no se eligen por sí mismas, mientras
que la actividad de la mente, que es contemplativa, parece ser superior en seriedad, y no aspira a otro
fin que a sí misma y a tener su propio placer (que aumenta la actividad), entonces la autarquía, el ocio
y la ausencia de fatiga, humanamente posibles, y todas las demás cosas que se atribuyen al hombre
dichoso, parecen existir, evidentemente, en esta actividad. Ésta, entonces, será la perfecta felicidad del
hombre, si ocupa todo el espacio de su vida, porque ninguno de los atributos de la felicidad es
incompleto.

Tal vida, sin embargo, sería superior a la de un hombre, pues el hombre viviría de esta manera
no en cuanto hombre, sino en cuanto que hay algo divino en él; y la actividad de esta parte divina del
alma es tan superior al compuesto humano como lo es su actividad respecto de la actividad de las
otras virtudes. Si, pues, la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella será divina
respecto de la vida humana. Pero no hemos de seguir los consejos de algunos que dicen que siendo
hombres, debemos pensar sólo humanamente y, siendo mortales, ocuparnos sólo de las cosas
mortales, sino que debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo esfuerzo para
vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros; pues, aun cuando esta parte sea pequeña
en volumen, sobrepasa a todas las otras en poder y dignidad. Y parecería también, que todo hombre es
esta parte, si, en verdad, ésta es la parte dominante y la mejor; por consiguiente, sería absurdo que un
hombre no eligiera su propia vida, sino la de otro. Y lo que dijimos antes es apropiado también ahora:
lo que es propio de cada uno por naturaleza es lo mejor y lo más agradable para cada uno. Así, para el
hombre, lo será la vida conforme a la mente, si, en verdad, un hombre es primariamente su mente. Y
esta vida será también la más feliz.”

virtud suprema - una virtud sola, las demás están por debajo.

virtud completa- un conjunto de virtudes.

h teórica - intelecto - actividad - contemplar la verdad - ver - sabiduría - Virtud


y Razón intelectual
h práctica - deliberar/ elegir - prudencia- virtudes dianoéticas
e
m Psique desiderativa justicia virtudes
o cuerpo o deseos/pasiones - desear valor éticas
r sensitiva impulso moderación o de
f magnánimo carácter
i
s
t vegetativa
a

A través de la contemplación se llega a la felicidad perfecta. Autarquía porque las otras


necesitan de otra cosas, otras personas del contexto de la polis y de recursos, sin embargo la
contemplación un individuo la puede alcanzar individualmente. La única actividad divina es la
contemplación porque pertenece únicamente a la razón.

Deliberadas, sobre lo posible, lo contingente.

Libro X
Capítulo 8. Superioridad de la vida contemplativa

“La vida, de acuerdo con la otra especie de virtud, es feliz de una manera secundaria, ya que
las actividades conforme a esta virtud son humanas. En efecto, la justicia, la valentía y las demás
virtudes las practicamos recíprocamente en los contratos, servicios y acciones de todas clases,
observando en cada caso lo que conviene con respecto a nuestras pasiones. Y es evidente que
todas esas cosas son humanas. Algunas de ellas parece que incluso proceden del cuerpo, y la virtud
ética está de muchas maneras asociada íntimamente con las pasiones. También la prudencia está
unida a la virtud ética, y ésta a la prudencia, si, en verdad, los principios de la prudencia están de
acuerdo con las virtudes éticas, y la rectitud de la virtud ética con la prudencia.

Puesto que estas virtudes éticas están también unidas a las pasiones, estarán, asimismo, en
relación con el compuesto humano, y las virtudes de este compuesto son humanas; y, así, la vida y
la felicidad, de acuerdo con estas virtudes, serán también humanas.

La virtud de la mente, por otra parte, está separada, y baste con lo dicho a propósito de esto,
ya que una detallada investigación iría más allá de nuestro propósito. Parecería, con todo, que esta
virtud requiriese recursos externos sólo en pequeña medida o menos que la virtud ética.
Concedamos que ambas virtudes requieran por igual las cosas necesarias, aun cuando el político se
afane más por las cosas del cuerpo y otras tales cosas (pues poco difieren estas cosas); pero hay
mucha diferencia en lo que atañe a las actividades. En efecto, el hombre liberal necesita riqueza
para ejercer su liberalidad, y el justo para poder corresponder a los servicios (porque los deseos no
son visibles y aun los injustos fingen querer obrar justamente), y el valiente necesita fuerzas, si es
que ha de realizar alguna acción de acuerdo con la virtud, y el hombre moderado necesita los
medios, pues cómo podrá manifestar que lo es o que es diferente de los otros? Se discute si lo más
importante de la virtud es la elección o las acciones, ya que la virtud depende de ambas.
Ciertamente, la perfección de la virtud radica en ambas, y para las acciones se necesitan muchas
cosas, y cuanto más grandes y más hermosas sean más se requieren. Pero el hombre
contemplativo no tiene necesidad de nada de ello, al menos para su actividad, y se podría decir que
incluso estas cosas son un obstáculo para la contemplación; pero en cuanto que es hombre y vive
con muchos otros, elige actuar de acuerdo con la virtud, y por consiguiente necesitará de tales
cosas para vivir como hombre.

Que la felicidad perfecta es una actividad contemplativa será evidente también por lo
siguiente. Consideramos que los dioses son en grado sumo bienaventurados y felices, pero ¿qué
género de acciones hemos de atribuirles? ¿Acaso las acciones justas? ¿No parecerá ridículo ver a
los dioses haciendo contratos, devolviendo depósitos y otra s cosas semejantes? ¿O deben ser
contemplados afrontando peligros, arriesgando su vida para algo noble? ¿O acciones generosas?
Pero, ¿a quién darán? Sería absurdo que también ellos tuvieran dinero o algo semejante. Y ¿cuáles
serían sus acciones moderadas? ¿No será esto una alabanza vulgar, puesto que los dioses no
tienen deseos malos? Aunque recorriéramos todas estas virtudes, todas las alabanzas relativas a
las acciones nos parecerían pequeñas e indignas de los dioses. Sin embargo, todos creemos que
los dioses viven y que ejercen alguna actividad, no que duermen, como Endimión. Pues bien, si a un
ser vivo se le quita la acción y, aún más, la producción, ¿qué le queda, sino la contemplación? De
suerte que la actividad divina que sobrepasa a todas las actividades en beatitud, será contemplativa,
y, en consecuencia, la actividad humana que está más íntimamente unida a esta actividad, será la
más feliz. Una señal de ello es también el hecho de que los demás animales no participan de la
felicidad por estar del todo privados de tal actividad. Pues, mientras toda la vida de los dioses es
feliz, la de los hombres lo es en cuanto que existe una cierta semejanza con la actividad divina; pero
ninguno de los demás seres vivos es feliz, porque no participan, en modo alguno, de la
contemplación. Por consiguiente, hasta donde se extiende la contemplación, también la felicidad, y
aquellos que pueden contemplar más son también más felices no por accidente, sino en virtud de la
contemplación. Pues ésta es, por naturaleza, honorable.

De suerte que la felicidad será una especie de contemplación. Sin embargo, siendo humano,
el hombre contemplativo necesitará del bienestar externo, ya que nuestra naturaleza no se basta a
sí misma para la contemplación, sino que necesita de la salud corporal, del alimento y de los demás
cuidados. Por cierto, no debemos pensar que el hombre para ser feliz necesitará muchos y grandes
bienes externos, si no puede ser bienaventurado sin ellos, pues la autarquía y la acción no
dependen de una superabundancia de estos bienes, y sin dominar el mar y la tierra se pueden hacer
acciones nobles, ya que uno puede actuar de acuerdo con la virtud aun con recursos moderados.
Esto puede verse claramente por el hecho de que los particulares, no menos que los poderosos,
pueden realizar acciones honrosas y aún más; así es bastante, si uno dispone de tales recursos, ya
que la vida feliz será la del que actúe de acuerdo con la virtud. Quizá también Solón se expresaba
bien cuando decía que, a su juicio, el hombre feliz era aquel que, provisto moderadamente de
bienes exteriores, hubiera realizado las más nobles acciones y hubiera vivido una vida moderada,
pues es posible practicar lo que se debe con bienes moderados. También parece que Anaxágoras
no atribuía al hombre feliz ni riqueza ni poder, al decir que no le extrañaría que el hombre feliz
pareciera un extravagante al vulgo, pues éste juzga por los signos externos, que son los únicos que
percibe. Las opiniones de los sabios, entonces, parecen estar en armonía con nuestros argumentos.
Pero, mientras estas opiniones merecen crédito, la verdad es que, en los asuntos prácticos, se juzga
por los hechos y por la vida, ya que en éstos son lo principal. Así debemos examinar lo dicho
refiriéndolo a los hechos y a la vida, y aceptar lo, si armoniza con los hechos, pero considerándolo
como simple teoría, si choca con ellos. Además, el que procede en sus actividades de acuerdo con
su intelecto y lo cultiva, parece ser el mejor dispuesto y el más querido de los dioses. En efecto, si
los dioses tienen algún cuidado de las cosas humanas, como se cree, será también razonable que
se complazcan en lo mejor y más afín a ellos (y esto sería el intelecto), y que recompensen a los
que más lo aman y honran, como si ellos se preocuparan de sus amigos y actuarán recta y
noblemente. Es manifiesto que todas estas actividades pertenecen al hombre sabio principalmente;
y así, será el más amado de los dioses y es verosímil que sea también el más feliz. De modo que,
considerado de este modo, el sabio será el más feliz de todos los hombres.”

Relación entre prudencia y virtudes éticas no hay una sin la otra, una necesita de la otra. Las
virtudes éticas están compuestas por pasiones y es la prudencia quien nos guía para saber qué
pasión elegir. El factor motivación viene de las pasiones.

Acrático: el que no tiene dominio de si mismo, sabe lo que esta bien y lo que hay que hacer pero
cuando hay que actuar un deseo de atraviesa y lo impulsa a hacer lo que no debe. Deseo díscolos.
Puede sentir arrepentimiento.

Hedonista o vicioso tiene un razonamiento erróneo, piensa que lo que esta haciendo esta bien, no
tiene arrepentimiento.

Ecratico: tiene el conocimiento del bien pero al actuar tiene un conflicto, actúa bien pero no es
virtuoso por ese ese conflicto.

Todos son moralmente responsables, no hay justificación moral para actuar mal.

Bien del alma: virtudes.

Un síntoma de virtuoso es experimentar placer ante una acción virtuosa.

Clase 03/05/2018

Libro I
Capítulo 8 La felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud

“Se ha de considerar, por tanto, la definición (de la felicidad) no sólo desde la conclusión y las
premisas, sino también a partir de lo que se dice acerca de ella, pues con la verdad concuerdan todos
los datos, pero con lo falso pronto discrepan. Divididos, pues, los bienes en tres clases, los llamados
exteriores, los del alma y los del cuerpo, decimos que los del alma son los más importantes y los bienes
por excelencia, y las acciones y las actividades anímicas las referimos al alma. Así nuestra definición
debe ser correcta, al menos en relación con esta doctrina que es antigua y aceptada por los filósofos.
Es también correcto decir que el fin consiste en ciertas acciones y actividades, pues así se desprende de
los bienes del alma y no de los exteriores. Concuerda también con nuestro razonamiento el que el
hombre feliz vive bien y obra bien, pues a esto es , poco más o menos, a lo que se llama buena vida y
buena conducta. Es evidente, además, que todas las condiciones requeridas para la felicidad se
encuentran en nuestra definición. En efecto, a unos les parece que es la virtud, a otros la prudencia, a
otros una cierta sabiduría, a otros estas mismas cosas o algunas de ellas, acompañadas de placer o sin
él; otros incluyen, además, la prosperidad material. De estas opiniones, unas son sustentadas por
muchos y antiguos; otras, por pocos, pero ilustres; y es poco razonable suponer que unos y otros se han
equivocado del todo, ya que al menos en algún punto o en la mayor parte de ellos han acertado.

Nuestro razonamiento está de acuerdo con los que dicen que la felicidad es virtud o alguna
clase de virtud, pues la actividad conforme a la virtud es una actividad propia de ella. Pero quizás hay
no pequeña diferencia en poner el bien supremo en una posesión o en un uso, en un modo de ser o en
una actividad. Porque el modo de ser puede estar presente sin producir ningún bien, como en el que
duerme o está inactivo por cualquier otra razón, pero con la actividad esto no es posible, ya que ésta
actuará necesariamente y actuará bien. Y así como en los Juegos Olímpicos no son los más hermosos ni
los más fuertes los que son coronados, sino los que compiten (pues algunos de éstos vencen), así
también en la vida los que actúan rectamente alcanzan las cosas buenas y hermosas; y la vida de éstos
es por sí misma agradable. Porque el placer es algo que pertenece al alma, y para cada uno es
placentero aquello de lo que se dice aficionado, como el caballo para el que le gustan los caballos, el
espectáculo para el amante de los espectáculos, y del mismo modo también las cosas justas para el
que ama la justicia, y en general las cosas virtuosas gustan al que ama la virtud. Ahora bien, para la
mayoría de los hombres los placeres son objeto de disputa, porque no lo son por naturaleza, mientras
que las cosas que son por naturaleza agradables son agradables a los que aman las cosas nobles. Tales
son las acciones de acuerdo con la virtud, de suerte que son agradables para ellos y por sí mismas. Así
la vida de estos hombres no necesita del placer como de una especie de añadidura, sino que tiene el
placer en sí misma. Añadamos que ni siquiera es bueno el que no se complace en las acciones buenas, y
nadie llamará justo al que no se complace en la práctica de la justicia, ni libre al que no se goza en las
acciones liberales, e igualmente en todo lo demás. Si esto es así, las acciones de acuerdo con la virtud
serán por sí mismas agradables. Y también serán buenas y hermosas, y ambas cosas en sumo grado, si
el hombre virtuoso juzga rectamente acerca de todo esto, y juzga como ya hemos dicho. La felicidad,
por consiguiente, es lo mejor, lo más hermoso y lo más agradable, y estas cosas no están separadas
como en la inscripción de Delos:

Lo más hermoso es lo más justo; lo mejor, la salud,


pero lo más agradable es lograr lo que uno ama,

sino que todas ellas pertenecen a las actividades mejores; y la mejor de todas éstas decimos
que es la felicidad.

Pero es evidente que la felicidad necesita también de los bienes exteriores, como dijimos; pues
es imposible o no es fácil hacer el bien cuando no se cuenta con recursos. Muchas cosas, en efecto, se
hacen por medio de los amigos o de la riqueza o el poder político, como si se tratase de instrumentos;
pero la carencia de algunas cosas, como la nobleza de linaje, buenos hijos y belleza, empañan la dicha;
pues uno que fuera de semblante feísimo o mal nacido o solo y sin hijos, no podría ser feliz del todo, y
quizá menos aún aquel cuyos hijos o amigos fueran completamente malos, o, siendo buenos, hubiesen
muerto. Entonces, como hemos dicho, la felicidad parece necesitar también de tal prosperidad, y por
esta razón algunos identifican la felicidad con la buena suerte, mientras que otros [la identifican] con
la virtud.”

Libro I
Capítulo 9 La felicidad y la buena suerte

“De ahí surge la dificultad de si la felicidad es algo que puede adquirirse por el estudio o por la
costumbre o por algún otro ejercicio, o si sobreviene por algún destino divino o incluso por suerte. Pues
si hay alguna otra dádiva que los hombres reciban de los dioses, es razonable pensar que la felicidad
sea un don de los dioses, especialmente por ser la mejor de las cosas humanas. Pero quizás este
problema sea más propio de otra investigación. Con todo, aun cuando la felicidad no sea enviada por
los dioses, sino que sobrevenga mediante la virtud y cierto aprendizaje o ejercicio, parece ser el más
divino de los bienes, pues el premio y el fin de la virtud es lo mejor y, evidentemente, algo divino y
venturoso. Además, es compartido por muchos hombres, pues por medio de cierto aprendizaje y
diligencia lo pueden alcanzar todos los que no están incapacitados para la virtud. Pero si es mejor que
la felicidad sea alcanzada de este modo que por medio de la fortuna, es razonable que sea así, ya que
las cosas que existen por naturaleza se realizan siempre del mejor modo posible, e igualmente las
cosas que proceden de un arte, o de cualquier causa y, principalmente, de la mejor. Pero confiar lo más
grande y lo más hermoso a la fortuna sería una gran incongruencia.

La respuesta a nuestra búsqueda también es evidente por nuestra definición: pues hemos dicho
que [la felicidad] es una cierta actividad del alma de acuerdo con la virtud. De los demás bienes, unos
son necesarios, otros son por naturaleza auxiliares y útiles como instrumentos. Todo esto también está
de acuerdo con lo que dijimos al principio, pues establecimos que el fin de la política es el mejor bien, y
la política pone el mayor cuidado en hacer a los ciudadanos de una cierta cualidad, esto es, buenos y
capaces de acciones nobles. De acuerdo con esto, es razonable que no llamemos feliz al buey, ni al
caballo ni a ningún otro animal, pues ninguno de ellos es capaz de participar de tal actividad. Por la
misma causa, tampoco el niño es feliz, pues no es capaz todavía de tales acciones por su edad; pero
algunos de ellos son llamados felices porque se espera que lo sean en el futuro. Pues la felicidad
requiere, como dijimos, una virtud perfecta y una vida entera, ya que muchos cambios y azares de todo
género ocurren a lo largo de la vida, y es posible que el más próspero sufra grandes calamidades en su
vejez, como se cuenta de Príamo en los poemas troyanos, y nadie considera feliz al que ha sido víctima
de tales percances y ha acabado miserablemente.”
Libro I
Capítulo 10 La felicidad y los bienes exteriores

“Entonces, ¿no hemos de considerar feliz a ningún hombre mientras viva, sino que será
necesario, como dice Solón, ver el fin de su vida? Y si hemos de establecer tal condición, ¿es acaso feliz
después de su muerte? Pero ¿no es esto completamente absurdo, sobre todo para nosotros que
decimos que la felicidad consiste en alguna especie de actividad? Pero si no llamamos feliz al hombre
muerto -tampoco Solón quiere decir esto, sino que sólo entonces se podría considerar venturoso un
hombre por estar libre ya de los males y de los infortunios -, también eso sería objeto de discusión;
pues parece que para el hombre muerto existen también un mal y un bien, como existen, asimismo,
para el que vive, pero no es consciente de ello, por ejemplo, honores, deshonras, prosperidad e
infortunio de sus hijos y de sus descendientes en general. Sin embargo, esto presenta también una
dificultad, pues si un hombre ha vivido una vida venturosa hasta la vejez y ha muerto en consonancia
con ello, muchos cambios pueden ocurrir a sus descendientes, y así algunos de ellos pueden ser buenos
y alcanzar la vida que merecen, y otros al contrario; porque es evidente que a los que se aparten de sus
padres les puede pasar cualquier cosa. Sería, sin duda, absurdo si el muerto cambiara también con sus
descendientes y fuera, ya feliz, ya desgraciado; pero también es absurdo suponer que las cosas de los
hijos en nada ni en ningún momento interesan a los padres.

Pero volvamos a la primera dificultad, ya que quizá por aquello podamos comprender también
lo que ahora indagamos. Pues si debemos ver el fin y, entonces, considerar a cada uno venturoso no
por serlo ahora, sino porque lo fue antes, ¿cómo no es absurdo decir que, cuando uno es feliz, en
realidad, de verdad, no lo es por no querer declarar felices a los que viven, a causa de la mudanza de
las cosas, y por no creer que la felicidad es algo estable, que de ninguna manera cambia fácilmente,
sino que las vicisitudes de la fortuna giran sin cesar en torno a ellos. Porque está claro que si seguimos
las vicisitudes de la fortuna, llamaremos al mismo hombre tan pronto feliz como desgraciado,
representando al hombre feliz como una especie de camaleón y sin fundamentos sólidos. Pero en
modo alguno sería correcto seguir las vicisitudes de la fortuna, porque la bondad o maldad de un
hombre no dependen de ellas, aunque, como dijimos, la vida humana las necesita; pero las actividades
de acuerdo con la virtud desempeñan el papel principal en la felicidad, y las contrarias, el contrario.

Este razonamiento viene confirmando por lo que ahora discutíamos. En efecto, en ninguna
obra humana hay tanta estabilidad como en las actividades virtuosas, que parecen más firmes, incluso,
que las ciencias; y las más valiosas de ellas son más firmes, porque los hombres virtuosos viven sobre
todo y más continuamente de acuerdo con ellas. Y ésta parece ser la razón por la cual no las olvidamos.
Lo que buscamos, entonces, pertenecerá al hombre feliz, y será feliz toda su vida; pues siempre o
preferentemente hará y contemplará lo que es conforme a la virtud, y soportará las vicisitudes de la
vida lo más noblemente y con moderación en toda circunstancia el que es verdaderamente bueno y
"cuadrilátero" sin tacha. Pero, como hay muchos acontecimientos que ocurren por azares de fortuna y
se distinguen por su grandeza o pequeñez, es evidente que los de pequeña importancia, favorables o
adversos, no tienen mucha influencia en la vida, mientras que los grandes y numerosos harán la vida
más venturosa (pues por su naturaleza añaden orden y belleza y su uso es noble y bueno); en cambio, si
acontece lo contrario, oprimen y corrompen la felicidad, porque traen penas e impiden muchas
actividades. Sin embargo, también en éstos brilla la nobleza, cuando uno soporta con calma muchos y
grandes infortunios, no por insensibilidad, sino por ser noble y magnánimo.

Así, si las actividades rigen la vida, como dijimos, ningún hombre virtuoso llegará a ser
desgraciado, pues nunca hará lo que es odioso y vil. Nosotros creemos, pues, que el hombre
verdaderamente bueno y prudente soporta dignamente todas las vicisitudes de la fortuna y actúa
siempre de la mejor manera posible, en cualquier circunstancia, como un buen general emplea el
ejército de que dispone lo más eficazmente posible para la guerra, y un buen zapatero hace el mejor
calzado con el cuero que se le da, y de la misma manera que todos los otros artífices. Y si esto es así, el
hombre feliz jamás será desgraciado, aunque tampoco venturoso, si cae en los infortunios de Príamo.
Pero no será inconstante ni tornadizo, pues no se apartará fácilmente de la felicidad, ni por los
infortunios que sobrevengan, a no ser grandes y muchos, después de los cuales no volverá a ser feliz en
breve tiempo, sino, en todo caso, tras un período largo y duradero, en el que se haya hecho dueño de
grandes y hermosos bienes.

¿Qué nos impide, pues, llamar feliz al que actúa de acuerdo con la vida perfecta y está
suficientemente provisto de bienes externos no por algún período fortuito, sino durante toda la vida?
¿O hay que añadir que ha de continuar viviendo de esta manera y acabar su vida de modo análogo,
puesto que el futuro no nos es manifiesto, y establecemos que la felicidad es fin y en todo
absolutamente perfecta? Si esto es así, llamaremos venturosos entre los vivientes a los que poseen y
poseerán lo que hemos dicho, o sea, venturosos en cuanto hombres. Y sobre estas cuestiones baste con
lo dicho.”

Libro I
Capítulo 13 El alma, sus partes y sus virtud

“Puesto que la felicidad es una actividad del alma de acuerdo con la virtud perfecta, debemos
ocuparnos de la virtud, pues tal vez investigaremos mejor lo referente a la felicidad. Y parece también
que el verdadero político se esfuerza en ocuparse, sobre todo, de la virtud, pues quiere hacer a los
ciudadanos buenos y sumisos a las leyes. Como ejemplo de éstos tenemos a los legisladores de Creta y
de Lacedemonia y los otros semejantes que puedan haber existido. Y si esta investigación pertenece a
la política, es evidente que nuestro examen estará de acuerdo con nuestra intención original.
Claramente es la virtud humana que debemos investigar, ya que también buscábamos el bien humano
y la felicidad humana. Llamamos virtud humana no a la del cuerpo, sino a la del alma; y decimos que la
felicidad es una actividad del alma. Y si esto es así, es evidente que el político debe conocer, en cierto
modo, los atributos del alma, como el doctor que cura los ojos debe conocer también todo el cuerpo, y
tanto más cuanto que la política es más estimable y mejor que la medicina. Ahora bien, los médicos
distinguidos se afanan por conocer muchas cosas acerca del cuerpo; así también el político ha de
considerar el alma, pero la ha de considerar con vistas a estas cosas y en la medida pertinente a lo que
buscamos, pues una mayor precisión en nuestro examen es acaso demasiado penoso para lo que nos
proponemos.

Algunos puntos acerca del alma han sido también suficientemente estudiados en los tratados
exotéricos, y hay que servirse de ellos; por ejemplo, que una parte del alma es irracional y la otra tiene
razón. Nada importa para esta cuestión y si éstas se distinguen como las partes del cuerpo y todo lo
divisible, o si son dos para la razón pero naturalmente inseparables, como en la circunferencia lo
convexo y lo cóncavo. De lo irracional, una parte parece común y vegetativa, es decir, la causa de la
nutrición y el crecimiento; pues esta facultad del alma puede admitirse en todos los seres que se
nutren y en los embriones, y ésta misma también en los organismos perfectos, pues es más razonable
que [admitir] cualquier otra. Es evidente, pues, que su virtud es común y no humana; parece, en efecto,
que en los sueños actúa principalmente esta parte y esta facultad, y el bueno y el malo no se
distinguen durante el sueño. Por eso, se dice que los felices y los desgraciados no se diferencian
durante media vida. Esto es normal que ocurra, pues el sueño es una inactividad del alma en cuanto se
dice buena o mala, excepto como ciertos movimientos penetran un poco y, en este caso, los sueños de
los hombres superiores son mejores que los de los hombres ordinarios. Pero basta de estas cosas, y
dejemos también de lado la parte nutritiva ya que su naturaleza no pertenece a la virtud humana.

Pero parece que hay también en el alma otra naturaleza [otro principio] que es irracional, pero
que participa, de alguna manera, de la razón. Pues elogiamos la razón y la parte del alma que tiene
razón, tanto en el hombre continente como en el incontinente, ya que le exhorta rectamente a hacer lo
que es mejor. Pero también aparece en estos hombres algo que por su naturaleza viola la razón, y esta
parte lucha y resiste a la razón. Pues, de la misma manera que los miembros paralíticos del cuerpo
cuando queremos moverlos hacia la derecha se van en sentido contrario hacia la izquierda, así ocurre
también con el alma; pues los impulsos de los incontinentes se mueven en sentido contrario. Pero,
mientras que en los cuerpos vemos lo que se desvía, en el alma no lo vemos; mas, quizá, también en el
alma debemos considerar no menos la existencia de algo contrario a la razón, que se le opone y resiste.
(En qué sentido es distinto no interesa.) Pero esta parte también parece participar de la razón, como
dijimos, pues al menos obedece a la razón en el hombre continente, y es, además, probablemente más
dócil en el hombre moderado y varonil, pues (en)todo concuerda con la razón. Así también lo irracional
parece ser doble, pues lo vegetativo no participa en absoluto de la razón, mientras que lo apetitivo, y
en general lo desiderativo, participa de algún modo, en cuanto que la escucha y obedece; y, así, cuando
se trata del padre y de los amigos, empleamos la expresión "tener en cuenta" , pero no en el sentido de
las matemáticas. Que la parte irracional es, en cierto modo, persuadida por la razón, lo indica también
la advertencia y toda censura y exhortación. Y si hay que decir que esta parte tiene razón, será la parte
irracional la que habrá que dividir en dos: una, primariamente y en sí misma; otra, capaz sólo de
escuchar [a la razón], como se escucha a un padre.

También la virtud se divide de acuerdo con esta diferencia, pues decimos que unas son
dianoéticas y otras éticas, y, así, la sabiduría, la inteligencia y la prudencia son dianoéticas, mientras
que la liberalidad y la moderación son éticas. De este modo, cuando hablamos del carácter de un
hombre, no decimos que es sabio o inteligente, sino que es manso o moderado; y también elogiamos al
sabio por su modo de ser, y llamamos virtudes a los modos de ser elogiables.”

* virtudes se elogia o desaprueba porque es responsable


*La felicidad es susceptible de ser aumentada o no por lo fortuito, los bienes externos y lo
internos tiene una relación con la suerte.
*Si fuera un don divino no seria mi responsabilidad y Aristóteles no esta de acuerdo con
esto.
*La buena o mala suerte puede afectar al hombre, pero el nucleo mas fuerte de la felicidad
es la virtud.
*No es lo mismo ser virtuoso que obedecer a la ley

Bienes del alma


del cuerpo
exterior
Teóricas / científicas sabiduría
esta por encima
Razón Virtudes dianoéticas o
intelectuales

Practicas /calculadora Prudencia


fija la recta razón con respecto a las virtudes éticas
Psique impulso ( por un lado obedece a
la razón y por otro lucha)

Apetitiva/ Desiderativa (deseos naturales) Virtudes éticas

No racional
Vegetativa
El hombre moderado es el virtuoso, no pasa por la lucha porque los deseos son
contemplados con la razón. Los deseos se contienen en la función desiderativa de la razón.

Ecratico = continente
Acrático = incontinente

Las virtudes no existen por naturaleza y tampoco son contra ella. Nacemos con la
predisposición hacia la virtud. Los que tienen la disposición les cabe a ellos la responsabilidad de
desarrollarse virtuosos.

Ciudadano: el que es apto para ser virtuoso, nadie se hace virtuoso solo.

Toda acción se da en una situación con otro y al principio es ensayo y error y mientras más
acciones, más logra ir perfeccionando las acciones.

Libro II Naturaleza de la virtud ética


Capítulo 1 La virtud ética, un modo de ser de la recta acción.

“Existe, pues, dos clases de virtud, la dianoéticas y la ética. La dianoéticas se origina y crece
principalmente por la enseñanza(a través del lenguaje) y por ello requiere experiencia y tiempo; la
ética, en cambio, procede de la costumbre, como lo indica el nombre que varía ligeramente del de
“costumbre”. De este hecho resulta claro que ninguna de las virtudes éticas se producen en nosotros
por naturaleza, puesto que ninguna cosa existe por naturaleza se modifica por costumbre. Así la piedra
que se mueve por naturaleza hacia abajo, no podría ser acostumbrada a moverse hacia arriba, aunque
se intentara acostumbrarla lanzándola hacia arriba innumerables veces; ni el fuego, hacia abajo, ni
ninguna otra cosa, de cierta naturaleza, podría acostumbrarse a ser de otra manera. De ahí que las
virtudes no se produzcan ni por naturaleza, sino que nuestro natural pueda recibirlas y perfeccionarlas
mediante la costumbre.

Además, de todas las disposiciones naturales, adquirimos primero la capacidad y luego


ejercemos las actividades. Esto es evidente en el caso de los sentidos; pues no por ver muchas veces u
oír muchas veces adquirimos los sentidos, sino al revés: los usamos porque los tenemos por haberlos
usado. En cambio, obtenemos las virtudes como resultado de actividades anteriores. Y éste es el caso
de las demás artes, pues lo que hay que hacer después de haber aprendido, lo aprendemos haciéndolo.
Así nos hacemos constructores construyendo casas, y citaristas tocando la cítara. De un modo
semejante, practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, moderados, y
practicando la virilidad, viriles. Esto viene confirmando por lo que ocurre en las ciudades: los
legisladores hacen buenos a los ciudadanos haciéndoles adquirir ciertos hábitos, y ésta es la voluntad
de todo legislador; pero los legisladores que no lo hacen bien yerran, y con esto se distingue el buen
régimen del malo.

Además, las mismas causas y los mismos medios producen y destruyen toda virtud, lo mismo
que las artes; pues tocando la cítara se hace tanto los buenos como los malos citaristas, y de manera
análoga los constructores de casas y todo lo demás; pues construyendo bien serán buenos
constructores, y construyendo mal, malos. Si no fuera así, no habría necesidad de maestros, sino que
todos serían de nacimiento buenos y malos. Y este es el caso también de las virtudes: pues por nuestras
actuación en las transacciones con los demás hombres nos hacemos justos o injustos, y nuestra
actuación en los peligros acostumbrándonos a tener miedo o coraje nos hace valientes o cobardes; y lo
mismo ocurre con los apetitos y la ira: unos se vuelven moderados y mansos, otros licenciosos e
iracundos, los unos por haberse comportado así en estas materias, y los otros de otro modo. En una
palabra, los modos de ser surgen de las operaciones semejantes. De ahí la necesidad de efectuar cierta
clase de actividades, pues los modos de ser siguen las correspondientes diferencias en estas
actividades. Así, el adquirir un modo de ser de tal o cual manera desde la juventud tiene poca
importancia, sino muchísima, o mejor, total.”

Libro II
Capítulo 2 La recta acción y la moderación

“Así, pues, puesto que el presente estudio no es teórico como los otros ( pues investigamos no
para saber qué es la virtud, sino para ser buenos, ya que de otro modo ningún beneficio sacaríamos de
ella), debemos examinar lo relativo a las acciones, cómo hay que realizarlas, pues ellas son principales
causas de formación de los diversos modos de ser, como hemos dicho.

Ahora bien, que hemos de actuar de acuerdo con la recta razón es comúnmente aceptado y lo
damos por supuesto(luego se hablará de ello, y de qué es la recta razón y cómo se relaciona con las
otras virtudes.(...)”

La ética es una disciplina practica, hacer que los hombres actúen bien.

Libro II
Capítulo 3 La virtud referida a los placeres y dolores

“ Hay que considerar como una señal de los modos de ser el placer o dolor que acompaña a las
acciones: pues el hombre que se abstiene de los placeres corporales y se complace en eso mismo es
moderado; el que se contraría, intemperante; el que hace frente a los peligros y se complace o , al
menos, no se contrista, es valiente; el que se contrista, cobarde. La virtud moral (virtudes éticas), en
efecto, se relaciona con los placeres y dolores, pues hacemos lo malo a causa del placer, y nos
apartemos del bien a causa del dolor. Por ello, debemos haber sido educados en cierto modo desde
jóvenes, como dice Platón, para poder alegrar y dolernos como es debido, pues en esto radica la buena
educación.

Además, si las virtudes están relacionadas con las acciones y las pasiones, y el placer y el dolor
acompañan a toda pasión, entonces por esta razón también la virtud estará relacionada con los
placeres y dolores. Y lo indican también los castigos que se imponen por medio de ellos: pues son una
medicina y las medicinas por su naturaleza actúan por medio de contrarios. Además, como ya dijimos
antes, todo modo de ser del alma tiene una naturaleza que esta implicada y emparentada con aquellas
cosas por las cuales se hacen naturalmente peor o mejor; y los hombres se hacen malos a causa de los
placeres y dolores, por perseguirlos o evitarlos (siempre), o los que no se debe, o cuando no se debe, o
como no se debe, o de cualquier otra manera que pueda ser determinada por la razón en esta
materia.”
La recta razón marca las características de las virtudes éticas. Si alguien sigue siempre el
placer será un vicioso. Pero el placer no es malo si se sigue cuando y como se debe.

Libro II
Capítulo 4 Naturaleza de las acciones de acuerdo con la virtud

“Uno podría preguntarse cómo decimos que los hombres han de hacerse justos practicando la
justicia, y moderados, practicando la moderación, puesto que si practican la justicia y la moderación ya
son justos y moderados, del mismo modo que si practican la gramática y la música son gramáticos y
músicos. Pero ni siquiera éste es el caso de las artes. Pues es posible hacer algo gramatical, o por
casualidad o por sugerencia de otro. Así pues, uno será gramático si hace algo gramatical o
gramaticalmente, es decir, de acuerdo con los conocimientos gramaticales que posee. Además, no son
semejantes el caso de las artes y el de las virtudes, pues las cosas producidas por las artes tiene su bien
en si mismas; basta, en efecto, que, una vez realizadas, tengan ciertas condiciones; en cambio, las
acciones, de acuerdo con las virtudes, no están hechas justas o sobriamente si ellas mismas son de
cierta manera, sino también el que las hace está en cierta disposición al hacerlas, es decir, en primer
lugar, si sabe lo que hace;luego si las elige, y las elige por ellas mismas; y, en tercer lugar, si las hace
con firmeza e inquebrantablemente. Estas condiciones no cuentan para la posesión de las demás artes,
excepto el conocimiento mismo; en cambio, para las virtudes el conocimiento tiene poco o ningún peso,
mientras que las demás condiciones no lo tienen pequeño sino total, ya que surgen, precisamente, de
realizar muchas veces actos justos y moderados. Así las acciones se llaman justas y moderadas cuando
son tales que un hombre justo y moderado podría realizarlas; y es justo y moderado no el que las hace,
sino el que las hace como las hacen los justos y los moderados. Se dice bien, pues, que realizando
acciones justas y moderadas se hace uno justo y moderado respectivamente; y sin hacerlas, nadie
podría llegar a ser bueno. Pero la mayoría no ejerce estas cosas, sino que refugiándose en la teoría,
creen filosofar y poder, así, ser hombres virtuosos; se comportan como los enfermos que escuchan con
atención a los médicos, pero no hacen nada de lo que les prescriben. Y, así como estos pacientes no
sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán el alma con tal filosofía.”

Observó una acción justa ¿alcanza la acción para llamarla justa? no, tiene que tener cierta
disposición para hacerlo.

1) Si sabe lo que hace


2) Si las elige y las elije por ellas mismas.
3) Si las hace con firmeza e inquebrantablemente (para evitar el conflicto).

ver Ross pag. 232

Debemos diferenciar los actos que genera la virtud de los actos que surgen de la virtud.

causan surgen
Actos 1 ------------------------------------- virtud ------------------------------------- Actos 2

Si bien como ejercicio exterior se parecen, hay diferencia en el acto 2 aparece con los tres
requisitos que tiene la disposición para hacerlo, estos posiblemente no se da en el acto primero.
Esto es observando el proceso de cómo se actúa.

Libro II
Capítulo 5 Las virtudes como modo de ser.

“ Vamos a investigar qué es la virtud. Puesto que son tres las cosas que suceden en el alma,
pasiones, facultades y modo de ser, la virtud ha de pertenecer a una de ellas. Entiendo por pasiones,
apetencia, ira, miedo, coraje, envidia, alegría, amor, odio, deseo, celos compasión y, en general, todo lo
que va acompañado de placer o dolor. Por facultades, aquellas capacidades en virtud den las cuales se
dice que estamos afectados por estas pasiones, por ejemplo, aquello por lo que somos capaces de
airarnos, entristecernos o compadecernos; y por modo de ser, aquello en virtud de lo cual nos
comportamos bien o mal respecto de las pasiones; por ejemplo, en cuanto a encolerizarnos, nos
comportamos mal, si nuestra actitud es desmesurada o débil, y bien, si obramos moderadamente; y lo
mismo con las demás.

Por tanto, ni las virtudes ni los vicios son pasiones, porque no se nos llama buenos o malos por
nuestras pasiones, sino por nuestras virtudes y nuestros vicios; y se nos elogia o censura no por
nuestras pasiones (pues no se elogia al que tiene el miedo ni al que se encoleriza, ni se censura al que
lo hace de cierta manera), sino por nuestras virtudes y vicios. Además, nos encolerizamos o tenemos sin
elección deliberada, mientras que las virtudes son una especie de elecciones o no se adquieren sin
elección. Finalmente, por lo que respecta a las pasiones se dice que nos mueven, pero en cuanto a las
virtudes y vicios se dice no que nos mueven, sino que nos disponen de cierta manera.

Por estas razones, tampoco son facultades; pues, ni se nos llama buenos o malos por ser
simplemente capaces de sentir las pasiones, ni se nos elogia o censura. Además, es por naturaleza
como tenemos esta facultad, pero no son buenos o malos por naturaleza (y hemos hablado antes de
esto). Así pues, si las virtudes no son ni pasiones ni facultades, sólo resta que sean modos de ser. Hemos
expuesto, pues la naturaleza genérica de la virtud.”

Libro 2
Capítulo 6 Naturaleza del modo de ser

“ Mas no sólo hemos de decir que la virtud es un modo de ser, sino además de qué clase. Se ha
de notar, pues, que toda virtud lleva a término la buena disposición de aquello de lo cual es virtud y
hace que realice bien su función; por ejemplo, la virtud del ojo hace bueno el ojo y su función (pues
vemos bien por la virtud del ojo); igualmente la virtud del cabello hace bueno l caballo y útil para
correr, para llevar el jinete y para hacer frente a los enemigos. Si esto es así en todos los casos, la virtud
del hombre será también el modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza bien
su función propia. Cómo esto e así, de ha dicho ya; pero se hará más evidente, si consideramos cuál es
la naturaleza de la virtud. En todo lo continuo y divisible es posible tomar una cantidar mayor, o
menor, o igual , y esto, o bien con relación a la cosa misma, o a nosotros; y lo igual es un término medio
entre el exceso y el defecto. Llamo término medio de una cosa al que dista lo mismo de ambos
extremos, y éste es uno y el mismo para todos; y en relación con nosotros, al que ni excede ni se queda
corto y éste no es ni uno ni el mismo para todos. Por ejemplo, si diez es mucho y dos es poco, se toma el
seis como término medio en cuanto a la cosa, pues excede y es excedido en una cantidad igual, y en
esto consiste el medio según la proporción aritmética. Pero el medio relativo a nosotros, no ha de
tomarse de la misma manera, pues si para uno es mucho comer diez minas de alimentos, y poco comer
dos, el entrenador no prescribirá seis minas, pues probablemente esa cantidad será mucho o poco para
el que ha de tomarla: para Milón, poco; para el que se inicia en los ejercicios corporales, mucho. Así
pues, todo conocedor evita el exceso y el defecto, y busca el término medio y lo prefiere; pero no el
término medio de la cosa, sino el relativo a nosotros.

Entonces, si toda ciencia cumple bien su función, mirando al término medio y dirigiendo hacia
éste sus obras (de ahí lo que suele decirse de las obras excelentes, que no se les puede quitar ni añadir
nada, porque tanto el exceso como el defecto destruyen la perfección, mientras que el término medio
la conserva, y los buenos artistas, como decíamos, trabajan con los ojos puestos en él); y si, por otra
parte, la virtud, como la naturaleza, es más exacta y mejor que todo arte, tendrá que tender al término
medio. Estoy hablando de la virtud ética, pues ésta se refiere a las pasiones y acciones, y en ellas hay
exceso, defecto y término medio. Por ejemplo, cuando tenemos las pasiones de temor, osadía,
apetencia, ira, compasión, y placer y dolor en general, caban el más y el menos, y ninguno de los dos
está bien; pero si tenemos estas pasiones cuando es debido, y por aquellas cosas y hacia aquellas
personas debidas, y por el motivo y de la manera que se debe, entonces hay un término medio y
excelente; y en ello radica, precisamente, la virtud. (…)

(…) Es, por tanto, la virtud un modo de ser selectivo, siendo un término medio relativo a
nosotros, determinado por la razón y por aquello por lo que decidiría el hombre prudente. Es un medio
entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto, y también por no alcanzar, en un caso, y
sobrepasar, en otro, lo necesario en las pasiones y acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el
término medio. Por eso, de acuerdo con su entidad y con la definición que establece su esencia, la
virtud es un término medio, pero, con respecto a lo mejor y al bien, es un extremo. (...)”

Se nos elogia o censura no por sentir pasión, sino por la manera en la que actuamos.

La virtud es un bien del alma ------ pasiones


------- facultades
-------- modos de ser (disposición)

Diferencia de vicio y virtud

1) recibimos elogios o somos censurados no por sentir una pasión simplemente sino por los
vicios o las virtudes. Lo que hace que elogiemos a alguien es por la manera que se
comporta, por las actitudes que toma frente a una pasión.
2) Las pasiones son reacciones espontáneas, mientras que las virtudes y los vicios dependen
de una elección deliberada.
3) Las pasiones nos mueven, nos incitan a actuar a reaccionar mientras que las virtudes nos
imponen una manera de actuar.

Libro II
Capítulo 5 Naturaleza del modo de ser

1107a - la razón en el hombre prudente aparece en el propio concepto de virtud. La razón


es quien fija o establece cual es el término medio y coincide con lo que decidiria el hombre
prudente.

La virtud es un término medio, es aquello relativo a nosotros.

término medio
|---------------------------------------|------------------------------------------------|
éxito defecto

vicios

Depende de las circunstancias, depende de cada uno porque las circunstancias son distintas
y esta incluye a la persona, la valentía no es la misma en un guerrero que en aquel que no lo es. Se
debe contemplar las circunstancias para buscar el término medio. Este nunca debe ser igual al vicio
o los extremos. El punto medio esta sujeto a la razón. Elegir requiere un ejercicio de la razón, una
verdad practica, una verdad en la acción que se realiza no que se descubre. La virtud es una
excelencia o equilibrio, una vez consideradas todas las cosas. Las pasiones son las materia prima de
la virtud y depende de como actuemos ante ellas estaremos actuando virtuosamente o no.

Libro IV Examen de las virtudes intelectuales


Capítulo 1 Las virtudes intelectuales. Determinación de la recta razón.

“Puesto que hemos dicho ya más arriba que se debe elegir el término medio, y no el exceso ni el
defecto, y que el término medio es tal cual la recta razón dice, vamos a analizar esto. En todos
los modos de ser que hemos mencionado, como también en los demás, hay un blanco, mirando
hacia el cual, el hombre que posee la razón intensifica o afloja su actividad, y hay un cierto límite
de los términos medios que decimos se encuentran entre el exceso y el defecto y que existen en
concordancia con la recta razón. Tal afirmación es, sin duda, verdadera, pero no es clara, pues
también en otras ocupaciones que son objeto de ciencia puede decirse, en verdad, que uno no
debe esforzarse ni ser negligente en más o en menos, sino un término medio y como lo establece
la recta razón. Pero, con esto solo, un hombre no conocería más; es como si, (sobre la cuestión
de saber) qué remedios debemos aplicar a nuestro cuerpo, alguien nos dijera: «los que prescribe
la medicina y de la manera indicada por el médico». Por eso, también, con respecto a las
propiedades del alma, no sólo debe establecerse esta verdad, sino, además, definir cuál es la
recta razón o cuál su norma.

Al analizar las virtudes del alma, dijimos que unas eran éticas y otras intelectuales. Hemos
discutido ya las éticas; de las restantes vamos a tratar a continuación, después de algunas notas
preliminares sobre el alma. Dijimos ya antes que son dos las partes del alma: la racional y la
irracional. Dado que, ahora, debemos subdividir la parte racional de la misma manera,
estableceremos que son dos las partes racionales: una, con la que percibimos las clases de
entes cuyos principios no pueden ser de otra manera, y otra, con la que percibimos los
contingentes; porque, correspondiéndose con distintos géneros de cosas, hay en el alma
genéricamente distintas partes, cada una de las cuales por naturaleza se corresponde con su
propio género, ya que es por cierta semejanza y parentesco con ellos como se establece su
conocimiento. A la primera vamos a llamada científica y a la segunda, razonadora, ya que
deliberar y razonar son lo mismo, y nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra manera. De
esta forma, la razonadora es una parte de la racional. Hemos de averiguar, por tanto, cuál es el
mejor modo de ser de cada una de estas partes, pues ese modo de ser será la virtud de cada
una y cada virtud es relativa a su propia función.”

Función racional científica episteme / razón teórica


necesario

Razonadora / calculadora( la que delibera, elige. Aquí se encuentra la


poiesis o prudencia, lo contingente.

Dos formas de conocer porque hay dos metafísicas, los entes posibles (calculadora) y lo
contingente (razonadora).
Libro IV
Capítulo 3 Enumeración de las virtudes intelectuales. Estudio de la ciencia.

“Empecemos, pues, por el principio y volvamos a hablar de ellas. Establezcamos que las
disposiciones por las cuales el alma posee la verdad cuando afirma o niega algo son cinco, a
saber, el arte, la ciencia, la prudencia, la sabiduría y el intelecto; pues uno puede engañarse con
la suposición y con la opinión. Qué es la ciencia, es evidente a partir de ahí -si hemos de hablar
con precisión y no dejarnos guiar por semejanzas-: todos creemos que las cosas que cono cemos
no pueden ser de otra manera; pues las cosas que pueden ser de otra manera, cuando están
fuera de nuestra observación, se nos escapa si existen o no. Por consiguiente, lo que es objeto
de ciencia es necesario. Luego es eterno, ya que todo lo que es absolutamente necesario es
eterno, y lo eterno es ingénito e indestructible. Además, toda ciencia parece ser enseñable, y
todo objeto de conocimiento, capaz de ser aprendido. Y todas las enseñanzas parten de lo ya conocido,
como decimos también en los Analíticos, unas por inducción y otras por silogismo. 1 La
inducción es principio, incluso, de lo universal, mientras que el silogismo parte de lo universal. De
ahí que haya principios de los que parte el silogismo que no se alcanzan mediante el silogismo,
sino que se obtienen por inducción. Por consiguiente, la ciencia es un modo de ser demostrativo
y a esto pueden añadirse las otras circunstancias dadas en los Analíticos; en efecto, cuando uno
está convencido de algo y le son conocidos sus principios, sabe científicamente; pues si no los
conoce mejor que la conclusión, tendrá ciencia sólo por accidente. Sea, pues, especificada de
esta manera la ciencia.”

Razón practica / calculadora ----------- prudencia y artefacto

Razón teórica / científico –---------- intelecto ciencia sabiduría

Libro IV
Capítulo 5. La prudencia

“ En cuanto a la prudencia, podemos llegar a comprender su naturaleza, considerando a qué


hombres llamamos prudentes. En efecto, parece propio del hombre prudente el ser capaz de
deliberar rectamente sobre lo que es bueno y conveniente para sí mismo, no en un sentido
parcial, por ejemplo, para la salud, para la fuerza, sino para vivir bien en general. Una señal de
ello es el hecho de que, en un dominio particular, llamamos prudentes a los que, para alcanzar
algún bien, razonan adecuadamente, incluso en materias en las que no hay arte. Así, un hombre
que delibera rectamente puede ser prudente en términos generales. Pero nadie delibera sobre lo
que no puede ser de otra manera, ni sobre lo que no es capaz de hacer. De suerte que si la
ciencia va acompañada de demostración, y no puede haber demostración de cosas cuyos
principios pueden ser de otra manera (porque todas pueden ser de otra manera), ni tampoco es
posible deliberar sobre lo que es necesariamente, la prudencia no podrá ser ni ciencia ni arte: ciencia,
porque el objeto de la acción puede variar; arte, porque el género de la acción es distinto
del de la producción. Resta, pues, que la prudencia es un modo de ser racional verdadero y
práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre. Porque el fin de la producción es
distinto de ella, pero el de la acción no puede serlo; pues una acción bien hecha es ella misma el
fin. Por eso creemos que Pericles y otros como él son prudentes, porque pueden ver lo que es
bueno para ellos y para los hombres, y pensamos que ésta es una cualidad propia de los
administradores y de los políticos. Y es a causa de esto por lo que añadimos el término
«moderación» al de «prudencia», como indicando algo que salvaguarda la prudencia. Y lo que
preserva es la clase de juicio citada; porque el placer y el dolor no destruyen ni perturban toda
clase de juicio (por ejemplo, si los ángulos del triángulo valen o no dos rectos), sino sólo los que
se refieren a la actuación. En efecto, los principios de la acción son el propósito de esta acción;
pero para el hombre corrompido por el placer o el dolor, el principio no es manifiesto, y ya no ve
la necesidad de elegirlo y hacerlo todo con vistas a tal fin: el vicio destruye el principio. La
prudencia, entonces, es por necesidad un modo de ser racional, verdadero y práctico, respecto
de lo que es bueno para el hombre.
Además, existe una excelencia del arte, pero no de la prudencia, y en el arte el que yerra
voluntariamente es preferible, pero en el caso de la prudencia no, como tampoco en el de las
virtudes. Está claro, pues, que la prudencia es una virtud y no un arte. Y, siendo dos las partes
racionales del alma, la prudencia será la virtud de una de ellas, de la que forma opiniones, pues
tanto la opinión como la prudencia tienen por objeto lo que puede ser de otra manera. Pero es
sólo un modo de ser racional, y una señal de ello es que tal modo de ser puede olvidarse, pero la
prudencia, no.”

Prudente: deliberar con rectitud sobre lo bueno, lo correcto.

Libro IV
Capítulo 6. El intelecto

“Puesto que la ciencia es conocimiento de lo universal y de las cosas necesarias, y hay unos
principios de lo demostrable y de toda ciencia (pues la ciencia es racional), el principio de lo
científico no puede ser ni ciencia, ni arte, ni prudencia; porque lo científico es demostrable,
mientras que el arte y la prudencia versan sobre cosas que pueden ser de otra manera. Tampoco
hay sabiduría de estos principios, pues es propio del sabio aportar algunas demostraciones. Si,
por lo tanto, las disposiciones por las que conocemos la verdad y nunca nos engañamos sobre lo
que no puede o puede ser de otra manera, son la ciencia, la prudencia, la sabiduría y el intelecto,
y tres de ellos (a saber, la prudencia, la ciencia, y la sabiduría) no pueden tener por objeto los
principios, nos resta el intelecto, como disposición de estos principios.”

Ciencia: conocimiento deductivo demostrativo.


Intelecto: se ocupa de captar las acciones que permiten demostrar todo lo demás, provee a la
ciencia de los axiomas y principios básicos conocimiento intuitivo.

A partir de lo particular se llega a la esencia.

No se delibera por lo que es necesario, no sobre lo que es casual.

Libro IV
Capítulo 7 La sabiduría

“En las artes, asignamos la sabiduría a los hombres más consumados en ellas, por ejemplo, a
Fidias, como escultor, y a Policleto, como creador de estatuas, no indicando otra cosa sino que la
sabiduría es la excelencia de un arte. Consideramos a algunos hombres como sabios en general
y no en un campo particular o en alguna calificada manera, como dice Hornero en el Margites:
«Los dioses no le hicieron cavador ni labrador ni sabio en ninguna otra cosa.»

De suerte que es evidente que la sabiduría es la más exacta de las ciencias. Así pues, el sabio
no sólo debe conocer lo que sigue de los principios, sino también poseer la verdad sobre los
principios. De manera que la sabiduría será intelecto y ciencia, una especie de ciencia capital de
los objetos más honorables. Sería absurdo considerar la política o la prudencia como lo más
excelente, si el hombre no es lo mejor del cosmos. Si, en verdad, lo sano y lo bueno son distintos
para los hombres y los peces, pero lo blanco y lo recto son siempre lo mismo, todos podrán decir
que lo sabio es siempre lo mismo, pero lo prudente varía; en efecto, se llama prudente al que
puede examinar bien lo que se refiere a sí mismo, y eso es lo que se confiará a ese hombre. Por
eso se dice que algunos animales son también prudentes, aquellos que parecen tener la facultad
de previsión para su propia vida. Es evidente también que la sabiduría y la política no son lo
mismo, pues si por sabiduría se entiende el conocimiento relativo a cosas útiles para uno mismo,
habrá muchas sabidurías, porque no habrá una sola acerca de lo que es bueno para todos los
animales, sino una diferente para cada uno, a menos que se diga que también hay una sola
medicina para todos. Y nada cambia, si se dice que el hombre es el más excelente de los
animales, porque también hay otras cosas mucho más dignas en su naturaleza que el hombre,
como es evidente por los objetos que constituyen el cosmos. De lo dicho, entonces, está claro
que la sabiduría es ciencia e intelecto de lo más honorable por naturaleza. Por eso, Anaxágoras,
Tales y otros como ellos, que se ve que desconocen su propia conveniencia, son llamados
sabios, no prudentes, y se dice que saben cosas grandes, admirables, difíciles y divinas, pero
inútiles, porque no buscan los bienes humanos.

La prudencia, en cambio, se refiere a cosas humanas y a lo que es objeto de deliberación. En


efecto, decimos que la función del prudente consiste, sobre todo, en deliberar rectamente, y
nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra manera ni sobre lo que no tiene fin, y esto es un
bien práctico. (1) El que delibera rectamente, hablando en sentido absoluto, es el que es capaz de
poner la mira razonablemente en lo práctico y mejor para el hombre(2). Tampoco la prudencia está
limitada sólo a lo universal, sino que debe conocer también lo particular, porque es práctica y la
acción tiene que ver con lo particular. Por esa razón, también algunos sin saber, pero con
experiencia en otras cosas, son más prácticos que otros que saben; así, no quien sabe que las
carnes ligeras son digestivas y sanas, pero no sabe cuáles son ligeras, producirá la salud, sino,
más bien, el que sepa qué carnes de ave son ligeras y sanas. La prudencia es práctica, de modo
que se deben poseer ambos conocimientos o preferentemente el de las cosas particulares. Sin
embargo, también en este caso debería haber una fundamentación(3).”

1) Está mas allá del propósito.


2) Prudencia: sobre todo deliberar rectamente, el objeto de la deliberación es practico.
3)Se debe conocer ambos, se debe ver lo general para poder ver lo particular.

Libro 4
Capitulo 8 La prudencia y la políticas

“La política y la prudencia tienen el mismo modo de ser, pero su esencia no es la misma. De la
prudencia relativa a la ciudad, una, por así decirlo, arquitectónica, es legislativa, mientras que la
otra, que está en relación con lo particular, tiene el nombre común de «prudencia política». Ésta
es práctica y deliberativa. En efecto, el decreto es lo práctico en extremo; por eso, sólo los
empeñados en tales acciones son llamados políticos, pues sólo ellos actúan como obreros
manuales.

Pero la prudencia parece referirse especialmente a uno mismo, o sea al individuo, y esta
disposición tiene el nombre común de «prudencia»; las restantes se llaman «economía»,
«legislación» y «política», tanto en la deliberativa, como en la judicial. Habrá, por consiguiente,
una forma de conocimiento consistente en saber lo que a uno le conviene (y ésta difiere mucho
[de las otras]), y parece que el que sabe lo que le conviene y se ocupa en ello es prudente,
mientras que a los políticos se les llama intrigantes. Por eso, dice Eurípides 2 :

«¿Cómo iba yo a ser prudente, ya que fácilmente habría podido, contado como uno entre la masa del
ejército, tener igual participación? Porque los que destacan y actúan más que los otros...».

Pues los prudentes buscan lo que es bueno para ellos y creen que es esto lo que debe hacerse.
De esta opinión procede la creencia de que sólo éstos son prudentes, aunque, quizá, no es
posible el bien de uno mismo sin administración doméstica ni sin régimen político. Además, cómo
debe uno administrar lo suyo no está claro y necesita consideración. Una señal de lo que se ha
dicho es que los jóvenes pueden ser geómetra y matemáticos, y sabios, en tales campos, pero,
en cambio, no parecen poder ser prudentes. La causa de ello es que la prudencia tiene también
por objeto lo particular, que llega a ser familiar por la experiencia, y el joven no tiene experiencia,
pues la experiencia requiere mucho tiempo. Y si uno investiga por qué un muchacho puede llegar
a ser matemático, pero no sabio, ni físico, la respuesta es ésta: los objetos matemáticos existen
por abstracción, mientras que los principios de las otras ciencias proceden de la experiencia;
además, los jóvenes no tienen convicción de estas cosas, sino que sólo hablan, y, en cambio, les
es manifiesto el ser de los principios. Finalmente, en la deliberación se puede errar tanto en lo
universal como en lo particular; y, así, podemos equivocamos en el hecho de que todas las aguas
gordas son malas o en que estas aguas son gordas.

Es evidente que la prudencia no es ciencia, pues se refiere a lo más particular, como se ha dicho,
y lo práctico es de esta naturaleza. Se opone, de este modo, el intelecto, pues el intelecto es de
definiciones, de las cuales no hay razonamientos, y la prudencia se refiere al otro extremo, a lo
más particular, de lo que no hay ciencia, sino percepción sensible, no la percepción de las
propiedades sensibles, sino una semejante a aquella por la que vemos que la última figura en
matemática es un triángulo (pues también aquí hay un límite). Pero ésta es, más bien, percepción
que prudencia, ya que aquélla es de otra especie.”

Política legislativa

Prudencia relacionada con lo particular.

Es práctica y deliberativa

se refiere a uno mismo o al individuo

Libro 4
Capitulo 9 Cualidades de la buena deliberación

“El investigar y el deliberar son diferentes, aunque la deliberación es una especie de


investigación. Es preciso también averiguar la naturaleza de la buena deliberación: si es ciencia,
opinión, buen tino o alguna cosa de otro género. Ciencia, por supuesto, no es, porque no se investiga lo
que se sabe, y la buena deliberación es una especie de deliberación, y el que delibera investiga y
calcula. Tampoco es buen tino, porque el buen tino actúa sin razonar y es rápido, mientras que la
deliberación requiere mucho tiempo, y se dice que debemos poner en práctica rápidamente lo que se
ha deliberado, pero deliberar lentamente. También la agudeza es distinta de la buena deliberación:
aquélla es una especie de buen tino. Tampoco consiste la buena deliberación en ninguna clase de
opinión. Pero puesto que el que delibera mal yerra y el que delibera rectamente acierta, es evidente
que la buena deliberación es una especie de rectitud, que no es propia de la ciencia ni de la opinión. En
efecto, no puede haber rectitud de la ciencia (como tampoco error), y la rectitud de la opinión es la
verdad, y los objetos de la opinión han sido ya especificados. Sin embargo, tampoco es posible la buena
deliberación sin razonamiento. Resta, pues, la rectitud de designio; ésta, en efecto, todavía no es
afirmación, pues la opinión no es investigación, sino ya una especie de afirmación, y el que delibera,
tanto si delibera bien como si mal, investiga y calcula. Pero la buena deliberación es una especie de
rectitud de la deliberación; por tanto, debemos averiguar primero qué es y sobre qué versa la
deliberación.

Puesto que la rectitud tiene muchos sentidos, es claro que no se trata de cualquiera de ellos,
porque el incontinente y el malo alcanzarán con el razonamiento lo que se proponen hacer, y, así,
habrán deliberado rectamente, pero lo que han logrado es un gran mal; y el haber deliberado
rectamente se considera un bien, pues la buena deliberación es rectitud de la deliberación que alcanza
un bien. Pero es posible también alcanzar un bien mediante un razonamiento falso, y alcanzar lo que
se debe hacer no a través del verdadero término, sino por un término medio falso; de modo que no será
buena deliberación ésta en virtud de la cual se alcanza lo que se debe, pero no por el camino debido.
Además, es posible que uno alcance el objeto después de una larga deliberación, y otro rápidamente;
por consiguiente, tampoco aquélla será una buena deliberación, sino que la rectitud consiste en una
conformidad con lo útil, tanto con respecto al objeto, como al modo y al tiempo. También se puede
hablar de buena deliberación en sentido absoluto, o relativa tendente a un fin determinado; la primera
es la que se endereza simplemente al fin y la segunda la que se endereza a un fin determinado. De
acuerdo con ello, si el deliberar rectamente es propio de los prudentes, la buena deliberación será una
rectitud conforme a lo conveniente, con relación a un fin, cuya prudencia es verdadero juicio.”

Libro 4
Capitulo 12 Utilidad de la sabiduría y la prudencia

“Uno podría preguntarse, acerca de estas virtudes, cuál es su utilidad, puesto que la sabiduría
no investiga ninguna de las cosas que pueden hacer feliz al hombre (pues no es propia de ninguna
generación), y la prudencia, si bien tiene esto, ¿para qué es necesaria? Si la prudencia tiene por objeto
lo que es justo, noble y bueno para el hombre, y ésta es la actuación del hombre bueno, el conocer
estas cosas no nos hará más capaces de practicadas, si las virtudes son modos de ser, como tampoco
nos sirve de nada conocer las cosas sanas o las saludables que no producen la salud sino que son
consecuencia de un modo de ser. En efecto, no somos más capaces de practicarlas por el hecho de
poseer la ciencia médica y la gimnástica. Si, por otra parte, no debe decirse que el hombre prudente lo
es para esto, sino para llegar a ser bueno, la prudencia de nada servirá a los que ya son buenos, pero
tampoco a los que no la tienen. Porque no hay ninguna diferencia entre poseer ellos mismos la
prudencia u obedecer a los que la tienen, y sería suficiente para nosotros que usáramos el mismo
argumento que en el caso de la salud; aunque queremos estar sanos, no por eso aprendemos la
medicina. Además de esto, podría parecer absurdo que la prudencia, que es inferior a la sabiduría,
tuviera más autoridad que ella, pues la prudencia, cuyo papel es hacer, manda y ordena sobre lo
hecho. Estos problemas, pues, han de ser discutidos, ya que ahora sólo los hemos suscitado. Ante todo,
digamos que estos modos de ser han de ser necesariamente elegibles por sí mismos, al menos por ser
cada uno de ellos la virtud de la correspondiente parte del alma, aun en el caso de no producir nada
ninguno de ellos. Mas, de hecho, producen algo, no como la medicina produce la salud, sino como la
produce la salud misma; es de esta manera como la sabiduría produce felicidad. Pues, siendo una parte
de la virtud total, produce felicidad con su posesión y ejercicio.

Además, la obra del hombre se lleva a cabo por la prudencia y la virtud moral, porque la virtud
hace rectos el fin propuesto, y la prudencia los medios para este fin. Pero no hay tal virtud de la cuarta
parte del alma, es decir, de la nutritiva, pues esta parte no puede hacer o no hacer.

En cuanto al argumento de que, a través de la prudencia, no seremos más capaces de realizar


acciones nobles y justas, tenemos que empezar un poco más arriba y emplear el siguiente principio: así
como decimos que no porque algunos hagan lo justo son, por eso, justos, tal, por ejemplo, los que
hacen lo ordenado por las leyes involuntariamente o por ignorancia o por alguna otra causa y no
porque es justo (aunque hacen lo que se debe hacer y lo que es necesario que haga el hombre bueno),
así también, según parece, es posible teniendo cierta disposición, hacer todas las cosas de suerte que
se sea bueno, es decir por elección y por causa de las cosas hechas. Pues bien, la virtud hace recta la
elección, pero lo que se hace por naturaleza ya no es propio de la virtud, sino de otra facultad.
Debemos considerar y exponer estos asuntos con más claridad.

Hay una facultad que llamamos destreza, y ésta es de tal índole que es capaz de realizar los
actos que conducen al blanco propuesto y alcanzarlo; si el blanco es bueno, la facultad es laudable; si
es malo, es astucia; por eso, también de los prudentes decimos que son diestros y astutos. La prudencia
no es esa facultad, pero no existe sin ella, y esta disposición se produce por medio de este ojo del alma,
pero no sin virtud, como hemos dicho y es evidente, ya que los razonamientos de orden práctico tienen
un principio, por ejemplo: «puesto que tal es el fin, que es el mejor» sea cual fuere (supongamos uno
cualquiera a efectos del argumento), y este fin no es aparente al hombre que no es bueno, porque la
maldad nos pervierte y hace que nos engañemos en cuanto a los principios de la acción. De modo que
es evidente que un hombre no puede ser prudente, si no es bueno.”

Tener la capacidad de elegir bien. La destreza va mas allá de la moral porque es para elegir
los medios pero puede ser buenos o no.

Libro 4
Capitulo 13 Prudencia y virtud ética.

“Así pues, tenemos que volver a considerar la virtud. En efecto, la virtud tiene su paralelo. Así
como la prudencia está en relación con la destreza (que no son idénticas, sino semejantes), así también
la virtud natural está en relación con la virtud por excelencia. Se admite, realmente, que cada uno
tiene su carácter en cierto modo por naturaleza, pues desde el nacimiento somos justos, moderados,
valientes y todo lo demás; pero, sin embargo, buscamos la bondad suprema como algo distinto y
queremos poseer esas cualidades de otra manera. Los modos de ser naturales existen también en los
niños y en los animales, pero sin la razón son evidentemente dañinos. Con todo, parece verse claro que
lo mismo que un cuerpo robusto pero sin visión, al ponerse en movimiento, puede resbalar fuertemente
por no tener vista, así también en el caso que consideramos; pero si el hombre adquiere la razón, hay
una diferencia en la actuación, y el modo de ser que sólo tiene una semejanza [con la virtud], será
entonces la virtud por excelencia. Y, así como hay dos clases de modos de ser en la parte del alma que
opina (delibera), la destreza y la prudencia, así también en la parte moral hay otras dos: la virtud
natural y la virtud por excelencia, y de éstas, la virtud por excelencia no se da sin prudencia. Por eso,
algunos afirman que toda virtud es una especie de prudencia, y Sócrates, en parte, indagaba bien y, en
parte, se equivocaba, pues se equivocaba al considerar que toda virtud era prudencia. Una señal de
ello es lo siguiente: todos los hombres que ahora dan una definición de la virtud, después de indicar el
objeto a que tiende, añaden: «según la recta razón», y es recta la que está de acuerdo con la prudencia.
Parece, pues, que todos, de alguna manera, adivinan que tal modo de ser es virtud, es decir, la que es
conforme a la prudencia. Pero debemos avanzar un poco más, ya que la virtud no sólo es un modo de
ser de acuerdo con la recta razón, sino que también va acompañada de la recta razón, y la recta razón,
tratándose de estas cosas, es la prudencia. Así, Sócrates creía que las virtudes eran razones (pues
pensaba que toda virtud era conocimiento); pero nosotros decimos que van acompañadas de razón.

Esta claro, pues, por lo que hemos dicho, que no es posible ser bueno en sentido estricto sin
prudencia, ni prudente sin virtud moral. Esta circunstancia refutaría el argumento dialéctico según el
cual las virtudes son separables unas de otras, pues la misma persona puede no estar dotada por
naturaleza de todas las virtudes, y así puede haber adquirido ya algunas, pero otras todavía no. Esto,
con respecto a las virtudes naturales, es posible, pero no en relación con aquellas por las que un
hombre es llamado bueno en sentido absoluto, pues cuando existe la prudencia todas las otras
virtudes están presentes. Y es claro que, aun cuando no fuera práctica, sería necesaria, porque es la
virtud de esta parte del alma, y porque no puede haber recta intención sin prudencia ni virtud, ya que
la una determina el fin y la otra hace realizar las acciones que conducen al fin.

Sin embargo, la prudencia no es soberana de la sabiduría ni de la parte mejor, como tampoco la


medicina lo es de la salud; en efecto, no se sirve de ella, sino que ve cómo producirla. Así, da órdenes
por causa de la sabiduría, pero no a ella. Sería como decir que la política gobierna a los dioses porque
da órdenes, sobre todo en lo que pertenece a la ciudad.»

La destreza va más allá de la moral porque es para elegir los medios pero puede ser buenos o no.

Natural – innata
Excelencia – aprendida

Una virtud ética requiere prudencia, pero no es simplemente prudencia.

Virtudes éticas o deontológicas es una forma de conocimiento.

Clase 10/05/2018

La sabiduría es la unión de la ciencia y el intelecto.

La prudencia no es exactamente lo mismo que deliberar pero no hay prudencia sin deliberación.
Prudencia- deliberación sobre el bien para cada uno, para vivir bien en general.
Prudencia – acción

Prudencia: es una disposición practica (disposición para la acción) acompañada de una rega
verdadera que refiere a lo que es bueno y malo para el hombre.

Sobre el fin ultimo no es posible deliberar pero es en vista de él.

La deliberación tiene que determinar el bien inmediato, el bien aquí y ahora que tiene que ser
consecuente con el fin ultimo y verdadero.

¿que es la rectitud de la deliberación?, ¿que la hace buena?

El incontinente y el vicioso hacen un razonamiento lógicamente correcto pero el fin es malo. La


buena deliberación será una rectitud con respecto a lo que conduce a un fin, del cual la prudencia
es juicio verdadero.

Afirmación- persecución
(conseguirlo)

Pensamiento Deseos

Negación- huida
(evitar)
Virtudes éticas: disposición relativas a la elección

Elección: deseo deliberado.

Buena elección: requiere que el razonamiento sea verdadero y el deseo recto.

Una verdad propia de la acción, es una verdad que se manifiesta en la acción. La capacidad
de elegir es propio del hombre, lo que lo define y lo distingue.

Libro 4
Capitulo 2 Objeto de las virtudes intelectuales.

“Tres cosas hay en el alma que rigen la acción y la verdad: la sensación, el intelecto y el
deseo. De ellas, la sensación no es principio de ninguna acción, y esto es evidente por el hecho de
que los animales tienen sensación, pero no participan de acción. Lo que en el pensamiento son la
afirmación y la negación, son, en el deseo, la persecución y la huida; así, puesto que la virtud ética
es un modo de ser relativo a la elección, y la elección es un deseo deliberado, el razonamiento, por
esta causa, debe ser verdadero, y el deseo recto, si la elección ha de ser buena, y lo que (la razón)
diga (el deseo) debe perseguir. Esta clase de entendimiento y de verdad son prácticos. La bondad y
la maldad del entendimiento teorético y no práctico ni creador son, respectivamente, la verdad y la
falsedad (pues ésta es la función de todo lo intelectual); pero el objeto propio de la parte
intelectual y práctica, a la vez, es la verdad que está de acuerdo con el recto deseo.

El principio de la acción es, pues, la elección -como fuente de movimiento y no como


finalidad- y el de la elección es el deseo y la razón por causa de algo. De ahí que sin intelecto y sin
reflexión y sin disposición ética no haya elección, pues el bien obrar y su contrario no pueden existir
sin reflexión y carácter. La reflexión de por sí nada mueve, sino la reflexión por causa de algo y
práctica; pues ésta gobierna, incluso, al intelecto creador, porque todo el que hace una cosa la hace
con vistas a algo, y la cosa hecha no es fin absolutamente hablando (ya que es fin relativo y de
algo), sino la acción misma, porque el hacer bien las cosas es un fin y esto es lo que deseamos. Por
eso, la elección es o inteligencia deseosa o deseo inteligente y tal principio es el hombre(1). Nada
que haya ocurrido es objeto de elección, por ejemplo, nadie elige que Ilión haya sido saqueada;
pero nadie delibera sobre lo pasado, sino sobre lo futuro y posible, y lo pasado no puede no haber
sucedido; por eso, rectamente, dice Agatón:

«De una cosa sólo Dios está privado: de hacer que no se haya realizado lo que ya está hecho.»

La función de ambas partes intelectivas (racionales) es, por tanto, la verdad; así pues, las
disposiciones según las cuales cada parte alcanza principalmente la verdad, ésas son las virtudes de
ambas.

1) Elegir esta capacidad lo define y lo distingue.

Ética
Adela Cortina – Emiliano Martínez

Aristóteles

Se plantea ¿Cuál es el fin último de todas las actividades humano? Hay un fin que todos
deseamos por sí mismo, quedando los demás como medios para alcanzarlos. Ese fin – a su juicio -
no puede ser otro que la eudaimonia, la vida buena, la vida feliz.

La vida feliz tendrá que ser un tipo de bien “perfecto”, esto es, un bien que persigamos por
sí mismo, y no como medio para otra cosa; por tanto, el afán de riquezas y de honores no pueden
ser la verdadera felicidad, puesto que tales cosas se desean siempre como medios para alcanzar la
felicidad y no constituyen la felicidad misma.

El auténtico fin último de la vida humana tendría que ser “autosuficiente” , es decir, lo
bastante deseable por si mismos como para que, quien lo posea, ya no desee nada más, aunque,
por supuesto, eso no excluye el disfrute de otros bienes.

El bien supremo del hombre deberá consistir en algún tipo de actividad que le sea peculiar,
siempre que dicha actividad pueda realizarse de un modo excelente. El bien para cada clase de
seres consiste en cumplir adecuadamente su función propia, y en ésto, como en tantas otras cosas,
Aristóteles considera que el hombre no es una excepción entre los seres naturales. Ahora bien, la
actividad que vamos buscando como clave del bien último del hombre ha de ser una actividad que
permita ser desempeñada continuamente, pues de lo contrario difícilmente podría tratarse de la
más representativa de una clase de seres.

En su indagación sobre cuál podría ser la función más propia del ser humano Aristóteles nos
recuerda que todos tenemos una misión que cumplir en la propia comunidad, y que nuestro deber
moral no es otro que desempeñar bien nuestro papel en ella, para lo cual es preciso que cada uno
adquiera las virtudes correspondientes a sus funciones sociales. Pero a continuación se pregunta si
además de las funciones propias del trabajador, del amigo, de la madre o del artista no habrá
también una función propia del ser humano como tal, porque en ese caso estaríamos en cambio
para descubrir cuál es la actividad que puede colmar nuestras ansias de felicidad. La respuesta que
ofrece Aristóteles es bien conocida: La felicidad más perfecta para el ser humano reside en el
ejercicio de la inteligencia teórica, esto es, en la contemplación o comprensión de los
conocimientos. En efecto, se trata de una actividad gozosa que no se desea más que por si misma,
cuya satisfacción se encuentra en la propia realización de la actividad, y que además llevarse a cabo
continuamente.

La prudencia que constituye la verdadera “sabiduría práctica”, nos permite deliberar


correctamente, mostrándonos lo más conveniente en cada momento de nuestras vidas. La
prudencia nos facilita el discernimiento en la toma de decisiones, guiándonos hacia el logro de un
equilibrio entre el exceso y el defecto, y es la guía de las restantes virtudes.

Clase 15/05/2018

Hume

Enciclopedia concisa de filosofía y filósofos Urmson

“El propósito del Tratado era ambicioso; remediar los defectos de todas las filosofías
anteriores, que a Hume le parecían estar fundadas en hipótesi inciertas y «depender más de la
invención que de la experiencia», al establecer los fundamentos de una ciencia genuinamente empírica
de la naturaleza humana. El primer paso era investigar el entendimiento y las pasiones, de los que
dependen todos los juicios y las acciones humanas, incluidos los descubrimientos científicos, así como
las convicciones morales, las instituciones políticas, el arte, la literatura y el comercio. «No hay ninguna
cuestión de importancia cuya decisión no esté comprendida en la ciencia del hombre» (Tratado,
Introducción).”

Se planea el propósito principal de resolver los errores de los filósofos anteriores, ya que
estos están basados en la imaginación y no en la experiencia. Y establecer los fundamentos de una
ciencia empírica de la naturaleza humana. Es necesario primero examinar y decir cuales son las
capacidades del hombre y al mismo tiempo sus limitaciones, etc, para luego poder desarrollar el
conocimiento del mundo. Primero es un estudio reflexivo, un examen de las herramientas o los
medios a través de los cuales el hombre conoce, su capacidad, sus limites para luego emprender el
conocimiento del hombre. En que consiste la naturaleza humana para luego las manifestaciones de
ella, o sus manifestaciones.

“Hume decía que la mente no consiste en nada más que en percepciones, y que éstas son de dos
clases, impresiones e ideas. Llanamente hablando, las impresiones son lo que llamamos sensaciones,
sentimientos, emociones. Las ideas son lo que llamamos pensamientos. Las primeras son enérgicas y
vivaces, las últimas no son más que copias más débiles de las primeras, y de hecho Hume habla a veces
de ellas como «imágenes».”

Las impresiones son de dos tipos, impresiones primarias de los sentidos, que surgen en el alma
«de causas desconocidas», e impresiones secundarias de la reflexión, que surgen como resultado de
nuestras ideas. La aversión, por ejemplo, es causada por la idea de dolor, que es una copia de la
impresión primaria de dolor.

Las ideas son de dos tipos, simples y complejas. Las ideas simples son copias de las impresiones
simples, y siempre se parecen a y se derivan de las impresiones que hemos tenido verdaderamente. Las
ideas complejas son combinaciones de ideas simples y no necesitan reflejar ninguna combinación
verdadera de impresiones (si lo hacen, y muy vivamente, son recuerdos). Así, podemos pensar en
dragones y otras cosas que nunca han sido percibidas. Nunca tenemos una idea simple que no se derive
de una impresión correspondiente; y todas nuestras ideas complejas son construidas a partir de ideas
más simples derivadas de las impresiones. Hume dice que esto es lo mismo que decir que no tenemos
«Ideas innatas»; todas nuestras ideas se derivan de la experiencia. Los objetos de nuestros
pensamientos están confinados a lo que hemos experimentado, o podríamos experimentar
concebiblemente, por los sentidos o el sentimiento interior.

Hume cree que todas estas proposiciones son evidentes a partir de la experiencia, y conocidas
por la observación de nuestras propias mentes. El empirismo es un hecho empírico.

Aunque la imaginación puede unir ideas como le plazca, usualmente tiende a unir a aquéllas
cuyas impresiones correspondientes o bien han sido semejantes, o contiguas en el tiempo o en el
espacio, o bien están relacionadas como causa y efecto. Hume concedía la mayor importancia a estos
principios de asociación. «Hay aquí un tipo de atracción, que se encontrará que tiene en el mundo
mental efectos tan extraordinarios como en el natural, y que se muestra en foro mas tan diversas y
variadas.» (Tratado, I, 1.1v). «Éstos son los únicos vínculos de nuestros pensamientos, para nosotros
son verdaderamente el cemento del universo» (Compendio, página 32).

Según Hume, e! significado de una palabra es el ámbito de ideas, asociadas entre sí por
semejanza, con las que la palabra está asociada por contigüidad; dicho más llanamente, todos los
objetos suficientemente parecidos a aquellos en cuya presencia hemos oído la palabra usada. Entender
una palabra es la activación de estas asociaciones.
Hume discute luego e! uso que hacemos de las ideas en e! razonamiento. (Tratado, libro I, parte
III).

Según Hume, razonar consiste en el descubrimiento de las relaciones. Éstas pueden ser o bien
«relaciones de deas», que producen el razonamiento demostrativo, mostrando lo que es concebible y lo
que es inconcebible (por ejemplo, absurdo o autocontradictorio), o relaciones en las que los objetos
están, como una cuestión de hecho, uno junto a otro. Que tres es la mitad de seis, y que los ángulos
internos de un triángulo equivalen a dos ángulos rectos, son relaciones de ideas, dependiendo, por
tanto, de la naturaleza de las ideas relacionadas, el que las últimas no puedan ser concebidas como
relacionadas de otro modo. Que el mercurio es más pesado que el plomo, que César fue asesinado en
el Foro, que el número de los planetas es nueve, son cuestiones de hecho, que concebiblemente podían
haber sido de otro modo. Una cuestión de hecho no puede ser demostrada, ya que su opuesta es
concebible sin absurdo ni contradicción. Su verdad o falsedad no puede ser aprendida a partir de la
experiencia. El único campo importante de razonamiento demostrativo eran las matemáticas, dijo
Hume. En consecuencia, cualquier libro, tal como la mayoría de las obras sobre metafísica y teología,
que no contenga ni demostraciones matemáticas ni razonamientos relativos a cuestiones de hecho, no
puede contener «nada más que sofismas e ilusión», y debe ser «condenado a las llamas».

Aunque las cuestiones de hecho no pueden ser demostradas, pueden ser inferidas con
probabilidad, y Hume acepta llamar «prueba» a la evidencia probable más completa. La relación de la
que dependen las inferencias siempre es la de causa y efecto. No hay ninguna otra relación, según
Hume, que nos permita inferir la existencia de un objeto que no hemos observado de la existencia de
otro que sí hemos observado. Esta relación tiene, por tanto, «consecuencias prodigiosas», y la
descripción que Hume da de ella es el rasgo más notable y fundamental de su filosofía.

Hume insiste en que ni la proposición de que todo tiene una causa, ni ninguna proposición que
asigne una causa particular a una ocurrencia particular, son demostrables. A priori. Es perfectamente
concebible que algunos eventos sean fortuitos, y que cualquier cosa cause cualquier cosa. Nada más
que la experiencia nos enseña la ordenación de la naturaleza, y qué es lo que causa una cosa en
particular.

¿Pero cómo nos enseña la experiencia que una cosa A es la causa de otra cosa B? La causa,
suponemos todos, precede inmediatamente al efecto y es contigua a éste en el espacio. Podemos
verificar estos rasgos por las impresiones de nuestros sentidos. Pero hay un tercer rasgo que no lo
podemos verificar de este modo. El efecto se sigue necesariamente de la causa. Es esta conexión
necesaria lo que nos permite inferir el uno de la otra. Y no es ésta una conexión lógica, demostrable o
autoevidente como las proporciones de los números. ¿Qué es entonces?
La respuesta de Hume es como sigue. La conexión necesaria que buscamos es el fundamento de
la inferencia de la causa al efecto. Veamos entonces cuál es el fundamento de la inferencia en la vida
común; si la podemos encontrar, esa será la conexión necesaria. No está lejos para buscarla. Si, por
ejemplo, la llama siempre ha ido acompañada de calor, y nunca ha ocurrido sin éste, entonces cuando
vemos una llama inferimos la presencia de calor y «sin más ceremonia llamamos causa a una y efecto
al otro». La conexión necesaria a la que nos referimos al decir que la llama causa calor, no consiste en
nada más que en el hecho de que el calor ha seguido a la llama regularmente en el pasado, y que no
podemos evitar esperar que vuelva a bacerlo. El «debe» de la necesidad causal expresa nuestra
disposición para inferir, y esta disposición es debida a la regularidad experimentada.

Esta explicación de la inferencia causal es subsumida por Hume bajo el principio general de la
asociación de ideas. Ver la llama es una impresión, asociada por semejanza a las ideas de llamas vistas
en el pasado, cada una de las cuales es asociada por contigüidad a la idea de calor. Así la impresión de
la llama evoca con prontitud la idea de calor. La vivacidad de la impresión se transfiere, en parte, a la
idea asociada, y la repetición frecuente de la transición de impresión a idea asociada le da la facilidad
de la costumbre, una especie de inevítabilidad sentida. Estos dos rasgos, la vivacidad de la idea, y el
gradual apoyo de la costumbre, forman lo que llamamos una creencia. Donde no se rompa la
regularidad de los casos pasados y en consecuencia la costumbre es total y perfecta, tenemos la
certeza y la prueba empírica. Donde es imperfecta la regularidad o la semejanza del caso presente con
los casos pasados, la inferencia es incierta, y hablamos de probabilidad.

Hasta aquí Hume ha intentado presentar una teoría del conocimiento instructiva, escéptica
sólo en la medida en que socava las pretensiones de los metafísicos y los teólogos de demostrar a
priori cuestiones de hecho (por ejemplo, la existencia de Dios, o cómo comenzó el mundo), y las
pretensiones de los científicos naturales de probar verdades exactas y últimas, o de proporcionar
explicaciones racionales a posteriori. Abre el camino de una ciencia del hombre descriptiva y
experimental, en todos los sentidos tan respetable como las ciencias físicas.

Pero en el Tratado, libro I, parte IV, donde Hume discute la falibilidad de la razón y de los
sentidos, así como la naturaleza de la mente, llega a conclusiones tan escépticas que ninguna ciencia
podría fundarse en ellas.

La argumentación de Hume contra la eficacia de la razón está ideada para apoyar su


afirmación precedente de que la creencia es un estado psicológico debido al instinto y al hábito, no a la
conclusión de un ejercicio lógico. Si el ejercicio del razonamiento fuera llevado alguna vez a su
conclusión lógica destruiría toda seguridad de algo. Por tanto, la creencia, como indudablemente
ocurre, es debida a algo más; es natural, no lógica. Los argumentos del escéptico no acarrean
convicción porque son «remotos y forzados», y nos llevan mucho más allá de las experiencias de la vida
común, no porque no sean válidos.

Pero ahora el bebé de la ciencia ha sido arrojado junto con el agua de la bañera de la
metafísica, como Hume observa en su último y desesperado capítulo del libro I del Tratado.
«¿Estableceremos, entonces, como máxima general, que nunca se va a recibir ningún razonamiento
refinado o elaborado? Con esto se corta toda ciencia y toda filosofía.»

Hume no tenía que haber desesperado. Sus argumentos de la autodestructividad de la razón


son falaces. Hacemos, digamos, un cálculo según principios matemáticos seguros. Pero podemos haber
cometido un error. Nuestra conclusión tiene entonces sólo el grado de probabilidad que se refiere a la
probabilidad de que no hayamos cometido ningún error. Pero al estimar esta probabilidad podemos
haber vuelto a cometer un error y la la probabilidad de nuestra conclusión original se reduce a la
probabilidad de que no hayamos cometido este segundo error. Y así hasta el infinito. Según Hume, este
proceso reduciría, en última instancia, la probabilidad a cero. La respuesta es que no hay razón para
que decrezcan estas probabilidades. La probabilidad de que los beneficios de una firma durante el año
sea lo que las cuentas muestran, es igual a la probabilidad de que no haya ningún error en los libros.
Pero la probabilidad de que los interventores tengan razón al pensar que no hay error puede ser mayor
que la probabilidad original de que las cuentas sean correctas.

La descripción de Hume de la percepción sensible es igualmente insatisfactoria. Todas las


percepciones de la mente son impresiones o ideas. ¿Cómo dan lugar éstas al conocimiento de los
objetos físicos? Las impresiones de los sentidos son interrumpidas y dependen y forman parte de
nosotros mismos. Los objetos físicos son relativamente permanentes y distintos e independientes de
nosotros. Por tanto, no son conocidos sólo por los sentidos. Ni tampoco pueden ser inferidos por un
argumento del efecto a la causa. Pues para conocer que una sensación dada se debe a una cosa
material determinada, debemos haber sido capaces de observarlas separadamente y darnos cuenta de
la conjunción constante que hay entre ellas. Y la cuestión es precisamente cómo podemos observar la
cosa material como algo distinto de la sensación.
La descripción que Hume da de la mente es similar. No hay nada descubrirle además de las
impresiones y las ideas. Éstas son ocurrencias tan distintas y numerosas, como las sucesivas fotografías
de una exhibición cinematográfica. Pero no hay ni pantalla ni auditorio. Las percepciones están en
relaciones de sucesión, similitud y causación. No hay ningún otro vínculo real entre ellas. El yo es una
mera quimera, un collar imaginario en el que se han ensartado las cuentas. «No soy nada más que un
haz de percepciones.» Pero ¿qué o a quién imagina el collar? ¿Cómo es consciente esta serie de su
propia existencia serial? Hume no puede responder, «demanda el privilegio del escéptico» y dice que la
cuestión es demasiado difícil para él (Tratado,
apéndice).
Podemos admitir que la experiencia nos suministra todo el contenido de nuestros
pensamientos y toda la evidencia de nuestras creencias. Pero la experiencia no consiste en imágenes
que se suceden y que se imitan entre sí en el vacío. Consiste en seres humanos de carne y hueso que
aprenden a percibir, recordar, entender, arreglárselas entre sí y con su entorno material, y a tener en
cuenta sus sensaciones y emociones y a hacer uso de la capacidad de ver las cosas con los «ojos de la
mente». Estos procesos son 10 suficientemente difíciles de en tender, tanto desde el punto de vista
filosófico como desde el psicológico; pero debemos empezar tomándolos tal como los encontramos, y
no suponiendo que no encontramos nada más que puntos de color dispuestos de una determinada
manera y danzando con un acompañamiento de sonidos, olores, sabores y sentimientos. Tal Suposición
sólo puede llevar al escepticismo.

La contribución de Hume a la Filosofía Moral guarda estrecho paralelo con su contribución a la


Teoría del Conocimiento. Del mismo modo que distinguía las cuestiones de hecho de las relaciones de
ideas, distingue ahora los juicios éticos de aquellas dos. Un juicio ético no establece ni que algo pueda
ser concebiblemente de otro modo ni que algo sea lo que es como una cuestión de hecho. E igual que
las cuestiones de hecho no pueden inferirse de las relaciones de ideas, los enunciados éticos no pueden
inferirse de ninguna de las dos. Al igual que el descubrimiento de las cuestiones de hecho depende de
relaciones de conexión necesaria, que parecen ser objetivas, pero que realmente son disposiciones de
la mente, así los juicios éticos dependen de la corrección y la incorrección, la bondad y la maldad, que
parecen ser cualidades objetivas de las personas y los actos, pero que realmente son las aprobaciones y
desaprobaciones de la mente del que juzga. Al igual que nuestras disposiciones a esperar dependen de
nuestra experiencia de las conjunciones regulares, nuestras aprobaciones y desaprobaciones dependen
de nuestra experiencia pasada de consecuencias placenteras y no placenteras. Del mismo modo que la
tarea del científico natural es regular nuestras expectativas mediante las regularidades más generales
y mejor sustanciadas, la tarea del moralista es regular nuestras aprobaciones y desaprobaciones por
las tendencias más generales y mejor sostenidas de las acciones y el carácter, para promover la
felicidad humana. Del mismo modo que la tarea del epistemólogo es describir los mecanismos
psicológicos de la creencia, la tarea del filósofo moral es describir los mecanismos psicológicos de
aprobación y desaprobación. Y los mecanismos psicológicos que Hume describe son igualmente
fantásticos en ambos campos, e igualmente irrelevantes para el establecimiento de sus afirmaciones
principales.

El principio psicológico más importante que Hume intenta aplicar en todas sus descripciones de
la conducta humana y de la aprobación y desaprobación humanas es el Hedonismo. Nada influye la
acción voluntaria más que el placer y el dolor. La influencia puede ser directa, como cuando dejo un
plato caliente porque me quema las manos, o indirecta, como cuando el miedo al dolor me previene de
tocar un plato que creo que está caliente. Y esto ocurre porque el miedo es un sentimiento
«desagradable» (i. e. doloroso). Si el calor no fuera doloroso, la creencia de que el plato está caliente
no afectaría a mis acciones. La razón por sí misma no puede influir en la conducta. Solamente lo hace
«oblicuamente» bien sea descubriendo los medios de gratificar alguna «pasión» (esto es, impresiones
secundarias placenteras o no placenteras), bien descubriendo la existencia de algún objeto que surja
de tal pasión.

De este modo dispone Hume de dos argumentos contra la opinión, ampliamente mantenida, de
que la razón sola distingue el bien moral y el mal moral. El primero es que la razón sola no puede
influir en la conducta, pero que los juicios morales, en ocasiones, sí que lo hacen. Este argumento se
basa en su teoría psicológica. El segundo argumento es que la razón es el descubrimiento de la verdad
y la falsedad, que sólo pertenecen a enunciados sobre cuestiones de hecho y enunciados sobre
relaciones de ideas. Como los juicios morales son distintos de ambos, y no pueden ser deducidos de
éstos, la razón no puede decidir las razones morales. Este segundo argumento es independiente de las
teorías psicológicas de Hume, y se basa en lo que es considerado ampliamente como la mayor
contribución de Hume a la ética, la afirmación de que no existe ningún argumento lógico que pase de
«es» a «debe», de descripción a valoración.

Las obligaciones de hacer justicia, por ejemplo, mantener promesas, respetar la propiedad y la
fidelidad al Estado, presentan dificultades para Hume. Pues es cierto que los actos individuales que
exigen no siempre aumentan la felicidad de la gente, ni siquiera la de todos los que están relacionados.
La respuesta de Hume es que estas obligaciones descansan en convenciones artificiales, sin las que la
sociedad no podría mantenerse unida, y que no podrían realizar su función si cada hombre las
soportara o no según que se le antojara o no hacerlo en circunstancias particulares. Nuestro interés
simpatético por la felicidad a largo plazo de nuestros compañeros crea una obligación moral de ser
justo (que no tiene mucho efecto por sí misma), y nuestro interés por nuestra felicidad y la de nuestros
amigos nos lleva a establecer un sistema de leyes y castigos, que crea una obligación natural de ser
justo. Y por «obligación» Hume sólo significa una especie de motivo.

Esta descripción permite a Hume argumentar con fuerza contra el CONTRATO SOCIAL de la
obligación política, y realizar una sugerencia valiosa acerca de la naturaleza de las promesas. Como los
contratos (i. e. intercambios de promesas) y los gobiernos son ambos solamente artificios útiles, y
deben su poder obligatorio únicamente a su utilidad, no tiene objeto intentar basarlos unos en otros,
aparte del hecho de que el contrato social es realmente un mito. Prometer no es ni pronunciar una
arenga verbal, ni realizar un acto verbal mediante el que se crea del vacío una entidad metafísica
llamada «obligación». Simplemente es operar con la maquinaria de una convención según la cual, por
la costumbre general, si yo, después de decir «prometo hacerlo», no lo hago, no se vuelve a tener
confianza en mí. Aquí tenemos los gérmenes de la importante teoría moderna del uso «perforrnativo»
del lenguaje.
Se verá que la imparcialidad de la aprobación moral genuina para Hume está fundada en la
«simpatía», que es la única que nos da un interés por la felicidad de nuestros compañeros en general.
Admite que la simpatía es un motivo bastante débil, y que los principios morales controlan las pasiones
egoístas, principalmente mediante el sistema de sanciones que el autointerés nos lleva a establecer. Se
podría preguntar entonces por qué la virtud y el vicio nos parecen tan importantes,
independientemente de las recompensas y castigos que en ocasiones reciben.

La respuesta de Hume es interesante, aunque no convincente. Si aprobamos y desaprobamos,


según nuestros intereses y situación personales, nuestros juicios serán variables y opuestos a los de
otras personas. En el descubrimiento de este inconveniente y en la búsqueda de una moneda común e
invariable, como si dijéramos, para valorar a los seres humanos, no encontramos nada tan adecuado
como la simpatía, esa preferencia apacible que tenemos por la felicidad de cualquiera, quedando igual
las otras cosas. Si preguntamos con respecto a cualquier característica o institución humana, ¿es
probable, en general, promover la felicidad a largo plazo de todos aquellos a quienes afecta? Los
sentimientos de aprobación o desaprobación que experimentamos merced a la simpatía, después de
hacer esta pregunta, son aquellos que expresan el oficio adecuado de los términos éticos.

Conclusión. Apenas se puede decir que Hume haya logrado poner los fundamentos de una
ciencia empírica de la naturaleza humana. Ninguna de sus afirmaciones importantes se basa en el
trabajo de campo o el experimento, no descansan en descubrimientos de hechos nuevos, sino en
apelaciones a lo que todos nosotros ya sabemos. Todos nosotros hemos aprendido cómo distinguir las
conexiones causales de las coincidencias, a estimar la probabilidad, a hacer y seguir demostraciones, y
a hacer juicios morales sobre consideraciones generales e imparciales. En la vida común nadie busca
excepciones empíricas de las verdades matemáticas, ni intenta anticipar totalmente mediante el
razonamiento abstracto el veredicto de la experiencia sobre cuestiones de hecho. Quizás no esté tan
claro que en la vida común nadie aprueba lo que aumenta la miseria ni desaprueba lo que la disminuye.
Pero se puede decir que se ha llegado a reconocer que ciertas cosas son, sin duda, malas a causa de la
miseria que producen, y que ningún juicio moral ha sido justificado nunca de ningún otro modo que no
sea la recurrencia a algún principio moral que por sí mismo carezca de justificación o sea discutible.

El logro de Hume consiste en que nos ha mostrado, al menos, cómo intentar describir
claramente cómo hacemos ciertas cosas que sabemos hacer muy bien en contextos familiares,
aclarando así que en contextos no familiares en ocasiones no estamos haciendo estas cosas
verdaderamente, aunque creamos que sí. El metafísico que pretenda razonar respecto del origen del
universo o la inmortalidad del alma parece estar haciendo el mismo tipo de cosa que el hombre que
razona sobre el origen de Stoneheng o la evaporación del agua. Verdaderamente no está haciendo
esto. De hecho está haciendo cosas que todos hemos aprendido a no hacer en los contextos familiares.
Desde Hume nunca ha sido posible para nadie que lo entendiera hacer Metafísica al viejo
modo. Entre los filósofos más importantes influidos por Hume están Jeremy BENTHAM e Immanuel
KANT. Bentham, primera figura de la escuela utilitaria inglesa, dijo que al leer a Hume se le cayó la
venda que tenía ante los ojos. Kant confesó que Hume le despertó por primera vez de su sueño
dogmático. Muchas de las afirmaciones importantes de Kant, especialmente sus explicaciones sobre
espacio y tiempo, causalidad y sustancia, verdades necesarias, identidad personal y razón práctica son
respuestas explícitas o implícitas a problemas suscitados por Hume.

Con respecto a la ciencia de la naturaleza humana, aunque Hume no hizo contribuciones a ella,
sí que aclaró que razonar y juzgar moralmente son actividades describibles, de igual modo que lo son el
caminar y la conducta de los animales, y como tales están abiertas igualmente a la investigación
científica. Es lástima que, aun viendo que el hombre es parte de la naturaleza, todavía intentara
sujetar su filosofía al principio de las impresiones e ideas, que pertenece a una concepción del hombre
totalmente opuesta, y que su malsana afición por la paradoja escéptica lo llevara a deleitarse en los
absurdos que de esto resultaban, en lugar de intentar resolverlos honestamente.”

La mente consiste solo en un conjunto de impresiones.

Establecer los fundamentos de una ciencia empírica de la naturaleza humana. Es necesario


primero examinar y decir cuales son las capacidades del hombre y al mismo tiempo su limitación,
etc para luego poder desarrollar el conocimiento del mundo. Primero es un estudio reflexivo, hay
que examinar las herramientas o los medios a través de las cuales el hombre conoce su
capacidades, sus limites y para luego emprender el conocimiento del hombre.

Hume es considerado como el punto culmine del empirismo ingles, la racionalización de la postura
empirista. Lo lleva a condiciones escépticas en cuanto al conocimiento.

El propósito del tratado era ambicioso remediar los defectos de todas las filosofías
anteriores que a Hume le parecía estar fundadas en hipotiposis inciertas en la imaginación(esta a
veces se extralimita) y depender mas de la inversión que de la experiencia. Esto va acompañado de
un propósito, propositivo que es establecer los fundamentos de una ciencia empírica de la
naturaleza humana. Es necesario primero examinar y decir cuales son las capacidad del hombre y al
mismo tiempo sus limitaciones etc,para luego poder desarrollar el conocimiento del mundo.
Primero es un estudio reflexivo, primero hay que revisar las herramientas o los medios a través de
los cuales el hombre conoce su capacidad, sus limites, etc, para luego poder desarrollar el
conocimiento del hombre.

En que consiste la naturaleza humana para luego las manifestaciones de ella o sus manifestaciones.
Critica a la idea de sustancia

Critica a la idea de sustancia extensa o material, Hume sigue a Berkeley.


Critica a la idea de sustancia pensante. Ataque frontal a la filosofía racionalista y a Descartes.

¿Como logra Hume explicar que es un objeto en si?

La mesa por ejemplo seria la experiencia mas inmediata o una colección de impresiones de
color, forma, tamaño, sonido, etc depende que sentido este involucrada, el objeto no es nada mas
que eso, ¿que esta diciendo Hume? Que si suponemos que detrás de las cualidades o por debajo de
ellas hay una sustancia que unifica y sostiene las cualidades , Hume diría que no, eso no existe
porque lo que conocemos del objeto, son estas cualidades.

De acuerdo con esto Hume esta diciendo que la mesa es una colección de impresiones que
tenemos en un momento pero si queremos afirmar que la mesa es algo mas que eso estaríamos
extralimitandonos, yendo mas allá de la experiencia.

La imaginación cumple una participación positiva. Las impresiones de ideas enlazan de


acuerdo con tres principios: causalidad, contigüidad y semejanza.
¿Que quiere decir con que los objetos físicos son relativamente permanentes?

La creencia que el objeto es permanente aunque nuestras sensaciones que tengamos de el


nunca son idénticos, lo que nos da o nos hace creer que el objeto es permanente. Es la idea de
sustancia, pero si Hume a prescindido de la idea de sustancia y los objetos no son nada mas de
colección de impresiones ¿ Como explicar el que cada vez que vemos la mesa persona que es la
misma mesa? Las impresiones no son la misma pero guardan una familiaridad un parecido, una
semejanza, no son totalmente distintas las impresiones que hacen a esta mesa en un momento
determinado y en otro sino que guarda una semejante, un parecido. Tienen en el tiempo
impresiones de cualidades parecidas. Ademas hay una cierta tendencia al creer que el empirismo
implica el realismo en el sentido que hay un mundo como independiente objetivo y externo a la
mente. Y acá lo que Hume esta diciendo es que las impresiones pertenecer o son contenidos de la
mente por lo tanto lo que consideramos objetos son dependientes de la mente. El empirismo de
por si no implica una conclusión realista.

No hay nada en la mente, no hay ningún concepto o idea en la mente que no allá pasado y
que no provenga directo o indirectamente de las impresiones (datos básicos de la experiencia).

Para Hume el origen directo o remoto de todas nuestras ideas o conceptos tiene que ver
con la experiencia.

Respecto con la mente humana, la mente respeta a las impresiones es receptiva, las
impresiones son una huella que queda en la mente y que proviene de los sentidos. La explicación
que Hume de lo que es la mente marcha paralela a la explicaciones que dio de los objetos
materiales.

¿Como podemos conocer la mente? A través de un acto introspectivo, nos habla de


introspección pero si da una impresión interna, algo así como pensar en lo que estoy pensando, si
hago ese esfuerzo de examinarme interiormente siempre me ve y a encontrar con las impresiones
o ideas como puede una sensación, un recuerdo, una imagen, un concepto siempre vamos a
encontrar contenidos y jamas vamos a hallar , jamas vamos a captar el recipiente o el receptáculo
donde están ese contenido. Ese receptáculo o contenido seria la sustancia pensante, nunca logro
aprender el yo mismo, el supuesto e hipotético yo, por lo tanto si no lo puedo aprender a través de
esa experiencia interna significa que no existe.

Causalidad

Si nosotros decimos que en la naturaleza los objetos siguen un mismo orden, una
regularidad, etc, es por que la mente quien constituye, que establece conexión. Todo lo que afirma
en base ala experiencia tendrá grados de probabilidad. Si vemos una regularidad es porque la
mente proyecta ese orden, no que la naturaleza misma ontologicamente la tenga.

El significado de la palabra mosca este en lamente de cada uno y como sabemos y


asociemos a la misma palabra el mismo significado, es lo que Wittgenstein explican como lenguaje
privado, el significado de las palabras pertenece a la mente, la mente tal la conocemos
exclusivamente cada uno ¿ Como podemos asegurar que al enunciar esa palabra tenerlo la misma
idea, el mismo significado, es imposible saberlo directamente, puede haber mecanismos indirectos.
A es causa de B

Causa efecto Regularidad que la mente elabora

no hay condición necesaria Esta impresión de A y B se da muchas veces


por lo tanto cuando se de A posiblemente

A B pase B, pero no es de necesidad lógica, es

contigüidad una regularidad que la mente elaboro, pero

Impresión impresión podría ocurrir que se de A y no B y que se de

anterior posterior B sin que allá ocurrido A

no hay impresión
del nexo causal

No hay un orden en la naturaleza, la naturaleza objetiva del mundo independientemente de


la mente, no tiene ninguna de las relaciones que la mente crea.

Hay una tercera critica a la falacia naturalista , nombre puesto por Moor.

Tratado de la naturaleza humana ( selección de texto)

Libro II, parte 3 Sección III

Motivos que influyen en la voluntad

La mayor parte de la filosofía moral, sea antigua o moderna, parece basarse en este modo de
pensar; no hay tampoco campo más amplio, tanto para argumentos metafísicos como para
declamaciones populares, que esta supuesta primacía de la razón sobre la pasión.

A fin de mostrar la falacia de toda esta filosofía, intentaré probar, primero: que la razón no
puede ser nunca motivo de una acción de la voluntad; segundo: que la razón no puede oponerse nunca
a la pasión en lo concerniente a la dirección de la voluntad.

El entendimiento se ejerce de dos formas diferentes: en cuanto que juzga por demostración, o
por probabilidad; esto es, en cuanto que considera las relaciones abstractas de nuestras ideas, o
aquellas otras relaciones de objetos de que sólo la experiencia nos proporciona información. Creo que
difícilmente podrá afirmarse que la primera especie de razonamiento es por sí sola causa de una
acción. Dado que si ámbito apropiado es el mundo de las ideas, mientras que la voluntad nos sitúa
siempre en el de la realidad, la demostración y la volición parecen por ello destruirse mutuamente por
completo. Es verdad que las matemáticas son útiles en todas las operaciones mecánicas, y la
aritmética lo es en casi todo oficio y profesión, pero no es por si mismas por lo que tienen influencia. La
mecánica es el arte de regular los movimientos de los cuerpos para algún fin o propósito
intencionados, y la razón de que empleemos la aritmética para determinar las proposiciones numéricas
está solamente en que, con ella, nos es posible descubrir las proporciones de la influencia y operación
de los números. El comerciante desea conocer la suma total de sus cuentas con alguien. ¿Por qué?
Porque así podrá saber qué suma, al pagar su deuda e ir al mercado, tendrá los mismos efectos que
todos los artículos particulares tomados en conjunto. Por tanto, el razonamiento abstracto o
demostrativo no influirá nunca en ninguna de nuestras acciones, sino solamente en cuanto guía de
nuestros juicios concernientes a causa y efecto, los que nos lleva a la segunda operación del
entendimiento.

Es obvio que cuando esperamos de algún objeto dolor o placer, sentimos una emoción
consiguiente de aversión o inclinación, y somos llevados a evitar o aceptar aquello que nos proporciona
dicho desagrado o satisfacción. Igualmente es obvio que esta emoción no se limita a esto, sino que,
haciéndonos volver la vista en todas direcciones, percibe qué objetos están conectados con el original
mediante la relación de causa y efecto. Aquí, pues, tiene lugar el razonamiento para descubrir esta
relación, y, según varíe nuestro razonamiento, recibirán nuestras acciones una subsiguiente variación.
Pero en este caso es evidente que el impulso no surge de la razón, sino que es únicamente dirigido por
ella. De donde surge la aversión o inclinación hacia un objeto es de la perceptiva de dolor o placer. Y
estas emociones se extienden a las causas y efectos de ese objeto, tal como nos son señaladas por la
razón y la experiencia. Nunca nos concerniría en lo más mínimo el saber que tales objetos son causas y
tales otros son efectos, si tanto las causas como los efectos nos fueran indiferentes. Si los objetos
mismos no nos afectan, su conexión no podrá nunca conferirles influencia alguna, y es evidente que,
como la razón no consiste sino en el descubrimiento de esta conexión, no podrá ser por su medio como
sea capaces de afectarnos los objetos.

Dado que la sola razón no puede nunca producir una acción o dar origen a la volición, deduzco
que esta misma facultad es tan incapaz de impedir la volición como de disputarle la preferencia a una
pasión o emoción. (…) Nada puede oponerse al impulso de una pasión, o retardarlo, sino un impulso
contrario, y si este impulso contraria surgiera dela razón, esta facultad debería tener una influencia
originaria sobre la voluntad, y ser capaz de causar o de evitar cualquier acto volitivo. Pero si la razón
no tiene influencia originaria alguna, es imposible que pueda oponerse a un principio que si posee esa
eficiencia, como también lo es que pueda suspender la mente siquiera por un momento. (...)La razón es,
y sólo puede ser, esclava de las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y
obedecerlas.

Una pasión es una existencia original o si se quiere, una modificación de existencia, y no


contiene ninguna cualidad representativa que haga copia de otra existencia o modificación. Cuando
estoy encolerizado, yo poseo realmente la pasión, y en esa emoción no tengo una mayor referencia a
algún otro objeto que cuando estoy sediento, enfermo o tengo mas de cinco pies de alto. Es imposible,
por tanto, que a esta pasión se pueda oponer la verdad y la razón, o que sea contradictoria con ellas,
pues esta contradicción consiste en el desacuerdo de ideas, consideradas como copias, con los objetos
a que representan.

Lo que puede suceder en un primer momento con este asunto es que, como nada puede ser
contrario a las verdad o razón sino aquello que tiene una referencia con ella, y como sólo los juicios de
nuestro entendimiento tiene esta referencia, deberá seguirse que las pasiones podrán ser contrarias a
la razón solamente en cuanto acompañadas de algún juicio u opinión. De acuerdo con este principio,
que es tan obvio y natural, solamente en dos sentidos puede decirse que una afección es irrazonable.
En primer lugar, cuando una pasión, sea la esperanza o el miedo, la tristeza o la alegría, la
desesperación o la confianza, esta basada en la suposición de la existencia de objetos que en realidad
no existen. En segundo lugar, cuando al poner en acto alguna pasión elegimos medios insuficientes
para el fin previsto y nos engañamos nosotros mismos en nuestros juicios de causas y efectos. Si una
pasión no está fundada en falsos supuestos, ni elige medios insuficientes para cumplir su fin, el
entendimiento no puede ni justificarla ni condenarla. No es contrario a la razón el preferir la
destrucción del mundo entero a tener un rasguño en mi dedo. No es contrario a la razón que yo
prefiera mi ruina total con tal de evitar el menor sufrimiento a un indio o a cualquier persona
totalmente desconocida. (..) En breve, una pasión deberá ester acompañada de algún falso juicio para
ser irrazonable; e incluso, para hablar con propiedad, no es la pasión lo irrazonable, sino el juicio.

Dado que una pasión no puede ser nunca en ningún sentido llamada irrazonable, excepto
cuando está basada en una falsa suposición, o cuando elige medios insuficientes para el fin previsto, es
imposible que la razón y la pasión puedan nunca oponerse entre si, ni disputarse el gobierno de la
voluntad y las acciones. En el momento mismo en que percibimos la falsedad de una suposición o la
insuficiencia de los medios, nuestras pasiones se someten a nuestra razón sin oposición alguna. Yo
puedo desear un fruto por creer que tiene un excelente sabor, pero en cuanto me convenzo del error
cesa mi deseo.

A quien no examina los objetos de un modo estrictamente filosófico, le resulta natural


imaginar que las acciones de lo mente que no producen una sensación diferente, ni pueden ser
inmediatamente distinguidas por la sensación y la percepción, son totalmente idénticas. La razón, por
ejemplo, actúa sin producir ninguna emoción sensible; y, con excepción de las más sublimes
disquisiciones de la filosofía o de las vanas sutilezas de las escuelas, apenas si proporciona nunca
placer o desagrado. A esto se debe que toda acción de la mente, que actúe con la misma calma y
tranquilidad, sea confundida con la razón por todos aquéllos que juzgan de las cosas por su apariencia,
a primera vista. Es cierto, sin embargo, que existen ciertos tranquilos deseos y tendencias que, a pesar
de ser verdaderas pasiones, producen poca emoción en el alma, y son más conocidos por sus efectos
que por su sentimiento o sensación inmediata. Esos deseos son de dos tipos: o bien se trata de ciertos
instintos implantados originalmente en nuestra naturaleza, como la benevolencia y el resentimiento,
el amor a la vida y la ternura para los niños, o bien constituyen el apetito general hacia el bien y la
aversión contra el mal, considerados meramente como tales. Cuando algunas de estas pasiones en el
alma, muy fácilmente se confunde con las determinaciones de la razón, por suponer que procede de la
misma facultad que juzga de la verdad y la falsedad.

Además de estas pasiones apacibles que determinan con frecuencia a la voluntad, existe ciertas
violentas emociones del mismo tipo y que tienen igualmente gran influencia sobre dicha facultad.
Cuando recibo un agravio de otra persona siento frecuentemente la pasión violenta de sed de
venganza, que me lleva a desear el mal y el castigo de esa persona con independencia de todas las
consideraciones de placer y ventaja para conmigo. Cuando estoy directamente amenazado por un mal
terrible surgen violentamente en mi el miedo, la aprensión y la aversión, produciéndome una sensible
emoción.
Podemos observar, en general, que ambos principios actúan sobre la voluntad y que, allí donde
se oponen directamente, uno de ellos prevalece, según el carácter general o la disposición actual de la
persona. Lo que llamamos fuerza de espíritu implica el predominio de las pasiones apacibles sobre las
violentas, aunque podemos observar fácilmente que no existe hombre alguno que posea esta virtud
con tal constancia que, en alguna ocasión, no se someta a las incitaciones de la pasión y el deseo.

Libro III, primera parte. De la virtud y el vicio en general.

Sección I

Las distinciones morales no se derivan de la razón.

A todo razonamiento abstruso le acompaña un inconveniente: puede, en efecto, hacer callar al


adversario, pero no convencerle. Cuando dejamos nuestro cuarto de trabajo y nos ocupamos en los
quehaceres normales de la vida, sus conclusiones parecen desvanecerse, como fantasmas nocturnos
ante la aparición de la mañana: nos resulta difícil retener incluso esa convicción que con tanta
dificultad habíamos alcanzado. Esto puede advertirse con mayor claridad en el caso de una larga
cadena de razonamientos, en la que nos es preciso conservar hasta el fin de la evidencia de las
proposiciones primeras, perdiendo de vista frecuentemente las máximas mejor establecidas, sean de la
filosofía o de la vida ordinaria. No me falta, sin embargo, la esperanza de que el presente sistema de
filosofía irá adquiriendo nuevas fuerzas según avance y espero igualmente que nuestro razonamientos
acerca de la moral confirmen lo ya dicho acerca del entendimiento y las pasiones. La moral es un
asunto que nos interesa por encima de todos los demás. Así creemos que cualquier decisión sobre este
tema pone en juego la paz de la sociedad; y es evidente que esta preocupación deberá hacer que
nuestras especulaciones parezcan más reales y consistentes que cuando el asunto nos resulta casi
completamente indiferente.

Ya se ha hecho notar que nada hay nunca presente a la mente que no sean sus percepciones, y
que todas las acciones de ver, oír, juzgar, amar, odiar y pensar cae bajo esa denominación. En ningún
caso puede la mente ejercerse en una acción que no pueda ser incluida en el término percepción; en
consecuencia, dicho término es susceptible de aplicación a los juicios por los que distinguimos el bien y
el mal morales, con no menor propiedad que a cualquier otra operación de la mente. Aprobar un
determinado carácter y condenar otro, no consiste sino en tantas otras percepciones diferentes.

Dado que las percepciones se dividen en dos clases: impresiones e ideas, esta misma

división da lugar al problema con que iniciaremos nuestra presente investigación sobre la moral:

¿Distinguimos entre vicio y virtud, y juzgamos que una acción es censurable o digna

de elogio, por medio de nuestras ideas o de nuestras impresiones? Con esta pregunta

nos separamos inmediatamente de todos los vagos discursos y declamaciones al uso, haciendo que nos
limitemos a algo preciso y exacto dentro del presente tema.

Quienes afirman que la virtud no consiste sino en una conformidad con la razón, que existe en
las cosas una eterna adecuación o inadecuación y que ésta es idéntica para todo ser racional que la
contemple, que las medidas inmutables de lo justo y lo injusto imponen una obligación no solamente a
las criaturas humanas, sino hasta a la misma Divinidad; quienes dicen todas estas cosas sostienen unos
sistemas que coinciden en afirmar que la moralidad, como la verdad, se discierne meramente por
medio de ideas, por su yuxtaposición y comparación. Para emitir un juicio acerca de estos sistemas no
necesitamos, pues, sino considerar si es posible distinguir entre el bien y el mal morales en base a la
sola razón, o si resulta necesaria la intervención de otros principios para poder realizar dicha
distinción.

Si no fuera porque la moralidad tiene ya por naturaleza una influencia sobre las acciones y
pasiones humanas, sería inútil que nos tomáramos tan grandes esfuerzos por inculcarla: nada sería
más estéril que esa multitud de reglas y preceptos de que con tanta abundancia están pertrechados los
moralistas. La filosofía se divide comúnmente en especulativa y práctica. Y como la moralidad se
incluye siempre en el segundo apartado, se supone que influye sobre nuestras pasiones y acciones y
que va más allá de los serenos y desapasionados juicios del entendimiento. Y esto se halla confirmado
por la experiencia ordinaria, que nos muestra a los hombres frecuentemente guiados por su deber y
disuadidos de cometer alguna acción por estimarla injusta, mientras se ven inducidos a realizar otras
por creerlas obligatorias.

(Argumento 1)

Por tanto, dado que la moral influye en las acciones y afecciones, se sigue que no podrá
derivarse de la razón, porque la sola razón no puede tener nunca una tal influencia, como ya hemos
probado. La moral suscita las pasiones y produce o impide las acciones. Pero la razón es de suyo
absolutamente impotente en este caso particular. Luego las reglas de moralidad no son conclusiones
de nuestra razón.

(Argumento 1,1)

Creo que nadie negará la validez de esa conclusión; y no existe tampoco otro medio de escapar
a ella sino negando el principio en que está basada. En tanto se ad mita que la razón no tiene
influencia alguna sobre nuestras pasiones y acciones, es inútil pretender que la moralidad pueda
descubrirse sobre la sola base de una deducción racional. Un principio activo no puede estar nunca
basado en otro inactivo, y si la razón es en sí misma inactiva, deberá permanecer así en todas sus
formas y apariencias, ya se ejerza en asuntos naturales o morales, ya examine el poder de los cuerpos
externos o las acciones de los seres racionales.

(Argumento 2)

La razón consiste en el descubrimiento de la verdad o la falsedad. La verdad o la falsedad


consiste a su vez en un acuerdo o desacuerdo con relaciones reales de ideas, o con la existencia y los
hechos reales. Por consiguiente, todo lo que no sea susceptible de tal acuerdo o desacuerdo es incapaz
de ser verdadero o falso, y en ningún caso puede ser objeto de nuestra razón. Ahora bien, es evidente
que nuestras pasiones, voliciones y acciones son incapaces de tal acuerdo o desacuerdo, en cuanto que
son hechos y realidades originales completos en sí mismos, sin implicar referencia alguna a otras
pasiones, voliciones y acciones. Es imposible, por consiguiente, que puedan ser considerados
verdaderos o falsos, contrarios o conformes a la razón.

Las acciones pueden ser laudables o censurables, pero no razonables o irrazonables. Por tanto,
laudable o censurable no es lo mismo que razonable o irrazonable. El mérito y demérito de las acciones
contradice frecuentemente, y a veces domina a nuestras inclinaciones naturales. Pero la razón no tiene
esa influencia. Luego las distinciones morales no son producto de la razón. La razón es totalmente
inactiva, por lo que nunca puede ser origen de un principio tan activo como lo es la conciencia o
sentimiento de lo moral.

Sin embargo, quizá se diga que, aunque no haya ninguna volición o acción que pueda
contradecir inmediatamente a la razón, podemos encontrar con todo una contradicción tal en algunos
de los acompañantes de la acción, esto es, en sus causas o efectos. La acción puede ser causa de un
juicio o ser oblicuamente causada por un juicio cuando éste se da en concurrencia con una pasión, y por
medio de un abuso del lenguaje, que la filosofía difícilmente admitirá, esa misma contrariedad puede
ser atribuida por esto a la acción. Será ahora conveniente que examinemos hasta qué punto puede ser
esta verdad o falsedad la fuente de la moralidad.

Ya se ha señalado que, en sentido estricto y filosófico, la razón puede tener influencia sobre
nuestra conducta únicamente de dos maneras: excitando una pasión al informarnos de la existencia de
algo que resulta un objeto adecuado para aquélla, o descubriendo la conexión de causas y efectos, de
modo que nos proporcione los medios de ejercer una pasión. Estos son los únicos tipos de juicios que
pueden acompañar a nuestras acciones, o que puede decirse que de algún modo las producen. Y es
necesario admitir que estos juicios pueden ser muchas veces falsos y erróneos.
Estos errores no van más allá de una equivocación de hecho, que por lo general no es
considerada por los moralistas como criminal, en cuanto que es totalmente involuntaria. Más tengo
que ser compadecido que censurado cuando me equivoco con respecto a la influencia que los objetos
tienen de producir daño o placer, o cuando ignoro los medios adecuados para satisfacer mis deseos.
Nadie puede considerar tales errores como si constituyeran un defecto de mi carácter moral. Por
ejemplo, veo a lo lejos un fruto que en realidad es desagradable, y erróneamente me imagino que debe
ser agradable y delicioso. He aquí un error. Escojo ciertos medios para alcanzar esta fruta que no son
adecuados para el fin propuesto. He aquí un segundo error. Pero ya no hay posibilidad ninguna de que
pueda intervenir un tercero en nuestros razonamientos concernientes a errores. Mi pregunta es, pues,
si un hombre que se halla en esta situación y es culpable de esas dos equivocaciones deberá ser
considerado como vicioso y criminal, por inevitables que pudieran resultar dichos errores. ¿O acaso es
posible imaginar que tales errores sean la fuente de toda inmoralidad?

Es verdad que en numerosas ocasiones una acción puede dar lugar a que otras personas
realicen falsas inferencias, y que si alguien ve a través de una ventana alguna escena lasciva entre la
mujer de mi vecino y yo puede ser tan simple que se imagine que ella es realmente mi propia mujer. En
este caso mi acción se parece en algo a una mentira o falsedad, con la sola pero fundamental
diferencia de que yo no estoy realizando la acción para originar en otra persona un juicio falso, sino
para satisfacer mis deseos sensuales y mi pasión.
(Argumento 1,2)

En suma, es imposible que la distinción entre el bien y el mal morales pueda ser efectuada por
la razón, dado que dicha distinción tiene una influencia sobre nuestras acciones, y la sola razón es
incapaz de ello. La razón y el juicio pueden ser de hecho causas mediatas de una acción, sugiriendo o
dirigiendo una pasión, pero no cabe pretender que un juicio de esta clase esté acompañado en su
verdad o falsedad por la verdad o el vicio. Y por lo que respecta a los juicios causados por nuestros
juicios, menos aún pueden conferir esas cualidades morales a las acciones, que son sus causas.

(introducción argumento 3)

Si el pensamiento y el entendimiento fueran capaces de determinar por sí solos los límites de lo


justo y lo injusto, el carácter de lo virtuoso y l o vicioso, esto último debería: o encontrarse en alguna
relación de objetos, o ser una cuestión de hecho descubierta por nuestro razonamiento. Es evidente la
consecuencia; como las operaciones del entendimiento humano se distinguen en dos clases: la
comparación de ideas y la inferencia en cuestiones de hecho, si la virtud fuera descubierta por el
entendimiento tendría que ser objeto de una de estas operaciones, pues no existe ninguna tercera
operación del entendimiento que pudiera descubrirla. Ha sido una opinión muy activamente
propagada por ciertos filósofos la de que la moralidad es susceptible de demostración, y aunque nadie
haya sido nunca capaz de dar un solo paso en estas demostraciones, sin embargo se da por supuesto
que esa ciencia puede ser llevada a la misma certeza que la geometría o el álgebra. Según este
supuesto, el vicio y la virtud deberán consistir en algún tipo de relación, dado que todo el mundo
admite que no hay ninguna cuestión de hecho que sea susceptible de demostración. Comencemos,
pues, por examinar esta hipótesis e intentemos fijar, si es posible, esas cualidades morales que durante
tan largo tiempo han sido objeto de nuestras infructuosos investigaciones.

Si se asegura que el vicio y la virtud consisten en relaciones susceptibles de certeza y


demostración, habrá que limitarse a las cuatro únicas relaciones que admiten tal grado de evidencia, y
en ese caso se llegará a absurdos de los que nunca se podrá salir. Pues si haces que la esencia misma de
la moralidad se encuentre en las relaciones, como no existe ninguna de estas relaciones que no sea
aplicable, no sólo a un objeto irracional, sino también a un objeto inanimado, se sigue que aun objetos
de tal clase tienen que ser susceptibles de mérito o demérito. Semejanza, contrariedad, grados de
cualidad y proporciones en cantidad y número: todas estas relaciones pertenecen con tanta propiedad
a la materia como a nuestras acciones, pasiones y voliciones. Por tanto, es incuestionable que la
moralidad no se encuentra en ninguna de estas relaciones, ni tampoco el sentimiento moral en el
descubrimiento de ellas.
Por tanto, tendré que conformarme de momento con exigir a todo el que desee tomar parte en
la dilucidación de este sistema las dos condiciones siguientes. Primera: dado que el bien y el mal
morales pertenecen tan sólo a las acciones de la mente y se derivan de nuestra situación con los
objetos externos, las relaciones de que surjan estas distinciones morales deberán establecerse
únicamente entre acciones internas y objetos externos, y no deberán ser aplicables, ni a acciones
internas comparadas entre sí, ni a objetos externos situados, en oposición a otros objetos externos.
Como se supone, en efecto, que la moralidad acompaña a ciertas relaciones, si estas relaciones
pertenecieran a acciones internas consideradas de modo aislado, se seguiría que podríamos ser reos de
crímenes en nosotros mismos, con independencia de nuestra situación con el resto del universo. Y, de
manera similar, si estas relaciones morales pudieran ser aplicadas a objetos externos, se seguiría que
hasta a los seres inanimados se les podría imputar belleza o fealdad morales.

Pero aún más difícil de cumplir será la segunda condición requerida para justificar este sistema.
De acuerdo con los principios de quienes mantienen una diferencia racional y abstracta entre el bien y
el mal morales, y una natural adecuación de las cosas, no solamente se supone que, siendo eternas e
inmutables estas relaciones, son las mismas al ser consideradas por cualquier criatura racional, sino
que también sus efectos son —según la suposición— necesariamente los mismos; y de aquí se concluye
que esas relaciones no sólo no tienen menor influencia, sino que su influencia es más bien mayor en
dirigir la voluntad de la divinidad que en gobernar lo racional y virtuoso de nuestra propia especie.
Estos dos extremos son evidentemente distintos. Una cosa es conocer la virtud, y otra, conformar la
voluntad a ella. Por tanto, para probar que las medidas de lo justo y lo injusto son leyes eternas y
obligatorias para toda mente racional, no es suficiente exponer las relaciones en que están basadas:
tenemos que mostrar también la conexión entre la relación y la voluntad, y probar que esta conexión
es de tal modo necesaria que debe manifestarse y ejercer su influencia en toda mente bien
intencionada, a pesar de que en otros aspectos la diferencia entre estas mentes sea inmensa e infinita.
Ahora bien, aparte de haber probado ya que, aun en la naturaleza humana, resulta imposible que una
relación pueda por sí sola producir cualquier acción, aparte de esto, digo, se ha mostrado al tratar del
entendimiento que no existe conexión de causa y efecto— tal como se ha supuesto que ésta era— que
pueda descubrirse de otro modo que por la experiencia, y de la que podamos pretender tener la menor
certeza por la simple contemplación de los objetos.

Pero con el fin de que estas reflexiones generales sean más claras y convincentes, podemos
ilustrarlas mediante casos concretos en los que este carácter de bien o de mal moral resulta
universalmente reconocido. El más horrendo y antinatural de los crímenes que un ser humano pueda
ser capaz de cometer es el de la ingratitud, especialmente cuando se comete contra los padres.

Para probar esto elijamos como ejemplo cualquier objeto inanimado: sean un roble o un olmo.
Supongamos ahora que la caída de las semillas sea causa de que brote un nuevo vástago, y que éste, al
ir creciendo gradualmente, acabe sobrepasando y destruyendo al árbol padre. Me pregunto si falta en
este ejemplo alguna relación que sea posible descubrir en el caso de parricidio o ingratitud. ¿No es
acaso uno de los árboles causa de la existencia del otro? ¿Y no es este último causa de la destrucción
del primero, de la misma forma que puede un hijo asesinar a sus padres? No basta con responder que
en este caso de parricidio la voluntad no da lugar a relaciones diferentes, sino que es únicamente la
causa de que se ha derivado la acción , y, en consecuencia, produce las mismas relaciones que — en
base a otros principios— se han manifestado en el roble o el olmo. Es la voluntad o poder de elección
lo que lleva a un hombre a matar a sus padres, y son las leyes de la materia y el movimiento las que
llevan al vástago a destruir el roble del que nació. Por tanto, unas mismas relaciones tienen aquí
causas distintas, pero las relaciones siguen siendo las mismas,y como su descubrimiento no viene
acompañado en ninguno de los dos casos por una noción de inmoralidad, se sigue que esta noción no
se debe a dicho descubrimiento.

Pero tomemos un ejemplo aún más apropiado: me gustaría preguntar por qué el incesto es algo
considerado como criminal en la especie humana, cuando exactamente la misma acción y las mismas
relaciones en los animales no presentan la menor depravación ni fealdad morales. Si se replicara que
tal acción es inocente en los animales porque éstos no poseen suficiente inteligencia para descubrir la
vileza de la acción, mientras que en el hombre se convierte instantáneamente en una acción criminal
porque él sí está dotado con esa facultad, que le debe limitar a lo que es su deber; si se dijera tal cosa,
replicaría que esto es evidentemente argüir en círculo.

El que los animales carezcan de un grado suficiente de razón puede ser causa de que no se den
cuenta de los deberes y obligaciones de la moral, pero no puede impedir que estos deberes existan,
pues deben existir de antemano para ser percibidos. La razón debe encontrarlos, pero no puede nunca
producirlos. Este argumento merece tenerse en cuenta, ya que, en mi opinión, resulta totalmente
concluyente.

(Argumento 4)

No sólo prueba este razonamiento que la moralidad no consiste en relaciones — objeto de la


ciencia—, sino que, si se examina con cuidado, probará con igual certeza que tampoco consiste la
moralidad en ninguna cuestión de hecho que pueda ser descubierta por el entendimiento. Esta es la
segunda parte de nuestra argumentación, y si logramos que resulte evidente, podremos concluir que la
moralidad no es objeto de razón. Pero ¿es que puede existir dificultad alguna en probar que la virtud y
el vicio no son cuestiones de hecho cuya existencia podamos inferir mediante la razón? Sea el caso de
una acción reconocidamente viciosa: el asesinato intencionado, por ejemplo. Examinado desde todos
los puntos de vista posibles, a ver si podéis encontrar esa cuestión de hecho o existencia a que llamáis
vicio. Desde cualquier punto que lo miréis, lo único que encontraréis serán ciertas pasiones, motivos,
voliciones y pensamientos. No existe ninguna otra cuestión de hecho incluida en esta acción. Mientras
os dediquéis a considerar el objeto, el vicio se os escapará completamente. Nunca podréis descubrirlo
hasta el momento en que dirijáis la reflexión a vuestro propio pecho y encontréis allí un sentimiento de
desaprobación que en vosotros se levanta contra esa acción. He aquí una cuestión de hecho: pero es
objeto del sentimiento, no de la razón. Está en vosotros mismos, no en el objeto. De esta forma,
cuando reputáis una acción o un carácter como viciosos, no queréis decir otra cosa sino que, dada la
constitución de vuestra naturaleza, experimentáis una sensación o sentimiento de censura al
contemplarlos. Por consiguiente, el vicio y la virtud pueden compararse con los sonidos, colores, calor y
frío, que, según la moderna filosofía, no son cualidades en los objetos, sino percepciones en la mente.
(…) Nada puede ser más real o tocarnos más de cerca que nuestros propios sentimientos de placer y
malestar, y si éstos son favorables a la virtud y desfavorables al vicio, no cabe exigir más a la hora de
regular nuestra conducta y comportamiento.

En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar
que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de
Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la
sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna
proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero
resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no debe expresa
alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada y que al mismo
tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta
nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes.

SECCIÓN II LAS DISTINCIONES MORALES SE DERIVAN DE UN SENTIMIENTO MORAL

El curso de la argumentación nos lleva de este modo a concluir que, dado que el vicio y la virtud
no pueden ser descubiertos simplemente por la razón o comparación de ideas, sólo mediante alguna
impresión o sentimiento que produzcan en nosotros podremos señalar la diferencia entre ambos.

La moralidad es, pues, más propiamente sentida que juzgada.

El problema siguiente es: ¿de qué naturaleza son estas impresiones y de qué modo actúan
sobre nosotros? No nos es posible tener dudas a este respecto por mucho tiempo. Es preciso reconocer,
en efecto, que la impresión que es de la virtud es algo agradable, y que la procedente del vicio es
desagradable. La experiencia de cada momento nos convence de ello. No existe espectáculo tan
hermoso como el de una acción noble y generosa, ni otro que nos cause mayor repugnancia que el de
una acción cruel y desleal.
Al sistema que establece las medidas eternas y racionales de lo justo y lo injusto le hice antes la
objeción de que es imposible mostrar en las acciones de las criaturas racionales relación alguna que no
se encuentre también en los objetos externos, por lo que, si la moralidad acompañase siempre a estas
relaciones, también la materia inanimada sería susceptible de virtud o vicio. Sin embargo, ahora puede
objetarse análogamente al presente sistema que si la virtud y el vicio vienen determinados por el
placer y el dolor, entonces esas cualidades tendrán que surgir en todos los casos de las sensaciones, de
modo que cualquier objeto —animado o inanimado, racional o irracional—podría llegar a ser
moralmente bueno o malo por el solo hecho de poder producir satisfacción o malestar. (…) En primer
lugar, porque es evidente que bajo el término placer comprendemos sensaciones muy distintas unas de
otras y que guardan entre sí únicamente la lejana semejanza necesaria para poder ser expresadas por
el mismo término abstracto. Lo mismo produce placer una buena composición musical que una botella
de buen vino: más aún, la bondad de ambas cosas viene determinada simplemente por el placer que
proporcionan. ¿Diríamos por ello, sin embargo, que el vi no es armonioso o que la música sabe bien? De
igual manera, lo mismo puede proporcionar satisfacción un objeto inanimado que el carácter o
sentimientos de una persona. Pero es el modo diferente de sentir la satisfacción lo que evita que
nuestros sentimientos al respecto puedan confundirse; y es también esto lo que nos lleva a atribuir
virtud al uno y no al otro. No todo sentimiento de placer o dolor surgido de un determinado carácter o
acciones pertenece a esa clase peculiar que nos impulsa a alabar o condenar. Las buenas cualidades
del enemigo nos resultan nocivas, y pueden, sin embargo, seguir mereciendo nuestro aprecio y respeto.
Sólo cuando un carácter es considerado en general y sin referencia a nuestro interés particular causa
esa sensación o sentimiento en virtud del cual lo denominamos moralmente bueno o malo. Es verdad
que los sentimientos debidos al interés y los debidos a la moral son susceptibles de confusión y que se
convierten unos en otros. Así, nos resulta difícil no pensar que nuestro enemigo es vicioso, o distinguir
entre su oposición a nuestros intereses y su real villanía o bajeza. Pero ello no impide que los
sentimientos sean de suyo distintos: un hombre de buen sentido y juicio puede librarse de caer en esas
ilusiones.

En segundo lugar. Lo que distingue a la virtud y el vicio del placer o dolor procedente de objetos
inanimados consiste en que, a menudo, no están relacionados con nosotros. Este es, posiblemente, el
efecto más notable que la virtud y el vicio tienen sobre la mente humana.

Puede ahora preguntarse en general, y con respecto a este placer o dolor distintivo del bien y
del mal morales, de qué principios se deriva y a qué se debe su manifestación en la mente humana. A
esto respondo: primero, que es absurdo imaginar que estos sentimientos hayan sido producidos en
cada caso particular por una cualidad original y una constitución primaria. (…) Por tanto, es necesario
reducir el número de esos impulsos primarios encontrando principios más generales que sean la base
de todas nuestras nociones morales.
Pero en segundo término cabría preguntarse si es en la naturaleza donde debemos buscar estos
principios o si hay que suponerles algún otro origen. A esto replicaría que nuestra respuesta dependerá
de la definición de la palabra Naturaleza, pues no existe término más ambiguo y equívoco. Si por
naturaleza entendemos lo opuesto a milagros, entonces no solamente es natural la distinción entre
vicio y virtud, sino también todo lo sucedido alguna vez en el mundo, con excepción de los milagros, en
los que está basada nuestra religión. Así, pues, si es en este sentido como decimos que los sentimientos
de vicio y virtud son naturales, no hemos descubierto nada extraordinario.

Pero naturaleza puede ser también lo opuesto a raro y poco habitual, y en este sentido —que
es el normal— puede discutirse muchas veces si algo es o no natural.(…) Lo único que podemos
afirmar a este respecto es que, si alguna vez ha habido algo que merezca ser llamado natural en este
sentido, lo han sido ciertamente los sentimientos de moralidad, pues nunca hubo nación en el mundo
ni persona particular en una nación que estuvieran absolutamente privadas de ellos y que nunca, ni
siquiera en un solo caso, mostraran la menor aprobación o censura de las costumbres. Estos
sentimientos se hallan arraigados de tal forma en nuestra constitución y carácter que resulta
imposible extirparlos y destruirlos, a menos que la mente humana esté completamente trastornada
por enfermedad o locura.

Pero también puede ser naturaleza lo contrario a lo artificial, igual que antes se oponía a lo
raro y poco usual, y cabe preguntarse si en este sentido son las nociones de virtud naturales o no.
Olvidamos fácilmente que las intenciones, proyectos y consideraciones de los hombres son principios
tan necesarios en su operación como el calor y el frío, lo húmedo y lo seco; por el contrario, como
estimamos que lo primero es algo libre y enteramente nuestro, nos resulta habitual presentarlo en
oposición con los demás principios de la naturaleza. Si se me preguntara, por consiguiente, si el
sentimiento de la virtud es algo natural o artificial, creo que me sería imposible dar en este momento
una respuesta precisa a esta pregunta. Es posible que más adelante veamos que nuestro sentimiento
de algunas virtudes es artificial, mientras que el de otras es natural.

Hasta ese momento puede que, partiendo de esas definiciones de natural y no natural, no esté
de más observar que nada puede ser menos filosófico que esos sistemas según los cuales la virtud es
algo idéntico a lo natural, y el vicio, a lo no natural. En efecto, en el primer sentido de la palabra,
naturaleza como lo opuesto a milagros, lo mismo la virtud que el vicio son naturales. Y en el segundo
sentido, lo opuesto a lo que no es habitual, es posible que la virtud sea la cosa menos natural del
mundo. Por lo menos hay que reconocer que la virtud heroica —que no es algo usual— es tan poco
natural como la barbarie más brutal. En cuanto al tercer sentido de la palabra, lo cierto es que tanto la
virtud como el vicio son igual de artificiales y están fuera de la naturaleza. Por mucho que, en efecto,
se discuta si la noción de mérito o demérito en ciertas acciones es natural o artificial, es evidente que
las acciones mismas son artificiales, realizadas con un cierto designio e intención, pues de otro modo
nunca podrían comprenderse bajo una de estas denominaciones.

PARTE II DE LA JUSTICIA Y LA INJUSTICIA

SECCIÓN I ¿ES LA JUSTICIA UNA VIRTUD NATURAL O ARTIFICIAL?

He insinuado anteriormente que nuestro sentimiento de la virtud no es natural en todos los


casos, sino que existen algunas virtudes que producen placer o aprobación gracias a un artificio o
proyecto debido a las circunstancias y necesidades de los hombres. Pues bien, sostengo ahora que la
justicia es de esta clase.

PARTE III DE LAS DEMÁS VIRTUDES Y VICIOS

SECCIÓN I DEL ORIGEN DE LAS VIRTUDES Y VICIOS NATURALES

Pasamos ahora a examinar las virtudes y vicios totalmente naturales e independientes de los
proyectos y artes de los hombres. Con su examen concluiremos este sistema de la moral.

El impulso fundamental o principio motor de la mente humana es el placer o el dolor; cuando


estas sensaciones desaparecen de nuestro pensamiento y sensibilidad, somos casi totalmente
incapaces de experimentar pasión o acción, deseo o volición. Los efectos más inmediatos del placer y el
dolor son los movimientos mentales de acercamiento y evitación, que se presentan como volición,
deseo y aversión, tristeza y alegría, esperanza y miedo (…) Cuando los objetos que causan placer o
dolor adquieren además una relación con nosotros mismos o con otros, continúan suscitando deseo y
aversión, tristeza y alegría, pero causan al mismo tiempo las pasiones indirectas de orgullo y humildad,
amor y odio, que tienen en este caso una doble relación de impresiones e ideas con el dolor y el placer.

Ya hemos visto que las distinciones morales dependen por completo de ciertos sentimientos
peculiares de dolor y placer, y que toda cualidad mental existente en nosotros o en otras personas que
nos produzca satisfacción al contemplarla o reflexionar sobre ella es, desde luego, virtuosa, de modo
análogo a como toda cosa de este género que produzca desagrado será viciosa.

Pero el hecho de que una acción sea virtuosa o viciosa se debe tan sólo a que es signo de
alguna cualidad o carácter. Esa acción tiene que depender de principios estables de la mente, que se
extienden por toda la conducta y forman parte del carácter personal.

Esta reflexión es evidente de suyo y merece que se le conceda la mayor importancia en el


asunto presente. Cuando investigamos sobre el origen de la moral, en ningún caso tenemos que
examinar una acción aislada, sino precisamente la cualidad o carácter de que se derive dicha acción.
Sólo esto es lo suficientemente duradero para afectar a nuestros sentimientos sobre las personas. Es
verdad que las acciones son mejores indicadores del carácter que las palabras e incluso más que los
deseos y sentimientos, pero sólo en tanto que indicadores van acompañados de amor u odio, elogio o
censura.

Podemos comenzar examinando de nuevo 476 la naturaleza y fuerza de la simpatía. Las


mentes de los hombres son similares en sentimientos y operaciones y no hay ninguna que sea movida
por una afección de la que, en algún grado, estén libres las demás. Del mismo modo que cuando se
pulsan por igual las cuerdas de un instrumento el movimiento de una se comunica a las restantes, así
pasan fácilmente de una persona a otra las afecciones, originando los movimientos correspondientes
en toda criatura humana. Cuando percibo los efectos de la pasión en la voz y el gesto de una persona,
mi mente pasa de inmediato de estos efectos a sus causas, y se hace una idea tan vivaz de la pasión
que al instante la convierte en esa misma pasión. De igual modo, cuando me doy cuenta de las causas
de una emoción, mi mente pasa a los efectos que esas causas producen, con lo que se ve movida por
una emoción similar. Si me encontrara ahora presenciando una de las más terribles intervenciones
quirúrgicas, es seguro que, aun antes de que ésta comenzase, la preparación de los instrumentos, la
colocación ordenada de los vendajes, el poner al fuego los hierros y todos los signos de ansiedad e
inquietud del paciente y los asistentes, tendrían gran efecto sobre mi mente y despertarían los más
intensos sentimientos de compasión y terror. Ninguna pasión ajena se descubre directamente a la
mente: sólo percibimos sus causas o sus efectos. Por estas cosas es por lo que inferimos la pasión y son
ellas, en consecuencia, las que dan origen a nuestra simpatía.

Ahora bien, el placer de un extraño con quien no tenemos amistad nos agrada sólo por simpatía.

Este mismo principio origina en muchos casos nuestros sentimientos morales, además de los de
la belleza. No hay virtud más apreciada que la justicia, ni vicio más detestado que la injusticia. Y
tampoco hay cualidades que manifiesten mejor un carácter, sea amable u odioso. Ahora bien, la
justicia es una virtud moral simplemente por su tendencia al bien de la humanidad, y de hecho no es
sino una invención artificial para alcanzar dicho propósito. Lo mismo puede decirse de la obediencia a
la autoridad, de las leyes de las naciones, de la modestia y de la cortesía. Todas estas cosas son meras
invenciones humanas creadas con vistas al interés de la sociedad. (…) Ahora bien, como los medios
adecuados a un fin sólo pueden resultar agradables cuando el fin lo sea también y como el bien de la
sociedad —en donde no está comprometido nuestro propio interés ni el de nuestros amigos — nos
place sólo por simpatía, se sigue que la simpatía constituye el origen del aprecio que experimentamos
hacia todas las virtudes artificiales.

Así, es manifiesto que la simpatía es un principio muy poderoso en la naturaleza humana, que
tiene gran influencia en nuestro sentido de la belleza y que origina el sentimiento moral en todas las
virtudes artificiales.

El bien y el mal morales son ciertamente discernibles por nuestros sentimientos, no por nuestra
razón. Pero estos sentimientos pueden surgir, o por la mera especie o manifestación del carácter o las
pasiones, o por la reflexión sobre su tendencia a la felicidad de la humanidad y los individuos. Mi
opinión es que estas dos razones están entremezcladas en nuestras decisiones concernientes a la
mayor parte de los casos de belleza externa. Sin embargo, opino también que las reflexiones sobre las
tendencias de las acciones humanas tienen con mucho una influencia superior, determinando las líneas
maestras de nuestro deber.

SECCIÓN III DELA BONDAD Y LA BENEVOLENCIA

Una vez que la experiencia nos ha proporcionado un conocimiento adecuado de los asuntos
humanos y enseñado su relación con las pasiones, advertimos que la generosidad de los hombres es
muy limitada, extendiéndose pocas veces más allá de los amigos y familia o, todo lo más, del país
natal. Y, como ya conocemos bien la naturaleza humana, no esperamos de ella algo imposible.

De modo análogo, aunque la simpatía tenga mucha menos influencia que la preocupación que
sentimos por nosotros mismos, y la simpatía experimentada hacia personas extrañas sea mucho más
débil que la sentida hacia quien nos toca muy de cerca, olvidamos con todo esas diferencias en
nuestros juicios desapasionados acerca del carácter de los hombres. Por lo demás, y aparte de que
nosotros mismos cambiamos frecuentemente nuestra situación a este respecto, diariamente nos
encontramos con personas cuya situación es diferente a la nuestra, por lo que nunca podrían
relacionarse con nosotros en términos razonables si permaneciéramos constantemente en nuestra
peculiar situación y punto de vista. La comunicación de sentimientos que se establece cuando
conversamos y estamos en compañía es lo que nos lleva a formar algún criterio general e inalterable
de aprobación o desaprobación del carácter o forma de ser. Y, aunque no siempre intervenga el
corazón en estas nociones generales, ni regule sus sentimientos de amor u odio por ellas, son, con
todo, suficientes para permitirnos hablar con sentido y sirven a todos nuestros propósitos en la vida
común, sea en el púlpito, en el teatro o en las escuelas.
Ética
Adela Cortina – Emiliano Martínez

Hume

Considera a la razón o entendimiento como una facultad exclusivamente cognoscitiva, cuyo


ámbito de aplicación termina donde deja de plantearse la cuestión de la verdad o falsedad de lso
juicios, los cuales a su vez sólo pueden referirse, en última instancia al ámbito de la experiencia
sensible. Sin embargo, el ámbito de la moralidad es – a su juicio -, un ámbito ajeno a la experiencia
sensible. Ésta nos muestra “hechos”, pero la moralidad no es cuestión de hechos, sino de
sentimientos subjetivos de agrado o desagrado que aparecen en nosotros al tiempo que
experimentamos los hechos objetivos.

Hume considera que el papel de la razón en el terreno moral concierne únicamente al


conocimiento de lo dado y a la posibilidad de juzgar la adecuación de los medios con vistas a
conseguir algún fin, pero es insuficiente para producir efectos prácticos e incapaz de juzgar la
bondad o maldad de las acciones.

Las funciones morales las encomienda Hume a otras facultades no menos importantes que
la razón, como son las pasiones y el sentimiento.

Al actuar sobre la voluntad, las pasiones o deseos son – a juicio de Hume – las fuentes
directas e inmediatas de las acciones; el error de los racionalistas, y del común de los mortales, al
considerar que nuestra conducta se rige por la razón, arranca de la creencia errónea de que sólo
nos mueven las pasiones cuando sufrimos un arrebato emocional, mientras que la suavidad o
apacibilidad emocional se atribuye, sin más, a la razón. No tenemos en cuenta, cuando así
pensamos, que también existen pacsiones apacibles, cuya acción sobre la voluntad confundimos
con la racionalidad.

Ocurre, además, que nuestras pasiones y acciones no representan las cosas de una
determinada manera, es decir, no son cuestiones de hecho ni representan relaciones entre ideas,
sino que simplemente se dan, existen, son ejecutadas o sentidas. Por tanto, no guardan relación
con la razón por lo que hacen a su verdad o falsedad. No es, pues, la razón la facultad encargada de
establecer los juicios morales.

Hume denuncia lo que pasará a la historia como la falacia naturalista, que consiste en
extraer juicios morales a partir de juicios fáctico, o, lo que es lo mismo, en concluir un debe a partir
de un es.
Para Hume nuestras acciones se producen en virtud de las pasiones, que surgen en nosotros
de modo inexplicable, y están orientadas a la consecución de fines no propuestos por la razón, sino
por el sentimiento. La bondad o la maldad de tales acciones depende del sentimiento de agrado o
desagrado que provocan en nosotros, y el papel que la razón desempeña en ellas no pasa de ser el
de proporcionarnos conocimiento de la situación y sobre la adecuación o no de los medios para
conseguir los fines propuestos por el deseo.

A juicio de Hume, los fundamentos de nuestras normas morales y de nuestros juicios


valorativos son la utilidad y la simpatía. Respetamos las normas morales – que supone como dada y
cuyo origen, por tanto, no explica – porque, de no hacerlo así, se seguirían mayores perjuicios que
los que, en algunos casos, ocacionan la obediencia a las mismas. En esto consiste la utilidad.

En cuanto a la simpatía, se trata de un sentimiento por el cual las acciones de otros


resuenan en nosotros provocando la misma aprobación o censura que han causado en los
afectados por ellas, lo cual nos lleva a reaccionar ante situaciones que no nos afectan
directamente. Ella está en el origen de una virtud que Hume considera artificial, la virtud de la
justicia.

Apuntes

Libro II sección III

Motivos que influyen en la voluntad.

Intenta demostrar

1) La razón no puede ser nunca motivo de una acción de la voluntad.

2) La razón no puede oponerse nunca a la pasión en lo concerniente en la dirección de la voluntad.

El entendimiento se ejerce de dos formas

a) Demostración: relaciones abstractas de nuestras ideas. Relaciones de Ideas, ningún


razonamiento demostrativo puede ser causa de una acción. La matemática puede ser útil, una
herramienta, pueden ser auxiliares. No influirá nunca por si mismas en una acción. La razón no es
motivo de una acción.

b)Probabilidad: relación de objetos, solo la experiencia nos informa. Cuestiones de hecho.


Si esperamos de una cosa placer o dolor es que prácticamente conocemos y se formula una
expectativa

razón

causa objeto efecto Describir objetos de hechos

Investigar mediante la razón que


caso objetos están conectados como causa o
Acción buscar o efecto de otros
abstenerse

Pasión o Desagrado Genera una emoción (impresión secundaria)


impresión búsqueda o aversión
favorable o desfavorable
genera

idea
(copia de la impresión)

La emoción no se limita al objeto.

La inclinación es la que nos lleva a buscar el objeto.

La aversión es la que nos lleva a rechazarlo o evitarlo.

La inclinación y la búsqueda del objeto y la razón muestra que O es causado por C por lo
tanto la emoción se extiende, se amplia a C, ¿de que manera? La razón me muestra que haciendo C
puedo obtener O, si fuera una aversión voy a tratar de evitar C para llegar a O.

Hume así muestra que la razón cumple un papel, pero todo el proceso se inicio en la
sensación, en la mediación de una idea y sobretodo con la emoción o pasión. La razón interviene
pero en servicio de una emoción o una pasión. La razón puede acertar que la causa de O sea C o no,
puede darse C y no O, puede darse O sin C. Los juicios de la razón son V o F.

La razón cumple un papel instrumental orientado o dirigido la emoción. Tiene una función
importante que es cognitivo estableciendo la relación de causa u efecto, buscando en la
experiencia, tiene un papel importante para dirigir los impulsos de la pasión.
El conocimiento humano, el conocimiento que el hombre tiene del mundo se da a partir de
que el mundo no le resulta indiferente sino que le afecta positiva o negativamente. Primero hay
una relación practica con los objetos, una interacción practica con los objetos de esa interacción,
resulta que los objetos nos parecen agradables o desagradables y es a partir de esto que la razón
lleva a cabo la tarea de investigar, de descubrir las relaciones causales.

La razón en su función o de operación de probabilidad tiene cierta incidencia en la acción, la


motivación ultima es una emoción o pasión, la razón es guiá, orienta, dirige para el factor
desencadenante de la acción es la emoción o pasión.

Dos tesis

“La razón nunca puede oponerse a la pasión en cuanto a dirigir la voluntad”

Quien pone fin o estimula una pasión es otra pasión. Como la razón no puede dar origen a
una acción deduce que no puede oponerse a una pasión en su influencia de la voluntad. Tiene la
supremacía una sobre otra pasión, la pasión que es mas intensa

“La razón es y solo debe (puede) ser esclava de las pasiones”

Todos los fines de nuestras acciones involucran a nuestras pasiones y estas de por si no son
ni racional pero tampoco irracional simplemente existen de hecho. Nadie puede decir que tiene
una pasión verdadera o mas verdadera que otra.

Libro II parte III sección I

Pasiones directas o impresión surgen inmediatamente del placer y el dolor. La emoción es


una pasión, pero no esta en el mismo nivel que esta, es una impresión secundaria que se origina en
una impresión primaria.

Hay dos maneras de que la pasión puede surgir de una impresión secundaria directa o
indirectamente (estas son mas complejas).

Primaria: placer – dolor


Secundarias: pasiones – emociones

Hume trata a la voluntad, al querer de la voluntad al mismo nivel que la pasión, tratada
como una pasión mas pero especial. El acto de una voluntad es una impresión interna. Por voluntad
no entiende otra cosa que la impresión interna, sentida y consciente que surge cuando producimos
a sabiendas un nuevo movimiento del cuerpo o una nueva percepción de la mente.

McIntyre

Las pasiones son preconceptuales y prelinguisticas, no son conceptos y no tienen que ver
con ideas. Puedo tener pasiones aun cuando no tengo desarrollado el lenguaje, el lenguaje puede
hablar de las pasiones pero no explicarlas. Las pasiones carecen de la capacidad de representar, no
son representaciones, una pasión no representa nada. La coherencia o incoherencia se da entre
ideas o conceptos y correspondencia de las ideas con un hecho, este hace que las ideas sean
verdadera o si no se corresponden sean falsas. Pero las pasiones careces de esa posibilidad por eso
no las puedo llamar ni V ni F, ni racionales, ni irracionales en todo caso serian noracionales.

Intencionalidad

¿Las pasiones tienen intencionalidad o carece completamente de ellas?

Las pasiones no son representaciones, no son capaces de nada por lo tanto las pasión no
tiene nada que ver con la V o F, ni con la razón porque todo lo que tiene que ver con la verdad y con
la razón pertenece al ámbito de las ideas, conceptos.

Preconceptual, antes que la mente humana alcance desarrollada un tipo de conocimiento


conceptual ya posee la capacidad de experimentar pasiones.

Prelinguistica, anterior al lenguaje complejo o articulado porque de cierta manera una


pasión, una emoción se puede expresar por ejemplo en un llanto pero esto no es un lenguaje
articulado sino mas bien un lenguaje simple.

Estoy enojado respecto a algo, siento temor o alegría es respecto a algo y ese algo seria el
objeto intencional interno a la pasión. Las pasiones no podrían ser sobre nada.

Pese a que las pasiones no son ideas estan conectadas a juicios, una impresión respecto al
mundo.

Se siente miedo en determinado momento, a algo determinado refiere a objetos internos


tanto como la intencionalidad lo preveo.
Si yo tengo temor sobre algo particular mi acción sera evitar ese algo pero no cualquier otra
cosa, esto ya esta contenido en la misma pasión.

La pasión es el único motivo de la acción.

Según McItayre seria imposible negarle a las pasiones un contenido propio, el objeto de la
voluntad no es otra cosa que un contenido al cual la pasión se dirige o apunta y esto haría que la
pasión fuera intencional.

Intencionalidad = tiende a

No nacemos con miedo a tal o cual cosa sino que la experiencia es la que va generando
asociaciones fundamental entre la pasión y su objeto. La pasión pretende realizarse por lo tanto a
alcanzar un objeto, no representarlo fotográficamente como lo haría una idea plasmar un objeto
como una realidad.

Las pasiones no pueden estar nunca justificadas (porque justificar es dar razón) no puede
estar justificada ni carente de justificación, ni lo uno, ni lo otro, las pasiones marchan por carriles
aparte de la razón. La razón es la que justifica, la que argumenta la que busca e indica. Pero las
pasiones como tales no son susceptibles ni de justificación y tampoco se las puede acusar de
carecer de justificación.

Las pasiones actúan como causa de las acciones y no la racionalizan, si la acción fuera
racionalizada por la pasión sería que la acción se justifique, que este justificada lógicamente es esa
razón.

¿De que dos maneras se podría decir o atribuir que una pasión es irrazonable o irracional?

Cuando esta acompañada o unida a determinado juicio.

1) Juicio falso, la pasión esta en acción osea pone en acción porque esta basada en la
creencia en supuestos de que existían determinados objetos que después revisada y examinada
determinadamente, la razón dice que no existe por lo tanto ese juicio en el cual se basaba la razón
es falso y eso haría irracional o irrazonable a la pasión. O no existe el objeto o no tiene la cualidad
que se suponía tener. Ej. veo una manzana y supongo que es agradable al gusto, dulce pero cuando
la pruebo y tiene mal gusto por lo tanto el objeto existe pero la características o cualidades que yo
suponía no. Si la pasión esta basada en un juicio errado, dice Hume, que llamar a ese juicio errado o
falso también podría indirectamente aplicar a la pasión misma.
2) Yo deseo tal cosa, la razón descubre que tal cosa es efecto de otro fenómeno por lo tanto mi
deseo es producir este primer fenómeno para que como consecuencia se de, ocurra el efecto
deseado pero resulta que la razón afirma erróneamente, se equivoca en cuanto a establecer una
operación causal entre los dos hechos de repente ese objeto deseado no es causado por X sino por
otra cosa por lo tanto al al hacer X me equivoco. Deseamos X, la razón me enseña, me informa que
X es causado por C entonces el deseo se dirige a provocar mediante la acción ese hacho C para que
cause X, pero resulta que ese hecho C no es causa de X sino que es de Y por lo tanto elegí los
medios insuficientes para el fin previsto y nos engañamos a nosotros mismos en nuestros juicios de
causas y efectos, pero luego comprobamos que esa relación causal no existe, o de repente es C +
Y+ Z, todos ellos son los que provocan X, es más complejo no alcanza con realizar C.

Concluye Hume si una pasión no esta fundada en falsos supuestos ni elige medios
insuficientes para cumplir su fin el entendimiento no puede ni justificarla, ni condenarla. Pero si
fuera al revés si estuviera basada en falsos supuestos o elegimos los medios insuficientes ahí si el
entendimiento puede pronunciarse sobre la pasión justificada o rechazarla.

La pasión fija los fines, por si sola no es irracional, debe estar acompañada de algún juicio
falso para der irrazonable, no es la pasión irrazonable sino el juicio. Pero como las pasiones están
acompañadas por el juicio indirectamente se podría decir que la pasión es irracional.

Stanford

Para Hume no hay razón practica.

Clasificación de las Pasiones según Rawls

1. Para algunas observaciones de fondo sobre cómo el escepticismo de Hume y su


naturalismo psicológico trabajan en tándem. Ahora me dirijo a su moral filosofía. Él procede
tratando de mostrar que la razón sola no puede ser una motivo que influye en nuestra conducta;
más bien solo tiene un rol secundario limitado a corregir creencias falsas e identificar medios
efectivos para dar fines (en II: iii: ). Luego trata de mostrar que no es la razón sino el sentido moral
esa es la base (epistemológica) de las distinciones morales (en III: i). El ofrece varios argumentos
finales bastante breves para tratar de establecer estas afirmaciones. Yo posponer considerar estos
argumentos hasta las reuniones cuarta y quinta en Hume. Hoy discuto lo que llamaré su punto de
vista oficial de racional deliberación (en II: iii: ) y luego plantear algunas preguntas al respecto, que
perseguirá la próxima vez. Mientras que en su visión oficial el escepticismo de Hume parece radical
y sin mitigar con respecto a la razón, deberíamos preguntar cómo Hasta aquí esto es realmente así,
y cómo caracteriza exactamente la deliberación racional.
2. Comienzo con la clasificación de Hume de las pasiones. Al comienzo de el Tratado ( -; y - ; y ; y
más tarde  ff.), Hume clasifica los elementos de la experiencia, lo que él llama "percepciones",
como sigue:

En la teoría de Hume, nos impresionan tanto las sensaciones como los reflejos con mayor
fuerza y violencia que las ideas que se derivan de ellos; las impresiones son previas y más vívidas y
vívidas que las ideas.

Las impresiones de la reflexión, sin embargo, pueden derivar impresiones de sensación


indirectamente a través de ideas. Hume da esta cuenta (T: f.): La impresión de la sensación, dedos
de un placer o un dolor, da lugar a una idea correspondiente de placer o dolor, que es "una copia
tomada por la mente" (T: ; y ). Luego esto idea de un placer o dolor, cuando regresa sobre el alma
(como dice Hume), producir una nueva impresión de reflexión, una impresión reflexiva de un deseo
o una aversión, una esperanza o un miedo, según sea el caso. Estas impresiones de la reflexión
puede ser copiada por la memoria o la imaginación, y de esta manera dan lugar a nuevas ideas. Las
impresiones de la reflexión son ante ceden a las ideas derivadas de ellos, pero son posteriores a las
impresiones de la sensación de que la cual puede derivar indirectamente a través de una idea de
seguro o doloroso, esta idea es sí misma derivada de una impresión previa de motivo seguro o
dolor (T: ; y ). Por lo tanto, todas las ideas se originan a partir de impresiones de antecedentes
sensación en algún lugar de la línea; lo mismo vale para las impresiones de reflexión, que se deriva
de placeres y dolores. La preocupación de Hume no es con la filosofía natural -mecánica y
astronomía-, pero con la filosofía moral filosofía, con la ciencia de la naturaleza humana (ver la
Introducción a la Tratado, xvii-xix). Dado que "el examen de nuestras sensaciones a los anatomistas
y filósofos naturales que a la moral "(T: ; y ), es impresionante de reflexión (pasiones, deseos y
emociones) que son el foco de su atención (T: ; y ).

3. En II: i: -; y Hume da una clasificación de impresiones de reflexión, que incluir las pasiones. Su
arreglo no está del todo claro, pero creo lo siguiente se ajusta a sus intenciones.

1) Primero, Hume distingue las pasiones según cómo surgen, por lo que obtenemos:

(i) Pasiones directas: surgen inmediatamente del placer o dolor, o del bien o el mal. Hume a
menudo parece ver el placer y el dolor, y el bien y el mal, como lo mismo (T: , , , más , ,  ; y , más
explícitamente en  ).

(ii) Pasiones indirectas: surgen del placer y el dolor, pero requieren condiciones más complicadas
que involucran lo que Hume describe como "esta doble relación de ideas e impresiones" (T: ; y , , , más ).
Ejemplos de pasiones indirectas son el orgullo y la humildad la ambición, la vanidad, el amor y el
odio, así como la envidia, lástima y malicia (T: , , , más ).

(iii) Pasiones originales (instintos implantados): estos no surgen del placer y el dolor, directa o
indirectamente, aunque cuando se actúa sobre ellos producen placer y dolor (o bueno o malo: T:
 ).

2)En segundo lugar, Hume distingue las pasiones de acuerdo con su turbulencia y intensidad
del fieltro (T: , , , más ). Esta distinción, piensa Hume, no es muy exacta: el los grados de turbulencia
varían ampliamente dentro de las pasiones del mismo tipo, y hay mucha superposición. Pero aún
podemos distinguir:

i) pasiones tranquilas
ii) pasiones violentas

3) Tercero y finalmente, Hume distingue las pasiones fuertes y débiles (T: -; y ). Esta distinción se
refiere a la influencia (causal) que ejerce una pasión. Un punto central aquí es que ciertas pasiones
tranquilas también pueden ser fuertes, que es, ejercer una influencia constante y controladora
sobre nuestra deliberación y conducta. Esto puede ser de la pasión secundaria muy importante que
él llama "El apetito general al bien y la aversión al mal" (T: -; y ). Como ya veremos, es porque esta y
otras pasiones tranquilas pueden ser fuertes que erróneamente supongamos, cuando actuamos de
ellos, que estamos actuando desde la razón (solo). Confundimos la influencia calmada, estable y
controladora de estas pasiones para las operaciones de razón (T: -; y f.,  f.).
4. Reuniendo todo esto, obtenemos (T:  ff., -; y ff.,  ff.):

(a) Pasiones originales (primarias) (instintos implantados [T: -; y ])

(i) A menudo violento: el deseo de castigar a nuestros enemigos o para dar felicidad a nuestros
amigos; hambre, sed, apetitos corporales

(ii) A menudo tranquilo: benevolencia, resentimiento, amor a la vida, amabilidad hacia los niños

(b) Pasiones secundarias (no originales)

(i) Directo (surge directamente del placer y el dolor)

-; y . A menudo violento: deseo y aversión, alegría y dolor, esperanza y miedo, desesperación y sentido
de seguridad
. A menudo tranquilo: apetito general por bueno y averiado sion to evil (T: -; y ; como se confunde
con la razón T:  )

(ii) Indirecto (que no surge directamente del placer y el dolor) pero que requiere además una doble
relación de ideas e impresiones [T: ; y , , , más ])

-; y . A menudo violento: orgullo y humildad; amor y odio; también ambición, vanidad, envidia, malicia,
lástima y generosidad (T: , , , más f.)

. A menudo tranquilo: aprobación moral y desaprobación (T: ; y ); sentido de belleza y deformidad

Tenga en cuenta que la distinción entre las pasiones fuerte y débil se aplica a los tres tipos
principales de pasiones, ya que en su mayor parte ya sea una pasión es fuerte o débil es una
cuestión del carácter de su poseedor (el particular configuración de las pasiones de alguien como
un todo).

El que no examina los objetos de modo estrictamente filosófico cae en un error o confusión.
El error es pensar que ciertas pasiones o sentimientos tranquilos, las confunden con ideas de la
razón.

Según cual de las pasiones predomina va a depender del carácter y la disposición de las
personas y lo que se llama fuerza de espíritu supone el predominio de las pasiones apasibles sobre
las violentas. ¿de que esta hablando? De las virtudes.

Hume no se desprende del todo de la ética de la virtud. Las personas son de tal o cual tipo
según son el carácter de una persona, especialmente si hablamos de las virtudes del carácter. No es
que las acciones no importen por si mismas, pero una acción sera correcta o incorrecta moralmente
según derive del modo de ser o carácter mas o menos estable, permanente de la persona y ese
modo de ser mas o menos estable de la persona es lo que constituye o bien la virtud o bien el vicio,
osea la valoración moral recae sobre los actos pero sobre todo lo que importa recae sobre la
disposición sea virtuosa o no.

Libro III Sección I Las distinciones morales no se derivan de la razón.

No se distingue la virtud del vicio por la razón. Refuta el punto de vista racionalista.

La mente no es nada mas que un conjunto de percepciones. La mente no es un receptáculo


que contiene percepciones sino que es nada ,as que un conjunto de percepciones variables,
cambiantes, etc.

ver y oír son percepciones de sensación


juzgar - razonar
amar y odiar – pasiones
pensar - razonar

Jamas vamos a encontrar en la mente nada que no sea percepción.

Distinguimos entre vicio y virtudes por las percepciones de impresiones y no de ideas

Argumento 1

La moral influye en las acciones y afecciones. Por lo tanto la razón no puede tener tal
influencia.

Argumento 1.1

La moral suscita las pasiones o puede impedir acciones. La razón no puede realizar esto por
lo tanto las reglas de moralidad no puede ser conducida por la razón.

Argumento 2

P.A
PB
C
Pr
Pr
Cf

La V o F es un acuerdo o desacuerdo con la existencia y los hechos reales (mundo empírico).

El acuerdo con los hechos hace que una afirmación sera verdadera. Todo lo que no sea
susceptible a estar en acuerdo o desacuerdo no puede ser V o F, no es objeto de la razón.

Se plantea así mismo una objeción para reafirmar su teoría, para hacer mas fuerte su tesis.
Juicios para producir una acción:

1) existe una pasión informando de su existencia.


2) Descubriendo la conexión causa y efecto proporcionarnos los medios para ejercer la pasión.

Muchas veces pueden admitir que estos juicios sean falsos o erróneos ¿esto quiere decir
que la acción sea inmoral? No, porque no va mas allá de una equivocación de hecho que es
totalmente involuntaria.

Existencia, una cualidad que en realidad no tiene

juicios

Causa – efecto

Son erróneas de carácter empírico, fáctico sobre como es el mundo; estos errores influyen
en la acción, la vuelve ineficaz, no exitosa pero en términos como instrumentales, elige el medio
inapropiado, ineficaz, pero esto no involucra la dimensión ética tiene que ver también con la falacia
naturalista porque si se admitiera de una afirmación, de un hecho, se pudiera extraer lo bueno y lo
malo estaría dando el pasaje de premisas descriptivas a una conclusión valorativa o normativa, el
pasaje del es al deber.

Argumento III y IV

Si el entendimiento fuera capaz de determinar por si solo los limites de lo justo y lo injusto,
los criterios de lo justo y lo injusto deberian encontrarse alguna relación de objeto- idea o ser una
cuestión de hecho porque no hay una tercera forma de operar en el entendimiento. Pero no se da
que el entendimiento comparando ideas y relacionando ideas no determina que es la virtud y el
vicio.

Si la moralidad puede ser demostrada solo puede consistir en cuatro relaciones, semejanza,
controversia, grados de cualidad y proporciones en cantidad y número. Se presentan tanto en el
ámbito de las relaciones humanas o entre quienes las realizan como entre objetos irracionales e
inanimados, si esto fuera así entonces había que hablar de merito o culpa moral no solo con
respecto a las acciones humanas sino a los objetos irracionales o inanimados y esto parecería ser
inaceptable.

1) La moralidad esta entre estados mentales y manifestaciones externas en el mundo. Lo


que te hace mover es una pasión, que es una acción interna respecto a un hecho externo y allí
decide si lo quiere o no. La moralidad implica una relación entre actividades internas de la mente y
la situación externa, en todo caso la manifestación externa de ese acto mental, un pensamiento,
una intención, un propósito es licito llamar virtud, vicio, correcto e incorrecto no así cuando se
trata solo de continuidades internas o relaciones entre objetos.

2) Distinguir en conocer la relación abstracta que es la virtud en tanto que dista del vicio el
bien del mal y otra cosa es que ese conocimiento, o que esa relación influye o logra conformar la
voluntad.

No se conforma de la misma manera la relación en la mente humana como en lo divino solo


podemos decir que A es causa de B si fue comprobado en la experiencia.

Argumento IV

ej, de asesinato intencionado

Si la virtud y el vicio moral fueran cuestiones de hecho tendríamos que verificarlo, observar
en el conjunto de hechos por ejemplo el vicio, por mas que se observe el hecho no se puede
observar el vicio, solo podemos ver pasiones, motivos, voliciones y pensamientos, pero ninguna
causa por mas examen minucioso podemos observar el vicio, lo que hace mala la acción porque ni la
virtud, ni el vicio, ni el bien, ni el mal forman parte de los objetos del mundo.

En el mundo no podríamos ver las cualidades morales porque ellas estan en uno mismo
relación de carácter emocional.

Hume confiá que hay un acuerdo de compartir las valoraciones.

Los sistemas de ética hasta ahora parten de premisas de lo que es y lo que no es descriptivo
y pretende sacar de ellas por un debe o un no debe, o que diga que algo es bueno o malo un juicio
de valor.
Falacia Naturalista, dos interpretaciones:

a) Jamás nunca que se razone de esta manera se puede establecer como validez una
conclusión normativa. Ningún debe de un es.

b) Bajo algunas circunstancias admite que hay un pasaje posible de premisa descriptiva a
premisa interpelativa.

Cuadro Sinóptico

Hume (1711- 1776): su ética

“Tratado sobre la naturaleza humana”. Finalizado a los 26 años, lo escribió durante diez. –
1737- . Publicado en 1739. El propósito del tratado era ambicioso: remediar los defectos de toda la
filosofía precedente, que para él se fundaba en hipótesis inciertas “depender más de la invención
que de la experiencia”. Se divide en 3 partes: Del entendimiento, De las pasiones, De la Moral.

L. II: De las pasiones. parte 3, sección iii: Relación entre razón, pasión y voluntad.

Critica la supuesta primacía de la razón sobre la pasión, sobre todo a Aristóteles –para él la
pasión podía ser educada por la razón-.
Los filósofos anteriores han presentado la razón como algo eterno, invariable y de origen divino.
Intentará probar lo erróneo de este pensamiento a través de 2 tesis:

I- La razón no puede ser motivo nunca de la acción de la voluntad. Razón sólo es esclava de las
pasiones y no tiene otro cometido que servirlas y obedecerlas, plegarse a su voluntad.

II- La razón no puede oponerse a la pasión en lo que se refiere a la dirección de la voluntad. No


puede impedir o motivar la voluntad, no puede justificar, ni condenar ni elogiar a las acciones.

Las 2 Tesis planteadas diferenciarán 2 ámbitos o dos campos lógicos diferentes, y que por
ello tampoco se pueden oponer: El ámbito de la Razón y Él ámbito de la pasión, voluntad, acción.
Los racionalistas igualan estos dos ámbitos.

La razón establece dos tipos de relaciones:

- Relaciones de ideas. Ámbito que se juzga por demostración: relaciones abstractas, Lo que
es necesario y lo que no lo es – es contradictorio o absurdo-, y que son forzosamente V o F. Ej: 3 es
la mitad de 6.

- Relaciones de hechos. Ámbito que se juzga por probabilidad: Lo contingente donde lo


opuesto es concebible sin absurdos ni contradicción. Los hechos se relacionan por la causalidad, no
de tipo ontológico. Hay probabilidad, aunque no haya demostración. Ej: el Mercurio es más pesado
que el plomo.

TODA PROPOSICIÓN NO REDUCTIBLE A ESTAS RELACIONES NO ES SIGNIFICATIVA,


COMO LAS ESTÉTICAS, LAS ÉTICAS, NO TIENEN SIGNIFICADO COGNITIVO. No cognitivismo
ético: Sobre la moral no es posible llegar a acuerdos racionales. Las cuestiones morales son de
gusto personal o por preferencias, sólo expresan la aprobación o no de quien la formula.

Ámbito de la ética –pasión, voluntad, acción-:

- se diferencia del ámbito de las relaciones de ideas y relaciones de hecho

- Ámbito de la voluntad ¿Qué es la VOLUNTAD? . Sección I. La define: “como la impresión (se


obtiene de los sentidos) interna, sentida y cociente que surge cuando producimos a sabiendas un
nuevo movimiento de nuestro cuerpo y una nueva percepción de nuestra mente”. La voluntad es el
efecto de la sensación de placer y dolor. Aunque no necesariamente, para Hume, implica que se
haga una acción, sino habrá una modificación interna. La voluntad puede dirigirse hacia lo
imposible (por ejemplo, la inmortalidad), no necesariamente debe hacer referencia a algo posible.

-El placer y el dolor serán base de nuestra voluntad La voluntad es un efecto inmediato del
dolor y del placer, y explica las pasiones, que son las únicas que motivan la acción. Ejemplo: comer
demás, traerá indigestión, me lo indica la razón; pero si esto me produce placer lo haré igual por la
voluntad.

Hume hace un corte de orden epistemológico con Aristóteles. ¿De qué cosas hablamos por
la razón? ¿De qué cosas hablamos por la voluntad? Ambos son diferentes, porque son ámbitos
incompatibles. Para Hume la evaluación de una acción no la hacemos de forma racional, aunque
parezca objetivo es nuestra mente que juzga (ir a libro III, Hume).

LA PASIÓN es definida como una impresión, una experiencia originaria, una modificación de la
existencia que no contiene ninguna cualidad representativa que la haga copia de otra existencia o
modificación: al no tener representaciones no puede ser ni verdadera ni falsa. En el plano de la
acción moral, la pasión será la única que genera o impide la acción. Y sólo podrá impedirla otra
pasión. Sólo puede haber conflicto entre pasiones y no entre pasión y acción. Tanto hombres como
animales somos capaces de tener pasiones: y el resto de los animales no tienen voluntad, razón.

Razón y Pasión pertenecen a ámbito distintos no compatibles, pero ¿No hay relación entre
razón y pasión? Sí, que “la razón es y debe ser esclava de las pasiones”.
Lo racional son los medios, lo no racional son los fines. La pasión es una afección psicológica y no
una afirmación lingüística, es una experiencia vivencial. La razón opera sólo para descubrir los
medios que nos permitan cumplir los fines, pero en estos no hay decisión racional. - Para
Aristóteles los fines son plausibles de discusión racional.-

Si bien, entonces, la pasión es la que decide en el ámbito de la acción y no la razón, esta ,


tiene un rol asesor de la pasión, y si bien no influye sobre los fines, ayudará a elegir los mejores
medios para llegar a lo que la pasión desea o de qué orden son los objetos que esta desea. Su
influencia es oblicua, indirecta, con juicios que acompañan a la pasión: O, Excitando a una pasión
informándonos de la existencia del objeto que se desea; O Informando del medio para ejercer la
pasión. No hay conflicto entre ellas porque la razón sólo asesora, no determina. Es la pasión la que
decide sin intervención de la razón o son si influencia.

El caso del razonamiento práctico de Hume, la razón tiene el rol asesor, la pasión sola
podría ser parte de una premisa del razonamiento práctico, la razón sería parte de la premisa
menor.

Ejemplo:
Yo deseo hacer x cosa: motivo para la acción /Pasión
La vía para hacerlo es y: medios para x / Razón.-
Luego, Estaría la acción.

EL motivo será la pasión y no la deliberación del cómo de los medios. La pasión no está dada
por un juicio lógico, sino por impresiones y vivencias. La conclusión especificaría la acción
requerida, nada más. Difiere a Aristóteles en el cual las 2 premisas son enunciados: a partir de
proposiciones universales y particulares debo actuar, y lo hago racionalmente. Si aparece el deseo,
más allá del razonamiento para Hume igual actuamos, por placer.

Puede la pasión ser contraria a la razón .... ¿puede la pasión ser irracional?

Sólo si va acompañada de un juicio o una opinión, “pasión irracional” se usa de forma


impropia; porque lo que es irracional es el juicio que la acompaña:

1- Cuando la pasión se basa en la suposición de la existencia de objetos que en realidad no


existen. El deseo de encontrar un ángel.

2- Cuando se basa en medios insuficientes para el fin previsto.

Al ser la acción sólo motivada por la pasión se pueden preferir cosas aberrantes, pero no
puedo condenarlas por la razón. Ni justificarlas, sólo puedo hacerlo por la pasión.

Termina la sección 3 de la parte 3 del Libro II con pasiones apacibles –solemos confundirlas
con la razón, son los deseos tranquilos, calmos: como la benevolencia-.

L. III: De la Moral. parte 1: ACERCA DE LA VIRTUD Y EL VICIO EN GENERAL Sección i: Las


distinciones morales no derivan de la razón y Denuncia de la Falacia Naturalista. Sección ii:
Evaluación Moral.

i- “Las distinciones morales no derivan de la razón”.

Atacará a quienes sostienen que la moralidad es una verdad discernible por medio de ideas.
Para Hume la mente está compuesta nada más que por PERCEPCIONES y sólo se reduce a ella,
distinguiendo 2 tipos de percepciones que se nos aparecen con diferentes grados de fuerza:

IMPRESIONES: se obtienen directamente por los sentidos, se caracterizan por la


inmediatez y son
más vivaces que las ideas.

IDEAS: son copias de las impresiones, por ello son más débiles: es una reflexión sobre las
impresiones, Lo que llamamos pensamientos. La idea más fuerte no tiene la intensidad de la
impresión más débil. Simples: surgen de impresiones que se han sentido; Complejas: ideas simples
combinadas: elefante volando, dragones. No necesitan reflejar ninguna combinación verdadera de
impresiones.

ESTABLECERÁ UNA RELACIÓN FUNDAMENTAL ENTRE AMBAS:


Una idea para ser legítima deberá tener un correlato objetivo, deberá corresponder a una
impresión. Por ello todo el rechazo a la metafísica, idea de dios, alma, espíritu, son ideas no
legítimas.

No tenemos ideas innatas, todas se derivan de nuestra experiencia, nuestros pensamientos están
confinados a lo que hemos experimentado. Nunca tenemos una idea simple que no se derive de su
impresión correspondiente, y las ideas complejas simples son construidas a partir de ideas simples.
¿CÓMO UNIMOS IDEAS? Por la facultad, productiva, de la imaginación. A través básicamente
de 4 Formas que tiene la imaginación para unir ideas: 1- Semejanza 2- Correspondencia 3-
Contigüidad – espacio y tiempo. 4- Causa y Efecto. Dado por la costumbre y el hábito. (ejemplo: el
fuego da calor)

Sólo captamos el evento de la causa y el evento del efecto. Sólo con las capacidades no las
relacionamos, sólo el hábito las relaciona.

Para Hume no hay necesidad y legalidad en las cosas externas, sólo existen eventos
discretos que no están relacionados en el mundo exterior, sino es mi mente que los vincula.
Causalidad no es ontológica, sino que es creada por la mente –no es que la mente las capta, que
sean inteligibles-.

¿POR MEDIO DE NUESTRAS IDEAS O DE NUESTRAS IMPRESIONES DISTINGUIMOS


ENTRE EL VICIO Y LA VIRTUD? LA ACCIÓN MORAL SERÁ DEFINIDA POR IMPRESIONES Y NO
POR IDEAS.

Las IDEAS: implican el uso de la razón (en la sección anterior se mostró que es inactiva, no
produce acciones); son V o F; y su rol está limitado:

- informa sobre objetos de la pasión o medios para alcanzar fines

LA moral es activa, nos mueve a la acción, la razón es un principio inactivo, se mueve en el


orden de las ideas. Son órdenes diferentes como el ser y el deber ser, razón y pasión: Las reglas
morales no son conclusiones de nuestra razón.

Ej de Hume: asesinato voluntario, la maldad no es un rasgo adicional de este acto, de igual rango
que los motivos del asesino o cómo provocó la muerte.

Las IMPRESIONES: que son de placer o dolor


Denuncia de la falacia naturalista. La tesis de Hume es que las conclusiones éticas
expresadas en un lenguaje evaluativo no se pueden deducir validamente a partir de premisas no
éticas, expresadas en un lenguaje descriptivo. Pretende dar cuenta de la falla de todo fundamento
racional de la moral. Esta es la consecuencia de la diferencia entre la razón y la pasión.

La razón es el descubrimiento de la V o f, qué solo pertenecen a enunciados sobre


cuestiones de hechos y enunciados sobre relaciones de ideas. Como los juicios morales son
diferentes de ambos, y no pueden ser deducidos de estos, la razón no puede decidir las razones
morales.

NO EXISTE NINGÚN ARGUMENTO LÓGICO QUE PASE DEL ES AL DEBE, DE LA


DESCRIPCIÓN A LA VALORACIÓN.
Hace énfasis en las cópulas de los argumentos. Es la denuncia de un paso no lícito entre 2
ordenes lógicos: El orden del ser, básicamente cuestiones de hecho donde actúa la razón. Y oto
caracterizado por el deber ser. Luego hablamos de la pasión.

¿Cómo es posible que se deduzca el debe o no debe de otras afirmaciones totalmente


diferentes como son el es y el no es?

Esta denuncia es lícita en su mundo: donde el deber ser no es consensuado. En cambio, en


Aristóteles el fin del hombre está dado, hay acuerdos, no se está en crisis de estos. La ética
Aristotélica está compuesta básicamente por el hombre como debe ser: el fin. En esta época hay
idea consensuada de lo que es el fin del hombre, la comunidad reconoce lo que debe ser un
hombre.

En el surgimiento de la Modernidad se pierde la comunidad del tipo de la polis, existencia


de muchos tipos de estado. Y no hay consenso en valores compartidos no se puede establecer el
debe ser del hombre ¿por qué se pierde? No se visualiza un único fin del hombre..…

“Las distinciones morales se derivan de un sentido moral”

POR MEDIO DE NUESTRAS IDEAS O DE NUESTRAS IMPRESIONES DISTINGUIMOS


ENTRE EL VICIO Y LA VIRTUD? LA ACCIÓN MORAL SERÁ DEFINIDA POR IMPRESIONES
Las IMPRESIONES: son de placer o dolor.

Las diferencias morales no serían entre: acciones internas entre sí (a) o entre objetos
externos entre sí (b).

a) si fueran acciones de la mente solamente sería una locura porque no habría relación con
la realidad. Se evaluarían moralmente por sola imaginación. Si la diferencia moral es abstracta y
racional debería haber cierta necesidad moral, y las relaciones entre objetos y la mente serían
externas e inmutables. Pero no lo son, porque no hay necesidad moral externa en las acciones.
Porque la relación causa –efecto está dada por el hábito, la costumbre, por la experiencia. La
experiencia nos muestra la realidad; la razón descubre las relaciones entre causa-efecto y es la
facultad imaginativa la que une eventos. Las acciones morales no implican demostración.
b) Se evaluaría moralmente objetos inanimados.

Las diferencias morales son entre acciones internas y objetos externos: hay que mirar
adentro. Ejemplo del asesinato intencional.

¿Por qué son viciosas o virtuosas las acciones? Porque su contemplación o ejecución nos
causa placer o dolor de un tipo particular

- La acción virtuosa lo es porque nos causa placer o agrado.

- La acción viciosa lo es porque nos causa dolor o desagrado.

El tipo de placer para evaluar algo como moral es similar a la aprobación o desaprobación.
Hay aprobación moral, no hay juicio moral. Pero Existen diferentes tipos de placer o formas de
agradar, diferentes tipos de impresiones que denominamos placer. ¿De que naturaleza el este tipo
de placer?

- Es causado por humanos y no objetos o ideas o hechos de la naturaleza. (Ej, vino, música)

- Ese peculiar sentimiento de placer debe ser desinteresado, sin nuestro interés particular,
general. A un enemigo se le puede dar nuestro respeto, aunque no podría coincidir con nuestro
interés.

Esto implica que hay cierta OBLIGATORIEDAD(si no lo hacemos nos causa displacer).
Acción Moral:

• No son movidas por la razón: la razón que está en el ámbito de las ideas no puede operar
como premisa para una acción.

• No son ni V ni F: La razón implica representación, por ello los juicios morales no “dicen
nada” en el sentido significativo o lógico. La moralidad no es susceptible de demostración.

• No son racionales o irracionales

• Surgen sólo por la pasión –que son impresiones originarias que no implican
representación-. Sólo tengo la emoción, no tengo referente, no tengo comprobación. Que no tenga
significado no quiere decir que no se actúe moralmente.
• Son ejecutadas o sentidas

• Las acciones virtuosas o viciosas se producen en nosotros por placer o dolor.

• Son elogiables o reprochables

“El vicio y la virtud se pueden comparar a los sonidos, colores, calor, que según la moderna
filosofía, no son cualidades del objeto sino percepciones de la mente...”Libro I, parte IV, sec.i .

¿Cómo evaluar las acciones morales? ¿Cómo distinguir vicio y virtud?

Por impresiones, de agrado y desagrado.

Si el entendimiento fuera capaz de determinar lo virtuoso y lo vicioso sería una cuestión de


hechos o ideas, seria racional. Y si las distinciones morales pueden ser derivadas de la V o F del
juicio: cada vez que hiciéramos un juicio sería moral. Un juicio sobre una manzana o un reno podría
ser ético. O podríamos evaluar moralmente una vaca. La consecuencia sería que la moralidad puede
ser aplicada no sólo al hombre, a juicios a objetos inanimados y a toda la naturaleza.

OBLIGATORIEDAD, IMPARCIALIDAD, UNIVERSALIDAD.

Juicios Éticos:

• No son ni V ni F: Cuando digo “x es bueno” no estoy diciendo nada; estoy teniendo una
emoción;. No juzgo, expreso emoción, no es significativo en sentido lógico. No es ni una
cuestión de hechos ni de ideas.
• simplemente se dan o existen.
• son aprobaciones y desaprobaciones de la mente del que juzga. Y estas dependen de la
experiencia placentera o dolorosa.

La evaluación de una acción no la hacemos de forma racional, aunque parezca una


evaluación objetiva. Es nuestra mente la que juzga ¿cómo? Basándose en el hábito y la simpatía
(entendida como empatía: ponerse en el lugar del otro). Y de esta manera hay universalidad en los
juicios morales.

Para Hume, si bien el individuo en cada caso determina que es virtud o vicio en base al
placer o al dolor. Pero es la experiencia la que nos enseña lo que es correcto y son las costumbres
las que nos hacen aprobar las cosas por hábito, hay una experiencia colectiva. Los hábitos sociales
nos hacen aprobar o no las cosas. Sin cuestionarnos, tendemos a aprobar lo que aprueba la
mayoría. No hay posibilidad de cambio, status quo, no hay movilidad social. Para apelar a la
universalidad de los juicios morales Hume apela al hábito y la simpatía, como empatía, ponerse en
lugar del otro.

La imparcialidad de la aprobación moral está fundada en la SIMPATÍA, que es la única que


nos da un interés por la felicidad de nuestros compañeros en general. Admite que la simpatía es un
motivo bastante débil, ya que es la preferencia apacible que tenemos por la felicidad dc cualquiera,
quedando igual las otras cosas. Las posibilidades de actuar de forma correcta se basa en la
SIMPATÍA. Es el placer o pena cuando contemplamos el placer, la pena en otros, la empatía
colectiva. De la simpatía brota la benevolencia porque el placer de otro nos brinda placer es que le
brindamos a él placer.

Los Sentimientos Morales son más universales, es también empatía. La simpatía hacia
otros es un instinto natural, aunque es raro encontrar a alguien que ame más a otro que a sí mismo,
también es raro encontrar a alguien en quien todos los afectos amables, reunidos, no sobrepasen a
su egoísmo.
Kant – Enciclopedia Urmson

“KANT, Immanuel (1724-1804), hijo de un talabartero, nacido en Konigsberg. Fue educado en


un instituto de la ciudad, y en la Universidad de ésta, donde posteriormente enseñó primero como
Dozent (profesor adjunto), y después, y durante muchos años, como catedrático. De estudiante había
estudiado, aparte de filosofía, matemáticas y física; y durante toda su vida conservó el interés por
estos temas. Lo que es conocido como la teoría Kant-Laplace del origen del sistema solar se basa
parcialmente en un primer ensayo cosmológico suyo. Externamente su vida fue la vida tranquila y sin
acontecimientos de un universitario soltero, dedicado a su obra y a sus pocos amigos. No tenía ningún
gusto particular por la música ni por las bellas artes, pero tenía un gran conocimiento de la literatura
antigua y moderna. Sentía un interés inmenso por los acontecimientos políticos de su tiempo.
Simpatizó con las revoluciones americana y francesa. Actualmente se reconoce ampliamente que Kant
ha sido uno de los más grandes filósofos.

En su pensamiento influyeron dos corrientes principales de la filosofía europea -el


RACIONALISMO, que le llegó a través de sus propios profesores, en la forma que le dieran LEIBNIZ y
Wolff; y el EMPIRISMO, cuyo impacto sintió con más fuerza cuando leyó algunos de los escritos de
HUME en una traducción alemana. Su propia filosofía madura comienza con la Crítica de la Razón Pura
(1781), y es conocida mejor con el nombre de filosofía crítica. Es ésta una síntesis -en tanto que
distinta de la mera combinación- del racionalismo y el empirismo, cada uno de los cuales, en su opinión,
daban una explicación unilateral y distorsionada de la estructura y el contenido del conocimiento
humano.

La mejor forma de aproximarse, aunque no la única, al corazón del sistema filosófico de Kant es
a través de su doble clasificación de los juicios. Según él, todo juicio es (i) analítico o sintético y (ii) a
priori o a posteriori. Un juicio es analítico si de su negación resulta un absurdo lógico. Por ejemplo, «Un
padre es varón», «una cosa verde tiene color», son juicios analíticos, puesto que su negación, a saber
«Un padre no es varón», «Una cosa verde no tiene color» es en cada caso lógicamente absurda. Su
verdad es clara a partir del mero análisis de los términos en los que son hechos. Un juicio que no es
analítico es sintético. Sintéticos son todos los juicios sobre cuestiones empíricas de hecho, en particular
las que establecen leyes empíricas de la naturaleza tales como «El cobre conduce la electricidad».
Estos juicios, sean verdaderos o falsos, pueden ciertamente ser negados sin contradicción. Un juicio es
a priori si es «independiente de toda experiencia e incluso de todas las impresiones de los sentidos». Así
«El hombre tiene un alma inmortal», que no puede ser ni confirmado ni falsado por la experiencia es -si
es significativo a priori. Además, todos los juicios analíticos son a priori. Su verdad, y desde luego su
necesidad lógica, puede ser hecha evidente sin recurrir al experimento o a la observación, mediante el
mero análisis de sus términos.
Si combinamos estas dos clasificaciones, y observamos que todos los juicios analíticos han de
ser también a priori, vemos que hay tres clases de juicios, mutuamente excluyentes y conjuntamente
exhaustivos, a saber: (i) analíticos (y a priori); (ii) sintéticos a posteriori, y (iii) sintéticos a priori. Aquí
vale la pena subrayar que Leibniz considera que todos los juicios son analíticos. Esto es, según él,
incluso los juicios empíricos admitían en teoría que se analizasen sus términos hasta que se viera que
su conexión es lógicamente necesaria. Según Hume y sus modernos seguidores todos los juicios son
analíticos (y, por tanto, a priori) o sintéticos a posteriori; no hay ninguno que sea sintético a priori.

Kant está convencido de 10 contrario. Encuentra juicios sintéticos a priori (i) en las
matemáticas y en la ciencia de su tiempo, y (ii) en la moralidad. Un ejemplo sería el juicio «Todo evento
tiene una causa». Esto puede ser negado sin absurdo lógico, y no obstante, en su completa
generalidad, es algo no confirmable ni falsable por la experiencia sensible. (Si no se conoce ninguna
causa de un evento, siempre podemos seguir buscándola. Por otro lado, aun cuando mantengamos que
todos los eventos conocidos tienen causas, puede haber otros que no tengan. La forma dominante de
la mecánica cuántica, en el momento actual, logra rechazar de hecho el principio de causalidad.)

Entonces, la ocurrencia de juicios sintéticos a priori da lugar a dos tareas filosóficas, primero
exhibirlos clara y, si es posible, completamente; y en segundo lugar, no sólo demostrar que estos juicios
son hechos en el curso de cualquier investigación teórica y siempre que se adscriben deberes morales a
una persona, sino además que uno está justificado para hacerlos. Kant formula este problema
preguntando «¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?», Ésta es la cuestión central de la
filosofía crítica. Su respuesta exigía una crítica de todo el conocimiento teórico y moral, así como un
examen de la pretensión de la metafísica de proporcionar conocimiento trascendente, i. e.
conocimiento de lo que trasciende toda experiencia posible.

1. La critica de la razón pura

La tarea de esta primera crítica es (i) exhibir qué juicios sintéticos a priori entran en la
matemática pura y en la ciencia natural, y mostrar «cómo son posibles»; y (ii) examinar las
pretensiones de la METAFÍSICA. Es importante, si distinguimos en la filosofía de Kant entre lo que tiene
un interés más puramente histórico y lo que sigue siendo relevante para los problemas
contemporáneos, observar que Kant estaba convencido de que la matemática de su tiempo, la física
newtoniana y la lógica aristotélica eran completas en la medida en que su análisis por los métodos de
la filosofía crítica conduciría a todas aquellas proposiciones sintéticas a priori fundamentales de las
cuales todas las demás podían ser deducidas con mayor o menor facilidad mediante el razonamiento
ordinario. Los expertos se dividen ante la cuestión de hasta dónde el desarrollo de la geometría no
euclidiana, la teoría de la relatividad y del quantum, y de la nueva lógica matemática, fuerzan a
admitir que Kant no ha podido llegar a producir un esbozo completo del conocimiento a priori.

Uno de los supuestos fundamentales de la filosofía kantiana es que percibir y pensar son cosas
distintas. Siguiendo la psicología de su tiempo, les atribuye dos facultades distintas de la mente, una al
sentido y la otra al entendimiento. Aparte de los juicios analíticos -que meramente dilucidan el
significado de sus términos- todo juicio consiste, o parece consistir, en aplicar un concepto a algún
particular. La aprehensión de los particulares pertenece a la facultad del sentido; la aprehensión de los
conceptos y las reglas según las cuales son aplicados, pertenece al entendimiento. Con el fin de captar
la función y la legitimidad de un juicio sintético a priori es necesario investigar sus constituyentes -el
tipo de con- cepto y de particular que hacen que sea lo que es.

Para empezar con los conceptos, éstos son de tres tipos. Primero, los a posteriori que son
conceptos abstraídos de la percepción sensible y aplicables a ésta (así «verde» es abstraído de este
modo de los datos de la percepción y es asimismo aplicado a éstos cuando juzgamos que algo es
verde); en segundo lugar, los conceptos a priori que, aunque no son abstraídos de la percepción
sensible, son, no obstante, aplicables a ella; y en tercer lugar, las Ideas. Estas últimas ni son abstraídas
de la percepción sensible ni son aplicables a ella. Aunque la explicación que da Kant de los conceptos a
posteriori no contiene nada que no sea familiar al empirismo tradicional, su explicación de los
conceptos a priori y de las Ideas es completamente original, y es distintiva de la Filosofía Crítica. A
medida que avancemos se verá cuán importante es esta explicación (i) para el entendimiento de la
naturaleza de las proposiciones sintéticas a priori que se contienen en la matemática, la ciencia
natural, la metafísica, la moralidad, el juicio estético y la explicación teleológica; (ii) para el
entendimiento de su pretensión de ser verdaderas, y (iii) para la decisión de si y hasta dónde se puede
mantener que esta pretensión está justificada en cada uno de esos casos.

1) La filosofía de la matemática de Kant. Al discutir la matemática de su tiempo -aritmética,


análisis clásico y geometría euclidiana- Kant está intentando ante todo que las proposiciones que dan
cuerpo a sus axiomas y teoremas sean sintéticas a priori. No se interesa por los enunciados analíticos
en el sentido de que los axiomas de una teoría matemática implican lógicamente sus teoremas.
Generalmente se está bastante de acuerdo -desde el descubrimiento de las geometrías no euclidianas
y su afortunado uso en física en que los postulados de la geometría euclidiana pueden ser negados sin
absurdo lógico, y en que son independientes de la percepción sensible -que viene a ser lo que Kant
quiere decir con que son sintéticos y a priori. El carácter sintético a priori de las proposiciones
aritméticas es discutido por muchos aritméticos (véase, sin embargo, la sección IV), aunque algunas
proposiciones aritméticas relativas a «la totalidad de todos los enteros» han sido negadas sin
contradicción y son independientes del sentido, ya que no describen percepciones sensibles de ningún
tipo. Kant mantiene que incluso enunciados, tales como «7 + 5 12» son sintéticos porque la noción de
«12» no está «contenida» en la de sumar 7 y 5.
Suponiendo ahora que los axiomas y teoremas de todo sistema de matemática pura sean
juicios sintéticos a priori, Kant tiene que preguntar: ¿Cómo son posibles? ¿Existen quizá objetos
particulares distintos de las percepciones sensibles que caracterizan los conceptos de la aritmética y la
geometría? La respuesta de Kant es que desde luego sí existen.

Según Kant, el espacio y el tiempo en tanto que opuestos a las percepciones sensibles que
están localizadas en éstos- son (1) a priori y (ii) nociones particulares en lugar de generales. En un
argumento dirigido a mostrar el carácter a priori del espacio y el tiempo recurre a la posibilidad de
variar en la imaginación todos los rasgos de un objeto perceptivo, excepto su estar en el espacio y en el
tiempo. (El color, forma o semejanza de un objeto perceptual es sin duda bastante distinto de su
situación espacio-temporal.) Uno de sus argumentos para mostrar que el espacio y el tiempo son
nociones particulares y no generales consiste en subrayar el hecho de que la «división» es un proceso
bastante distinto en cada caso. El espacio se divide en subespacios y el tiempo en intervalos
temporales. Por otro lado, la división de una noción general se efectúa en sus diversas especies (como
por ejemplo, «animal» se divide en «vertebrado» y «no vertebrado»).

Ahora, si el espacio y el tiempo son a priori y particulares, Kant puede explicar la legitimidad de
los juicios sintéticos a priori de la aritmética y la geometría. Los de la aritmética describen la estructura
del tiempo con su repetición de unidades; los de la geometría describen la estructura espacio con sus
modelos extensos. Así se demuestra que los juicios matemáticos sintéticos a priori son «posibles» por el
hecho de que al realizarlos uno aplica conceptos a priori (conceptos que aunque no son abstraídos de
la percepción sensible son aplicables a ella) a particulares a priori -a saber el espacio y el tiempo. Kant
mantiene que cobramos consciencia de la estructura del espacio y el tiempo mediante construcciones
que, aunque son análogas al dibujo de diagramas en las pizarras, no consisten en la producción de
rayas de tiza u otros objetos físicos.

Kant caracteriza la explicación de la legitimidad de los juicios sintéticos a priori, como el que
acabamos de describir, de «trascendental» y llama a toda su filosofía según esta descripción, no sólo
«Crítica», sino también «Trascendental». Se interesa «no tanto por los objetos cuanto por la manera de
nuestro conocimiento de los objetos, en la medida en que éste sea posible a priori».

Es una teoría reflexiva, examinar cuales son las condiciones a priori que hacen posible el
conocimiento, y estas condiciones a priori están en el sujeto, son inherentes.

2) La filosofía de la ciencia de Kant. Mediante el análisis de la ciencia y del conocimiento del


sentido común de los hechos, Kant procede a mostrar que también en estos campos, como en las
matemáticas puras, se emplean los juicios sintéticos a priori, juicios que es tarea de la Filosofía Crítica
o Trascendental exhibir, así como investigar en su legitimidad. También aquí nos apremia a que
reconozcamos nuestra capacidad de síntesis a priori y a que probemos nuestro derecho a ejercitarla.

Todos nosotros hacemos juicios afirmando que este o aquel evento particular causó que
ocurriera cualquier otra cosa. Además, antes del advenimiento de la mecánica cuántica, el principio
general de la causalidad -que todo evento tiene una causa- era aceptado de manera general. Según
Kant, el juicio que expresa este principio es sintético a priori. Además el concepto «x causa Y», que se
halla implicado en el principio general y que es aplicado siempre que hacemos un juicio causal
particular, es un concepto a priori. Desde luego no está abstraído de ninguna conexión necesaria
percibida, puesto que todo lo que percibimos es una sucesión de ocurrencias. Que no abstraemos la
relación de necesidad causal de la percepción ya había sido mostrado por Hume, cuyas opiniones sobre
este respecto adopta sustancialmente Kant. No obstante, no aplicamos este concepto a la percepción.
El nombre que Kant adopta para los conceptos que no son, como los matemáticos, característicos del
espacio y el tiempo, pero que son aplicables a la percepción es Categorías. El hecho de que sean
constituyentes de los juicios sintéticos a priori hace necesario dar una relación sistemática de ellas.

Existen ciertas claves con cuya ayuda cree Kant que esto se puede hacer. Primero, tenemos la
diferencia entre juicios perceptivos subjetivos y juicios que son objetivos y empíricos. Compárese, por
ejemplo, los dos juicios, «Lo que ahora aparece ante mí es verde» y «Esto es un objeto verde». El primer
juicio no pretende ser sobre ninguna cosa pública, sobre nada independiente de mi percepción, nada
que sea percibible por otros así como por mí, nada que pueda seguir estando ahí incluso si yo dejara de
existir. El segundo pretende ser objetivo, referirse a una sustancia que existe independientemente de
mi percepción. Con todo, tanto el juicio perceptivo subjetivo como el objetivo y empírico tienen el
mismo contenido perceptivo. Por lo que, argumenta Kant, al realizar el juicio perceptivo subjetivo el
concepto, o de manera más precisa la Categoría, la «sustancia» no está siendo aplicada. Al realizar el
juicio empírico objetivo sí lo está. Esto lleva a la conclusión de que si comparamos los juicios empíricos
objetivos con los perceptivos subjetivos que tienen el mismo contenido perceptivo, y si por así decirlo,
restamos los últimos de los primeros, lo que quedaría es una o más Categorías.

Una segunda clave no sólo se refiere al descubrimiento de las Categorías, sino también al
criterio para cuando las hayamos descubierto todas. Esta clave es la diferencia entre la materia de los
juicios empíricos y objetivos y su forma. La materia de un juicio tal siempre es expresada por sus
conceptos a posteriori. La forma puede ser expresada por el hecho de que el juicio tiene una estructura
determinada. Así, el juicio «Si luce el sol, la piedra se pondrá más caliente» tiene la forma si-entonces, y
tiene la estructura de un juicio hipotético: y esto, según Kant, expresa el hecho de que al construir el
juicio estamos aplicando la Categoría «x causa y». Al considerar por un lado la diferencia entre juicios
perceptivos subjetivos y empíricos objetivos del mismo contenido perceptivo, y por el otro la diferencia
entre la materia y la forma de los objetivos empíricos, Kant piensa que podemos ver que la forma o
estructura de los juicios empíricos objetivos incorpora las Categorías.
Si, entonces, se va registrando sin excepción toda forma de juicio -todas las variedades de la
estructura lógica que se encuentran en los juicios-, llegaremos con eso a una lista completa de las
Categorías. Ahora bien, Kant mantuvo que la lógica tradicional (ligeramente modificada por él)
contenía una lista de todas las formas lógicas de juicio posibles; y, que por tanto, contenía,
implícitamente, todas las categorías. La mayoría de los expertos están de acuerdo en que Kant sobre
estimaba la completud de la lógica tradicional a este respecto. Aquí no intentaremos nada más que
exponer meramente las Categorías tal y como Kant las clasificó. Son: (i) Las Categorías de cantidad, a
saber, Unidad, Pluralidad, totalidad; (ii) las Categorías de cualidad, a saber, Realidad, Negación,
Limitación; (iii) las Categorías de relación, a saber, Sustancia y Accidente, Causalidad y Dependencia,
Comunidad o Interacción; (iv) las Categorías de la moralidad, a saber, Posibilidad-Imposibilidad,
Existencia-No existencia, Necesidad-Contingencia. No sería provechoso entrar en más detalles de las
derivaciones de estas Categorías. El principio es el mismo que ilustrara más arriba el caso de la
«causalidad». Primero, el contenido perceptivo común a un juicio empírico objetivo y al
correspondiente juicio perceptivo es separado de su diferente estructura o forma lógica. La forma
lógica del juicio empírico objetivo es identificada entonces, de manera más o menos obvia, con una
Categoría.

Los juicios sintéticos a priori consisten en aplicar las Categorías a los datos presentes a los
sentidos en el espacio y en el tiempo, i. e., a la multiplicidad perceptiva. Como las Categorías no son
abstraídas de la multiplicidad que nos es así dada, su aplicación a aquélla no es la mera declaración de
lo que se encuentra en la percepción. (¿Cómo podríamos declarar que hemos encontrado, por ejemplo,
la necesidad causal en la percepción, cuando todo lo que hemos percibido es una regularidad de
secuencia entre eventos?) La perspectiva real o supuesta de Kant sobre la naturaleza de la aplicación
de las categorías a la multiplicidad de la percepción es uno de los puntos centrales de su Filosofía
Crítica. Él mismo la comparó con la idea revolucionaria de Copérnico que «hizo que el observador
girara alrededor (del sol) y mantuvo quietas las estrellas». La aplicación de las Categorías a la
multiplicidad de la percepción, y desde luego su escueta aplicabilidad, es lo que constituye la
multiplicidad subjetiva de las apariencias de otro modo desconectadas del espacio y el tiempo en la
realidad objetiva (o intersubjetiva), en la que discernimos los objetos físicos como la fuente de
percepción sistemáticamente conectada, como sustancias capaces de relaciones causales y de
interacción con otras sustancias.

Ser un objeto -en tanto que opuesto a la mera impresión subjetiva- para Kant es, de este modo,
ser el portador de las Categorías. Las Categorías no son abstraídas de la multiplicidad de la percepción
sino que son impuestas, como si dijéramos, a ésta por el sujeto. La realidad de los objetos
intersubjetivos es debida al sujeto pensante -siendo el pensamiento la conexión de la multiplicidad por
medio de las Categorías. Éstan son las frases que utiliza Kant al intentar dar una indicación preliminar
de la función de las Categorías. Aquí nos debemos contentar con esta indicación sin seguirle en los
extensos detalles de su completa explicación.

Sin embargo, conviene introducir una precisión. Kant distingue marcadamente entre el Yo puro
que impone las Categorías y el Yo empírico. Toda la auto-consciencia empírica ya presupone en sí
misma la aplicación de las categorías. El sujeto empírico que aprehende sus propios estados, y que de
este modo es consciente de sí mismo, no es el mismo sujeto que «impone» las Categorías. No hay auto-
consciencia del yo puro.

Una vez entendemos que las Categorías, al ser aplicadas a la multiplicidad perceptiva,
constituyen los objetos, estamos en el camino de entender aquellos juicios sintéticos a priori que no
son matemáticos. Kant los concibe como los principios de acuerdo con los que las Categorías son
aplicadas a la multiplicidad de la percepción. Expresan las condiciones en las que es posible la
experiencia objetiva ---en tanto que opuesta al mero ser consciente de las apariencias inconexas. Son
los presupuestos de nuestra aprehensión de los objetos del sentido común y de la ciencia. Las
condiciones de aplicación de las Categorías, expresadas por los juicios sintéticos a priori no
matemáticos, según Kant están conectadas al hecho de que los objetos y las percepciones están todos
localizados en el tiempo. Son condiciones temporales. Esto es más obvio en el caso de algunos
principios sintéticos a priori que en otros. Tampoco aquí podemos entrar en detalles de cómo se
obtiene la lista supuestamente completa de estos principios, y debemos contentarnos con una
enumeración; (i) a las Categorías de cantidad corresponde el principio «todas las percepciones son
magnitudes extensas», (ii) a las Categorías de cualidad corresponde el principio «en todas las
apariencias lo real que es un objeto de la sensación tiene una magnitud de intensidad, esto es grado»,
(iii) el principio que corresponde a las Categorías de relación, es que «la experiencia objetiva sólo es
posible mediante la presentación de una conexión necesaria de percepciones». (Este último principio es
expresado más concretamente en las tres proposiciones sintéticas a priori que son presupuestas en la
física neuwtoniana; el principio de la conservación de la sustancia: «Todo cambio (sucesión) de las
apariencias sólo es una alteración de la sustancia»; el principio de causalidad: «Todas las alteraciones
ocurren de acuerdo con la ley de conexión de causa y efecto», y el principio de interacción: «Todas las
sustancias en la medida en que son aprehendidas coexistiendo en el espacio están en una interacción
total»). (iv). A las Categorías de moralidad corresponden tres principios de los que se mantiene que
explican la posibilidad, la realidad y la necesidad como caracterizadoras de nuestros juicios sobre el
mundo objetivo.

Habiendo descubierto los principios sintéticos a priori en su pretendida completud, Kant puede
adentrarse en la cuestión de su justificación -y esto en la que quizá sea la parte más difícil de la
Filosofía Trascendental, la llamada «Deducción Trascendental de las Categorías». Su punto central es
éste: La aplicación de las Categorías a los objetos -de acuerdo con los principios- es legítima porque ser
objeto no es nada más que ser capaz de ser caracterizado por las Categorías. Que al pensar en
cuestiones de hecho empleamos Categorías y que su aplicación constituye la realidad objetiva, parece
ser la contribución más importante de Kant a la teoría del conocimiento y a la filosofía de la ciencia -
piense uno lo que piense de su pretensión de haber descubierto por completo los presupuestos de todo
conocimiento objetivo y científico.

3) Las opiniones metafísicas de Kant. El análisis de las matemáticas y el conocimiento teórico da como
resultado la tesis de que todo conocimiento teórico consiste en «categorizar» -ordenar mediante las
categorías- el material perceptivo localizado en el espacio y el tiempo. Así el conocimiento es a la vez
perceptivo y conceptual -el producto conjunto de percibir y pensar. Lo que no puede ser percibido sólo
podemos pensarlo; no podemos conocerlo. Podemos pensar, y desde luego debemos hacerlo, que existe
algo aparte del espacio, el tiempo y las Categorías, una «cosa en sí». La doctrina de Kant de la
existencia de una cosa en sí meramente pensable pero no perceptible (un «intelligibile» o «noumeno»)
es llamada por él idealismo «trascendental» en tanto que opuesto al idealismo «trascendente» que
afirmaría el conocimiento de ella. Cualquier intento de aplicar las Categorías a las cosas en sí da como
resultado la ilusión y la confusión.

A que cosas son aplicables las categorías con legitimidad? A material perceptivo, que las categorías
de las mentes, los conceptos a priori de la mente hablen de como es el mundo, de las cosas en si,
eso es un error, que lleva a la metafísica

Otra fuente de ilusión es el uso inadecuado de las Ideas de la Razón. Del mismo modo que Kant
derivaba las Categorías --conceptos no abstraídos de la experiencia pero aplicables a ésta- de las
formas posibles de juicio, deriva las Ideas -conceptos ni abstraídos de ni aplicables a la experiencia- de
las formas posibles de la inferencia lógica. Al hacer esto vuelve a aceptar que la lógica tradicional es,
mirada en conjunto, como pleta. El principio rector es éste: Siempre podemos seguir pidiendo que las
premisas de nuestras inferencias se deduzcan de premisas superiores, y esto sin límite. (Siempre
podemos seguir pidiendo las «condiciones de las condiciones, de las condiciones... de la verdad de
cualquier enunciado».) Cuando asumimos que esta serie potencialmente infinita es dada en acto en su
totalidad se forma una Idea. Kant reconoce tres tipos de inferencia deductiva, dando cada uno paso a
una secuencia de premisas potencialmente infinita; y, por tanto, a tres Ideas, a saber: a) de la unidad
absoluta del sujeto-pensante; b) de la unidad absoluta de la secuencia de las condiciones de la
apariencia; e) de la absoluta unidad de los objetos del pensamiento en general. Cada una de estas
Ideas de Razón proporciona el objeto espúreo de una disciplina metafísica espúrea; la primera, el
objeto de la psicología especulativa (que contiene el conocimiento supuestamente a priori del alma); la
segunda, el de la cosmología especulativa (que contiene conocimiento supuestamente a priori del
mundo); la tercera, el de la teología especulativa (que contiene el conocimiento supuestamente a priori
de Dios).
Según Kant, todo el conocimiento metafísico de cuestiones de hecho es expresado en o es
deducible de los principios sintéticos a priori. Si (i) las Categorías son tomadas como caracterizadoras
de las cosas en sí; o si (ii las Ideas son tomadas como caracterizadoras de algo que es dado en la
experiencia. la metafísica se vuelve espúrea. El uso equivocado de las Categorías y de las Ideas lleva,
como Kant intenta mostrar, a falacias obstinadas. Éstas sólo pueden ser reconocidas y resueltas
cuando se entiende la naturaleza y función de las Ideas y de las Categorías. Entre estas falacias se
dedica un interés especial a las supuestas pruebas de la existencia de Dios, en particular al argumento
ontológico. Según éste, podemos deducir la existencia de Dios del hecho de que podemos concebir
(pensar) la noción de un ser perfecto: Debe existir un ser perfecto puesto que la falta de existencia
sería una imperfección. La réplica de Kant es que la existencia no es un predicado.

Otras falacias son las llamadas antinomias. De éstas la más importante para el sistema de Kant
en conjunto es la antinomia entre (i) la libertad de la voluntad (donde la voluntad es considerada como
causante de aquellas acciones de un sujeto moralmente responsable de las que éste es responsable) y
(H) el principio de la causalidad natural que se aplica a todos los fenómenos (y que está entre las
condiciones de la realidad objetiva). Aquí Kant distingue entre la Idea de la libertad moral que no tiene
ninguna aplicación a los fenómenos y la Categoría de causalidad que sí la tiene. Nuestra experiencia de
la obligación moral implica lógicamente la Idea de la libertad moral. Ésta es una noción que podemos y
debemos pensar; pero que no podemos conocer. No podemos pensarla y aprehenderla
perceptivamente. La Idea de la libertad no fenoménica que debemos suponer si el hombre es un ser
moral es totalmente compatible con la Categoría de causalidad, cuya aplicación a los fenómenos es
una condición del conocimiento de las cuestiones de hecho. Volveremos sobre esto en la sección II.

Mientras que la aplicación de las Categorías a los fenómenos tiene una función constitutiva -los
constituye en objetos- las Ideas no tienen, como hemos visto, ninguna función de ese tipo. Tienen, sin
embargo, una función «regulativa». «Dirigen el entendimiento a un cierto fin... que sirve al propósito
de dar la mayor unidad y la mayor amplitud al mismo tiempo». Las Ideas, lo hemos visto, tienen sus
raíces por un lado en la exigencia de que debemos buscar las condiciones de cualquier juicio verdadero;
por el otro, en el supuesto de que la totalidad de estas condiciones que forman una secuencia
potencialmente infinita, sea dada en acto. Este supuesto, a diferencia de la exigencia, es la fuente de
un conocimiento pretendido. Pero la exigencia confiere, desde luego, una unidad mayor a nuestro
juicio; puesto que al seguirla le conectamos sistemáticamente esas condiciones mediante relaciones
deductivas.”
Kant en la formulación de su teoría moral nos da el más claro ejemplo de una ética
deontológica.

La gran importancia de la ética kantiana proviene del hecho de que intenta fundamentarla en
un trascendental (se considera trascendental a las condiciones a priori de la experiencia). Para Kant el
«deber ser» es un a priori; no depende del comportamiento de los hombres. Si este a priori, es por
ejemplo, que se deben cumplir las promesas, aunque toda la humanidad no las cumpliera, seguiría
siendo verdad que se deben cumplir. Pero esta obligación moral no debe buscarse en la naturaleza
humana, sino en los conceptos de la razón pura. En la razón encontraremos la base del a priori del
juicio moral.

Kant comienza su libro Fundamentación de la metafísica de las costumbres, diciendo:«Es


imposible imaginar nada en el mundo o fuera de él que pueda ser llamado absolutamente bueno,
excepto la buena voluntad». Kant se refiere a una voluntad buena en sí misma, no con respecto a otra
cosa, y para él una voluntad que obre por el deber es una voluntad buena. Para Kant sólo las acciones
realizadas por deber son acciones susceptibles de valoración moral; las otras pueden ser acciones
buenas o malas pero no serán acciones morales (lo que no quiere decir que sean inmorales en el
sentido amplio de la palabra). Aquello que determina nuestros actos es el deber, es decir, el
cumplimiento de la ley moral. Obrar por deber es obrar por reverencia a la ley moral: «el deber es la
necesidad de cumplir una acción por respeto a la ley moral». La característica primordial de la ley
moral, según Kant, es la universalidad, que no admite excepción alguna. A partir de este punto, Kant
formuló su imperativo categórico (no hipotético, en el sentido que ordena las acciones a un fin): «Como
he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no
queda más que la universal legalidad de las acciones en general -que debe ser el único principio de la
voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba
convertirse en ley universal».

El imperativo categórico formulado por Kant implica el deber de actuar sólo cuando nuestra
máxima pueda ser convertida en ley universal. Imperativo porque constituye un deber de actuación,
categórico porque es incondicional, no subordinado a ningún fin. Responde a la formulación «debes
hacer A», sin atender a las consecuencias. A estos imperativos categóricos, propios de la moral, se
contraponen los imperativos hipotéticos o condicionados, los imperativos en orden a lograr un interés
(placer, reconocimiento, recompensa, utilidad..). Su formulación es «si quieres B, haz A».

El imperativo categórico tiene que ordenar las acciones no como medios de ningún fin, sino en
tanto que buenas en sí mismas. Todo aquello que no esté de acuerdo con esta universalidad, hemos de
desestimarlo. La voluntad moral no debe estar regida por el interés, es decir, no puede ser heterónoma,
sino autónoma, tiene que darse la ley a sí misma. Kant postula una moral formal, esto es, sustraída a
cualquier mandato empírico que determine la manera concreta en que los hombres deben actuar.
Prescinde del contenido de las acciones, en las que no ve más que aplicaciones particulares de la ley
moral. Reducir el bien a especies de bienes concretos hace de la moral algo relativo y heterónomo. La
ley moral no puede ser obedecida por ningún fin ajeno a ella misma, sino formalmente en tanto ley.

Desde este punto de vista, no es lo que se hace lo importante, sino como se hace. Lo valioso
surge del querer, verdadero centro de la moral autónoma que Kant va a instaurar. Lo que define la
acción moral, no es lo que esta representa de hecho, por su exterioridad, sino la configuración que
supone, el orden querido.

Por consiguiente, nada hay antes o por encima de la misma obligación. Toda motivación,
subjetiva u objetiva, sea el interés, el amor, la educación o el gobierno, en cuanto son empíricos, no
pueden servir de fundamento a una obligación moral.

ACTUAR CONFORME AL DEBER: actuar de acuerdo con la ley moral pero impulsado por otro motivo
diferente de la mera obediencia a ella.

ACTUAR POR DEBER: actuar obedeciendo a la ley moral, con exclusión de otros motivos.

A POSTERIORI: conocimiento obtenido mediante la experiencia.

A PRIORI: conocimiento independiente de la experiencia, y que no precede (en el sentido cronológico) a


la experiencia.

DEBER: necesidad de una acción por respeto a la ley moral.

INCLINACIÓN: sentimiento o tendencia de origen instintivo o emotivo.


LEY: principio objetivo del querer que, por su naturaleza misma, debe ser racional.

MÁXIMA: principio subjetivo del querer -el que cada ser racional puede proponer en un momento
cualquiera.

RESPETO: es el único sentimiento surgido espontáneamente de la razón que consiste en la conciencia


de la subordinación de la voluntad a la ley moral.
Etica
Adela Cortina – Emilio Martínez

III.3.2. Kant

En la conclusión de su Critica de la razón práctica escribió Kant lo siguiente:

“Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más
frecuencia y aplicaci6n se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mi y la ley moral en mi”

Y en efecto, todo el enorme esfuerzo de reflexión que llevó a cabo en su obra filosófica tuvo siempre el
objetivo de estudiar por separado dos ámbitos que ya había distinguido Aristóteles siglos atrás el
ámbito teórico, correspondiente a lo que ocurre de hecho en el universo conforme a su propia
dinámica, y el ámbito de lo practico, correspondiente a lo que lo que puede ocurrir por obra de la
voluntad libre de los seres humanos. En ambos terrenos es posible -a juicio de Kant- que la raz6n
humana salga de la ignorancia y la superstición si desde la filosofía se toman medidas para disciplinar
la reflexión sin dejarse llevar por arrebatos ingenuos e irresponsables.

En el ámbito practico, el punto de partida para la reflexión es un hecho de razón: el hecho de que todos
los humanos tenemos conciencia de ciertos mandatos que experimentamos como incondicionados,
esto es, como imperativos categóricos; todos somos conscientes del deber de cumplir algún conjunto
de reglas, por más que no siempre nos acompañen las ganas de cumplirlas; las inclinaciones naturales,
como todos sabemos por propia experiencia, pueden ser tanto un buen aliado como un obstáculo,
según los casos, para cumplir aquello que la razón nos presenta como un deber. En esto consiste el
<<giro copernicano de Kant en el ámbito practico: el punto de partida de la Ética no es el bien que
apetecemos como criaturas naturales, sino el deber que reconocemos interiormente como criaturas
racionales; porque el deber no es deducible del bien (en ésto tendría razón Hume al rechazar la
deducción de un “debe “a partir de un “es”), sino que el bien propio y específico de la moral no consiste
en otra cosa que en el cumplimiento del deber.

Los imperativos categóricos son aquellos que mandan hacer algo incondicionalmente: “ cumple tus
promesas”, “ di la verdad”, “socorre a quien esté en peligro”, etc. Tales imperativos no son orden
cuarteleras que nos ordenen hacer algo “porque sí”, sino que están al servicio de la preservación y
promoción de aquello que percibimos como valor absoluto: las personas incluyendo la de uno mismo. A
diferencia de los imperativos hipotéticos -que tienen la forma “si quieres Y, entonces debes hacer X”-
los categóricos mandan realizar una acción de modo universal e incondicionado y su forma lógica
responde al esquema “¡Debes – o “no debes” hacer X!. La razón que justifica estos mandatos es la
propia humanidad/ racionalidad del sujeto al que obligan , es decir, debemos o no debemos hacer algo
porque es propio de los seres humanos hacerlo o no. Actuar conforme a la orientación que ellos
establecen pero solo por miedo al que dirán o por no ser castigados supone “rebajar la humanidad de
nuestra persona” y obrar de modo meramente “legal”, pero no moral, puesto que la verdadera
moralidad supone un verdadero respeto a los valores que están implícitos en la obediencia a los
imperativos categóricos. Naturalmente, actuar en contra de tales imperativos es totalmente inmoral
aunque pueda conducirnos al placer o a la felicidad, puesto que las conductas que ellos recomiendan o
prohíben son las que la razón considera propias o impropias de seres humanos. Pero, ¿Como puede la
razón ayudarnos a descubrir cuáles son los verdaderos imperativos categóricos y así distinguirlos de los
que meramente lo parecen?

Kant advierte que los imperativos morales se hallan ya presentes en la vida cotidiana, no son un
invento de los filósofos . La misión de la Ética es descubrir los rasgos formales que dichos imperativos
han de poseer para que percibamos en ellos la forma de la razón y que, por tanto, son normas morales.
Para descubrir dichos rasgos formales Kant propone un procedimiento que expone a través de lo que él
denomina “Las formulaciones del imperativo categórico “. De acuerdo con ese procedimiento cada vez
que queramos saber si una máxima puede considerarse, “ley moral”, habremos de preguntarnos si
reúne los siguientes rasgos, propios de la razón:

1) Universalidad: “Obra sólo según una máxima tal que pueda querer al mismo tiempo que se torne
ley universal”. Será ley moral aquélla que comprendo que todos deberíamos cumplir.

2) Referirse a seres que son fines en si mismos: “ Obra de tal modo que trates ala humanidad, tanto
en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente
como medio”. Será ley moral la que obligue a respetar a los seres que tiene un valor absoluto (son
valiosos en si mismos y ni simples medios. Los únicos seres que podemos considerar que son fines en si
– a juicio de Kant – son los seres racionales dado que sólo ellos muestran – como veremos más
adelante – la dignidad de seres libres.

3) Valer como norma para una Legislación universal en un reino de los fines: “Obra por máximas
de un miembro legislador universal en un posible reino de los fines”. Para que una máxima sea ley
moral, es preciso que pueda estar vigente como ley en un reino futuro en que todos los seres racionales
llegaran realmente a tratarse entre si como fines y nunca sólo como medios.

Al obedecer imperativos morales, no sólo muestra uno el respeto que le merecen los demás, sino
también el respeto y la estima por uno mismo. La clave de los mandatos morales auténticos (Frente a
los que sólo tienen la apariencia, pero en el fondo no son tales) es que pueden ser pensados como si
fueran leyes universalmente cumplidas sin que ello implique ninguna incoherencia. Al obedecer tales
mandatos , nos estamos obedeciendo a nosotros mismos , puesto que no se trata de mandatos
impuestos desde fuera, sino reconocidos en conciencia por uno mismo. Esta libertad como autonomía,
esta capacidad de Que cada uno pueda llegar a conducirse por las normas que su propia conciencia
reconoce como universales,es la razón por la cual reconocemos a los seres humanos un valor absoluto
que no reconocemos a las demás cosas que hay en el mundo, y por eso las personas no tienen precio,
sino dignidad. La libertad como posibilidad de decidir por uno mismo es, para Kant, la cualidad humana
mas sorprendente. En virtud de ella, el ser humano ya no puede ser considerado como Una cosa mas,
como un objeto intercambiable por otros objetos, sino Que ha de ser considerado el protagonista de su
propia Vida, de modo que se le ha de considerado como alguien , no como algo , como un fin, y no
como un medio, como una persona, y no como un objeto.

Kant afirma que el bien propio de la moral consiste en llegar a tener una buena voluntad, es decir, una
disposición permanente a conducir la propia vida obedeciendo imperativos categóricos, dado que son
los únicos que nos aseguran una verdadera libertad frente a los propios miedos, a los instintos y a
cualquier otro factor ajeno a la propia autodeterminación por la razón.

“Se comprenderá mejor lo que significa el concepto de buena voluntad si nos percatamos de que las personas
podemos ser muy útiles y muy competentes profesionalmente, pero al mismo tiempo ser malos moralmente.
Cuando obramos movidos por el interés, el beneficio propio, la vanidad, etc., no estamos obedeciendo los
imperativos de la razón práctica, sino cediendo terreno al instinto; en cambio, se puede ser buena persona e
ignorante, incompetente, poco educado, etc., puesto que la bondad moral no radica en la competencia
profesional, ni en el título académico, ni, en general, en las características que se suelen considerar útiles, sino
s6lo en la buena voluntad de quien obra con respeto a la dignidad de las personas. Naturalmente, esto no
significa que alguien que descuida voluntariamente su formaci6n cultural y técnica o Sus modules deba ser
considerado como buena persona, puesto que tal descuido iría en contra del imperativo racional de acrecentar el
respeto a si mismo y a los demás.”

“Buena voluntad”: es, por tanto, la de quien desea cumplir con el deber moral por respeto a su propio
compromiso con la dignidad de las personas. Ha sido muy rechazada la célebre expresión kantiana de que
hay que seguir “el deber por el deber”; pero esto significa, a nuestro juicio, que “lo moral es obrar de
acuerdo con los dictados de mi propia conciencia, puesto que se trata de respetar mi decisión de proteger la
dignidad humana”.
El bien moral, por tanto, no reside -a juicio de Kant- en la felicidad, como había afirmado la mayoría de las
éticas tradicionales, sino en conducirse con autonomía, en construir correctamente la propia vida. Pero el
bien moral no es para Kant el bien supremo: éste último sólo puede entenderse coma la unión entre el bien
moral -haber llegado a formarse una buena voluntad y la felicidad a la que aspiramos por naturaleza. Pero
la razón humana no puede ofrecernos ninguna garantía de que alguna vez podamos alcanzar ese bien
supremo; en este punto, lo único que puede hacer la razón es remitirnos a la fe religiosa:

“De esta manera, conduce la Ley moral por el concepto de supremo bien, como objeto y fin de la razón pura
práctica, a la religión, esto es, al conocimiento de todos los deberes como mandatos divinos, no como sanciones,
es decir, 6rdenes arbitrarias y por Si mismas contingentes de una voluntad extraña, sino como leyes esenciales de
toda voluntad libre por si misma, que, sin embargo, tienen que ser consideradas como mandatos del ser supremo,
porque nosotros no podemos esperar el supremo bien (…) más que de una voluntad moralmente perfecta (Santa
y buena), y al mismo tiempo todopoderosa, y, por consiguiente, mediante Una concordancia con esa voluntad”.
(Critica de la raz6n practica, libro 29 , cap. II, apartado V.)

La razón no conduce necesariamente a la incredulidad religiosa -siempre muy dogmática, según dice Kant
en el prólogo de 1787 a la Critica de la razón pura-, pero tampoco a Una demostración científica de la
existencia de Dios" A lo Que realmente conduce es a afirmar la necesidad de estar abiertos a la esperanza
de que Dios exista, esto es, a afirmar la existencia de Dios como otro postulado de la razón, y no como una
certeza absoluta. La solución de Kant equivale a decir que no es posible demostrar racionalmente que hay
un ser omnipotente que puede garantizar la felicidad a quienes se hagan dignos de ella, pero que la razón
no se opone en lo más mínimo a esta posibilidad, sino que, por el contrario, la exige como una más de las
condiciones que proporcionan coherencia a la moralidad en su conjunto. Porque si Dios existe, podrá
hacerse realidad el bien supremo de que las personas buenas alcancen la felicidad que merecen, aunque
para ello sea necesario un tercer postulado de la raz6n: la inmortalidad del alma. Pero mientras llega la
otra Vida, ya en esta es posible ir transformando la vida individual y social en orden a que todos seamos
cada vez mejores personas; para ello Kant afirma la necesidad de constituir en la historia una “comunidad
ética” o lo que es lo mismo, una sociedad justa. De este modo, la ética kantiana apunta en última instancia
a una progresiva reforma política que ha de llevar a nuestro mundo a la superación del peor de los males -
la guerra- con la justa instauración de una paz perpetua* para todos los pueblos de la Tierra.

LA ÉTICA KANTIANA

Onora O'Neill

La ética de Kant: el contexto crítico

La ética de Kant está recogida en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres


(1785),la Crítica de la razón práctica (1787), La metafísica de la moral (1797) (cuyas dos partes Los
elementos metafísicos del derecho y La doctrina de la virtud a menudo se publican por separado)
así como en su Religión dentro de los límites de la mera razón (1793) y un gran número de ensayos
sobre temas políticos, históricos y religiosos. Sin embargo, las posiciones fundamentales que
determinan la forma de esta obra se examinan a fondo en la obra maestra de Kant, La crítica de la
razón pura (1781), y una exposición de su ética ha de situarse en el contexto más amplio de la
«filosofía crítica» que allí desarrolla.

Esta filosofía es ante todo crítica en sentido negativo. Kant argumenta en contra de la
mayoría de las tesis metafísicas de sus precursores racionalistas, y en particular contra sus
supuestas pruebas de la existencia de Dios. De acuerdo con su concepción, nuestra reflexión ha de
partir de una óptica humana, y no podemos pretender el conocimiento de ninguna realidad
trascendente a la cual no tenemos acceso. Las pretensiones de conocimiento que podemos afirmar
deben ser por lo tanto acerca de una realidad que satisfaga la condición de ser objeto de
experiencia para nosotros. De aquí que la indagación de la estructura de nuestras capacidades
cognitivas proporciona una guía a los aspectos de esa realidad empírica que podemos conocer sin
referirnos a experiencias particulares. Kant argumenta que podemos conocer a priori que
habitamos en un mundo natural de objetos situados en el espacio y el tiempo que están
casualmente relacionados.

Kant se caracteriza por su insistencia en que este orden causal y nuestras pretensiones de
conocimiento se limitan al mundo natural, pero que no tenemos razón para pensar que el mundo
natural cognoscible es todo cuanto existe. Por el contrario, tenemos y no podemos prescindir de
una concepción de nosotros mismos como agentes y seres morales, lo cual sólo tiene sentido sobre
la suposición de que tenemos una voluntad libre. Kant afirma que la libre voluntad y la causalidad
natural son compatibles, siempre que no se considere la libertad humana -la capacidad de obrar de
forma autónoma- como un aspecto del mundo natural. La causalidad y la libertad se dan en ámbitos
independientes; el conocimiento se limita a la primera y la moralidad a la última. La solución de
Kant del problema de la libertad y el determinismo es el rasgo más controvertido y fundamental de
su filosofía moral, y el que supone la mayor diferencia entre su pensamiento y el de casi toda la
literatura ética del siglo xx, incluida la mayor parte de la que se considera «ética kantiana».

La cuestión central en torno a la cual dispone Kant su doctrina ética es la de «¿qué debo
hacer?». Kant intenta identificar las máximas, o los principios fundamentales de acción, que
debemos adoptar. Su respuesta se formula sin referencia alguna a una concepción supuestamente
objetiva del bien para el hombre, como las propuestas por las concepciones perfeccionistas
asociadas a Platón, Aristóteles y a gran parte de la ética cristiana. Tampoco basa su posición en
pretensión alguna sobre una concepción subjetiva del bien, los deseos, las preferencias o las
creencias morales comúnmente compartidas que podamos tener, tal y como hacen los utilitaristas
y comunitaristas. Al igual que en su metafísica, en su ética no introduce pretensión alguna sobre
una realidad moral que vaya más allá de la experiencia ni otorga un peso moral a las creencias
reales. Rechaza tanto el marco realista como el teológico en que se habían formulado la teoría del
derecho natural y la doctrina de la virtud, así como la apelación a un consenso contingente de
sentimientos o creencias como el que defienden muchos pensadores del siglo XVIII (y también del
XX).
La ética de Kant: la ley universal y la concepción del deber

El propósito central de Kant es concebir los principios de la ética según procedimientos


racionales. Aunque al comienzo de su Fundamentación (una obra breve, muy conocida y difícil)
identifica a la «buena voluntad» como único bien incondicional, niega que los principios de la buena
voluntad puedan determinarse por referencia a un bien objetivo o telos al cual tiendan. En vez de
suponer una formulación determinada del bien, y de utilizarla como base para determinar lo que
debemos hacer, utiliza una formulación de los principios éticos para determinar en qué consiste
tener una buena voluntad. Sólo se plantea una cuestión más bien mínima, a saber, ¿qué máximas o
principios fundamentales podría adoptar una pluralidad de agentes sin suponer nada específico
sobre los deseos de los agentes o sus relaciones sociales? Han de rechazarse los principios que no
puedan servir para una pluralidad de agentes: la idea es que el principio moral tiene que ser un
principio para todos. La moralidad comienza con el rechazo de los principios no universalizables.
Esta idea se formula como una exigencia, que Kant denomina «el imperativo categórico», o en
términos más generales la Ley moral. Su versión más conocida dice así: «obra sólo según la máxima
que al mismo tiempo puedas querer se convierta una ley universal». Esta es la clave de la ética de
Kant, y se utiliza para clasificar las máximas que pueden adoptar los agentes.

Un ejemplo de uso de imperativo categórico sería este: un agente que adopta la máxima de
prometer en falso no podría «querer esto como ley universal». Pues si quisiese (hipotéticamente)
hacerlo se comprometería con el resultado predecible de una quiebra tal de la confianza que no
podría obrar a partir de su máxima inicial de prometer en falso. Este experimento intelectual revela
que la máxima de prometer en falso no es universalizable, y por lo tanto no puede incluirse entre
los principios comunes de ninguna pluralidad de seres. La máxima de rechazar la promesa en falso
es una exigencia moral; la máxima de prometer en falso está moralmente prohibida. Es importante
señalar que Kant no considera mala la promesa en falso en razón de sus efectos presuntamente
desagradables (como harían los utilitaristas) sino porque no puede quererse como principio
universal.

El rechazo de la máxima de prometer en falso, o de cualquier otra máxima no


universalizable, es compatible con una gran variedad de cursos de acción. Kant distingue dos tipos
de valoración ética. En primer lugar podemos evaluar las máximas que adoptan los agentes. Si
pudiésemos conocerlas podríamos distinguir entre las que rechazan principios no universalizables
(y tienen así principios moralmente valiosos) y las que adoptan principios no universalizables (y
tienen así principios moralmente no valiosos). Kant se refiere a aquellos que suscriben principios
moralmente válidos como a personas que obran «por deber». Sin embargo Kant también afirma
que no tenemos un conocimiento cierto ni de nuestras máximas ni de las de los demás.
Normalmente deducimos las máximas o principios subyacentes de los agentes a partir de su pauta
de acción, pero ninguna pauta sigue una máxima única. Por ejemplo, la actividad del tendero
verdaderamente honrado puede no diferir de la del tendero honrado a regañadientes, que
comercia equitativamente sólo por deseo de una buena reputación comercial y que engañaría si
tuviese una oportunidad segura de hacerlo. De aquí que, para los fines ordinarios, a menudo no
podemos hacer más que preocuparnos por la conformidad externa con las máximas del deber, en
vez de por la exigencia de haber realizado un acto a partir de una máxima semejante. Kant habla de
la acción que tendría que hacer alguien que tuviese una máxima moralmente válida como una
acción «de conformidad con el deber». Esta acción es obligatoria y su omisión está prohibida.
Evidentemente, muchos actos concuerdan con el deber aunque no fueron realizados por máximas
de deber. Sin embargo, incluso esta noción de deber externo se ha definido como indispensable en
una situación dada para alguien que tiene el principio subyacente de actuar por deber. Esto
contrasta notablemente con las formulaciones actuales del deber que lo identifican con pautas de
acción externa. Así, la pregunta de Kant «¿Qué debo hacer?» tiene una doble respuesta. En el mejor
de los casos debo basar mi vida y acción en el rechazo de máximas no-universalizables, y llevar así
una vida moralmente válida cuyos actos se realizan por deber; pero incluso si dejo de hacer esto al
menos debo asegurarme de realizar cualesquiera actos que serían indispensables si tuviese
semejante máxima moralmente válida.

La exposición más detallada de Kant acerca del deber introduce (versiones de)
determinadas distinciones tradicionales. Así, contrapone los deberes para con uno mismo y para
con los demás y en cada uno de estos tipos distingue entre deberes perfectos e imperfectos. Los
deberes perfectos son completos en el sentido de que valen para todos los agentes en todas sus
acciones con otras personas. Además de abstenerse de prometer en falso, otros ejemplos de
principios de deberes perfectos para con los demás son abstenerse de la coerción y la violencia; se
trata de obligaciones que pueden satisfacerse respecto a todos los demás (a los cuales pueden
corresponder derechos de libertad negativa). Kant deduce los principios de la obligación
imperfecta introduciendo un supuesto adicional: supone que no sólo tenemos que tratar con una
pluralidad de agentes racionales que comparten un mundo, sino que estos agentes no son
autosuficientes, y por lo tanto son mutuamente vulnerables. Estos agentes -afirma- no podrían
querer racionalmente que se adoptase de manera universal un principio de negarse a ayudar a los
demás o de descuidar el desarrollo del propio potencial: como saben que no son autosuficientes,
saben que querer un mundo así sería despojarse (irracionalmente) de medios indispensables al
menos para algunos de sus propios fines. Sin embargo, los principios de no dejar de ayudar a los
necesitados o de desarrollar el potencial propio son principios de obligación menos completos (y
por lo tanto imperfectos). Pues no podemos ayudar a todos los demás de todas las maneras
necesarias, ni podemos desplegar todos los talentos posibles en nosotros. Por ello estas
obligaciones son no sólo necesariamente selectivas sino también indeterminadas. Carecen de
derechos como contrapartida y son la base de deberes imperfectos. Las implicaciones de esta
formulación de los deberes se desarrollan de forma detallada en La metafísica de las costumbres,
cuya primera parte trata acerca de los principios de la justicia que son objeto de obligación
perfecta y cuya segunda parte trata acerca de los principios de la virtud que son objeto de
obligación imperfecta.

La ética de Kant: el respeto a las personas

Kant despliega las líneas básicas de su pensamiento a lo largo de varios tramos paralelos
(que considera equivalentes). Así, formula el imperativo categórico de varias maneras,
sorprendentemente diferentes. La formulación antes presentada se conoce como «la fórmula de la
ley universal» y se considera la «más estricta». La que ha tenido mayor influencia cultural es la
llamada «fórmula del fin en sí mismo», que exige tratar a la humanidad en tu propia persona o en la
persona de cualquier otro nunca simplemente como un medio sino siempre al mismo tiempo como
un fin. Este principio de segundo orden constituye una vez más una limitación a las máximas que
adoptemos; es una versión muy solemnemente expresada de la exigencia de respeto a las
personas. En vez de exigir que comprobemos que todos puedan adoptar las mismas máximas, exige
de manera menos directa que al actuar siempre respetemos, es decir, no menoscabemos, la
capacidad de actuar de los demás (y de este modo, de hecho, les permitamos obrar según las
maximas que adoptaríamos nosotros mismos). La fórmula del fin en sí también se utiliza para
distinguir dos tipos de falta moral. Utilizar a otro es tratarle como cosa o instrumento y no como
agente. Según la formulación de Kant, el utilizar a otro no es simplemente cuestión de hacer algo
que el otro en realidad no quiere o consiente, sino de hacer algo a lo cual el otro no puede dar su
consentimiento. Por ejemplo, quien engaña hace imposible que sus víctimas consientan en la
intención del engañador. Al contrario que la mayoría de las demás apelaciones al consentimiento
como criterio de acción legítima (o justa), Kant (de acuerdo con su posición filosófica básica) no
apela ni a un consentimiento hipotético de seres racionales ideales, ni al consentimiento
históricamente contingente de seres reales. Se pregunta qué es preciso para hacer posible que los
demás disientan o den su consentimiento. Esto no significa que pueda anularse a la fuerza el
disenso real en razón de que el consenso al menos ha sido posible -pues el acto mismo de anular el
disenso real será el mismo forzoso, y por lo tanto hará imposible el consentimiento. La tesis de
Kant es que los principios que debemos adoptar para no utilizar a los demás serán los principios
mismos de justicia que se identificaron al considerar qué principios son universalizables para los
seres racionales.

Por consiguiente, Kant interpreta la falta moral de no tratar a los demás como «fines» como
una base alternativa para una doctrina de las virtudes. Tratar a los demás como seres
específicamente humanos en su finitud -por lo tanto vulnerables y necesitados- como «fines» exige
nuestro apoyo a las (frágiles) capacidades de obrar, de adoptar máximas y de perseguir los fines
particulares de los demás. Por eso exige al menos cierto apoyo a los proyectos y propósitos de los
demás. Kant afirma que esto exigirá una beneficencia al menos limitada. Aunque no establece la
obligación ilimitada de la beneficencia, como hacen los utilitaristas, argumenta en favor de la
obligación de rechazar la política de denegar la ayuda necesitada. También afirma que la falta
sistemática en desplegar el propio potencial equivale a la falta de respeto a la humanidad y sus
capacidades de acción racional (en la propia persona). La falta de consideración a los demás o a uno
mismo como fines se considera una vez más como una falta de virtud u obligación imperfecta. Las
obligaciones imperfectas no pueden prescribir un cumplimiento universal: no podemos ni ayudar a
todas las personas necesitadas, ni desplegar todos los talentos posibles. Sin embargo, podemos
rechazar que la indiferencia de cualquiera de ambos tipos sea básica en nuestra vida, y podemos
hallar que el rechazo de la indiferencia por principio exige mucho. Incluso un compromiso de esta
naturaleza, tomado en serio, exigirá mucho. Si lo cumplimos, según la concepción de Kant
habremos mostrado respeto hacia las personas y en especial a la dignidad humana.

Las restantes formulaciones del imperativo categórico reúnen las perspectivas de quien
busca obrar según principios que puedan compartir todos los demás y de quien busca obrar según
principios que respeten la capacidad de obrar de los demás. Kant hace uso de la retórica cristiana
tradicional v de la concepción del contrato social de Rousseau para pergeñar la imagen de un
«Reino de los fines» en el que cada persona es a la vez legisladora y está sujeta a la ley, en el que
cada cual es autónomo (lo que quiere decir literalmente: que se legisla a sí mismo) con la condición
de que lo legislado respete el estatus igual de los demás como «legisladores». Para Kant, igual que
para Rousseau, ser autónomo no significa voluntariedad o independencia de los demás y de las
convenciones sociales; consiste en tener el tipo de autocontrol que tiene en cuenta el igual estatus
moral de los demás. Ser autónomo en sentido kantiano es obrar moralmente.

La «ética de Kant»

Muchas otras críticas de la ética de Kant resurgen tan a menudo que han cobrado vida
independiente como elementos de la «ética de Kant». Algunos afirman que estas críticas no son de
aplicación a la ética de Kant, y otros que son razones decisivas para rechazar la posición de Kant.

1) Formalismo. La acusación más común contra la ética de Kant consiste en decir que el imperativo
categórico está vacío, es trivial o puramente formal v no identifica principios de deber. Esta
acusación la han formulado Hegel, J.S. Mill y muchos otros autores contemporáneos. Según la
concepción de Kant, la exigencia de máximas universalizables equivale a la exigencia de que
nuestros principios fundamentales puedan ser adoptados por todos. Esta condición puede parecer
carente de lugar: ¿acaso no puede prescribirse por un principio universal cualquier descripción de
acto bien formada? ¿Son universalizables principios como el de «roba cuando puedas» o «mata
cuando puedas hacerlo sin riesgo»? Esta reducción al absurdo de la universalizabilidad se consigue
sustituyendo el imperativo categórico de Kant por un principio diferente. La fórmula de la ley
universal exige no sólo que formulemos un principio universal que incorpore una descripción del
acto válida para un acto determinado. Exige que la máxima, o principio fundamental, de un agente
sea tal que éste pueda «quererla como ley universal». La prueba exige comprometerse con las
consecuencias normales y predecibles de principios a los que se compromete el agente así como a
los estándares normales de la racionalidad instrumental. Cuando las máximas no son
universalizables ello es normalmente porque el compromiso con las consecuencias de su adopción
universal sería incompatible con el compromiso con los medios para obrar según ellas (por ejemplo,
no podemos comprometernos tanto a los resultados de la promesa en falso universal y a mantener
los medios para prometer, por lo tanto para prometer en falso).

La concepción kantiana de la universalizabilidad difiere de principios afines (el


prescriptivismo universal, la Regla de Oro) en dos aspectos importantes. En primer lugar, no alude a
lo que se desea o prefiere, y ni siquiera a lo que se desea o prefiere que se haga de manera
universal. En segundo lugar es un procedimiento sólo para escoger las máximas que deben
rechazarse para que los principios fundamentales de una vida o sociedad sean universalizables.
Identifica los principios no universalizables para descubrir las limitaciones colaterales a los
principios más específicos que puedan adoptar los agentes. Estas limitaciones colaterales nos
permiten identificar principios de obligación más específicos pero todavía indeterminados (para
una diferente concepción de la universalizabilidad véase el artículo 40, «El prescriptivismo
universal»).

2) Rigorismo. Esta es la crítica de que la ética de Kant, lejos de estar vacía y ser formalista,
conduce a normas rígidamente insensibles, y por ello no se pueden tener en cuenta las diferencias
entre los casos. Sin embargo, los principios universales no tienen que exigir un trato uniforme; en
realidad imponen un trato diferenciado. Principios como «la imposición debe ser proporcional a la
capacidad de pagar» o «el castigo debe ser proporcionado al delito» tienen un alcance universal
pero exigen un trato diferenciado. Incluso principios que no impongan específicamente un trato
diferenciado serán indeterminados, por lo que dejan lugar a una aplicación diferenciada.
3) Abstracción. Quienes aceptan que los argumentos de Kant identifican algunos principios
del deber, pero no imponen una uniformidad rígida, a menudo presentan una versión adicional de
la acusación de formalismo. Dicen que Kant identifica los principios éticos, pero que estos
principios son «demasiado abstractos» para orientar la acción, y por ello que su teoría no sirve
como guía de la acción. Los principios del deber de Kant son ciertamente abstractos, y Kant no
proporciona un conjunto de instrucciones detallado para seguirlo. No ofrece un algoritmo moral
del tipo de los que podría proporcionar el utilitarismo si tuviésemos una información suficiente
sobre todas las Opciones. Kant subraya que la aplicación de principios a casos supone juicio y
deliberación. También afirma que los principios son y deben ser abstractos: son limitaciones
colaterales (no algoritmos) y sólo pueden guiar (no tomar) las decisiones. La vida moral es cuestión
de encontrar formas de actuar que satisfagan todas las obligaciones y no violen las prohibiciones
morales. No existe un procedimiento automático para identificar estas acciones, o todas estas
acciones. Sin embargo, para la práctica moral empezamos por asegurarnos que los actos
específicos que tenemos pensados no son incompatibles con los actos de conformidad con las
máximas del deber.

4) Fundamentos de obligación contradictorios. Esta crítica señala que la ética de Kant


identifica un conjunto de principios que pueden entrar en conflicto. Las exigencias de fidelidad y de
ayuda, por ejemplo, pueden chocar. Esta crítica vale tanto para la ética de Kant como para cualquier
ética de principios. Dado que la teoría no contempla las «negociaciones» entre diferentes
obligaciones, carece de un procedimiento de rutina para resolver los conflictos. Por otra parte,
como la teoría no es más que un conjunto de limitaciones colaterales a la acción, la exigencia
central consiste en hallar una acción que satisfaga todas las limitaciones. Sólo cuando no puede
hallarse semejante acción se plantea el problema de los fundamentos múltiples de la obligación.
Kant no dice nada muy esclarecedor sobre estos casos; la acusación planteada por los defensores
de la ética de la virtud (por ejemplo, Bernard Williams, Martha Nussbaum) de que no dice lo
suficiente sobre los casos en que inevitablemente ha de violarse o abandonarse un compromiso
moral, es pertinente.

5) Lugar de las inclinaciones. En la literatura secundaria se ha presentado un grupo de


críticas serias de la psicología moral de Kant. En particular se dice que Kant exige que actuemos
«motivados por el deber» y no por inclinación, lo que le lleva a afirmar que la acción que gozamos
no puede ser moralmente valiosa. Esta severa interpretación, quizás sugerida por vez primera por
Schiller, supone numerosas cuestiones difíciles. Por obrar «motivado por el deber», Kant quiere
decir sólo que obremos de acuerdo con la máxima del deber y que experimentemos la sensación de
«respeto por la ley». Este respeto es una respuesta y no la fuente del valor moral. Es compatible
con que la acción concuerde con nuestras inclinaciones naturales y sea objeto de disfrute. De
acuerdo con una interpretación, el conflicto aparente entre deber e inclinación sólo es de orden
epistemológico; no podemos saber con seguridad que obramos sólo por deber si falta la
inclinación. Según otras interpretaciones, la cuestión es más profunda, y conduce a la más grave
acusación de que Kant no puede explicar la mala acción.

6) Falta de explicación de la mala acción. Esta acusación es que Kant sólo contempla la
acción libre que es totalmente autónoma -es decir, que se hace de acuerdo con un principio que
satisface la limitación de que todos los demás puedan hacer igualmente- y la acción que refleja sólo
deseos naturales e inclinaciones. De ahí que no puede explicar la acción libre e imputable pero
mala. Está claro que Kant piensa que puede ofrecer una explicación de la mala acción, pues con
frecuencia ofrece ejemplos de malas acciones imputables. Probablemente esta acusación refleja
una falta de separación entre la tesis de que los agentes libres deben ser capaces de actuar de
manera autónoma (en el sentido rousseauniano o kantiano que vincula la autonomía con la
moralidad) con la tesis de que los agentes libres siempre obran de manera autónoma. La
imputabilidad exige la capacidad de obrar autónomamente, pero esta capacidad puede no
ejercitarse siempre. Los malos actos realmente no son autónomos, pero son elegidos en vez de
determinados de forma mecánica por nuestros deseos o inclinaciones.

La ética de Kant y la imagen de su ética que a menudo sustituyen a aquélla en los debates
modernos no agotan la ética kantiana. Actualmente se utiliza a menudo para designar a toda una
serie de posiciones y compromisos éticos cuasi-kantianos. En ocasiones, el uso es muy amplio.
Algunos autores hablarán de ética kantiana cuando tengan en mente teorías de los derechos, o más
en general un pensamiento moral basado en la acción más que en el resultado, o bien cualquier
posición que considere lo correcto como algo previo a lo bueno. En estos casos los puntos de
parecido con la ética de Kant son bastante generales (por ejemplo, el interés por principios
universales y por el respeto a las personas, o más específicamente por los derechos humanos). En
otros casos puede identificarse un parecido más estructural -por ejemplo, un compromiso con un
único principio moral supremo no utilitario, o bien con la concepción de que la ética se basa en la
razón. La comprensión específica de la ética kantiana varia mucho de uno a otro contexto.

El programa ético reciente más definidamente kantiano ha sido el de John Rawls, quien ha
denominado a una etapa del desarrollo de su teoría «constructivismo kantiano». Muchos de los
rasgos de la obra de Rawls son claramente kantianos, sobre todo su concepción de principios éticos
determinados por limitaciones a los principios elegidos por agentes racionales. Sin embargo, el
constructivismo de Rawls supone una noción bastante diferente de la racionalidad con respecto a
la de Kant. Rawls identifica los principios que elegirían seres instrumentalmente racionales a los
cuales atribuye fines ciertos escasamente especificados -y no los principios que podrían elegirse
siempre independientemente de los fines particulares. Esto deter1mina importantes diferencias
entre la obra de Rawls, incluso en sus momentos más kantianos, y la ética de Kant. Otros que
utilizan la denominación «kantiano» en ética tienen una relación con Kant aún más libre -por
ejemplo, muchos de ellos no ofrecen concepción alguna de las virtudes, o incluso niegan que sea
posible semejante concepción; muchos consideran que lo fundamental son los derechos más que
las obligaciones; casi todos se basan en un teoría de la acción basada en la preferencia y en una
concepción instrumental de la racionalidad, todo lo cual es incompatible con la ética de Kant.

Lo bueno siempre (sin restricción) LA BUENA VOLUNTAD (producida por la razón)

– la razón puede conocer a priori, universal y no empírico

- no es buena por las circunstancias o por sus inclinaciones, conveniencias, impulsos; no es buena
por lo que efectúe, realiza o por su propósito, fin o utilidad.

- ACTUAR POR DEBER (los propósitos o efectos no dan valor moral, sino el motivo, recónditos
motores de la acción, principios íntimos que no se ven ).

3 tipos de acciones morales:

• Contrarias al deber: no obedecer la Ley moral (malas).

• Conformes al deber: por inclinación inmediata o mediata (neutras).

• Por Deber: necesidad de una acción por respeto a la Ley Moral (buenas)

¿Cuál puede ser esa ley objetiva?

NO DEBO OBRAR NUNCA MÁS QUE DE MODO QUE PUEDA QUERER QUE MI MÁXIMA SE
CONVIERTA EN LEY UNIVERSAL.

La Ley moral objetiva se diferencia del principio subjetivo del querer (máxima) que son las que
guían nuestras acciones, son fenómenos de la experiencia que dependen de la situación.

Máxima “universalizable” en 2 sentidos:

- Poder Querer que MU sin contradecir mi propia voluntad (como ser racional, es diferente a
que “tú quieras”) Deberes imperfectos, obligan de forma diferente, vulnerabilidad” de los agentes.
Ejs: ayudar a otros, cultivarse.

- Poder Pensar que MU sin contradecir mi propio pensamiento (no puedo negar y afirmar
algo al mismo tiempo. Contradicción interna) Deberes perfectos y estrictos, valen para todos. Ejs.
Mentir, suicidio.
La universalización de las máximas es un ejercicio mental, imaginario, no es real ni posible

¿Cómo ordena ,manda, u obliga la Ley moral? Se formula como IMPERATIVO CATEGÓRICO
(único imperativo de moralidad): sin condiciones, de forma necesaria y absoluta ( a priori, universal)

Imperativos Hipotéticos, acción sólo es necesaria como media para un fin, son empíricos:

- Reglas de habilidad: imperativos técnicos, si quieres X haz Z.

- Reglas de sagacidad: imperativos pragmáticos, medios para la felicidad.

El IMPERATIVO CATEGÓRICO tiene 2 rasgos:

-universalidad: legisla para todos.

-respeto a las personas. Seres como fines en sí mismos. "OBRA DE TAL MODO QUE USES LA
HUMANIDAD, TANTO EN LA TU PERSONA COMO EN LA PERSONA DE CUALQUIER OTRO, SIEMPRE
COMO UN FIN AL MISMO TIEMPO Y NUNCA SOLAMENTE COMO UN MEDIO".

Artículo de la Stanford Encyclopedia of Philosophy, traducción de Andrea Carriquiry.


Plato.Stanford.edu/Archives/Spr.2004/

La filosofía moral de Kant

Kant defendió que los requerimientos morales están basados en un estándar de racionalidad que
denominó el “Imperativo Categórico” (IC). La inmoralidad entonces involucra una violación del IC y es
por lo tanto irracional. Otros filósofos, como Locke y Hobbes, han defendido también que los
requerimientos morales están basados en estándares de racionalidad. Sin embargo, estos estándares
eran o bien principios de racionalidad instrumentales basados en deseos, o bien estaban basados en
intuiciones racionales sui generis. Kant creía, igual que muchos de sus predecesores, que un análisis de
la racionalidad sólo revelaría un requerimiento en conformidad con principios instrumentales. No
obstante* defendió que la conformidad al IC (un principio no instrumental) y por lo tanto a los
requerimientos morales, puede demostrarse como esencial a la agencia racional. Este argumento
estaba basado en su notable doctrina de que una voluntad racional debe ser considerada como
autónoma, o libre en el sentido de ser la autora de la ley que la obliga. El principio fundamental de la
moralidad –el IC– no es otra cosa que esta ley de una voluntad autónoma. Entonces, en el corazón de
la filosofía moral de Kant hay una concepción de la razón cuyo alcance en asuntos prácticos va
bastante más allá de la de un humano esclavo de las pasiones. Es más, es la presencia de esta razón
autogobernada en cada persona la que Kant pensó que ofrecía un fundamento decisivo para
considerar a cada cual como poseedor del mismo valor y merecedor de igual respeto.
Las posturas más influyentes de Kant se encuentran en Fundamentación para una Metafísica de las
Costumbres (en adelante, Fundamentación), pero desarrolló, enriqueció, y en algunos casos modificó,
esas consideraciones en trabajos posteriores como *Crítica de la Razón Práctica, Metafísica de las
Costumbres, Antropología desde un punto de vista pragmático y La religión dentro de los límites de la
Razón Pura. *Me centraré en las doctrinas fundacionales de la Fundamentación, aunque en los últimos
años algunos estudiosos se han vuelto críticos de este enfoque tradicional de las posturas de Kant, y
han dirigido* su atención a trabajos posteriores. *Aún encuentro el enfoque tradicional más
iluminador, no obstante lo cual destacaré posiciones importantes de los trabajos posteriores cuando
sea necesario.

1. Objetivos y métodos de la filosofía moral

El primer objetivo fundamental de la filosofía moral, y por lo tanto también de la


Fundamentación, es * “buscar” el principio fundacional de una metafísica de la moral. Kant persigue
este objetivo a través de los dos primeros capítulos de la Fundamentación. Lo hace* analizando y
elucidando ideas de sentido común sobre la moralidad. El objetivo de este proyecto fue llegar a una
afirmación precisa del o los principios en los cuales se basan todos nuestros juicios morales ordinarios.
Los juicios en cuestión aquí, suponen ser aquellos que cualquier ser humano normal, sano y adulto
podría aceptar; aunque hoy en día, Kant sería ampliamente considerado como demasiado optimista, en
relación a la profundidad y la extensión del acuerdo moral. *Quizás es mejor considerado como
apuntando a un punto de vista moral que es ampliamente compartido, y que contiene algunos juicios
generales que son sostenidos de manera muy profunda. En cualquier caso, *no considera estar
refiriéndose a los escépticos morales genuinos que a menudo pueblan las obras de los filósofos
morales, es decir, las personas que necesitan una razón para actuar moralmente, y cuyo
comportamiento moral se centra en una prueba racional que los filósofos podrían tratar de dar. Es por
eso que, cuando en el tercer y último capítulo de su Fundamentación, Kant plantea su segundo
objetivo fundamental: “establecer” este principio moral fundamental y mostrar que es un principio de
moralidad, su conclusión no pretende responder a un desafío escéptico. Kant sostiene este segundo
proyecto en la afirmación de que nosotros –o por lo menos las criaturas con voluntades racionales–
tenemos autonomía. Su argumento en este sentido frecuentemente aparece como tratando de llegar a
un hecho metafísico sobre nuestras voluntades. Y esto podría llevar a los lectores a la conclusión de
que él está, después de todo, tratando de justificar los requerimientos morales a través de la apelación
a un hecho -nuestra autonomía- que incluso un escéptico moral radical tendría que reconocer. Sin
embargo, los elementos más importantes de su argumento para establecer el principio fundamental
de la moral se apoyan en una aserción menos impresionante para un escéptico: que la autonomía de
nuestras voluntades es una presuposición de cualquier punto de vista práctico reconocible como tal
por nosotros. El pensamiento moral, entonces debe realizarse enteramente a priori.

2. Buena Voluntad, Valor Moral y Deber

El análisis de Kant sobre las ideas de sentido común comienza con el pensamiento de que la única cosa
buena sin calificación es una 'buena voluntad'. Si bien son comunes las frases 'él tiene buen corazón',
'ella tiene buen carácter' y 'ella es bienintencionada', 'la buena voluntad' tal como Kant la concibe no
tiene nada que ver con esas nociones ordinarias. La idea de buena voluntad es más cercana a la idea de
'buena persona', o, más arcaicamente, a la de 'persona de buena voluntad'. Este uso temprano del
término 'voluntad' para analizar el pensamiento moral ordinario de hecho prefigura discusiones
posteriores y más técnicas concernientes a la naturaleza de la agencia racional. De todos modos, esta
idea de buena voluntad es un importante punto de referencia del sentido común al que Kant vuelve a
lo largo* de sus obras. La idea básica es que lo que hace buena a una persona buena es su posesión de
una voluntad que está en cierto modo 'determinada' por, o toma decisiones basada en, la ley moral. La
idea de una buena voluntad es supuesta como la idea de alguien que sólo toma decisiones que
considera valiosas moralmente, tomando a las consideraciones morales en sí mismas como razones
concluyentes para guiar su comportamiento.

Esta clase de disposición o carácter es algo que todos tenemos en alta estima. Kant cree que lo
estimamos sin limitación o calificación. Con esto, creo que quiere decir básicamente dos cosas.

En primer lugar, a diferencia de cualquier otra cosa, no existe ninguna circunstancia concebible en la
cual consideremos a nuestra propia bondad moral como algo que valga la pena sacrificar simplemente
para obtener algún objeto deseado. Por el contrario, el valor de todas las demás cualidades deseables,
como el coraje o la inteligencia, puede ser disminuido, dejado de lado o sacrificado bajo determinadas
circunstancias: el coraje puede ser dejado de lado si requiere la injusticia, y es mejor no ser astuto si eso
requiere crueldad. No hay restricción ni calificación implícitas a los efectos de que una determinación
de darle a las consideraciones morales un peso decisivo valga la pena, pero sólo bajo determinadas
circunstancias.

En segundo lugar, consecuentemente, poseer y mantener la propia bondad moral es justamente la


condición bajo la cual vale la pena tener o buscar cualquier otra cosa. La inteligencia y aún el placer
valen la pena sólo con la condición de que no requieran abandonar el compromiso de honrar las
propias convicciones morales fundamentales. Por lo tanto, el valor de la buena voluntad no puede
consistir en que asegure ciertos fines valiosos, sean propios o ajenos, dado que el valor de estos fines
depende completamente de que tengamos y mantengamos una buena voluntad. De hecho, dado que
es buena bajo cualquier circunstancia, su bondad no debe depender de la obtención de ninguna
condición particular. Así, Kant concluye que una buena voluntad debe entonces también ser buena en
sí misma y no en virtud de su relación con otras cosas, tales como la propia felicidad del agente, o el
bien común.

En términos de Kant, una buena voluntad es aquella cuyas decisiones son completamente
determinadas por demandas morales o, en sus palabras, por la Ley Moral. Los seres humanos ven a
esta Ley como una restricción de sus deseos, y por eso una voluntad para la cual la Ley Moral es
decisiva está motivada por el pensamiento del deber. Una voluntad santa o divina, si existe, aunque
buena, no sería buena por que sea* motivada por pensamientos de deber. Una voluntad divina estaría
completamente libre de deseos que pudieran operar independientemente de la moralidad. Es la
presencia de deseos que podrían operar independientemente de exigencias morales lo que hace a la
bondad en los seres humanos una restricción, o sea un elemento esencial de la idea de 'deber'. Por lo
tanto, al analizar la bondad incalificada tal como ocurre en criaturas imperfectamente racionales
como nosotros, estamos investigando la idea de ser motivados por el pensamiento de que estamos
constreñidos a actuar de determinadas maneras que podríamos no desear, o el pensamiento de que
tenemos deberes morales.

Kant confirma esto mediante la comparación de la motivación por deber con otros tipos de motivación,
en particular con motivos como el interés propio, la autopreservación, la compasión y la felicidad.
*Sostiene que una acción que obedezca a cualquiera de estos motivos, sin importar cuánta alabanza
merezca, no expresa una buena voluntad. Si asumimos que una acción tiene valor moral sólo si expresa
una buena voluntad, dichas acciones no tienen 'valor moral' genuino. En tales casos, la conformidad de
la propia acción con el deber está relacionada sólo por accidente al contenido de la propia voluntad.
Por ejemplo, si uno está motivado sólo por la felicidad, entonces si las condiciones no hubieran
conspirado para alinear el propio deber con la propia felicidad, uno no habría cumplido con su deber.
Por el contrario, si uno fuese a sustituir cualquiera de estas motivaciones por el motivo del deber, la
moralidad de la acción expresaría entonces la propia determinación para actuar de acuerdo al deber
bajo cualquier circunstancia. Sólo entonces tendría la acción valor moral.

Las consideraciones de Kant a este respecto han sido, comprensiblemente, tema* de gran controversia.
Muchos objetan que no pensamos mejor de acciones hechas por deber que de acciones realizadas por
motivos emocionales o por compasión hacia otros, especialmente de aquellas cosas que hacemos por
familiares y amigos. Aún peor: el valor moral parece requerir no sólo que las acciones sean motivadas
por el deber, sino que ningún otro motivo, ni siquiera el amor o la amistad, coopere. Sin embargo los
defensores de Kant han afirmado que lo central no es que no admiremos o alabemos preocupaciones
motivacionales aparte del deber, sino sólo que desde el punto de vista de alguien que delibera sobre
qué hacer, esas preocupaciones no son decisivas del modo en que lo son las consideraciones de deber
moral. Lo que es crucial en acciones que expresan una buena voluntad es que la estructura
motivacional del agente esté dispuesta de modo de dar prioridad a las consideraciones del deber sobre
todos los demás intereses. No se requiere ni se recomienda un carácter atado a las reglas y privado de
la calidez de la emoción humana.

Supongamos, por el bien de la discusión, que estamos de acuerdo con Kant. Ahora necesitamos saber
qué es lo que distingue al principio subyacente a nuestros deberes de esos otros principios
motivadores, y por lo tanto convierte a la motivación por ese principio en la fuente del valor
incalificado.

3. Deber y Respeto por la Ley Moral

Según Kant, lo que es singular en la motivación por deber es que consiste en respeto puro hacia la
legalidad. Lo que inmediatamente viene a la mente es lo que sigue: Los deberes son creados por reglas
o leyes de alguna clase. Por ejemplo, los reglamentos de un club imponen deberes a sus asociados. Las
leyes municipales y estatales establecen los deberes de los ciudadanos. Así, si hacemos algo porque es
nuestro deber 'cívico', o nuestro deber 'como boy scout' o nuestro deber 'como estadounidense',
nuestra motivación es el respeto al código que constituye nuestro deber. Considerar que estamos
atados al deber es simplemente respetar ciertas leyes que nos atañen.

Aunque esto es intuitivo, no puede ser todo lo que Kant quiso decir. Por un lado, tal como ocurría con
las leyes de Jim Crow en el antiguo Sur [el Sur estadounidense esclavista], o las leyes de Nuremberg en
la Alemania nazi, las leyes a las que se ajustan estos tipos de 'acciones por deber' pueden ser
moralmente reprobables. El respeto a tales leyes difícilmente sería considerado valioso. Por otra parte,
nuestra motivación para ajustar nuestras acciones a las leyes cívicas y de otros tipos nunca es el
respeto incondicional. También tenemos en consideración el hacer nuestra parte para mantener el
orden social o civil, así como los castigos o pérdidas de posición y reputación al violar tales leyes,
además de otros resultados del comportamiento legal. De hecho, respetamos estas leyes hasta el
punto, pero sólo hasta el punto, en que no violan valores, leyes o principios que nos son más caros. Sin
embargo Kant cree que al actuar por deber no estamos en absoluto motivados por un resultado futuro
o algún otro hecho extrínseco de nuestra conducta. Estamos motivados por la mera conformidad de
nuestra voluntad a la ley como tal.

¿Cuál es, entonces, la diferencia entre estar motivados por un sentido del deber en sentido ordinario, y
estar motivado por deber en sentido kantiano? Es, presumiblemente, ésta: La motivación por deber es
la motivación por nuestro respeto por cualquier ley que convierte a nuestra acción en un deber. Pero
podemos racionalmente optar por abandonar nuestra membresía a la ciudad, estado, club o cualquier
otro arreglo social y sus leyes –por ejemplo, abandonando el club o expatriándonos. Esas leyes sólo se
aplican a nosotros mientras no optemos racionalmente por salirnos, dada la oportunidad. Nuestro
respeto por las leyes que nos guían es calificado, en el sentido de que el pensamiento de que la ley nos
da un deber es obligatorio sólo si no hay otra ley que respetemos más que entre en conflicto con ella:
Mi respeto por las leyes de mi club guía mi accionar sólo en la medida en que esas leyes no requieren
que viole ordenanzas municipales. Pero mi respeto por la ordenanza municipal me guía en la medida
en que no requiere que viole la ley federal. Y así.

Sin embargo, finalmente llegamos a leyes que se aplican a nosotros simplemente como miembros del
‘club’ de agentes racionales, por así decirlo, como seres que son capaces de guiar su propio
comportamiento en base a directivas, principios y leyes de racionalidad. No podemos elegir dejar de
lado nuestra ‘membresía’ a la categoría de tales seres, o por lo menos no está claro cuál sería el
estatus de una elección así. Entonces, supongamos que hay alguna ley que prescribe qué debe hacer
cualquier agente racional. Entonces tenemos una idea de un deber que no podemos racionalmente
optar por abandonar. Cuando hacemos algo porque es nuestro deber moral, según Kant, estamos
motivados por el pensamiento de que, en la medida en que somos seres racionales, debemos actuar
sólo como prescribe esta ley fundamental de la razón (práctica), una ley que sería sobre cómo debería
actuar cualquier ser racional en nuestras circunstancias. Aparte de cualquier otra cosa que pueda ser,
una ley así, en virtud de ser un principio de razón, es universalmente válida. Por lo tanto, mi respeto
por tal ley no es calificado: mi respeto por las leyes de mi club, ciudad, constitución o religión me guía
en asuntos prácticos sólo en la medida en que no requieren que viole leyes establecidas por mi propia
razón práctica, pero mi respeto por los resultados de mi propia razón no dependen de si requiere que
viole los anteriores tipos de leyes. En este caso, lo que me guía es el respeto por la legalidad (racional)
como tal.

La precedente línea argumental revela un aspecto distintivo del enfoque kantiano: su reporte del
contenido de los requerimientos morales y la naturaleza del razonamiento moral está basado en su
análisis de la fuerza única que las consideraciones morales tienen como razones para actuar. La fuerza
de los requerimientos morales como razones es que no podemos ignorarlos sin importar cómo las
circunstancias puedan conspirar contra cualquier otra consideración. Dado que retienen su fuerza
generadora de razón bajo cualquier circunstancia, tienen validez universal. Sólo una ley universal
puede ser el contenido de un requerimiento que tiene la fuerza generadora de razón de la moralidad.
Esto lleva a Kant a una formulación preliminar del IC: ‘No debo nunca actuar sino de forma tal que
pueda también desear que mi máxima deba convertirse en una ley universal’. (4:402). Este es el
principio que motiva una buena voluntad, y que según Kant es el principio fundamental de todos los de
la moralidad.

4. Imperativos Categóricos e Hipotéticos

Kant sostiene que el principio fundamental que está en la base de todos nuestros deberes morales es
un imperativo categórico. Es un imperativo porque es una orden (por ejemplo, "Deja el arma. Toma la
pasta.") Más precisamente, nos ordena ejercer nuestras voluntades de un modo determinado; no nos
ordena realizar tal o cual acción. Es categórico en virtud de que se nos aplica incondicionalmente, o
simplemente porque tenemos voluntades racionales, sin referencia a ningún fin que podamos tener o
no. En otras palabras, no se nos aplica bajo la condición de que hayamos previamente adoptado algún
objetivo para nosotros mismos. Por supuesto, otros imperativos tienen una similar forma no-
condicional. Por ejemplo, 'Responder en tercera persona una invitación formulada en tercera persona'
es un imperativo de etiqueta, y no es condicional (Foot, 1972, p. 308). No se aplica a alguien sólo bajo
la condición de que esa persona tenga un fin que se cumpla siendo cortés. Pero este imperativo no es
categórico en el sentido kantiano, dado que no se nos aplica simplemente por ser suficientemente
racionales como para comprenderlo y actuar de acuerdo a él, o simplemente porque tenemos una
voluntad racional. Los imperativos de etiqueta se nos aplican simplemente porque las costumbres
dominantes nos identifican como objetos de aprecio apropiados de acuerdo a estándares de cortesía,
sin importar si aceptamos o no esos estándares.

De todos modos, hay 'obligaciones' aparte de nuestros deberes morales, pero estas obligaciones se
distinguen de la obligación moral porque están basadas en un tipo de principio bastante diferente: un
principio que es un imperativo hipotético. Un imperativo hipotético es una orden que también se nos
aplica en virtud de que tenemos una voluntad racional, pero no simplemente en virtud de ello. Nos
exige que ejerzamos nuestras voluntades de determinada manera dado que anteriormente6 hemos
deseado un fin. Un imperativo hipotético es entonces una orden en forma condicional. Pero no
cualquier orden que tenga esta forma cuenta como imperativo hipotético en el sentido que le da Kant.
Por ejemplo 'si eres feliz y lo sabes, aplaude' es una orden condicional. Pero las condiciones previas
bajo las cuales la orden 'aplaudir' se aplica a alguien no fijan ningún fin que ese alguien quiera, sino
que consisten más bien en estados cognitivos y emocionales en los que uno puede estar o no. Más aún,
'si quieres pastrami, prueba la tienda de la esquina' es también una orden en forma condicional, pero
estrictamente hablando tampoco llega a ser un imperativo hipotético en el sentido kantiano dado que
esa orden no se nos aplica en virtud de que tengamos la voluntad de alcanzar cierto fin, sino sólo en
virtud de nuestro deseo o inclinación hacia ese fin. Para Kant, tener la voluntad de que se cumpla un
fin involucra más que desearlo o quererlo; requiere el ejercicio de la razón práctica y el concentrarse
uno mismo en la consecución de tal fin. Es decir que un imperativo que se nos aplica porque deseamos
cierto fin no es un imperativo hipotético de racionalidad práctica en el sentido de Kant.

Entonces, la condición bajo la cual un imperativo hipotético se nos aplica, es que tengamos voluntad
de que se cumpla cierto fin. Ahora, en la mayoría de los casos, podríamos no haber tenido voluntad
hacia los fines hacia los que tenemos voluntad, y podríamos haberla tenido hacia algunos fines hacia
los que no tenemos voluntad. Pero hay al menos espacio conceptual para la idea de un fin hacia el que
debemos tener voluntad. La distinción entre fines hacia los que podríamos o no haber tenido voluntad
y aquellos, si es que hay alguno, hacia los que debemos tener voluntad, es la base para la distinción
entre dos clases de imperativos hipotéticos. Kant los llama "problemáticos" y "asertóricos", basándose
en cómo se tiene voluntad hacia el fin. Si el fin es uno hacia el que podríamos o no tener voluntad –
esto es, es un fin meramente posible– el imperativo es problemático. Por ejemplo, "Nunca más te
pongas del lado de alguien en contra de la Familia" es un imperativo problemático, aún si el fin
presentado aquí es (aparentemente) la continuación de la propia existencia. Casi todos los imperativos
racionales no morales son problemáticos, en tanto no hay, virtualmente, fines hacia los que debamos
tener voluntad.

Se vuelve evidente que el único fin (no moral) hacia el que debemos tener voluntad según Kant (por
'necesidad natural', dice) es nuestra propia felicidad. Cualquier imperativo que se nos aplica porque
tenemos voluntad hacia nuestra propia felicidad será entonces un imperativo asertórico. Pero resulta
que la racionalidad no puede determinar un imperativo si el fin es indeterminado, y la felicidad es un
fin indeterminado. Aunque podemos decir en general que si uno va a ser feliz, debe ahorrar para el
futuro, cuidar la propia salud y cultivar sus relaciones, éstas no son órdenes genuinas. Algunas
personas son felices sin todo esto, y si uno puede ser feliz sin eso, aunque es dudoso, sigue siendo una
cuestión abierta.

Dado que Kant presenta los requerimientos racionales morales y prudenciales como las primeras y más
importantes demandas hacia nuestras voluntades más que hacia nuestros actos externos, la
evaluación moral y prudencial es primordialmente una evaluación de la voluntad que nuestras
acciones expresan, aplicándose a las acciones mismas sólo en forma derivativa. Así, no es un error de la
racionalidad fracasar al elegir los medios necesarios para los propios fines (hacia los que se tiene
voluntad), ni fracasar al querer elegir los medios; uno sólo cae de la razón práctica si fracasa al tener
voluntad hacia los medios necesarios. Del mismo modo, mientras las acciones, sentimientos o deseos
pueden ser el centro de otras visiones morales, para Kant la irracionalidad práctica, tanto moral como
prudencial, se centra en nuestra voluntad.

Kant describe a la voluntad como operando en la base de los principios volitivos subjetivos que él llama
'máximas'. De ahí, la moralidad y otros requerimientos racionales son demandas que se aplican a las
máximas que motivan nuestras acciones. La forma de los principios subjetivos de la voluntad es 'Tendré
voluntad de A en C para realizar o producir E', donde 'A' es algún tipo de acto, 'C' es algún tipo de
circunstancia y 'E' es algún tipo de fin. Dado que es un principio que establece sólo lo que un agente
tiene voluntad de hacer, es subjetivo. (Un principio para cualquier voluntad racional sería un principio
objetivo de volición, al que Kant se refiere como ley práctica.) Para que algo cuente como voluntad
humana, debe estar basado en una máxima que persiga algún fin a través de ciertos medios. Por lo
tanto, al emplear una máxima, toda voluntad humana de antemano encarna la forma de
razonamiento de medios-fines que pide ser evaluada en términos de imperativos hipotéticos. Al menos
en esa medida, entonces, cualquier cosa dignificada como voluntad humana debe ser racional.

5. La fórmula de la Ley Universal de la Naturaleza

La primera formulación kantiana del IC establece que uno debe "actuar sólo de acuerdo con aquella
máxima por la cual uno puede al mismo tiempo querer que se convierta en una ley universal". (G
4:421). O'Neill (1975, 1989) y Rawls (1989, 1999), entre otros, toman esta formulación a efectos de
resumir un procedimiento de decisión para el razonamiento moral, y yo voy a seguirlos: Primero,
formular una máxima que consagre la razón por la cual actuar como uno propone. Segundo,
reformular esa máxima como una ley universal de naturaleza que gobierne todos los agentes
racionales, y por lo tanto de modo que sostiene que todos deben, por ley natural, actuar como uno
mismo propone que se actúe en esas circunstancias. Tercero, considerar si la máxima original es aún
concebible en un mundo gobernado por esta ley natural. Si así es, entonces, en cuarto lugar,
preguntarse a uno mismo si uno querría o podría racionalmente querer actuar bajo la propia máxima
en tal mundo. Si uno pudiese, entonces la acción es moralmente permisible.

Si la máxima no aprueba el tercer paso, se tiene un deber 'perfecto' admitiendo "sin excepción a favor
de la inclinación" que uno debe abstenerse de actuar (G 4:421). Si la máxima falla en el cuarto paso, se
tiene un deber 'imperfecto' que requiere que uno siga una política que puede admitir tales
excepciones. Sólo si la máxima cumple todos los pasos, actuar bajo ella es moralmente permisible.
Siguiendo a Hill (1992), podemos entender las diferencias de los deberes como formales: Los deberes
perfectos presentan la forma 'Uno no debe jamás (o siempre) φ a su mayor alcance posible en C',
mientras que los deberes imperfectos, dado que se unen a la búsqueda de un fin, se presentan bajo la
forma 'Uno debe a veces y en cierta medida φ en C '. Así, por ejemplo, Kant sostenía que la máxima de
cometer suicidio para evitar la infelicidad futura no cumplía el tercer paso, el test de contradicción en
la concepción. Por lo tanto, uno tiene prohibido actuar bajo la máxima de cometer suicidio para evitar
la infelicidad. Por el contrario, la máxima de negarse a ayudar a otros a conseguir sus objetivos pasa el
test de contradicción en concepción pero falla en el test de contradicción en la voluntad. Por lo tanto,
tenemos el deber de ayudar y asistir a los otros a veces y en cierta medida.

Kant sostenía que el pensamiento moral corriente reconocía deberes morales hacia uno mismo así
como hacia los demás. Por lo tanto, junto con la distinción entre deberes perfectos e imperfectos,
reconocemos cuatro categorías de deberes: deberes perfectos hacia nosotros, deberes perfectos hacia
los demás, deberes imperfectos hacia nosotros y deberes imperfectos hacia los demás. Kant usa cuatro
ejemplos, uno para cada clase de deber, para demostrar que cada clase de deber puede ser derivado
del IC, y así apoyar su caso de que el IC es en efecto el principio fundamental de la moralidad.
Abstenerse del suicidio es un deber perfecto hacia uno mismo; abstenerse de hacer promesas que no se
tiene intención de cumplir es un deber perfecto hacia otros; desarrollar los propios talentos es un
deber imperfecto hacia uno mismo; y contribuir a la felicidad ajena es un deber imperfecto hacia los
otros. De nuevo, los intérpretes de Kant difieren sobre cómo reconstruir exactamente las derivaciones
de estos deberes. Yo esquematizaré brevemente una manera de hacerlo respecto al deber perfecto
hacia los demás de abstenerse de hacer falsas promesas, y el deber imperfecto hacia nosotros mismos
de desarrollar los talentos.

El ejemplo kantiano de un deber perfecto hacia los otros involucra una promesa que uno podría
considerar hacer pero no tiene intención de cumplir, con el fin de obtener dinero que se necesita.
Naturalmente, ser racional requiere no contradecirse a uno mismo, pero no hay contradicción interna
alguna en la máxima "Haré falsas promesas cuando con eso consiga algo que quiero". Una acción
inmoral claramente no implica una autocontradicción en este sentido (como sí lo haría la máxima de
encontrar un soltero casado). La posición de Kant es que es irracional llevar a cabo una acción si la
máxima de esa acción se contradice a sí misma una vez convertida en una ley universal de la
naturaleza. La máxima de mentir siempre que con eso se consiga lo que uno quiere genera una
contradicción cuando se intenta combinarla con la versión universalizada de que todos los agentes
racionales deben, por ley de la naturaleza, mentir si con eso consiguen lo que quieren.

Aquí hay una forma de ver cómo funcionaría esto: Si concibo un mundo en el que todo el mundo por
naturaleza debe intentar engañar a la gente siempre que con eso consiguiesen lo que quieren, estoy
concibiendo un mundo en el que ninguna práctica de dar la palabra podría surgir. Por lo tanto estoy
concibiendo un mundo en el que ninguna práctica de dar la propia palabra existe. Mi máxima, sin
embargo, es hacer una promesa engañosa para obtener dinero que necesito. Y es un medio necesario
para ello que exista una práctica de aceptar la palabra ajena, para que entonces alguien pueda aceptar
mi palabra y yo pueda aprovecharme de ello. Así, tratando de concebir mi máxima en un mudo en el
que nadie acepta jamás la palabra de los demás en tales circunstancias, estoy tratando de concebir
esto: un mundo en el que no existe la práctica de dar la propia palabra, pero, al mismo tiempo, un
mundo en el que justamente tal práctica existe, para que yo haga uso de mi máxima. Es un mundo que
contiene mi promesa pero en el que no puede haber promesas. Por lo tanto, es inconcebible que mi
máxima exista junto a ella misma como ley universal. Dado que es inconcebible que ambas cosas
deban existir juntas, me está prohibido siempre actuar bajo la máxima de mentir para obtener dinero.

Contrastando con la máxima de la promesa mentirosa, podemos fácilmente concebir una máxima de
rechazar el desarrollo de cualquiera de nuestros talentos en un mundo en el cual esa máxima es una
ley universal de la naturaleza. Sería sin duda un mundo más primitivo que el nuestro, pero seguir tal
política es aún concebible en él. Sin embargo no es posible, según Kant, querer racionalmente esta
máxima en tal mundo. El argumento de por qué es así no es obvio, sin embargo, y algunos de los
pensamientos de Kant parecen poco convincentes: En tanto somos racionales, dice, desde ya
necesariamente queremos que todos nuestros talentos y habilidades sean desarrollados. Por lo tanto,
aunque yo pueda concebir un mundo sin talentos, no pudo querer racionalmente que se materialice,
dado que de antemano yo quiero, en tanto soy racional, desarrollar todos mis talentos. Aún así, dadas
las limitaciones en nuestro tiempo, energía e interés, es difícil ver cómo una racionalidad completa nos
exige que debamos desarrollar al máximo, literalmente, todos nuestros talentos. De hecho, parece
requerir mucho menos, una selección sensata entre las propias habilidades. Yendo más allá, todo lo
que se precisa para mostrar que uno no puede querer un mundo sin talentos es, que, en tanto soy
racional, necesariamente querré que alguno de mis talentos se desarrolle, no la dudosa afirmación de
que yo racionalmente querré que todos se desarrollen. Más aún, supongamos que la racionalidad sí me
exigiera ponerme como objetivo desarrollar todos mis talentos. Entonces, parece no haber necesidad
de proseguir con el procedimiento de IC para demostrar que negarse a desarrollar talentos es inmoral.
Dado que, en tanto somos racionales, debemos querer desarrollar capacidades, es por este mismo
hecho irracional no hacerlo.

Sin embargo, el mero fracaso en ajustarse a algo hacia lo que tenemos voluntad racionalmente no
constituye una inmoralidad. El fracaso en ajustarse a principios instrumentales, por ejemplo, es
irracional pero no es inmoral. Para mostrar que esta máxima está categóricamente prohibida, creo que
debemos hacer uso de otras varias afirmaciones o asunciones de Kant.
Primero, debemos aceptar la afirmación de Kant de que, por "necesidad natural", tenemos voluntad
hacia nuestra propia felicidad como fin. (4:415) Esta es una afirmación que Kant utiliza no sólo para
diferenciar imperativos asertóricos y problemáticos, sino también para argumentar sobre el deber
imperfecto de ayudar a otros. (4:423) También parece basarse en esta afirmación en cada uno de sus
ejemplos. Cada máxima parece tener a la felicidad como objetivo. Una explicación para esto es que, ya
que cada persona necesariamente tiene voluntad de felicidad, las máximas que persigan esta meta
serán el típico objeto de evaluación moral. Esto, en cualquier caso, es claro en el propio ejemplo de los
talentos: la máxima prohibida adoptada por los que nunca hacen el bien se supone que es "dedicar la
vida únicamente al... disfrute" en lugar de desarrollar los propios talentos.

En segundo lugar debemos asumir, como parece razonable también, que un medio necesario para
lograr la felicidad humana (normal) consiste no sólo en que nosotros mismos desarrollemos algún
talento, sino que lo otros también desarrollen algunas de sus capacidades en algún momento. Por
ejemplo, yo no pudo comprometerme con los objetivos normales que hacen a mi propia felicidad, como
tocar el piano, escribir filosofía o comer comidas exquisitas, a menos que haya yo mismo desarrollado
alguno de mis talentos, y, además, que algún otro haya construido pianos y compuesto música, me
haya enseñado a escribir, haya cosechado alimentos y desarrollado tradiciones sobre su preparación.

Finalmente, los ejemplos de Kant están muy cerca de defender la posición de que la racionalidad
requiere conformidad con los imperativos hipotéticos. Por lo tanto, debemos asumir que,
necesariamente, los agentes racionales tienen voluntad hacia los medios necesarios y disponibles para
los fines hacia los que hayan dirigido su voluntad. Y una vez que agregamos esto a las asunciones de
que debemos tener voluntad hacia nuestra propia felicidad como un fin, y que los talentos
desarrollados son un medio para obtener tal fin, se sigue que no podemos racionalmente tener
voluntad de que surja un mundo en donde sea ley que nadie desarrolle nunca ninguna capacidad. No
podemos hacerlo porque nuestra propia felicidad es justamente el fin contenido en la máxima de
entregarse al placer en lugar de auto desarrollarse. Dado que tenemos voluntad hacia los medios
necesarios y disponibles para nuestros fines, estamos racionalmente comprometidos a tener voluntad
de que alguien alguna vez desarrolle sus talentos. Por lo que, dado que no podemos tener voluntad de
que sea ley universal de la naturaleza que nadie nunca desarrolle ningún talento –dado que es
inconsistente con lo que ahora vemos que racionalmente queremos–, nos está prohibido adoptar la
máxima de negarnos a desarrollar ninguno de nuestros talentos.
6. La Fórmula de la Humanidad

La mayoría de los filósofos que encuentran atractivos los puntos de vista de Kant, lo hacen por la
formulación de la Humanidad del IC. Esta formulación establece que nunca debemos actuar de forma
que tratemos a la Humanidad, sea en nosotros mismos o en los demás, como sólo un medio, sino
siempre como un fin en sí misma. Frecuentemente esto es considerado como la introducción de la idea
de "respeto" hacia las personas, hacia lo que sea que fuera esencial a nuestra Humanidad. Kant estaba
claramente en lo cierto en cuanto a que estas y otras formulaciones llevan al IC 'más cerca de la
intuición' que la formulación de la Ley Universal. Intuitivamente, parece haber algo mal en tratar a los
seres humanos como meros instrumentos, sin valor más allá de eso. Pero esta misma característica
intuitiva puede acarrear malentendidos.

En primer lugar, la fórmula de la Humanidad no excluye el usar a las personas como medios para
nuestros fines. Eso sería claramente una exigencia absurda, ya que lo hacemos todo el tiempo. De
hecho, es difícil imaginar una vida reconociblemente humana sin la utilización de los demás al
perseguir nuestros objetivos. Obtenemos las comidas que comemos, la ropa que usamos, las sillas en
las que nos sentamos y las computadoras en que tipeamos sólo mediante talentos y habilidades que
han sido desarrollados a través de la voluntad de mucha gente. Lo que la formulación de la Humanidad
excluye es comprometerse con un uso extendido de la Humanidad de forma tal que la tratemos como
un mero medio para nuestros fines. Así, la diferencia entre un caballo y un chofer de taxi no es que
podemos usar a uno pero no al otro como medio de transporte. A diferencia del caballo, la Humanidad
del chofer debe al mismo tiempo ser tratada como un fin en sí misma.

En segundo lugar, lo que debemos tratar como un fin en sí mismo no son los seres humanos per se, sino
la 'Humanidad' de los seres humanos. Nuestra Humanidad es ese conjunto de rasgos que nos hace
distintivamente humanos, y esto incluye las capacidades de comprometerse en un comportamiento
racional autodirigido, y de adoptar y perseguir nuestros propios fines, así como cualquier otra
capacidad necesariamente relacionada con estas. Así, suponiendo que el chofer de taxi haya ejercido
libremente sus capacidades racionales al desarrollar su carrera laboral, estamos haciendo un uso
permisible de esas capacidades como un medio cuando nos comportamos de un modo que él podría, al
ejercer sus capacidades racionales, consentir –por ejemplo, pagando el precio convenido.

En tercer lugar, la idea de fin tiene tres sentidos para Kant: dos positivos y uno negativo. En el primer
sentido positivo, un fin es algo que tenemos voluntad de producir o traer al mundo. Por ejemplo, si mi
fin es perder peso, entonces perder peso es algo que yo me propongo producir. En este sentido, un fin
guía mis acciones en tanto, si tengo voluntad de producir algo, entonces delibero sobre los medios para
producirlo. La Humanidad no es un 'fin' en este sentido, aunque aún en este caso, el fin "establece una
ley" para mí. Una vez que he adoptado un fin en este sentido, éste me dicta que haga algo: actuaré en
modos que lleven a ese fin.

Un fin en el sentido negativo también establece leyes para mí, y por lo tanto guía mi accionar, pero de
una manera diferente. Korsgaard (1996) pone a la autopreservación como ejemplo de un fin en el
sentido negativo: No tratamos de producir nuestra autopreservación; más bien, el fin de la
autopreservación nos impide comprometernos en cierta clase de actividades, como meternos en peleas
con mafiosos y cosas así. Es decir que, como fin, más que algo que yo produzco, es algo contra lo cual
yo no actúo al perseguir mis fines positivos.

La Humanidad es en primera instancia un fin en este sentido negativo: es algo que limita lo que yo
podría hacer al perseguir mis otros fines, de modo similar a la manera en que mi fin de
autopreservación limita lo que podría hacer al perseguir otros fines. En tanto limita mis acciones, es
una fuente de deberes perfectos. Ahora, la autopreservación es un fin subjetivo, mientras que la
Humanidad es un fin objetivo. La autopreservación es subjetiva en tanto no es un fin que todo ser
racional deba poseer. Le damos más importancia que a la mayoría de nuestros fines positivos. Debido
a que la autopreservación es más importante para mí que la emoción, no soy un paracaidista, y por lo
tanto la autopreservación pone un límite a mi comportamiento. Pero si quisiera, yo podría quitarle
importancia a la autopreservación, y quizás poner a la emoción en su lugar, para que sea la emoción, y
no la autopreservación, la que limite la persecución de mis otros fines. La Humanidad es un fin
objetivo, porque es un fin que todo ser racional debe tener en tanto es racional. Por lo tanto, limita lo
que me está moralmente permitido hacer cuando persigo mis fines positivos y negativos subjetivos.

La Humanidad en mi propia persona y en los demás es también un fin positivo, aunque no en el primer
sentido positivo antes mencionado, como algo a ser producido por mis acciones. Es más bien algo a
realizar, cultivar o seguir con mis acciones. Volverme filósofo, pianista o novelista puede ser mi fin en
este sentido. Si mi fin es convertirme en un pianista, mis acciones no producen –o al menos no
simplemente producen– algo, ser un pianista, sino que constituyen o realizan la actividad de ser un
pianista. En tanto la Humanidad en nosotros mismos debe ser tratada como un fin en sí misma en este
segundo sentido positivo, debe ser cultivada, desarrollada o completamente realizada.

Por ello, la Humanidad en uno mismo es la fuente del deber de desarrollar los propios talentos, o
'perfeccionar' la propia Humanidad. Cuando uno hace de la propia Humanidad el propio fin, uno
persigue su desarrollo, así como cuando uno toma como fin el volverse pianista, persigue el desarrollo
de la ejecución del piano. Y en tanto la Humanidad es un fin positivo en los otros, debo tener en cuenta
sus fines en mis propios planes. Al hacerlo, promuevo la Humanidad en los demás, ayudando a
promover los proyectos y fines cuya adopción y persecución constituye esa Humanidad. Sobre este
sentido de Humanidad como fin en sí misma descansan los argumentos de Kant acerca de los deberes
imperfectos.

Finalmente, la formulación de Kant exige "respeto" por la Humanidad en las personas. La


consideración cabal sobre algo de valor absoluto exige respeto hacia ello. Pero esto puede ser
malinterpretado. Un modo de respetar a las personas, llamado por Stephen Darwall (1977) "respeto
evaluativo", resulta claramente no consistente con la formulación de la Humanidad: puedo respetarte
como contraatacante pero no como goleador, o como investigador pero no como profesor. Si respeto a
alguien de esa manera, lo estoy evaluando positivamente a la luz de algún logro o virtud relativos a
cierto patrón de éxito. Si esta fuera la clase de respeto que Kant aconseja, entonces claramente puede
variar de persona a persona, y seguramente no es lo que exige el tratar algo como un fin en sí mismo.
Por ejemplo, no parece impedirme considerar la racionalidad como un logro y respetar a alguien como
agente racional en este sentido, pero no en otro***. Y Kant no nos está diciendo que ignoremos las
diferencias, que finjamos ser ciegos a ellas sobre una base indiferentemente igualitaria. Sin embargo
hay otra forma de respetar a las personas, que Darwall llama "respeto de reconocimiento", que capta
mejor la posición de Kant: Puedo respetar a alguien porque es estudiante, decano, doctor o madre. En
tales casos, en los que se respeta a una persona debido a quién es o qué es, se está dando una
apropiada consideración a cierto aspecto de esa persona, por ejemplo, que sea un decano. Esta clase
de respeto, a diferencia del respeto evaluativo, no es un asunto de grado basado en una medida en
relación a ciertos estándares de tasación. El respeto por la Humanidad en las personas se parece más
al respeto de reconocimiento de Darwall. Tenemos que respetar a los seres humanos simplemente
porque son personas, y esto requiere cierto tipo de consideración. No somos llamados a respetarlos en
tanto hayan alcanzado cierto estándar de evaluación apropiado a personas.

7. La formulación de la Autonomía

La tercera formulación del IC es "la Idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad que
legisla la ley universal." (4:432). Aunque Kant no formula esto como un imperativo, como en las otras
formulaciones, es bastante fácil ponerlo bajo esa forma: Actúa de manera tal que mediante tus
máximas puedas ser un legislador de leyes universales. Esto suena muy similar a la primera
formulación. Sin embargo, en este caso nos concentramos en nuestro status de generadores de leyes
universales más que como seguidores de leyes universales. Esta es, por supuesto, la fuente de la misma
dignidad de la Humanidad a la que Kant se refiere en la segunda formulación. Una voluntad racional
que estuviera meramente atada a leyes universales podría actuar de acuerdo a motivos naturales y no
naturales, como el interés por sí mismo. Pero para ser un legislador de leyes universales, tales motivos
contingentes, que pueden ser sostenidos o no por agentes racionales como nosotros, deben ser dejados
de lado. Por ello, se nos exige de acuerdo a esta formulación que ajustemos nuestro comportamiento a
principios que expresen esta autonomía de la voluntad racional –su status como fuente de las propias
leyes universales que la obligan. Como en la formulación de la Humanidad, esta nueva formulación del
IC no modifica el resultado, dado que se espera de cada una que formule justamente la misma ley
moral, y en cierto sentido "una" las otras formulaciones en sí misma. Kant considera que cada
formulación que sucede a la primera, a su manera lleva a la ley moral "más cerca del sentimiento".
Presumiblemente, la fórmula de la autonomía hace esto al poner en evidencia la fuente de nuestra
dignidad y valor, nuestro estatus como agentes racionales libres que son la fuente de la autoridad
detrás de las propias leyes morales que nos obligan.

8. La formulación del Reino de los Fines

Esta formulación se ha ganado el favor de los kantianos en los últimos años (ver Rawls, 1972; Hill,
1992). Muchos la ven como que introdujera una mayor dimensión social en la moral kantiana. Kant
afirma que el mencionado concepto de toda voluntad racional como una voluntad que debe
considerarse a sí misma como promulgadora de leyes que obligan a todas las voluntades racionales,
está estrechamente relacionado con otro concepto, el de una "unión sistemática de diferentes seres
racionales bajo leyes comunes", o un "Reino de Fines". (4:433). La formulación del IC dice que debemos
"actuar de acuerdo con las máximas de un miembro dando leyes universales para un reino de fines
posibles según los principios mencionados" (4.439).* Combina las otras en que (i) requiere que
ajustemos nuestras acciones a las máximas de un legislador de leyes (ii) que este dador de leyes dicte
leyes universales, obligando a todas las voluntades racionales, incluyendo la nuestra, y (iii) que esas
leyes son de "un reino meramente posible", cada uno de cuyos miembros posee igualmente este
estatus de legislador de leyes universales, y por lo tanto debe ser siempre tratado como un fin en sí
mismo. La idea intuitiva detrás de esta formulación es que nuestra obligación moral fundamental es
actuar sólo según principios que puedan ganar la aceptación de una comunidad de agentes
completamente racionales, cada uno de los cuales tiene una parte equivalente en la legislación de
estos principios para su comunidad.
9. La Unidad de las Formulaciones

Kant sostenía que todas las formulaciones del IC eran equivalentes. Lamentablemente, no dice en qué
sentido. Lo que dice es que éstas "son básicamente sólo varias formulaciones de exactamente la misma
ley, cada una de ellas uniendo por sí misma a las otras dos dentro de sí" , y que las diferencias entre
ellas son "más subjetivamente que objetivamente prácticas" en el sentido que cada una intenta "llevar
una Idea de razón más cerca de la intuición (por medio de una cierta analogía) y, así, más cerca del
sentimiento" (4:435). También dice que una fórmula "se sigue" de la otra (4:431) y que el concepto
fundacional de una formulación "lleva a un concepto estrechamente conectado" en la base de otra
formulación (4:433). Así, su afirmación de que las formulaciones son equivalentes puede ser
interpretada de varias maneras.

La afirmación de que cada formulación "une a las otras dos dentro de sí" sugiere inicialmente que las
formulaciones son equivalentes en significado, o por lo menos se podría derivar analíticamente una
formulación de la otra. Quizás Kant pensara eso, pero no es muy plausible: Que yo deba siempre tratar
a la Humanidad como un fin en sí misma, por ejemplo, no parece querer decir lo mismo que yo deba
actuar sólo siguiendo máximas que son consistentes consigo mismas como leyes universales de la
naturaleza.

Entonces, si las formulaciones no son equivalentes en significado, quizás sean sin embargo
lógicamente derivables entre si* y por lo tanto equivalentes en este sentido. La formulación de la ley
universal no es en sí derivada del principio de no contradicción, como algunos intérpretes de Kant han
sugerido. Eso tendría como consecuencia que el IC fuera una verdad lógica, y Kant insiste en que no lo
es, o al menos, que no es analítico. Dado que las formulaciones del IC no son verdades lógicas,
entonces, es posible que pudieran ser lógicamente derivables entre si*. Sin embargo, a pesar de la
afirmación de que cada una contiene a las otras dentro de sí, lo que encontramos en la
Fundamentación parece interpretarse mejor como una derivación de cada sucesiva formulación a
partir de la inmediatamente anterior. No obstante, hay algunos pasajes en donde parece que Kant
estuviera tratando de operar en la dirección contraria. Uno de ellos se encuentra en su argumentación
sobre la formulación de la Humanidad. Allí dice Kant que sólo algo "cuya existencia en sí misma tuviera
un valor absoluto" podría ser la base para una ley categóricamente válida* (4:428) Luego proclama
claramente que la Humanidad es este algo absolutamente valioso, refiriéndose a esto como un
"postulado" al que defenderá en el capítulo final de la Fundamentación (4:429n). Esto podría tomarse
como la intención de Kant de derivar entonces la formulación de la ley universal a partir de la
formulación de la Humanidad: Si algo es absolutamente valioso, entonces debemos actuar sólo
siguiendo máximas que puedan ser leyes universales. Pero (según postula) la Humanidad es
absolutamente valiosa. Entonces debemos actuar sólo siguiendo máximas que puedan ser leyes
universales. Esta (según creo) anómala discusión bien puede llevar a algún sentido profundo en el que
Kant pensara que las formulaciones eran equivalentes. Sin embargo, esta derivación de la formulación
de la ley universal a partir de la formulación de la Humanidad parece requerir una afirmación
sustantiva, sintética, a saber, que la Humanidad es de hecho absolutamente valiosa. Y si requiere esto,
entonces, contrariamente a la propia insistencia de Kant, el argumento de la Fundamentación II no
parece ser meramente un argumento analítico dirigido simplemente a establecer el contenido de la ley
moral.

La interpretación más directa de la afirmación de que las formulaciones son equivalentes es la


afirmación de que al seguir o aplicar cada formulación se generarían los mismos deberes –todos y cada
uno. Esto parece ser apoyado por el hecho de que Kant usaba los mismos ejemplos en la formulación
de la ley de la naturaleza y la formulación de la Humanidad. Así, la formulación de la ley universal
genera un deber a φ si y sólo si la formulación de la Humanidad genera un deber a φ, (y así para las
otras formulaciones). En otras palabras, el respeto por la Humanidad como un fin en sí mismo no
podría jamás conducirnos a actuar siguiendo máximas que generarían una contradicción si fuesen
universalizadas, y viceversa. Esta manera de entender la afirmación de Kant también encaja con su
declaración de que no hay 'diferencia práctica objetiva' entre las formulaciones, aunque hay
diferencias 'subjetivas'. Las diferencias subjetivas entre las formulaciones son sus diferencias en
significado; presumiblemente diferencias que apelan de diferentes maneras a varias concepciones de
lo que la moralidad nos demanda. Pero esta diferencia en significado es compatible con la inexistencia
de diferencia práctica, en el sentido de que la conformidad con una formulación no puede llevar a que
se viole otra formulación

10.Autonomía

En el núcleo de la teoría moral de Kant está la posición de que las voluntades racionales humanas son
autónomas. Kant vio esto como la clave para comprender y justificar la autoridad que las exigencias
morales tienen sobre nosotros. Como en Rousseau, cuyos puntos de vista influyeron a Kant, la libertad
no consiste en no estar obligado por ninguna ley, sino en estarlo por leyes que son en cierto sentido
nuestra propia creación. La idea de la libertad como autonomía va entonces más allá del sentido
meramente ‘negativo’ de ser libre de influencias sobre nuestra conducta originadas externamente.
Contiene primordialmente la idea de leyes hechas y establecidas por uno mismo, y envirtud de esto,
leyes que tienen autoridad decisiva sobre uno mismo.
La idea básica de Kant puede ser captada intuitivamente por analogía con la idea de libertad política
como autonomía (ver Reath 1994). Considérese cómo la libertad política en las teorías liberales es
concebida como relacionada a la autoridad política legítima: Un estado es libre cuando sus ciudadanos
son sólo obligados por leyes que en algún sentido son de su propia creación –son creadas y puestas en
práctica, digamos, por el voto o por representantes electos. Las leyes de ese estado expresan entonces
la voluntad de los ciudadanos que están sometidos a ellas. La idea, entonces, es que la fuente de la
autoridad política legítima no es externa a sus ciudadanos sino interna a ellos, interna a ‘la voluntad
popular’. Porque el cuerpo político creó y promulgó esas leyes para sí mismo, entonces puede ser
sometido a ellas. Un estado autónomo es entonces un estado donde la autoridad de sus leyes reside en
la voluntad de la gente de ese estado, en vez de en la voluntad de gente externa al estado, como
cuando un estado impone leyes a otro durante una ocupación o colonización. En este último caso, las
leyes no tienen autoridad legítima sobre esos ciudadanos.

De manera similar, podemos considerar libre a una persona cuando está sometida sólo a su propia
voluntad y no a la de otro. Sus acciones expresan entonces su propia voluntad y no la voluntad de
alguien o algo más. La autoridad de los principios que rigen su voluntad tampoco es entonces externa a
su voluntad; viene del hecho de que la persona los quiso voluntariamente. Por lo tanto la autonomía,
cuando se aplica a un individuo, asegura que la fuente de la autoridad de los principios que lo rigen
está en su propia voluntad. La postura de Kant puede ser vista como la postura de que la ley moral es
justamente ese principio. Por ello, la ‘legitimidad moral’ del IC está basada en que es una expresión de
la voluntad racional de cada persona. Es porque la razón de cada persona es la legisladora y la
ejecutora de la ley moral que ésta tiene autoridad sobre ella.

Kant sostiene que la idea de una voluntad autónoma emerge de la consideración de la idea de una
voluntad que es libre “en un sentido negativo”. El concepto de voluntad racional es el de una voluntad
que opera respondiendo a razones. Este es, primeramente, el concepto de una voluntad que no opera
por medio de la influencia de factores externos a esta disposición de respuesta a razones. Que una
voluntad sea libre significa entonces que su operar no es forzado ni físico ni psicológicamente. Por lo
tanto, sus elecciones hechas en base a obsesiones o desórdenes del pensamiento no son libres en este
sentido negativo. Pero también, para Kant, una voluntad que opera por medio de ser determinada a
través de la operación de leyes naturales, como las de la biología o la psicología, no puede ser
considerada como operando respondiendo a razones. Por ello, la determinación por leyes naturales es
conceptualmente incompatible con ser libre en un sentido negativo.

Un movimiento crucial en la argumentación de Kant es su afirmación de que una voluntad racional no


puede actuar sino "bajo la Idea" de su propia libertad (4:448). La expresión 'actuar bajo la Idea de
libertad' es fácilmente interpretable equivocadamente*. No significa que una voluntad racional deba
creer que es libre, dado que para Kant los deterministas son tan libres como los libertarios. De hecho,
Kant se sale de la senda en su obra más famosa, la Crítica de la Razón Pura, para discutir que no
tenemos base racional para creer que nuestras voluntades son libres. Esto involucraría, dice, atribuirle
una propiedad a nuestras voluntades que ellas tendrían que tener como 'cosas en sí mismas' aparte del
mundo de las apariencias causalmente determinado. De tales cosas, insiste, no podemos tener
conocimiento. Por casi la misma razón, Kant no afirma que una voluntad racional no puede operar sin
sentirse libre. Los sentimientos, aún el sentimiento de operar libremente o la 'relajación' al actuar a la
que se refiere Hume, no pueden ser usados en un argumento a priori para establecer el IC, dado que
son datos empíricos.

Una manera útil de comprender el actuar 'bajo la Idea de libertad' es por analogía con el actuar 'bajo
la Idea' de que hay propósitos en la naturaleza: Aunque no existe, según Kant, ninguna base racional
para la creencia de que el mundo natural está (o no) dispuesto según algún propósito por un
Diseñador, de hecho las prácticas de la ciencia muchas veces requieren buscar el propósito de tal o cual
químico, órgano, criatura, ambiente, etc. Así, uno se compromete en estas ciencias naturales buscando
propósitos en la naturaleza. Aún así, cuando un biólogo evolucionista, por ejemplo, busca el propósito
de algún órgano en alguna criatura, no quiere decir después de todo que por eso crea que la criatura
fue diseñada de ese modo por, por ejemplo, una Deidad. Ni experimenta el sentimiento de 'diseño' en la
criatura. Decir que el biólogo ‘actúa bajo la Idea de’ diseño es decir algo acerca de la práctica de la
biología: Practicar la biología involucra buscar los propósitos de las partes de los organismos vivos. De
modo muy semejante, aunque no hay justificación racional para la creencia de que nuestras
voluntades son (o no) libres, la práctica real de deliberación y decisión prácticas consiste en una
búsqueda de la cadena causal correcta de cual sea el origen –consiste entonces en buscar ser las
causas primeras de las cosas, exhaustiva y enteramente por medio del ejercicio de la propia voluntad.

Kant dice que una voluntad que no puede ejercerse a sí misma excepto bajo la Idea de su propia
libertad es libre desde un punto de vista práctico (im practischer Absitch). Al decir que tales voluntades
son libres desde un punto de vista práctico, está diciendo que al comprometerse en empresas prácticas
–intentar decidir qué hacer, de qué responsabilizarse uno mismo y responsabilizar a los demás, y así–
uno está justificado en atenerse a todos los principios a los cuales estarían justificadas de atenerse
voluntades que son voluntades libres autónomas. Así, una vez que hemos establecido el conjunto de
prescripciones, reglas, leyes y directivas que regirían una voluntad autónoma libre, entonces nos
atenemos justamente a este mismo conjunto de prescripciones, reglas, leyes y directivas. Y uno está
justificado en esto porque la agencia racional sólo puede operar mediante la búsqueda de ser la causa
primera de sus acciones, y estas son las prescripciones, etc, de ser una causa primera de la acción. Por
lo tanto, los agentes racionales son libres en un sentido negativo en tanto se trate de un asunto
práctico.

Crucialmente, las voluntades racionales que son negativamente libres deben ser autónomas, o eso
argumenta Kant. Esto es porque la voluntad es un tipo de causa –la voluntad causa la acción. Kant
tomó de Hume la idea de que la causación implica regularidades universales: si x causa y, entonces hay
alguna ley universal válida que relaciona a las Xs con las Ys. Así, si mi voluntad es la causa de mi
endo*entonces
7 lendo* está conectado al tipo de voluntad con el que me comprometo mediante
alguna ley universal. Pero no puede ser una ley natural, como una ley psicológica, física, química o
biológica. Estas leyes, que para Kant también eran universales, gobiernan los movimientos de mi
cuerpo, el funcionamiento de mi cerebro y mi sistema nervioso, y la operación de mi entorno y sus
efectos en mí como ser material. Pero no pueden ser las leyes que gobiernen la operación de mi
voluntad; eso, según Kant ya ha argumentado, es inconsistente con la libertad de mi voluntad en un
sentido negativo. Así, la voluntad opera de acuerdo a una ley universal, aunque no una creada por la
naturaleza, sino una cuyo autor u origen soy yo mismo. Y eso quiere decir que, al ver mi voluntad de
7como una causa negativamente libre de mi endodebo
7 ver a la voluntad como la causa autónoma
de que mi do*como
7 causando que yo haya hecho por medio de cierta ey que yo, en tanto soy una
voluntad racional, establezco para mi voluntad.

Así, según argumenta Kant, una voluntad racional, en tanto racional, es una voluntad que se ajusta a sí
misma a aquellas leyes válidas para cualquier voluntad racional. Dirigido a voluntades
imperfectamente racionales como las nuestras, esto se vuelve un imperativo: 'Ajusta tu acción a una
ley universal no natural'. Kant asumió que había cierta conexión entre este requerimiento formal y la
formulación del IC que nos dice 'Actúa como si la máxima de tu acción fuera a volverse por tu voluntad
una ley universal de la naturaleza'. Pero, como los comentaristas han notado largamente (ver, por
ejemplo, Hill, 1992) no es claro cuál es el nexo entre la afirmación de que las voluntades racionales
autónomas se ajustan a sí mismas a aquello que las leyes universalmente válidas requieran, y la
afirmación, más sustancial y controvertida, de que uno debe evaluar sus máximas de acuerdo a las
formas implicadas por la formulación de la ley universal de la naturaleza.

Kant parece no haber reconocido la brecha existente entre la ley de una voluntad racional autónoma y
el IC, pero aparentemente estaba insatisfecho con la argumentación que establece el IC en la
Fundamentación III por otra razón, a saber, el hecho de que no prueba que realmente seamos libres.

En la Crítica de la Razón Práctica afirma que es simplemente un 'hecho de razón' (Factum der
Vernunft) el que nuestras voluntades estén regidas por el IC, y utiliza esto para argumentar que
nuestras voluntades son autónomas. Entonces, mientras que en la Fundamentación Kant argumenta a
partir de un dudoso argumento por nuestra autonomía a nuestro estar regidos por la ley moral, en la
segunda Crítica argumenta desde la aserción frontal de que estamos regidos por la ley moral que hace
posible nuestra autonomía*.

El aparente fracaso del argumento de Kant para establecer la autonomía de la voluntad, y por tanto la
autoridad de las demandas morales sobre nosotros, no ha disuadido a sus seguidores de intentar
cumplir este proyecto. Una estrategia preferida en los últimos tiempos ha sido buscar ayuda en los
argumentos de la Fundamentación II. El propio Kant afirmó repetidamente que estos argumentos son
meramente analíticos e hipotéticos. Las conclusiones son entonces totalmente compatibles con la
moralidad como un “mero fantasma del cerebro”, en sus propias palabras. (4:445). Claramente Kant
considera que él mismo ha establecido que los agentes racionales como nosotros debemos tomar los
medios para nuestros fines, dado que esto es analítico en la agencia racional. Pero hay un abismo
entre esta afirmación analítica y la supuesta conclusión sintética de que la agencia racional también
requiere conformidad con un principio de razón práctica como el IC –posterior, y no basado en el deseo.
No obstante, algunos ven en la Fundamentación II argumentos que establecerían justamente esto.
Estas estrategias involucran una nueva lectura ‘teleológica’ de la ética kantiana basada en el
establecimiento de la existencia de un valor absoluto o un ‘fin en sí mismo’. Comienzan con la propia
asunción de Kant de que existe tal fin en sí mismo si y sólo si existe un imperativo categórico rigiendo a
todos los agentes racionales como tales. Si esta asunción es verdadera, entonces si se puede en bases
independientes probar que hay algo que es un fin en sí mismo, se puede tener un argumento para un
imperativo categórico. Una estrategia así, preferida por Korsgaard (1996) y Wood (1999) descansa en
el aparente argumento de Kant de que la Humanidad es un fin en sí misma. Guyer, por el contrario, ve
un argumento por la libertad como un fin en sí misma (Guyer 2000). Ambas estrategias han enfrentado
escollos textuales y filosóficos. Por ejemplo, se requiere una considerable fineza interpretativa para
explicar la cruda insistencia de Kant acerca de la prioridad de los principios y la ley sobre el bien, en la
segunda Crítica. (5:57-67)

11. Virtud y vicio

Kant define a la virtud como “la fuerza moral de la voluntad de un “ser humano” al cumplir su deber”
(6:405) y el vicio como una inmoralidad por principio. (6:390) Esta definición parece poner en
contradicción las posturas de Kant sobre la virtud con visiones clásicas como la de Aristóteles, en varios
aspectos importantes.
En primer lugar, el examen kantiano de la virtud presupone un examen previo del deber moral.
Entonces, en vez de tratar los rasgos admirables de carácter como algo más básico que las nociones de
conducta correcta o incorrecta, Kant considera a la virtud como explicable sólo en términos de un
examen previo del comportamiento moral o obediente. Kant no trata de entender qué forma tiene un
buen carácter y luego sobre esa base deriva conclusiones sobre cómo debemos actuar. Él establece los
principios de la conducta moral basado en su examen filosófico de la agencia racional, y luego sobre
esa base define la virtud como el rasgo de actuar de acuerdo a esos principios.

En segundo lugar, para Kant la virtud es una fortaleza de la voluntad, y por lo tanto no surge como el
resultado de inculcar una ‘segunda naturaleza’ mediante un proceso de habituación o entrenamiento
para actuar o sentir de cierta forma. Es de hecho una disposición, pero una disposición de la propia
voluntad, no de emociones, sentimientos, deseos o algún otro rasgo de la naturaleza humana que
pueda ser pasible de habituación. Además, la disposición es a superar obstáculos al comportamiento
moral que Kant creyó que eran rasgos de la naturaleza humana imposibles de erradicar. Así, la virtud
parece estar mucho más cerca de lo que Aristóteles hubiera considerado un rasgo menor, a saber, la
continencia o el autocontrol.

En tercer lugar, al ver la virtud como un rasgo basado en principios morales, y el vicio como una
transgresión por principio a la ley moral, Kant se veía a sí mismo como rechazando exhaustivamente lo
que consideraba la visión aristotélica de que una virtud es un medio entre dos vicios. La visión
aristotélica, según Kant, asume que la virtud difiere del vicio sólo en términos de grado, en vez de en
términos de los diferentes principios que cada uno involucra. (6:404, 432) Pero la prodigalidad y la
avaricia, por ejemplo, no difieren por ser demasiado laxas o no suficientemente laxas con respecto a
los medios de alguien. Difieren en que el pródigo actúa basado en el principio de adquirir medios con la
única intención del disfrute, mientras que el avaro actúa sobre el principio de adquirir medios con la
única intención de poseerlos.

En cuarto lugar, en las posturas clásicas la distinción entre virtudes morales y no morales no es
particularmente significativa. Una virtud es algún tipo de excelencia del alma, pero uno se encuentra
con que los teóricos clásicos tratan al ingenio y la amistad al mismo nivel que el coraje y la justicia.
Dado que Kant sostiene que la virtud moral podría ser un rasgo basado en un principio moral, la
frontera entre virtudes morales y no morales no podría ser más tajante. Aún así, Kant demuestra un
notable interés en las virtudes no morales; de hecho, gran parte de la Antropología está dedicada a
tratar la naturaleza y las fuentes de una variedad de rasgos de carácter, tanto morales como no
morales.
En quinto lugar, la virtud no puede ser un rasgo de seres divinos, si es que los hay, dado que es el poder
de superar obstáculos que no estaría presente en ellos. Esto no quiere decir que ser virtuoso sea ser el
vencedor en una guerra constante y permanente contra impulsos malignos inerradicables. La
moralidad es un 'deber' para los seres humanos porque es posible (y reconocemos que es posible) para
nuestros deseos e intereses dirigirse en sentido contrario a sus demandas. Si todos nuestros deseos e
intereses alguna vez estuvieran entrenados de manera tan cuidadosa que se ajustaran totalmente a lo
que la moralidad realmente exige de nosotros, esto no cambiaría en lo más mínimo el hecho de que la
moralidad sigue es aún un deber para nosotros. Porque aún si esto pasase, no cambiaría el hecho de
que todos y cada uno de nuestros deseos e intereses podría haberse dirigido en sentido contrario a la
ley moral. Y es el hecho de que pueden entrar en conflicto con la ley moral, no el hecho de que
realmente estén en conflicto con ella, lo que hace al deber una restricción, y por tanto a la virtud
esencialmente un rasgo que concierne a la restricción.

En sexto lugar, la virtud, aunque es importante, no tiene un lugar de privilegio en el sistema kantiano
en otros aspectos. Por ejemplo, Kant sostiene que la falta de virtud es compatible con la posesión de
buena voluntad. (6:408) Que uno actúe por deber, aún repetida y confiablemente, puede entonces ser
compatible con la ausencia de la fortaleza moral para superar intereses y deseos contrarios. De hecho,
muchas veces puede no ser ningún desafío cumplir el propio deber por el deber mismo. Alguien con
buena voluntad, que esté genuinamente comprometido con el deber por el deber mismo, puede
simplemente no encontrarse nunca con una tentación que revele su falta de fortaleza para seguir
adelante con su compromiso. Dicho esto, Kant también parecería sostener que si un acto es de genuino
valor moral, debe ser motivado por la clase de pureza de motivación alcanzable sólo a través de una
permanente y casi religiosa conversión o "revolución" en la orientación de la voluntad del tipo de la
descripta en la Religión. Kant describe aquí la condición humana como algo en lo que no se da
prioridad decisiva a las exigencias de la moralidad sobre la felicidad. Hasta que uno alcanza un cambio
permanente en la orientación de la voluntad a este respecto, una revolución en la que la corrección
moral es la condición innegociable de cualquiera de las propias búsquedas, todas las acciones propias
que están de acuerdo con el deber carecen sin embargo de valor moral, sin importar qué más pueda
decirse de ellas. Sin embargo, aún esta revolución en la voluntad debe ser seguida de un reforzamiento
gradual y de por vida de la propia voluntad de poner en práctica esta revolución. Esto sugiere que la
visión considerada de Kant es que una buena voluntad es una voluntad en la cual esta revolución de
prioridades ha sido lograda, mientras que una voluntad virtuosa es aquella con la fortaleza para
superar obstáculos en sus manifestaciones en la práctica.
Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Immanuel Kant

Prólogo

La antigua filosofía griega se divide en tres ciencias: la física, la ética y la lógica. Esta división
de adecuá perfectamente a la naturaleza del asunto y no hay nada que corregir en ella, a no ser añadir
el principio en el que se fundamenta, para cerciorarse así de que efectivamente es completa y poider
determinar exactamente las necesidades subdivisiones.

Todo conocimiento racional es, o bien material y se refiere a algún objeto, o bien es formal, y se
ocupa solamente de la forma del entendimiento y de las reglas universales del pensamiento en
general, sin distinción de objetos. La filosofía formal se llama lógica, mientras que la filosofía material
que se refiere a objetos determinados y sus leyes, se divide en dos: Porque en estas leyes de la libertad.
La ciencia de las primeras es la física, la de las segundas, éticas. Aquéllas también se llaman teoría de
la naturaleza, y ésta, teoría de la costumbre.

Tanto la filosofía natural, como la filosofía moral, pueden tener cada una su parte empírica,
porque aquélla debe determinar las leyes de la naturaleza en cuanto objeto de la experiencia, mientras
que ésta debe hacer lo mismo con las de la voluntad del hombre en la medida en que es afectada por la
naturaleza; las primeras se consideran leyes por las que suceden los fenómenos, y las segundas, leyes
según las cuales suelen /deben suceder determinados fenómenos, aunque, sin embargo, se examinan
las condiciones por las cuales muchas veces no suceden.

Pueden llamarse empírica a toda filosofía que se apoya en fundamentos de la experiencia, pero
la que presenta sus teorías derivándolas exclusivamente de principios a priori se llama filosofía pura.
Esta última, cuando es meramente formal, se llama lógica; pero si se limita a ciertos objetos del
entendimiento entonces se llama metafísica.

De esta manera se origina la idea de una doble metafísica, una metafísica de la naturaleza de
las costumbres. Por consiguiere, la física tendrá su parte empírica, pero también una parte racional. La
ética, igual, aunque aquí la parte empírica puede llamarse concretamente antropología práctica,
mientras que la parte racional es la moral propiamente dicha.
Puesto que mi intención aquí se dirige solamente a la filosofía moral, limitaré la cuestión
mencionada anteriormente a la siguiente pregunta ¿ no se cree que es de la más urgente necesidad
elaborar de una vez por todas una filosofía moral pura que esté completamente limpia de todo cuanto
pueda ser empírico y pertenezca a la antropología? Pues, en efecto, que tiene que haber una filosofía
así resulta evidente por la idea común del deber y de las leyes morales. Todo el mundo debe admitir
que una ley, si ha de poseer un valor moral, es decir, como fundamento de una obligatoriedad, debe
incluir una necesidad absoluta; que el mandato no debes mentor no posee una validez limitada a los
hombres como si pudieran desentenderse de él otros seres racionales (y así con las demás leyes
propiamente morales); que, por consiguiente, el fundamento de la obligatoriedad no debe buscarse en
la naturaleza humana o en las circunstancias del universo que rodean al hombre, sino a priori,
exclusivamente en conceptos de la razón pura y que cualquier otro precepto que se fundamenta en
principios de la mera experiencia (incluso un precepto en cierto sentido universal pero que descanse,
aunque sea en una mínima parte – por lo que atañe a su motivación- en un basamento empírico) podrá
considerarse, en todo caso, una regla práctica, pero nunca una ley moral.

Así pues, las leyes morales y sus principios se diferencian, por lo que se refiere al conocimiento
práctico, de cualquier otro conocimiento que contenga algo empírico, lo que resulta esencial, además,
porque toda la filosofía moral descansa completamente en su parte pura, y, cuando es aplicada al
hombre, no toma absolutamente nada del conocimiento de éste (antropología), sino que le da, como a
un ser racional que es, leyes a priori.

No basta con que lo que debe ser moralmente bueno sea conforme a la ley moral sino que tiene
que suceder por la ley moral, pues, de lo contrario, esa conformidad será muy contingente e incierta y
puede no evitar que un fundamento inmoral pueda producir a veces acciones conforme a la ley,
aunque más a menudo las produzca contrarias a ella. Ahora bien, la ley moral en su pureza y
legitimidad (que son lo más importante en el terreno de lo práctico) no puede buscarse más que en una
filosofía pura, por lo que ésta (metafísica) deberá colocarse en primer lugar, y sin ella no podrá haber
filosofía moral ninguna; e incluso aquella filosofía que mezcla principios puros con principios empíricos
no merece el nombre de filosofía y mucho menos aún el de filosofía moral, porque justamente con esa
mezcla de principios se menoscaba la pureza de la moralidad y se trabaja en contra de su propio fin.
Capítulo primero

Tránsito del conocimiento moral común de la razón al conocimiento filosófico

Ni en el mundo ni, en general, fuera de él es posible pensar nada que pueda ser considerado
bueno sin restricción, excepto una buena voluntad. El entendimiento, el ingenio, la facultad de
discernir, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; o el valor, la decisión, la constancia en
los propósitos como cualidades del temperamento son, sin duda, buenos y deseables en muchos
sentidos, aunque también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad
que debe hacer uso de estos dones de la naturaleza y cuya constitución se llama propiamente
carácter no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, el honor,
incluso la salud y la satisfacción y alegría con la propia situación personal, que se resume en el
término , dan valor, y tras él a veces arrogancia. Si no existe una buena voluntad que dirija y
acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio general de la acción; por
no hablar de que un espectador racional imparcial, al contemplar la ininterrumpida prosperidad de
un ser que no ostenta ningún rasgo de una voluntad pura y buena, jamás podrá llegar a sentir
satisfacción, por lo que la buena voluntad parece constituir la ineludible condición que nos hace
dignos de ser felices.

Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar bastante
su trabajo, pero no tienen ningún valor interno absoluto, sino que presuponen siempre una buena
voluntad que restringe la alta estima que solemos tributarles (por lo demás, con razón) y no nos
permite considerarlas absolutamente buenas. La moderación en afectos y pasiones, el dominio de
sí mismo, la sobria reflexión, no son buenas solamente en muchos aspectos, sino que hasta parecen
constituir una parte del valor interior de la persona, no obstante lo cual están muy lejos de poder
ser definidas como buenas sin restricción (aunque los antiguos las consideraran así
incondicionalmente). En efecto, sin los principios de una buena voluntad pueden llegar a ser
extraordinariamente malas, y la sangre fría de un malvado no sólo lo hace mucho más peligroso
sino mucho más despreciable ante nuestros ojos de lo que sin eso podría considerarse.

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice ni por su aptitud para alcanzar
algún determinado fin propuesto previamente, sino que sólo es buena por el querer, es decir, en sí
misma, y considerada por sí misma es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por
medio de ella pudiéramos realizar en provecho de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de
todas las inclinaciones. Aunque por una particular desgracia del destino o por la mezquindad de
una naturaleza madrastra faltase completamente a esa voluntad la facultad de sacar adelante su
propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la
buena voluntad (desde luego no como un mero deseo sino como el acopio de todos los medios que
están en nuestro poder), aun así esa buena voluntad brillaría por sí misma como una joya, como
algo que en sí mismo posee pleno valor. Ni la utilidad ni la esterilidad pueden añadir ni quitar nada
a este valor. Serían, por así decir, como un adorno de reclamo para poder venderla mejor en un
comercio vulgar o llamar la atención de los pocos entendidos, pero no para recomendarla a
expertos y determinar su valor.

Sin embargo, hay algo tan extraño en esta ideal del valor absoluto de la mera voluntad sin
que entre en consideración ningún provecho al apreciarla, que, al margen de su conformidad con la
razón común, surge inevitablemente la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea
simplemente una sublime fantasía y que quizá hayamos entendido erróneamente el propósito de la
naturaleza al haber dado a nuestra voluntad la razón como directora. Por ello vamos a examinar
esta idea desde este punto de vista.

Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, es decir,
adecuado teleológicamente para la vida, no se encuentra ningún instrumento dispuesto para un fin
que no sea el más propio y adecuado para dicho fin. Ahora bien, si en un ser dotado de razón y de
voluntad el propio fin de la naturaleza fuera su conservación, su mejoramiento y, en una palabra, su
felicidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura
como la encargada de llevar a cabo su propósito. En efecto, todas las acciones que en este sentido
tiene que realizar la criatura, así como la regla general de su comportamiento, podrían haber sido
dispuestas mucho mejor a través del instinto, y aquel fin podría conseguirse con una seguridad
mucho mayor que la que puede alcanzar la razón; y si ésta debió concederse a la venturosa criatura,
sólo habría de servirle para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para
admirarla, regocijarse con ella y dar las gracias a la causa bienhechora por ello pero no para
someter su facultad de desear a esa débil y engañosa tarea y malograr la disposición de la
naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la razón se volviese hacia su uso
práctico y tuviese la desmesura de pensar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo
de la felicidad y de los medios que conducen a ella; la naturaleza habría recobrado para sí no sólo la
elección de los fines sino también de los medios mismos, entregando ambos al mero instinto con
sabia precaución.

En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de
gozar de la vida y alcanzar la felicidad, tanto más se aleja el hombre de la verdadera satisfacción,
por lo cual muchos, y precisamente los más experimentados en el uso de la razón, acaban por
sentir, con tal de que sean suficientemente sinceros para confesarlo, cierto grado de misología u
odio a la razón, porque tras hacer un balance de todas las ventajas que sacan, no digo ya de la
invención de todas las artes del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias (que al fin y al cabo les
parece un lujo del entendimiento), hallan, sin embargo, que se han echado encima más penas que
felicidad hayan podido ganar, y, más que despreciar, envidian al hombre común, que es más
propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia
en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta
declaran inferiores a cero las elogiosas ponderaciones de los grandes provechos que la razón nos
proporciona de cara a la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos
o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo, sino que en tales juicios está implícita
la idea de otro propósito de la existencia mucho más digno, para el cual, no para la felicidad, está
destinada propiamente la razón; y ante ese fin como suprema condición deben inclinarse casi todos
los fines particulares del hombre.

En efecto, como la razón no es bastante apta para dirigir de un modo seguro a la voluntad
en lo que se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades (que en parte
la razón misma multiplica), pues a tal fin nos habría conducido mucho mejor un instinto natural
congénito; como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad
práctica, es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el
destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual
sentido, como medio, sino buena en sí misma, cosa para la cual la razón es absolutamente
necesaria, si es que la naturaleza ha procedido por doquier con un sentido de finalidad en la
distribución de las capacidades. Esta voluntad no ha de ser todo el bien ni el único bien, pero ha de
ser el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso del deseo de felicidad, en cuyo caso se
puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el cultivo de
la razón, necesario para aquel fin primero e incondicionado, restringe de muchas maneras, por lo
menos en esta vida. La consecución del segundo fin, siempre condicionado, que es la felicidad, sin
que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista, porque la razón, que
reconoce su destino práctico supremo en la fundamentación de una voluntad buena, no puede
sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción especial, a saber, la que nace
de la realización de un fin determinado solamente por la razón, aunque ello tenga que ir unido a
algún perjuicio para los fines de la inclinación.

Para desarrollar el concepto de una buena voluntad, digna de ser estimada por sí misma y
sin ningún propósito exterior a ella , tal como se encuentra ya en el sano entendimiento natural,
que no necesita ser enseñado sino más bien ilustrado ; para desarrollar este concepto que se halla
en la cúspide de toda la estimación que tenemos de nuestras acciones y que es la condición de todo
lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena,
aunque bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos que, sin embargo, lejos de ocultarlo y
hacerlo incognoscible, lo hacen resaltar por contraste y aparecer con mayor claridad.
Prescindo aquí de todas aquellas acciones ya conocidas como contrarias al deber, aunque en
este o aquel sentido puedan ser útiles, pues en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden
suceder por deber, ya que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que,
siendo realmente conformes al deber, no son aquellas acciones por las cuales siente el hombre una
inclinación inmediata, sino que las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto,
en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por
deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es
conforme al deber y el sujeto tiene, además, una inclinación inmediata por ella. Por ejemplo, es
conforme al deber, desde luego, que el comerciante no cobre más caro a un comprador inexperto, y
en los sitios donde hay mucho comercio el comerciante avispado no lo hace, en efecto, sino que
mantiene un precio fijo para todos en general, de forma que un niño puede comprar en su tienda
tan bien como otro cualquiera. Así pues, uno es servido honradamente, pero esto no es ni mucho
menos suficiente para creer que el comerciante haya obrado así por deber o por principios de
honradez: lo exigía su provecho. Tampoco es posible admitir además que el comerciante tenga una
inclinación inmediata hacia los compradores, de manera que por amor a ellos, por decirlo así, no
haga diferencias a ninguno en el precio. Por consiguiente, la acción no ha sucedido ni por deber ni
por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.

En cambio, conservar la propia vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata
inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los
hombres pone en ello no tiene un valor interno, y la máxima que rige ese cuidado carece de
contenido moral. Conservan su vida en conformidad con el deber, pero no por deber. En cambio,
cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la
vida, si este infeliz, con ánimo fuerte y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y
aun deseando la muerte, conserva su vida sin amarla sólo por deber y no por inclinación o miedo,
entonces su máxima sí tiene un contenido moral.

Ser benéfico en la medida de lo posible es un deber. Pero, además, hay muchas almas tan
llenas de conmiseración que encuentran un íntimo placer en distribuir la alegría a su alrededor sin
que a ello les impulse ningún motivo relacionado con la vanidad o el provecho propio, y que pueden
regocijarse del contento de los demás en cuanto que es obra suya. Pero yo sostengo que, en tal
caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean,
no tienen, sin embargo, un verdadero valor moral y corren parejos con otras inclinaciones, por
ejemplo con el afán de honores, el cual, cuando por fortuna se refiere a cosas que son en realidad
de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas, merece alabanzas y estímulos,
pero no estimación, pues la máxima carece de contenido moral, esto es, que tales acciones no sean
hechas por inclinación sino por deber.
Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo estuviera nublado por un dolor propio que
apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos además, que le quedara
todavía capacidad para hacer el bien a otros miserables, aunque la miseria ajena no le conmueve
porque le basta la suya para ocuparle; si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello,
sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, solo
por deber, entonces y sólo entonces posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún:
un hombre a quien la naturaleza haya puesto poca simpatía en el corazón; un hombre que, siendo
por lo demás honrado, fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso
porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y
supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente en los demás; un hombre como éste
(que no sería seguramente el peor producto de la naturaleza), desprovisto de cuanto es necesario
para ser un filántropo, ¿no encontraría en sí mismo, sin embargo, cierto germen capaz de darle un
valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí!
Precisamente en ello estriba el valor del carácter que, sin comparación, es el más alto desde el
punto de vista moral: en hacer el bien no por inclinación sino por deber.

Asegurar la felicidad propia es un deber, al menos indirecto, pues el que no está contento
con su estado, el que se ve apremiado por muchas tribulaciones sin tener satisfechas sus
necesidades, puede ser fácilmente víctima de la tentación de infringir sus deberes. Pero, aun sin
referimos aquí al deber, ya tienen todos los hombres por sí mismos una poderosísima e íntima
inclinación por la felicidad, porque justamente en esta idea se resume la totalidad de las
inclinaciones. Pero puesto que el precepto de la felicidad está la mayoría de las veces constituido
de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y el hombre no puede hacerse un
concepto seguro y determinado de esa suma de satisfacciones resumidas bajo el nombre general
de , no es de admirar que una inclinación única, bien determinada en cuanto a lo que ordena y al
tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer a aquella idea tan vacilante, y que algunos hombres
(por ejemplo, uno que sufra de la gota) puedan preferir disfrutar de lo que les agrada y sufrir lo que
sea preciso, porque, por lo menos según su apreciación momentánea, no desean perder el goce del
momento presente por atenerse a las esperanzas (acaso infundadas) de una felicidad que se
encuentra en la salud. Pero aun en este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad no
determine su voluntad, aunque la salud no entre para él tan necesariamente en los términos de su
apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los demás casos, una ley, a saber: la de
procurar cada cual su propia felicidad no por inclinación sino por deber, y sólo entonces tiene su
conducta un verdadero valor moral.

Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que
amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor como inclinación no puede ser mandado,
pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una
aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la
voluntad y no en una tendencia de la sensación, amor que se fundamenta en principios de la acción
y no en la tierna compasión, y que es el único que puede ser ordenado.

La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber no tiene su valor moral en el
propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta:
no depende pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer
según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear.
Por lo anteriormente dicho se ve claramente que los propósitos que podamos tener al realizar las
acciones, y los efectos e éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden
proporcionar a las acciones ningún valor absolutamente moral. Así pues, ¿dónde puede residir este
valor, ya que no debe residir en la relación de la voluntad con los efectos esperados? No puede
residir más que en el principio de la voluntad. prescindiendo de los fines que puedan realizarse por
medio de la acción, pues la voluntad situada entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a
posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y puesto que ha de ser
determinada por algo, tendrá que serlo por el principio formal del querer en general cuando una
acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído.

La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, yo la formularía de esta manera:


el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por ejemplo, como efecto de la acción
que me propongo realizar, puedo tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un
efecto y no una actividad de la voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, sea mía o
de cualquier otro, no puedo tener respeto; a lo sumo, puedo aprobarla en el primer caso, y en el
segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla favorable a mi propio provecho. Pero objeto
de respeto, y en consecuencia un mandato, solamente puede serlo aquello que se relaciona con mi
voluntad sólo como fundamento y nunca como efecto, aquello que no está al servicio de mi
inclinación sino que la domina, o al menos la descarta por completo en el cómputo de la elección,
esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada por deber tiene que excluir completamente,
por tanto, el influjo de la inclinación, y con éste, todo objeto de la voluntad. No queda, pues, otra
cosa que pueda determinar la voluntad más que, objetivamente, la ley, y subjetivamente, el respeto
puro a esa ley práctica, y, por lo tanto, la máxima (Máxima: es el principio subjetivo del querer; el
principio objetivo es la ley práctica) de obedecer siempre a esa ley, incluso con perjuicio de todas
mis inclinaciones.

Así pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco,
por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante
en ese efecto esperado. Pues todos esos efectos (el agrado por el estado propio, incluso el
fomento de la felicidad ajena) pueden realizarse por medio de otras causas, y no hace falta para
ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el
bien supremo y absoluto. Por lo tanto, ninguna otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí
misma (que desde luego no se encuentra más que en un ser racional ) en cuanto que ella, y no el
efecto esperado, es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan
excelente que llamamos bien moral, el cual está ya presente en la persona misma que obra según
esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción. (Podría objetárseme que, bajo el
nombre de respeto busco refugio en un oscuro sentimiento en lugar de dar una solución clara a la
cuestión por medio de un concepto racional. Pero aunque el respeto es, efectivamente un
sentimiento, no es un sentimiento recibido del exterior por medio de un influjo, sino
espontáneamente autogenerado a través de un concepto de la razón y, por lo tanto,
especificamnete distinto de todos los sentimientos de la primera clase, que pueden reducirse a
inclinación o medio. Lo que yo reconozco inmediatamente para mi como una ley lo reconozco con
respeto, y este respeto significa solamente la conciencia de la subordinación de mi voluntad a una
ley, sin la mediación de otros influjos en mi sentir. La determinación inmediata de la voluntad por la
ley y la conciencia de la misma se llama respeto, de manera que éste es considerado efecto de la ley
sobre el sujeto y no causa. Propiamente es respeto la representación de un valor que menoscaba el
amor que me tengo a mi mismo. Por consiguiente, es algo que no se considera ni como objeto de la
inclinación ni como objeto de temor, aun cuando tiene algo de análogo con ambos a un mismo
tiempo. El objeto del respeto es pues, exclusivamente la ley, esa ley que nos imponemos a nosotros
mismos, y, no obstante, como necesaria en si misma. Como ley que es, estamos sometidos a ella sin
tener que consultar al egoísmo. Como impuesta por nosotros mismos es sin embargo, una
consecuencia de nuestra voluntad.)

Ahora bien, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se
espera de ella, tiene que determinar la voluntad para que ésta pueda llamarse, sin ninguna
restricción, absolutamente buena? Puesto que he sustraído la voluntad a todos los impulsos que
podrían apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la legalidad universal de las
acciones en general (que debe ser el único principio de la voluntad); es decir, yo no debo obrar
nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima se convierta en ley universal. Aquí, la
mera legalidad en general (sin poner como fundamento ninguna ley adecuada a acciones
particulares) es la que sirve de principio a la voluntad, y así tiene que ser si el deber no debe
reducirse a una vana ilusión y un concepto quimérico: y con todo esto coincide perfectamente la
razón común de los hombres en sus juicios prácticos, puesto que el citado principio no se aparta
nunca de sus ojos.

Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me encuentro en un apuro,
hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede
comportar la significación de la pregunta de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una
falsa promesa. Lo primero puede suceder, sin duda, muchas veces. Ciertamente veo con gran
claridad que no es bastante el librarme, por medio de ese recurso, de una dificultad presente, sino
que hay que considerar detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa mentira contratiempos
mucho más graves que éstos que ahora consigo eludir; y como las consecuencias, a pesar de cuanta
astucia me precie de tener, no son tan fácilmente previsibles que no pueda suceder que la pérdida
de la confianza en mí sea mucho más desventajosa para mí que el daño que pretendo evitar ahora,
habré de considerar si no sería más sagaz conducirme en este asunto según una máxima universal y
adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el propósito de cumplirlo. Pero pronto veo con
claridad que una máxima como ésta solo se fundamenta en la naturaleza inquietante de las
consecuencias. Ahora bien, es cosa muy distinta ser veraz por deber o serlo por temor a las
consecuencias perjudiciales, porque, en el primer caso, el concepto mismo de la acción contiene ya
una ley para mí, mientras que en el segundo tengo que empezar observando a mi alrededor qué
consecuencias puede acarrearme la acción. Si me aparto del principio del deber, eso será malo con
seguridad, pero si soy infiel a mi máxima de la sagacidad ello puede serme provechoso a veces, aun
cuando desde luego es más seguro permanecer fiel a ella. En cambio, para resolver de la manera
más breve y sin engaño alguno la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me
bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima (salir de apuros por
medio de una promesa mentirosa) debiese valer, tanto para los demás como para mí, como ley
universal?, ¿podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se
halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que bien
puedo querer la mentira, pero no puedo querer, sin embargo, una ley universal de mentir, pues,
según esa ley, no habría ninguna promesa propiamente hablando, porque sería inútil hacer creer a
otros mi voluntad con respecto a mis futuras acciones, ya que no creerían mi fingimiento, o si, por
precipitación lo hicieran, me pagarían con la misma moneda. Por lo tanto, tan pronto como se
convirtiese en ley universal, mi máxima se destruiría a sí misma.

Con el objeto de saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno no necesito ir
a buscar muy lejos una especial penetración. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo,
incapaz de estar preparado para todos los sucesos que en él ocurren, me basta con preguntar:
¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no
por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede incluirse como
principio en una legislación universal posible. No obstante, la razón me impone un respeto
inmediato poresta legislación universal cuyo fundamento no conozco aún ciertamente (algo que
deberá indagar el filósofo), pero al menos comprendo que se trata de un valor que excede en
mucho a cualquier otro que se aprecie por la inclinación, y que la necesidad de mis acciones por
puro respeto a la ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse
cualquier otro fundamento determinante, puesto que es la condición de una voluntad buena en sí,
cuyo valor está por encima de todo.
Así pues, hemos llegado al principio del conocimiento moral de la razón común del hombre, razón
que no precisa este principio tan abstracto y en forma tan universal, pero que, sin embargo, lo tiene
continuamente delante de los ojos y lo usa como criterio en sus enjuiciamientos. Sería muy fácil
mostrar aquí cómo, con este compás en la mano, sabe distinguir perfectamente en todos los casos
que ocurren qué es bien, qué es mal, qué es conforme al deber o contrario al deber, cuando, sin
enseñarle nada nuevo, se le hace atender solamente, como hacía Sócrates, a su propio principio, y
que no hace falta ciencia ni filosofía alguna para saber qué es lo que se debe hacer para ser
honrado y bueno, y hasta sabio y virtuoso. La verdad es que podía haberse sospechado esto de
antemano: que el conocimiento de lo que todo hombre está obligado a hacer y, por tanto, también
a saber, es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más común. Y aquí puede verse, no sin
admiración, cómo en el entendimiento de juzgar prácticamente es muy superior a la de juzgar
teóricamente. En esta última, cuando la razón común se atreve a salirse de las leyes de la
experiencia y de las percepciones sensibles, cae en simples incomprensibilidades y contradicciones
consigo misma, o al menos en un caos de incertidumbre, oscuridad y vacilaciones. En cambio, la
facultad de juzgar prácticamente comienza mostrándose ante todo muy acertada cuando el
entendimiento común excluye de las leyes prácticas todo motor sensible. Después llega incluso a
tanta sutileza que puede ser que, contando con la ayuda exclusiva de su propio fuero interno,
quiera, o bien criticar otras pretensiones relacionadas con lo que debe considerarse justo, o bien
determinar sinceramente el valor de las acciones para su propia ilustración; y, lo que es más
frecuente, en este último caso puede abrigar la esperanza de acertar igual que un filósofo, y hasta
casi con más seguridad, porque el filósofo sólo puede disponer del mismo principio que el hombre
común, pero, en cambio, puede muy bien enredar su juicio en gran cantidad de consideraciones
extrañas y ajenas al asunto, apartándolo así de la dirección recta. ¿No sería entonces lo mejor
atenerse en cuestiones morales al juicio de la razón común y, a lo sumo, emplear la filosofía sólo
para exponer cómodamente, de manera completa y fácil de comprender, el sistema de las
costumbres y sus reglas para el uso (aunque más aún para la disputa) sin quitarle al entendimiento
humano común su venturosa sencillez en el terreno de lo práctico, ni empujarle con la filosofía por
un nuevo camino de investigación y enseñanza?

Gran cosa es la inocencia, pero ¡qué desgracia que no pueda conservarse bien y se deje
seducir tan fácilmente! Por eso la sabiduría misma (que consiste más en el hacer y el omitir que en
el saber) necesita de la ciencia, no para aprender de ella, sino para procurar asiento y duración a sus
preceptos. El hombre siente en sí mismo una poderosa fuerza contraria a todos aquellos
mandamientos del deber que la razón le representa muy dignos de respeto; esa fuerza contraria
radica en sus necesidades e inclinaciones. cuya satisfacción total resume bajo el nombre de . Ahora
bien, la razón ordena sus preceptos sin prometer nada a las inclinaciones, severamente y casi con
desprecio, por así decir, y total despreocupación hacia esas pretensiones tan impetuosas y a la vez
tan aparentemente espontáneas que ningún mandamiento consigue nunca anular. De aquí se
origina una dialéctica natural, esto es, una tendencia a discutir esas estrechas leyes del deber, a
poner en duda su validez, o al menos su pureza y severidad estrictas, acomodándolas en lo posible
a nuestros deseos e inclinaciones, es decir, en el fondo, a pervertirlas y privarlas de su dignidad,
cosa que al fin y al cabo la propia razón práctica común no puede aprobar en absoluto.

De esta manera, la razón humana común se ve empujada, no por necesidad alguna de


especulación (cosa que no le ocurre nunca mientras se contenta con ser simplemente una sana
razón), sino por motivos prácticos, a salir de su círculo y dar un paso en el campo de una filosofía
práctica para recibir enseñanza y clara advertencia acerca del origen de su principio y exacta
determinación del mismo, en contraposición con las máximas que radican en las necesidades e
inclinaciones. Así podrá salir de su perplejidad sobre las pretensiones de ambas partes y no corre
peligro de perder los verdaderos principios morales a causa de la ambigüedad en que fácilmente se
cae. Por consiguiente, se va tejiendo en la razón práctica común cuando se cultiva una dialéctica
inadvertida que le obliga a pedir ayuda a la filosofía, del mismo modo que sucede en el uso teórico,
con lo que ni la práctica ni la teoría encontrarán paz y sosiego más que en una crítica completa de
nuestra razón.

Capítulo segundo

Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres

En realidad es absolutamente imposible determinar por medio de la experiencia y con


absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, por lo demás conforme con el deber,
haya tenido su asiento en fundamentos exclusivamente morales y por medio de la representación
del deber. Pues a veces se da el caso de que, a pesar del examen más penetrante, no encontramos
nada que haya podido ser bastante poderoso —independientemente del fundamento moral del
deber— como para mover a tal o cual buena acción o a un gran sacrificio, sólo que de ello no
podemos concluir con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido
en realidad algún impulso secreto del egoísmo oculto tras el simple espejismo de aquella idea:
solemos preciarnos mucho de poseer algún fundamento determinante lleno de nobleza, pero es
algo que nos atribuimos falsamente. Sea como sea, y aun ejercitando el más riguroso de los
exámenes, no podemos nunca llegar por completo a los más recónditos motores de la acción,
puesto que cuando se trata del valor moral no importan las acciones, que se ven, sino sus principios
íntimos, que no se ven.

Así, por ejemplo, la pura lealtad en las relaciones de amistad no podría dejar de ser exigible a todo
hombre, aunque hasta hoy no hubiese habido ningún amigo leal, porque, como deber en general,
este deber reside, antes que en toda experiencia, en la idea de una razón que determina la
voluntad por fundamentos a priori.

En la naturaleza cada cosa actúa/mueve siguiendo ciertas leyes. Sólo un ser racional posee
la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios, pues posee una
voluntad. Como para derivar las acciones a partir de las leyes es necesaria la razón, resulta que la
voluntad no es otra cosa que razón practica. Si la razón determina indefectiblemente la voluntad de
un ser, las acciones de éste, reconocidas como objetivamente necesarias, son también
subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo
que la razón reconoce como prácticamente necesario, es decir, como bueno, independientemente
de la inclinación. Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad; si la
voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos resortes) que no siempre
coinciden con las condiciones objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente
conforme a la razón (tal y como realmente sucede en los hombres), entonces las acciones
consideradas objetivamente necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de tal
voluntad en conformidad con las leyes objetivas se denomina constricción, es decir, que la relación
de las leyes objetivas para con una voluntad no enteramente buena se representa como la
determinación de la voluntad de un ser racional por medio de fundamentos racionales, pero a los
cuales esta voluntad no es por su naturaleza necesariamente obediente.

La representación de un principio objetivo en cuanto que es constrictivo para una voluntad


se denomina mandato (de la razón), y la fórmula del mandato se llama imperativo.

Todos los imperativos se expresan por medio de un y muestran así la relación de una ley
objetiva de la razón con una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada
necesariamente por tal ley (constricción). Se dice que sería bueno hacer o dejar de hacer algo, sólo
que se le dice a una voluntad que no siempre hace lo que se le representa como bueno. Es bueno
prácticamente, en cambio, aquello que determina la voluntad por medio de representaciones de la
razón y, en consecuencia, no por causas subjetivas sino objetivas, es decir, por fundamentos que
son válidos para todo ser racional en cuanto tal. Se distingue de lo agradable en que esto último es
aquello que ejerce influjo sobre la voluntad exclusivamente por medio de la sensación, por causas
meramente subjetivas, que valen sólo para éste o aquél, sin ser un principio de la razón válido para
cualquiera.

Una voluntad perfectamente buena se hallaría, según esto, bajo leyes objetivas (del bien),
pero no podría representarse como coaccionada para realizar acciones simplemente conformes al
deber, puesto que se trata de una voluntad que, según su constitución subjetiva, sólo acepta ser
determinada por la representación del bien. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para
una voluntad santa, no valgan los imperativos: el no tiene un lugar adecuado aquí, porque ese tipo
de querer coincide necesariamente con la ley. Por eso los imperativos constituyen solamente
fórmulas para expresar la relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección
subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional, por ejemplo, de la voluntad humana.

Pues bien, todos los imperativos mandan, o bien hipotéticamente, o bien categóricamente.
Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible como medio de conseguir otra
cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería aquel que
representa una acción por sí misma como objetivamente necesaria, sin referencia a ningún otro fin.

Puesto que toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por tanto, como
necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente por la razón, resulta que todos los
imperativos son fórmulas de la determinación de la acción que es necesaria según el principio de
una voluntad buena. Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, el
imperativo es hipotético, pero si la acción es representada como buena en sí, es decir, como
necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, o sea, como un principio de tal voluntad,
entonces el imperativo es categórico.

El imperativo dice, pues, qué acción posible por mí es buena, y representa la relación de una
regla práctica con una voluntad que no hace una acción sólo por el hecho de ser una acción buena,
primero, porque el sujeto no siempre sabe que es buena, y segundo, porque, aunque lo supiera, sus
máximas podrían ser contrarias a los principios objetivos de una razón práctica.

El imperativo hipotético señala solamente que la acción es buena para algún propósito posible o
real. En el primer caso es un principio problemático-práctico, mientras que en el segundo es un
principio asertórico-práctico. El imperativo categórico, que, sin referencia a ningún propósito, es
decir, sin ningún otro fin, declara la acción objetivamente necesaria en sí misma, tiene el valor de un
principio apodíctico-práctico.
Aquello que es posible para las capacidades de algún ser racional puede pensarse como
propósito posible para alguna voluntad. Por eso, los principios de la acción en cuanto que ésta es
representada como necesaria para conseguir algún propósito posible son, en realidad, infinitos.
Todas las ciencias contienen alguna parte práctica que consiste en proponer problemas que
constituyen algún fin posible para nosotros, así como en imperativos que dicen cómo puede
conseguirse tal fin. Éstos pueden llamarse, en general, imperativos de habilidad. No se trata de si el
fin es racional y bueno, sino sólo de lo que hay que hacer para conseguirlo.

No obstante, hay un fin que puede presuponerse como real en todos los seres racionales
(en cuanto que les convienen los imperativos, como seres dependientes que son); hay un propósito
que no sólo pueden tener, sino que puede suponerse con total seguridad que todos tienen por una
necesidad natural, y éste es el propósito de felicidad. El imperativo hipotético que representa la
necesidad práctica de la acción como medio de fomentar la felicidad es asertórico. No es lícito
presentarlo como necesario sólo para un propósito incierto y simplemente posible, sino que ha de
serlo para un propósito que podemos suponer con plena seguridad y a priori en todo hombre
porque pertenece a su esencia. Ahora bien, la habilidad al elegir los medios para conseguir la mayor
cantidad posible de bienestar propio podemos llamarla sagacidad en sentido estricto. Así pues, el
imperativo que se refiere a la elección de dichos medios, esto es, el precepto de la sagacidad, es
hipotético: la acción no es mandada absolutamente, sino como simple medio para otro propósito.

Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener
por medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico.
No se refiere a la materia de la acción y a lo que ha de producirse con ella, sino a la forma y al
principio que la gobierna, y lo esencialmente bueno de tal acción reside en el ánimo del que la lleva
a cabo, sea cual sea el éxito obtenido. Este imperativo puede llamarse imperativo de la moralidad.

Cuando pienso un imperativo hipotético en general no sé lo que contiene hasta que me es


dada la condición, pero si pienso un imperativo categórico enseguida sé qué contiene. En efecto,
puesto que el imperativo no contiene, aparte de la ley, más que la necesidad de la máxima de
adecuarse a esa ley (16), y ésta no se encuentra limitada por ninguna condición, no queda entonces
nada más que la universalidad de una ley general a la que ha de adecuarse la máxima de la acción, y
esa adecuación es lo único que propiamente representa el imperativo como necesario.

Por consiguiente, sólo hay un imperativo categórico y dice así: obra sólo según aquella
máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal.

Apuntes

Tenemos una idea general del deber y del imperativo esta implicado intuitivamente.

La ley moral apunta a algo mas, al asunto interno de la acción, la motivación, ¿cual es el motivo del
acto? Actuar por respecto a la ley es lo moralmente correcto. No puede estar basada en la
experiencia. El fundamento debe encontrarse a priori – racional. Tenemos una conciencia del deber.

Ley moral necesidad absoluta (no puede estar basada en la experiencia)


su máxima estaría universalidad
el fundamento debe encontrarse a priori - racional

La única cosa absoluto intrínseco incondicionalmente buena es la buena voluntad


La buena voluntad en buena solo por el querer en si misma y considerada por si misma, el acto de la
voluntad , de la forma del acto. No puede estar supeditada a ningún fin, porque si fuera así seria
algo externo a ella.

La inclinación es un apetito, un deseo.

Respeto: la actitud del sujeto frente a la ley moral.

Voluntad: Razón práctica – genera acciones.

Acciones

Contrario al deber: Moralmente incorrectas. El beneficio no tiene nada que ver con el deber, son
moralmente incorrectas siempre.

Conforme al deber: a) inclinación/ inclinación egoísta, fácil de distinguir.

Moralmente
neutras
b)inclinación inmediata hacia la acción o hacia la otra persona,
no es fácil de distinguir, donde esta la clave para poder
diferenciarla, se ve en la cuestión interna de la acción.

Por deber: Moralmente correctas. El deber es la necesidad de actuar por respeto a la ley moral. La
única actitud que se puede tener frente a la ley es el respeto.
Mil

Extracto de “Filosofía moral y política de J S Mill”, David Brink - Encyclopedia Stanford of


Philosophy (trad. DM).

2.7 – Utilitarismo del acto.

Las distintas caracterizaciones que hace Mill del utilitarismo avalan la afirmación de que el estatuto
moral de una acción está en función de su utilidad.

En el párrafo inicial del capítulo II dice que los utilitaristas son “aquellos que defienden la
utilidad como test de lo correcto e incorrecto”, y quienes sostienen que “las acciones son correctas
en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo
contrario (...)”. (Brink llama a esta afirmación “Doctrina de la proporcionalidad”, en adelante DP).
Posteriormente –en el mismo capítulo- dice que “la utilidad o felicidad es considerada como la
regla directriz de la conducta humana” y en el capítulo V, que el utilitarismo es “la doctrina de que
la utilidad o felicidad es el criterio de lo correcto e incorrecto”.

2.8 – Utilitarismo de la regla.

Urmson (EN “La interpretación de la filosofía moral de J S Mill”, en Philippa Foot, Teorías de
la ética, México, FCE, 1974, pp. 188-199) defiende en cambio la interpretación de que Mill es
unUtilitarista de la regla, en base a dos razones: a) el hecho de que Mill apela a distintas normas
yprincipios secundarios (PS), b) la doctrina de la proporcionalidad exige esta interpretación.
Explicación de ambas razones (empezando por la segunda).

b) Para Urmson la única manera de dar sentido a la frase “la tendencia de una acción a
producir buenas o malas consecuencias” (contenida en la DP), es con relación a una “clase” o “tipo”
de acciones; pues mientras las acciones singulares (tokens) producen consecuencias particulares,
sólo los tipos de acciones tienen tendencias generales.

Según Urmson, la pretensión de Mill es que una acción es correcta si es un ejemplar de un


tipo de acción (o que pertenece a una clase de acción) cuyas consecuencias tienden a ser buenas u
óptimas.

En cambio, el utilitarismo clásico –por ejemplo Bentham- interpreta la DP en términos de las


consecuencias de las acciones individuales: la tendencia de cada una es más o menos perniciosa de
acuerdo con la suma total de sus consecuencias –la diferencia entre las buenas y las malas.

a) Urmson también defiende la interpretación que considera a Mill un utilitarista de la regla


debido a la importancia que le da a los “principios secundarios”, es decir a las normas morales
comunes sobre asuntos tales como la lealtad, la veracidad, etc. que deben dirigir nuestro
razonamiento moral.

Mill parece pensar que esos principios cumplen con dos condiciones:

- acatarlos conduce generalmente –aunque imperfectamente- a resultados óptimos,

-los resultados subóptimos que produce la adhesión a tales principios, no pueden ser identificados
con certeza de antemano.

Cuando se cumplen ambas condiciones, los agentes deben en general –según Mill- seguir
estos principios automáticamente sin recurrir al primer principio del utilitarismo (PU); sin embargo,
cada tanto deben revisar si determinado principio sigue cumpliendo con aquellas condiciones.

También deben dejar de lado esos principios y realizar la apelación directa al PU en los casos
inusuales en los que resulta especialmente claro que los efectos de adherir a un PS serían
subóptimos y en los que dos principios secundarios están en conflicto entre sí.

De todos modos, para Mill regular la conducta a través de los PS es lo que mejor promueve
la felicidad, y así lo expone en Un sistema de lógica (1843):

“No pretendo afirmar que la promoción de la felicidad deba ser, en sí misma, el fin de todas
las acciones, ni siquiera de todas las reglas de acción. Es la justificación, y debe ser lo que controle
todos los fines, pero no es, en sí misma, el único fin. Existen muchas acciones virtuosas, e incluso
modos virtuosos de acción (aunque los casos son, creo, menos frecuentes de los que se supone)
por los cuales se sacrifica la felicidad en un caso particular, produciéndose más dolor que placer. Sin
embargo, las conductas de las que puede afirmarse esto último con verdad sólo pueden ser
justificadas si puede mostrarse que, en conjunto, se producirá más felicidad en el mundo si se
cultivan los sentimientos que harán que la gente, en casos determinados, desestime la felicidad.”
(En El utilitarismo, Alianza, p. 151 de la edición en papel y p. 155 en digital).

Y también en su ensayo “Sobre Bentham” (1838), págs. 110-11:

“(...) En la breve visión que he sido capaz de dar de la filosofia de Bentham, puede
sorprender al lector que hemos hablado poco del primer principio, con el cual su nombre es
identificado más que con cualquier otra cosa; el principio de utilidad, o como después lo llamó, “el
principio de la mayor felicidad”. Es un tópico sobre el cual habría que decir mucho más si hubiera
espacio o si fuera necesario para la justa estimación de Bentham. (...). Aquellos que adoptan la
utilidad como un criterio pocas veces pueden aplicarlo de verdad excepto a través de los principios
secundarios; (...). Cuando dos o más principios secundarios están en conflicto, se vuelve necesario
apelar directamente al primer principio (...)”.

La justificación utilitarista que da Mill de los PS, opuesta al intuicionismo de William


Whewell que los considera autoevidentes, aduce que ellos no son innatos ni infalibles, sino
preceptos que han sido adoptados e internalizados debido a su valor aprobado. Lejos de socavar el
primer principio utilitarista, Mill piensa que la apelación a la importancia de tales principios morales
realmente da sustento al utilitarismo.

Si las afirmaciones de Mill sobre la importancia de los PS implican que es un Utilitarista de la


regla, va a depender por una parte, de si él pretende definir la acción correcta en términos del
mejor conjunto de PS, o si estos son sólo un modo confiable de realizar lo que es en verdad lo
mejor. Si la define desde el punto de vista de su conformidad con principios con valor óptimo
aprobado, entonces es un utilitarista de la regla; pero, si la acción correcta es la mejor acción y los
PS son únicamente modos fiables –aunque imperfectos- de identificar lo que mejor, entonces Mill
es un utilitarista del acto.

Él trata esta cuestión en dos lugares. En el capítulo II de El utilitarismo parece sugerir que
en el caso de las abstinencias o tabús (prohibiciones), el fundamento de la obligación en los casos
particulares radica en el carácter beneficioso del tabú considerado como clase (o tipo); pero en una
carta a John Venn, Mill afirma que el estatuto moral de una acción individual depende de la utilidad
de sus propias consecuencias.
En conclusión, no hay un sustento claro a favor del utilitarismo de la regla en lo que Mill dice
de los PS, y parece que sus principales afirmaciones sobre estos no son inconsistentes con el
utilitarismo del acto. Además, es claro que Mill piensa que es necesario abandonar los justificados
PS en un importante número de casos. Y aunque no los considera normas meramente provisorias,
no piensa que deben ser seguidas acrítica o independientemente de sus consecuencias; considera
que deben ser dejadas de lado, a favor del cálculo que apela directamente al PU en el caso de que
seguirlas sería claramente acarrearía resultados subóptimos o cuando existe un conflicto entre
ellas.

Utilitarismo

Bernard Williams

Al discutir la cuestión de si todas las concepciones morales se refieren en última instancia a


la felicidad humana, no he supuesto que la cuestión sea la misma que la de si todas las
concepciones morales tienen que ser en una u otra medida una versión del utilitarismo.
Obviamente no se trata de la misma cuestión si tomamos el utilitarismo en el sentido estricto de
que sólo hay un principio moral, el de buscar la mayor felicidad para el mayor número; que
«felicidad» significa aquí placer y ausencia de dolor ; y que este único principio moral (pues se trata
de un principio moral) hay que aplicarlo a cada situación individual («utilitarismo del acto»).
Obviamente, existen muchas formas en que una moralidad puede estar en última instancia referida
a la felicidad humana sin por ello tener que identificarse con eso. Pero creo también que existen
multitud de formas en que la moralidad puede en última instancia referirse a la felicidad humana
sin identificarse con el utilitarismo, ni incluso tomado en un sentido más lato.

Una dificultad que surge al discutir este asunto es la falta de acuerdo en la cuestión de con
qué extensión puede usarse el término «utilitarismo» sin que deje de ser adecuado o significativo.
El término ha sido utilizado a veces para referirse a concepciones morales que nada en absoluto
tienen que ver especialmente con la felicidad o con el placer; en este sentido se usa para referirse a
cualquier concepción que sostiene que la rectitud o no rectitud de una acción depende siempre de
las con-secuencias de la acción, de su tendencia a conducir a estados de cosas intrínsecamente
buenos o malos. Este sentido tan amplio —que probablemente quedaría reflejado mejor por el
término «consecuencialismo» que por el término «utilitarismo»— no es el que vamos a discutir
aquí; aquí nos interesan solamente las concepciones de esta clase que consideran expresamente la
felicidad como la única cosa intrínsecamente buena, la que, se supone, tienen como objetivo las
acciones y las instituciones sociales. Pero esa restricción todavía deja bastante espacio para
diferentes clases de utilitarismo.
Discutir en el vacío qué es lo que podría o no podría contar como una forma reconocible de
utilitarismo sería un ejercicio puramente verbal y sin interés. La cuestión solamente puede
abordarse preguntando qué es lo esencial en la concepción utilitarista de la moralidad; y esto es
algo que no puede descubrirse meramente, ni tampoco principalmente, consultando lo que tenían
en la mente Bentham y J. S. Mili y otros exponentes clásicos del sistema, sino considerando cuáles
son los atractivos de la concepción utilitarista para el pensamiento moral. A mi juicio son cuatro
principalmente, lo que no significa negar que no se relacionen entre sí de una forma digna de
examinarse. En primer lugar, es no-trascendental, y no hace apelación a nada fuera de la vida
humana, y en particular no hace apelación a consideraciones religiosas. En particular, contribuye así
a apoyar la demanda enteramente razonable de que la moralidad habría de quedar hoy, como cosa
obvia, liberada del cristianismo. Puede incluso parecer que contribuye a apoyar —a causa de cierto
conservadurismo que consideraré más tarde— una pretensión mucho menos razonable, y que
Nietzsche se dio cuenta muy bien de que era una imbecilidad, que la moralidad así liberada del
cristianismo habría de seguir siendo la misma que la antes vinculada al cristianismo. En manos más
radicales, sin embargo, el utilitarismo promete cambios más radicales.

Segundo: su bien básico, la felicidad, parece mínimamente problemático: por muchas que
sean las cosas en que las personas disienten, sin duda que todos por lo menos desean ser felices, y
tener como objetivo la mayor felicidad posible tiene sin d u d a que ser, cualesquiera sean las otras
cosas que hayan de someterse a ésta, un fin razonable. Ahora bien, existe un notable problema en
este punto sobre la transición del objetivo, supuestamente indiscutible, de buscar la propia
felicidad, al objetivo, más discutible, de buscar la felicidad de otra persona, y el desafortunado Mili
ha sido repetidas veces llamado al orden por los críticos por tratar (se dice) de llevar a cabo esa
transición por medio de un argumento deductivo. Por mi parte d u d o de que fuera esto lo que Mili
trataba de hacer, pero en cualquiera de los casos el problema no tiene una fuerza especial contra el
utilitarismo —no hay ninguna razón para suponer que el utilitarismo, más que ninguna otra teoría,
tuviera que tener una fórmula mágica para sacar de su amoralismo al hombre amoral. Lo esencial
es más bien que el utilitarismo, lo mismo en este que en otros aspectos, es una moralidad de
compromiso mínimo: supuesto sólo el requisito mínimo para estar en el mundo moral, a saber, la
voluntad de tomar en consideración los deseos de los otros tanto como los propios, el utilitarismo
puede moverse ya en ese terreno. Una cuestión mucho más interesante es la de si el «indiscutible»
objetivo de la felicidad puede de hecho ser puesto al servicio de los propósitos utilitaristas. En la
sección anterior ya hemos visto alguna razón para dudar de que la felicidad tenga que ser el
objetivo de la vida humana ; pero incluso dejando de lado esas cuestiones, no está en absoluto
claro que cualquier sentido en el que (más o menos) quepa admitir un fin tal como indiscutible, sea
también un sentido en favor del cual pueda hacerse trabajar al utilitarismo. Esta es una cuestión
central : estaremos en mejor situación para abordarla cuando hayamos considerado los atractivos
tercero y cuarto del utilitarismo.
El tercer atractivo es que los asuntos morales pueden, en principio, decidirse por un cálculo
empírico de las consecuencias. El pensamiento moral se hace empírico y, en cuestiones de gestión
pública, se convierte en un asunto de ciencia social. Y esto siempre ha sido considerado por muchos
como uno de los rasgos más gratificantes del utilitarismo. No es que se piense que los cálculos son
fáciles, o incluso prácticamente posibles en algunos casos; el encanto radica más bien en que la
naturaleza de la dificultad pierde, por lo menos, todo su misterio.

En cuarto lugar, el utilitarismo proporciona una moneda corriente universal de pensamiento


moral: los distintos intereses de las distintas partes, y las distintas clases de demandas que actúan
sobre una de las partes, pueden todos (en principio) ser convertidos a la misma moneda, en
términos de felicidad. Este supuesto, y esto es importante, tiene como consecuencia que una cierta
clase de conflicto, bien conocido para algunas otras concepciones morales, es aquí imposible, a
saber, el conflicto entre dos pretensiones que son válidas las dos, y sin embargo, irreconciliables.
Bajo algún otro sistema, un hombre puede verse en una situación en la que (así le parece a él)
cualquier cosa que haga implica que está haciendo algo malo. Para el utilitarismo esto es imposible.
Las distintas exigencias a las que ese hombre puede sentirse sometido pueden ser reducidas todas
a la medida común del principio de la mayor felicidad, y no puede haber otra idea coherente de la
acción correcta o de la acción no correcta que la de lo que es mejor hacer tomando todo en
consideración : y si dos formas de acción resultan iguales en este sentido, entonces realmente no
importa por cuál de las dos decida uno. En contraposición con esto, muchas personas pueden
pensar que una determinada forma de actuación era la mejor que podía adoptarse tomando todo
en consideración en las circunstancias concretas del caso, pero que, no obstante, el actuar de esa
forma implicaba hacer algo no correcto. Esta es una idea que, a mi juicio, en última instancia, al
utilitarismo tiene que resultarle incoherente. Esta es una de las razones por las que puede decirse
(y ciertamente con razón) que para el utilitarismo la tragedia es imposible; pero el utilitarismo tiene
también consecuencias más amplias, si no más profundas, que esa.

El utilitarista podría ciertamente volverse sobre este tipo de ideas y, después de reflexionar un
poco, invocar cosas tales como las consecuencias socialmente deseables de que la gente sea un
poco aprensiva en relación con ciertas acciones, aun cuando esas acciones, en las circunstancias del
caso, sean las mejores que pueden emprenderse: más tarde volveremos sobre este tipo de
argumentación. Pero lo que como utilitarista está obligado a hacer es considerar como objetivo
indiscutible del pensamiento moral la reducción del conflicto, la eliminación, siempre que sea
posible, de los conflictos de valores que no sean solubles sin secuelas. Aquí, como en cualquier otro
sitio, su preocupación es la eficiencia: la generación del conflicto es un signo de ineficacia de un
sistema de valores y el utilitarismo tiene un artificio general para eliminarlos o resolverlos. Pero
alguien podría preguntarse si tal eficiencia es un objetivo indiscutible. Uno puede ciertamente
reducir el conflicto, o hacer la vida más simple, reduciendo el rango de las demandas que está
dispuesto a tomar en consideración; pero en ciertos casos esto podría ser considerado no como un
triunfo de la racionalidad sino como una evasión cobarde, una negativa a ver lo que hay que ver (y
aquí cabría preguntarse una vez más si el subjetivismo desactivado deja realmente todo donde
estaba).

Por atrayente que pueda resultar en general el utilitarismo, este cuarto atractivo suyo puede ser
puesto en tela de juicio por razones importantes. Otras dificultades se agolpan cuando uno
considera lo que presupone. Pues sólo podremos ser capaces de utilizar el principio de la mayor
felicidad como medida común de las pretensiones o demandas de todos y de cada uno, si la
«felicidad» de que se habla es en algún sentido comparable y en algún sentido aditiva. Solamente si
podemos comparar las felicidades aquí implicadas para las diferentes personas y sobre los
diferentes resultados, y también juntarlos en alguna suerte de felicidad general, podremos hacer
que la cosa funcione. En un plano técnico estos problemas han sido objeto de disciplinas tales como
la economía del bienestar y la teoría de la preferencia, que han trabajado en el marco de supuestos
muy artificiales y que sólo han tenido un moderado éxito a la hora de elaborar esos problemas para
la teoría económica. Aquí nos ocupamos de dificultades más generales. Si la «felicidad» implicada
ha de ser tal como para permitir al utilitarismo cumplir sus promesas tercera y cuarta, ¿puede ser
también el indiscutible objetivo que se prometía en la segunda?

La respuesta a esto parece que es que no. Bentham ofreció una explicación de la felicidad
en términos de placer y ausencia de dolor, de la que muy claramente se suponía que cumplía todas
las promesas a la vez; pero aun cuando hubiera satisfecho (cosa que no hacía) las condiciones de ser
calculable, comparable y aditiva, no cumplía la condición de ser un objetivo indiscutible: cuanto más
parecía la clase de placer que concebiblemente podía ser tratado en esos términos cuasi
matemáticos, tanto más perdía el aspecto de algo a lo que fuera evidente que cualquier hombre
racional tenía que tender, cosa de la que, aunque a disgusto, se dio cuenta Mili. Si. por un lado, la
concepción de la felicidad se hace lo suficientemente generosa como para incluir todo aquello a lo
que pudiera razonablemente tenderse como a una vida satisfactoria o a un ingrediente de esa vida,
entonces progresivamente va perdiendo el aspecto de algo que pudiera ajustarse a las condiciones
tercera y cuarta. Aparte de otras cosas, existe la dificultad de que mucho de lo que la gente incluye
de hecho en el contenido de una vida feliz son cosas que esencialmente implican otros valores,
como son, por ejemplo, la integridad, o la espontaneidad, o la libertad, o el amor, o la auto
expresión artística: valores que no solamente no pueden ser tratados de la forma que las
condiciones tercera y cuarta parecen imponer a la «felicidad» del utilitarismo, sino que además
parece, por lo menos en el caso de algunos de ellos, que se da de hecho una contradicción en la
tentativa de pensarlos como algo que podría ser tratado de esa manera.
Esta es, pues, la primera dificultad general con que se enfrenta el utilitarismo. Su «felicidad» tiene
que satisfacer ciertas condiciones si es que se quiere mantener lo esencial del utilitarismo; y la
condición de que indiscutiblemente habría de ser el objetivo de la aspiración humana entra en
conflicto con las otras condiciones que tiene que satisfacer para poder ser tratada como el
utilitarismo exige que se la trate. Enfrentado con esta dificultad general, una de las formas en que
el utilitarismo tiende a reaccionar es la de poner en tela de juicio los valores implicados en las
concepciones más intratables de la felicidad, como irracionales, tal vez, o como reminiscencias de
una época pasada. Tales argumentos pueden ofrecer sin duda ciertos puntos interesantes, pero su
estrategia global es vergonzosamente circular: la racionalidad utilitarista queda convertida en test
de lo que ha de contar como felicidad, para quitar del paso toda otra clase de felicidad que puede
constituir una objeción contra el utilitarismo. Todo lo que se necesita para enfrentarse a esto en el
plano teórico es una firme negativa a sentirse intimidado.

El problema, sin embargo, no se reduce al nivel teórico: se presenta también, y drásticamente, en la


sociedad, y la negativa a sentirse intimidado puede ser aquí inadecuada o difícil de hacerse valer. En
los casos de planificación, conservación, bienestar, y decisiones sociales de todas clases, un
conjunto de valores que, por lo menos en teoría, son cuantificados en términos de recursos, se
enfrentan con valores que no son cuantificables en términos de recursos: tales como el valor de
conservar una parte antigua de la ciudad, o de atender tanto a la dignidad como al confort de los
pacientes en una unidad geriátrica. Una y otra vez, los defensores de tales valores se enfrentan con
el dilema, o bien de negarse a cuantificar el valor en cuestión, en cuyo caso desaparece también
por completo de la suma, o bien de tratar de asignarle alguna cantidad, en cuyo caso distorsionan
el asunto de que se trata y por lo general pierden también la discusión. Ya que el valor cuantificado
n o es suficiente para inclinar la balanza. En tales asuntos, no es que los utilitaristas estén
comprometidos a pensar que esos otros valores no importan; o que estén confinados a considerar
valiosas las cosas que de hecho son susceptibles de ser tratadas por medio del análisis coste-
beneficio. Ni tan siquiera, quizás, están obligados a pensar que todo valor social deba, en un caso
dado, poder ser tratado en términos parecidos a los del análisis coste-beneficio: podrían decir que
no tienen por qué suscribir la idea de que la medida común de la felicidad sea el dinero. Pero están
obligados a sostener algo que en la práctica tiene esas implicaciones: que en última instancia no
existen valores inconmensurables. Pues no es precisamente un rasgo accidental de la concepción
utilitarista el que la presunción sea siempre en favor de lo cuantificable, y que los otros valores se
vean por fuerza en el dilema apologético al que acabamos de referirnos. No es un accidente,
porque (por una parte) el utilitarismo es, cosa nada sorprendente, el sistema de valores de una
sociedad en la que los valores económicos son supremos; y también, en el plano teórico, porque la
cuantificación en dinero es la forma obvia de aquello sobre lo que el utilitarismo insiste, la
conmensurabilidad de los valores.
Existe una gran presión para la investigación de técnicas que hagan conmensurables esferas
cada vez más amplias de valores sociales. Parte del esfuerzo debería dedicarse más bien a aprender
—tal vez, a reaprender— a pensar inteligentemente sobre conflictos de valores que son
inconmensurables.

Me he referido a dificultades relativas al cumplimiento de las condiciones que el utilitarismo pone a


la «felicidad». El hecho de que esas dificultades existan no significa en modo alguno que en un caso
dado o en una determinada clase de casos no podamos tener una idea de cuál sería la solución
utilitarista o de qué clases de cosas tendría en cuenta el utilitarista. Algo iría mal si esa conclusión
fuera correcta, pues está claro que a veces podemos hacer esas cosas: al discutir el utilitarismo
estamos discutiendo algo, y algo que con mucha frecuencia es perfectamente reconocible. Así
pues, admitamos que. por lo menos en algunos casos, sabemos qué es lo que quiere decirse con
analizar qué actuación conduciría a la mayor felicidad. Admitido esto, nos encontramos entonces
con dos nuevas dificultades. Una es que el proceso de analizar tales consecuencias es, él mismo,
una actividad, una actividad que en las diversas circunstancias posee grados diversos de utilidad; y
esto tiene que incluirse en la suma. La otra es que la respuesta a que se llega por el cálculo
utilitarista del caso particular parece en ciertas ocasiones que es una respuesta moralmente
incorrecta. Existe una clase de utilitarismo, denominado el utilitarismo de reglas (rule-
utilitarianism), cuyo objetivo es precisamente resolver estas dos dificultades al mismo tiempo,
haciendo uso para ello de un mismo artificio.

El primer problema es que cualquier cálculo utilitarista efectivo habrá de tener lugar en
condiciones de considerable incertidumbre y de información muy parcial, y así es probable que sus
resultados no sean fiables. Además, el proceso de cálculo mismo lleva su tiempo; y el estar
dispuesto a hacer cálculos en cada caso tiene rasgos psicológicos que, como cuestión de hecho,
pueden ser un obstáculo para cosas que pueden ser deseables desde un punto de vista utilitarista,
como puede ser una actuación rápida y decidida. Siendo así las cosas, cabe pensar que en la
práctica podrían seguirse mejores consecuencias si los agentes, más que hacer cálculos para cada
caso particular, suscribieran ciertas reglas que, sin cálculo alguno, se aplicaran usualmente a los
casos particulares; sería la adopción de esas reglas y no la elección de acciones particulares lo que
se examinaría recurriendo al principio de la mayor felicidad.

Esta misma idea se invoca para explicar el otro hecho, que, de otro modo, constituiría una
dificultad, a saber: que fácilmente podemos imaginar casos —por ejemplo, el caso en el que la
condena de un inocente fuera necesaria y suficiente para evitar grandes males— en los que el
resultado utilitarista parece que entra en conflicto con lo que muchos considerarían que es la
respuesta moralmente correcta; y al igual que la justicia en este caso, también el cumplimiento de
las promesas y el decir la verdad presentan dificultades cuando se interpretan desde el punto de
vista del utilitarismo del acto. Se espera que el utilitarismo de la regla pueda disolver estas
dificultades pretendiendo que todo lo que tiene que demostrarse es que estas reglas o prácticas
de justicia, de cumplimiento de las promesas o de veracidad poseen una utilidad positiva sobre sus
alternativas.

Esto es sólo un bosquejo. Muchas cosas que difieren entre sí en aspectos importantes
pueden caer bajo la denominación de «utilitarismo de reglas», y también son diferentes las cosas
que hay que decir sobre ellas. Todo lo que voy a tratar de hacer aquí va a ser sugerir un par de
puntos en relación con la cuestión de hasta qué punto el utilitarista puede ir consistentemente en
la dirección de las reglas; y sostener que, o bien no puede ir lo suficientemente lejos como para
resolver la segunda dificultad, o si no, que tiene que ir tan lejos que (tanto el utilitarista como
cualquier otro) dejará de ser utilitarista.

Es ciertamente posible para un utilitarista, sin incurrir por ello en incoherencia, adoptar una
práctica general para tratar una determinada clase de casos, aun cuando algunas aplicaciones
particulares de la práctica conduzcan a un resultado diferente del que se habría obtenido por
medio de un cálculo individual de esos ejemplos. El paradigma de esto es el sistema de contabilidad
que se aplica para muchos servicios públicos, sistema por el que, ocasionalmente, puede enviarse
una factura de un dólar aun cuando procesar cada factura tiene un coste de dos dólares: la razón es
que resulta más barato enviar todas las facturas en el momento debido, por pequeño que sea su
importe, que interrumpir el procesamiento de todas para extraer unas cuantas. Vamos a llamar a
esto el «modelo del recibo del gas».

Ahora bien, el modelo del recibo del gas se refiere a consecuencias de hecho: las
consecuencias que tiene de hecho el limitarse a aplicar una regla, por un lado, y las consecuencias
que de hecho tiene una interferencia particular, por otro. Esta clase de modelo, por lo menos, no
puede hacer más digerible para un utilitarista coherente una forma de argumentación que no
invoca ni las consecuencias que de hecho tiene una elección particular ni las consecuencias que de
hecho tiene el que todos se atengan a una regla, sino las consecuencias hipotéticas del ajuste
imaginario a una regla. Así. El modelo familiar de argumento moral consistente en la pregunta
«¿Qué ocurriría si todos hicieran eso?» no puede tener ningún efecto sobre un utilitarista
consistente, a menos que su acción hubiera de tener el efecto de que todo el mundo hiciera eso,
cosa que por lo general es bastante implausible. Una consecuencia puramente imaginaria no podría
figurar más en un cálculo utilitarista de lo que puede hacerlo la felicidad o infelicidad de personas
puramente imaginarias. Así pues, el modelo del recibo del gas, por lo menos, no puede ponernos
en el camino de esa clase de argumentación por generalización.

Si el utilitarista desea justificar el uso de una argumentación por generalización que se


refiera a consecuencias imaginarias, tendrá que alejarse un paso más de las consecuencias que de
hecho tienen las decisiones particulares. y tratar el asunto en términos de las consecuencias que de
hecho tiene que la gente piense en términos de consecuencias imaginadas. Pero entonces parece
que se aparta cada vez más de las ventajas iniciales del utilitarismo. Pues, primero, el supuesto
cálculo de la utilidad de que la gente piense en términos de consecuencias imaginadas —más bien
que examinando los casos particulares, o que examinando las consecuencias de reglas más
específicas. o que considerando la moralidad local como un asunto de su incumbencia, o que
muchas otras posibilidades—, ese cálculo empieza a tener cada vez más aspecto de ser engañoso
en sus pretensiones. ¿Cómo podría saber el utilitarista cuáles podrían ser las consecuencias de esas
diversas prácticas? En segundo lugar, sí que sabe una cosa por lo menos: que cuanto más general
sea la práctica a la que se aplica el cálculo utilitarista, tantos más serán los casos en los que el
cálculo particular para ese caso habría conducido a un resultado distinto, y con ello, tanto mayor
también la inutilidad táctica que está permitiendo en su persecución de la utilidad estratégica. Y en
vistas de lo problemática que resulta esa utilidad estratégica, no tiene más remedio que
preocuparle lo siguiente : una de las motivaciones del utilitarismo era, después de todo, un
obstinado imperativo de pensar en términos de consecuencias calculables y no atenerse a la
tradición, a las prácticas recibidas, etc.

Cuanto más considera uno el utilitarismo de reglas, tanto más urgentes resultan las
cuestiones de esta clase. Volviendo una vez más al modelo del recibo del gas, recordemos que lo
que principalmente hacía sensata esa práctica uniforme eran los costos que suponía el interferiría.
Lo análogo de esto en la deliberación moral ordinaria es la inutilidad de calcular las consecuencias
particulares. Pero el efecto del argumento queda cancelado si consideramos un caso en el que el
cálculo particular ha sido hecho ya; y esto es así en los casos moralmente problemáticos que
representaban la segunda clase de dificultades que se suponían quedaban solventadas por el
utilitarismo de reglas. Si el cálculo se ha hecho ya, y ha resultado que las consecuencias de infringir
la regla son mejores que las de respetarla, entonces las consideraciones sobre la inutilidad del
cálculo no pueden cambiar este resultado. Y, desde luego, es difícil ver que, para un utilitarista
coherente, pudiera haber algo, sea lo que ello fuere, capaz de cambiar este resultado. Cualquiera
que sea la utilidad general de contar con una cierta regla, si uno ha alcanzado de hecho un punto
desde el que ve que la utilidad de infringir la regla en una determinada ocasión es mayor que la de
respetarla, entonces no cabe duda de que sería totalmente irracional no infringirla.
Ha habido, desde luego, utilitaristas duros que han sacado esa conclusión, como es el caso de J.J. C.
Smart. Si al utilitarismo se le puede hacer funcionar en absoluto, entonces para mí está fuera de
duda de que la actitud correcta ha de ser la de estos autores: el utilitarismo es una doctrina
especial, que no tiene necesariamente que coincidir con las ideas morales contemporáneas de
Occidente en todos los aspectos, y, siendo así, uno ha de esperar que tenga lo que muy bien
podrían parecer conclusiones poco gratas. Contrariamente a esto, un rasgo de la moderna teoría
utilitarista es que es una teoría sorprendentemente conformista. Bentham y Mili consideraron el
principio de la mayor felicidad como un instrumento de crítica, y pensaban que, valiéndose de él,
podrían mostrar que buena parte de las creencias morales de la época victoriana eran erróneas e
irracionales, como por supuesto lo eran. Pero, con excepción de las bien delimitadas áreas de la
reforma sexual y de la reforma penal, cuyo tratamiento es el heredado de Bentham y Mili, la teoría
utilitarista moderna tiende a gastar más esfuerzo en reconciliar el utilitarismo con las creencias
morales existentes que en rechazar esas creencias apoyándose en el utilitarismo. Un autor
reciente, por ejemplo, se ha tomado un honesto y gran esfuerzo en mostrar que las ejecuciones
públicas no podrían justificarse, como podría parecer, con argumentos utilitaristas. Nuestro autor
se queda con algunas francas dudas; pero éstas son dudas sobre la aplicación y la formulación del
utilitarismo, y no, como deberían ser, dudas sobre si no podrían ser reintroducidas las ejecuciones
públicas. Este es un caso absurdo. Pero en términos más generales, todas las cualidades humanas
que son consideradas valiosas y que, sin embargo, se resisten a un tratamiento utilitarista, como
son la intransigente pasión por la justicia. Ciertas clases de coraje, la espontaneidad, la disposición
a oponerse a cosas tales como los experimentos útiles sobre pacientes ancianos o las bombas de
napalm sobre ciertas gentes para asegurar (se dice) la felicidad de más gente, generan con
frecuencia en los teóricos del utilitarismo el deseo de acomodar el utilitarismo a esos valores, y no
la condena de tales valores como un legado irracional de la era preutilitarista. Esto es sin duda un
tributo a la honestidad e imaginación de esos utilitaristas, pero no a su consistencia o a su
utilitarismo.

El utilitarismo de reglas, como la empresa que es de tratar de atenerse a algo distintivamente


utilitarista, procurando al mismo tiempo quitarle sus puntas más hirientes, me parece un fracaso.
Ese terreno intermedio no es habitable lógicamente. Frente a él, uno podría, por un lado, adoptar
la línea a la que ya me he referido, la de Smart y otros, y seguir con el utilitarismo de actos
modificado solamente dentro de los límites reconocibles del modelo del recibo del gas. Esto es, por
lo menos, coherente con los equivocados fines del utilitarismo, y el hecho de que arroje algunos
resultados morales particulares distintivos y (para muchos) indigeribles no debería ser motivo de
sorpresa. Si, por otro lado, se abandona este territorio, y se empieza a aplicar el principio utilitarista
a prácticas y a hábitos de pensamiento cada vez más generales, es muy improbable que lo que que
quede tenga algún contenido que pueda considerarse distintivamente utilitarista. Esta capacidad
del utilitarismo para aniquilarse a sí mismo, una vez abandonado el nivel básico, puede quedar
ilustrada con un breve argumento, con el que voy a terminar. Sus premisas empíricas quizás no
estén fuera de toda duda. Pero sí que son por lo menos tan plausibles como las que los utilitaristas
suelen utilizar en estas materias.

Uno de los efectos perturbadores cuando la gente se convierte en utilitaristas activos y


conscientes es que tienden a degradar el patrón de medida moral : comienza a operar una ley de
Gresham por la que las malas acciones de los hombres malos obliga a hombres mejores a hacer
cosas que, en mejores circunstancias, serían también malas. La razón de esto es simple: un
utilitarista está siempre justificado a hacer la cosa menos mala que sea necesaria para evitar la cosa
peor, cosa peor que, si no lo impidiera la menos mala, ocurriría en las circunstancias dadas
(incluyendo, por supuesto, la cosa peor que cualquier otro podría hacer) y lo que de esta forma está
justificado a hacer puede ser algo que, considerado en sí mismo, es bastante sucio. El acto de
evitación forma parte de las concepciones utilitaristas, y ciertas nociones de responsabilidad
negativa (el que uno sea responsable de lo que deja de evitar tanto como de lo que hace) son, por
lo mismo, también características del utilitarismo. Si esto es así, es empíricamente probable que
pueda esperarse una escalada de la actividad de evitación ; y las consecuencias totales de esto,
medidas en los propios estándares utilitaristas, serán peores que si nunca se hubiera iniciado esa
escalada.

Sin embargo, el utilitarista que está inmerso en el sistema no puede hacer nada para evitar
esto; tiene que pensar en términos de las consecuencias fácticas en curso, y ningún amago de
principio podrá hacer ahora nada (o por lo menos, nada útil) en el terreno de esas consecuencias
fácticas en curso —desde donde está no hay forma de dirigir una incursión a un terreno
moralmente más alto. Volviendo, sin embargo, sobre sí mismo, puede considerar cómo los
objetivos utilitaristas podrían haber sido realizados mejor de lo que lo han sido en un mundo de
utilitaristas mezclados con villanos. Y sin duda que hubieran sido mejor realizados si no hubiera
habido villanos: pero esto es ciertamente utópico. Lo más prometedor parece que es un estado de
cosas en que un número suficiente de personas se resista a proseguir esta carrera de
envilecimiento : que se resistan, por ejemplo, fijando una serie de cosas que no puede entrar en
consideración hacer, o que no están dispuestos ellos a hacer o que no pueden soportar que se
hagan, cualesquiera sean las cosas que los otros hacen o pueden hacer. Existe un límite a sus
actividades de evitación. Y para ello parece que suficiente gente, durante un tiempo suficiente,
tiene que estar dispuesta a obstinarse en hacer varias cosas, cualesquiera que sean las
consecuencias. Esto significa que suficiente gente, durante un tiempo suficiente, no han de pensar
como utilitaristas; sin duda alguna, han de pensar como no utilitaristas. Y no podrán preservar en la
trastienda de sus mentes la actitud utilitarista en coexistencia con la requerida obstinación moral.
Pues tienen que ser capaces de resistir la tentación utilitaria en las circunstancias más difíciles, es
decir, cuando es obvio que de resistirla se van a seguir muchos males, y para esto su no-utilitarismo
tiene que estar profundamente enraizado.

Algunos utilitaristas han llegado, aunque no exactamente por las mismas razones, a algo
parecido a esta conclusión y han pensado que lo que con ello se demostraba es que de la verdad
del utilitarismo podría estar al tanto una élite responsable, pero que no debería estar
excesivamente divulgada entre las masas. Esta propuesta, tanto desde un punto de vista personal
como desde un punto de vista social, es una propuesta sin perspectivas. Desde un punto de vista
personal, porque el estado mental que se atribuye al utilitarista reflexivo, y la actitud hacia otro
que ese estado implica, sólo podrían ser honestamente mantenidas, si es que pueden serlo, por un
hombre muy inocente (tal vez Sidgwick lo era), y ningún hombre reflexivo de nuestra época puede
ser ese inocente. Desde un punto de vista social, porque las instituciones educativas y otras
instituciones que se requerirían para encarnar esa idea tendrían que ser muy diferentes de todo lo
que ahora podemos esperar o tolerar, o de todo lo que el propio utilitarismo podría desear.

Si todo esto es verdad, entonces el mundo que el utilitarista reflexivo tiene finalmente que
escoger, como el mundo que más probablemente puede arrojar los resultados que el utilitarista
desea, es un mundo en el que la ley de Gresham no rige porque un número suficiente de personas
durante un tiempo suficiente se muestran profundamente recalcitrantes a pensar en términos
utilitaristas. No es posible que esta disposición pudiera coexistir con la creencia en el utilitarismo;
ni tampoco parece aceptable o socialmente posible que la mayoría tuviera que tener esta
disposición, mientras que otros, la élite utilitarista, creyeran en el utilitarismo. Todo lo que queda
es que el mundo que satisfaría las aspiraciones del utilitarista sería un mundo del que estuviera
totalmente ausente la creencia en el utilitarismo como una doctrina moral omnicomprensiva,
excepto tal vez como una excentricidad menor y sin trascendencia.

De este modo, si el utilitarismo es verdadero, y si también son verdaderas algunas premisas


empíricas bastante plausibles, entonces es mejor que la gente no crea en el utilitarismo. Si por otro
lado, el utilitarismo es falso, entonces por supuesto que es mejor que la gente no crea en él. Así
pues, de cualquier forma es mejor que la gente no crea en él.
ESPERANZA GUISAN

11. CARACTERIZACIÓN DEL UTILITARISMO

Como se ha visto en el apartado anterior, al decir de Mill, anticipado por Bentham, el origen
del utilitarismo es muy remoto en el tiempo y sus alegatos principales muestran una saludable
persistencia a lo largo de la filosofía moral.

De acuerdo con gran número de sus defensores, en los que de alguna manera habría que
incluir al neopositivista Moritz Schlick, todas las argumentaciones éticas que se han llevado a cabo
a lo largo de la historia del pensamiento, incluso las pretendidas anti-utilitaristas, se han hecho a
tenor de dos grandes principios utilitaristas, a saber:

a) la felicidad es el valor más importante (en ésta u otra vida) a nivel individual;

b) la utilidad general, el bien común, el bienestar colectivo, es desde Cicerón a Tomás de


Aquino, la meta deseable en el quehacer de los gobiernos y los políticos.

Si no olvidamos estas dos caras del principio de la «mayor felicidad» comprenderemos


fácilmente que resulta en una importante medida compartido históricamente por las más diversas
escuelas, orientaciones y doctrinas.

Es cierto que a veces el énfasis en la felicidad puramente individual es mucho más fuerte
que en el utilitarismo, como ocurre en el caso de Epicuro, en el mundo clásico, o que, a veces, por el
contrario, la atención se fija más en el colectivo con menoscabo a veces de las legítimas
aspiraciones de los individuos particulares, como en La república de Platón, pero es raro el autor,
incluido Kant, como ya anticipé, que si no defiende la felicidad no se las ingenie de alguna manera
para hacerse con un análogo de ella como ocurre con la noción de auto contento o no coloque en
algún lugar ultra terreno la felicidad (constitutiva del supremo bien) por la que aquí suspiramos. En
suma, es más bien extraño tanto al pensamiento clásico, moderno o contemporáneo la no
consideración del bien común, que no parece posible que pueda ser entendido sino como la mayor
felicidad del colectivo humano (e incluso de todos los seres sintientes).
Por supuesto que expresiones como «útil" «utilidad», «felicidad», «placer», y su consiguiente
maximización no siempre han despertado la máxima aceptación del mayor número. Pero ello tal
vez pueda deberse a malentendidos o falta de esclarecimiento, o al simple desconocimiento del
significado de los términos, como ocurre con «útil» y «utilidad», que suelen ser interpretados en el
sentido pragmático común de lo que produce un determinado tipo de servicios o bienes,
generalmente de tipo groseramente material, cuando el «utilitarismo» y la «utilidad», al menos en
la versión de Mili, se refieren a los bienes más preciosos y codiciados, incluida la virtud, el auto-
respeto, la propia dignidad, el auto-desarrollo, etc.

Otro tanto ocurre con los términos claves del utilitarismo «placer» o «felicidad» que suelen
ser rechazados como referentes morales debido a una errónea comprensión de lo que significan.
Mili apunta al efecto, recordando a Epicuro en contestación a sus críticos, que el utilitarismo (y toda
suerte de hedonismo ético) han sido objeto de incomprensión desde la antigüedad, ya que ningún
hedonista ético trata, salvo alguna excepción irrelevante, de rebajar a los seres humanos
igualándolos a los puercos. Cuando se defiende que el objetivo humano por excelencia es la
búsqueda del placer o de la felicidad, se habla no de un «placer» o una «felicidad» no cualificados,
que pudieran ser disfrutados por igual por los animales más simples y por los seres humanos. El
hedonismo de Epicuro o de Mili se fijan exclusivamente en el placer humano, o la felicidad humana,
lo que involucra una referencia a todas las capacidades humanas, especialmente, como no puede
ser de otro modo entre filósofos, a las capacidades propias del intelecto, o las que acompañan a la
excelencia, virtud, o areté y el desarrollo de todos los sentimientos armoniosos de amistad y
cooperación entre los humanos.

Cabría destacar no obstante como característica distintiva del utilitarismo algo que ya
señalé en mi trabajo El utilitarismo (Camps, [ed.]), y es que, al margen de sus coincidencias
parciales, aunque importantes, con el hedonismo y el eudemonismo clásico, presenta un aspecto
novedoso desde Bentham para acá (debido a su carácter ilustrado): me refiero al componente
radical, reformista, inconformista y en buena medida revolucionario (cuando menos
intelectualmente revolucionario).

No es puramente casual que tanto Bentham como Mili sean extremadamente críticos con
los sistemas legales, políticos, económicos, sociales, religiosos y morales de su tiempo, abogando,
especialmente Bentham, por la desmitificación del poder judicial, de la «jerga» de los juristas y los
poderosos, hasta el punto que afirma Hart que el utilitarismo de Bentham ha sido hasta el
momento una fuente de actuación política progresista y el principal soporte de las críticas a la
legislación vigente, todavía no igualadas por los procedentes de las teorías de los derechos
individuales (Hart, 1982, 39).

En cuanto a sus premisas y al modo de deducir sus principios, de forma muy esquemática,
podría indicarse que el utilitarismo parte de un hedonismo psicológico, más o menos matizado, que
considera que, como cuestión fáctica, el hombre obra de acuerdo con el principio de maximizar su
placer y minimizar su dolor, y de ahí pasa, mediante una serie de razonamientos, más o menos
defendibles, o más o menos falaces, según los intérpretes, a un hedonismo ético que admitiría dos
variantes: a) hedonismo ético egoísta, prenominante en ciertas partes de los escritos de Bentham,
que considera como deber del hombre la búsqueda de la propia felicidad (como indica Sidgwick: «1
hold with Butler that "one's happiness is a manifest obligation"», 1963,286) y b) hedonismo ético
universal, que considera que es deber de todo hombre ocuparse imparcialmente, y al mismo
tiempo, tanto de la promoción de su felicidad particular como del incremento del bienestar general
de todos los seres humanos, e incluso de todos los seres sintientes, de forma que se contribuya a la
producción de la mayor felicidad total (Mill, 1861, cap. 2).

Según la justificación del principio utilitarista parecería que los pasos a seguir serían los tres
siguientes:

a) todo el mundo desea su felicidad (hedonismo psicológico);

b) es deseable que todo el mundo busque su felicidad (hedonismo ético egoísta);

e) es deseable que todo el mundo busque la felicidad de todo el mundo, incluida la suya propia
(hedonismo ético universal).

Esta «deducción» del principio del utilitarismo a partir de lo deseado ha sido objeto de una
doble crítica. Por una parte, como es el caso de Moore en Principia ethica, parece lógicamente falaz
el paso del is al ought, o lo que es igual de lo «deseado», perteneciente al mundo de los hechos, a
lo «deseable», propio del mundo de los valores y las prescripciones, por lo cual, a juicio de Moore,
una justificación como la de Mili incurriría en la falacia naturalista (cuestión a la que he dado réplica
en Guisán, 1986).

Por lo demás el paso de b) a c) implicaría lo que algunos autores han denominado falacia de
la composición, aspecto que contemplaremos más adelante. Examinaremos brevemente cada uno
de los supuestos:
1) Hedonismo psicológico. Aparece claramente establecido por Bentham justo al comienzo
de su An Introduction to the PrincipIes of Morals and Legislation (edición original 1789) al afirmar:
«Nature has placed mankind under the governance of two soverign masters, pain and pleasure»
(1970, cap. 1, 11) Y de alguna manera es así mismo suscrito por J. S. Mili al afirmar que «no puede
ofrecerse razón alguna de por qué la felicidad general es deseable excepto que cada persona en la
medida en que la considera alcanzable desea su propia felicidad» (1984, 90).

Respecto a esta última apreciación, no obstante, Fred R. Berger se muestra discrepante, ya


que según él (1986, 13), sólo Bentham y Mili podrían considerarse en rigor hedonistas psicológicos,
o tal vez, podríamos añadir, con más exactitud, hedonistas psicológicos netamente egoístas, con
serias dificultades, por supuesto, para explicar el salto de a) a c), es decir, el paso de su hedonismo
psicológico que parece presuponer que la única motivación psicológica para actuar es la búsqueda
del placer o la huída del dolor propios, al hedonismo ético universal, que presupone la existencia de
motivaciones y sentimientos fuertemente sociales y solidarios, resaltados por MilI.

De hecho Berger ha llamado la atención sobre el posicionamiento de MilI y de Bentham, a


partir precisamente del comentario de un texto importante de Mili titulado Remarks on Bentham's
philosophy (1833). De acuerdo con dicho texto en el que Mill, al igual que en Bentham (1838),
critica a su maestro y mentor por su falta de comprensión de la naturaleza humana, y por no
comprender que nuestros actos no están determinados únicamente por el placer o el dolor
evitable que buscamos como consecuencia de los mismos, siendo el caso, por el contrario, de que
es el dolor y el placer que nos causa la idea de realizar un acto determinado lo que en múltiples
ocasiones nos decide a actuar de una determinada manera (Mill, 1969, 12). Lo cual se acerca mucho
a admitir como placer lo que Moore denomina «pensamiento placentero» y que, si bien no tiene la
virtualidad de refutar el hedonismo como Moare pretende en Principia ethica, sí, por el contrario,
sirve para darnos una visión amplia y no innecesariamente restringida del hedonismo psicológico.

Para MilI, siempre actuamos movidos por el placer y el dolor, lo que ocurre es que su noción
de placer se adecua a todo lo que el ser humano considera placentero (incluida upa vida virtuosa,
dedicada a su autodesarrollo o al desarrollo de los requisitos y estructuras que propicien el que los
demás se auto-respeten, y se auto-desarrollen también).

Por supuesto que si no aceptamos esta noción amplia de hedonismo psicológico de Mili nos
encontraremos en numerosos aprietos y dificultades a la hora de defender una doctrina que se
ocupe por igual de los intereses propios como de los ajenos, o lo que es igual, a la hora de
defender, a partir de un hedonismo psicológico no matizado, un hedonismo ético universal.

En ese sentido parecen sumamente razonables las dudas mostradas por Sidgwick acerca de
la posibilidad de derivar, a partir de a) enunciados que no se limiten únicamente a lo expresado en
b). Es decir, creo que, en cierto sentido, Sidgwick tiene razón al poner de manifiesto que a partir del
hedonismo psicológico (puro añadiría yo) sólo es posible derivar un hedonismo ético egoísta. Para
la transformación de este último en un hedonismo ético universal sería necesario complementar al
utilitarismo con un principio de <<la distribución justa o correcta de la felicidad» (Sidgwick, 1963,
libro IV, cap. 1).

Sin embargo, si partimos de un hedonismo como el de Mili, en el que la búsqueda de la


felicidad de cada ser humano va emparejada a) con la búsqueda de fines morales como la virtud, la
excelencia y el autorespeto y b) con la solidaridad, mediante la empatía que nos mueve a gozar en
la búsqueda de la felicidad ajena, el tránsito de un hedonismo psicológico así entendido al
hedonismo ético universal tiene lugar de forma enteramente natural y espontánea.

En un sentido muy próximo al de Mili se ha expresado contemporáneamente Joseph Raz. A


la pregunta de ¿quién es una personal moral? este autor responderá que la persona moralmente
buena es aquélla cuya prosperidad está tan entrelazada con la búsqueda de fines que persiguen
valores intrínsecos y el bienestar de los demás que es imposible separar su bienestar personal de
sus preocupaciones morales (Raz, 1986,320).

Utilitarismo del acto y utilitarismo de la regla

Se ha discutido en múltiples ocasiones si el utilitarismo de Mili pertenece a una de estas dos


categorías, llegándose generalmente a la conclusión de que, como en tantos otros aspectos de la
teoría milliana, el posicionamiento del autor es siempre integrador de las posiciones encontradas.

Se entiende por utilitarismo del acto aquel que toma sólo en cuenta, a la hora de
determinar la bondad o maldad de una acción determinada, las consecuencias concretas y directas
que de la misma se derivan, mientras que el utilitarismo de la regla tomaría en consideración las
consecuencias que se originan de la aplicación habitual de la regla bajo la que se subsume un acto
determinado.
Mentir, por ejemplo, suele considerarse habitualmente un acto malo, dadas las
consecuencias perniciosas para la vida en sociedad, de tal forma que un utilitarista de la regla lo
condenaría sin paliativos. Un utilitarista del acto, sin embargo, podría considerar que, en
determinadas ocasiones, si la mentira en cuestión va a producir más beneficio que daño en
términos generales, no sólo no es reprensible, sino que, como en el caso de las «mentiras
piadosas», puede convertirse en algo recomendable.

El tema de la mentira, precisamente, ha sido tratado con extremado cuidado por J. S. Mili en
El utilitarismo, admitiendo la posibilidad de mentir, u ocultar información al malhechor, o malas
noticias a una per-sana gravemente enferma, si bien deja patente su deseo de que e! Utilitarismo
de! acto sea lo excepcional, y e! utilitarismo de la regla lo habitual (Mili, 1 984, 70).

Por supuesto que hay un mundo de distancia entre el utilitarismo de la regla sumamente
conserv ador de Moore, tal como se pone de manifiesto en Principia ethica de 1 903 y el
utilitarismo de Mili que, haciendo uso de las reglas intermedias, intenta, por una par te, no
considerar ninguna norma como conclusa y no sujeta a escrutinio, crítica, mejora o renovación y,
por otra, trata de aprovechar la experiencia de la humanidad para no tener en cada acto, en cada
momento de la vida, que tomar una decisión como si se tratase de la primera v ez que es llevado a
cabo algo semejante en el decurso de la historia de la humanidad:

Todas las criaturas racionales se hacen a la mar de la vida con decisiones ya tomadas respecto a
las cuestiones comunes de corrección e incorrección moral ... Por lo demás, argumentar seriamente,
como si no fuera posible disponer de tales principios secundarios, como si la humanidad hubiera
permanecido hasta ahora, y hubiera de permanecer por siempre, sin derivar conclusiones generales de
la experiencia de la vida humana, es el absurdo mayor al que jamás se pudiera llegar en las disputas
filosóficas (Mili, 1984, 73).

Contemporáneamente existen actitudes muy diversas respecto al utilitarismo de la regla y


de! acto. Desde la de J. J. C. Smart que opta por e! utilitarismo del acto para evitar e! «culto a la
regla» (rule worship) (Smart y Williams, 1973, 10), hasta los posicionamientos de Toulmin a favor de
lo que Smart denominaría un utilitarismo de la regla real (en oposición al utilitarismo de la regla
posible que considera Smart más cercano al kantismo), sin olvidar a Brandt y su propuesta ya
mencionada de un utilitarismo de la regla ampliado (extended rule-utilitarianism) que dé cabida
dentro de la promoción de la felicidad general a un principio de justicia para su distribución
equitativa.
La posición adoptada por R. M. Hare también es interesante al respecto, diferenciando dos
niveles de pensamiento moral: a nivel intuitivo seríamos, y deberíamos serlo, utilitaristas de la
regla, actuando conforme a las normas consagradas, los principios prima Jacie, que mediante e!
proceso de socialización y educación percibimos como correctos, mientras que a nivel crítico
deberíamos comportarnos como utilitarista s de! acto (Hare, 1981,2555). Su intento de integrar
estos dos niveles, favoreciendo su coexistencia se acerca bastante a la postura ya indicada
prevaleciente en el utilitarismo de MilI.

Utilitarismo cuantitativo y cualitativo

Habitualmente se considera que Mili se apartó drásticamente de la doctrina utilitarista de


Bentham al introducir el concepto de «calidad» de los placeres como algo a tener en cuenta a la
hora de elegir tanto una acción privada como una actuación colectiva, frente a una concepción
puramente cuantitativa de los placeres.

No cabe duda de que Mili se distanció de Bentham al distinguir unos placeres como
superiores a otros. Afirmaciones de Mili tales como: «Es mejor ser un ser humano insatisfecho que
un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho» ( 1984 , 51),
parecen situarle, decididamente, en las antípodas del utilitarismo cuantitativo de Bentham, que
consideraba, como ya hemos visto en otro apartado, igualmente valioso, desde un punto de vista
ético, el placer derivado de entretenerse con el pushpin que el cultivo de las artes o la ciencias.

No obstante, y como ya indiqué, esta defensa del pushpin aparecía dentro de un contexto
determinado y tenía como finalidad la defensa de la no financiación, a expensas de la masa
ignorante, de los sutiles placeres de los más ilustrados.

Por otra parte, si bien teóricamente el utilitarismo cuantitativo de Bentham y el utilitarismo


cualitativo, defendido calurosamente en nuestros días por Daniel Holbrook (1988, especialmente
109-31), parecerían diferir sustancialmente, de hecho hay que decir en honor de Bentham que en
su teoría hay ya una importante distinción y diferenciación de los placeres, si no por sus cualidades
intrínsecas sí por los efectos que de ellos se derivan. Los versos famosos que popularizaron su
doctrina nos dan cuenta de los efectos o resultados que hacen a un placer extrínsecamente más
valioso que otro:
Que sea intenso, largo, seguro, rapido, fructífero, puro,

has de tener en cuenta para el placer o el dolor seguro.

Busca placeres tales cuando el fin es privado,

extiéndelos, no obstante, cuando es público el cuidado.

Evita dolores tales para ti o para otro.

Si ha de existir dolor que se extienda a muy pocos.

Por lo demás, como Smart ha indicado con sagacidad, si bien a nivel teórico pueden existir
diferencias en los planteamientos de Bentham y de MilI, requisitos tales como el de la fecundidad
de los placeres (fructífero, intenso, largo, seguro, etc.), hacen que, de hecho, en la práctica,
Bentham hubiera de preferir también al Sócrates insatisfecho, que incitaría a reformas sociales
importantes que reportarían una felicidad mayor al mayor número, que al necio satisfecho, así
como también habría de preferir el placer de relacionarse íntimamente con la literatura, que el
placer de estar en contacto con el licor, a tenor de los efectos secundarios de esta última
experiencia (dolor de cabeza, estómago, ruina de la salud física, psíquica, etc.). Posiblemente,
desde un punto de vista hedonista puramente cuantitativo es mejor leer poesía que jugar al
pushpin, en atención al requisito de fecundidad propuesto por Bentham. Como Smart indica
oportunamente, el hedonista cuantitativo (o utilitarista hedonista como él le denomina) y el
hedonista cualitativo (utilitarista semi-idealista) estarán de acuerdo respecto a sus
recomendaciones prácticas en la mayor parte de las circunstancias de la vida (Smart y Williams,
1973, 18.

El utilitarismo

J.S.Mill

Así pues, aunque el no reconocimiento de un primer principio explicito ha hecho de la ética,


más que una guía moral, la consagración de los sentimientos que los hombres poseen, con todo,
dado que los sentimientos de los hombres, tanto favorables como adversos, se ven fuertemente
influidos por lo que los humanos suponen que son los efectos de las cosas en su felicidad, el
principio de utilidad, o como Bentham le denominó últimamente, el principio de la mayor felicidad.

No hemos de inferir, sin embargo, que su aceptación o rechazo haya de depender del
impulso ciego o la elección arbitraria. Existe un significado más amplio de la palabra «prueba»,
según el cual esta cuestión es tan susceptible de ser probada como cualquier otra de las cuestiones
más polémicas de la filosofía. El tema es susceptible de conocimiento mediante la facultad de la
razón y, por ende, tampoco esta facultad se enfrenta con él solamente vía intuición. Pueden
ofrecerse consideraciones que permiten lograr que el intelecto otorgue o deniegue su aprobación
a esta doctrina; y ello equivale a una prueba.

2. Qué es el utilitarismo

No merece más que un comentario de pasada el despropósito, basado en la ignorancia, de


suponer que aquellos que defienden la utilidad como criterio de lo correcto y lo incorrecto utilizan
el término en aquel sentido restringido y meramente coloquial en el que la utilidad se opone al
placer.

Interpretación que, por lo demás, resulta de lo más sorprendente en la medida en que la


acusación contraria, la de vincular todo al placer, y ello también en la forma más burda del mismo,
es otra de las que habitualmente se hacen al utilitarismo.

Quienes saben algo del asunto están enterados de que todos los autores, desde Epicuro
hasta Bentham, que mantuvieron la teoría de la utilidad, entendían por ella no algo que ha de
contraponerse al placer, sino el propio placer junto con la liberación del dolor y que en lugar de
oponer lo útil a lo agradable o a lo ornamental, han declarado siempre que lo útil significa, entre
otras, estas cosas.

El credo que acepta como fundamento de la moral la Utilidad, o el Principio de la mayor


Felicidad, mantiene que las acciones son correctas (right) en la medida en que tienden a promover
la felicidad, incorrectas ( wrong)1 en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Por
felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer.
Para ofrecer una idea clara del criterio moral que esta teoría establece es necesario indicar mucho
más: en particular, qué cosas incluye en las ideas de dolor y placer, y en qué medida es ésta una
cuestión a debatir. Pero estas explicaciones suplementarias no afectan a la teoría de la vida sobre
la que se funda esta teoría de la moralidad -a saber, que el placer y la exención del sufrimiento son
las únicas cosas deseables como fines - ; y que todas las cosas deseables (que son tan numerosas en
el proyecto utilitarista como en cualquier otro)son deseables ya bien por el placer inherente a ellas
mismas, o como medios para la promoción del placer y la evitación del dolor.

Ahora bien, tal teoría de la vida provoca en muchas mentes, y entre ellas en algunas de las
más estimables en sentimientos y objetivos, un fuerte desagrado. Suponer que la vida no posea (tal
como ellos lo expresan) ninguna finalidad más elevada que el placer -ningún objeto mejor y más
noble de deseo y búsqueda- lo califican como totalmente despreciable y rastrero, como una
doctrina sólo digna de los puercos, a los que se asociaba a los seguidores de Epicuro.

Cuando se les atacaba de este modo, los epicúreos han contestado siempre que no son
ellos, sino sus acusadores, los que ofrecen una visión degradada de la naturaleza humana; ya que la
acusación supone que los seres humanos no son capaces de experimentar más placeres que los que
puedan experimentar los puercos.

Resulta degradante la comparación de la vida epicúrea con la de las bestias precisamente


porque los placeres de una bestia no satisfacen la concepción de felicidad de un ser humano. Los
seres humanos poseen facultades más elevadas que los apetitos animales, y una vez que son
conscientes de su existencia no consideran como felicidad nada que no incluya la gratificación de
aquellas facultades.

Con todo, no existe ninguna teoría conocida de la vida epicúrea que no asigne a los placeres
del intelecto, de los sentimientos y de la imaginación, y de los sentimientos morales, un valor
mucho más elevado en cuanto placeres que a los de la pura sensación.

Debe admitirse, sin embargo, que los utilitaristas, en general, han basado la superioridad de
los placeres mentales sobre los corporales, principalmente en la mayor persistencia, seguridad,
menor costo, etc. de los primeros (Las condiciones que imponía Bentham para medir la calidad de
un placer eran: 1) Su intensidad. 2) Su duración. 3) Su mayor o menor posibilidad. 4) Su proximidad
o no proximidad. 5) Su fecundidad. 6) Su pureza, y 7) Su extensión (es decir, el número de personas
afectadas), es decir, en sus ventajas circunstanciales más que en su naturaleza intrínseca. En todos
estos puntos los utilitaristas han demostrado satisfactoriamente lo que defendían, pero bien
podrían haber adoptado la otra formulación, más elevada, por así decirlo, con total consistencia. Es
del todo compatible con el principio de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de
placer son más deseables y valiosos que otros.

Si se me pregunta qué entiendo por diferencia de calidad en los placeres, o qué hace a un
placer más valioso que otro, simplemente en cuanto placer, a no ser que sea su mayor cantidad,
sólo existe una única posible respuesta. De entre dos placeres, si hay uno al que todos, o casi todos
los que han experimentado ambos, conceden una decidida preferencia, independientemente de
todo sentimiento de obligación moral para preferirlo, ése es el placer más deseable. Si aquellos
que están familiarizados con ambos colocan a uno de los dos tan por encima del otro que lo
prefieren, aun sabiendo que va acompañado de mayor cantidad de molestias, y no lo cambiarían
por cantidad alguna que pudieran experimentar del otro placer, está justificado que asignemos al
goce preferido una superioridad de calidad que exceda de tal modo al valor de la cantidad como
para que ésta sea, en comparación, de muy poca importancia.

Ahora bien, es un hecho incuestionable que quienes están igualmente familiarizados con
ambas cosas y están igualmente capacitados para apreciarlas y gozarlas, muestran realmente una
preferencia máximamente destacada por el modo de existencia que emplea las capacidades
humanas más elevadas. Pocas criaturas humanas consentirían en transformarse en alguno de los
animales inferiores ante la promesa del más completo disfrute de los placeres de una bestia.
Ningún ser humano inteligente admitiría convertirse en un necio, ninguna persona culta querría ser
un ignorante, ninguna persona con sentimientos y conciencia querría ser egoísta y depravada, aun
cuando se le persuadiera de que el necio, el ignorante o el sinvergüenza pudieran estar más
satisfechos con su suerte que ellos con la suya.

Un ser con facultades superiores necesita más para sentirse feliz, probablemente está
sujeto a sufrimientos más agudos, y ciertamente los experimenta en mayor número de ocasiones
que un tipo inferior. Sin embargo, a pesar de estos riesgos, nunca puede desear de corazón
hundirse en lo que él considera que es un grado más bajo de existencia.

Podemos ofrecer la explicación que nos plazca de esta negativa. Podemos atribuirla al
orgullo, nombre que se da indiscriminadamente a algunos de los más y a algunos de los menos
estimables sentimientos de los que la humanidad es capaz. Podemos achacar tal negativa al amor a
la libertad y la independencia, apelando a lo cual los estoicos conseguían inculcarla de la manera
más eficaz. O achacarla al amor al poder, al amor a las emociones, cosas ambas que están
comprendidas en ella y a ella contribuyen. Sin embargo, lo más indicado es apelar a un sentido de
dignidad que todos los seres humanos poseen en un grado u otro, y que guarda alguna correlación,
aunque en modo alguno perfecta, con sus facultades más elevadas y que constituye una parte tan
esencial de la felicidad.
Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates
insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa
de que ellos sólo conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce
ambas caras.

Considero inapelable este veredicto emitido por los únicos jueces competentes. En relación
con la cuestión de cuál de dos placeres es el más valioso, o cuál de dos modos de existencia es el
más gratificante para nuestros sentimientos, al margen de sus cualidades morales o sus
consecuencias, el juicio de los que están cualificados por el conocimiento de ambos o , en caso de
que difieran, el de la mayoría de ellos, debe ser admitido como definitivo. Es preciso que no haya
dudas en aceptar este juicio respecto a la calidad de los placeres, ya que no contamos con otro
tribunal, ni siquiera en relación con la cuestión de la cantidad. ¿Qué medio hay para determinar cuál
es el más agudo de dos dolores, o la más intensa de dos sensaciones placenteras, excepto el
sufragio universal de aquellos que están familiarizados con ambos? ¿Con qué contamos para decidir
si vale la pena perseguir un determinado placer a costa de un dolor particular a no ser los
sentimientos y juicio de quien los experimenta? Cuando, por consiguiente, tales sentimientos y
juicio declaran que los placeres derivados de las facultades superiores son preferibles como clase,
aparte de la cuestión de la intensidad, a aquellos que la naturaleza animal, al margen de las
facultades superiores, es capaz de experimentar, merecen la misma consideración respecto a este
tema.

Hedonismo egoísta podría contar con un fácil soporte en un hedonismo psicológico, dicho
hedonismo psicológico explica únicamente que prefiramos ser felices a ser desgraciados, mas no
que prefiramos la «felicidad general» a la particular.

Conforme al Principio de la Mayor Felicidad, tal como se explicó anteriormente, el fin


último, con relación al cual y por el cual todas las demás cosas son deseables (ya estemos
considerando nuestro propio bien o el de los demás), es una existencia libre, en la medida de lo
posible, de dolor y tan rica como sea posible en goces, tanto por lo que respecta a la cantidad como
a la calidad, constituyendo el criterio de la calidad y la regla para compararla con la cantidad, la
preferencia experimentada por aquellos que, en sus oportunidades de experiencia (a lo que debe
añadirse su hábito de auto-reflexión y auto-observación), están mejor dotados de los medios que
permiten la comparación. Puesto que dicho criterio es, de acuerdo con la opinión utilitarista, el fin
de la acción humana, también constituye necesariamente el criterio de la moralidad, que puede
definirse, por consiguiente, como «las reglas y preceptos de la conducta humana» mediante la
observación de los cuales podrá asegurarse una existencia tal como se ha descrito, en la mayor
medida posible, a todos los hombres. Y no sólo a ellos, sino, en tanto en cuanto la naturaleza de las
cosas lo permita, a las criaturas sintientes en su totalidad.

Se presentan contra esta doctrina, sin embargo, otra clase de objetores que afirman que la
felicidad no puede constituir, en ninguna de sus formas, el fin racional de la vida y la acción
humana. En primer lugar porque es inalcanzable. Preguntan despectivamente, ¿qué derecho tienes
a ser feliz? Cuestión que el señor Carlyle 13 remacha al añadir: ¿qué derecho tenías, hace poco, ni
siquiera a existir? Luego añaden que los hombres pueden pasarse sin la felicidad, que todos los
seres humanos nobles han pensado así, y que no podrían haber llegado a ser nobles sino
aprendiendo la lección de la Entsagen o renunciación, lección que una vez que ha sido del todo
aprendida y aceptada, afirman ellos, es el comienzo y condición necesaria de toda virtud.

La felicidad a la que se referían los primeros no es la propia de una vida de éxtasis, sino de
momentos de tal goce, en una existencia constituida por pocos y transitorios dolores, por muchos y
variados placeres, con un decidido predominio del activo sobre el pasivo, y teniendo como
fundamento de toda la felicidad no esperar de la vida más de lo que la vida pueda dar.

Todo lo anterior nos lleva a la apreciación adecuada de lo que dicen los objetores respecto a
la posibilidad y obligación de aprender a prescindir de la felicidad. No cabe duda de que es posible
prescindir de la felicidad. Diecinueve de cada veinte seres humanos lo hacen involuntariamente,
incluso en aquellas zonas de nuestro mundo actual que están menos hundidas en la barbarie; y a
menudo se lleva a cabo voluntariamente por parte del héroe o del mártir, en gracia a algo que
aprecia más que su felicidad individual. Pero este algo, ¿qué es, sino la felicidad de los demás, o
alguno de los requisitos de la felicidad? Indica nobleza el ser capaz de renunciar por completo a la
parte de felicidad que a uno le corresponde, o las posibilidades de la misma, pero, después de todo,
esta auto-inmolación debe tener algún fin.

La moral utilitarista reconoce en los seres humanos la capacidad de sacrificar su propio


mayor bien por el bien de los demás. Sólo se niega a admitir que el sacrificio sea en sí mismo un
bien. Un sacrificio que no incremente o tieneda a incrementar la suma total de la felicidad se
considera romo inútil. La única auto-renuncia que se aplaude es el amor a la felicidad, o a alguno de
los medios que conducen a la felicidad, de los demás, ya bien de la humanidad colectivamente, o de
individuos particulares, dentro de los límites que imponen los intereses colectivos de la humanidad.

Debo repetir nuevamente que los detractores del utilitarismo raras veces le hacen justicia y
reconocen que la felicidad que constituye el criterio utilitarista de lo que es correcto en una
conducta no es la propia felicidad del agente, sino la de todos los afectados. Entre la felicidad
personal del agente y la de los demás, el utilitarista obliga a aquél a ser tan estrictamente imparcial
como un espectador desinteresado y benevolente. En la regla de oro de Jesús de Nazaret
encontramos todo el espíritu de la ética de la utilidad: «Compórtate con los demás como quieras
que los demás se comporten contigo» y «Amar al prójimo como a ti mismo» constituyen la
perfección ideal de la moral utilitarista. Como medio para alcanzar más aproximadamente este
ideal, la utilidad recomendará, en primer término, que las leyes y organizaciones sociales
armonicen en lo posible la felicidad o (como en términos prácticos podría denominarse) los
intereses de cada individuo con los intereses del conjunto. En segundo lugar, que la educación y la
opinión pública, que tienen un poder tan grande en la formación humana, utilicen de tal modo ese
poder que establezcan en la mente de todo individuo una asociación indisoluble entre su propia
felicidad y el bien del conjunto, especialmente entre su propia felicidad y la práctica de los modos
de conducta negativos y positivos que la felicidad prescribe; de tal modo que no sólo no pueda
concebir la felicidad propia en la conducta que se oponga al bien general, sino también de forma
que en todos los individuos el impulso directo de mejorar el bien general se convierta en uno de los
motivos habituales de la acción y que los sentimientos que se conecten con este impulso ocupen un
lugar importante y destacado en la experiencia sintiente de todo ser humano.

No siempre puede acusarse a los detractores del utilitarismo de representarlo desde esta
perspectiva que lo hace poco apreciable. Por el contrario, aquellos de entre los que poseen algo
aproximado a una idea clara de su carácter desinteresado a veces consideran un defecto el que sus
normas sean demasiado elevadas para la humanidad. Afirman que es una exigencia excesiva el
pedir que la gente actúe siempre inducida por la promoción del interés general de la sociedad. Pero
esto supone no entender el verdadero significado de un modelo de moral y confundir la regla de
acción con el motivo que lleva a su cumplimiento. Es tarea de la ética la de indicarnos cuáles son
nuestros deberes o mediante qué pruebas podemos conocerlos, pero ningún sistema ético exige
que el único motivo de nuestro actuar sea un sentimiento del deber. Por el contrario, el noventa y
nueve por ciento de todas nuestras acciones se realizan por otros motivos, cosa que es del todo
correcta si la regla del deber no los condena. Resulta totalmente injusto hacer objeciones al
utilitarismo sobre la base de lo anteriormente mencionado, cuando precisamente los moralistas
utilitaristas han ido más allá que casi todos los demás al afirmar que el motivo no tiene nada que
ver con la moralidad de la acción, aunque sí mucho con el mérito del agente. Quien salva a un
semejante de ser ahogado hace lo que es moralmente correcto, ya sea su motivo el deber o la
esperanza de que le recompensen por su esfuerzo. Quien traiciona al amigo que confía en él es
culpable de un crimen, aun cuando su objetivo sea servir a otro amigo con quien tiene todavía
mayores obligaciones. Pero si nos limitamos a hablar de acciones realizadas por motivos de deber y
en obediencia inmediata a principios, es interpretar erróneamente el pensamiento utilitarista el
imaginar que implica que la gente debe fijar su mente en algo tan general como el mundo o la
sociedad en su conjunto.

La gran mayoría de las acciones están pensadas no para beneficio del mundo sino de los
individuos a partir de los cuales se constituye el bien del mundo y no es preciso que el pensamiento
del hombre más virtuoso cabalgue, en tales ocasiones, más allá de las personas afectadas, excepto
en la medida en que sea necesario asegurarse de que al beneficiarles no está violando los
derechos, es decir, las expectativas legítimas y autorizadas de nadie más. La multiplicación de la
felicidad es, conforme a la ética utilitarista, el objeto de la virtud: las ocasiones en las que persona
alguna (excepto una entre mil) tiene en sus manos el hacer esto a gran escala -en otras palabras ser
un benefactor público- no son sino excepcionales; y sólo en tales ocasiones se le pide que tome en
consideración la utilidad pública. En todos los demás casos, todo lo que tiene que tener en cuenta
es la utilidad privada, el interés o felicidad de unas cuantas personas. Sólo aquellos cuyas acciones
influyen hasta abarcar la sociedad en general tienen necesidad habitual de ocuparse de un objeto
tan amplio.

No encontramos nada en la doctrina utilitarista que niegue el hecho de que hay más cosas
que nos interesan con relación a una persona que la corrección o incorrección de sus acciones. Es
cierto que los estoicos con el paradójico abuso del lenguaje que formaba parte de su sistema, y
mediante el cual trataban de elevarse por encima de toda preocupación por nada que no fuese la
virtud, gustaban de afirmar que quien la posee tiene a su alcance todo lo demás, que esa persona, y
sólo esa persona, es rica, hermosa, regia. Sin embargo, la doctrina utilitarista no pretende hacer tal
descripción del hombre virtuoso. Los utilitaristas son perfectamente conscientes de que existen
otras posesiones y cualidades deseables aparte de la virtud, y están completamente dispuestos a
concederles todo su valor. También son conscientes de que una acción correcta no indica
generalmente una persona virtuosa, y de que acciones que son condenables proceden con
frecuencia de cualidades que merecen elogio. Cuando esto resulta patente en cualquier caso
particular, ello modifica la estimación que ellos tienen, no del acto ciertamente, sino del agente.
Puedo asegurar, que, no obstante, consideran que, a la larga, la mejor prueba de que se posee un
buen carácter es realizar buenas acciones, y que se ruegan por completo a considerar buena
ninguna disposición mental cuya tendencia predominante sea la de producir una mala conducta.

De ese modo, a menudo puede ser conveniente decir una mentira con objeto de superar
alguna situación incómoda del momento, o lograr algún objetivo inmediatamente útil para
nosotros u otros. Mas, el cultivar en nosotros mismos un desarrollo de la sensibilidad respecto al
tema de la verdad es una de las cosas más útiles, y su debilitamiento una de las más dañinas, con
relación a aquello para lo que nuestra conducta puede servir. Por otra parte, cualquier desviación
de la verdad, aun no intencionada, contribuye en gran medida al debilitamiento de la confianza en
las afirmaciones hechas por los seres humanos, lo cual no solamente constituye el principal sostén
de todo el bienestar social actual, sino que cuando es insuficiente contribuye más que ninguna otra
cosa al deterioro de la civilización, la virtud, y todo de lo que depende la felicidad humana en gran
escala. Por ello consideramos que la violación, por una ventaja actual, de una regla de tan
trascendental conveniencia no es conveniente y que quien, por motivos de conveniencia suya o de
algún otro individuo, contribuye por su parte a privar a la humanidad del bien, e infligirle el mal,
implícitos en la mayor o menor confianza que pueda depositarse en la palabra de los demás,
representa el papel del peor de los enemigos del género humano. Con todo, el hecho de que esta
regla, sagrada como es, admita posibles excepciones, es algo reconocido por todos los moralistas,
siendo el principal caso excepcional aquel en que al ocultar algún hecho podamos salvar a un
individuo de un grande e inmerecido mal -especialmente cuando se trate de otro individuo que no
seamos nosotros mismos-, como ocurre cuando le ocultamos información a un malhechor o malas
noticias a una persona gravemente enferma, y cuando la ocultación sólo puede ser realizada
mediante la negación. Sin embargo, a fin de que lo excepcional no se extienda más allá de lo
necesario, y con objeto de que produzca el menor efecto posible en la debilitación de la confianza
en la veracidad, lo excepcional debe ser estipulado y delimitado, si es posible. Y si el principio de la
utilidad sirve para algo, debe servir para comparar estas utilidades en conflicto y señalar el ámbito
dentro del cual cada una de ellas predomina.

También se da el caso de que los defensores de la utilidad se ven llevados a menudo a dar
réplica a objeciones como la que sigue: no hay tiempo, con anterioridad a la acción para calcular y
medir los efectos de una línea de conducta sobre la felicidad general. Esto es exactamente igual a
afirmar que es imposible guiar nuestra conducta de acuerdo con los principios cristianos por no
disponer de tiempo en todas las ocasiones en las que ha de llevarse algo a cabo, para leer en su
totalidad el Viejo y el Nuevo Testamento. La respuesta a tal objeción, es la de que se ha dispuesto
de mucho tiempo, a saber, todo lo que ha durado el pasado de la especie humana. Durante todo
ese tiempo la humanidad ha estado aprendiendo por experiencia las tendencias de las acciones,
experiencia de la que depende tanto toda la prudencia como toda la moralidad de nuestra vida. Se
habla como si hasta el momento este curso de la experiencia no hubiese comenzado y como si, en
el instante en que un hombre se sintiese tentado a interferir en la propiedad o la vida de otro,
tuviera que empezar a considerar por primera vez si el asesinato y el robo son perjudiciales para la
felicidad humana.

Pero de acuerdo con cualquier hipótesis en la que no se incluya esto último, la humanidad
debe haber adquirido ya creencias positivas con relación a los efectos de algunas nociones sobre su
felicidad. Creencias que así generadas son las reglas de moralidad para la multitud y también para
el filósofo hasta que consiga mejores hallazgos. El que los filósofos puedan lograr esto fácilmente,
incluso ahora, con relación a muchos temas, el que el código tradicional de la ética no es en modo
alguno de derecho divino y que la humanidad tiene todavía mucho que aprender con relación a los
efectos de las acciones sobre la felicidad general, es algo que admiro, o mejor aún que mantengo
sin reservas.

Los corolarios del principio de la utilidad, al igual que los preceptos de todas las artes
prácticas son susceptibles de mejoras sin límite, y en un estado de progreso de la mente humana su
mejora continúa indefinidamente. Pero una cosa es considerar las reglas de la moralidad como no
conclusas, otra distinta es pasar por alto enteramente estas generalizaciones intermedias y
dedicarse a probar la moralidad de cada acción recurriendo directamente al primer principio.

Apuntes

*La ética permite la realización del ser

*Felicidad: placer y ausencia del dolor. Es subjetiva y consciente

*El placer se jerarquiza por un criterio cuantitativo, porque los placeres son homogeneos

*Utilidad: mayor felicidad. La máxima felicidad para la mayor felicidad de personas posibles. Las
acciones son las consecuencias de incrementar la felicidad social.

*Mill defiende el hedonismo ético busca el placer y evita el dolor. Estamos capacitados pero no
determinados.

*La ética exige cumplir la norma. En la norma esta el contenido moral.

Importa la consecuencia no tanto el motivo. El motivo no le quita el valor a la acción.

*Las normas no son mandatos divinos, ni ordenes ontológica, se origina antropologicamente en la


practica. Conocer implica ciertas acciones sobre la felicidad general. Se pueden modificar, corregir y
hasta ser abandonadas.
Motivo -------------------- acción ------------------- consecuencia el utilitarismo pone el acto acá

empírica

correcto incorrecto

Betham

Principio de utilidad

se debe evaluar el principio de utilidad previendo los probables casos en


cada caso particular.

Cada acción particular

consecuencia

Mill

Principio de utilidad

se justifica en el primer principio

cada acción particular normas

no habla de acciones particulares sino de tipos de actos

consecuencia

Tipos de actos

ej. matar- no matar con un cuchillo. Tendencias generales a producir determinadas consecuencias.

El calculo en necesario cuando no hay norma, cuando la situación es nueva.


Mill introduce dos grandes elementos frente a la formula de Betham

1) Clasificación de los placeres desde el punto de vista cualitativo no solamente cuantiutativa.

2) Utilidad del acto y regla


Textos de Marx y Engels en contra de la moralidad:

1) Marx, Prólogo de 1859, Contribución a la crítica de la economía política.

“(...) El primer trabajo que emprendí para resolver las dudas que me asaltaban fue una revisión
crítica de la filosofía hegeliana del Derecho, trabajo cuya introducción apareció en 1844 en los
Deutsch-Französische Jahrbücher, publicados en París. Mis indagaciones me hicieron concluir que
tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado no pueden ser comprendidas por sí mismas
ni por la pretendida evolución general del espíritu humano, sino que, al contrario, tienen sus raíces
en las condiciones materiales de vida, cuyo conjunto Hegel, siguiendo el ejemplo de los ingleses y
franceses del siglo XVIII, abarca con el nombre de "sociedad civil", y que la anatomía de la sociedad
civil debe buscarse en la Economía política. Comencé el estudio de esta última en París y lo
proseguí en Bruselas, adonde me trasladé en virtud de una orden de expulsión dictada por el señor
Guizot. El resultado general a que llegué y que, una vez obtenido, sirvió de guía a mis estudios
puede formularse brevemente como sigue:

En la producción social de su vida, los hombres entran en determinadas relaciones necesarias e


independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a un determinado
grado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. Estas relaciones de producción en su
conjunto constituyen la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se erige la
superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia
social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, político y
espiritual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino, por el
contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. En cierta fase de su desarrollo, las fuerzas
productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción
existentes, o bien, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de
propiedad en el seno de las cuales se han desenvuelto hasta entonces. De formas de desarrollo de
las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas. Y se abre así una época de
revolución social. Al cambiar la base económica, se transforma más o menos rápidamente toda la
superestructura inmensa. Cuando se examinan tales transformaciones, es preciso siempre
distinguir entre la transformación material -que se puede hacer constar con la exactitud propia de
las ciencias naturales- de las condiciones de producción económicas y las formas jurídicas, políticas,
religiosas, artísticas o filosóficas, en breve, las formas ideo-lógicas bajo las cuales los hombres
toman conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo. (…)
Una formación social no desaparece nunca antes de que se desarrollen todas las fuerzas
productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen relaciones de producción nuevas y
superiores antes de que hayan madurado, en el seno de la propia sociedad antigua, las condiciones
materiales para su existencia. Por eso la humanidad se plantea siempre únicamente los problemas
que puede resolver, pues un examen más detenido muestra siempre que el propio problema no
surge sino cuando las condiciones materiales para resolverlo ya existen o, por lo menos, están en
vías de formación. (...)”.

2) La ideología alemana.

2.1) “Totalmente al contrario de lo que ocurre en la filosofía alemana, que desciende del cielo sobre
la tierra, aquí se asciende de la tierra al cielo. Es decir, no se parte de lo que los hombres dicen, se
representan o se imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado,
para llegar, arrancando de aquí, al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente
actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos
ideológicos y de los ecos de este proceso de vida. También las formaciones nebulosas que se
condensan en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de su proceso material de
vida, proceso empíricamente registrable y sujeto a condiciones materiales. La moral, la religión, la
metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden,
así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo,
sino que los hombres que desarrollan su producción material y su intercambio material cambian
también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la
conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia. Desde el primer
punto de vista, se parte de la conciencia como del individuo viviente; desde el segundo punto de
vista, que es el que corresponde a la vida real, se parte del mismo individuo real viviente y se
considera la conciencia solamente como su conciencia”. p. 26

2.2) “Los comunistas no predican absolutamente ninguna moral, lo que Stirner hace con gran
largueza. No plantean a los hombres el postulado moral de ¡amaos los unos a los otros!, ¡no seáis
egoístas!, etc.; saben muy bien, por el contrario, que el egoísmo, ni más ni menos que la
abnegación, es, en determinadas condiciones, una forma necesaria de imponerse los individuos
(...)”. p. 287

2.3) “Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de
sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al
estado de cosas actual. Las condiciones de este movimiento se desprenden de la premisa
actualmente existente”. p. 37

2.4) “El entrelazamiento del disfrute de los individuos (...) con las condiciones de clase y la
condiciones de producción e intercambio en que viven (...), el entronque de toda filosofia del
disfrute con el disfrute real (...); todo esto, sólo podía descubrirse (...) a partir del momento en que
fue posible entrar a criticar las condiciones de producción e intercambio del mundo anterior. (…)
Con lo cual caía por tierra toda moral, tanto la moral del ascetismo como la del disfrute”. p. 500

3) Manifiesto comunista (junto con Engels).

“Las leyes, la moral, la religión, son otros tantos prejuicios burgueses, tras los que se ocultan otros
tantos intereses de la burguesía”. OME, pp. 32-33

4) El capital,

4.1) vol. 1

“Proudhon va a buscar su ideal de justicia, su ideal de la ‘justice éternelle’ a las relaciones jurídicas
correspondientes al régimen de producción de mercancías, con lo que –dicho sea de paso– aporta
la prueba muy consoladora para todos los buenos burgueses, de que la forma de la producción de
mercancías es algo tan eterno como la propia justicia. Luego, volviendo las cosas del revés,
pretende modelar la verdadera producción de mercancías y el derecho real y efectivo congruente
con ella sobre la horma de este ideal. ¿Qué pensaríamos de un químico que, en vez de estudiar las
verdaderas leyes de la asimilación de la materia, planteando y resolviendo a base de ellas
determinados problemas concretos, pretendiese modelar la asimilación de la materia sobre las
‘ideas eternas’ de la ‘naturalidad’ y de la ‘afinidad’? ¿Acaso se nos dice algo nuevo acerca de la
‘usura’ con decir que la misma choca con la ‘justicia eterna’ y la ‘eterna equidad’, con la ‘mutualidad
eterna’ y otras ‘verdades eternas’? No; sabemos exactamente lo mismo que sabían los padres de la
Iglesia cuando decían que chocaban con la ‘gracia eterna’, ‘la fe eterna’ y la ‘voluntad eterna de
Dios’. p. 86.

4.2) vol. 3

La justicia de las transacciones que se realizan entre los agentes de la producción se basa en el
hecho de que estas transacciones derivan de las relaciones de producción como su consecuencia
natural. Las formas jurídicas en las que estas transacciones se expresan como acciones
intencionadas de los interesados, como manifestaciones de su voluntad común y como contratos
cuya ejecución puede exigirse por la fuerza al otro contratante, no pueden determinar por el hecho
de que son simples formas, su contenido. Se limitan a expresarlo. El contenido [de una transacción]
es justo cuando corresponde al modo de producción, cuando es adecuado a él. Es injusto cuando se
halla en contradicción con dicho modo de producción

5) Crítica del Programa de Gotha.

“¿Qué es «reparto equitativo»? ¿No afirman los burgueses que el reparto actual es «equitativo»? ¿Y
no es éste, en efecto, el único reparto «equitativo» que cabe, sobre la base del modo actual de
producción? ¿Acaso las relaciones económicas son reguladas por los conceptos jurídicos? ¿No
surgen, por el contrario, las relaciones jurídicas de las relaciones económicas? ¿No se forjan
también los sectarios socialistas las más variadas ideas acerca del reparto «equitativo»? p. 14

“Me he extendido sobre el «fruto íntegro del trabajo», de una parte, y de otra, sobre «el derecho
igual» y «la distribución equitativa», para demostrar en qué grave falta se incurre, de un lado,
cuando se quiere volver a imponer a nuestro partido como dogmas ideas que, si en otro tiempo
tuvieron un sentido, hoy ya no son más que tópicos en desuso, y, de otro, cuando se tergiversa la
concepción realista —que tanto esfuerzo ha costado inculcar al partido, pero que hoy está ya
enraizada— con patrañas ideológicas, jurídicas y de otro género, tan en boga entre los demócratas
y los socialistas franceses.

Aun prescindiendo de lo que queda expuesto, es equivocado, en general, tomar como esencial la
llamada distribución y hacer hincapié en ella, como si fuera lo más importante. La distribución de
los medios de consumo es, en todo momento, un corolario de la distribución de las propias
condiciones de producción”. pp. 18-19

6) La guerra civil en Francia.

“Los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantar par decret du peuple [por decreto del
pueblo]. Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida
hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico,
tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán
las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente
liberar los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su
seno”. OME, p. 547
Textos de Marx que evidencian el compromiso –al menos implícito- con perspectiva normativa.

7) Primer borrador de La guerra civil en Francia:

Los socialistas utópicos describían correctamente la meta del movimiento social, la supresión del
sistema salarial con todas sus condiciones económicas de clase, aunque intentaron compensar las
condiciones históricas [todavía inmaduras] a través de fantásticas descripciones (...) de la nueva
sociedad en cuya propaganda (difusión) vieron los verdaderos medios de la salvación[, pero] desde
el momento en que movimiento de la clase trabajadora se convirtió en real, se desvanecieron las
utopías fantásticas, no porque [ella] hubiera renunciado a la meta a la que aspiraban los utopistas,
sino porque habían encontrado los medios efectivos para realizarla (citado por Steven Lukes,
Marxism and morality, p. 8).

8) El Capital, Libro 3:

Después de plantear (fragmento del vol. 3 de El Capital) la idea de la justicia como correspondencia
funcional con las instituciones básicas de cierto modo de producción y como pauta solo aplicable
internamente para evaluar sus propias prácticas (lo que lleva a una concepción relativista), la
siguiente afirmación se puede interpretar en el sentido de que es posible aplicar la pauta
perteneciente a determinado modo de producción para enjuiciar las instituciones y el
funcionamiento de otro, es decir.

La esclavitud, en la etapa de la producción capitalista, es injusta, como lo es igualmente el fraude


en lo que respecta a la calidad de las mercancías.

9) En que el mismo párrafo de La guerra civil en Francia (fragmento 6)) citado antes para
ejemplificar la formulación clásica del materialismo histórico en contra de la moralidad, Marx habla
de “(...) esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual (...)”, lo
que induce a entender la expresión “esa forma superior” de vida social en términos evaluativos y
no simplemente como un juicio de tipo puramente descriptivo.

10) La ideología alemana, p. 34

Finalmente, la división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de cómo, mientras los hombres
viven en una sociedad natural, mientras se da, por tanto, una separación entre el interés particular
y el interés común, mientras las actividades, por consiguiente, no aparecen divididas
voluntariamente, sino por modo natural, los actos propios del hombre se erigen ante él en un
poder ajeno y hostil, que le sojuzga, en vez de ser él quien los domine. En efecto, a partir del
momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo
exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador,
pescador, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo, si no quiere verse privado
de los medios de vida; al paso que en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado
un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor
le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente
posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar,
por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme
a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.

11) Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, I, pp. 447-48

Pero, in fact, si se despoja a la riqueza de su limitada forma burguesa, ¿qué es la riqueza sino la
universalidad de las necesidades, capacidades, goces, fuerzas productivas, etc., de los individuos,
creada en el intercambio universal? ¿[Qué sino] el desarrollo pleno del dominio humano sobre las
fuerzas naturales, tanto sobre las de la así llamada naturaleza como sobre su propia naturaleza?
¿[Qué sino] la elaboración absoluta de sus disposiciones Creadoras sin otro presupuesto que el
desarrollo histórico previo, que convierte en objetivo a esta plenitud total del desarrollo, es decir,
al desarrollo de todas las fuerzas humanas en cuanto tales (...)? ¿[Qué sino una elaboración como
resultado de] la cual el hombre no se reproduce en su carácter limitado sino que produce su
plenitud total?

A partir de los textos precedentes, Jonathan Wolff en su artículo “Karl Marx” de la Enciclopedia
Stanford de Filosofía, plantea las cuestiones que han dado lugar a las dos interpretaciones
predominante sobre el preciso contenido de la concepción normativa de Marx:

“(...) las obras de todos los periodos de la vida de Marx revelan una intensa aversión hacia la
sociedad capitalista burguesa y una indudable aprobación de la sociedad comunista por venir. Sin
embargo, no son claros los términos de tal antipatía y adhesión.

(...). Así, es posible distinguir varias cuestiones en lo que refiere a la actitud de Marx hacia el
capitalismo y el comunismo (...) y en lo que concierne a las ideas de justicia y de moralidad en un
sentido más amplio. Esto plantea cuatro preguntas: (1) ¿pensó Marx que el capitalismo es injusto?,
[o] (2) ¿(...) que (...) podía ser moralmente criticado sobre otros fundamentos?, (3) ¿pensó que el
comunismo sería justo? [o] (4) ¿(...) que podía ser moralmente aprobado sobre otras bases?”(trad.
DM), Wolff, J., “Karl Marx”, The Stanford Encyclopedia of Philosophy (June 2010) Edward N. Zalta (ed.),
URL = <http://plato.stanford.edu/archives/win2012/entries/wolff/>.
Engels, F., Anti-Duhring, Ciencia Nueva, Madrid, 1968. “IX. La moral y el derecho. Verdades eternas.

(…) Duhring dice en la frase citada anteriormente: ‘Las verdades morales, por poco que se las
comprenda hasta sus últimas razones, pueden pretender tener un valor análogo al de las verdades
matemáticas’. Y el señor Dühring -desde su punto de vista, verdaderamente crítico, y por su
penetrante investigación- ¿no tiene la pretensión de haber alcanzado esas últimas razones, esos
esquemas esenciales y haber conferido, por consecuencia, a las verdades morales el carácter de
verdades definitivas y sin apelación? (...).

Y si no vamos más lejos cuando se trata de verdad y de error, ¿qué será cuando se trate del bien y
del mal? Semejante oposición pertenece exclusivamente al orden moral, es decir, a un orden que se
refiere a la historia de la humanidad, y en tal caso, justamente, las verdades definitivas y sin
apelación son de lo más raro. Las ideas de bien y de mal han variado tanto de pueblo a pueblo y de
siglo a siglo, que con frecuencia incluso se contradicen. Pero, se objetará, el bien, sin embargo, no
es el mal, y el mal no es el bien; pues si se confunden bien y mal toda moralidad se acaba y cada uno
puede hacer y admitir lo que le plazca. Tal es precisamente, despojándolo del tono de oráculo con
que lo reviste, el pensamiento del señor Dühring. Pero la cosa no es tan sencilla; si fuese tan poco
complicada jamás se disputaría acerca del bien y del mal, y cada cual sabría, lo que es bien y mal.
¿Dónde estamos hoy? ¿Qué moral se nos predica? He aquí desde luego la moral cristiana feudal,
heredada de los siglos de fe, y esta moral se divide fundamentalmente en moral católica y
protestante, sin perjuicio de nuevas subdivisiones, desde la moral de los jesuitas y del
protestantismo ortodoxo, hasta la moral laxa y liberal.

Al lado de éstas tenemos la moral burguesa moderna y aun la moral proletaria del porvenir, de tal
suerte que en los países de Europa en que la civilización es más elevada, el pasado, el presente y el
porvenir presentan tres grandes tipos de teorías morales que simultánea y sucesivamente están en
vigor. ¿Cuál es la verdadera? Ninguna, en el sentido absoluto de verdad definitiva. Pero, con
seguridad, la moral que contiene más elementos durables es la que ahora representa la
transformación del presente, la del porvenir, la moral proletaria.

Pero cuando vemos que cada una de las tres clases de la sociedad moderna, la aristocracia feudal,
la burguesía y el proletariado tienen su moral propia, no podemos sacar más que una conclusión, y
es que, consciente o inconscientemente, los hombres toman, en último análisis, sus ideas morales
de la situación práctica de su clase, del estado económico de producción y de cambio.

Sin embargo, hay elementos comunes a esas tres teorías morales; ¿no serían esos, al menos, una
parte de la moral fijada para siempre, la moral eterna? Esas tres teorías morales representan tres
grados diferentes de una misma evolución histórica; tienen, pues, un sustrato histórico común, y de
ahí necesariamente rasgos comunes; más aún, a grados idénticos, o aproximadamente idénticos, de
evolución económica, deben corresponder teorías morales que necesariamente se concuerden más
o menos. A partir del momento en que se ha desarrollado la propiedad privada de los objetos
muebles, una ley moral debe ser común a todas las sociedades que admiten esa propiedad privada:
Tú no robarás. ¿Pero esa leyes por eso una ley moral eterna? De ninguna manera. En una sociedad
donde no hay motivos para robar, en que, a la larga, no se puede ser robado sino a lo sumo por
enfermos, ¡qué risotadas no acogerían al predicador de moral que solamente quisiera proclamar
esta verdad eterna: Tú no robarás!

En consecuencia, rechazamos toda tentativa para imponernos un sistema cualquiera de moral


dogmática como ley moral eterna, definitiva, en lo sucesivo inmutable, bajo pretexto de que el
mundo moral también tiene sus principios permanentes superiores a la historia y a las diversidades
étnicas. Por el contrario, afirmamos que toda teoría moral hasta ahora fue producto, en último
análisis, del estado económico de la sociedad en la época correspondiente. Y como la sociedad se
ha movido siempre en antagonismos de clases, la moral ha sido siempre una moral de clase, o bien
ha justificado el dominio y los intereses de la clase dominante o bien ha representado, desde que la
clase oprimida se hacía bastante fuerte para eso, la revuelta contra esa dominación y los intereses
del porvenir de los oprimidos. Que en conjunto se haya producido un progreso de la moral, como
de todas las demás ramas del conocimiento humano, no hay que dudarlo. Pero aún no hemos
superado la moral de clase. Una moral verdaderamente humana, superior a los antagonismos de las
clases sociales y a sus supervivencias, no será posible sino en una sociedad que no sólo haya
superado, sino hasta olvidado en la vida práctica, la oposición entre las clases sociales. Y ahora
puede medirse la presunción del señor Dühring, que, en medio de la vieja sociedad dividida en
clases, pretende, la víspera de la revolución social, imponer a la sociedad futura, que ya no
reconocerá las clases sociales, una moral eterna, independiente del tiempo y de las mudanzas de la
realidad. Aun suponiendo, lo que aún no sé, que comprenda la estructura de semejante sociedad
futura, al menos en sus líneas fundamentales.

MARX CONTRA LA MORALIDAD

Allen Wood

Peter Singer (ed.), Compendio de Ética / Alianza Editorial, Madrid, 1995 (cap. 45, págs. 681-698)

1. Introducción

Los marxistas expresan a menudo una actitud despectiva hacia la moralidad, que (según dicen) no es
más que una forma de ilusión, una falsa conciencia o ideología. Pero otros (tanto si se consideran
marxistas como si no) a menudo consideran difícil de comprender esta actitud. Los marxistas condenan
el capitalismo por explotar a la clase trabajadora y condenar a la mayoría de la gente a llevar una vida
alienada e insatisfecha. ¿Qué razones pueden ofrecer para ello, y cómo pueden esperar que otros hagan
lo mismo, si abandonan toda llamada a la moralidad? Sin embargo, el rechazo marxista de la moralidad
comienza con el propio Marx. Y ésta es —según voy a argumentar— una concepción defendible, una
consecuencia natural, como dice Marx de ella, de la concepción materialista de la historia. Aun sí no
aceptamos las restantes ideas de Marx, su ataque a la moralidad plantea cuestiones importantes
relativas a la manera en que debemos concebir ésta.

2. El antimoralismo de Marx

Marx suele permanecer en silencio acerca del tipo de cuestiones que interesan a los moralistas y a los
filósofos morales. Pero de lo que dice resulta claro que este silencio no se debe a un descuido benigno.
Su actitud es más bien de hostilidad abierta a la teorización moral, a los valores morales e incluso a la
propia moralidad. Contra Pierre Proudhon, Karl Heinzen y los «socialistas auténticos» alemanes, Marx
utiliza regularmente los términos «moralidad» y «crítica moralizante» como epítetos insultantes.
Condena amargamente la exigencia de «salarios justos» y «distribución justa» del Programa de Gotha,
afirmando que estas expresiones «confunden la perspectiva realista de la clase trabajadora» con la
«verborrea desfasada» y la «basura ideológica» que su enfoque científico ha vuelto obsoleta (MEW
19:22, SW 325). Cuando otros persuaden a Marx a que incluya retórica moral suave en las reglas para la
Primera Internacional, éste siente que debe pedir disculpas a Engels por ello: «me vi obligado a
introducir dos expresiones sobre "deber" y "lo correcto" ... es decir, sobre "la verdad, la moralidad y la
justicia", pero están situadas de forma tal que no pueden hacer daño alguno» (CW 42, pág. 18).

Normalmente Marx describe la moralidad, junto a la religión y al derecho, como formas de ideología,
«otros tantos prejuicios burgueses tras los cuales se esconden otros tantos intereses burgueses» (MEW
4, pág. 472; CW 6, pág. 494-95; cf. MEW 3, pág. 26; CW 5, pág. 36). Pero no sólo condena las ideas
burguesas sobre la moralidad. Su blanco es la propia moralidad, toda moralidad. La ideología alemana
señala que la concepción materialista de la historia, al mostrar la vinculación entre ideología moral e
intereses materiales de clase, ha «roto el sostén de toda moralidad», independientemente de su
contenido o afiliación de clase (MEW 3, pág. 404; CW 5, pág. 419). Cuando un crítico imaginario critica
que «el comunismo abole toda la moralidad y religión en vez de formarlas de nuevo», el Manifiesto
Comunista responde no negando la verdad de la acusación, sino observando en cambio que al igual que
la revolución comunista supondrá un corte radical de todas las relaciones tradicionales de propiedad,
también supondrá el corte más radical con todas las ideas tradicionales (MEW 4, pág. 480-81; CW 6, pág.
504). Evidentemente Marx pensó que igual que la abolición de la propiedad burguesa será una tarea de
la revolución comunista, otra será la «abolición de toda moralidad». Marx incluso llega a unirse con el
mal moral contra el bien moral. Insiste en que en la historia «es siempre el lado malo el que finalmente
triunfa sobre el bueno. Pues el lado malo es el que aporta movimiento a la vida, el que hace la historia
llevando la lucha a su madurez» (MEW 4, pág. 140; CW 6, pág. 174).

Algunos, como Karl Kautsky, han interpretado estas observaciones como llamadas a la «libertad de
valores» de la ciencia social marxiana. Pero esta lectura es a la vez poco plausible y anacrónica. No es lo
que dicen los propios pasajes. Y la idea de que la ciencia tenga que estar «libre de valores» fue
sustancialmente una invención neokantiana. Marx escribió en una época, y en una tradición, que era a la
vez extraña y no congenial con ella. Ningún lector de Marx podría negar que éste formula «juicios de
valor» sobre el capitalismo, y Marx nunca intenta separar cuidadosamente su análisis científico del
capitalismo de su colérica condena de éste. Cuando Marx acusa al capitalismo de atrofiar las
potencialidades humanas, ahogando su desarrollo e impidiendo su realización, se sirve
desvergonzadamente de juicios sobre las necesidades e intereses de la gente e incluso de un marco
naturalista de ideas (ostensiblemente aristotélico) relativas a la naturaleza del bienestar y la
satisfacción humana.

Los juicios sobre lo que es bueno para la gente, lo que va en su interés, son sin duda «juicios de valor»,
pero no son necesariamente juicios morales, pues incluso si no me preocupo en absoluto de la
moralidad, puedo seguir estando interesado en promover los intereses y el bienestar propio y el de
otras personas cuyo bienestar me preocupa. Sería totalmente congruente que Marx rechazase la
moralidad y defendiese no obstante la abolición del capitalismo en razón de que frustra el bienestar
humano, siempre que su interés por el bienestar humano no se base en valores o principios morales. El
ataque de Marx a la moralidad no es un ataque a los juicios de valor» sino un rechazo de los juicios
específicamente morales, especialmente los relativos a las ideas de lo correcto y la justicia.

3. El materialismo histórico

Marx atribuye a la concepción materialista de la historia haber «roto el soporte de toda moralidad». El
materialismo histórico concibe la historia dividida en épocas, cada una caracterizada básicamente por su
modo de producción. Un modo de producción consiste en un conjunto de relaciones sociales de
producción, un sistema de roles económicos que otorgan un control efectivo de los medios, procesos y
resultados de la producción social para los representantes de algunos roles y la exclusión de los que
desempeñan otros roles. Estas diferencias entre roles constituyen la base de las diferencias de clase en
la sociedad.

Según la teoría materialista, el cambio social surge en razón de que las de producción de la sociedad no
son estáticas sino que cambian, y conjunto tienden a crecer. En cualquier etapa de su desarrollo, la
utilización de fuerzas de producción y su crecimiento ulterior se ve más facilitado por unas relaciones
sociales que por otras. Ningún conjunto de relaciones de producción supone una ventaja permanente
sobre todos los demás a este respecto; más bien, en diferentes etapas del desarrollo de las fuerzas
productivas, diferentes conjuntos de relaciones sociales son más aptos para fomentar el desarrollo
productivo. En un momento dado, cualquier conjunto determinado de relaciones de producción se
vuelve obsoleto; éstas se vuelven disfuncionales en relación con la utilización de las fuerzas productivas,
y obstaculizan» su desarrollo posterior. Una revolución social consiste en una transformación de las
relaciones sociales de producción que viene exigida por y para el crecimiento de las fuerzas de
producción (MEW 13, pág 9; SW, pág. 183).

El mecanismo por el que se adaptan las relaciones sociales para fomentar el desarrollo de las fuerzas
productivas es la lucha de clases. Las relaciones sociales de producción dividen a la sociedad en grupos,
determinados por su papel en la producción y su grado y tipo de control de los instrumentos materiales
de producción. Estos grupos no son clases, sino que devienen clases tan pronto en cuanto existe un
movimiento político y una ideología que represente sus intereses de clase. Los intereses de una clase se
basan en la situación común de los miembros de la clase, y especialmente en su relación hostil hacia
otras clases. En términos generales, los miembros de aquellas clases que controlan las condiciones de
producción tienen interés en mantener su dominación, y aquellos sobre los cuales se ejerce este control
tienen el interés de despojarlo de quienes lo ejercen. Sin embargo, estos intereses individuales no son
directamente intereses de clase. Como las clases no son sólo categorías de individuos sino
organizaciones o movimientos sociales y políticos unidos por ideologías, los intereses de una clase son
siempre distintos de los intereses de sus miembros. De hecho, Marx identifica los intereses de una clase
con los intereses políticos del movimiento que representa la clase (MEW 4, pág. 181; CW 6, pág. 211).

En definitiva, los intereses de una clase consisten en el establecimiento y defensa del conjunto de
relaciones de producción que otorgan el control de la producción a los miembros de esa clase. Pero de
ello no se sigue que los intereses de clase sean simplemente el autointerés de los miembros de la clase,
o que los intereses de clase se persigan en la forma de intereses egoístas. Pues en una guerra entre
clases, al igual que en una guerra entre países, en ocasiones sólo es posible la victoria mediante el
sacrificio de intereses individuales. Los individuos llamados a realizar estos sacrificios se ven a sí mismos
luchando por algo más grande y valioso que su propio autointerés; y en esto tienen razón, pues están
luchando por los intereses de su clase.

4. Ideología

Sin embargo, esta cosa mayor y más digna rara vez se les presenta como el interés de una clase social.
Más bien, una clase configura a partir de sus condiciones materiales de vida «toda una superestructura
de sentimientos, ilusiones, formas de pensar y concepciones de la vida diferentes y características»
(MEW 8, pág. 139; CW 11, pág. 128) que sirven a sus miembros de motivos conscientes de las acciones
que llevan a cabo en su favor. Cuando estos sentimientos, ideas y concepciones son producto de una
clase especial de trabajadores intelectuales que trabajan en beneficio de la clase, Marx reserva para
ellos un nombre especial: ideología. Los productos de los ideólogos —de los sacerdotes, poetas,
filósofos, profesores y pedagogos— son, de acuerdo con la teoría materialista, típicamente ideológicos.
Es decir, como mejor puede explicarse el contenido de estos productos es por la forma en que
representan la concepción del mundo de clases sociales particulares en una época particular y sirven a
los intereses de clase de estas clases.

En una conocida carta a Franz Mehring, Friedrich Engels define la ideología como «un proceso realizado
por el llamado pensador con la conciencia, pero con una falsa conciencia. Las fuerzas motrices
verdaderas que le mueven siguen siendo desconocidas para él; en caso contrario no sería un proceso
ideológico. Así, se imagina para sí fuerzas motrices falsas o aparentes» (MEW 39, pág. 97; SC pág. 459).
Según esto, la ilusión principal de cualquier ideología es una ilusión sobre su propio origen de clase. Esto
no es ignorancia, error o engaño sobre la psicología individual de los propios actos. Cuando el ideólogo
piensa que está siendo motivado por un entusiasmo religioso o moral, en realidad lo está muy a menudo
—Engels no quiere decir que sean necesariamente víctimas del tipo de autoengaño que tiene lugar
cuando yo actúo de manera autointeresada pero me engaño a mí mismo pensando que obro por deber
moral o amor filantrópico. Pero la cuestión es ésta: ¿qué significa realmente obrar por razones morales,
religiosas o filosóficas? ¿Cuál es la relación de estas acciones con la vida social de la que forman parte?
Cuando obramos por semejantes razones, ¿que estamos haciendo en realidad?

Cuando están motivadas por ideologías, las personas no se comprenden a sí mismas como
representantes de un movimiento de clase; pero son exactamente eso. No piensan en los intereses de
clase como la explicación fundamental del hecho de que estas ideas les atraen a ellos y a otras
personas; no obstante, esta es la explicación correcta. No obran con la intención de promover los
intereses de una clase social frente a los de otras; pero esto es lo que hacen, y en ocasiones tanto más
eficazmente porque en realidad no tienen semejante intención. Pues si verdaderamente supiesen lo
que estaban haciendo, podrían no seguir haciéndolo.

5. La ideología como servidumbre

La actitud marxista hacia la falsa conciencia ideológica refleja el hecho de que se considera una forma
de servidumbre. Al nivel más obvio y superficial (donde suelen plantearse las cuestiones relativas a la
libertad en la tradición liberal anglófona) se nos despoja de la libertad cuando obstáculos externos,
como los barrotes de una celda y las amenazas de daño violento, nos frustran la consecución de
nuestras metas. Profundizando un poco más, también podemos reconocer obstáculos internos (como
deseos e incapacidades compulsivas) que socavan la libertad. Si profundizamos un poco más aún,
podemos ver que la ignorancia puede ser una servidumbre, cuando nuestras intenciones se forman sin
un conocimiento preciso de la manera en que nuestros actos afectan a los resultados que nos interesan,
o bien carecemos de ideas correctas sobre la gama de alternativas que tenemos. La amenaza que la
ideología supone para la libertad es algo parecido a esto, pero no idéntico, pues es muy posible que las
víctimas de la ideología estén plenamente informadas sobre las cosas que les interesan. El problema es
que el significado pleno de nuestras acciones puede ir más allá de aquello que nos interesa, incluso más
allá de aquello de que somos capaces de interesarnos, porque va más allá de lo que comprendemos
sobre nosotros mismos y nuestros actos. Yo obro por motivos religiosos, por ejemplo, pero fomento los
intereses de una determinada clase sin advertir que lo estoy haciendo. Cuando esto sucede, no soy libre
en lo que hago porque el significado de mis acciones elude mi libre actividad; porque no soy yo quien la
lleva a cabo en calidad de un ser que piensa y se conoce a sí mismo. Esta no es la servidumbre de ser
incapaz de hacer lo que pretendo; de hecho, podría definirse como la servidumbre de ser incapaz lo que
pretendo hacer.

Soy plenamente libre en este sentido sólo si mis acciones tienen lo que podemos denominar
«transparencia para mí»: conozco estas acciones por lo que son y las hago intencionadamente a la luz de
este conocimiento. Cuando la sociedad me da acceso a un determinado sistema de ideas en razón de los
intereses de clase a que sirve y cuando mis acciones están motivadas por él, puedo ser totalmente libre
en la realización de esas acciones sólo si comprendo el papel que desempeñan los intereses de clase en
mis acciones y elijo estas acciones a la luz de ese entendimiento. Pero si el propio sistema de ideas
inhibe esta comprensión disfrazando o falseando el papel que desempeñan los intereses de clase en su
propia génesis y efecto, destruye la autotransparencia de la acción de quienes obran de acuerdo con él;
socava así su libertad.

La autotransparencia de la acción no es meramente un valor teórico. Porque el conocimiento es


subversivo: si comprendiésemos con claridad la base social y la significación de lo que hacemos, no
seguiríamos haciéndolo. La humanidad puede no haber conocido aún una forma social de vida regida
por la autotransparencia de sus componentes. Si Marx está en lo cierto, la estabilidad de todas las
sociedades basadas en la opresión de clase —y esto significa todo orden social registrado en la historia,
incluido el nuestro— depende del hecho de que sus miembros están sistemáticamente privados de la
libertad de autotransparencia social. Los oprimidos sólo pueden seguir en su lugar si se mistifican
adecuadamente sus ideas sobre ese lugar; y el sistema podría verse amenazado incluso si los opresores
desarrollasen ideas excesivamente precisas sobre las relaciones que les benefician a expensas de otros.
Las clases revolucionarias pueden concitar más eficazmente el apoyo de las demás clases, e incluso el de
sus propios miembros, si presentan sus intereses de clase de forma glorificada. La ideología no es un
fenómeno marginal, sino esencial a toda vida social existente hasta ahora.

6. La moralidad como ideología

A la vista de lo anterior, no es sorprendente que Marx considere la moralidad, al igual que el derecho, la
religión y otras formas de conciencia social, como un producto esencialmente ideológico. La moralidad
es un sistema de ideas que interpreta y regula la conducta de la gente de una manera esencial para el
funcionamiento de cualquier orden social. También tiene la potencialidad de motivarles a realizar
cambios sociales a gran escala. Si la historia de las sociedades del pasado es esencialmente una historia
de opresión y lucha de clases, es de esperar que los sistemas de ideas morales dominantes asumiesen la
forma de ideologías mediante las cuales se libra y disfraza a la vez la lucha de clases. De este modo Marx
piensa que el materialismo histórico ha «roto el soporte de toda moralidad» revelando su fundamento
en intereses de clase.

Quizá no nos sorprenda encontrar a Marx atacando de este modo a la moralidad, pero podemos pensar
que su posición es exagerada e innecesariamente paradójica, incluso concediéndole a los efectos de la
argumentación que el materialismo histórico es verdadero. Algunos preceptos morales (como un
mínimo respeto a la vida e intereses de los demás) parecen no tener sesgo de clase alguno, sino
pertenecer a cualquier código moral concebible, pues sin ellos no sería posible sociedad alguna. ¿Cómo
puede querer Marx desacreditar estos preceptos, o pensar que el materialismo histórico los ha
desacreditado? Además, si todos los movimientos de clase precisan una moralidad, al parecer entonces
también la necesitará la clase trabajadora. ¿Cómo puede querer Marx privar al proletariado de un arma
tan importante en la lucha de clases?
Sin embargo, rechazar la moralidad no es necesariamente rechazar toda la conducta que prescribe la
moralidad y defender la conducta que prohibe. Puede haber algunas pautas de conducta comunes a
todas las ideologías morales, y podemos esperar ideologías morales que las realcen, pues ello
contribuye a disfrazar el carácter de clase de los rasgos más característicos de la ideología. Si la gente
debe hacer y abstenerse de hacer determinadas cosas para llevar una vida social decente, sin duda Marx
desearía que en la sociedad comunista del futuro la gente hiciese y se abstuviese de hacer esas cosas.
Pero Marx no deseaba que se hiciesen porque lo prescribe un código moral, pues los códigos morales
son ideologías de clase, que socavan la autotransparencia de las personas que obran de acuerdo con
ellas.

Quizás el temor es que sin motivos morales, nada nos impedirá caer en la extrema barbarie. Marx no
comparte este temor, primo hermano del temor supersticioso de que si no existe Dios, todo está
permitido. La tarea de la emancipación humana es construir una sociedad humana basada en la
autotransparencia racional, libre de la mistificación de la moralidad y de otras ideologías. Marx conoce
que en la actualidad no tenemos una idea clara de cómo sería una sociedad semejante, pero cree que la
humanidad es igual a la tarea de procurar una sociedad así.

Marx tiene poderosas razones para negarse a eximir a las ideologías morales de la clase trabajadora de
semejante crítica. La misión histórica del movimiento de la clase trabajadora es la emancipación
humana; pero toda ideología, incluidas las ideologías obreras, socavan la libertad destruyendo la
autotransparencia de la acción. Marx arremete contra la moralización en el movimiento porque
considera indispensable para su tarea revolucionaria la «perspectiva realista» que le aporta el
materialismo histórico (MEW 19, pág. 22; SW, pág. 325).

7. La justicia

Marx completa su ataque a la moralización de la clase trabajadora con una explicación de la justicia de
las transacciones económicas.

La justicia de las transacciones que se realizan entre ios agentes productivos se basa en el hecho de que
estas transacciones derivan de las relaciones de producción como su consecuencia natural. [El contenido
de una transacción] es justo cuando corresponde al modo de producción, cuando es adecuado a él. Es
injusto cuando va en contra de él. (MEW 25, págs. 35 1-2; C 3, págs. 339-40).

Una transacción es justa cuando es funcional en el marco del modo de producción vigente, e injusta
cuando es disfuncional. De esto se sigue directamente que las transacciones de explotación entre
capitalista y trabajador, y el sistema de distribución capitalista resultante de ellas, son perfectamente
justos y no violan los derechos de nadie (MEW 19, pág. 18; 5W, págs.321-2; MEW 19, págs.359, 382; MEW
23, pág.208; Cl, pág.194). Pero de la misma manera, tan pronto percibimos que esto es lo que significa la
justicia de los intercambios y la distribución capitalista, dejaremos de considerar el hecho de que son
justas como defensa alguna de ellas.
Como explica Marx, su concepción de la justicia se basa en la forma en que surgen las normas morales a
partir de las relaciones de producción. No es la concepción de la justicia que ofrecería o un defensor del
sistema o su crítico moral, y no pretende ser una concepción de la justicia que exprese la manera en que
los agentes sociales piensan sobre la justicia de las transacciones que consideran justas. Pero es una
explicación que pretende identificar lo que de hecho regula su uso de términos como «justo» e
«injusto», y en este sentido se adelanta a ciertos rasgos de algunas teorías filosóficas actuales de
referencia. Según estas teorías, el uso que la gente hace de un término como «agua» se refiere a H2O si
el uso que la gente hace de este término está regulado por el hecho de que la sustancia a la que se
refieren es H2O, aun cuando no aceptasen esto como una explicación de lo que entienden por «agua»
(porque, por ejemplo, no tienen el concepto de H2O, o porque tienen creencias supersticiosas sobre la
naturaleza del agua). De forma análoga, Marx afirma que el uso que la gente hace de términos como
«justicia» e «injusticia» de las transacciones económicas está regulado por la funcionalidad de estas
transacciones para el modo de producción vigente, y por lo tanto que estas son las propiedades de las
transacciones a que se refieren estos términos —aun cuando el comprender la justicia y la injusticia de
este modo tiene por efecto privar a estos términos de la fuerza persuasiva que habitualmente se
considera que tienen. En opinión de Marx, lo que nos hace considerar las propiedades morales como la
justicia como algo inherente o necesariamente deseable no es sólo la ideología moral (tan pronto
comprendamos lo que realmente es la justicia desarrollaremos una noción más sobria sobre su
deseabilidad).

8. Moralidad y racionalidad

Existen algunas concepciones esencialmente autodefinitorias, mediante la actividad asociada a ellas.


Por ejemplo, la racionalidad científica no se limita a lo que la gente ha denominado «ciencia» en el
pasado, porque la actividad de la ciencia consiste en criticarse a sí misma, en rechazar su contenido
actual y darse uno nuevo. Lo que en el pasado se ha considerado conducta «racional», incluso los
criterios mismos de racionalidad, pueden someterse a autocrítica y considerarse ahora como algo no tan
racional. En la cultura moderna se ha registrado una fuerte tendencia a identificar simplemente la
moralidad con la razón práctica, y por consiguiente a considerar también el razonamiento moral como
una noción autocrítica y autodeterminada. Según esta concepción, todos los errores del pensamiento
moral son errores del contenido de creencias morales particulares; la «propia moralidad» siempre
trasciende (quizás incluso «por definición») todos los errores morales, al menos en principio.

La concepción marxiana de la moralidad supone la negación de que la moralidad pueda considerarse de


semejante manera. Si existe un tipo de pensamiento práctico que se corrige a sí mismo de este modo,
no es la moralidad. La razón es que la moralidad, los conceptos y principios morales, las ideas y
sentimientos morales, ya se han asignado a un tipo de tarea muy diferente con un método de actuación
muy diferente. Al igual que la religión y el derecho, la tarea esencial de la moralidad es la integración
social y la defensa de clase, su método esencial es la mistificación ideológica y el autoengaño. Una
moralidad que comprendiese su propia base social seria tan imposible como una religión que se fundase
en la percepción clara de que toda creencia en lo sobrenatural es una superstición.
9. La ilusión de la benevolencia imparcial

Podremos ver por qué esto es así si consideramos un rasgo fundamental de la moralidad en cuanto tal.
Es característico del pensamiento moral presentarse como un pensamiento fundado en cosas como la
voluntad de un Dios benévolo para todos, o un imperativo categórico legislado por la pura razón o un
principio de felicidad general. Sea cual sea la teoría, la moralidad se describe como la perspectiva de una
buena intención imparcial o desinteresada, que tiene en cuenta todos los intereses relevantes y otorga
preferencia a unos sobre otros sólo cuando existen razones buenas (es decir, impar cíales) para hacerlo.
Es este rasgo de la moralidad el que le vuelve esencialmente ideológica.

Sin duda la gente puede pensar que se comporta de esta manera, y una acción particular puede ser
incluso en realidad imparcialmente benévola por lo que se refiere a los intereses inmediatos del
pequeño número de personas a las que afecta inmediatamente. En tanto en cuanto sólo consideramos
nuestras acciones particulares y sus consecuencias inmediatas, como nos insta a hacer la moralidad, no
hay problema general en conseguir la imparcialidad que ésta exige. Pero la moralidad también nos insta
a considerar nuestras acciones como conformes a un código moral válido tanto para los demás como
para nosotros mismos. Tan pronto hacemos esto, implícitamente representamos nuestras acciones
como acciones que se adecuan sistemáticamente a principios de benevolencia imparcial que
imaginamos dotados de eficacia a gran escala. Es en este punto donde resulta evidente el carácter
ilusorio de la imparcialidad moral. Pues en una sociedad basada en la opresión de clase y desgarrada por
el conflicto de clases, no puede existir una forma socialmente significativa y efectiva de acción que
tenga este carácter de benevolencia imparcial. Las acciones que se recomiendan como «justas» (porque
corresponden al modo de producción vigente) fomentan sistemáticamente los intereses de la clase
dominante a expensas de los oprimidos. Las acciones tendentes a abolir el orden existente, que puede
recomendar un código moral revolucionario, fomentan los intereses de la clase revolucionaria a
expensas de las demás.

Según Marx, la característica más profunda de la ideología es su tendencia a representar el punto de


vista de una clase como un punto de vista universal, los intereses de ésa clase como intereses
universales (MEW 3, págs. 46-49; CW5, págs. 59-62; MEW 4, pág. 477; CW 6, pág. 501). Esto es
precisamente lo que hacen las ideologías morales: representan las acciones que benefician a los
intereses de una clase como acciones desinteresadamente buenas, en pro del interés común, como
acciones que fomentan los derechos y el bienestar de la humanidad en general. Pero sería ilusorio
pensar que este engaño podría remediarse mediante un nuevo código moral que consiguiese hacer lo
que estas ideologías de clase sólo pretenden hacer. Pues en una sociedad basada en la opresión de clase
y desgarrada por el conflicto de clase, la imparcialidad es una ilusión. No existen intereses universales,
ninguna causa de la humanidad en general, ningún lugar por encima o al margen de la lucha. Sus
acciones pueden estar subjetivamente motivadas por la benevolencia imparcial, pero su efecto social
objetivo nunca es imparcial. Las únicas acciones que no toman partido en una guerra de clases son las
acciones o bien impotentes o irrelevantes.
Todo esto es verdad tanto en relación con la clase trabajadora como a cualquier otra. Marx piensa que el
movimiento obrero persigue los intereses de la «gran mayoría» (MEW 4: 472; CW 6: 495); pero los
intereses de la clase trabajadora son los intereses de una clase particular, y no los intereses de la
humanidad en general. Marx cree que el movimiento obrero llegará a abolir la propia sociedad de
clases, y conseguirá con ello la emancipación humana universal. Pero su primer paso para esto debe ser
emanciparse de las ilusiones ideológicas de la sociedad de clase. Y esto significa que debe perseguir su
interés de clase en su propia emancipación conscientemente como interés de clase, no distorsionado
por las ilusiones ideológicas que presentarían su interés de forma glorificada y moralizada —por
ejemplo, como intereses va idénticos con los intereses humanos universales. Marx piensa que sólo
desarrollando una clara conciencia sobre si mismo de este modo el proletariado revolucionario puede
esperar crear una sociedad libre tanto de las ilusiones ideológicas como de las divisiones de clase que
crean su necesidad.

10. ¿Puede Marx prescindir de la moralidad?

Marx era un pensador radical, y su ataque a la moralidad es obviamente una de sus ideas más radicales.
La idea marxiana de un movimiento social revolucionario e incluso de un orden social radicalmente
nuevo que aboliese toda moralidad pretendió conmover, atemorizar y desafiar a su audiencia, poner a
prueba incluso los límites de lo que éste podía imaginar. Quizás es comprensible que muchos de quienes
congenian con la crítica marxiana del capitalismo encuentren esta idea inútil, apenas inteligible, confusa
y que piensen que la única interpretación viable o congenial de Marx es la que la expurga totalmente de
sus textos. El antimoralismo marxista combina mal con la noción generalizada de que las atrocidades
monstruosas que han desilusionado a nuestro siglo (y por las cuales los autoproclamados marxistas no
son poco responsables) se han debido fundamentalmente a calamitosos fracasos morales por parte de
políticos, partidos y personas. La idea en sí puede ser muy dudosa —algo típico de la triste tendencia
humana a reaccionar primero con censura moral hacia todo aquello que odiamos y tememos pero no
comprendemos. Pero para aquellos para los cuales constituye algo natural, un Marx que ataca la
moralidad puede maquillarse fácilmente como alguien cuyo pensamiento conduce directamente a las
purgas, al gulag y a los campos de exterminio.

Pero esta forma de pensar se basa en algunos supuestos erróneos, y algunos razonamientos no válidos.
Rechazar la moralidad no es necesariamente aprobar todo lo que condenaría la moralidad, ni incluso
privarse de las mejores razones para desaprobarlo. Podemos rechazar la moralidad y tener sin embargo
una perspectiva racional y humana —como hizo Marx. La moralidad no es el único remedio posible de
los abusos de que ha sido objeto el marxismo, ni es incluso —me aventuro a decir— un remedio muy
bueno. Los fanáticos siguen probando cada día que incluso las intenciones morales más puras no
pueden impedirnos cometer los crímenes más monstruosos a menos que utilicemos con éxito nuestra
inteligencia así como nuestro fervor moral. Así, podría ser un mejor remedio simplemente meditar con
seriedad sobre el intelecto humano para decidir si nuestros medios alcanzarán de hecho nuestros fines,
y si nuestros fines responden verdaderamente a nuestros deseos ponderados.
Pero es de temer que sin moralidad no tenemos forma de confiar en nuestros deseos. ¿Por qué
habríamos de molestarnos en abolir la opresión capitalista, o evitar las pesadillas del totalitarismo si,
pensándolo bien, no deseamos hacerlo? ¿Qué pasa si nuestro autointerés está del lado de los
opresores? Si no la moralidad, ¿qué otra cosa podría proporcionar el contrapeso necesario? Pero una
idea básica del materialismo histórico es que la motivación humana más poderosa en los asuntos
humanos, y la que explica la dinámica fundamental del cambio social, no está en la categoría del
autointerés ni de la moralidad. Marx considera el autointerés como un motivo humano importante, pero
piensa que el autointerés de los individuos como tal tiene efectos demasiado diversos para conseguir
una transformación histórica mundial. Por otra parte, una preocupación elevada por el interés universal
o por la justicia en abstracto sólo va a tener resultado si sirve de pretexto ilusorio para el fomento de
intereses de clase concretos.

Las verdaderas fuerzas motrices de la historia son estos intereses de clase en sí. Los intereses de clase
están lejos de ser imparciales —no aspiran al bienestar general o a la justicia imparcial sino a conseguir y
defender un determinado conjunto de relaciones de producción, las que significan la emancipación y
dominación de una determinada clase social en las condiciones históricas dadas. Marx sólo pretende
apelar a los intereses de clase del proletariado revolucionario al defender la abolición del capitalismo y
el establecimiento de una sociedad más emancipada y más humana. Piensa que los intereses de clase
proletarios atraerán a algunos que no son proletarios pero que se han elevado a una comprensión
teórica del proceso histórico (MEW 4, pág. 472; CW 6, pág. 494). Este atractivo surge de una
identificación informada con un movimiento histórico concreto, y no del tosco autointerés, y menos aún
de un compromiso imparcial con los principios y metas morales a los cuales se entiende sirve el
movimiento. Quienes se unen a la causa proletaria con esta actitud no han alcanzado una comprensión
teórica del movimiento histórico; simplemente se han enredado en la trampa de la ideología moral.

Es evidente que Marx ha tomado de Hegel la idea de que la moralidad abstracta (kantiana) es
impotente, y que los motivos que son históricamente efectivos siempre armonizan los intereses
individuales con los de un orden social, movimiento o causa más amplio (similares ideas neo-aristotélicas
—o neo-hegelianas— han sido defendidas recientemente por Alasdair McIntyre y Bernard Williams,
entre otros). Pero Hegel (al igual que estos filósofos más recientes) critica la «moralidad» sólo en
sentido estrecho, intentando salvarla en sentido más amplio. Hegel sitúa la armonía de los intereses
individuales y de la acción social en la «vida ética», que sigue siendo algo distintivamente moral por el
hecho de que su apelación final a nosotros es supuestamente la apelación de la razón imparcial. El
sistema de la vida ética es un sistema de derechos, deberes y justicia, que realiza el bien universal;
incluso incluye la «moralidad» (en sentido más limitado) como uno de sus momentos.

Sin embargo, los intereses de clase marxianos no son «morales» siquiera en un sentido extenso. Son los
intereses de una clase que está en relación hostil a otras clases, y pueden defenderse sólo a expensas
de los intereses de sus clases enemigas. Además, todo esto vale tanto para los intereses proletarios
como para los de cualquier otra clase. Representar los intereses de la clase trabajadora como intereses
universales o como algo imparcialmente bueno (como sucede cuando se consideran como moralidad) es
para Marx un paradigma de falsificación ideológica —y un acto de traición contra el movimiento de la
clase trabajadora (MEW 19: 25, SW 225).

11. ¿Tiene futuro la moralidad?

Hay un pasaje en el Anti-dühring en el que Engels contrasta las moralidades ideológicas de la sociedad
de clases con una «moralidad humana real del futuro» (MEW 20, pág. 88; AD, pág. 132). Este pasaje
choca con el característico antimoralismo de Marx (y también del propio Engels en muchos otros
pasajes). Pero tenemos que dejar claro dónde está realmente el conflicto y lo profundo que es. Existe
un conflicto directo entre la pretensión de que existirá una moralidad en la futura sociedad comunista y
la tesis del Manifiesto comunista de que la revolución comunista «abolirá toda moralidad en vez de
fundarla de nuevo». Pero quizás, después de todo, el conflicto no es muy profundo. La moralidad piensa
que sus principios son imparciales y de validez universal y que el seguirlos dará a nuestras acciones una
justificación que va más allá de los intereses en conflicto de individuos y grupos particulares. La
concepción marxiana es que esto no puede hacerse en tanto exista una sociedad de clases, y que el
engaño ideológico fundamental de la moralidad es la forma en que hace pasar intereses particulares de
clase como intereses universales. Pero Marx y Engels piensan que una vez abolida la sociedad de clases
será posible que los individuos se relacionen entre sí simplemente como seres humanos, cuyos intereses
pueden divergir [*ojo: traducen "diverger"*] en los márgenes pero se identifican esencialmente por su
participación común en un orden social plenamente humano. Por ello, es la sociedad sin clases la que en
realidad consumará lo que la moralidad pretende hacer engañosamente. Y sobre esta base puede ser
comprensible que Engels hable de la «moralidad humana real» de la sociedad del futuro, aun cuando
esto suponga una revisión de la noción marxiana más característica (y clara) de la moralidad
esencialmente como la pretensión falsa de universalidad propia de las ideologías de clase. Sin embargo,
no hay que pasar por alto que Engels considera esta «moralidad humana real» como algo futuro y no
algo que esté ahora a nuestro alcance, pues seguimos prisioneros de la sociedad de clases y de sus
conflictos inevitables. Engels niega enfáticamente que existan «verdades eternas» sobre moralidad.
Piensa sinceramente que los principios de una «moralidad humana real» —perteneciendo como
pertenecen a un orden social futuro— son tan incognoscibles para nosotros como las verdades
científicas que pertenecen a una teoría futura que está en el lado opuesto de la siguiente revolución
científica fundamental. No hay nada en las observaciones de Engels que conforte a quienes utilizarían
los estándares morales para criticar al capitalismo o para guiar al movimiento obrero.

12. Conclusión

El antimoralismo de Marx no es una idea fácil de aceptar. No está claro como podríamos concebirnos a
nosotros mismos y a nuestras relaciones con los demás totalmente en términos no morales. Si toda
moralidad es una ilusión, una persona clarividente debe ser capaz de pasar toda su vida sin creencias
morales, sin emociones ni reacciones morales. Pero ¿puede alguien hacer esto? Con todo, el
antimoralismo de Marx está lejos de ser su única propuesta chocantemente radical para el futuro de la
humanidad. Después de todo, el comunismo según lo concibe Marx no sólo aboliría toda moralidad, sino
también toda religión, derecho, dinero e intercambio de mercancías, así como la familia, la propiedad
privada y el Estado. El antimoralismo de Marx resulta realmente atractivo para algunos de nosotros
como sin duda debe de haberlo sido para el propio Marx— precisamente porque es una idea tan radical,
peligrosa y paradójica —especialmente dado que, como he intentado explicar, es al mismo tiempo una
idea perturbadoramente bien motivada en el contexto de la concepción materialista de la historia.

Pero incluso si no nos convence el materialismo histórico, la crítica marxiana de la moralidad nos plantea
algunos interrogantes perturbadores. ¿Pretendemos comprender la significación social e histórica real
de las normas morales que utilizamos? Podemos estar seguros de que seguiríamos aceptando esas
normas sí comprendiésemos su significación? A falta de semejante comprensión, ¿cómo podemos
suponer que una devoción a fines y principios morales, que tan estrechamente asociamos a nuestro
sentido de valía personal, es compatible con la autonomía y dignidad que deseamos atribuirnos como
agentes racionales? ¿Y qué tipo de vida, individual o colectiva, puede existir sin moralidad? ¿Qué aspecto
tiene ese territorio situado (en la misteriosa expresión de Nietzsche) más allá del bien y del mal?

El pensamiento moral moderno se conceptúa a sí mismo como un pensamiento esencialmente crítico y


reflexivo, que no predica meramente la moralidad tradicional sino que cuestiona las ideas morales
recibidas y busca nuevas formas de reflexión sobre nuestra vida individual y colectiva. Marx pertenece a
una tradición radical del pensamiento moderno acerca de la moralidad —una tradición que también
incluye a Hegel, Nietzsche y Freud— pensadores que nos han vuelto dolorosamente conscientes de la
manera en que la vida moral nos sume inevitablemente en la irracionalidad, la opacidad y la alienación
de nosotros mismos. Lo que sugiere esta tradición es la posibilidad enigmática y abismal de que a la
reflexión moral moderna puede no resultarle factible proseguir su labor crítica sin socavar el carácter
moral de esa reflexión. Parafraseando a Marx (MEW 1, pág. 387; CW 3, pág. 184): puede resultar que lo
utópico no sea más que una reflexión reformista sobre la moralidad, que aspira a hacer reparaciones en
la estructura de nuestras convicciones morales dejando intactos los pilares del edificio.

Explotación y justicia

Jon Elster

Se concluye inevitablemente de que parte de la denuncia de Marx del capitalismo se basa


en la injusticia. Sin embargo, Marx explícitamente niega defender una particular concepción de
justicia.

Afirma que las teorías de la moralidad y la justicia son construcciones ideológicas


únicamente útiles para justificar y perpetuar las relaciones de propiedades existentes.

De las acciones se dicen que son justas o injustas de acuerdo con un código moral
correspondiente a un modo particular de producción.

No existe una concepción absoluta transhistoria de la justicia.

Hay varias razones por las que Marx se sintió empujado a negar que se puede hablar con
sentido de la justicia en términos no relativistas

1) Rechaza vigorosamente aquellas ideas beatas sobre la justicia, que solo servirán para legitimar
las horribles practicas del capitalismo.

2) Eran también muy hostil a las concepciones morales o moralizadoras del comunismo
conciderandolas reaccionarias por sus efectos, sino por su intención.

3) Más en profundidad, su actitud se explica por las raíces teleológicas y hegelianas de su


pensamiento: creía que el desarrollo histórico estaba generado por leyes del movimiento que
opera con férrea necesidad de tal modo que las condenas morales eran inútiles o superfluas.

El comunismo no acontecerá antes de que las condiciones estén objetivamente madura para
ello; y cuando lo estén, el capitalismo caerá por si mismo. En tanto la explotación siga siendo
históricamente necesaria, permanecerá tan pronto como su tiempo haya pasado, desaparecerá. En
ninguna de las dos etapas que da sitio para la censura moral.

La explotación es socialmente necesaria cuando su reducción pone en peligro, las


perceptivas de la fruta sociedad comunista, aun si fuera a mejorar el bienestar de los
habitualmente explotados.

Marx abrazo esta idea, pero con un quiebre: Creía que la explotación era necesaria en dos
sentidos: era tan inevitable como indispensable. Además, era inevitable porque era indispensable.
Nunca dudó de que el advenimiento del comunismo estaba asegurado. Confiá en que la
explotación era una condición necesaria para el comunismo. En consecuencia, podría concluir que
era de hecho inevitable.

¿Cuales son las razones para creer que Marx albergaba una concepción de la justicia? ¿Cuál
es esta concepción? ¿Es ella sostenible?

De un modo muy general, no hay casi ninguna página en El Capital, abierto al azar, que no
produzca una fuerte impresión de que Marx está planteando la denuncia del capitalismo en
términos morales. Mas específicamente, se refiere frecuentemente a la extracción capitalista del
plusvalor como robo, estafa, atraco, hurto términos que implican de manera inmediata la
realización de una injusticia no puede ser un sentido relativo: Marx insiste en que con respecto a la
concepciones capitalistas de la justicia, la explotación, a diferencia del engaño y el fraude, es justa.
El sentido en el que la extracción del plusvalor es injusta debe corresponder a una concepción
transhistoria, no relativista. Marx pensaba que el capitalismo es injusto. Marx dice que el
capitalismo desaparecerá cuando el trabajo reconozca que los productos son suyos y que su
separación de los medios de producción es una injusticia. Cada obrero tiene derecho a su propio
producto, o al menos a su equivalente de tiempo de trabajo. El capitalismo es un sistema injusto
porque algunos obtienen más y otros menos de lo que han aportado.

La principal evidencia de la concepción de la justicia de Marx en el comunismo también es,


paradójicamente, la fuente principal de apoyo para los que sostienen que Marx no tenía tal
concepción. Es la Critica del programa de Gotha, donde Marx establece su célebre distinción entre
dos etapas del comunismo. La plena sociedad comunista no puede surgir directamente del
capitalismo. En una primera etapa los individuos seguirán dominados por la mentalidad capitalista,
que incluye, entre otras cosas, el rechazo a trabajar si no es a cambio de un salario proporcional.
Por ello, en esta etapa, el principio de distribución es “ A cada cual según su contribución”. En la
etapa superior desaparece esta constricción. El trabajo mismo se transforma en “la primera
necesidad vital”; los manantiales de la riqueza social “corren a chorro lleno”; y la sociedad puede
“escribir en su bandera: ¡ De cada cual, según su capacidad, a cada cual, según sus necesidades!

Crítica del Programa de Gotha

C. Marx

3. “La emancipación del trabajo exige que los medios de trabajo se eleven a patrimonio común de la sociedad
y que todo el trabajo sea regulado colectivamente, con un reparto equitativo del fruto del trabajo”.

Donde dice "que los medios de trabajo se eleven a patrimonio común", debería decir,
indudablemente, "se conviertan en patrimonio común". Pero esto sólo de pasada.

¿Que es el "fruto del trabajo"? ¿El producto del trabajo o su valor? Y en este último caso, ¿el
valor total del producto, o sólo la parte de valor que el trabajo añade al valor de los medios de
producción consumidos?

Eso del "fruto del trabajo" es una idea vaga con la que Lassalle ha suplantado conceptos
económicos concretos.

¿Qué es "reparto equitativo"?


¿No afirman los burgueses que el reparto actual es "equitativo"? ¿Y no es éste, en efecto, el
único reparto "equitativo" que cabe, sobre la base del modo actual de producción? ¿Acaso las
relaciones económicas son reguladas por los conceptos jurídicos? ¿No surgen, por el contrario, las
relaciones jurídicas de las relaciones económicas? ¿No se forjan también los sectarios socialistas las
más variadas ideas acerca del reparto "equitativo"?

Para saber lo que aquí hay que entender por la frase de "reparto equitativo", tenemos que
cotejar este párrafo con el primero. El párrafo que glosamos supone una sociedad en la cual los
"medios de trabajo son patrimonio común y todo el trabajo se regula colectivamente", mientras
que en el párrafo primero vemos que "el fruto íntegro del trabajo pertenece por igual derecho a
todos los miembros de la sociedad".

¿"Todos los miembros de la sociedad"? ¿También los que no trabajan? ¿Dónde se queda,
entonces, el "fruto íntegro del trabajo"? ¿O sólo los miembros de la sociedad que trabajan? ¿Dónde
dejamos, entonces, el "derecho igual" de todos los miembros de la sociedad?

Sin embargo, lo de "todos los miembros de la sociedad" y "el derecho igual" no son,
manifiestamente, más que frases. Lo esencial del asunto está en que, en esta sociedad comunista,
todo obrero debe obtener el "fruto íntegro del trabajo" lassalleano.

Tomemos, en primer lugar, las palabras "el fruto del trabajo" en el sentido del producto del
trabajo; entonces, el fruto colectivo del trabajo será el producto social global.

Pero, de aquí, hay que deducir:

Primero: una parte para reponer los medios de producción consumidos.

Segundo: una parte suplementaria para ampliar la producción.

Tercero: el fondo de reserva o de seguro contra accidentes, trastornos debidos calamidades, etc.

Estas deducciones del "fruto íntegro del trabajo" constituyen una necesidad económica, y su
magnitud se determinará según los medios y fuerzas existentes, y en parte, por medio del cálculo
de probabilidades, pero de ningún modo puede calcularse partiendo de la equidad.

Queda la parte restante del producto total, destinada a servir de medios de consumo.

Pero, antes de que esta parte llegue al reparto individual, de ella hay que deducir todavía:

Primero: los gastos generales de administración, no concernientes a la producción.

Esta parte será, desde el primer momento, considerablemente reducida en comparación con la
sociedad actual, e irá disminuyendo a medida que la nueva sociedad se desarrolle.

Segundo: la parte que se destine a satisfacer necesidades colectivas, tales como escuelas,
instituciones sanitarias, etc.

Esta parte aumentará considerablemente desde el primer momento, en comparación con la


sociedad actual, y seguirá aumentando en la medida en que la nueva sociedad se desarrolle.

Tercero: los fondos de sostenimiento de las personas no capacitadas para el trabajo, etc.;
en una palabra, lo que hoy compete a la llamada beneficencia oficial.

Sólo después de esto podemos proceder a la "distribución", es decir, a lo único que, bajo la
influencia de Lassalle y con una concepción estrecha, tiene presente el programa, es decir, a la
parte de los medios de consumo que se reparte entre los productores individuales de la
colectividad.

El "fruto íntegro del trabajo" se ha transformado ya, imperceptiblemente, en el "fruto


parcial", aunque lo que se le quite al productor en calidad de individuo vuelva a él, directa o
indirectamente, en calidad de miembro de la sociedad.

Y así como se ha evaporado la expresión "el fruto íntegro del trabajo", se evapora ahora la
expresión "el fruto del trabajo" en general.

En el seno de una sociedad colectivista, basada en la propiedad común de los medios de


producción, los productores no cambian sus productos; el trabajo invertido en los productos no se
presenta aquí, tampoco, como valor de estos productos, como una cualidad material, poseída por
ellos, pues aquí, por oposición a lo que sucede en la sociedad capitalista, los trabajos individuales
no forman ya parte integrante del trabajo común mediante un rodeo, sino directamente. La
expresión "el fruto del trabajo", ya hoy recusable por su ambigüedad, pierde así todo sentido.

De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia
base, sino, al contrario, de una que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por
tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el
sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede. Congruentemente con esto, en ella el productor
individual obtiene de la sociedad —después de hechas las obligadas deducciones— exactamente lo
que ha dado. Lo que el productor ha dado a la sociedad es su cuota individual de trabajo. Así, por
ejemplo, la jornada social de trabajo se compone de la suma de las horas de trabajo individual; el
tiempo individual de trabajo de cada productor por separado es la parte de la jornada social de
trabajo que él aporta, su participación en ella. La sociedad le entrega un bono consignando que ha
rendido tal o cual cantidad de trabajo (después de descontar lo que ha trabajado para el fondo
común), y con este bono saca de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente
a la cantidad de trabajo que rindió. La misma cantidad de trabajo que ha dado a la sociedad bajo
una forma, la recibe de esta bajo otra distinta.

Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por
cuanto éste es intercambio de equivalentes. Han variado la forma y el contenido, porque bajo las
nuevas condiciones nadie puede dar sino su trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede
pasar a ser propiedad del individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero, en lo que
se refiere a la distribución de estos entre los distintos productores, rige el mismo principio que en
el intercambio de mercancías equivalentes: se cambia una cantidad de trabajo, bajo una forma, por
otra cantidad igual de trabajo, bajo otra forma distinta.

Por eso, el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho burgués, aunque ahora
el principio y la práctica ya no se tiran de los pelos, mientras que en el régimen de intercambio de
mercancías, el intercambio de equivalentes no se da más que como término medio, y no en los
casos individuales.

A pesar de este progreso, este derecho igual sigue llevando implícita una limitación
burguesa. El derecho de los productores es proporcional al trabajo que han rendido; la igualdad,
aquí, consiste en que se mide por el mismo rasero: por el trabajo.

Pero unos individuos son superiores, física e intelectualmente a otros y rinden, pues, en el
mismo tiempo, más trabajo, o pueden trabajar más tiempo; y el trabajo, para servir de medida,
tiene que determinarse en cuanto a duración o intensidad; de otro modo, deja de ser una medida.
Este derecho igual es un derecho desigual para trabajo desigual. No reconoce ninguna distinción de
clase, porque aquí cada individuo no es más que un trabajador como los demás; pero reconoce,
tácitamente, como otros tantos privilegios naturales, las desiguales aptitudes de los individuos y,
por consiguiente, la desigual capacidad de rendimiento. En el fondo es, por tanto, como todo
derecho, el derecho de la desigualdad. El derecho sólo puede consistir, por naturaleza, en la
aplicación de una medida igual; pero los individuos desiguales (y no serían distintos individuos si no
fuesen desiguales) sólo pueden medirse por la misma medida siempre y cuando que se les coloque
bajo un mismo punto de vista y se les mire solamente en un aspecto determinado; por ejemplo, en
el caso dado, sólo en cuanto obreros, y no se vea en ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda
de todo lo demás. Prosigamos: un obrero está casado y otro no; uno tiene más hijos que otro, etc.,
etc. A igual trabajo y, por consiguiente, a igual participación en el fondo social de consumo, uno
obtiene de hecho más que otro, uno es más rico que otro, etc. Para evitar todos estos
inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual.

Pero estos defectos son inevitables en la primera fase de la sociedad comunista, tal y como
brota de la sociedad capitalista después de un largo y doloroso alumbramiento. El derecho no
puede ser nunca superior a la estructura económica ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella
condicionado.

En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación


esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo
intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la
primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan
también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo
entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad
podrá escribir en sus banderas:

¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!

Me he extendido sobre el "fruto íntegro del trabajo", de una parte, y de otra, sobre "el
derecho igual" y "el reparto equitativo", para demostrar en qué grave falta se incurre, de un lado,
cuando se quiere volver a imponer a nuestro Partido como dogmas ideas que, si en otro tiempo
tuvieron un sentido, hoy ya no son más que tópicos en desuso, y, de otro, cuando se tergiversa la
concepción realista —que tanto esfuerzo ha costado inculcar al Partido, pero que hoy está ya
enraizada— con patrañas ideológicas, jurídicas y de otro género, tan en boga entre los demócratas
y los socialistas franceses.

Aun prescindiendo de lo que queda expuesto, es equivocado, en general, tomar como


esencial la llamada distribución y poner en ella el acento principal.

La distribución de los medios de consumo es, en todo momento, un corolario de la


distribución de las propias condiciones de producción. Y ésta es una característica del modo mismo
de producción. Por ejemplo, el modo capitalista de producción descansa en el hecho de que las
condiciones materiales de producción les son adjudicadas a los que no trabajan bajo la forma de
propiedad del capital y propiedad del suelo, mientras la masa sólo es propietaria de la condición
personal de producción, la fuerza de trabajo. Distribuidos de este modo los elementos de
producción, la actual distribución de los medios de consumo es una consecuencia natural. Si las
condiciones materiales de producción fuesen propiedad colectiva de los propios obreros, esto
determinaría, por sí solo, una distribución de los medios de consumo distinta de la actual. El
socialismo vulgar (y por intermedio suyo, una parte de la democracia) ha aprendido de los
economistas burgueses a considerar y tratar la distribución como algo independiente del modo de
producción, y, por tanto, a exponer el socialismo como una doctrina que gira principalmente en
torno a la distribución. Una vez que esta dilucidada, desde hace ya mucho tiempo, la verdadera
relación de las cosas, ¿por qué volver a marchar hacia atrás?
EL SUBJETIVISMO

James Rachels

Peter Singer (ed.), Compendio de Ética

En 1973, los creyentes conservadores se sorprendieron por la sentencia del Tribunal


Supremo de los Estados Unidos que suponía la legalización del aborto. Desde entonces se han
movilizado para anular aquella sentencia. Tienen poderosos aliados en la Casa Blanca, primero en
Ronald Reagan, que hizo de la oposición a Roe v. Wade una condición para la designación del
Presidente del Tribunal Supremo, y posteriormente con George Bush, quien después de ser elegido
sugirió a este Tribunal que debería reconsiderar toda la cuestión.

En la mente del presidente Bush, la cuestión de si debe ser legal el aborto va estrechamente
ligada a la de si es moralmente incorrecto: se opone a la legalización del aborto, afirma, porque
cree que el aborto es inmoral. ¿Cómo hemos de reaccionar a esto? Una posibilidad es que podemos
coincidir con él, y decir que de hecho el aborto es inmoral. Otra posibilidad es que podemos estar
en desacuerdo y decir que de hecho el aborto es moralmente aceptable. Pero existe una tercera
posibilidad. Podríamos decir lgo como esto:

«Por lo que respecta a la moralidad, no existen "hechos" y nadie tiene o no "razón". El presidente
Bush no hace más que expresar sus propios sentimientos personales sobre el aborto. Dice que es
malo, pero esto no es mas que su forma de entenderlo. Otros discrepan de ella, y sus sentimientos
no son más "correctos" que los de otra persona. Personas diferentes tienen sentimientos
diferentes, y esto es todo».

Esta es la idea básica del subjetivismo ético. El subjetivismo ético es una teoría que afirma
que, al realizar juicios morales, las personas no hacen más que expresar sus deseos o sentimientos
personales. De acuerdo con esta concepción, no existen «hechos» morales. Es un hecho que desde
1973 se han practicado cada año más de un millón de abortos en los Estados Unidos, pero no es un
hecho que esto sea algo bueno o malo. Y por supuesto, el aborto no es más que un ejemplo
conveniente; puede decirse lo mismo sobre cualquier otra cuestión moral.
Introducción a la ética

Bernard Wiliams

Subjetivismo: consideraciones iniciales

Consideremos tres enunciados, cada uno de los cuales expresa a su manera la idea de que
las opiniones morales, o los juicios morales, o las concepciones morales son “meramente
subjetivos”.

a) «Los juicios morales de un hombre meramente consignan (o expresan) sus propias


actitudes.»

b) «De los juicios morales no se puede probar, decidir o mostrar que sean verdaderos como
puede hacerse de los enunciados científicos; son cuestión de opinión individual.»

c) «No hay hechos morales; sólo hay la clase de hechos que la ciencia o la observación
común pueden descubrir, y los valores que los hombres asignan a estos hechos.»

El primero, a), expresa lo que en un sentido amplio podríamos llamar un punto de vista
lógico o lingüístico: pretende decirnos algo sobre lo que las observaciones morales son o hacen. El
segundo, b), introduce un conjunto de nociones que no está presente en el primero, nociones
conectadas con el concepto de conocimiento, y puede considerarse que expresa un punto de vista
epistemológico sobre los juicios morales. El tercer enunciado, c), es el más vago y el menos tangible
de los tres, y muestra en su superficie el riesgo de hundirse, parcial o totalmente, en uno u otro de
los dos primeros: que es lo que muchos filósofos pretenderían que debía hacer. Sin embargo, en su
forma inadecuada parece hacer un ademán apuntando hacia algo sumamente próximo a aquello a
lo que se han referido muchos a quienes ha preocupado la cuestión de la objetividad moral: la idea
de que no existe un orden moral «ahí fuera» fuera, en el mundo, sólo existen las clases y las clases
de hechos de los que trata la ciencia de cosas -ahí y otras formas más cotidianas de pesquisa
humana de las que la ciencia constituye un refinamiento. Alles anderes ist Menschenwelt. Del
enunciado c)puede decirse - usando el término sin ambiciones- que expresa un punto de vista
metafísico.

En lo que sigue nos vamos a dedicar a examinar este proyecto, haciendo alguna
interrupción. Empieza como sigue. El enunciado a) es ante todo o falso o inofensivo. Es falso si
pretende que los juicios morales enuncian las actitudes de quien los profiere en el sentido de
enunciar que quien los profiere tiene esas actitudes. Pues si así fuera, serían simplemente
observaciones autobiográficas, reemplazables sin pérdida alguna por enunciados que sean
explícitamente de la forma «Mi actitud hacia esto es...» o «Mi sentimiento ante esto...». Pero si así
fuera, no existirían desacuerdos morales interpersonales; cuando dos personas expresan lo que
normalmente consideraríamos que son puntos de vista en conflicto, no se trataría en absoluto de
puntos de vista en conflicto sino que todo sucedería más bien como si, yendo dos personas en un
bote, una de ellas dijera que se siente enferma y la otra replicara, por su parte, que ella no. Pero es
un hecho evidente que existen desacuerdos morales genuinos, y que los puntos de vista morales
pueden entrar en conflicto. Los juicios morales (por lo menos a este respecto) tienen que significar
lo que suponemos que significan; y lo que suponemos que significan, la forma en que los usamos,
es tal que sus pretensiones no son meramente autobiográficas, sino una clase de pretensión que es
rechazada por quien profiere un juicio moral contrario. Por tanto, no se limitan a describir la actitud
que tiene el hablante.
Apuntes

Subjetivismo/emotiviamo

Proviene del campo de la epistemología, neopositivismo o el empirismo lógico que


influyeron en el nacimiento del emotivismo y también la filosofía del lenguaje.

Punto de vista Punto de vista Punto de vista


Éticas lingüístico epistemológico metafísico

Naturalista Juicios morales Juicios morales son V o Hay o existen valores


describen o se refieren F. Objetivos morales
Intuicionista (Moore) a objetos objetivos(realismo
descriptivo/referencial moral)
Subjetivismo Juicios morales Juicios morales no son No hay hechos morales,
expresión de actitudes V o F. Subjetivo hay hechos a secas
Emotivismo no-cognitivista (antirelativismo moral)

Ética comunicativa Juicios morales tiene Juicios morales son


(discursiva/ o del que ver con correctos o no, válidos
discurso) determinados Actos de o no válidos(que no es
Habla, con determinada lo mismo que V o F)
pretensión de validez.
Cognitivista No hay hechos morales

Una de ellos es verdad


Intersubjetivismo

acuerdo o consenso
Aclaraciones a la ética del discurso

Jurgen Habermas

¿Afectan las objeciones de Hegel contra Kant también a la ética del discurso?

Apel y yo hemos emprendido estos últimos años el intento de dar una nueva formulación
con medios tomados de la teoría de la comunicación a la teoría moral kantiana en lo que respecta a
la cuestión de la fundamentación de las normas. Hoy me propongo aclarar la idea fundamental de
la ética del discurso y recoger algunas de las objeciones que Hegel planteo en su momento contra
la ética de Kant. En la primera parte de mi exposición trato dos cuestiones:

1) ¿Qué significa ética del discurso?

2) ¿Qué intuiciones morales conceptualizan la ética del discurso?

1) Que significa ética del discurso?

Permitame aclarar antes que nada el carácter dontológico, cognitivista, formalista y


universalista de la ética Kantiana.

Deontológica.

Dado que desea limites al conjunto de juicios normativos fundamentales, Kant tiene que
apoyarse en un concepto de moral estrecho: Mientras que la ética clásica habían hecho referencia a
todas las cuestiones de la “vida buena”, la de Kant se refiere solamente a los problemas del actuar
correcto o justo. Los juicios morales explican cómo se pueden dirimir los conflictos de acción con
base a una avenencia racionalmente motivada. En sentido amplio, sirve para justificar acciones a la
luz de las normas válidas o la validez de las normas a la luz de los principios digno de
reconocimientos. El fenómeno básico necesitado de explicación desde la teoría moral es, en efecto,
la validez deóntica de los mandatos o normas de acción. En este sentido hablamos de una ética
deontológica.

Cognitivista

Esta entiende la corrección de las normas o mandatos por analogía con la verdad de una
proposición asertórica. Con todo, no es lícito asimilar la “verdad” moral de las proposiciones
deónticas a la validez asertórica de las proposiciones enunciativas, como hacen el intuicionismo o la
ética de los valores. Kant no confunde la razón teórica con la practica. Yo entiendo la corrección
normativa como una pretensión de validez análoga a la verdad. En este sentido hablamos también
de una ética cognitivista.

Formalista o Procedimentalismo

Esta tiene que poder responder a la pregunta de cómo es posible fundamentar enunciados
normativos. Aunque Kant elige la forma imprevista (“actúa solo conforme a la máxima a través de
la que al mismo tiempo puedas querer que se convierta en una lay universal”), el imperativo
categórico asume el cometido de un principio de justificación que distingue como válidas las
normas de acción universalizables: aquello que esté justificado en sentido moral tienen que poder
quererlo todos los seres racionales. A este respecto hablamos de una “ética formalista”. En la ética
del discurso, el lugar del imperativo categórico pasa a estar ocupado por el procedimiento de la
argumentación moral. Esa ética establece el principio “D”: solo pueden reivindicar lícitamente
validez aquellas normas que pudiesen recibir la aquiescencia de todos los afectados en tanto que
participantes en un discurso práctico.

Al mismo tiempo, el imperativo categórico desciende al nivel de un principio de


universalización “U”, que en los discursos prácticos asume el cometido de una regla de
argumentación: en las normas válidas, los resultados y los efectos secundarios que se deriven de su
seguimiento universal para la satisfacción de los intereses de todos y cada uno tienen que poder ser
aceptados por todos sin coacción alguna.

Finalmente, denominamos “universalista” a una ética que afirme que este principio moral (u
otro similar) no solo expresa las intuiciones de una determinada cultura o de una determinada
época sino que posee validez universal. Solo una fundamentación del principio moral que no se
proporcione remitiendo simplemente a un factum de la razón puede disipar la sospecha de que
incurre en una falacia etnocéntrica. Tiene que ser posible demostrar que nuestro principio moral
refleja no solo los prejuicios del centroeuropeo de hoy, adulto, blanco, varón y que ha recibido una
educación burguesa. No aborda esta parte de la ética, que es la más difícil, sino que me limitaré a
recordar la tesis que la ética del discurso establece a este respecto: todo el que emprenda
seriamente el intento de practicar en una argumentación acepta implícitamente presupuestos
pragmáticos universales que poseen un contenido normativo; el principio moral se puede derivar
entonces del contenido de esos presupuestos de la argumentación, con tal que se sepa qué
significa justificar una norma de acción.
Baste lo dicho hasta aquí acerca de lo supuestos básicos deontológicos, cognitivistas,
formalistas y universalisatas que todas las éticas de tipo kantiano defienden en una u otra versión.
Únicamente me gustaría aclarar con brevedad el procedimiento de discurso práctico mencionado
en “D”.

Al punto de vista desde el que se pueden enjuiciar imparcialmente las cuestiones morales le
damos el nombre de “punto de vista moral”(moral point of view). Las éticas formalistas
proporcionan una regla que explica cómo se contempla algo desde el punto de vista moral.

El procedimiento del discurso práctico tiene ventajas frente a esos dos constructos. En las
argumentaciones, los participantes tienen que partir de que en principio todos los afectados
participan como libres e iguales en una búsqueda cooperativa de la verdad en la que la única
coacción permitida es la del mejor argumento. El discurso práctico puede ser considerado como un
modo muy exigente de formación argumentativa de la voluntad, de la que (al igual que de la
posición de Rawls) se espera que garantice con base únicamente en los presupuestos universales
de la comunicación la corrección (o equidad) de toda avenencia normativa posible en esas
condiciones. El discurso puede desempeñar este cometido en virtud de las suposiciones
idealizantes que los participantes tienen que efectuar realmente en su praxis argumentativa, por lo
que desaparece el carácter ficticio de la posición original junto con el recurso de la ignorancia
artificial. Por otra parte, el discurso práctico se puede entender como un proceso de entendimiento
mutuo que por su forma propia insta a todos los implicados simultáneamente a la asunción ideal de
roles. Transforma, así pues, la asunción ideal de roles practicada por cada uno individual y
privadamente en una actividad pública, practicada intersubjetivamente por todos de consumo.

2) ¿Qué intuiciones morales conceptualiza la ética del discurso?

Las éticas del deber se han especializado en el principio de justicia; las éticas de bienes, en
el bien común. Ciertamente, ya Hegel se percató de que si aislamos los dos aspectos entre si y
contraponemos cada uno de ellos al otro perderemos la unidad del fenómeno moral básico. Por
ello, el concepto de eticidad de Hegel parte de una crítica a dos unilateralidades simétricas. Hegel
se dirige contra el universalismo abstracto de la justicia expresado en los planteamientos
individualistas de la Modernidad, en el derecho natural racional y en la ética kantiana, e igual de
decididamente rechaza el particularismo concreto del bien común formulado en la ética de la polis
de Aristóteles o en la ética de bienes tomista. La ética del discurso recoge esta intención bñasica de
Hegel para darle cumplimiento con medios kantianos.

Esta tesis resultará menos sorprendente si tenemos claro que los discursos en los que las
pretensiones de validez problemáticas se tratan como hipótesis constituyen una especie de actuar
comunicativo que ha llegado a ser reflexivo. Así, el contenido normativo de los presupuestos de la
argumentación está meramente tomado de las presuposiciones del actuar orientado por el
entendimiento mutuo sobre las que por así decir se alzan los discursos.

Con todo, dentro de la praxis cotidiana estas presuposiciones del uso del lenguaje orientado
por el entendimiento mutuo solamente tienen un alcance limitado. En el reconocimiento recíproco
de sujetos a los que se les puede imputar sus actos y que orientan su actuar por pretensiones de
validez, la igualdad de trato y la solidaridad ya están incluidos de alguna manera, pero esas
obligaciones normativas no van más allá de los límites del mundo de la vida concreto de un clan, de
una ciudad o de un Estado. La estrategia que sigue la ética del discurso para extraer los contenidos
de una moral universalista de los presupuestos universales de la argumentación ofrece
perspectivas de éxito precisamente porque el discurso constituye una forma de vida concretas y en
la que las presuposiciones del actuar orientado por el entendimiento mutuo se universalizan, se
abstraen y liberan de barreras, extendiéndose a una comunidad ideal de comunicación que incluye
a todos los sujetos capaces de hablar y de actuar.

La ética del discurso supera el planteamiento meramente interno, monológico de Kant,


quien cuenta con que cada individuo particular realice la verificación de sus máximas de acción en
su fuero interno(“en la solitaria vida del alma”, como decía Husserl). En el singular de la consciencia
trascendental los yoes empíricos se pre-entienden y se armonizan por anticipado. En contra de ello,
la ética del discurso espera un entendimiento mutuo sobre la universalizabilidad del interés
solamente como resultado de un discurso público organizado intersubjetivamente, Solo los
universables del uso del lenguaje forman una estructura común previa a los individuos.
LOS LIMITES DE LA RAZÓN COMUNICATIVA

4.1 En defensa de la Ilustración

Jürgen Habermas es, sin duda, el principal filósofo de la izquierda occidental


contemporánea. Esta caracterización se apoya en tres razones: en primer lugar, simplemente, en la
dimensión, alcance y calidad de sus escritos; en segundo lugar, en su intento de reconstruir el
materialismo histórico como una teoría de la evolución social y suministrar una explicación
defendible de los procesos contradictorios de modernización del capitalismo; y en tercer lugar, en
el hecho de que asumiera la defensa del proyecto de la Ilustración, es decir, de una "organización
racional de la vida social cotidiana".Todos estos aspectos de la obra de Habermas están presentes
en El discurso filosófico de la modernidad (1985). Allí utiliza tanto su amplio y penetrante
conocimiento de la historia intelectual como la teoría de la acción comunicativa, esencial en el
análisis de la modernidad, para desarrollar una crítica devastadora e inusitadamente vívida de la
tradición que parte de Nietzsche y de Heidegger, representada hoy en día por las dos vertientes del
postestructuralismo discutidas en el capítulo anterior.

Es importante, creo, enfatizar el carácter político de las intervenciones de Habermas en


contra del postestructuralismo. Su obra, desde fines de la década de 1970, se ha centrado en el
resurgimiento, dentro del capitalismo occidental, de varias tendencias del pensamiento
conservador que implican un rechazo parcial o total de la modernidad. La crítica de Habermas al
postestructuralismo debe ubicarse dentro de este contexto, en el que distingue entre los "antiguos
conservadores", que "recomiendan un retiro anterior a la modernidad"; los "neoconservadores",
que aceptan "el progreso técnico, el desarrollo del capitalismo y la administración racional" -lo que
llama "la modernización de la sociedad"- pero "recomiendan la política de diluir el contenido
explosivo de la modernidad cultural", y los "jóvenes conservadores", que recapitulan la experiencia
básica de la modernidad estética. Reclaman como propias las revelaciones de una subjetividad
descentrada, emancipada de los imperativos del trabajo y de la utilidad, y con esta experiencia se
salen del mundo moderno. Con base en actitudes modernistas, justifican un irreconciliable
antimodernismo. Desplazan a la esfera de lo lejano y de lo arcaico los poderes espontáneos de la
imaginación, la experiencia de sí y la emoción. A la razón yuxtaponen, de manera maniquea, un
principio accesible únicamente a la evocación, sea la voluntad de poder o la soberanía, el Ser o la
fuerza dionisíaca de lo poético.

Norris observa:

En cuanto se difunde la idea de que toda teoría es una de las especies sublimadas de la
narrativa, surgen dudas acerca de la posibilidad misma del conocimiento como algo diferente de las
diversas formas de gratificación narrativa. La teoría presupone una distancia crítica entre sus
propias categorías y las de la mitología naturalizada o sistema de presuposiciones del sentido
común. Eliminar sin más esta distancia -como lo hace Lyotard- es eliminar, a través de la
argumentación, los fundamentos mismos de la crítica racional.

La "condición postmoderna", tal como la interpreta Lyotard, parece compartir las


características esenciales de toda ideología conservadora, desde Burke hasta la Nueva Derecha
actual. Esto es, se basa en la idea de que el prejuicio está tan profundamente arraigado en nuestras
tradiciones de pensamiento, que la crítica racional nunca podría desalojarlo de allí. Todo
pensamiento seno acerca de la cultura y de la sociedad deberá admitir el hecho de que tales
investigaciones sólo tienen sentido dentro del contexto de una tradición que las anima.

Las hermenéuticas de Heidegger y de Gadamer sostienen que la comprensión depende de


una precomprensión determinada por prácticas sociales cuya naturaleza no puede ser plenamente
aprehendida, pues están presupuestas por el acto mismo de comprensión y son inherentes a él.

Habermas se preocupa entonces por asumir una defensa crítica de la modernidad que
ponga de presente su carácter incompleto, su incapacidad manifiesta de realizar su potencial. A
este respecto, su obra puede considerarse como una continuación de la tradición marxista y, más
específicamente, de la Escuela de Frankfurt. Habermas dice de Adorno: "Permanece fiel a la idea de
que no hay cura para las heridas de la Ilustración diferente de una radicalización de la Ilustración
misma"

4.2 De Weber a Habermas

Habermas sigue a Weber al concebir "la modernización de la sociedad europea como


resultado de un proceso histórico universal de racionalización". Partiendo de la teoría que ofrece
Weber de la modernización como diferenciación de subsistemas autónomos, en particular el
mercado y el Estado, regulados por la racionalidad instrumental, Habermas adopta el mismo
camino de Lukács y de la Escuela de Frankfurt en sus comienzos. En Historia y consciencia de clase,
Lukács interpretó la racionalización como reificación, consecuencia de la penetración del
fetichismo de la mercancía en todos los ámbitos de la vida social; como la reducción, regulada por
el mercado y producida por los mecanismos económicos del capitalismo, de todas las relaciones
entre personas a relaciones entre cosas. Según Lukács, el inverso de este proceso de reificación es
el proletariado, concebido en términos hegelianos como el "sujeto-objeto idéntico de la historia"
que, al adoptar ineludiblemente una consciencia revolucionaria, hará estallar en pedazos las
estructuras reificadas de la sociedad capitalista. Horkheimer y Adorno asumieron y sin duda
enriquecieron los análisis lukácsianos de la reificación, pero renunciaron a la expectativa de una
revolución proletaria.

Al mismo tiempo, como afirma Habermas, "desligan este concepto (de reificación) del
particular contexto histórico del nacimiento del sistema económico capitalista", y "anclan el
mecanismo causante de la cosificación de la consciencia en los propios fundamentos
antropológicos de la historia de la especie, en la forma de existencia de una especie que tiene que
reproducirse por medio del trabajo". El triunfo de la razón instrumental dejó de ser entonces, como
dijera Lukács, el resultado de una constelación históricamente circunscrita y transitoria de
circunstancias, y se convirtió más bien en el resultado inevitable de la necesidad humana de
reproducirse, que implica una tendencia transhistórica a dominar por igual a las personas y a la
naturaleza, tendencia que culmina con el capitalismo tardío. De ahí la "contradicción realizativa"
identificada por Habermas en la Dialéctica de la Ilustración, así como en la crítica de Nietzsche a la
modernidad (ver sección 3.4). Y en efecto, ¿cómo pueden Horkheimer y Adorno continuar con la
práctica de una teoría crítica de la sociedad cuando la razón misma se identifica con la necesidad de
dominio? Adorno busca continuar la crítica racional a través de una dialéctica negativa

Habermas se identifica con aquella vertiente del discurso de la modernidad fundada por
Marx, que consiste en "entender la praxis racional como una razón concretada en la historia, la
sociedad, el cuerpo y el lenguaje.11 No obstante, la "contradicción realizativa" inherente al
pensamiento de la Escuela de Frankfurt en sus comienzos es, en su opinión, inevitable, mientras
permanezcamos dentro del marco de referencia de una "filosofía de la consciencia", para la cual es
esencial "un sujeto [que] se refiere a los objetos, bien sea para representarlos, o bien para
producirlos tal como deben ser". La concepción monológica de la subjetividad, fundamental para el
pensamiento occidental desde Descartes, implica necesariamente una concepción instrumental de
la racionalidad: el mundo se presenta al sujeto así concebido como un medio para sus propios fines;
por consiguiente, la razón es constituida dentro del marco de una relación de medios a fines, y está
moldeada por la necesidad del sujeto de dominar un entorno que le es ajeno y externo. Dentro de
este paradigma, nos vemos atrapados en un dilema entre la aceptación neoconservadora de una
modernidad dominada por la razón instrumental, y la crítica radical de esta modernidad que, al
identificar la racionalidad instrumental con la razón tout court, se niega un criterio que le permita
justificar tal crítica o especificar un estado de cosas más deseable. Sólo podemos escapar a este
dilema "si se abandona el paradigma de la filosofía de la consciencia, es decir, el paradigma de un
sujeto que se representa los objetos y que se forma en el enfrentamiento con ellos por medio de la
acción, y se lo sustituye por el paradigma de la filosofía del lenguaje, del entendimiento
intersubjetivo o comunicación, y el aspecto cognitivo-instrumental queda inserto en el concepto,
más amplio, de racionalidad comunicativa".

Habermas nos propone entonces sustituir la concepción monológica por la concepción


dialógica de la subjetividad y de la racionalidad. De allí la importancia de la teoría de la acción
comunicativa, en la que es fundamental distinguir entre dos tipos de acción: la "acción orientada al
éxito", acción instrumental o estratégica, en la cual el sujeto individual persigue sus propios
objetivos en relación con su entorno físico o social concebido como un objeto ajeno, y la acción
comunicativa, en la cual "los planes de acción de los actores implicados no se coordinan a través de
un cálculo egocéntrico de resultados, sino mediante actos de entendimiento".

En tercer lugar, esta concepción compleja y diferenciada de la racionalidad, dentro de la cual


la razón instrumental no es más que "un momento subordinado", le permite a Habermas evitar la
concepción unilateral de la racionalización que comparten Weber y la Escuela de Frankfurt. "El
potencial de la razón comunicativa queda, pues, a la vez desplegado y distorsionado en el curso de
la modernización capitalista,16 argumenta. El desarrollo del capitalismo occidental implicó "un
patrón selectivo de racionalización, es decir, de los recortes que implica el perfil que la
modernización ofrece.17 Sólo ciertos aspectos de la racionalidad, comprendida de manera amplia y
en términos de la acción comunicativa, han sido incorporados a la modernidad. De ahí su carácter
incompleto; por oposición al diagnóstico de Nietzsche y de sus seguidores, no sufre de un "exceso"
sino de "un defecto de razón".18

Para captar el carácter "recortado" de la modernización, Habermas traza una distinción


entre "sistemas" y "mundo de la vida" que es fundamental para el segundo volumen de su Teoría de
la acción comunicativa. Representa, en cierto sentido, su versión de la distinción entre estructura
social y acción humana. El concepto de sistema se refiere a las implicaciones funcionales de las
acciones para la reproducción de una sociedad determinada, y el de mundo de la vida (Lebenswelr)
a aquellos mecanismos por medio de los cuales los agentes sociales llegan a una comprensión
compartida del mundo; este último se relaciona entonces con las intenciones de los agentes, en
tanto que el primero lo hace con aquello que, en palabras de Hegel, sucede a espaldas suyas. La
distinción es una distinción analítica y se refiere a aspectos de cualquier orden social que sólo
asumen una forma distintivamente institucional como resultado de la modernización: en efecto, la
diferenciación entre sistema y mundo de la vida es constitutiva de la modernidad. El más
fundamental de los dos es el mundo de la vida; Habermas usa este término, derivado de la
fenomenología hermenéutica de Husserl, para aludir a la comprensión compartida implícita en
todo acto de habla. Estas comprensiones, encarnadas en la tradición, configuran "el horizonte en
que los agentes comunicativos se mueven 'ya siempre'". Son "previas a todo disentimiento posible;
no pueden ser controvertidas como puede serlo un conocimiento intersubjetivamente compartido;
lo más que pueden es venirse abajo".
Si bien la discusión habermasiana del mundo de la vida incorpora algunas de las ideas
centrales de la hermenéutica, Habermas niega que el conocimiento tradicional implícito en todo
acto de habla sea inmune a la crítica racional. En contra de Gadamer, insiste en que "la apropiación
reflexiva de la tradición rompe la sustancia casi natural de la tradición y modifica la posición del
sujeto respecto de ella".20 Uno de los rasgos de la modernización es precisamente que "la
necesidad de entendimiento" está menos "cubierta de antemano por una interpretación del mundo
de la vida sustraída a toda crítica", y más bien es "cubierta esa necesidad por medio de operaciones
interpretativas de los participantes mismos, esto es, por medio de un acuerdo que, por haber sido
motivado racionalmente, siempre comportará sus riesgos".

ÉTICA COMUNICATIVA

Adela Cortina

1) LAS SEÑAS DE IDENTIDAD DE LA ÉTICA COMUNICATIVA

1. La llamada «ética comunicativa», nace en los años setenta del siglo xx a partir de los
trabajos de dos filósofos, profesores ambos en la Universidad de Frankfurt ya desde esa época: K.-
O. Apel y J. Habermas '. Unidos por una estrecha relación de amistad, comparten también una
sólida construcción filosófica, compuesta fundamentalmente por una pragmática no empírica del
lenguaje -«trascendental» en el caso de Apel, «universal» en el de Habermas-, una teoría de la
acción comunicativa, una teoría consensual de lo verdadero y lo correcto, una teoría de los tipos de
racionalidad y también de algún modo por una teoría de la evolución social. Desde esta propuesta
amplían nuestros autores el ámbito de la reflexión hacia una filosofía práctica, que tiene por núcleo
la ética comunicativa o discursiva y por ramificaciones una filosofía del derecho adecuada a tal ética
y una reflexión sobre la política, fundamentalmente sobre el modo de vida democrático.

Para llegar a tal diseño han tenido que asumir nuestros autores, al menos, los siguientes
compromisos: a) tomar como punto de partida de la reflexión filosófica, no un hecho ontológico ni
un hecho de conciencia, sino un faetum lingüístico -el de la acción comunicativa o el de la
argumentación- , asumiendo el «giro lingüístico» de nuestro tiempo; b) considerar el lenguaje
desde la triple dimensión del signo, evitando la «falacia abstractiva» en que incurren los filósofos
de la conciencia y del lenguaje que atienden únicamente a las dimensiones sintáctica y semántica;
con ello también queda asumido el «giro pragmático»; e ) no contemplar la dimensión pragmática
empírica, sino trascendentalmente, de modo que - por decirlo con Apel- el método filosófico sea el
de una filosofía trascendental transformada .
3) FUNDAMENTACIÓN DE LA ÉTICA DISCURSIVA

La pragmática de que hablamos parte de un análisis de los actos de habla, en el sentido de


Austin y Searle. Aunque Apel parte explícitamente del hecho de la argumentación, el verdadero
punto de partida es cualquier acción y expresión humana con sentido, en la medida en que puedan
verbalizarse. Partiendo, pues, de los actos de habla, su doble estructura -proposicional
performativa- introduce a los interlocutores en el nivel de la intersubjetividad, en el que hablan
entre sí, y en el de los objetos sobre los que se entienden. Lo cual significa que hablar sobre
objetos con sentido requiere aceptar una relación entre los interlocutores que es a la par
hermenéutica y ética: hermenéutica.

En efecto, las acciones comunicativas tienen éxito habitualmente en la vida cotidiana


porque el hablante, al realizarlas, eleva implícitamente unas «pretensiones de validez», que el
oyente también implícitamente acepta: la pretensión de verdad para sus proposiciones, veracidad
para sus expresiones, inteligibilidad de lo dicho, corrección de las normas de acción. Tales
pretensiones prestan racionalidad a las acciones comunicativas y la aceptación implícita de las
mismas por parte de los interlocutores es expresiva de que se reconocen recíprocamente como
personas, es decir, como seres con autonomía como para elevar tales pretensiones (en el caso del
hablante), como para darlas por buenas o rechazarlas (en el caso del oyente).

Tanto en la pretensión de verdad como en las de corrección y veracidad se encuentran


pretensiones universales de validez del discurso humano, en las que se vuelven reflexivas las
posibles referencias de la acción al mundo. En el caso de procesos lingüísticos explícitos para llegar
a un entendimiento, los actores erigen pretensiones de verdad si se refieren a algo en el mundo
objetivo, entendido como conjunto de cosas existentes; de corrección, si se refieren a algo en el
mundo social, entendido como conjunto de relaciones interpersonales de un grupo social,
legítimamente reguladas; de veracidad, si se refieren al propio mundo subjetivo, entendido como
conjunto de las vivencias. En este volverse lingüísticamente reflexivas las pretensiones de validez
se basa la posibilidad de coordinar racionalmente las acciones extralingüísticas a la luz de un
acuerdo sobre su posible racionalidad.

Desde esta perspectiva modificará Habermas la tipología weberiana de la acción social,


distinguiendo entre dos tipos de acciones: la racionalteleológica y la comunicativa. Acción racional-
teleológica es aquélla en que el actor se orienta primariamente hacia una meta, elige los medios y
calcula las consecuencias; e! éxito consiste en que se realice e! Estado de cosas deseado. Esta
acción puede ser a su vez: instrumental, cuando se atiene a reglas técnicas de acción que descansan
en e! saber empírico e implican pronósticos sobre sucesos observables, que pueden resultar
verdaderos o falsos; estratégica, cuando se atiene a las reglas de la elección racional y valora la
influencia que pueden tener en un contrincante racional. Las acciones instrumentales pueden
ligarse a interacciones, mientras que las acciones estratégicas son en sí mismas sociales.

En efecto, la acción estratégica, al ser un tipo de interacción, viene presidida por la


categoría de reciprocidad, de modo que en ella los sujetos se instrumentalizan recíprocamente.
Obviamente, ésta es la base de la teoría de los juegos, pero también de toda ética y toda política
que no crean posible más racionalidad que la defensa estratégica de los derechos, e incluso los
deseos, subjetivos mediante pactos de egoísmos.

Pacto estratégico y consenso son dos cosas diferentes. El primero brota de la racionalidad
estratégica, e! segundo, de la comunicativa. La acción comunicativa es aquélla en que los actores no
coordinan sus planes de acción calculando su éxito personal, sino a través de un acuerdo, porque
los participantes orientan sus metas en la medida en que pueden conjugar sus planes desde
definiciones comunes de la situación. Es, pues, éste un mecanismo para coordinar las actividades
teleológicas referidas al mundo, que no se basa en la influencia recíproca y e! equilibrio de
intereses, sino en el entendimiento acerca de las pretensiones de validez.

Un análisis y modificación, introducida por Austin, entre actos ilocucionarios y


perlocucionarios nos llevará a la conclusión de que las acciones lingüísticas pueden utilizarse
estratégicamente, pero el entendimiento, el acuerdo, es inherente como télos al lenguaje humano,
de modo que hay un modo originario de usar e! lenguaje (e! que busca el acuerdo) y uno derivado y
parasitario (la comprensión indirecta, e! dar a entender), porque -según Habermas- los conceptos
de habla y entendimiento se interpretan recíprocamente.

Por eso si la acción comunicativa se interrumpe, si el oyente pone en cuestión las


pretensiones que el hablante eleva de verdad para sus declaraciones o de corrección para las
normas de acción, la única salida racional, la única expresiva de que eran seres autónomos y
racionales los que actuaban lingüísticamente, es estar dispuesto a la argumentación y la réplica. Y
precisamente a través de un discurso, es decir, a través de aquel modo de comunicación que se
libera de la carga de la acción para poder eludir sus coacciones y no permitir que triunfe otro
motivo para el consenso más que la fuerza del mejor argumento. Tal discurso será teórico si
pretende comprobar la verdad, práctico si pretende comprobar la corrección de las normas de
acción. El intento de diseñar la lógica del discurso nos obliga a dirigir la atención hacia una teoría
consensual de la verdad, en la línea de Ch. S. Peirce, que aquí dejamos sólo mencionada S, y hacia
los rasgos de una peculiar racionalidad, la racionalidad discursiva, imprescindible para conocer los
rasgos de la racionalidad filosófica.

En lo que respecta al discurso práctico, que es el que primariamente interesa a la ética,


Habermas y Apel tomarán en préstamo algunas de las reglas apuntadas por R. Alexy, teniéndolas
por presupuestos descubiertos mediante el mecanismo de la contradicción performativa, porque
cualquiera que participa en un discurso las ha reconocido ya implícitamente. Obviamente no se
trata de que los diálogos fácticos en torno a normas se rijan por esas reglas, sino de que cualquiera
que desee argumentar en serio sobre la corrección de normas tiene que haberlas presupuesto ya
siempre contrafácticamente. No argumentar en serio es, sin duda, posible, pero quien rehúsa
sistemáticamente argumentar en serio sobre la corrección de normas, renuncia a su posibilidad de
racionalidad práctica.

Recordemos brevemente, por seguir el hilo de nuestra exposición, que serán tres los tipos
de reglas que la ética discursiva cree descubrir como presupuestos del discurso práctico: reglas
correspondientes a una lógica mínima; los presupuestos pragmáticos de la argumentación,
entendida como un proceso en busca de acuerdo, entre los que aparecen ya normas con contenido
ético porque suponen relaciones de reconocimiento recíproco; y, por último, las estructuras de una
situación ideal de habla.

La célebre situación ideal de habla, interpretada en algunos casos como utopía, en otros
como secularización de dogmas religiosos, no es sino un presupuesto contrafáctico del habla,
porque el discurso es un proceso de comunicación que ha de satisfacer condiciones improbables
con vistas a lograr un acuerdo motivado racionalmente, y desde esta perspectiva se revela la
estructura de una situación ideal de habla, inmunizada frente a la represión y la desigualdad.

Ética

Adela Cortina – Martínez

Ética sustancialistas y procedimentales (formalismo para Habermas)

Las éticas procedimentales se consideran, en líneas generales, como herederas del


formalismo kantiano, pero sustituyen algunas de las piezas más vulnerables de éste – como la
insistencia en la conciencia individual – por nuevos elementos teóricos que pudieran salvar los
principales escollos a los que tuvo que enfrentarse históricamente la ética de Kant.

Ahora bien, una limitación importante del formalismo kantiano era la concepción
monológica de la racionalidad, de modo que sus continuadores procedimentalistas optan por
entender la racionalidad en un sentido dialógico.

En la ética discursiva, lo que constituye el procedimiento legitimador de las normas es el


diálogo entre los afectados por las normas, llevando a cabo en condiciones de simetría (relaciones
de poder, de información pacto de mutua conveniencia).

Por su parte, las éticas sustancialistas(En términos generales, las éticas sustancialistas son
las que defienden los miembros del movimiento filosófico ”comunitarista”. Las críticas
comunitaristas al universalismo moral se dirigen de lleno a quienes sientan las bases de tal
universalismo, esto es, a los éticos procedimentales. En este sentido, la contraposición entre ética
universalista y comunitaristas puede considerarse como prácticamente a la que enfrenta a
procedimentalistas y sustancialistas.) afirman que es imposible hablar de la corrección de normas si
no es sobre el trasfondo de alguna concepción compartida de la vida buena. Frente a los
procedimentalistas, los éticos sustancialistas coinciden en concebir lo moral con un ámbito en el
que lo principal no es el discurso sobre las normas justas, sino el de los fines, los bienes y las
virtudes comunitariamente vividos en un contexto vital concreto.

Los sustancialistas acusan al procedimentalismo de incurrir en una abstracción ingenua, al


menos en la medida en que confiá en que los procedimientos sean capaces de crear lazos de
cohesión social equivalente a los que en otros tiempos creaba la religión o la tradición. En efecto, el
universalismo moral al que conducen las éticas procedimentales es considerado por los
sustancialistas como un universalismo abstracto y vació, pues que la postre no consigue alumbrar
sujetos ilustrados, emancipados, libres de comunidad y de tradición, sino más bien seres anónimos
y anómincos, desarraigados de todo ambiente moral, y por tanto, faltos de esperanza y de sentido
para su vida.
Ética teleológicas y deontológicas

Teoría teleológica aquella para la que la corrección o incorrección de las acciones está
siempre determinada por su tendencia a producir ciertas consecuencias que son intrínsecamente
buenas o malas.

Teorías deontológicas consideraría que una acción será siempre correcta o incorrecta en
tales circunstancias fueran cuales fueran las consecuencias.

El fundamento de la distinción sería, pues, la atención a las consecuencias. Sin embargo, no


parece que esta distinción resulte ya muy útil en una época en la que ninguna teoría ética prescinde
de las consecuencias a la hora de calificar una acción.

Serían éticas teleológicas las que se ocupan en discernir qué es el bien no-moral antes de
determinar el deber, y consideran como moralmente buena maximización del bien no moral;
mientras que serían éticas deontológicas las que marcan el ámbito del deber antes de ocuparse del
bien y sólo consideran bueno lo adecuado al deber.

La ética del discurso

Cualquiera que pretenda argumentar en serio sobre normas tiene que presuponer:

1) Que todos los seres capaces de comunicarse son interlocutores válidos – es decir, personas – y
que, por tanto, cuando se dialoga sobre normas que les afectan, sus intereses deben ser tenidos en
cuenta y defendidos a, poder ser, por ellos mismos. Excluir a priori del diálogo a cualquier afectado
por la norma desvirtúa el presunto diálogo y lo convierte en una pantomima.

2)Que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es correcta, sino sólo el que se
atenga a unas reglas determinadas que permitan celebrarlo en condiciones de simetría entre los
interlocutores. A este diálogo llamamos “discurso”.
Las reglas del discurso son fundamentales las siguientes:

- Cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el discurso.

- Cualquiera puede problematizar cualquier afirmación.

- Cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades.

- No puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos, establecidos en las reglas
anteriores, mediante coacción interna o externa al discurso.

Éticas cognitivistas y no-cognitivistas

En ocasiones se ha dicho que el criterio de distinción entre dos tipos de éticas reside en la
posición que se tenga respecto a la posibilidad de considerar a los enunciados morales como
susceptibles de verdad o falsedad. Desde este punto de vista, las éticas cognitivistas serían
aquellas que conciben el ámbito moral como un ámbito más del conocimiento humano cuyos
enunciados pueden ser verdaderos o falsos. En cambio, las éticas no-cognitivista serían las que
niegan que se pueda hablar de verdad o falsedad en este terreno y en consecuencia, las que
conciben la moralidad como algo ajeno al conocimiento.

Sin embargo, es preciso corregir este criterio en nuestros días, puesto que se han puesto de
relieve algunas matizaciones importantes por parte de las éticas que hoy se inspiran en Kant
(particularmente la ética discursiva). Estas éticas se consideran a sí misma como cognitivistas, a
pesar de que no aceptan que se pueda considerar a los enunciados morales como verdaderos o
falsos. Lo cognitivo no es sólo cuestión de verdad o falsedad(propio del ámbito teórico), sino que
también es cuestión de que sea posible argumentar racionalmente sobre la corrección de las
normas (propias del ámbito práctico). De las normas no puede decirse que sean verdaderas o falsas,
pero si que son correctas o incorrectas. En este sentido, las éticas kantianas distinguen entre la
validez de una norma (su consideración racionalmente argumentable) y la vigencia de la misma (su
consideración como vinculante o no para los sujetos morales), y dado que estas cuestiones pueden
considerarse como parte del “saber práctico”, se puede afirmar que estas éticas son cognitivistas.

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