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Cada vez que recuerdo aquel episodio de la ofensiva “airada” contra Piglia, me sale ese

término de “intempestivo”. Temperamental si se quiere, falta de cálculo o mejor aún, el


gesto “airado” de quien arremete con su enojo porque no tiene nada que perder. En
realidad, Aira recién estaba preparando su ingreso en el campo artístico cultural porque
poco después de esa reseña, su novela Ema, la Cautiva concentra cierto grado de atención
y ya en la década del 90´ ocupa el centro de la escena. Salió “airoso” del gesto provocador.
Sostienen algunos que como leal discípulo y estricto albacea de Osvaldo Lamborghini, Aira
ejecuta con la pluma lo que Osvaldo le había lanzado a Piglia a modo de amenaza. Como
sea, cada cual tuvo su lugar y esto es el dato de color o el folklore para ver de cerca los
disensos y acuerdos tácitos que forman las sociedades, las alianzas a modo de protección
mutua, de refuerzo estratégico para construir lo de siempre: un lugar de enunciación. El
lugar de enunciación es importante para hacer visibles los textos, la producción, la obra y
emplazar los circuitos que hagan viable e intercambiables (dinámicos, funcionales) los
espacios de la invención-fabricación, distribución y consumo-recepción. Así que, si bien no
es novedad el gesto, porque desde siempre los artistas lucharon por la escena central
(recordemos las “discusiones” borgianas en torno de Lugones, en el marco del
“contrapunto” Boedo y Florida), Aira agrega la actuación de un encono con la forma de un
ensayo analítico sobre el estado de la novela argentina. Terreno pavimentado para hacer
de su aparición el momento justo. Subrayemos esto. Lo que Aira critica de Respiración
Artificial, es, desde su óptica, la falta de narración, la ausencia de motivación que una
novela, debe aspirar a ejercer desde un relato. Dicho directamente. La novela debe contar
historias y el texto de Piglia carece de esa atribución sustancial por verse afectado
patológicamente de un auxilio mecánico como el aparato teórico, como el discurso
metatextual. Y es bien cierto una cosa. Sin hacer juicio de valor (no nos compete a
nosotros, desde un punto de vista crítico), la poética de Aira se define de un modo bien
distinto, porque a todas luces lo que se propone es narrar; “había una vez” resuena como
una fórmula mágica cada vez que sus textos (historias, relatos, cuentos) dejan deslizarse
los tiempos de las supervivencias y los anacronismos, las heterocronías de las memorias
combinadas, los montajes de pasado y presente y los acontecimientos espiralados que no
son otra cosa que lo súbito, lo repentino que adviene para cortar, con la naturalidad de las
cosas que viven en el universo, la linealidad circular y causalista de lo previsible.

Las noches de Flores, por ejemplo, es un modelo para ver de cerca (como hace Aira con la
lente aumentada sobre los objetos) algunos procedimientos que articulan su modo de
hacer literatura. En principio cabe reparar en la extracción urbana, una historia donde la
protagonista primera es la ciudad y más aún, el barrio. Aira siempre se definió como el
autor que escribía al costado (al margen deliberado) de Borges. Algo de razón tiene, si
pensamos en Borges como una marca indeleble en la historia de la literatura argentina
(Piglia y Saer, por mencionar dos grandes autores, escriben en esa estela). Sin embargo,
acá hay un rasgo que tienen en común: hacer del barrio, sus calles, hábitos una pantalla
estética, un enfoque a partir del cual circulan las posibilidades. Mientras en Borges se
trata de la especulación filosófica (la paradoja de una construcción material de una ficción
de origen, la invención de un comienzo y la fantasía metafísica de la eternidad, pensemos
por caso en un poema como “Fundación mítica de Buenos Aires”), Aira construye el
recorrido sobre el suelo de la fauna “típica”, con el debido cuidado que la tipicidad
demanda en una poética disolvente de los nexos causales y las habilitaciones de la
mediación. Por un lado, lo típico aparece como el embrague que impulsa la “fuga hacia
adelante” para, de ahí en más, potenciar la transmutación de las expectativas. En
narrativa, la expectativa regula la pulsión de la espera que busca complacerse en un final;
aunque aguardar el desenlace suponga distintos estados en tránsito (la pregunta por qué
pasa después resulta inevitable, así como el deseo de que el fin cumpla ajustadamente
con la promesa que suponemos de nuestra incumbencia). En lo que Aira parece
complacerse definitivamente es en la frustración de todo lo que anticipamos como
medida de deseo y de posibilidad. Porque Aira extiende la materia de lo narrable sin límite
de sujeción estructural, (Aira es lo contrario, en este punto, de Borges, cuya escritura es
letra de la intensión, de lo intenso, del instante). Desde el espacio de un narrador ubicuo,
por llamar de otra manera la omnisciencia del que sabe más que todos, la sintaxis no evita
ni la fragmentación escénica ni la extensión (el simulacro de una durabilidad ilimitada);
hay actos e imágenes que no rinden cuentas a la lógica de aquello que la razón permite.
Llegado este punto cabe “definir” la poética narrativa de Aira, o la literatura, según Cesar
Aira, como la práctica de todas las posibilidades, el lugar de volver sistemática la acción
del movimiento y la instancia de afirmación (al contrario de Saer o de Piglia, donde el
lenguaje se esgrimía como condición de resistir los embates de una exterioridad política
demasiado opresiva, autoritaria y automatizante).

Decíamos, así, que lo “típico” se manifiesta como anclaje de un disparador, como el


arranque que pone a funcionar la máquina del relato sin caución de que las piezas cedidas
al comienzo vuelvan a un punto de cierre, o cumplan con algún contrato previo. La única
regla que Aira establece es la acción y el desplazamiento que, paralelos a la repetición,
solo garantizan la transformación de los periplos, el desvío de los trayectos que los viajes y
la aventura proponen. En Las noches de Flores asistimos al desfile de floristas, kioskeros,
mozos, caminantes, repartidores de delivery, monjas y comerciantes, con el contorno de
un colectivo reconocible de acuerdo a nuestras posibilidades de decodificación y
competencia cultural. Los medios masivos como la TV, activan el proceso de
ficcionalización pero paradójicamente, por el ritmo acelerado, inherente a su condición
material y objetiva, inyecta altas dosis de realismo, por la simultaneidad temporal entre el
horrendo suceso acontecido (el secuestro y el asesinato de Jonathan, un adolescente que
repartía pizza cuyo padre no pudo otorgar la suma exigida por los delincuentes) y su
transmisión estereofónica y simultánea.

Hay una extraña relación entre la realidad de lo sucedido y el funcionamiento del arte en
general. Otra dimensión de lo real, en este caso, el arte y la sociedad contemporánea en
los tiempos de la crisis de los 2000. Se dijo siempre, y con razón, que Aira no hacía de lo
político una referencia que pusiera a funcionar el sistema de la representación. Primero
porque en Aira, más que la duplicación mecánica de la representación (tal como lo indica
su prefijo), se trata de una presentación que ensaya y pone a prueba sus propias
posibilidades. Y Aira procura extenderlas al infinito y más allá porque de lo real (lo que
extrae como materia reconocible, la vuelve una pasta fáctica, o mejor todavía, materia
experimental para radicalizar su punto de llegada. En Las noches de Flores veremos que
los personajes no son lo que parecen, o dejan de serlo o mejor aún, nunca lo fueron; usan
seudónimos, disfraces, pelucas y lo más extraordinario (no en la dimensión en la que se
mueve Aira sino en lo que nosotros esperamos como lectores acostumbrados a otros
parámetros) es que todo es materia de un devenir que fluye acompasadamente en el
ritmo de las coincidencias y del azar. Como si el accidente, a contrapelo de las teorías del
realismo socialista, pusiera las cosas en su lugar, que siempre es otro del que
esperábamos. Pero la realidad y la mirada política está presente como un “parerga”, como
el marco que da pie al enfoque etnográfico y social, que transforma su pulso escópico ni
bien se pone a andar. Este es el punto de partida, en una de sus acepciones, de lo que Aira
llama “ready made”, lo ya listo y hecho, que no inventa sino que usa reconociendo su
procedencia teórico práctica en Marcel Duchamp. Así arranca la novela para dejar de ser
en lo inmediato, lo que parecía auspiciar como la pintura de una ciudad. La crisis como
hecho disruptivo se convierte en factor incidental del acontecimiento. Del barroquismo
catastral y los laberintos subterráneos, a la especulación inmobiliaria, la delincuencia, la
desocupación, la concentración de la riqueza a la manifestación de lo monstruoso; pero a
diferencia del realismo tradicional, no se llega a un estado de cosas por obra de una
determinación sino por la potencialidad constitutiva a una realidad regida por el sistema
del mercado. Tomando motivos y sucesos más o menos datables, como pretextos o
encusas para perpetuar el salto al abismo o la carrera tras un sentido delirante, en todo
caso, evita lo abstracto (“el diagrama de la realidad”) para condensar luego, hacia el
“final”, los detalles que la trama señala y disemina en su transcurso, desarmándolos como
piezas de un reloj antiguo para volver a armarlos en un sentido impensado. De este modo,
los puntos de enunciación en Aira proponen una cesura entre la observación y la
intervención que naturaliza la extrañeza de una historia tomada al sesgo y a contramano
de la lógica convencional. Así, la amnesia es la contraparte de la memoria (como montaje
de tiempos constrastando con la eucronía armónica de la estética humanista), o de un
olvido inconsciente que dispara a la superficie lo que siempre estuvo aletargado, oculto o
reprimido (Aldo, Rosa, Nardo). O más todavía, la máscara para decir, como una señal
afirmativa, que el procedimiento de una instalación artística (ahora que la repetición hace
que lo distinto diferencial del arte se disemine por contagio) retenga hasta su
descubrimiento, el secreto criminal de una realidad absurda: el nonsense de la praxis
estética contiene las claves posibles del fraude, del delito y hasta del asesinato. En medio
de la tranquila apariencia del barrio de Flores, llega Ricardo Mamani, el escritor boliviano
cuya identidad literaria recubre la del hijo desheredado mediante la creación de una
Fundación de apoyo a las Artes y las Letras, centro vital de financiamiento de la actividad
artística de la Argentina mediante el auspicio de becas y subsidios que favorecen el
aumento de artistas. Es este incremento el que multiplicando las diferencias, anula la
imprevisión y la sorpresa, por lo que las configuraciones de lo real ya se encuentran
anticipadas en las formas repetidas del arte. En esto Aira habla directamente de una parte
de la realidad que conoce y se permite radicalizar todo su sarcasmo; pero el juego entre la
materia real (vista de cerca o directamente integrándola como resto de una mirada en
acto) corta otra senda o dirección cuando la fachada de la fundación coincide con el
recinto de clausura monacal. Sin avisos ni bitácoras, Aira anula la distinción conceptual
que distingue juego y violencia, envolviendo toda la materia que hace rato dejamos de
reconocer.

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