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Sandra Contreras

En torno al realismo
y otros ensayos

Nube Negra
Paradoxa C
En torno al realismo
y otros ensayos
En torno al realismo y otros ensayos

Sandra Contreras. – 1a. ed. –


Rosario: Nube Negra Ediciones, 2018.
228 p.; 21 x 14 cm.

ISBN: 978-987-46651-4-0

1. Crítica de la Literatura Argentina. I. Título.


CDD 801.95

© 2018, Sandra Contreras


© 2018, Nube Negra

Nube Negra
nubenegraediciones@gmail.com

Colección Paradoxa
Dirigida por Alberto Giordano

Edición: Nora Avaro


Diseño: Estudio Cosgaya
Corrección: Gilda Di Crosta

ISBN: 978-987-46651-4-0

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723


Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito
de la editorial.
Todos los derechos reservados.
Impreso en Argentina.
Sandra Contreras

En torno al realismo
y otros ensayos

Nube Negra
Paradoxa
Prólogo

Durante algunos años creí tener como tema de investigación


las experimentaciones con el realismo en la narrativa argentina
contemporánea. No pasó demasiado tiempo, sin embargo, hasta
advertir que el tratamiento del problema, del que finalmente no
me ocupé según los presuntos objetivos iniciales, me expulsaba,
cada vez, en otras direcciones, hacia otros intereses. Supongo,
ahora, que lo que se forma en mi mente como la imagen de un
periódico desvío es más bien producto del choque entre un pro-
pósito inicial (pensar qué hizo César Aira con el realismo, cómo
es que su literatura inventó uno que le es propio) y la necesidad
de interactuar cada tanto en un diálogo crítico en el que se espe-
raba que precisara los términos (y los grados, sobre todo los gra-
dos) en que el realismo, como una poética con sus presupuestos
de base, podía reconocerse, aun en toda su transformación, en
sus variantes contemporáneas. Lo que por mi parte comproba-
ba, en cambio, cada tanto, era que en esas novelas que mis cole-
gas presentaban como nuevas versiones del realismo, no encon-
traba nada, no al menos en tanto hubiera que leerlas desde esa
perspectiva, que me interpelara con la fuerza de un interés. Con
todo, si esa decepción se vio de algún modo acompañada por
una melancólica impresión de incumplimiento (el de los objeti-
vos de la investigación), al mismo tiempo se convirtió —al me-
nos eso creo— en el entorno para la aparición de una pregunta,
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de modulaciones diversas, por los términos en que debatimos,


en nuestro contexto crítico inmediato, sobre el estatuto de la li-
teratura hoy, sobre su concepto y sobre los valores a él asociados.
En este libro recojo entonces los rodeos que fue adoptando ese
modo de tratar, y a veces de lidiar, con el problema del realismo,
a partir de algunas ficciones argentinas contemporáneas. A esos
rodeos, que a veces asumieron la forma de un recomienzo en la
argumentación, quisiera remitir con la expresión “en torno”.

Dado que un desacuerdo inicial orientó el devenir de las lectu-


ras, no doy comienzo a este libro con el primer trabajo que escri-
bí, en 2004, sobre el asunto (“César Aira, vueltas sobre el realis-
mo”) sino con una selección de los artículos con los que, a partir
de él, participé de unas discusiones sobre los alcances del con-
cepto y sobre la pertinencia de su uso. Me interesa, en principio,
el tránsito que queda inscripto en esta primera secuencia, el que
va del problema del “realismo” al de las “lecturas del presente”:
más allá de la relación implícita en los términos (en una clási-
ca acepción como la bajtiniana, la novela realista es el “género
del presente”), la tradición crítica argentina dotó a esa relación
de una exigencia estética y política que aún hoy, cuando leemos
narrativa argentina contemporánea, se perfila como el primer
(gran) horizonte de expectativas para pensar el problema. Y es
con los parámetros de esa exigencia que se confrontaron (tal vez
deba decir que tropezaron), de algún modo, mis lecturas.
Me refiero a ese nexo entre experimentación formal y compro-
miso con el mundo que, consolidado en los años sesenta como
un imperativo (se sabe, el de la politización de la vanguardia),
será desde entonces un punto de vista —diría que irrenuncia-
ble— para evaluar críticamente las exploraciones realistas del
presente. ¿Qué tipo de nuevo realismo es legítimo, y por lo tan-
to política y estéticamente posible, en la coyuntura del presente?
La pregunta orienta la lectura de María Teresa Gramuglio, tanto
cuando encuentra en el arte de narrar de Juan José Saer la mejor
articulación entre vanguardia y realismo como cuando, por ejem-
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plo, les plantea a las nuevas literaturas de los años noventa —las
de Matilde Sánchez, Daniel Guebel, Sergio Chejfec y Alan Pauls—
“la tarea de recuperar la tensión ética que animó a las narrativas
que están en su genealogía” para transformarla, en las condicio-
nes del presente, “en el sentido del cambio históricamente nece-
sario”. También estructura la operación crítica de Beatriz Sarlo,
cuando “leer en presente” supone confrontar, a lo largo de treinta
años, con el realismo (en tanto mímesis banal) y con el costum-
brismo (en tanto registro plano de la tipicidad) como con un es-
pejo negativo desde el que apreciar, cada vez, resoluciones for-
males que, como las de Chejfec, Fogwill o Roberto Raschella, se
les resisten. Su vigencia —la de la pregunta— puede verificarse en
las columnas escritas entre 2007 y 2012, cuando, después de las
filosas intervenciones contra la documentación etnográfica de
la “novela actual” (la de Alejandro López o Washington Cucurto),
Sarlo vuelve a optar —ahora según un estilo más exploratorio que
confrontativo— por una literatura que, absteniéndose del gusto
exagerado por lo colorido marginal, ensaya, con medios tonos
y a la distancia justa, un realismo de la dislocación (el de Jorge
Consiglio, el de Eduardo Muslip). También, cuando deja registro
de la conmoción que le produce el hallazgo de la inédita solución
formal de Selva Almada: el modo inesperado en que, indiferente
al multiculturalismo propio de la cultura global contemporánea,
El viento que arrasa inventa, conciso y sobrio, un tono nunca an-
tes escuchado en la ficción argentina, y el modo en que, por eso
mismo, en tanto redescubrimiento de las potencialidades de una
literatura regional, se vuelve una auténtica “novela de hoy”.1 Creo

1. Estoy remitiendo a “El lugar de Saer” (incluido en Juan José Saer por Juan José Saer,
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1986) y “Genealogía de lo nuevo” (Punto de Vista,
nº 39, diciembre de 1990), de María Teresa Gramuglio. Y a los ensayos de Beatriz
Sarlo reunidos en la sección “Leer en presente” de Escritos sobre literatura argen-
tina (Buenos Aires, Siglo XXI, 2007) y en Ficciones argentinas. 33 ensayos (Buenos
Aires, Mardulce, 2012). Desarrollo estas hipótesis en “Realismos, los posibles de
la crítica” (en Judith Podlubne y Martín Prieto (eds.) María Teresa Gramuglio. La
exigencia crítica, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2013) y en “Beatriz Sarlo, las
lenguas del presente”, en prensa.
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que en mi opción por las desmesuras y ambiciones, que van de


la mano de los realismos impunes y fallidos, de algún modo he
elegido prescindir de la sensibilidad crítica que encuentra en la
sobriedad y en la concisión las garantías de un realismo legítimo,
y justo, para el presente.
Me refiero también, en cuanto a las pruebas a que se lo con-
fronta, a la evaluación crítica de las posibilidades históricas del
realismo. La pregunta, situada en el campo del comparatismo,
ahora es: ¿cuáles fueron —son— los realismos posibles según las
condiciones de constitución y desarrollo del campo intelectual
y literario argentino? Pienso aquí en El imperio realista de Gra-
muglio, referencia central en las discusiones de los años 2000
en torno al problema, casi su puntapié. Y pienso, en especial, en
la doble valencia según la cual se define allí al realismo literario
moderno como “una forma que se manifiesta principalmente en
los géneros de mezcla que se ocupan del presente con una inten-
ción cognoscitiva y crítica”, al mismo tiempo que se lee a la li-
teratura de Manuel Gálvez como una versión aproximada de la
novela realista así entendida, y a Gálvez mismo como “el novelis-
ta adecuado para el momento adecuado”, que con sus elecciones
temáticas contribuyó a la formación de un nuevo público lector
en Argentina.2 En el contexto de un debate en el que se objetan
las expansiones abusivas del concepto —las que terminarían por
vaciarlo de contenido—, que la precisa definición del realismo
como “género del presente” pueda incluir el “realismo posible”
de Gálvez sería un indicio, creo, de cómo, cuando el parámetro
de la verosimilitud pesa más que el de la invención de una for-
ma, la categoría de realismo puede ampliarse también, ahora
por la vía de sus “versiones escolares y epigonales”, hasta perder
la especificidad que generalmente se le exige. La relación entre

2. María Teresa Gramuglio, “El realismo y sus destiempos en la literatura argentina”


y “Novela y nación en el proyecto literario de Manuel Gálvez”, en María Teresa
Gramuglio (ed.), El imperio realista, Volumen VI, Historia Crítica de la Literatura
Argentina de Noé Jitrik (dir.), Buenos Aires, Emecé, 2002.
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el realismo y lo epigonal, dice Roman Jakobson, es un episodio


interesante en la historia del arte, y podría explicar la paradoja
de que la objeción a la posibilidad de pensar la ambición de rea-
lismo en algunas literaturas del presente —todo lo heterodoxa y
bizarra que se quiera esa ambición— sea inversamente propor-
cional a la disposición para dar crédito a un limitado “plan de
conquista” como primer paso necesario para el desarrollo del gé-
nero de la novela en Argentina.3 También, la naturalidad con que
se instala la idea de que, no obstante sus retrasos y desniveles,
es inevitable situar el comienzo de nuestra tradición realista en
las novelas naturalistas de la generación del ochenta o en la serie
inaugurada por Gálvez para pensar, a partir de esas “versiones
simplificadas del realismo decimonónico más tradicional”, sus
variaciones y desvíos. La fuerza de obstrucción de esa naturalidad
es la que me interesa, la fuerza con que posterga, por ejemplo, la
posibilidad de admitir que nuestra tradición realista la inaugura,
directa y magistralmente, en su punto más alto, Roberto Arlt. En
el segundo artículo del libro (“Discusiones sobre el realismo en la
narrativa argentina contemporánea”) trato de pensar los efectos
de estos desfasajes en nuestras lecturas del presente.
De una u otra manera, entonces, sea cuando se dirime la legi-
timidad de los realismos del presente, sea cuando se evalúan sus
posibilidades históricas, parece imponerse siempre la exigencia
de alguna forma de equilibrio: equilibrio entre mímesis y distan-
cia, entre rigor (en la verosimilitud) y libertad (en la experimen-
tación); también, en el propio ejercicio crítico, equilibrio entre
el horizonte de una definición precisa (que nos prevenga de la
dilución conceptual y de la superficialidad del vale todo) y una
disposición a la libertad de formas (que nos prevenga a su vez de
las limitaciones de la normativa y la prescripción).
Y el equilibrio, desde luego, es siempre pariente de la escala.
Después de todo, ésta es finalmente la lección metodológica de

3. Ver Roman Jakobson, “Sobre el realismo artístico”, en Roman Jakobson et al,


Teoría de la literatura de los formalistas rusos, México, Siglo XXI, 1980.
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Eric Auerbach: el realismo es cuestión de escalas. De escala hu-


mana (realismo y humanismo se implican) y de los grados se-
gún los cuales la literatura occidental se aproxima (en más, o
en menos) al cuestionamiento de la teoría de los niveles. La más
reciente versión de la premisa es, podría decirse, la de Franco
Moretti, cuando postula que la gran invención narrativa de la
Europa burguesa no fue el desequilibrio —ni el cambio, ni la tur-
bulencia, ni las grandezas y caídas— sino la regularidad; cuando
argumenta que no fue la aristocrática intrepidez de la aventura
sino la difusión de los rellenos que, junto con el interés creciente
de los lectores por la descripción, desaceleraron, en pleno siglo
XIX, el ritmo de la trama novelística hasta transformarla en una
“pasión calma”, inclusive en el mismísimo e irrefrenable Balzac.
Si El burgués redefine así lo serio de la gran novela decimonónica
—y reescribe, de este modo, ese clásico de la teoría del realismo
que es Mimesis—, al mismo tiempo la transformación que opera,
la del siglo de las grandes novelas en el siglo de la regularidad na-
rrativa, es resultado del método de lectura distante según el cual
—a diferencia de Auerbach que subraya los puntos de inflexión
en que el realismo llegó a su grado máximo de expresión— Mo-
retti propone desplazar la mirada de lo extraordinario a lo coti-
diano, de los textos excepcionales a “la gran masa de los hechos
(literarios)”.4
Se me hace evidente en este sentido, y no deja de llamarme
la atención, el hecho de que así como en la crítica argentina el
imperio realista puede expandirse hasta darle un lugar funda-
cional a lo epigonal, en la versión europea del comparatismo
contemporáneo el capítulo dedicado a la masa de adjetivos y de
textos (mayormente desconocidos) de la narrativa victoriana es

4. Ver Eric Auerbach, Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occiden-


tal, México, Fondo de Cultura Económica, 1979; Franco Moretti, El burgués. Entre
la historia y la literatura, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2014; y “Grá-
ficos, mapas, árboles. Modelos abstractos para la historia literaria I”, en New Left
Review (español), nº 24, enero-febrero 2004.
prólogo | 13

prácticamente el núcleo conceptual del libro de Moretti. Supon-


go que mi interés por las raras economías de Washington Cu-
curto y Fabián Casas, por los efectos divergentes de la extensión
en las “grandes” novelas de Juan José Saer, Mario Levrero o Ro-
berto Bolaño, también por la incomodidad a la que pueden ex-
ponernos los desbordes y ambivalencias de la representación en
un documental como Estrellas o en el cine comunitario de José
Celestino Campusano, tienen que ver con la inclinación —de la
que por supuesto el recurso heterodoxo a una zona de la teoría
lukácsiana es parte— por episodios en los que cierta experimen-
tación con el realismo invita a olvidar, y casi obliga a desconocer,
la presión gris de los promedios. Los artículos recopilados en las
tres primeras secciones del libro intentan darle forma argumen-
tativa a esa inclinación.

En un sentido más acorde con lo que plantearé enseguida en la
Introducción, las escrituras que leo en la cuarta sección de este li-
bro dan forma (literaria, decididamente literaria) a cierta pulsión
documental y podrían leerse como la construcción de contextos
para distintos modos de colocarse bajo lo que Roland Barthes
llamó “la instancia del Señuelo-Realidad”: la adopción progra-
mática de la literatura de César Aira de una actitud de documen-
tación, la ansiedad documental en la última narrativa de Sergio
Chejfec. En ambos casos, el pasaje del orden de la representación
a alguna forma o figuración de la performance (la práctica de la
notación, la acción de relatar como construcción de un disposi-
tivo para la ocurrencia de un trance) es capital. En ambos tam-
bién, postular la inminencia de una desaparición (la del mun-
do, la de la literatura) es el horizonte de la práctica de escribir.
Al modo de una coda, la reseña sobre Fauna, la pieza de Romina
Paula, intenta llamar la atención sobre un magnífico testimonio
de lo problemático y a veces confuso en que pudo haberse con-
vertido la tensión entre exhibición y pulsión hacia lo real en el
teatro contemporáneo.
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Dejé para el final del libro una parte de mi prólogo a la edición


de Cuadernos del Seminario 2. Realismos, cuestiones críticas, que re-
sultó de un curso que dicté en dos oportunidades. Por dos moti-
vos: primero, porque las hipótesis propuestas allí son resultado
de un diálogo con los participantes del seminario que me per-
mitió revisar conjeturas iniciales. Segundo, porque justamente a
partir de ese diálogo, y a propósito de unas literaturas que, como
las de Saer, Aira y Borges, le dieron vueltas tan singulares al pro-
blema, pude ver que el realismo, como lo enseñó Jakobson desde
el comienzo, es ante todo un modo de leer; también que la escritu-
ra puede suponerlo como hipótesis.
Me gusta pensar que mientras la teoría francesa coloca la re-
futación borgiana del realismo (francés) del lado de la ficción sin
salida, entrampada en su reversibilidad, desde aquí podemos
especular (tomo prestado el término de Josefina Ludmer) con
todas las vueltas que ensaya la literatura de Borges para entrar
y salir del realismo, según distintas coyunturas de lectura y de
intervención.5 Después de todo, el tratamiento del realismo in-
volucra siempre algún tipo de comparatismo. Si este fuera el
caso (las comillas se imponen), digamos que solo hay que elegir,
y hacer girar, los tiempos y lugares de enunciación.

Los artículos reunidos en este libro fueron escritos, la mayoría


de las veces, para participar de encuentros académicos. He deci-
dido respetar las marcas de esa participación y eso supuso, solo
en algunas ocasiones, conservar pasajes en que se retoman hipó-
tesis previamente formuladas; en otras, la mayoría, se adaptó el
artículo a su integración en el volumen.
Leídos ahora, algunos de ellos se me aparecen como alejados
en el tiempo. Aun así, me reconozco en sus intereses y sobre todo
constituyen para mí, especialmente los primeros, una huella de

5. Estoy remitiendo a Jacques Rancière, “Borges y el mal francés”, en Política de la


literatura, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2011; y a Josefina Ludmer, Aquí América
Latina. Una especulación, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2010.
prólogo | 15

las conversaciones entusiastas que sobre el tema manteníamos


aquí, en el Centro de Estudios de Literatura Argentina de la fa-
cultad, con Analía Capdevila y Nora Avaro. De algún modo, con
este libro, quiero dejar constancia de esa conversación rosarina,
a la que sumo a Miguel Dalmaroni; lo que pueda haber de acier-
to, proviene de ese diálogo.
Finalmente, mis agradecimientos en torno a esta publicación.
A Cristian Molina y a Mariana Catalin, las conversaciones siguien-
tes, las de ahora, de las que aprendo tanto. A Alejandra Laera, su
amistad inmensa y la inteligencia con la que me invita a pensar,
siempre y en esta ocasión. A Alberto Giordano, su generosa invi-
tación a formar parte de esta colección, y el interés y el cuidado
que puso en la edición de este libro.
A modo de introducción.
Derivas rancerianas hacia lo real

Una vez más, para explicarme la divergencia en las premisas y


herramientas según las que nos vinculamos con las ocurrencias
realistas del presente, me resulta operativa la noción de desacuer-
do de Jacques Rancière. Y es que esa singular situación de habla
en la que uno de los interlocutores entiende y a la vez no entien-
de lo que dice el otro —según un conflicto que nada tiene que ver
con el desconocimiento ni con el malentendido— podría definir
el hiato que se abre entre un modo de entender el realismo como
un terreno de disputa por el sentido, esto es por los alcances, lí-
mites y usos de la noción, y otro en que el realismo, pero bajo
la forma mutante de un retorno y acaso de un anacronismo, es
menos un residuo formal que el espacio enrarecido en que se di-
rimen y también se reinscriben, insistentes y al mismo tiempo
transfigurados, los restos de esa práctica de escritura que segui-
mos llamando literatura.1
En efecto, si una tesis clásica como la de Las reglas del arte ar-
gumenta que el campo literario se autonomiza precisamente
a través de la batalla por el realismo (la radical originalidad de
Flaubert, dice Pierre Bourdieu, radica en la relación que entabla
negativamente con la totalidad del universo literario en el que
se inscribe, y es esa posición absolutamente paradójica y casi

1. Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996.
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“imposible” —escribir textos considerados realistas que contra-


dicen la definición tácita de realismo— la que consolida la au-
tonomización artística), las hipótesis de Josefina Ludmer sobre
literaturas posautónomas, entendidas como “un tipo de escritu-
ras actuales de la realidad cotidiana situadas en las islas urba-
nas de Buenos Aires”, se afirman precisamente en la idea de que
esas escrituras salen de la literatura allí mismo donde reformulan la
categoría de realidad. Y esa “realidad cotidiana” a la que “entran”,
dice Ludmer, ya no es la histórica y referencial sino una que, pro-
ducida por los medios y la tecnología, no necesita ni quiere ser
representada porque ya es pura representación: un tejido de pa-
labras e imágenes de diferentes grados y densidades.2 De modo
tal que, tanto cuando se teoriza (desde Francia) la génesis y es-
tructura del campo literario como cuando se especula (aquí, en
América Latina) sobre la posautonomía, la literatura (una idea
de literatura) y el realismo (una idea de realismo) parecen im-
plicarse de modo decisivo. Lo que probablemente esté diciendo,
como lo anoto en el epílogo del volumen, que el realismo como
objeto contencioso podrá ser objeto de redefinición mientras si-
gamos actuando dentro del campo literario, que la pregunta por
el realismo seguirá siendo legítima, y tendrá sentido, mientras lo
sea, y lo tenga, la pregunta por la literatura.
En esta dirección, por el modo en que plantea esa implican-
cia sustantiva entre realismo y literatura pero también, y sobre
todo, por su filosa intervención en el debate contemporáneo en
torno de las posibles (¿deseables?, ¿presuntas?, ¿pretendidas?)
salidas del arte hacia lo real (tópico en torno al que merodean las
lecturas reunidas en “Pulsiones documentales”, la cuarta sección
de este libro), me interesa revisar aquí, en el espacio de esta in-
troducción, las tesis de Rancière sobre el régimen estético de las
artes. Y, dado que más de una vez me ha resultado productiva

2. Pierre Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Barce-
lona, Anagrama, 1995. Josefina Ludmer, Aquí América Latina. Una especulación,
Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010.
a modo de introducción | 19

para entender la lógica de la representación, quisiera situar aho-


ra, a la luz de esta revisión, algunas preguntas en relación con
sus posibles efectos en nuestras lecturas del presente.
Mi repaso, en el que necesitaré extenderme para darle forma
a esas preguntas, subraya lo siguiente. La revolución del régimen
estético, que entraña deshacer la jerarquía y la relación miméti-
ca propias del sistema representativo clásico, es la revolución de
la democracia en la escritura que la “petrificación” flaubertiana
de la palabra, dice Rancière, realiza cabalmente. Me interesa no-
tar que tanto en La palabra muda como en El reparto de lo sensible
y en Política de la literatura se insiste en correlacionar, y hasta en
identificar, estas dos revoluciones.3 También observar que allí
donde para Eric Auerbach no es estrictamente la literatura de
Flaubert, cuya objetividad queda finalmente aislada en el esteti-
cismo, sino la de Zola la que, yendo a la médula de los problemas
sociales de la época, es máxima expresión de la derrota de la teoría
de los niveles en el realismo del siglo XIX, para Rancière, en cam-
bio, es el descubrimiento flaubertiano del estilo el signo mismo
de literariedad democrática: precisamente porque en ella se afir-
ma menos el signo de lo individual que la fuerza de lo imperso-
nal (principio de una nueva repartición política de la experiencia
común), es en esa “manera absoluta de ver las cosas” que emerge
una nueva forma de reparto (igualitario) de lo sensible.
Pero si remito aquí a esta diferencia en las lecturas que Auer-
bach y Rancière hacen del programa de Flaubert, no es con el
objeto de señalar unas discrepancias en la interpretación de la
historia del realismo sino para llamar la atención sobre la nece-
sidad y la estrategia según las cuales, para identificar menos la
magnitud que la naturaleza de la revolución estética, Rancière
identifica, una y otra vez, su precedencia literaria bajo la forma del

3. Jacques Rancière, La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura,


Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009; El reparto de lo sensible. Estética y política,
Buenos Aires, Prometeo Libros, 2014; Política de la literatura, Buenos Aires, Libros
del Zorzal, 2011.
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realismo novelesco.4 También para subrayar que los argumentos


con los que muestra que “los principios de la llamada novela rea-
lista” (así los denomina) se corresponden con la “literatura” como
régimen histórico de identificación del arte de escribir, son esgri-
midos además para desbaratar las historizaciones simplistas que
asimilan sumariamente recortes temporales (por ejemplo, revolu-
ción pictórica abstracta) con determinaciones conceptuales (por
ejemplo, modernidad artística), y también, y sobre todo, para en-
fatizar la necesidad de abandonar “la pobre dramaturgia del fin y
el retorno” derivada de esa confusión. En rigor, es este el horizon-
te contra el cual Rancière vuelve a formular de los años 2000 en
adelante, después de La palabra muda, la teoría del régimen estéti-
co: “el contexto de la multiplicación de discursos denunciando la
crisis del arte” o, lo que es lo mismo, la metamorfosis posmoderna
del pensamiento crítico en pensamiento del duelo. Aún sin aspi-
raciones polémicas (así prefiere aclararlo en el prólogo a El reparto
de lo sensible), es contra esta mediocre declinación de las potencias
de la crítica, propiciada en buena medida —dice— por la (erra-
da) reinterpretación que Jean-François Lyotard hace de lo sublime
kantiano, que su propósito de “restablecer las condiciones de legi-
bilidad del debate estético” quiere intervenir.
El otro frente es el de la ficción consensual que, dice Rancière,
predomina en aquellas crítica y práctica artísticas contemporá-
neas que asumen como posible y deseable la “salida del arte ha-
cia la realidad”. Es contra esa hegemonía que los argumentos de

4. Las variantes pueden decir, por ejemplo en El reparto de lo sensible, que ese nuevo
poder, que es el de “hacer aparecer el universo de la realidad prosaica como un
inmenso tejido de signos que lleva escrita la historia de una civilización”, es un
programa literario antes que científico (el de Balzac arqueólogo o geólogo), que
esa nueva racionalidad de lo banal, que hace que testimonio y ficción surjan de
un mismo régimen de sentido, “pertenece a la ciencia del escritor antes que a la
del historiador” (otra vez Balzac), o que el salto fuera de la mímesis tiene lugar
en la página novelesca antes que en el paso a la abstracción en pintura, y que,
además, discutiendo ahora con Walter Benjamin y por extensión con Rosalind
Krauss y con el Roland Barthes de La cámara lúcida, esa revolución es pictórica y
literaria antes que fotográfica y cinematográfica, estética antes que técnica.
a modo de introducción | 21

Rancière insisten en pensar las relaciones paradójicas entre es-


tética y política y apuntan a restituir el horizonte del desacuerdo
que en el contexto contemporáneo del consenso, pariente del de
la globalización económica, “ha perdido evidencia”. En efecto, uno
de los campos de batalla predilectos de El espectador emancipado es
el de la voluntad del arte contemporáneo —sea el de las instalacio-
nes, el de la escena teatral, el del cine— de “re”-politizarse, toda
vez que esa voluntad, desconociendo nada menos que el hecho
de que el arte es político (disensual) en su emergencia misma, se
convierte en “pretensión”: la de “presentarse directamente como
proposiciones de relaciones sociales” (según la estética relacional
“popularizada” en las tesis de Nicolas Bourriaud), o, por ejemplo,
la de “accionar directamente en el corazón de lo real de la domi-
nación” (según la eficacia “espectacular” de performances como
las de Yes Men).5 En este sentido, aun cuando admite que la aspi-
ración a suprimir la diferencia entre espectadores y performistas
ha producido no pocos enriquecimientos de la escena teatral, to-
das las armas del ensayo titulado “Las paradojas del arte político”
apuntan contra ese esfuerzo del arte contemporáneo por trastor-
nar la distribución de los lugares, desplazando la performance a
otros espacios e identificándola con la toma de posesión de la ca-
lle, de la ciudad o de la vida. Dice:

La política del arte no puede solucionar sus paradojas bajo la


forma de una intervención fuera de sus lugares, en el “mun-
do real”. No hay tal cosa como un mundo real que vendría a
ser el afuera del arte (...) No existe lo real en sí, sino configu-
raciones de aquello que es dado como nuestro real, como el
objeto de nuestras percepciones, de nuestros pensamientos
y de nuestras intervenciones. (...) Es la ficción dominante, la
ficción consensual la que niega su carácter de ficción hacién-
dose pasar por lo real en sí, trazando una línea divisoria sim-
ple entre el dominio de ese real y el de las representaciones y
las apariencias...

5. Jacques Rancière, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2010.


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Es un gesto recurrente en Rancière: despejar confusiones


y, sobre todo, sobreestimaciones, haciendo de la reafirmación
de la distancia estética el reconocimiento de una evidencia: aun
cuando Juventud en marcha altera eficaz y magistralmente la se-
paración estética en nombre de un arte del pueblo, el documen-
tal de Pedro Costa —puesta en obra de una auténtica política
de la estética en el cine contemporáneo— “sigue siendo un film,
un ejercicio de la mirada y de la escucha”. Y justamente, porque
parte del presupuesto de que el régimen estético del arte nace
exhibiendo la distancia que lo separa de la función (pedagógi-
ca) de transmitir y en eso reside su carácter político originario,
concluye:

Nadie puede evitar el corte estético que separa los efectos de


las intenciones y prohíbe toda via regia hacia un real que sería
el otro lado de las palabras y las imágenes. No hay otro lado.
Un arte político es un arte que sabe que su efecto político pasa
por la distancia estética.

Ahora bien, ¿cuál podría ser el alcance de esa “prohibición de


toda via regia hacia un real”, siempre que ese “real en sí” se en-
tienda, como supone Rancière que sucede en ciertas prácticas
contemporáneas, como “el otro lado de las palabras y las imáge-
nes”? Desde luego, sería difícil por no decir imposible y hasta in-
necesario discutir la idea de que la salida hacia lo real “solo pue-
de hacerse bajo la forma de la exhibición”, refutar el argumento
de que la pretensión del arte relacional de sustituir la obra vista
por la producción de relaciones sociales no tiene eficacia a me-
nos de que esa intención sea vista ella misma como salida ejemplar
del arte fuera de sí. Me pregunto, de todos modos, si postular la
condición inescapable del corte estético, entendido este como
un régimen histórico de visibilidad, no podría entrañar el ries-
go de naturalizar (volviendo ese corte un principio) esa misma
condición histórica. O bien si, en algún punto, y siempre que se
haya convertido la observación histórica en principio teórico,
a modo de introducción | 23

esa postulación no implica, hoy, replegarse en una afirmación


que podría acabar por impugnar, o por disminuir, relegándola
a la condición de lo imposible y hasta de lo falso, la pulsión de
cierto arte contemporáneo que, para decirlo en términos de Hal
Foster, quiere poseer la cosa real. Quisiera en realidad preguntar
por los efectos que la operación teórica de despejar falacias y
confusiones puede arrojar sobre los modos de ver y percibir pero
también sobre los modos de hablar (simplemente, nuestros mo-
dos de conversar) sobre las prácticas contemporáneas. ¿Puede
resolverse esa pulsión remitiéndola siempre (en el discurso) a la
impostura de la pretensión?
En este punto, quisiera decir que hasta ahora no había nota-
do de modo suficiente que Rancière funda su argumentación so-
bre el corte estético no solo en la interpretación crítica de unas
obras sino también, y casi diría prioritariamente, en la lectura de
unos discursos sobre esas obras. Son la descripción y el análisis que
Winckelmann hace del Torso del Belvedere los que, en la lectu-
ra de Rancière, sustraen a la estatua de Hércules de toda relación
determinable y así operan la ruptura con el paradigma represen-
tativo.6 Y es, para dar solo un ejemplo literario, de la crítica de
Barbey d’Aurevilly sobre La educación sentimental y de una reseña
inglesa sobre Lord Jim que deduce que “algo le sucedió a la fic-
ción” a fines del siglo XIX.7 El principio, claro, es el enunciado ya
en La palabra muda: “Una historicidad implica siempre una rela-
ción entre maneras de hacer y maneras de decir”; y si el concepto
a deslindar es el de “literatura”, este se define como un modo his-
tórico de visibilidad de las obras del arte de escribir que produce
esa distinción y produce, por consiguiente, los discursos que teori-
zan, y también los que desacralizan, la distinción.

6. Jacques Rancière, El espectador emancipado, op. cit. Lo mismo sucede, por ejemplo,
con la lectura de la “Juno Ludovisi” de las Cartas sobre la educación estética del hombre
de Schiller, en El malestar en la estética (Buenos Aires, Capital intelectual, 2011).
7. Jacques Rancière, El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna, Buenos Aires,
Manantial, 2015.
24 | sandra contreras

Pero entonces, si este es el método, ¿por qué no componer la


pulsión contemporánea por lo real con la red de discursos que
postulan, identifican e interpretan un nuevo imaginario artísti-
co, algo del orden de una nueva condición? Podría decirse que
no de otro modo procede Rancière: que la polémica que entabla
con Bourriaud obedece menos a una voluntad de desconocer o
de quitarle legitimidad a ese deseo que a un fuerte interés por
desmontar, precisamente, la falacia de los relatos curatoriales y
las teorías que acompañan las artes visuales y performáticas de
las últimas décadas en su pretensión de “hacerse pasar por real”.
Aun así, ¿no podría apreciarse mejor la pulsión contemporánea
por lo real si se la lee junto con aquellos discursos —teóricos,
críticos o artísticos— que ensayan otros ángulos desde los que
enunciar, y por lo tanto pensar, hoy, la separación estética?
Pienso en Hal Foster y en las poderosas herramientas críticas
que despliega en El retorno de lo real para interrogar, en sus tér-
minos, lo que llama el arte ambicioso de su tiempo.8 El desliza-
miento de la concepción de la realidad como efecto de la representa-
ción a la experiencia de lo real que, reprimido en la posmodernidad
posestructuralista, retorna como traumático, puede ser definiti-
vo —dice— en el arte, y también en la teoría, la ficción y el cine
contemporáneos. Como sabemos, Foster identifica ese trauma
como el efecto de una ruptura no tanto en el mundo como en el
sujeto y se focaliza en técnicas de detonación de la imagen que,
como las del pop, sirven como equivalentes visuales de nuestros
encuentros fallidos con lo real. Pero lo que me interesa subrayar
es que aún cuando afirma que mediante estas embestidas “pa-
recemos casi tocar lo real” (y desde luego el “parecer” y el “casi”,
y también la “equivalencia”, son decisivos), aun cuando luego
describe las formas en que el ilusionismo o el arte abyecto, en
las fronteras rotas del cuerpo violado, evocan lo real, la interpre-
tación crítica de Foster no deja de interrogar los motivos (que,
supone, abundan en el arte y en la teoría contemporáneos) que

8. Hal Foster, El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo, Madrid, Akal, 2001.
a modo de introducción | 25

impulsan la fascinación de “hoy en día” por el trauma, el deseo


de abyección, el giro etnográfico. Al interés puesto en explorar,
antes que en desmontar, esos impulsos, me refiero con la idea de
un desplazamiento en el ángulo desde el cual tratar con la pul-
sión por lo real.
Con todo, estamos aquí en el ámbito de las artes visuales y
performáticas; no en el de las artes de escribir. Y en este pun-
to conviene recordar la capital distinción que La palabra muda
establece en su epílogo. Las primeras —dice Rancière— por-
tan el problema de un arte que, desde la suerte conceptual del
ready-made, está seguro de poder hacer arte de “todo” y así “ter-
mina por no manifestar más que su propia intención, aunque
convierta esta intención en su propia denuncia”. La literatura,
en cambio, portando “la desgracia de hablar con las mismas pa-
labras que las intenciones”, tiene por eso mismo “la fortuna” de
disponer de la pobreza de la escritura e inventar un arte escépti-
co en el sentido estricto del término: “un arte que se examina a sí
mismo, que convierte este examen en ficción, que juega con sus
mitos, recusa su filosofía y se recusa a sí mismo en nombre de
esa filosofía”. ¿Será preciso observar también que cuando iden-
tifica “la confusión contemporánea, ocupada en borronear las
fronteras entre el arte y la vida, entre los signos y las cosas”, Ran-
cière la sitúa siempre en los ámbitos de la instalación, el teatro,
el cine, la performance?
Traslado la pregunta entonces y pienso, en sede literaria, en
las hipótesis de La boca del testimonio.9 ¿Qué significa para Tama-
ra Kamenszain que la poesía de Washington Cucurto y Roberta
Iannamico se esfuerce por “traer a la vida lo que está desapare-
cido en la órbita muerta de lo literario entre comillas”? Cuando
dice que Cucurto y Iannamico sortean “tanto lo simbólico como
lo imaginario para acercarse lo más posible a lo real”, ¿diríamos
que la hipótesis alude nada más que a ese deseo recurrente por

9. Tamara Kamenszain, La boca del testimonio. Lo que dice la poesía, Buenos Aires,
Norma, 2007.
26 | sandra contreras

alcanzar lo real que la literatura, ante la evidencia de la inade-


cuación entre las palabras y las cosas, y al menos desde las van-
guardias, transfiguró una y otra vez en experimentaciones ra-
dicales? Más bien se hace evidente, creo, que la idea de que los
objetos, despegándose de la metáfora, “violentan ahora la escena
exigiendo más uso que contemplación”, remite, en otro sentido,
al esfuerzo de la poesía contemporánea por “profanar lo improfa-
nable”, que para Kamenszain es también “un esfuerzo por profa-
nar los límites de la literatura en un tiempo en que esta, envuelta
en su propia parálisis sacralizadora, está amenazada de desapa-
rición”. Kamenszain subraya ese contexto histórico. Y este sub-
rayado, ¿no forma parte del conjunto de unos modos de decir
que, articulados con unas maneras de escribir, exploran hoy re-
definiciones del concepto de literatura y de realidad?10 ¿O solo el
agenciamiento compuesto entre los juicios de los contemporá-
neos de La educación sentimental, las cartas de Flaubert a Louise
Colet y escenas de Madame Bovary expresa una reconfiguración
de lo sensible que tiene carácter inaugural y modélico (¿definiti-
vo?) para la ficción moderna?
Más aún, ¿hay para Rancière posibilidad de practicar y de
pensar el arte de escribir (literatura) en otro sentido que el de la
contradicción interna para la que Flaubert, en la tensión entre “el
libro sobre nada” y “la manera absoluta de ver las cosas”, habría
encontrado la solución ejemplar? Además de la de Mallarmé y
la de Proust, ¿habría otras formas de poner en escena la contra-

10. Para remitirme a nuestro contexto crítico inmediato incluiría en ese conjunto li-
bros como Espectáculos de realidad de Reinaldo Laddaga (Rosario, Beatriz Viterbo
Editora, 2007); La experiencia opaca. Literatura y desencanto de Florencia Garramuño
(Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009); Más allá del pueblo. Imágenes,
indicios y políticas del cine de Gonzalo Aguilar y en especial su capítulo “¿Quién le
teme a lo real?” (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2015); Literaturas
reales. Transformaciones del realismo en la narrativa latinoamericana contemporánea
de Luz Horne (Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2011); Por otro lado. Ensayos en el
límite de la literatura de Mónica Bernabé (México, FOEM, 2017); y Restos épicos. La
literatura y el arte en el cambio de época de Mario Cámara (Buenos Aires, Libraria,
2017).
a modo de introducción | 27

dicción entre “forma necesaria” y “contenido indiferente” que,


según la hipótesis de La palabra muda, es preciso que entre en
acción para que se realice la (esta “idea” de) literatura? En efec-
to, tanto el juego surrealista como, por ejemplo, el relativismo
ficcionalista de Borges son para Rancière formas en las que la
escritura, volviéndose homogénea a la ley de la fabulación, final-
mente borra esa tensión. Pero cuando además leemos que la re-
futación de Borges del “mal literario francés” (tanto la vulgaridad
realista, a lo Balzac, como la superstición del estilo, a lo Flaubert)
finalmente no es sino la ficcionalización y teorización del sueño
de los “franceses”, la centralidad que el programa flaubertiano
tiene en su teoría parece estar señalando no solo la tendencia de
las posiciones hegemónicas a universalizarse sino además —y
esto me interesa aquí— el principio según el cual, para Rancière,
sería imposible escapar en la escritura de la contradicción origi-
naria que funda el régimen estético, bajo la forma inaugural del
realismo literario. Concluye: “Si Borges tiene razón contra Flau-
bert, esto quiere decir también que Borges es solo un sueño de
Flaubert. Probablemente no todos los cretenses sean mentirosos.
Pero ningún escritor escapa a la condición de la escritura”.11
Quizás sea este el principio que hace que Rancière (que, has-
ta donde sé, no se ocupa de literatura contemporánea) asocie La
cámara lúcida de Roland Barthes al “desvío posmoderno”. La alu-
sión es muy breve, y secundaria, en una nota a pie de El reparto
de lo sensible, pero me interesa que se trate nada menos que del
libro (de otro francés, sí) en el que, según creo, la escritura deja
testimonio del deseo de escapar a la “astucia autonímica” de la
que Maurice Blanchot —dice Barthes— es su “teórico admirable”

11. Estoy remitiendo al ensayo “Borges y el mal francés”, incluido en Política de la


literatura (op. cit). Para un señalamiento sobre lo universalizante que puede re-
sultar la lectura de Rancière así como sobre la necesidad de recuperar la inscrip-
ción material de los procesos de exclusión, remito a la lectura que Julio Ramos
hace del derecho a la ficción de Pedro Costa y de la motivación histórica y po-
lítica, y también formal, de la estetización de la pobreza. Julio Ramos, Ensayos
próximos, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2012.
28 | sandra contreras

(escribir la imposibilidad de escribir, escribir que no hay obra


que escribir), a ese ejercicio metalingüístico del que el proyecto
de La preparación de la novela se imagina y se quiere recusación:
que la Obra por hacer deje de ser o solo sea discretamente un
discurso de la obra sobre la obra, y que, en el caso de que lo fuera,
lo sea entonces, como lo es en Proust, en grado referencial.12 Es
cierto que en esa nota Rancière solo objeta la hipótesis teórica de
Barthes —el discurso sobre la originalidad de la fotografía como
arte indicial— pero no deja de ser interesante que no entre en
diálogo con el sujeto que escribe el libro, con el sujeto que, tocado
por lo real de la muerte, se entrega a la locura de un “realismo
absoluto” y se dispone a afrontar en ese éxtasis el despertar de
la intratatable realidad. Porque se trata también del sujeto (si algo
así puede decirse) que, atravesado ya por el duelo, dicta el curso
La preparación de la novela y que, mientras se encierra por comple-
to en “la consideración deseante de las obras del romanticismo
amplio” y pone “entre paréntesis” las obras de sus contemporá-
neos (no olvido el trazado de este contorno), dice que “conside-
rar posible (no irrisorio) una práctica de la notación es aceptar ya
como posible un retorno (en espiral) del realismo literario”, siem-
pre que no se tome esa palabra en sus connotaciones francesas
o políticas, sino “en general”, como “práctica de escritura que se
ubica voluntariamente bajo la instancia del Señuelo-Realidad”.13
¿Qué diría la teoría del régimen estético de la inscripción de
esta voluntad en la escritura? La pregunta apunta simplemente
a señalar lo insuficiente que nos resultaría su mera remisión al
sin-salida de la contradicción. Entiendo bien, en este sentido, que
la preminencia que Rancière le otorga al programa realista, a esa
conjunción entre estilo e impersonalidad como principio de una

12. Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Buenos Aires, Paidós,
1990; y La preparación de la novela, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores Argen-
tina, 2005. Desarrollo esta hipótesis en el artículo “En torno a la novela barthe-
siana”, incluido en Alberto Giordano (ed.), Roland Barthes. Los fantasmas del crítico,
Rosario, Nube Negra, 2015.
13. Roland Barthes, La preparación de la novela, op. cit.
a modo de introducción | 29

nueva repartición igualitaria de la experiencia común, proviene


de su pregunta capital por la política de la estética, de su interés
por la inscripción del desacuerdo y del reparto en lo sensible. E
infiero, entonces, que solo una reconfiguración del lugar de la
política, y conjuntamente de la idea de literatura, podría habilitar
otros modos de pensar la “salida” de la escritura hacia lo real. Es
lo que presupone la conjetura de Rancière sobre la paradoja de
nuestro presente en El malestar en la estética. El fragmento que cie-
rra el capítulo “Políticas de la estética” dice así:

Pero la paradoja de nuestro presente es tal vez que este arte


inseguro de su política sea llamado a una mayor intervención
por el déficit mismo de la política propiamente dicha. Todo
sucede, en efecto, como si el estrechamiento del espacio pú-
blico y la desaparición de la imaginación política en la era del
consenso les dieran a las mini manifestaciones de los artistas,
a sus colecciones de objetos y de rastros, a sus dispositivos de
interacción, provocaciones in situ y demás, una función de
política sustitutiva. Saber si estos ‘sustitutos’ pueden recom-
poner espacios políticos o si deben contentarse con parodiar-
los es seguramente una de las cuestiones del presente.14

14. En otro sentido, pero dando también por sentado que una salida del realismo tal
como lo conocemos implicaría una reconfiguración de la noción misma de po-
lítica, Gramuglio concluye así su artículo “Política y debates literarios en el um-
bral de los años sesenta”: “Los escritores de hoy registran las transformaciones
contemporáneas de diversas maneras y con diversos procedimientos, y muchas
discusiones actuales giran en torno a las variaciones de realismo que despliegan:
realismo sucio, inseguro, delirante, visionario, etc. Lo que marcaría una diferen-
cia significativa con los momentos anteriores no es solo la conciencia autorre-
flexiva cada vez más aguda de las formas de la representación y la desconfianza
irónica ante las certezas. Es también que en este presente parecen haberse esfu-
mado del horizonte inmediato aquellas expectativas de transformación que en
otros momentos, aun en los más sombríos de los regímenes totalitarios del siglo
XX, lograrían acabar con injusticias y desigualdades que hoy vemos agudizarse
cada vez más. Así, en este mundo nuestro de ‘ilusiones perdidas’, parecería que
las discusiones sobre el realismo, despojadas de sus aristas más políticas, corren
el riesgo de quedar confinadas en el ámbito especializado de los debates profe-
sionales”. María Teresa Gramuglio, “Política y debates literarios en el umbral de
los años sesenta. (A propósito de la reedición de Realismo y realidad en la narrativa
argentina de Juan Carlos Portantiero)”, CELEHIS, año 21, nº 23, 2012.
30 | sandra contreras

Mientras tanto, me pregunto si poner entre paréntesis to-


das las evidencias sobre las palabras y las cosas no podría ser
un recurso para explorar, con más curiosidad que vigilancia, el
contexto de unas escrituras que se quieren formas eficaces de
documentación, o que se imaginan, para remitir a la formula-
ción de Reinaldo Laddaga, como produciendo “espectáculos de
realidad”.
i. Intervenciones
En torno al realismo

En los últimos dos años tuve ocasión de proponer en distintos


encuentros una serie de hipótesis para leer una vuelta sobre el
realismo en la literatura de César Aira.1 Las hipótesis partían
tanto de la convicción de que el signo más notorio de la intran-
sigencia artística de Aira es su apuesta al valor supremo de la in-
vención como de la certeza de que si hay un impulso que define,
y centralmente, esta literatura, ese impulso es el realismo, o su
vocación, o su deseo. “Todo debe ser inventado”, “la invención al
máximo de su potencia”: si este es el lema de una estricta ética
de la invención, de una apuesta a la invención como a un impe-
rativo al que todo, en el arte del relato, debe estar supeditado,
no menos cierto —entendí y entiendo— es que la Realidad es el
punto al que toda la literatura de Aira tiende como a un punto
de fuga, de precipitación; quiero decir, no menos cierto es que
la literatura de Aira tiene, como un imperativo también, como
un deseo, una vocación de realismo. Que ese impulso hacia la
realidad sea la consecuencia estricta de una invención pauta-
da en los términos de una máxima exigencia artística, esto es,

1. Este trabajo fue presentado en el I Congreso Regional del Instituto Interna-


cional de Literatura Iberoamericana, “Nuevas cartografías críticas: Problemas
actuales de la literatura iberoamericana” (Rosario, 23 al 25 de junio de 2005) y
publicado luego en Pensamiento de los confines, n° 17, diciembre 2005.
34 | sandra contreras

que el deseo de realidad —que Aira figura en el Salto— emerja


allí mismo donde la imaginación es llevada a su extremo, no es,
sin duda, lo menos interesante de un realismo que, en términos
borgianos, podría definirse como una paradoja —por caso, “una
postulación de la realidad como efecto del rigor de la imagina-
ción”— pero que tiene sin duda en Arlt, en esa extraña conjun-
ción de voluntad de realismo y fantasía, efecto de verdad y de-
lirio, su mejor tradición. Como lo dice Daniel Molina en una de
las mejores definiciones del realismo airiano y a propósito de su
relato, por decirlo de algún modo, “más vanguardista”:

En Dante y Reina ya no queda nada que no sea literatura, es


decir, la pura realidad en estado bruto, surrealista, tal como
la percibimos cotidianamente durante una millonésima de
segundo, antes de hacer el infame esfuerzo por “ficcionalizar-
la”, por agregarle siglos de olvido al instante.2

De los modos de esa irrupción de realidad en estado puro, de los


caminos que se da y que inventa ese deseo, y que definen, según
creo, una renovada concepción del realismo en la narrativa ar-
gentina, se ocupaban las dos hipótesis que propuse y que son,
central y brevemente, las siguientes.3
La primera se vinculaba con la idea de que, suspendiendo la
pregunta misma por la representación entendida como forma,
fracasada o no, de aprehensión de lo real (esto es, según ha sido
formulada en el contexto narrativo argentino contemporáneo: la
pregunta por la posibilidad o la imposibilidad de representar),
el realismo de Aira quiere funcionar, en cambio, como un dispo-
sitivo orientado a la producción de un efecto de real. Efecto que

2. Daniel Molina, “Zoo/surrealismo”, La Gandhi, 1, 1997.


3. Ver Sandra Contreras, “César Aira, vueltas sobre el realismo”, en César Aira, une
révolution. Revista Tigre / Hors Série, Université Stendhal-Grénoble 3 / Université
Paris 8, 2005. Ver también en este libro la tercera parte de ese artículo, bajo el
título “César Aira, realismo y documentación”, p. 181.
en torno al realismo | 35

resulta de la figuración de una inmediata conexión con la reali-


dad (la inmediatez, por ejemplo, con la que irrumpe, se explici-
ta y se reafirma, siempre, una constatación: “esto es real”) pero
también de la postulación de un método que tiene como aspira-
ción incorporar “fragmentos de realidad” (de lo que se trata es de
“meter” “lo que pasó”, como sea, en el relato, “venga a cuento o
no”: léase Un sueño realizado, Cumpleaños, Los misterios de Rosario,
El congreso de literatura) y que da por resultado, en el cumplimien-
to de esa exigencia, una deformación del relato: una incoheren-
cia, un salvajismo formal, un carácter caótico, abigarrado.4 Como
si la premisa fuera: para ser fiel a los hechos —y esa fidelidad es
un imperativo—, cualquier procedimiento, menos los del realismo
como ilusión referencial. Como si la ecuación fuera: a mayor rea-
lismo, mayor expresión de la forma (mayor expresionismo); a mayor
realismo, menor verosimilitud.
La segunda hipótesis postulaba leer la forma de un realismo de
documentación que, en los tramos más verosímiles del relato —los
que preceden al desenfreno del delirio—, estaría dejando frag-
mentos, imágenes, de las “civilizaciones” que la literatura de Aira
disemina por la Argentina: la civilización juvenil de las calles de
Flores, la de los travestis y el fútbol en las sierras cordobesas, la
de los cirujas y los jóvenes de los gimnasios, la de los cartoneros
y el proletariado expandido en la villa, la de los kioscos y los con-

4. César Aira, Los misterios de Rosario, Buenos Aires, Emecé, 1994; El congreso de litera-
tura, Caracas, Universidad de los Andes, 1997; Cumpleaños, Barcelona, Mondado-
ri, 2001; Un sueño realizado, Buenos Aires, Alfaguara, 2001. Cada vez que aparece,
la postulación de esta “vocación realista” es inseparable de una advertencia en
cuanto a lo raro, lo bizarro, lo monstruoso de la “composición”. Por ejemplo: “Las
exigencias de la forma me obligan a reunir, abreviar, sintetizar. El collage pro-
duce monstruos, pero en este caso no serán los monstruos de la imaginación
sino los del mundo. No invento nada, aunque sí debo inventar la síntesis. Me
explico: para hacer contiguos tantos hechos, sin modificarlos, no he tenido más
remedio que inventar un argumento aglutinante, y en este punto no he tenido
muy en cuenta el verosímil. Mi compromiso con el registro documental es tan
estricto, tan irrenunciable es mi apego a los hechos en sí, que no puede serlo
también con el esquema que los contiene, pues habría una contradicción” (Los
misterios de Rosario).
36 | sandra contreras

ventos del barrio… Civilizaciones: esto es, poblaciones extrañas,


regidas por sus propias leyes, que se manifiestan, es decir: ex-
plotan, como mundos dentro del mundo, y que el darwinismo
airiano, en el continuo de su ficción, imagina como mundos a
punto de extinción. Una vuelta sobre el realismo clásico, podría
decirse, en la medida en que el método parece funcionar transfi-
gurándolo en su nudo mismo: su vocación de totalidad, a través
de una forma indicial (no se trataría aquí de un proceso de re-
construcción de la realidad mediante el artificio de la verosimili-
tud sino de un método de registro que iría dejando anotaciones,
huellas, de una conexión con la realidad que tendría en la explo-
sión, en la violencia de su irrupción, su forma más estricta); y su
vínculo con el presente, a través de una forma testamentaria (más
que dar testimonio de la época, el efecto de la ficción sería el de
dejar un documento para las civilizaciones futuras, para cuando,
según un leit-motiv del mundo airiano, la Argentina haya desa-
parecido). Y es este carácter indicial y testamentario el que le es-
taría dando al realismo de documentación una fisonomía muy
propia: una suerte de etnografía anticipada más que un género
del presente (que es, en la tradición de Bajtin, el signo de la nove-
la realista moderna).
Ahora bien, es este sacrificio, inmediato o progresivo, del ve-
rosímil de esto que llamamos “realismo de documentación”, pero
también es este anacronismo que parece serle intrínseco, lo que,
claramente, estuvo en la base de la pregunta que me plantearon
lectores y oyentes del trabajo, y que, por lo demás, yo misma me
hacía al terminar de exponer las hipótesis: pero entonces, si esto
es así, ¿por qué hablar de realismo?, ¿por qué insistir en esta de-
nominación si los procedimientos y los efectos de esta narrativa
son, o parecen ser, precisamente otros?
La primera respuesta que (me) di y la que seguiría dando aho-
ra es que habría que, tal vez, sí, hablar de otra cosa que de rea-
lismo pero solo si es que por realismo entendemos, o queremos
seguir entendiendo, una forma de representación de la realidad,
con sus procedimientos, paradigmas y fechas en la historia lite-
en torno al realismo | 37

raria. No, en cambio, si queremos leer la invención de una forma


y la forma de un deseo; no si queremos leer aquí, en la literatura
de Aira, la invención de un realismo, fórmula con la que quisiera
poder aludir —aun a riesgo de volver a nociones ya caídas en
desuso— al deseo más íntimo de un arte con prisa por llegar a
lo real —a “lo real de la realidad”— y que tiene en ese deseo el
motor que le da impulso, y continuación. ¿Pero alcanzaría esto
para definir la singularidad del realismo de Aira? Porque digo
“un deseo de realidad”, y no puedo dejar de recordar —por caso
y para remitirnos a una literatura que también hizo del realismo
un objeto de experimentación— el proyecto saeriano de una na-
rración hecha mediante la simple yuxtaposición de recuerdos, y
que estaría destinada, justamente, a aquellos lectores que, can-
sados de tanto leer narraciones realistas, “aspirasen a un poco
más de realidad”.5 Quiero decir, no puedo dejar de recordar esto
que también es en Saer “aspiración de realidad”. Solo que —y
la salvedad no me parece menor— allí donde la melancolía de
Saer imagina que, con toda la pericia y la suerte que tuviera de
su lado, volvería la mayor parte de las veces con las manos va-
cías, la euforia de Aira afirma el deseo de realidad en términos
de ambición, y esa ambición se formula siempre, al máximo, en
términos absolutos.
Yo creo que aquí podemos empezar a situar la clave del pro-
blema, o el punto de partida para su reformulación. Mi hipóte-
sis es que si admitimos que es esta ambición de realismo lo que
está en el comienzo, en el instante de la opción formal (y admitir
esto, lo reconozco, no puede sino adoptar en nosotros la forma
de un acto de creencia), no solo es posible sino que es preciso ha-
blar de realismo en Aira. Pero ¿cuál ambición?, ¿la de la obra?,
¿la del autor? Hago esta pregunta porque es tan taxativa tanto
la declarada vocación realista de Aira en ensayos y entrevistas
(“la función social del artista y su deseo más profundo es hacer

5. Juan José Saer, “Recuerdos”, La mayor, Buenos Aires, Centro Editor de América
Latina, 1982.
38 | sandra contreras

realismo”, dice Aira una y otra vez) como su incondicional ad-


miración por Balzac y su gran teórico, Lukács, que creo que bien
vale la pena precisar que lo que determina a leer una voluntad
realista en su literatura no es tanto, o no es solo, la formulación
de una poética, como la insistencia con que sus relatos, desde el
comienzo (quiero decir, desde su emergencia a fines de los años
setenta) y según las formas e intensidades más variadas, vuelven
una y otra vez a lo que llaman una “explosión de realidad”: “pero
nada era más real, nada”, se lee tarde o temprano en los relatos.
Hay un punto en que la trama se encamina y desemboca en la
Acción y ese es el punto en que ha decidido tomar el rumbo al
“corazón de lo real”. Hay un punto en que para los personajes o
para el lector, de golpe y sin mediaciones, la realidad se hace real,
y creo poder decir que ese es nada menos que el nudo de la expe-
riencia a la que conduce —siempre— el relato: “Pero es real, muy
real, demasiado real, o simplemente real, y todo el horror está en
que lo sea… real al fin, que es justo lo que nos hemos repetido mil
veces que no podía ser nunca” (El llanto).6 Mi pregunta es: ¿No
hay que leer esa insistencia? ¿No quiere decir nada, no dice nada
del deseo de una obra el hecho de que cada uno de los relatos
—cada uno: todos— exprese, en la voz de los personajes o en la
voz del narrador, un deseo por precipitarse en lo real, Aira dice,
una urgencia por dar el Salto? ¿O hay que dar por sentado que en
estas mareas de ficción la palabra “realidad” tiene solo un senti-
do figurado y la obsesión realista es puro simulacro? Si leer una
pretensión realista en Aira en función de una declarada poética
puede entrañar el riesgo del voluntarismo crítico (porque bien
podríamos preguntarnos: ¿no será de un excesivo voluntarismo
crítico transponer a una obra, que parece no tener nada de rea-
lista, la poética que su autor enuncia en la voz de sus narradores
o formula en sus ensayos? ¿No será esto leerlo demasiado al pie
de la letra, creerle demasiado?), yo quisiera preguntar a la vez:
¿no correremos también este riesgo cuando nos negamos a escu-

6. César Aira, El llanto, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1992.


en torno al realismo | 39

char el deseo de una obra sólo porque no responde a parámetros


consensuados o legitimados de realismo?
También por simulacro, o pose, podría pasar su manifiesta,
y por cierto exacerbada, posición realista, más todavía, realista
marxista. Cuando lo leemos declararse un “marxista verdadera-
mente lukácsiano”, o plantearse que “una de las cosas que más
[le] duelen es pensar que si Lukács hubiese leído una de [sus]
novelas la habría encontrado infinitamente deleznable”, una pri-
mera reacción podría ser la de leer allí el típico desplante airiano,
su típico gesto de ironía o provocación: él, el más delirante de los
delirantes, posando de realista; él, el más frívolo de los frívolos,
posando de marxista. Sin embargo, hay que ver cuánto de capta-
ción teórica y crítica hay en la formulación de Aira, que no hace
más que leer, con ojo de artista, no, claro está, el Lukács dogmá-
tico del realismo socialista contra el irracionalismo decadente de
la vanguardia —el de Significación actual del realismo crítico contra
cuyo equívoco se pronunció Adorno— sino el Lukács previo, el
de los Ensayos sobre el realismo de la década del treinta y princi-
pios del cuarenta, cuya magnífica lectura de Balzac —si bien
fundada, desde luego, en la premisa de base: la totalidad comple-
ja del mundo balzaciano en su correspondencia recíproca con la
estructura de la realidad objetiva, y si bien articulada en los pre-
supuestos con los que elaborará después el concepto de realis-
mo “crítico” burgués— capta y define una singularísima intuición
artística: un método que revela las grandes fuerzas sociales tanto
mejor y de un modo tanto más profundo cuanto más extremo es,
o cuanto más lejos va, en el arte de la transfiguración.7 Hay que
ver, en este sentido, de qué modo el ojo de Aira —quiero decir:
su puesta en foco de este momento de la teoría lukácsiana— per-
mite releer estos ensayos de Lukács y recuperar allí un primer

7. Ver Georg Lukács, Significación actual del realismo crítico, México, Ediciones Era,
1963; Ensayos sobre el realismo, Buenos Aires, Ediciones Siglo Veinte, 1965. En En-
sayos sobre el realismo Lukács no habla todavía de realismo “crítico” burgués sino
del “gran realismo” de Balzac y Tolstoi en su unidad orgánica con el humanismo
popular.
40 | sandra contreras

y potentísimo concepto de realismo que, elaborado para la obra


de Balzac, o mejor: elaborado según lo exige la obra de Balzac,
difiere del concepto de realismo que deriva de la obra de Flau-
bert y de la de Zola, y difiere —y esto es lo que me interesa seña-
lar aquí— del concepto de realismo más o menos amplio, más
o menos consensuado, tal como parece circular naturalmente,
instituido, en el campo literario argentino contemporáneo cuan-
do se ensaya una lectura de los nuevos realismos. Por ejemplo,
cuando Beatriz Sarlo y Graciela Speranza leen la vuelta al realis-
mo de Fogwill en sus últimas novelas, más específicamente en
La experiencia sensible, lo que postulan es que, contrariamente a
la clásica pretensión realista (esa fe desmedida —dicen— en la
capacidad de reflejar la realidad objetiva plasmando caracteres
típicos en circunstancias típicas), Fogwill opera por hiperrealis-
mo o excepcionalidad, por ironía o desafección, estableciendo
toda la distancia desde la que hoy es posible el estatuto realis-
ta.8 La pregunta que yo querría hacer ahora, mejor dicho, la que
creo que podemos hacer vía Lukács, o vía el Lukács que nos hizo
releer Aira, es: ¿pero cuál realismo clásico se define por esta pre-
tensión de verosimilitud?, ¿qué realismo se vuelve clásico en la
pretensión de tipicidad? Porque si con la fórmula de Engels —“la
representación exacta de los caracteres típicos en circunstan-
cias típicas”— queremos aludir a un realismo que, confiado en
la transparencia del lenguaje, resultara o terminara resultando
en una representación banal y compacta, si por realismo quere-
mos entender la pretensión de reproducir la realidad como una
máquina fotográfica, y por tipicidad, la medianía de la existen-
cia de todos los días, los ensayos de Lukács —y el ojo de Aira lo
captó bien— muestran que en ese caso estaremos hablando de
los “grandes sucesores” del “gran realismo” de Balzac, estare-
mos hablando de Flaubert o de Zola, o bien de aquellos realis-

8. Ver Beatriz Sarlo, “Fogwill, la experiencia sensible”, en Punto de Vista, n° 71, di-
ciembre 2001; y Graciela Speranza, “Magias parciales del realismo”, en milpala-
bras, n° 2, verano 2001.
en torno al realismo | 41

mos menores en los que hubiera podido degradarse esa pulsión


puramente mimética (el costumbrismo mimético podríamos
decir, para referirnos a nuestra tradición literaria). Pero no de
Stendhal, jamás de Balzac. Y la pregunta sería entonces: ¿por qué
estaría cifrada allí, en la banalidad del costumbrismo mimético,
el momento clásico del realismo?, ¿por qué habríamos de pasar
por alto el singular clasicismo de Balzac?
Es bien conocida, y clásica, la distinción lukácsiana entre los
dos estilos de la novela decimonónica: narrar y describir. Pero
quizás no esté demás recordar, o enfatizar, que no se trata sim-
plemente de dos métodos diferentes de representación sino de
una alternativa que Lukács hace corresponder con otra, anterior,
entre dos posiciones de principio asumidas por los escritores hacia
la vida y los grandes problemas de la sociedad, en dos períodos
sucesivos del capitalismo: participación u observación.9 Aira pone
todo el énfasis de su lectura ahí: El verdadero realismo —dice
en sus ensayos de artista, siguiendo a Lukács— lo hace el que
se instala en el corazón de la realidad, en el núcleo que la gene-
ra, y habla y actúa desde ahí.10 Esta participación en lo real no
es una actitud cívica o moral o ideológica sino algo que —sigue
Aira— Lukács define con una sola y obstinada palabra: realismo.
Y este realismo no lo consigue cualquier participante en lo real
sino solo el que se desprende de sus determinaciones históricas
y busca y anhela el cambio: lo nuevo. Es mucho, creo, o al menos
bien interesante, lo que Aira reabre con esta lectura de Lukács;
para pensar esa apertura, sin embargo, sería preciso señalar, an-
tes, su capital equívoco. Porque está claro que, en rigor, y aun
cuando nos estuviéramos limitando a considerar solo los Ensayos
sobre el realismo, no es esto, exactamente, lo que postula la teo-

9. Ver Georg Lukács, “¿Narrar o describir?”, en Literatura y sociedad, Buenos Aires,


Centro Editor de América Latina, 1977.
10. Me refiero a los ensayos en los que postula una poética. Aquí, en relación con el
realismo: “La innovación”, Boletín/4 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica
Literaria, UNR, 1995; “El dandi con un solo traje”, Babelia, Diario El País, 31 de
enero de 2002.
42 | sandra contreras

ría de Lukács. Por una parte, si bien en estos Ensayos no se tra-


ta todavía, estrictamente, de la “actitud” del escritor tal como la
definirá en los años cincuenta (una “toma de posición” crítica y
no inmediata respecto del objetivo de la vida humana que debe
ser, además, una toma de posición respecto del socialismo), la
“posición de principio” que define la participación en lo real de
Balzac y Tolstoi es, ya para este Lukács, la de haber “arraigado” en
los grandes problemas del pueblo de su época, la de una “íntima
adhesión” (aun contra sus declaradas convicciones políticas) a las
grandes luchas sociales de su tiempo. Por otro lado, Lukács insis-
te, y mucho, en la necesidad histórica de la posición del escritor:
no es que Zola elija colocarse en la de puro observador sino que
es la evolución social de la burguesía la que ha transformado la
vida del escritor y su “colocación” en la sociedad. Con lo que la
idea airiana de que para Lukács la participación del escritor en lo
real exige un desprendimiento de sus determinaciones históri-
cas es, con toda claridad, un error.
Solo que quien lee “mal” es un escritor —un escritor, por lo
demás, que quiere hacer realismo, y un realismo nuevo— y en
este sentido es evidente, o al menos mucho más interesante pen-
sarlo así, que la falla en la lectura es, más y menos que un error,
la grieta por la que se liberan potencias de sentido. El verdadero
realismo, decía Lukács en el prólogo de 1945 a los Ensayos, signi-
fica: sed de verdad, fanatismo de realidad del gran escritor. ¿Y
no es acaso el malentendido de Aira el que nos deja leer que en
este momento de la teoría lukácsiana todo el énfasis está puesto
en el escritor, antes que en la obra, realista; que lo que determi-
na el realismo es el fanatismo de realidad del escritor antes que
la verosimilitud de la obra? La lectura fallida de Aira, podríamos
decir, deja ver mejor que este es ahora el punto de vista que lo
determina todo en el comienzo, y que es de ahí de donde se de-
riva todo lo demás (por ejemplo, la técnica que sería efecto de la
posición del escritor, no su determinante). Es cierto que no se
podría decir exactamente, como lo quiere Aira, que Lukács deja
un hueco de conceptualización en la noción del vínculo que defi-
en torno al realismo | 43

ne la participación del escritor en lo real. Pero también es cierto


que la mejor imagen para pensar esa “íntima adhesión” de Bal-
zac, ese “arraigo” de Tolstoi, sería, en este momento, como lo vio
Aira, la del Salto: “esa especie de salto al vacío que es todo lo con-
trario de un salto al vacío porque tiene por horizonte la plenitud
de lo real”. Y que ese Salto es también, o ante todo quizás (Aira
nos haría ver que esto es prioritario en el Lukács de los años
treinta), una toma de posición artística; Aira diría: la opción formal
que está en el comienzo. Porque ¿no es acaso el vacío o el hue-
co que informa ese Salto a lo real lo que hace que el efecto de
esta inmediata participación sea, justamente, el estallido de los
parámetros de verosimilitud? Lukács es clarísimo y rotundo en
este punto. Cuanto más cercano está el método balzaciano de la
realidad objetiva —dice—, tanto más se aleja de la descripción
directa menuda, cotidiana, habitual, y es precisamente por la
profundidad de su realismo que Balzac suprime los límites res-
tringidos, consuetudinarios, mezquinos, de la descripción direc-
ta, y que, turbando con ello la comodidad de la habitual manera
de ver las cosas, es considerado por muchos como “exagerado”
y “embarazoso”, sobre todo allí donde todo desemboca en la ac-
ción y en la catástrofe. Es precisamente porque penetra de modo
radical hasta el fondo de la realidad social que Balzac se eleva so-
bre los límites de la vida de todos los días y que brota —abigarra-
do, lúgubre y horrendo— el elemento fantástico. Y resulta que
para Lukács es esta complejidad, exageración y abigarramiento
del conjunto, la que se aproxima mucho más a la realidad que
cualquier otro modo de representación. Desde luego este carác-
ter “nunca directo” del método balzaciano supone para Lukács,
aún en estos ensayos, la no inmediatez del naturalismo medio-
cre que, cuando quiere describir algo, se limita a lo que inmedia-
tamente cae bajo sus ojos sin descubrir las relaciones con la total
realidad social. Pero también hay que decir que allí donde aban-
dona o supera el verosímil, el realismo de Balzac alcanza, para
Lukács, su punto más alto, su mayor grandeza: su clasicismo. Y
por cierto: cuando además leemos en Blanchot que “es evidente
44 | sandra contreras

que pocos escritores han ignorado, como [Balzac], el gusto por


la observación, la preocupación por la verosimilitud” y que “po-
cos [como él] han seguido con igual firmeza las exigencias dra-
máticas de la invención” en el vértigo de las imágenes con que
el lenguaje expresa el ritmo de los hechos, y con el que la obra
logra imponer una realidad imaginaria aún más potente que la
del mundo habitual, no parecen quedar demasiados argumentos
para pensar que el realismo clásico se define por su pretensión
de verosimilitud o para no llamar realista, y en el sentido estricto
o clásico de la palabra, a una obra cuyo deseo de llegar a lo real la
hace ir, rápido, por el camino hacia lo inverosímil.11
En este sentido, creo que podría decirse que el realismo de
Aira trabaja en la tradición de la forma balzaciana. Si esta hipótesis
puede aparecer como pura pretensión de principio —porque de
hecho, ¿qué relación puede haber, o cuánta distancia tendríamos
que marcar, entre la monumental comedia humana de Balzac y
la proliferación de novelas y novelitas de Aira?— habría que pre-
guntarse no obstante si el continuo airiano no es el más estricto
intento de leer y transfigurar el plan balzaciano, si ese pasaje por
las tribus y las civilizaciones mutantes de la Argentina no capta,
transfigurándolo en la evolución genética, el primordial intento
de Balzac no sólo de legar al futuro una historia de las costumbres
de su “época” sino también de articular humanidad y animalidad.
Pero esto habría que pensarlo. Por el momento solo quisiera decir
que si el realismo de Aira trabaja en la forma balzaciana es porque
se sitúa —transfigurándolo— en su nudo formal; básicamente, en
la articulación entre descripción y acción, esto es, en la forma en
que, según lo postula Lukács, la descripción balzaciana funciona
como el amplio cimiento para la emergencia del elemento deci-
sivo: el elemento dramático, la acción desenfrenada, el delirio de
imágenes, la catástrofe.

11. Maurice Blanchot, “El arte de novelar en Balzac”, Falsos pasos, Valencia, Pre-Tex-
tos, 1977.
en torno al realismo | 45

El sueño sería un caso ejemplar: un costumbrismo de máxima


en la primera parte de la novela, levemente conmocionado por la
ligera rareza de los personajes típicos que se dan cita en el kiosco
del barrio, que se transforma, en el pasaje por pasillos, túneles
y pasadizos secretos, en una historia surrealista con monjas pa-
riendo ángeles dorados en la capilla. Pero para situarnos en la
dificultad de pensar el realismo airiano, al menos en el contexto
de la tradición literaria, y crítica, local, vienen más a punto aquí
La villa y Las noches de Flores, dos novelas que, tramadas a partir
de dos núcleos duros de la realidad argentina más inmediata, la
villa miseria y la crisis económica, con su secuela de delincuen-
cia, secuestros y asesinatos, conducen a la catástrofe propia del
sensacionalismo televisivo o a la historia surrealista freak con
un desfile precipitado de jueces literatos, artistas de vanguardia,
falsos críticos y, por supuesto, monjas, enanos y homosexuales
camuflados. Las dos novelas tienen por protagonistas a perso-
najes con curiosas ocupaciones que tienen la virtud de ponerlos
en contacto con una cara de la sociedad o con una cara de ellos
mismos que de otro modo habrían desconocido. Si este mínimo
desplazamiento de lo “típico” (y estoy empleando aquí la noción
de “tipo” en su sentido más generalizado) es suficiente para un
trastrocamiento de las perspectivas (sea la visión fantástica de
la villa que tiene Maxi en el crepúsculo, como un lugar mágico,
el reino encantado de la luz; sea, al revés, la realidad “tal como
era” que Aldo y Rosa confrontan cuando, en el escenario de los
hechos, ven “familias enteras durmiendo en las calles” y se sor-
prenden de que no hubiera más delincuencia), estos desfasajes
en la percepción son, en ambas novelas, los preliminares para
situar las historias en “esa borrosa línea intermedia de realidad
que está en la televisión y las fantasías colectivas” (La villa) y en
su versión más espectacular, más sensacionalista.12

12. César Aira, El sueño, Buenos Aires, Emecé, 1998; La villa, Buenos Aires, Emecé,
2002; Las noches de Flores, Barcelona, Mondadori, 2004.
46 | sandra contreras

En Fragmentos de un diario en los Alpes, el autor del diario, el es-


critor “César Aira”, evalúa una teoría sobre Balzac que demues-
tra que el gran realista es, en rigor, un maestro de la “mediación
por los signos”: cuando describe un paisaje, describe un cuadro;
cuando describe un vestido, el referente es un figurín de moda;
y cuando narra, toma argumentos de los libros o los diarios, no
de la experiencia.13 Y se pregunta, el escritor del diario, si no será
esta mediación por los signos lo que lo convierte a Balzac, preci-
samente, en el padre del realismo. Si, como bien observó Nora
Avaro en su reseña del libro, lo que el archivista de los Alpes hace
mediar entre el objeto y su representación es una transforma-
ción —aquí, la enumeración de listas y detalles bajo el régimen
de la imagen proliferante—,14 podría decirse que el etnógrafo de
La villa y Las noches de Flores se sitúa en esa borrosa línea inter-
media de la realidad que está en la televisión, y cuenta y actúa
—esto es: hace avanzar el relato— desde ahí. Creo que la hipó-
tesis puede volverse más consistente cuando se tiene en cuenta
que es la mediación televisiva, justamente, la que estructura las
novelas del ciclo darwiniano —un ciclo que va, según creo, de La
liebre a El sueño, pasando por Embalse, La guerra de los gimnasios,
Los misterios de Rosario, y en el que se podrían agregar ahora estas
dos—, ciclo “genético” que es también, en Aira, el ciclo televisivo.
Porque sucede que las novelas más fabulosas de Aira, aquellas en
las que el verosímil costumbrista del comienzo se sacrifica en las
historias más increíbles, son las que se sitúan o entran —porque
los personajes “caen” ahí, por curiosidad, interés, o simplemente
porque los hechos los empujan— en un mundo cuyo régimen es
el de las redes, las conexiones, los contactos, y cuya prefigura-
ción más directa es la televisión: la era televisiva que, como dice
Baudrillard, es también la era genética, la era en que la escala

13. César Aira, Fragmentos de un diario en los Alpes, Rosario, Beatriz Viterbo Editora,
2002.
14. Nora Avaro, “César Aira. Fragmentos de un diario en los Alpes”, en nueve perros,
n° 2/3, diciembre 2002/2003.
en torno al realismo | 47

humana ha sido cambiada a un sistema de matrices nuclea-


res donde rigen el telemando y el microprocesado del tiempo,
y donde la arquitectura la dan las pantallas en que se reflejan
átomos, partículas, moléculas en movimiento.15 Las historias de
Aira desembocan en el mundo de las imágenes televisivas —es-
condido o camuflado en las sierras de Córdoba, en las calles de
Rosario, de Flores, entre los pobres de la villa y los comisarios y
las juezas mediáticas, en los conventos y los gimnasios del ba-
rrio— y a partir de allí se despliegan en transformaciones proli-
ferantes. Es como si situándose en el núcleo que las genera, allí
adentro, perdieran toda distancia en la observación y entonces la
deformación de las perspectivas, la explosión del verosímil, la de-
formidad y hasta lo inconexo —el expresionismo entre surrealis-
ta y melodramático característico de Aira— es de rigor.
¿No podremos pensar que es situándose en un mundo mol-
deado por la era genética y televisiva, y siendo fiel al designio
artístico que esta inmersión supone, que Aira está indagando, o
ensayando, una nueva forma de realismo? ¿Por qué habría que
suponer que una variación sobre el realismo —desmitificación,
desmantelamiento, crítica, lo que se quiera— debe operar sobre
las formas de representación de la realidad tal como se han ensa-
yado hasta el momento? ¿Y si el escritor quiere inventar un rea-
lismo nuevo, por completo distinto, según otras premisas? ¿No
exigirá el arte justamente esto? Mientras evalúa la tesis de Balzac
como mediador por los signos, el narrador de Fragmentos se pre-
gunta: “Habría que ver si no hay otra forma de realismo posible”.
Y el ensayista de “El dandi con un solo traje” precisa: “La función
social del artista, y su deseo más profundo, es hacer realismo. No
me refiero al viejo realismo positivista, chivo expiatorio o enemi-
go útil de todo vanguardismo, sino al realismo siempre nuevo y
distinto, siempre en estado de nacimiento, que es el estímulo y
punto de partida de la vocación del escritor”.

15. Jean Baudrillard, “El éxtasis de la comunicación”, en Hal Foster (ed.), La posmo-
dernidad, Barcelona, Kairós, 1986.
48 | sandra contreras

Por supuesto, toda la cuestión está en poder definir en qué


radica esa “novedad”, porque, de hecho, no hay “defensa” o pro-
grama de realismo que no se ocupe de sentar esto con precisión:
pero no se trata del realismo positivista, ingenuo, confiado en la
transparencia del lenguaje, sino de un “nuevo realismo” que re-
presenta tanto mejor la realidad, el presente, cuanto más crítica
sea su intención cognoscitiva, cuando mejor superen sus proce-
dimientos la banalidad de una pretensión puramente mimética.
Es la regla de los realismos del siglo XX, podríamos decir. En este
contexto, yo creo que la gran vuelta que Aira le estaría dando a las
“vuelta sobre el realismo” de fin de siglo es que desplaza el vínculo
creativo entre lo real y el artista: del conocimiento (del orden de la
representación) a la acción (al orden de la performance). Este despla-
zamiento es decisivo, es sustancial —porque transforma la natu-
raleza del vínculo—, y al mismo tiempo difícil, muy difícil, de cap-
tar y definir. Tal vez haya que decir: la literatura de Aira no quiere
conocer la realidad, quiere hacer realismo. ¿Pero qué podría querer
decir esto? Porque tampoco se trata de que en Aira no interesen
para el relato las formas de representación. Todo lo contrario: la
percepción —y este es el término preciso aquí: percepción, no
representación— “que despierta la atención”, con su universo de
luces y sombras, con sus dispositivos ópticos (telescopios, venta-
nas, gemelos, cristales, ojos desorbitados), es en Aira opción for-
mal de la máxima importancia, nada menos que la que define el
punto de vista del relato: la perspectiva. Solo que —y esta salve-
dad es clave— la percepción de Aira no se quiere experiencia de
conocimiento —ni intelección mediata de la realidad, ni posibili-
dad o imposibilidad de aprehender el mundo— sino antes bien:
pura acción. Percibir es actuar, dice Aira leyendo a Arlt, y eso sig-
nifica, contra la hipótesis de la ficción como conocimiento conje-
tural del mundo: la percepción es una opción formal, y la opción
formal crea un mundo.16 Intuyo, sin embargo, que no es solo esto
(la percepción como acción) lo que definiría mejor esta vocación

16. César Aira, “Arlt”, Paradoxa n° 7, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1993.
en torno al realismo | 49

airiana de “hacer realismo”. Aira adelanta una idea cuando, leyen-


do a Lukács, dice: la participación en lo real le permite al escritor
“hacer un realismo en proceso, contiguo a la realidad, en el que
las pertinencias de la materia se jerarquicen y organicen como en
la realidad misma”. Quizás en esa contigüidad esté la clave para
entender un realismo que no se quiere mímesis —ni banal ni crí-
tica— sino invención de una forma con la que trazar un puente,
una conexión, con lo real: un Salto. El realismo de Aira está en
ese movimiento, quiere ser ese movimiento, ese salto, es ese de-
seo. Claro que sigue siendo difícil visualizarlo, representárnoslo;
y es en este sentido que cierta ilegibilidad le es inherente, tam-
bién cierto anacronismo: cierta imposibilidad de leerlo en el presente.
Hacia el final de Varamo, una de las novelas de artista de Aira, el
personaje se encuentra con tres editores piratas que vienen de
descubrir que el modernismo que ocupó el mercado los últimos
veinte años ya pasó (estamos en 1923, en Centroamérica) y que
probablemente haya que encontrar algo nuevo. Y se lee: “Quizás,
dijo uno, había llegado la hora del realismo. Los otros dos lo ne-
garon con vehemencia: la hora del realismo no llegaría nunca. A
lo cual la respuesta, y ahí volvían a estar de acuerdo, era que eso
dependía de cómo se definiera el realismo. En ese sentido, sí, la
hora del realismo estaba llegando todo el tiempo”. 17

17. César Aira, Varamo, Barcelona, Anagrama, 2002. Su tradición argentina sería el
“realismo visionario” de Arlt que, a través de la “visión”, “provoca una verdade-
ra revolución formal que altera el doble fundamento (perceptivo e intelectual)
del realismo en tanto poética”. Remito aquí concretamente a las hipótesis con
que Analía Capdevila viene formulando una relectura del realismo arltiano. La
idea de base es que la voluntad arltiana de documentar un estado de la socie-
dad en un momento histórico determinado no se traduce en la representación
de esa realidad en términos convencionales sino en un registro que, a través de
la figuración visionaria, dilatando el tiempo hacia atrás y hacia delante, abre el
presente a posibles desarrollos o proyecciones históricas, hacia el orden de lo
todavía no constatable (la invención de lo posible), en imágenes anacrónicas de
realidad. El anacronismo arltiano, dice Capdevila, es lo que pone en hora la no-
vela realista (o al realismo en la novela). Analía Capdevila, “Roberto Arlt: por un
realismo visionario. (La figuración de la violencia política en Los siete locos-Los
Lanzallamas)”, en Actas del Simposio Moderne in den Metropolen: Roberto Arlt und Al-
fred Döblin, Berlín, 2004.
50 | sandra contreras

Me temo que planteadas así las cosas todo sigue sonando a


petición de principio y todo parece volver al voluntarismo críti-
co del comienzo. Aun así, y asumiendo ese riesgo, quisiera dejar
formulada esta hipótesis: la vuelta de Aira sobre el realismo no
pasa centralmente por una deconstrucción de sus presupuestos
y procedimientos clásicos en su carácter “representativo” (algo
de esto hay, por supuesto, como efecto, porque es imposible, en
última instancia, salirse de los parámetros de representación: no
tenemos otros, diría el mismo Aira) sino que apunta a transfor-
mar sustancialmente la naturaleza del vínculo creativo entre lo
real y el artista, una vez más: acción en lugar de conocimiento.
Y yo creo que para leerlo —no sé si para entenderlo— es preciso
que nos coloquemos en un punto de vista nuevo (que estemos
dispuestos a situarnos en el punto de vista de un deseo y de una
ambición), que partamos de otras premisas, que hagamos otras
preguntas.
Por supuesto no es algo simple, sobre todo cuando se tiene,
como tenemos en Argentina, una tradición crítica muy fuerte
que, o bien en la línea de Contorno, que lee la novela como tes-
timonio de los contornos de la época, o bien en la línea de, di-
gamos, Punto de Vista, que lee las formas de figuración narrativa
como crítica a la violencia del presente, entiende el realismo —el
“auténtico realismo”, las “ficciones interrogativas de lo real”— en
función de una voluntad siempre cognoscitiva del presente his-
tórico. Se trata, desde luego, en uno y otro caso, de una interpre-
tación crítica de la realidad, de un “conocimiento” que supere el
dogmatismo del marxismo vulgar (si hay un Lukács en Contorno
es el de la noción de “tipo”, un concepto apropiado para inter-
pretar los modos en que las novelas expresan, articulando indivi-
dualidad y universalidad social, las fuerzas de la Historia) y que
supere los límites estrechos de la teoría gnoseológica del reflejo
(en el sentido de la “figuración” benjaminiana, o del Adorno con-
tra el realismo socialista —“vulgar e ideológico”— de Lukács).
Me interesa sobre todo esta última vertiente, y pienso aquí en
el clásico artículo de los años ochenta de Beatriz Sarlo, “Política,
en torno al realismo | 51

ideología y figuración literaria”, porque sintetiza, creo, un esta-


do actual de la cuestión.18 Cuando Sarlo dice que la narrativa más
significativa de los años setenta y ochenta se escribe en el marco
de la crisis de la representación realista, en la conciencia de la di-
simetría del orden de lo real y el orden del discurso, y que, en lu-
gar de reconstruir una totalidad a partir de los disiecta membra de
la sociedad (empresa que se sabe imposible), esas ficciones pro-
ponen su “contenido de verdad” bajo la forma de la figuración
(en la reflexión formal sobre la imposibilidad de representar, en
las múltiples constelaciones de sentido, en las figuras de la inte-
rrogación), se muestra bien cómo funciona la premisa clave de
Adorno formulada en “Lukács y el equívoco del realismo”:

Solo en la cristalización de su ley formal, y no en la pasiva


admisión de los objetos, es como el arte converge hacia la rea-
lidad. El conocimiento es en el arte todo él mediato estéti-
camente (…) [Y] solo en virtud de la contradicción [entre rea-
lidad empírica e imagen artística] la obra de arte se hace a su
vez obra de arte y justa conciencia: conocimiento negativo y
crítico de la realidad. Una teoría del arte que lo ignore es si-
multáneamente vulgar e ideológica.19

Esta sentencia con la que cierra el párrafo apunta al equívoco


ontologicista de Lukács que consiste, dice Adorno, en la supre-
sión de la diferencia cualitativa entre arte y realidad, y que, por
otro lado, está en la base de su indiferencia estilística: esa con-
vicción de burócrata y dictador cultural de que el arte moderno
(el vanguardismo decadente y solipsista) sobrevalora desmesu-
radamente el estilo, la forma y los medios expresivos, convic-
ción según la cual, aferrado con terco y grosero materialismo al
ídolo del desnudo “reflejo de la realidad objetiva”, Lukács redu-

18. Beatriz Sarlo, “Política, ideología y figuración literaria”, en Daniel Balderston y


otros, Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar, Buenos Ai-
res, Alianza Editorial, 1987.
19. Theodor W. Adorno, “Lukács y el equívoco del realismo”, en Georg Lukács y
otros, Polémica sobre el realismo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1971.
52 | sandra contreras

ce la poesía al papel de mera copia de la realidad empírica. Por


supuesto es evidente que en Significación actual del realismo críti-
co (mejor dicho, en Contra el equívoco del realismo, que es su título
original, y que es el volumen que está leyendo Adorno aquí) gana
masivamente terreno el dogmatismo, uno de cuyos signos más
interesantes, para mí, es el modo en que la desmesura en la que
el Lukács de los años treinta cifraba la grandeza del realismo bal-
zaciano se convierte ahora en “deformidad” colocada en su “jus-
to lugar”, y el modo en que, siendo aquí prioritario señalar los
caminos por los que la obra eluda la decadencia solipsista de lo
excéntrico y lo patológico, las pasiones individuales más extre-
mas de los personajes más representativos se leen ahora como
contenidas y normalizadas, en un trabajo de perspectiva con “las
justas proporciones”. Esto es innegable. Pero me animo a decir
que esta lectura del equívoco de Lukács es injusta con la intui-
ción del realismo balzaciano de los primeros ensayos (la gran-
diosa intuición lukácsiana del Salto, dice Aira), intuición de la
que no puede decirse, me parece, que sea indiferente a las for-
mas y medios expresivos como elementos distintivos del cono-
cimiento artístico ni que deje de cifrar allí, por el contrario, en
las formas singulares y más extremas en la experimentación, el
poder del arte para conocer y revelar, mejor, la realidad. En esta
hipótesis —que, creo, es también un equívoco— de que toda ella
se concentra en el rechazo de la vanguardia y de las experimen-
taciones formales así como en la imposición de una serie de pro-
cedimientos inamovibles, debe sustentarse en gran medida la
denostación en bloque de la teoría lukácsiana sobre el realismo.
Denostación que está muy vigente en la crítica literaria argen-
tina y que además se vincula aquí, creo, con una sensibilidad o
un punto de vista —muy en el estilo de Adorno— que, instalado
como sentido común, tiende a disociar realismo y desenfreno de
la acción, realismo y disparate, realismo y melodrama.20 En este

20. Un indicio inmejorable de este estado de la cuestión es la introducción que es-


cribe María Teresa Gramuglio para el tomo El imperio realista, que coordina en
en torno al realismo | 53

sentido, tal vez sea una invención pautada en los términos de las
películas clase B más disparatadas, o de “esas películas idiotas
que pasan todo el día por televisión” —así dice un narrador de
Aira en alguna novela— lo que podría desacreditar de entrada la
posibilidad de pensar que en estas narraciones haya una experi-
mentación con el realismo.21 O tal vez, más simplemente y como
lo dijimos al comienzo de este párrafo, sea la predominante tra-
dición crítica local que asocia fuertemente realismo y voluntad
cognoscitiva (crítica, desde luego, del presente) el ángulo de lec-
tura desde el cual resultaría por lo menos problemático conside-
rar, inclusive como transformación o distancia del realismo más
banal e ingenuo, unas novelas que, como La villa y Las noches de

la Historia Crítica de la Literatura Argentina. En su apartado teórico, Gramuglio se


pregunta por la posibilidad de “una fórmula que traspase los límites estrechos
del modelo lukácsiano” y propone la de “un realismo literario moderno que más
que pretender la reproducción o reflejo de alguna realidad por medio de un
conjunto invariable de procedimientos, aspire a alcanzar una representación
verosímil a partir de los medios y técnicas siempre renovados que les brinda la
evolución interna de la literatura misma en su interacción con los cambios en
todos los planos del pensamiento y la vida y la cultura social”. Me pregunto si
decir que Lukács propone la simple reproducción de la realidad por medio de un
conjunto invariable de procedimientos, limitando su teoría a los compromisos
políticos y las estrategias culturales del Partido Comunista, no entraña el riesgo
de “perdernos” una de las mejores lecturas de Balzac. Y me pregunto también
si proponer un realismo moderno que aspire, con medios siempre renovados, a
una representación verosímil no será, más que sobrepasar los límites estrechos
del modelo lukácsiano, retroceder en relación con la grandiosa intuición del fa-
natismo de realidad del gran escritor. María Teresa Gramuglio, “El realismo y sus
destiempos en la literatura argentina”, en El imperio realista, Volumen VI de Noé
Jitrik (dir.), Historia Crítica de la Literatura Argentina, Buenos Aires, Emecé, 2002.
21. Entre paréntesis, viene a punto recordar aquí que la reserva de Zola frente a Bal-
zac y Stendhal reside centralmente en su rechazo a las exageraciones del artista
y a los “caprichos” de composición: rechazo a la obsesión balzaciana por las fan-
tasías extravagantes, las falsas monstruosidades y los héroes desmesuradamen-
te engrandecidos, rechazo a la tendencia stendhaliana a lo extraordinario que
malogra la representación realista de la vida de todos los días y que desvía la
obra a la invención del folletín. Zola decía: “Desde el punto de vista de la verdad
estricta Sorel me causa tanta sorpresa como D’Artagnan”. Sin duda es el hecho
de que los héroes de Aira tienen más de D’Artagnan que de Sorel, mucho de fan-
toches ridículos o marionetas al extremo de la banalidad del estereotipo, lo que
haría descartar de entrada toda posibilidad crítica, por ende, toda posibilidad de
realismo. El mismo lo ha observado en más de una entrevista.
54 | sandra contreras

Flores, tramadas a partir de la pobreza y la crisis económica ar-


gentina pongan, en algún momento, en boca de su narrador o de
sus personajes más planos preguntas como: ¿pero qué pobres?,
¿pero qué crisis?
Una forma de situar la dificultad para pensar la vuelta sobre
el realismo en Aira podría ser preguntarnos: ¿qué es, en cambio,
lo que la haría legible en Fogwill? Para Sarlo, por ejemplo, ese re-
torno en La experiencia sensible es legítimo, e interesante, por tres
motivos fundamentales: uno, porque al acometer el acto recons-
tructivo de un pasado muy próximo Fogwill encuentra claves sig-
nificativas de uno de los períodos más degradados de la sociedad
argentina; dos, porque esa reconstrucción se hace con la concien-
cia de que el acto de representar está condenado al desacierto y la
inestabilidad; tres, porque la crítica, por cierto áspera, a las ilu-
siones de las capas medias, se hace con la ironía indispensable
para que de la historia de Romano no se pueda extraer ni la ab-
solución de una vieja forma de hacer negocios ni una perspectiva
blandamente moralista o irreflexivamente cínica sobre una me-
cánica del capitalismo periférico en condiciones de dictadura. Es
decir: conocimiento crítico del presente a resguardo de todo mi-
metismo banal y de todo moralismo pedagógico. Para Graciela
Speranza, la novela de Fogwill renueva el voto de confianza en
las posibilidades del realismo allí donde, excediendo la clásica
pretensión de plasmar caracteres típicos en circunstancias típi-
cas, obtiene, con todo, una ilusión realista a fuerza de hiperrea-
lismo: hiperrealismo que, con altísima destreza técnica, explota
las posibilidades de la descripción anatemizada por Lukács, y
con el que Fogwill logra un arte doble, complaciente y a la vez
crítico (según las hipótesis de Hal Foster en El retorno de lo real),
donde la representación se confunde con las superficies seduc-
toras del espectáculo capitalista.22

22. Beatriz Sarlo, “Sueño de la razón argentina”, en Punto de Vista, n° 49, agosto de
1994. Graciela Speranza, “Magias parciales del realismo”, en milpalabras, n° 2, ve-
rano 2001. Fogwill, La experiencia sensible, Barcelona, Mondadori, 2001.
en torno al realismo | 55

¿Pero es éste realmente el objeto de La experiencia sensible?


¿Puede decirse que el nudo del relato pasa por la técnica hipe-
rrealista con la que dar una vuelta de tuerca a la descripción, o
que el interés del relato resida centralmente en mostrar la ver-
dad cultural de la dictadura militar, la gestación de los estilos de
la nueva burguesía ávida y vulgar, y los mecanismos de su capita-
lismo monstruoso?23 En este sentido, no estaría de más observar,
por ejemplo, que esos momentos hiperrealistas son contados en
el relato, cuya superficie está casi enteramente ocupada por la
voz de un narrador que habla con la perspectiva de un etnógrafo
pero como de otra galaxia o como un científico a años luz obser-
vando la sociedad de los seres humanos (usa estas palabras) y tra-
tando de captar y precisar sus leyes de comportamiento; una voz
que conjetura sobre las funciones y la circulación de los relatos y
sus chances de credibilidad en sociedades y contextos específi-
cos; una voz que ensaya hipótesis sobre la naturaleza y las leyes
del lenguaje y sobre cómo un cúmulo de palabras moldean, con
sus sentidos literales y también sus sentidos figurados acumula-
dos, la experiencia sensible de los hombres en sus relaciones (y
esas palabras —“deprimente”, “tristeza”, “miserable”, “denigrar”,
“degradar”— tienen que ver con las intensidades del fracaso y la
violencia de las disciplinas). Quiero decir, no creo que sea, como
dice Sarlo, que las reflexiones del narrador interrumpan el rela-
to y su función sea interrumpir la ilusión realista, sino todo lo
contrario: es esa voz la que hegemoniza la novela y la que con-
vierte a La experiencia sensible, como la leyó Horacio González, en
un demoledor ejercicio de descubrimiento de la moral oscura de
las relaciones en un mundo de torpor y estupidez, en una novela
sobre cómo actúa en la experiencia (y cómo la moldea) un cúmu-
lo de palabras que nunca aciertan con su objeto, sobre los golpes
de dados que en Fogwill siempre son articulaciones de poder, de

23. Dicho sea de paso, no vendría mal precisar aquí que Lukács no anatemiza la des-
cripción como método en sí mismo sino allí donde funciona como el principio
fundamental de la composición y queda desgajada del movimiento épico.
56 | sandra contreras

sexo, de cálculos, en un campo de fuerzas. La experiencia sensible


es una novela de terror, dice González, una novela que indaga
el fondo de terror que habita toda exploración de la memoria y
que busca encontrar el secreto de la lengua como materia que
oprime a los sujetos con la fuerza del destino.24 ¿No acierta mu-
cho más esta lectura con lo que pugna por decir la novela, con su
pasión? ¿No hay en La experiencia sensible, mucho más que técnica
de representación y que crítica de la dictadura y el capitalismo,
un fondo de desasosiego más humano? ¿El que resulta de la reu-
nión del horror y el azar? Será por esto, quizás, que González no
habla aquí de realismo; habla en cambio de poesía, y lee La ex-
periencia sensible en un continuo con esa exploración de lo dado,
de los medios de dispersión del lenguaje contra las paredes de lo
real, que solo la poesía puede experimentar.
Más que discutir estas lecturas de Fogwill, sin embargo, lo que
me interesa ahora, lo que estoy tratando de pensar ahora, son
las condiciones de posibilidad para ensayar una revisión de los
parámetros que hoy elegimos dar o seguir dando por supuestos
cuando el tema es el realismo. Las preguntas podrían ser: ¿qué
tiene de legible la vuelta al realismo en Fogwill?, ¿y qué tendría
de inconcebible en cambio —o por qué sería tan discutible— la
hipótesis de realismo cuando se la refiere a la narrativa de César
Aira?25 O bien: ¿de qué hablamos, de qué queremos hablar hoy,
cuando hablamos de realismo? Hace un par de años, en unas jor-
nadas de crítica en Rosario, Miguel Dalmaroni comenzaba su lec-

24. Horacio González, “Horror y azar”, en El ojo mocho, n° 16, verano 2001-2002.
25. No quiero ser injusta con la lectura de Graciela Speranza. El artículo en el que
ensaya estas hipótesis sobre La experiencia sensible se cierra con una lectura ex-
celente, y por cierto muy potente, del modo en que este “nuevo realismo” trans-
forma la tradición anti-realista en Argentina: para entender la vindicación
realista del último Fogwill, dice Speranza, es preciso reconstruir la genealogía
alternativa que desde los años sesenta se aparta del canon anti-realista que Bor-
ges impuso en los cuarenta y abre un desvío. Pero el desvío no sería solo el de
Fogwill; así cierra Speranza su ensayo: “La contracultura de los 60, es evidente,
ha desquiciado ya el pudoroso idealismo borgeano y abre la ficción a una nueva
exploración de lo real, ajena a los cautos ejercicios defensivos de los 80 y los 90.
en torno al realismo | 57

tura crítica del volumen El imperio realista, coordinado por Ma-


ría Teresa Gramuglio, con esta pregunta: “¿Qué utilidad crítica
puede tener una noción como la de ‘realismo’, o cuánta puede
conservar aún, para leer e historizar una literatura como esa
que llamamos ‘literatura argentina’?”.26 La pregunta apuntaba a
cuestionar el uso impertinente —o demasiado amplio, o dema-
siado restringido, en cualquier caso inapropiado— que se hacía
del término en el volumen. Creo que una revisión de los presu-
puestos que seguimos asociando al concepto bien podría mos-
trar cuánta potencia de transformación todavía puede conservar
y queda por leer.
Junio 2005

Es el camino que por distintas vías reúne la abyección de Osvaldo Lamborghi-


ni, el realismo delirante de Laiseca, la transparencia alquímica de Puig, y llega
a la escritura omnívora de César Aira”. No presumo, entonces, en absoluto, una
limitación en su lectura en relación con la “experimentación realista” de César
Aira; sería, evidentemente, una presunción injusta además de equivocada. Sólo
quise servirme aquí de algunos de los presupuestos que parecen estar implícitos
en la argumentación —en la de Speranza, también en la de Sarlo— para perfilar
un estado de la cuestión. Graciela Speranza, “Magias parciales del realismo”, op.
cit.
26. Miguel Dalmaroni, “El imperativo realista y sus destiempos”, en Anclajes. Revista
del Instituto de Análisis Semiótico del Discurso, VI, 6, Parte II, diciembre 2002.
Discusiones sobre el realismo
en la narrativa argentina contemporánea

Si Miguel Dalmaroni tenía razón en poner en duda la utilidad


crítica de una noción como la de “realismo” para leer e histori-
zar la literatura argentina, las Jornadas “Realismos” que organi-
zamos en Rosario el 9 y el 10 de diciembre de 2005 podrían dar
la pauta no sé si de la utilidad crítica que aún pueda conservar
el concepto pero sí de las discusiones que todavía puede promo-
ver.1 Supongo que esa pasión en las intervenciones y las diver-
gencias —el subtítulo del encuentro, “Jornadas de discusión”,
se volvió literal— no es meramente anecdótico. En su insisten-
cia —seguimos discutiendo, ¡a principios del siglo XXI!, sobre
realismo— la confrontación es seguramente un indicio de cuán
central o estructurante es el problema en la literatura argenti-
na, de cuánto la define, pero también, y esto me parece todavía
más importante, de cuánto interés todavía contiene y suscita una
categoría “clásicamente” literaria, del modo en que persiste, en
el contexto de nuestra época y su cuestionamiento de la noción

1. Este artículo es la versión corregida, a partir de las generosas lecturas de Nora


Avaro, Miguel Dalmaroni, Judith Podlubne y Alberto Giordano, de la ponencia
leída en el VIº Congreso Internacional Orbis Tertius de Teoría y Crítica Literaria,
“Las tradiciones críticas”, La Plata, mayo de 2006, y publicado en Orbis Tertius.
Revista de Teoría y Crítica Literaria, nº 12, UNLP, 2006. El artículo de Miguel Dal-
maroni es “El imperativo realista y sus destiempos”, en Anclajes. Revista del Insti-
tuto de Análisis Semiótico del Discurso, VI, 6, Parte II, diciembre 2002.
60 | sandra contreras

misma de literatura, un deseo —llamémoslo así— por definir el


concepto y, más aún, por apropiárselo: algo de nuestro amor ana-
crónico por la literatura debió estar manifestándose allí.
En lo que sigue quisiera volver sobre algunas de las interven-
ciones de esos días, para seguir pensando posibles preguntas e
hipótesis, básicamente en torno de los presupuestos que subya-
cen en las discusiones sobre la vigencia, los límites y las transfor-
maciones del realismo, hoy, en la narrativa argentina.
La primera o la gran cuestión que presidió todo el tiempo las
intervenciones fue, desde luego, la de la definición de la catego-
ría y, más específicamente, la de los límites de su alcance y de
su vigencia, más específicamente todavía, en su relación con la
narrativa argentina que se está escribiendo. ¿De qué hablamos,
o mejor: de qué queremos hablar o de qué queremos seguir ha-
blando cuando el tema es el realismo? ¿Cuánto o hasta dónde es
posible transformar la noción clásica a fin de ajustarla a las nue-
vas experimentaciones de escritura sin por eso hacerla perder
especificidad y, por lo tanto, sentido? Los artículos de Graciela
Speranza y de Martín Kohan mostraron a las claras la preocu-
pación por la pregunta y sobre todo —y una vez admitido que el
realismo clásico decimonónico es ya impracticable— un interés
por deslindar los usos legítimos o todavía pertinentes del con-
cepto de sus expansiones abusivas, tal como parece estar siendo
implementado en lecturas recientes o en una zona de la autoper-
cepción de la narrativa argentina más contemporánea: una exce-
siva ampliación del concepto, dice Kohan, que termina volvién-
dolo una categoría vacía y por lo tanto teóricamente inútil; su
presunta generalización, o bien a cierto costumbrismo aggiorna-
do, o bien a experimentaciones claramente vanguardistas, lo que
es, dice Speranza, un error de interpretación.2 Los presupuestos
de unos y otros argumentos muestran no solo las variantes de

2. Martín Kohan, “Significación actual del realismo críptico”, y Graciela Speran-


za,“Por un realismo idiota”, ambos en Boletín/12 del Centro de Estudios de Teoría
y Crítica Literaria, UNR, diciembre 2005.
discusiones sobre el realismo | 61

una preocupación teórica todavía posible en la tradición crítica


argentina del realismo sino —y esto me parece más interesan-
te— los valores que se ponen en juego en la lectura: qué y cómo
se quiere leer lo que se está escribiendo hoy.

Para fundamentar su objeción a la excesiva ligereza con la que


se habla de una vuelta al realismo en gran parte de la narrati-
va argentina actual, Martín Kohan apuesta a recuperar el dog-
matismo teórico de Lukács y para eso revisa los términos de su
polémica con Brecht. Antes de abrir los paréntesis necesarios a
la operación, vale la pena decir que el mérito, importante creo,
de la intervención de Kohan reside en poner en claro las coor-
denadas formales que definen el dogmatismo de Lukács y, por
consiguiente, en rescatar su teoría del malentendido que lo
estigmatizó como el teórico del reflejo literario: el realismo de
Lukács, precisa Kohan, no se sostiene en una confianza llana
en el poder de la palabra para designar la cosa sino en la me-
diación de una serie de aspectos formales, en un sistema de
representación convenientemente delimitado que excede en
todo sentido la eficacia lineal de la sola referencialidad. La con-
traparte de la operación de Kohan consiste en postular que es
Brecht, en cambio, el que al establecer el grado de realismo de
una obra literaria tomando como referencia la realidad misma y
no un determinado modelo de literatura, el que al no especificar
de qué modo —según qué formas— ha de ser la literatura para
que pueda decirse que representa fielmente a la realidad, “está
más cerca de las flaquezas conceptuales de la inmediatez del re-
flejo que un enfoque como el de Lukács”.3 No me interesa, sin

3. Ante esta atribución a Brecht de inmediatez formal sería conveniente recordar


las precisiones de Ricardo Piglia: para Brecht el realismo no es, no, un simple
método de composición, no es una cuestión de formas, pero sí es una posición
de clase; para Brecht no es realista quien “refleja” la realidad sino quien es capaz
de producir “otra realidad”. Solo que esa “otra realidad”, precisa Piglia, es tam-
bién un “efecto”, una realidad “construida”, que tiene leyes propias y exhibe sus
convenciones. Y estas, leyes y convenciones están determinadas por una posi-
62 | sandra contreras

embargo, revisar aquí las interpretaciones teóricas de Kohan


sino las consecuencias que extrae de la ampliación del concepto
brechtiano para la lectura crítica de nuestros realismos contem-
poráneos. La perspectiva de Brecht, dice Kohan, promueve una
concepción del realismo literario casi sin restricción alguna, de
un modo tal que, si bien se salva de cualquier dogmatismo, in-
curre, a fuerza de amplitud y elasticidad, en el riesgo de la ex-
tensión indiscriminada que termina por inutilizar la noción y
vaciarla de sentido. Lo que le preocupa a Kohan, sin embargo,
no es tanto que por esa amplitud puedan entrar en el canon
realista Kafka y Joyce y Beckett, sino que hoy, y aquí, podamos
aprovecharnos de ella e incurramos en el riesgo de una “celebra-
ción demasiado pronta de una vuelta al realismo”, cuando de lo
que se trata, en todo caso, es de una “vuelta a la realidad” (por
ejemplo, a la realidad de los años setenta aunque sin presupo-
ner las certezas que el realismo garantiza: tal el caso de Villa de
Luis Gusmán o Pegamento de Gloria Pampillo). Más todavía, que
incurramos en bautismos precipitados de “nuevos realismos”,
cuando de lo que se trata, en todo caso, es de variaciones no rea-
listas, es decir no resueltas según la estética del realismo, sobre
los tópicos del realismo (así en El pasado de Alan Pauls, en las no-
velas de César Aira, o en Boca de lobo de Sergio Chejfec), o bien,
directamente, de otra cosa cuando, en el colmo de la elasticidad,
se pretende salvar la adscripción al realismo mediante el solo
expediente de la adjetivación: realismo delirante, realismo su-
cio. Kohan propone entonces rescatar de Lukács, en principio,
su dogmatismo: su disposición a ofrecer una “definición acota-
da y precisa” del concepto para formular, acorde con ese “rigor
teórico”, una definición con la que evitar los deslices del rea-
lismo equívoco o, en el peor de los casos, críptico, y con la que
apreciar, al mismo tiempo, con justeza, “la significación actual

ción realista (es decir, de clase) respecto al funcionamiento de la realidad, a las


fuerzas en lucha, a las tendencias dominantes. Ver Ricardo Piglia, “Notas sobre
Brecht”, en Los libros, nº 40, marzo-abril 1975.
discusiones sobre el realismo | 63

de las cabales novelas realistas contemporáneas”. Sin embargo,


creo que no es solo esa disposición a circunscribir el concepto lo
que Kohan quiere extraer de Lukács sino también el parámetro
formal que, entiende, hoy podría seguir teniendo vigencia en
nuestras actuales coyunturas (históricas, estéticas) para medir
o establecer las “vueltas cabales al realismo”. Y ese parámetro
lukácsiano es, para Kohan, básicamente, “la justeza promedial”
que se resuelve en “lo típico” y cuyo horizonte es siempre social
(una representatividad social, una dinámica social, una totali-
dad social). En este sentido, las auténticas novelas realistas del
momento (ni variaciones no realistas sobre tópicos realistas,
ni realismo ingenuo y banal) serían, por ejemplo, La experiencia
sensible y Vivir afuera de Fogwill, o Vértice de Gustavo Ferreyra; y
lo serían fundamentalmente por la tipicidad social —y la con-
siguiente renuncia a la sobresaliencia— de personajes, referen-
cias y situaciones.
Ahora bien, transpuesto de este modo el parámetro del tipo,
se advierte que Kohan, que rescata a Lukács del malentendido
del teórico del reflejo, incurre en otro no menos extendido: el de
atribuir a la noción de tipo el carácter de “lo promedial”, de “la
medianía de todos los días”, que es, justamente, lo que Lukács
atribuye al naturalismo en clarísimo contraste con el gran rea-
lismo de Balzac. Léase si no la introducción a Ensayos sobre el
realismo: “Realismo significa reconocimiento del hecho de que
la creación no se fundamenta sobre una abstracta ‘medianía’,
como cree el naturalismo; ni sobre un principio individual
que se disuelve en sí mismo y se desvanece en la nada”. Y más
adelante:

El tipo es tal no por su carácter medio y mucho menos solo


por su carácter individual (…) sino más bien por el hecho de
que en él confluyen y se funden todos los momentos deter-
minantes (…) de un período histórico; por el hecho de que
presenta estos momentos en su máximo desenvolvimiento, en la
plena realización de sus posibilidades inmanentes, en una extrema
64 | sandra contreras

representación de los extremos que concreta tanto los vértices


como los límites de la totalidad del hombre y de la época.4

Entiendo, en este sentido, que leer el realismo de Lukács como


definiéndose por lo promedial, por “la tipicidad sin sobresalien-
cias” —lo que creo percibir como una interpretación lo suficien-
temente extendida como para considerarla, en principio, con-
sensuada en buena parte de la crítica argentina—,5 supone leerlo
desde la generalidad que se desprende de la fórmula de Engels
(“la representación exacta de los caracteres típicos en circuns-
tancias típicas”), o bien desde la perspectiva de Auerbach que
define la pauta formal del realismo en la derrota de la distinción
clásica de estilos bajos y elevados, y en la consiguiente atribución
de valor estético a lo cotidiano y vulgar. Y esto conlleva, según
creo, para la lectura de Lukács, desatender la complejísima ten-
sión que se anuda en el tipo y según la cual la generalidad se con-
cibe, siempre, como llevada a su expresión extrema, a su máxi-
mo desenvolvimiento. Claro que al formularlo de este modo me
estoy refiriendo, selectivamente, al Lukács de los Ensayos sobre el
realismo, y no al de Significación actual del realismo crítico, donde es
evidente que gana masivamente terreno el dogmatismo, uno de
cuyos signos más interesantes, para mí, está dado por el modo
en que la desmesura en la que el Lukács de los años treinta ci-
fraba la grandeza del realismo balzaciano se convierte ahora en
“deformidad” colocada en su “justo lugar”, y por el modo en que,
siendo aquí prioritario salvar la obra de la decadencia solipsista,
las pasiones individuales más extremas de los personajes repre-
sentativos se leen ahora como contenidas, y normalizadas, en un
trabajo de perspectiva con “las justas proporciones”.6 Hecha esta

4. Georg Lukács, Ensayos sobre el realismo, Buenos Aires, Ediciones Siglo Veinte, 1965.
5. De hecho, en las Jornadas, la formulación de Kohan contó con un acuerdo si no
unánime sí lo suficientemente amplio como para considerarlo representativo de
una zona de lo que podríamos llamar un estado actual de la cuestión.
6. Georg Lukács, Significación actual del realismo crítico, México, Ediciones Era, 1963.
discusiones sobre el realismo | 65

salvedad no deja de ser interesante observar, sin embargo, que


dada esta diferencia entre el Lukács lector de Balzac y el Lukács
detractor de las vanguardias, es esta focalización en el Lukács
más cerradamente dogmático, y también esta desestimación
de los caracteres excepcionales a favor de los tipos socialmente
normales, lo que parece primar como criterio en la definición del
realismo lukácsiano, y por extensión del realismo “clásico”, en la
crítica argentina.7
Planteadas así las cosas, yo diría que si se quiere rescatar el
rigor de Lukács para leer el realismo contemporáneo —y entien-
do que puede ser de veras interesante revisar y releer no, claro
está, las teorizaciones que estuvieron atadas a un franco com-
promiso con las necesidades políticas y las estrategias culturales
del Partido Comunista, sino sus primeras y geniales intuiciones
artísticas; y revisarlas no para transponerlas de un modo sim-
ple sino para pensar qué se puede hacer “con” eso, hoy—, definir
ese realismo por su apelación a lo promedial, al tipo entendido
como prototipo generalizable, implica llevar la teoría lukácsiana
a su punto, creo yo, menos potente o menos productivo (por no
decir más ineficaz) para su revisión —su “uso”— en las actuales
coyunturas. La novela lukácsiana —la cabal novela realista según
el parámetro lukácsiano que hoy podríamos (quisiéramos) con-
servar— no sería, de ningún modo, Vértice, de Gustavo Ferreyra.8
¿Por qué podría serlo? ¿Porque en una esquina cualquiera de
Buenos Aires terminan cruzándose la historia de un chico de la
calle perseguido por la paranoia de un kiosquero exponente de la
clase media derrumbada; el itinerario en auto de un estudiante

7. Por ejemplo, para Graciela Speranza, la “ambición realista clásica” es, con Engels,
la de “reflejar la realidad objetiva plasmando caracteres típicos en circunstan-
cias típicas”, los “fundamentos del realismo moderno” se definen certeramente
en Auerbach (tratamiento serio de la realidad, inclusión de personas y sucesos
anodinos en el fluir de la historia), pero a la vez su ideal estaría sintetizado en
“Narrar y describir” de Lukács (Graciela Speranza, “Magias parciales del realis-
mo”, en milpalabras, n° 2, verano 2001).
8. Gustavo Ferreyra, Vértice, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2004.
66 | sandra contreras

cuyo mundo íntimo se revela cruzado por señales de engaño y de


malicia; y el trayecto, también en auto, de un director de escuela
cuyo monólogo nos ha revelado una vida común de frustracio-
nes, la pérdida de una novela incestuosa y un regodeo —por cier-
to discreto— en el Mal? Es cierto que, como leyó Oliverio Coelho
(a quien parafrasée en parte en las líneas precedentes), “un temor
azota a los protagonistas cada vez que calculan las posibilidades
de su deseo”, que todos padecen esa aceleración de la inteligen-
cia propia del paranoico y buscan o creen encontrar el intersti-
cio alucinado por el que asoma la presencia intrusa del otro, de
la violencia, de la enfermedad.9 Pero no creo que esos puntos de
fuga, contenidos en la medianía de perspectiva que hegemoni-
za toda la narración alcancen para atribuir a estos personajes,
como lo pretende Coelho, el carácter de “monstruos in vitro”, ni
que la alternancia y confluencia de las historias paralelas en un
vértice —“cortándose al azar en un punto que es la trasposición
del infinito” dice Coelho; “resignándose, de nuevo, a la realidad”,
diría yo, citando la frase de la novela que, creo, condensa su pun-
to de vista— alcance para dar expresión dramática, llevándo a
su máximo desenvolvimiento —esto leía Lukács— las fuerzas en
tensión de una totalidad social. Si queremos conservar el dog-
matismo formal lukacsiano para no perdernos en vaguedades ni
caprichos críticos —y si queremos poner por un momento entre
paréntesis la advertencia, que seguramente todos compartimos,
de que sería un error metodológico transponer sin más la defini-
ción del sistema de representación realista propuesto por Lukács
a nuestras actuales coyunturas—, la novela lukácsiana sería en
cambio, como lo demuestra en su magnífico ensayo Nora Avaro,
El traductor de Salvador Benesdra.10 Una novela en la que, al re-
vés, o mejor dicho, llevando a su máximo desenvolvimiento las

9. Oliverio Coelho, “Fracturas de lo real”, en Bazar Americano, abril-julio 2005, www.


bazaramericano.com.
10. Nora Avaro, “Salvador Benesdra, el gran realista”, en Boletín/12 del Centro de Es-
tudios de Teoría y Crítica Literaria, diciembre 2005.
discusiones sobre el realismo | 67

posibilidades inmanentes del tipo, se trata de fundamentar po-


sitivamente la actitud sobresaliente, singular, de los personajes,
su distancia existencial con la medianía, en un movimiento que
desciende de la norma a la locura y que, en esa pendiente, rebasa
al estereotipo. Es cierto, precisa Avaro, que Benesdra no se pri-
va de retratar en un alarde extraordinario de pintoresquismo el
folclore local de las izquierdas, pero también es cierto que el sar-
casmo más bien desencantado es la fuerza que lo salva de derra-
par en el mero inventario naturalista, porque “no se trata aquí
de hacer sociología, definir casos testigos o formatear padrones
—en el gran realismo nunca se trata de eso— sino, muy por el
contrario, de enfatizar sabiamente los rasgos típicos para des-
neutralizar la tipología, y con un objetivo, claro está, revelador:
ninguna ecuanimidad sino, y siempre, un drama cerrado”. (En-
tre paréntesis, no sería un elemento extra para atribuirle, hoy,
a El traductor un carácter lukácsiano, “clásicamente” realista, el
raro anacronismo que la atraviesa, en su volumen, en su forma,
en la lectura.)
Como sea, lo que me parece interesante pensar es la serie rea-
lista argentina que resulta cuando se entiende el tipo lukácsiano
como lo promedial. Cuando discute la pretendida vuelta al rea-
lismo en la narrativa argentina contemporánea, Kohan cuestio-
na, en primer lugar, la impertinencia de la idea de “vuelta” dado
que, argumenta, la línea del realismo, desde Manuel Gálvez hasta
Sergio Olguín y Florencia Abbate, pasando por Mariani, Kordon,
Rozenmarcher, Asís, Bullrich, Dal Masetto, Viñas, no se ha corta-
do nunca en la literatura argentina. Ahora bien: si queremos ser
dogmáticos a lo Lukács ¿tiene sentido plantearnos una línea que
tenga su punto de partida en Gálvez y tenga hoy su proyección
o su punto de cierre, pongamos, en Lanús de Sergio Olguín? Por
supuesto que Kohan no deja de advertir: los críticos no vemos la
continuidad del realismo en esta línea porque esta no es la litera-
tura que leemos, que queremos leer. Pero la nota al pie no borra,
con todo, la línea de su argumentación: recuperemos la dispo-
sición dogmática de Lukács, es decir, no busquemos realismos
68 | sandra contreras

donde no los hay, y no digamos por lo tanto que hay una vuelta
al realismo cuando realismo hubo siempre en la literatura argen-
tina, como bien lo demuestran sus actuales expresiones. En este
sentido yo diría: puedo compartir la premisa de Kohan (no bus-
quemos realismo donde no lo hay), pero no su silogismo. Tex-
tos de un convencionalismo hoy ya insostenible y hasta insólito,
como por ejemplo el de esta novela de Olguín, no podrían, justa-
mente en función del rigor teórico lukácsiano, entrar siquiera en
consideración.
Entiendo, de este modo, que la melancólica comprobación de
Miguel Dalmaroni en aquel artículo (no hay en la literatura ar-
gentina una tradición realista: nostalgia inútil de Stendhal, de
Balzac, de Zola, de Dickens o de Melville), melancólica compro-
bación que inmediatamente tendemos a compartir, solo tiene
sentido si partimos del presupuesto de que para hablar de rea-
lismo en Argentina tendríamos que tener obras equivalentes, o
similares en su forma, a las de Balzac, Zola, Dickens (tener, di-
gamos, nuestro John Irving). Y si concluimos, por lo tanto, que

a excepción de unos contadísimos casos, los libros argentinos


cuya significación no podría explicarse sin una vinculación
fuerte de sus poéticas con las estéticas realistas (tomadas en
un sentido definido, amplio pero retórica e históricamente
preciso), pertenecen más bien a la historia de la mala litera-
tura y son pocos: todo Manuel Gálvez, la mayor parte de la
simpática obra de Payró, buena parte del llamado “teatro na-
cional”, algo de cierta narrativa “regionalista”; no mucho más
que eso.11

¿Pero y si admitiéramos que nuestra tradición realista, que


nuestro realismo clásico, lo inaugura, directa y magistralmente,
Roberto Arlt? ¿Por qué habríamos de situar el comienzo de nues-
tra tradición realista en la serie inaugurada por Gálvez para pen-

11. Miguel Dalmaroni, “El imperativo realista y sus destiempos”, op. cit.
discusiones sobre el realismo | 69

sar, a partir de esa versión “escolar y epigonal”, de esa “versión


simplificada del realismo decimonónico más tradicional”, sus
variaciones y desvíos?12 La perspectiva para leer el realismo de
Arlt que viene proponiendo Analía Capdevila apunta, justamen-
te, a situar en Arlt no solo un progreso respecto de las formas
epigonales del paradigma del realismo sino un salto cualitativo
que tiene que ver con un replanteamiento esencial de la función
mimético-representativa.13 Arlt, propone Capdevila, crea para la
novela argentina un nuevo realismo que, a través de la “visión”,
“provoca una verdadera revolución formal”: si en la formulación
tradicional el reconocimiento de un referente histórico determi-
nado, tipificado por el verosímil, se sustenta en la observación de
la realidad en términos perceptivos, la visión se convierte en las
novelas de Arlt en el procedimiento apropiado para trascender
el orden perceptivo —en particular el de la mirada— y descubrir,
de la realidad social, su “configuración dinámica”, su “fisonomía
latente”, aspectos en los que se constata cierto devenir (históri-
co).14 En este sentido yo diría que, si de rigor conceptual se tra-
ta, el único que estaría a la altura del dogmatismo luckácsiano
sería el “realismo visionario” de Arlt (Arlt: entre paréntesis, un
delirante, que por otro lado viene de Rusia como completando la
triangulación lukácsiana: Balzac, Dostoievski, Arlt; Arlt, que, con
toda lógica, Kohan no incluye en aquella serie). Y no porque su
literatura sea comparable en sus métodos y propósitos con la de
Balzac, sino porque la forma —singular, única, inédita— que in-
venta para la novela argentina responde a un principio, peculia-
rísimo y fundamental, para Lukács, del gran realismo: una forma

12. María Teresa Gramuglio, “Novela y nación en el proyecto literario de Manuel


Gálvez”, en El imperio realista, Volumen VI de Noé Jitrik (dir.), Historia Crítica de la
Literatura Argentina, Buenos Aires, Emecé, 2002.
13. Me gustaría recordar aquí que es en el salto cualitativo de los escritores del 37 que
David Viñas sitúa el comienzo de la literatura argentina.
14. Analía Capdevila, “Roberto Arlt: por un realismo visionario. (La figuración de la
violencia política en Los siete locos-Los Lanzallamas)” en Actas del Simposio Moderne
in den Metropolen: Roberto Arlt und Alfred Döblin, Berlín, 2004.
70 | sandra contreras

que socialmente y por su contenido está siempre conforme a la realidad


pero cuya expresión extrema trasciende el plano de la vida cotidiana. En
Balzac, dice Lukács, es la catástrofe la que expresa “formalmente”
una verdad de contenido social, y eso no supone la descripción
de la medianía de todos los días sino, por el contrario, su reba-
samiento. Más aún: es la impresión compleja del conjunto bal-
zaciano, allí donde todo desemboca en la acción, la que corres-
ponde perfectamente a la estructura de la realidad objetiva, que
nosotros —con nuestro modo de pensar demasiado abstracto,
siempre demasiado rígido y lineal— no estamos jamás en gra-
do de concebir adecuadamente en toda su riqueza.15 Si quisiéra-
mos ser lukácsianos hoy, para asegurarnos un rigor teórico que
nos resguarde de las vaguedades crípticas y voluntaristas de la
crítica, y si de adoptar criterios de definición se trata, creo que
este sería el parámetro más apto para la transposición teórica
del concepto: el que postula la captación de las fuerzas latentes
de una sociedad y su expresión a través de la invención de una for-
ma que crea sus propios paradigmas. Que esa forma suponga, en
su composición, una superación, una turbación, un alejamiento
del verosímil no es más que la consecuencia formal de la exigen-
cia artística de desenvolver, al máximo, las posibilidades de la
expresión.
La cuestión, entiendo, reside en dónde queremos situar la tra-
dición realista de la serie argentina, mejor dicho: su momento
clásico. Si en los sistemas de representación fundados en térmi-
nos perceptivos y en la ambición ingenua de imitar y represen-
tar la realidad. O si en la invención de formas que transforman,
transfiguran, en su naturaleza misma, el fundamento de la per-
cepción. Es decir: si situamos el clasicismo realista argentino en
su momento más deprimido, bajo, o en su momento más alto, de
máxima exigencia. Las series que resultan son bien distintas. Si
elegimos la primera opción, el resultado es la serie del costum-

15. Lukács Georg, Ensayos sobre el realismo, op. cit.


discusiones sobre el realismo | 71

brismo mimético, nuestro boedismo, que bien puede terminar


en Olguín. Si elegimos la segunda opción, el resultado es la tradi-
ción alta inaugurada por Arlt, cuya lógica serial no es la de la con-
tinuidad sino la de los cortes y los saltos. Podríamos decir: en el
auténtico comienzo está Arlt y después hay que dar un salto a ese
gran realista que, en términos de Avaro, es Salvador Benesdra,
para dar con su más estricto heredero (un yo traductor que no
gasta ni un minuto en formatear los elementos de su universo y
abstrae en cambio de ese mundo solo el mapa de sus tensiones).
O bien: en el auténtico comienzo está Arlt y después hay que dar
un gran salto para ver qué hacen “con” eso, con la ambición de
realismo, con el problema del realismo, obras como las de Juan
José Saer o César Aira.

Con todo, ya es hora de preguntarnos qué sentido podría tener


una lectura de Lukács, hoy. Y de sacar del paréntesis nuestra pre-
caución metodológica: nuestro saber de que sería un error trans-
poner sin más la definición del sistema de representación rea-
lista propuesto por Lukács a nuestras actuales coyunturas. En
otro lugar intenté fundamentar, a partir de lo que dejan pensar,
leídas por Aira, algunas de las formulaciones del Lukács lector
de Balzac, una lectura de las experimentaciones “con” (quisiera
enfatizar aún más esta expresión: con) el realismo en la narrati-
va argentina contemporánea más vanguardista, para retomar la
expresión de Speranza.16 Ante esta opción que he propuesto, no
quisiera olvidar la precisa advertencia de Ariel Schettini en las
Jornadas: Lukács no lee más que obras y autores en un momento
específico, concreto, de la evolución de la historia (de la histo-
ria de las clases sociales y de la historia de los géneros) y lo más
probable es que, a pesar de nuestro voluntarismo crítico, ya sea
imposible leer con Lukács en nuestra posmodernidad fragmen-
taria, a menos que se quiera pasar por alto el problema, por lo

16. Ver en este libro “En torno al realismo”, p. 33.


72 | sandra contreras

demás tan central para Lukács, del conocimiento objetivo de las


condiciones materiales de producción y se pretenda volver, mal-
entendiendo o tergiversando directamente su premisa teórica de
base, a un mundo y una forma de representación hoy inviables.
Ante lo cual yo diría: de acuerdo, absolutamente. Pero pregun-
taría también: ¿tampoco es posible extraer lecciones? ¿tampoco
es posible “usar” a Lukács para pensar?, ¿sobre todo cuando sus
geniales intuiciones artísticas destraban modos de leer —la tra-
dición del realismo argentino, por ejemplo, presuntamente aso-
ciado al costumbrismo mimético— y hacen pensar en otra direc-
ción —la tradición alta del realismo que es la que inaugura sin
duda Roberto Arlt—? Y ante la objeción, más específica, a la po-
sibilidad de releer un Lukács desde la interpretación —errónea,
por supuesto: ahí está la gracia— de un escritor de nuestro fin
de siglo, volvería a preguntar: ¿pero no es posible extraer de una
teoría lo que nos puede hacer pensar hoy, en nuestras coyuntu-
ras? ¿Y no es esta la más potente lección de Lukács: a coyunturas
—realidades— nuevas, formas nuevas? Habría que ver, en este
sentido, qué relación tiene el pensamiento con el error, o qué se
puede extraer del error para pensar.

Otra cuestión, antes de terminar. La lectura que viene haciendo


Graciela Speranza de las vueltas al realismo en la narrativa ar-
gentina contemporánea, a partir de la trilogía de Fogwill (La expe-
riencia sensible, En otro orden de cosas, Urbana), se orienta en otra di-
rección.17 Preocupada también por la cuestión de los límites de la
noción, el punto de vista de su lectura se afirma en la idea de
que la tradición para el escritor, hoy, no puede ser sino de la
de Bouvard y Pécuchet que sepultan, para siempre, y registrando
ese desencanto, la ambición ingenua de imitar o representar la
realidad; en la idea, por lo tanto, de que lo único que nos es da-
ble leer son los diversos modos a través de los cuales el escritor

17. Graciela Speranza, “Magias parciales del realismo” y “Por un realismo idiota”,
op. cit.
discusiones sobre el realismo | 73

niega, enfrenta, o intenta burlar, esa falta de paralelismo. Y esos


modos, una vez admitido que el realismo decimonónico ya es
impracticable, serían “nuevas vías de exploración de lo real”. En
este contexto, la pregunta, no explícita pero claramente presu-
puesta, de Speranza es: ¿en qué experimentaciones podemos
leer legítimamente una vuelta al realismo? Y dice: si el atajo
hacia lo real es el del escritor que con renovado espíritu etno-
gráfico se documenta con lo que ve y oye en las calles de Boedo,
la bailanta o el chat (léase: Fabián Casas, Washington Cucurto,
Alejandro López), se trata entonces de una vuelta hacia atrás re-
suelta en un costumbrismo aggiornado sorprendentemente fácil,
y sorprendentemente ineficaz. Si lo que se pretende es leer una
vuelta al realismo en la narrativa más vanguardista, en la que
la fábula destruye, con toda evidencia, el verosímil y el sentido
(léase: Aira), la lectura es decididamente errónea. No al pinto-
resquismo trasnochado, entonces, pero sí a la verosimilitud y el
sentido, sí a la observación de la cotidianeidad burguesa en una
trama rigurosamente calculada (esto es: que no se desbarranca
en el absurdo), para hablar legítimamente, como podríamos ha-
cerlo a partir de Rabia de Sergio Bizzio, de variables contempo-
ráneas de lo que todavía puede llamarse novela realista. Hechos
estos deslindes, Speranza elige —se trata, claramente, y para
fortuna en el ejercicio de la crítica, de una apuesta estética—
como nuevas exploraciones de lo real las ensayadas por Eduar-
do Muslip y Martín Rejtman en Plaza Irlanda y Literatura y otros
cuentos, respectivamente. Y lo que lee en ambos libros es la cons-
tatación de las cosas y las personas, súbitamente extrañadas, en
un mundo real en el que se ha barrido por completo el sentido
sin por eso derivar en el absurdo, la notación de una realidad
regida por el azar de los encuentros y los desencuentros, por las
pasiones inútiles y sin objeto. En uno y otro caso el parámetro
para leer estas experimentaciones formales como modos legíti-
mos de explorar, hoy, un contacto con lo real, parece darlo, en
la lectura de Speranza, el minimalismo de la distancia de “un
observador lúcido y algo neurótico”: el minimalismo de la per-
74 | sandra contreras

cepción, el realismo de superficie que opera por una percepción


desafectada.
Dos preguntas se me imponen a partir de estas hipótesis. Por
una parte, si de circunscribir la noción de realismo se trata, a fin
de evitar su expansión impertinente, me pregunto, siguiendo la
propuesta de Speranza, qué es lo que hay de realismo en la histo-
ria de las sensaciones, los recuerdos, las ideas, que acontecen en
quien ha perdido, inesperadamente, a su mujer en un accidente,
que es, según creo, la trama de Plaza Irlanda. ¿Será que del realis-
mo queda un modo de mirar el mundo —una percepción— hoy
necesariamente transfigurada en desafección? ¿Un tipo específico
de sensibilidad? ¿Como si la experimentación con el realismo, aún
—y fundamentalmente tal vez— en sus nuevas versiones, exigie-
ra cierto ascetismo, la distancia de los estilos sobrios, conteni-
dos, y excluyera o fuera incompatible con los estilos enfáticos,
precipitados, desbordados? ¿O será —y esta opción me parece
más productiva— que estos nuevos realismos suponen —exi-
gen— no solo una transformación de los modos de representa-
ción sino, antes bien, de la noción misma de real? De hecho, la
lectura de Speranza de estas “variables” realistas se hace desde
la “incisiva ontología de lo real” de Clément Rosset, una ontolo-
gía centrada en el carácter insólito, singular, incognoscible, sin
espejo y sin doble, esto es, en “el carácter idiota de lo real”, en re-
lación con lo cual habría dos grandes posibilidades de contacto:
“un contacto liso, pulido, reflejado, que reemplaza la presencia
de las cosas por su aparición en imágenes” (el que Speranza de-
tectaría en López y Cucurto), o el que elige Speranza, un “con-
tacto rugoso que tropieza con las cosas y no extrae de ellas más
que el sentimiento de su presencia silenciosa”. Como se ve, no se
trataría ya, en estas nuevas variables, de la totalidad social lukác-
siana sino de una realidad —más específicamente ahora: de un
contacto con “lo real”, de una exploración de “lo real”— defini-
da en términos por completo nuevos. La adopción de esta pers-
pectiva, me apresuro a decirlo, es absolutamente indispensable:
una lectura de “nuevos realismos” exige, hoy, justamente, dar
discusiones sobre el realismo | 75

cuenta no solo de nuevas formas de representación de la reali-


dad —¡como si la idea de realidad pudiera concebirse siempre
del mismo modo!— sino antes bien de la transformación, en las
nuevas coyunturas históricas, de la noción misma de “real”. Pero
entonces, si esto es así, ¿por qué descartar de plano la posibili-
dad de pensar, por ejemplo, qué nueva definición de lo real im-
plica la literatura de Aira y qué nueva forma inventa para expre-
sarla? ¿O no es toda su obra —no una novelita suelta sino toda la
obra— una insistente exploración de lo real? Claro que, a la vez,
el verosímil siempre explota, y eso hace que, desde luego, sus rela-
tos no sean novelas realistas en el sentido histórico, y consensua-
do, del término. Pero eso no obsta, creo yo, para pensar qué hace
Aira con el realismo, para leer la radical transfiguración (insisto:
transfiguración) del nudo formal del realismo que supone esta
experimentación. ¿Y si esa explosión del verosímil fuera la forma
que la literatura de Aira inventa para expresar el problema —la
ambición— de un salto a lo real, a “lo real” definido de un modo
por completo nuevo?
De algún modo, tal vez porque la cuestión de fondo sea la mis-
ma —y que según veo es la apuesta por un tipo específico de sen-
sibilidad asociada a la estética o a la pulsión, como quiera llamár-
sela, realista—, asocio estas preguntas a la hipótesis, que algunos
compartíamos en las Jornadas, de que no hay realismo sin ambi-
ción; o mejor: de que no hay gran realismo —y esa grandeza sería
inherente a su naturaleza— sin ambición. No nos referíamos al
“deseo de lo real” como deseo imposible —como bien acota Spe-
ranza: ¿qué autor no haría suyo este deseo?— ni a la conciente
meditación de un “proyecto realista” cuya grandeza pudiera me-
dirse por su grado de realización —no podríamos sino coincidir
con Speranza citando a Aira: la literatura es esa máquina de in-
vertir y desviar las intenciones que procede mediante el error—.
Nos referíamos, en cambio, a esa ambición de tamaño inusitado,
“el supremo esfuerzo del realismo” dice Benesdra, que, como bien
precisa Avaro, ignora todo obstáculo en su realización y exige,
para sostenerse, una competencia tan colosal como anacrónica.
76 | sandra contreras

Yo diría: es cierto, nada deprime más que los proyectos realiza-


dos de los escritores, pero tratándose del realismo, cierta ambi-
ción (la ambición del artista) y por consiguiente cierta desmesu-
ra y también cierto delirio (precisamente de esos que invierten y
desvían las intenciones del comienzo), serán siempre necesarios.
Realismo y mediocridad se excluyen. Aunque es cierto que tam-
bién habría que decir: quizás esa ambición (desmesura de Balzac,
delirio de Arlt) hoy ya sea impracticable, a no ser revestida de un
fulgor de anacronismo (como en ese universo completo que es
la única novela, la novela total, de Salvador Benesdra), a no ser
como gesto, como duplicación o como transfiguración y catás-
trofe (re-realismo de Saer o des-realismo de Aira en las precisas
palabras de Sergio Delgado en las Jornadas).
La mención del artículo de Sergio Delgado me interesa aquí
para acusar recibo del plus que su intervención supuso en las Jor-
nadas: el de mostrar a un escritor que, situándose en el marco del
realismo (esta, dice, es la situación en la que se dirime gran parte
de la narrativa argentina actual), elige leer los legados (hoy, dice,
ineludibles) de los realismos personalísimos de Saer y de Aira y su
sistema de construcción de personajes.18 Los elige, sin embargo,
sin adoptarlos ni refutarlos como “escuela” porque elige también,
al mismo tiempo, en su escritura, la dispersión (la indetermina-
ción) y la orfandad como las mejores condiciones para la práctica
de un realismo que hoy, dice, ya no puede ser sino “personal” y
devenir por lo tanto, y sin temor a la expansión de la categoría,
plural: “realismos”. Este, podría decirse, es el punto de fuga que
abre el escritor en una discusión que, si no parte de los paráme-
tros y los términos que las mismas obras inventan, corre el serio
riesgo de convertirse en una estéril discusión de críticos.

Mayo 2006

18. Sergio Delgado, “El personaje y su sombra. Re-realismos y des-realismos en el


escritor argentino actual”, en Boletín/12 del Centro de Estudios de Teoría y Críti-
ca Literaria, diciembre 2005.
En torno a las lecturas del presente

Quisiera ensayar un rodeo en torno a las lecturas del presente


de la literatura argentina.1 Me refiero a las que en los últimos
meses han puesto en el centro de la discusión no solo el paso de
un sistema literario, con sus redes y jerarquías, a otro (esto es, la
pregunta por lo nuevo que recurre periódicamente y es nuestra
tradición), sino también, y sobre todo, la puesta en cuestión, y
hasta la transformación, del estatuto mismo de la literatura hoy,
de su concepto y de los valores a él asociados. Discusión de larga
duración, desde luego, que Roland Barthes ya anunciaba en su
sesión de 1978, es decir, discusión que ni es reciente ni mucho
menos exclusiva de la literatura argentina, pero que en nuestro
contexto inmediato parece haberse acelerado o intensificado en
los últimos años adoptando tonalidades particulares y hasta un
modo propio de poner en escena el problema más interesante de
esta transformación como es el de la tensión, medular cuando se
trata del presente inmediato, entre las insistencias del pasado y

1. Este trabajo se escribió para participar, junto con Josefina Ludmer, Claudia Gil-
man y Martín Prieto, de la Mesa “Intervenciones de la Crítica”, en el Tercer Argen-
tino de Literatura, realizado en la Universidad Nacional del Litoral del 14 al 16 de
agosto de 2007, y se publicó más tarde en Alberto Giordano (ed.), Cuadernos del
Seminario 1. Los límites de la literatura, Rosario, Centro de Estudios de Literatura
Argentina, UNR, 2010.
78 | sandra contreras

las líneas de fuga hacia el futuro.2 Estoy pensando, claro está, en


las recientes intervenciones de Beatriz Sarlo y de Josefina Lud-
mer sobre la narrativa argentina que se está escribiendo hoy, dos
lecturas cuyo punto de vista podría definirse, creo que sin difi-
cultad, para ambas, como el de la ontología del presente tal como
Michel Foucault lo vio en “¿Qué es la ilustración?”: una perma-
nente reactivación de la modernidad como actitud, esto es, de un
modo de relación con y frente a la actualidad entendido como un
ethos filosófico que debe, por una parte, abrir un dominio de in-
dagaciones históricas según una actitud histórico-crítica de no-
sotros mismos, y, por otra, someterse a la prueba de la realidad
y de la actualidad según una actitud experimental.3 El rodeo que
intentaré consistirá, apenas, en el ensayo de un par de comen-
tarios en torno de las preguntas que, creo, abren estas interven-
ciones y la evidente confrontación de sus protocolos de lectura;
también en torno de las preguntas que, entiendo, ellas permiti-
rían plantear sobre sus condiciones de posibilidad, a partir de
la tensión —en ellas, entre ellas— entre el ethos del diagnóstico
crítico, las fuerzas de la descripción, y el ethos de la actitud ex-
perimental, las fuerzas de la valoración. Todo será (quisiera ser)
formulado en el orden de la conjetura y la interrogación.
Como se advierte inmediatamente, los dos artículos que Bea-
triz Sarlo publicó en diciembre de 2005 y diciembre de 2006 en
Punto de Vista, “Pornografía o fashion” y “Sujetos y tecnologías.
La novela después de la historia” apuestan por una lectura que se
quiere analítica en el diagnóstico pero al mismo tiempo fuerte y
centralmente valorativa de algunas de las novelas que, publica-

2. Roland Barthes, La preparación de la novela, Buenos Aires, Siglo XXI Editores,


2005.
3. Michel Foucault, “¿Qué es la ilustración?”, Saber y Verdad, Las Ediciones de la Pi-
queta, Madrid, 1991. Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas” (diciembre
2006) y “Literaturas postautónomas 2” (mayo 2007) en www.loescrito.net. Bea-
triz Sarlo, “¿Pornografía o fashion?”, en Punto de Vista, nº 83, diciembre 2005; y
“Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia”, en Punto de Vista, nº 86,
diciembre 2006.
en torno a las lecturas del presente | 79

das entre 2004 y 2006, aparecen, en la red de lecturas críticas,


académicas y hasta poéticas (de los propios escritores), como
“lo nuevo”. Como lo sabemos, el diagnóstico dice que el presen-
te es, casi masivamente, el tiempo de la literatura que se está
escribiendo hoy, y que el peso de ese presente, a diferencia del
peso del pasado o de la historia en las novelas de la década del
ochenta, no es el de un enigma a resolver sino el de un escenario
a representar. La valoración es que, sumergidas sin distancias en
ese presente que pretenden representar y entregadas al registro
plano y a la celebración festiva o bienpensante de las diferen-
cias culturales (las tribus y los dialectos urbanos), estas novelas
resultan pura documentación etnográfica de los temas del pre-
sente (del momento) y de este modo renuncian a, o pierden, o
simplemente carecen de, la función cognoscitiva y crítica propia
del (mejor) arte. Uno y otro artículo cierran con la apuesta fuerte
por seguir discutiendo, hoy, en el contexto posmoderno de la di-
solución de las diferencias y las jerarquías, los presupuestos es-
téticos, su cualidad diferencial, y desde luego este es, en ambos,
su centro. La primera pregunta que quisiera formular responde
a un interés por tratar de razonar una primera e inmediata re-
acción: ¿qué es lo que me incomoda de una lectura con la que
comparto muchos de sus presupuestos, no solo el rechazo al cos-
tumbrismo, a la mimesis banal, y a la corrección ideológica, sino
específica, y especialmente, el interés por seguir pensando hoy
en términos de valor literario, mejor, por pensar los problemas y
los modos de su insistencia?, ¿dónde podría residir el malestar?
Enseguida advierto que la reacción no es uniforme, o masiva,
y que si bien los dos artículos son continuos y complementarios,
algo sucede en el paso de uno a otro: que lo que resultó convin-
cente en la lectura de la novela de Alejandro López,4 se vuelve in-
suficiente o disonante cuando el objeto es un corpus más amplio
y dispar y cuando en ese corpus está Washington Cucurto; que
la excelente fórmula con la que Sarlo discute los alcances esté-

4. Alejandro López, kerés coger? = guan tu fak, Buenos Aires, Interzona, 2005.
80 | sandra contreras

ticos de kerés coger? y el pretendido legado de Puig en la novela


(dice Sarlo: “el exceso de mimesis es inverosímil, y lo inverosímil
es el déficit de invención”) pierde eficacia argumentativa cuan-
do transforma el exceso de Cucurto —la hipérbole lingüística—
en clásico barroquismo de los escritores cultos con las lenguas
bajas. El lapso que transcurre entre uno y otro artículo, y entre
una y otra reacción ante sus argumentos, podría ser un índice
del modo en que el devenir temporal está implicado en el ethos
valorativo. Como bien lo sabemos, el paso del tiempo y también
el montaje de tiempos heterogéneos están implicados en la atri-
bución del valor, y el problema del valor es, desde luego, el de su
duración, el de su vigencia. En este sentido resulta oportuno el
recuerdo de Alberto Giordano, a propósito de “¿Pornografía o
fashion?”, de que también las primeras novelas de Puig fueron
descalificadas en su momento por costumbristas y que los ar-
gumentos para intentar desplazarlas hacia la retaguardia de la
literatura moderna no eran demasiado diferentes de los que usa
Sarlo aquí; también su observación de que “esto es algo para te-
ner en cuenta, sabiendo, como sabemos de sobra dice Giordano,
que el discurso de la crítica puede resultar conservador cuando
lo que de algún modo lo excede y pone en peligro sus criterios
de validación lo deja indiferente o lo fastidia”.5 Y si, acto segui-
do, Giordano declara que no está seguro de que este sea el caso,
y no lo está porque, por una razón oportunista, dice, una idea
de Sarlo le sirve para precisar que López fracasa donde Puig re-
vela un talento extraordinario, esto es, “en el arte de imaginar
narrativamente lo inaudito de algunas formas triviales de inter-
locución”, podríamos decir ahora, a propósito de “Sujetos y tec-
nologías”, el artículo de Sarlo, que no estamos seguros de que no
lo sea —éste, el caso— porque la transformación de la hipérbole
de Cucurto en “sana diversión, desfachatez y simpatía”, en dife-
rencia rápidamente asimilable que los “lectores cultos leen con la

5. Alberto Giordano, Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas, Rosario, Beatriz


Viterbo Editora, 2006.
en torno a las lecturas del presente | 81

diversión con que las capas medias escuchan cumbia”, muestra,


creo, la operación implícita de convertir la invención cucurtia-
na en “falso trabajo” con la lengua (en el sentido en que Ador-
no hablaba de la falsa disonancia del jazz: una disonancia que
en la repetición, en lugar de ejercer una auténtica distancia crí-
tica respecto de la industria cultural, termina volviéndose con-
vención y por lo tanto fácilmente consumible); una lectura en la
que podría discutirse no tanto el calificativo de “falso” cuanto la
previa atribución de la dimensión del trabajo —un parámetro,
creo, por completo ajeno a la operación de Cucurto, en su poesía
y en su narrativa. Para sacar todo esto del banal relativismo del
gusto, podría ser interesante observar lo sintomático que resulta
el hecho de que sean poetas y críticos de poesía los que lean, o
hayan leído, algo tan diametralmente opuesto a lo que lee Sarlo
en los relatos de Cucurto. Pienso en Silvio Mattoni y su hipótesis
de que “todo ese mundo de cumbias y bailantas, con su rosario
de hallazgos lingüísticos paraguayos o dominicanos, no es más
que la apariencia necesaria para que una escritura, un estilo im-
ponente fabriquen su propia totalidad”. Pienso en Ana Porrúa y
su convicción de que no hay miserabilismo posible en el mundo
cucurtiano, de que lo popular no está sometido en Cosa de negros
a una mirada etnográfica ni sociológica porque la de Santiago
Vega, que no habla de un mundo que no conoce, no es una pose,
y porque es la marca de festividad lo que define un tono que, ya
presente en Zelarayán, su primer libro de poemas, distingue su
escritura del resto de la nueva narrativa de los años noventa.6
Pero pienso, centralmente, en el brillante libro que Tamara Ka-
menszain acaba de publicar sobre el testimonio en la poesía, y
en la maestría crítica con que lee la singularidad de la poesía de
Cucurto —pero también de la obra que supone la dramatización
de su personaje, de la que no sería ajena su narrativa— con la

6. Ver Silvio Mattoni, “La fabricación de un idioma”, en Suplemento Cultural de La


voz del interior, setiembre 2003; y Ana Porrúa, “Un barroco gritón” (sobre Cosa de
negros), en Bazar Americano, agosto-noviembre, 2003, www.bazaramericano.com.
82 | sandra contreras

lengua misma que inventa Washington Cucurto, esto es, con la


lengua como una red de categorías, de imágenes y de valores,
con los que se postula, de un modo único y singular, un mundo.7
Se podrá decir, inmediatamente: pero Kamenszain lee la poesía
de Cucurto, no sus relatos. Frente a lo cual habría que precisar:
pero la lectura de Kamenszain no es en absoluto inmanente ni
interior a los poemas en sí; y esto, porque su punto de partida
es lo que llama la “máquina cucurtiana de publicar”: “ese nudo
orgánico donde editar, escribir y publicar ya son una y la misma
cosa”. A partir de aquí la intuición poética con que Kamenszain
hace hablar a ese “centro editor” le permite leer el vitalismo cu-
curtiano (leer, por ejemplo, en la afirmación de “una poesía sin
más ambición que la de vivir” no la simple y ridícula —el término
es de Sarlo— celebración de la alegría de vivir sino la afirmación
de una máquina de vida que, como una matriz, alimenta casi
todos sus libros, incluida su narrativa), y, sobre todo, le permi-
te leer en la máquina de hacer paraguayitos no la celebración
bienpensante de las diferencias culturales sino la creación de un
dispositivo que vuelve literal su amado y mítico Centro Editor
de América Latina (“El argentino Vega —dice Kamenszain — le
roba la nacionalidad a un dominicano inexistente y con un pasa-
porte falsificado se pone a fabricar paraguayos”), y que asegura
para la literatura argentina la circulación de objetos, según una
economía literaria que se esfuerza por traer a la vida, por devol-
ver al uso, los objetos que están desaparecidos en la órbita muer-
ta de la metáfora.
Después de la lectura del artículo de Sarlo de diciembre de
2006, el encuentro con el libro reciente de Kamenszain impo-
ne esta pregunta: ¿cuánto resiste —cuánta potencia de sentido
gana o pierde— la lectura de una obra hecha desde una lengua
ajena —por completo extranjera— a la que la obra inventa? Y es
que lo espectacular que resulta la extranjeridad de las lenguas

7. Tamara Kamenszain, La boca del testimonio. Lo que dice la poesía, Buenos Aires,
Norma, 2007.
en torno a las lecturas del presente | 83

—de la lengua de la crítica con la obra que se lee pero también


de las lenguas de la crítica entre sí (pareciera que Sarlo y Ka-
menszain hablaran de dos objetos por completo diferentes)—
pone en primer plano la pregunta por el sentido que Sarlo quie-
re darle a su término central. Resulta evidente que Sarlo emplea
“etnografía” en el sentido de “mirada turística”, en el sentido del
turismo contemporáneo entendido, según Marc Augé por ejem-
plo, como agotamiento del viaje verdadero y ya imposible.8 Pero
también resultaría evidente, creo yo, que no es este un sentido
que vaya de suyo toda vez que se hable, hoy, de mirada o punto
de vista etnográficos en el relato. Por supuesto, bastaría con re-
tomar el clásico libro de Clifford Geertz para recordar inmedia-
tamente que ni siquiera en la misma disciplina la operación del
antropólogo como autor se entiende en un sentido tan simple
como el del plano registro descriptivo mediante el expedien-
te de llevar el grabador en la mano.9 Pero más allá de esto, que
Sarlo desde luego sabe muy bien, lo que importa es que tanto
el énfasis puesto en el término “etnografía” en un sentido tan
devaluado, como su elección en detrimento de un término clási-
co y recurrente en su crítica para impugnar toda mimesis banal
del presente como es el de “costumbrismo”, muestran no solo
que Sarlo quiere aplanar como turística toda narrativa que re-
presente sin distancia crítica las comunidades —“civilizacio-
nes”, diría la ficción de Aira— del mundo contemporáneo, y
discutir de paso con cierta hegemonía de los estudios culturales
americanos, sino que esas civilizaciones parecen volverse, para
la propia Sarlo, los “otros” del lector: ajenos, extraños, inclusi-
ve incomprensibles. En su lectura de Tristes trópicos Geertz dice
que lo que emerge de la multiplicidad de textos yuxtapuestos en
el libro de Lévi-Strauss es el mito del antropólogo como busca-
dor iniciático, pero que el punto crítico, en lo que al antropólo-
go como autor se refiere, es la crucial experiencia revelatoria (o

8. Marc Augé, El viaje imposible. El turismo y sus imágenes, Barcelona, Gedisa, 1997.
9. Clifford Geertz, El antropólogo como autor, Buenos Aires, Paidós, 1991.
84 | sandra contreras

mejor: anti-revelatoria) del estéril y fallido fin de la Búsqueda


iniciática: lo inasequible de los salvajes que ha estado buscando,
la imposibilidad de comprenderlos en sí mismos a no ser tra-
duciéndolos a un análisis universalizador que acabaría por di-
solver la extrañeza. Cabría preguntar tal vez: ¿en qué punto la
lectura, hecha desde un afuera total de la obra (quizás debamos
decir mejor: desde otro tiempo, desde otro presente, desde otra
actualidad), se vuelve ella misma mirada etnográfica, es decir,
punto de vista que convierte a los objetos del presente inmedia-
to en su otro incomprensible? Pero más aún, ¿en qué punto la
lectura se cierra a la experimentación —según la melancolía del
fracaso para remitirnos, por ejemplo, a la antropología especu-
lativa de Saer— de esa distancia irreductible?
Ahora bien, hay que decir rápidamente que no todo es deva-
luativo en relación con la “etnografía” en el artículo. Para con-
frontar el registro plano, sumergido y tecnológico de Romina
Paula, Cucurto y Daniel Link, “la etnografía mala”, Sarlo lee las
novelas de Fogwill y Aira y dice: también aquí hay miradas do-
cumentales del presente coyuntural, solo que las torsiones des-
realizadoras reorientan en cada caso ese potencial documental
hacia otra dimensión. Así, tanto la etnografía hipotética de Los
pichiciegos, que es el procedimiento específico inventado por
Fogwill para tratar el carácter imaginario de la situación na-
rrada, como la levedad graciosa con que las novelas-crónicas de
Aira se separan de la vocación demostrativa y en el fondo pe-
dagógica que tuvo la crónica de espacios sociales, estarían del
lado de la “etnografía buena”. Pero no solo esa levedad; el delirio
final airiano es la gran operación que socava y desvía el registro
documental: el abandono de la trama, que, dice Sarlo, fuerza la
ficción de Aira dentro de una lógica donde todo puede ser po-
sible, desmiente imprevisiblemente la etnografía social del co-
mienzo. “Lo disparatado —concluye Sarlo— es inconclusivo y
por eso, en otras dimensiones, puede ser ‘etnográfico’: salgamos
a pasear por el mundo donde no hay argumento sino suma de
episodios divertidos”. No voy a discutir aquí la hipótesis de que
en torno a las lecturas del presente | 85

Aira abandona la trama en el desenlace, y que lo hace porque se


aburre de lo que viene contando, ni de que el delirio final viene
a decir que no hay argumento. Pero sí quisiera decir que me re-
sulta por lo menos extraña la idea de que la pulsión de esta obra
sea la de salir a pasear, a registrar, a contar, una suma de episo-
dios divertidos con —sigo citando— la “perfecta distancia del
dandy literario que encuentra chistosa o amena toda variación
presente”. Por una parte, si uno recuerda que los reparos de Sar-
lo frente a la amenidad de la narración recorren una y otra vez
sus ensayos, que uno de los más recientes puede encontrarse en
un artículo de 1988, “Un relato inconsumible”, sobre El coloquio
de Alan Pauls, en el que con Hannah Arendt impugna las opera-
ciones de la industria cultural que vuelve “entretenida” —y por
lo tanto asimilable, consumible— la literatura de los grandes es-
critores, resulta bastante evidente que en el término “divertido”
o “ameno”, atribuidos a los avatares de la ficción airiana, subyace
—como un resto tal vez, pero sustrato al fin— algo del orden de
una sustracción de valor.10 No digo que leer a Aira como diverti-
do sea restarle valor estético, en absoluto. Digo que en la trama
de palabras-valores de la crítica de Sarlo cuando “lee el presente”
en 1988 (el artículo sobre El coloquio está en la sección Leer en pre-
sente de sus Escritos sobre literatura argentina), y que en la trama de
palabras-valores de la crítica de Sarlo en “Sujetos y tecnologías”
de 2006 (donde para restar potencial transgresivo a la operación
de Cucurto se la define como “sana diversión”), lo divertido y lo
ameno, variaciones de lo entretenido, no constituyen precisa-

10. En este artículo, Sarlo cita a Hannah Arendt: “Muchos grandes escritores del
pasado sobrevivieron a siglos de olvido, pero aún no tenemos respuesta a la
pregunta sobre si podrán sobrevivir a una hipotética versión entretenida de lo
que dijeron”. Y dice después: “Toda la industria cultural está en cuestión en esta
frase: Hamlet (sigue Arendt) no puede ser tan entretenido como una comedia
musical. La primera palabra que me viene a la cabeza es elitismo, no quisiera
merecer el adjetivo”. Para Sarlo, Pauls “logra hacer exactamente lo contrario que
quienes querían adaptar con amenidad a Hamlet. Escribe un relato tragicómico,
carente de función: inconsumible”. Beatriz Sarlo, “Un relato inconsumible”, Es-
critos sobre literatura argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.
86 | sandra contreras

mente un valor, esto es, en la perspectiva de Sarlo, un valor que


porte distancia crítica en relación con el presente.11
Y habría otra cuestión: esta disonancia en el uso del término
“divertido” haría serie con otra: lo disonante que resulta el uso
extraño y hasta superficial de la categoría de “dandy” atribuida a
Aira. Como todos sabemos, es precisamente en “¿Qué es la ilustra-
ción?” donde Foucault lee el ensayo de Baudelaire sobre el pintor
moderno y precisa que, tanto la moda (que no hace más que reco-
ger el momento presente como una curiosidad fugitiva o intere-
sante) como la actitud de flânerie (que es la postura del espectador
ocioso que se pasea), se distinguen claramente para Baudelaire de
la actitud y del hombre de la modernidad que tienen un fin más
elevado: extraer de la moda lo que esta pueda contener de poéti-
co en lo histórico. Si Constantin Guys es para Baudelaire el pin-
tor moderno por excelencia, lo es porque, justo cuando el mundo
entero se adormece, él comienza su trabajo para transfigurarlo:
una transfiguración que no es anulación de lo real sino juego di-
fícil entre la verdad de lo real y el ejercicio de la libertad. “Para la
actitud de modernidad —dice Foucault— el alto valor que tiene
el presente es indisociable de la obstinación tanto en imaginarlo
de modo distinto a lo que es, como en transformarlo, no destru-
yéndolo sino captándolo en lo que es”, respetándolo y violándolo a
un tiempo. Pero además: la modernidad no es simplemente para
Baudelaire una forma de relación con el presente sino “una vo-
luntad que consiste en no aceptarse tal como se es en el flujo de

11. El artículo de Sarlo de 2005, “¿Pornografía o fashion?”, cierra con tres citas de
tres novelas en las que la narración del sexo se sustrae al lugar común, a la moda,
y produce, por lo tanto, el shock propio de la distancia estética: Vivir afuera de
Fogwill, Las noches de Flores de Aira y Glosa de Juan José Saer. Por supuesto, resul-
ta muy interesante que después de veinte años de no haber sido leído en Punto
de Vista, Aira vuelva a la revista y nada menos que para ser convocado, claramen-
te, como parámetro de valor estético, nada menos que del lado de Saer. Pero en
el artículo de 2006, el movimiento es, ligeramente, otro: Aira sigue estando del
lado bueno, con Fogwill, pero el repliegue en la valoración de Sarlo, implícito en
la atribución de “amenidad”, es por lo menos sugerente. Todos estos artículos
están incluidos en Beatriz Sarlo, Escritos sobre literatura argentina, Buenos Aires,
Siglo XXI, 2007.
en torno a las lecturas del presente | 87

momentos que pasan y en tomarse por lo tanto a sí mismo como


objeto de una elaboración ardua y compleja: tal, para Baudelaire,
la operación del dandysmo”, la transfiguración del propio cuerpo
pero también de la propia existencia en obra de arte. Si hubiera
que atribuirle a César Aira la distancia del dandy decimonónico
no encontraría otro modo de hacerlo sino aludiendo a la trans-
figuración del escritor en artista, y a la gran obra de transfigura-
ción del realismo en esa etnografía anticipada de las civilizacio-
nes de la Argentina que Aira imagina como mundos a punto de
extinción, juego de libertad con el presente que para Baudelaire
solo podía realizarse en ese lugar, diferente de la sociedad o del
cuerpo político, que llamaba arte. Desde luego, habría que pensar
cómo podría tener lugar esa transfiguración del pintor, del escri-
tor —del etnógrafo— moderno en la presente coyuntura del post,
y admitir de inmediato que de ningún modo podría definirse en
los mismos términos.12 Pero creo que tampoco podría resolver-
se la pregunta por la relación de Aira con el presente volviendo
la operación, superficialmente, a la superficialidad del especta-
dor distante de la actualidad, del paseante ocurrente o delirante,
travieso y divertido, es decir, reconduciéndolo al lado más banal,
menos complejo, de la empresa moderna —la que, para Sarlo es,
como sabemos, la empresa auténticamente artística—.
Es probable también que la disonancia que percibimos en es-
tos usos de “etnografía”, “divertido”, “dandy”, provenga del hecho
de que no nos resulte convincente, o adecuado, su atribución a
obras como las de Aira, las de Cucurto, inclusive las de Link, en
términos de procedimientos de representación, es decir, su atri-
bución a textos desgajados o desvinculados de lo que hoy podría-
mos llamar “operación”. Resulta claro, creo, que hablar de la lite-
ratura de César Aira supone, ya, hoy, hablar del “fenómeno” Aira,

12. En el marco de esta hipótesis pensé en su momento, en mi libro Las vueltas de


César Aira (Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2002), que la forma que adoptaba
la vuelta tanto a las configuraciones del arte moderno como a las vanguardias
históricas, su transfiguración, implicaba en la literatura de Aira la adopción de un
como si.
88 | sandra contreras

es decir, de “algo” que está (explota, se disemina) más allá de cada


libro, más allá inclusive de la obra en su conjunto, y que tiene que
ver con el gesto que la sustenta, con el acto que está en su génesis
y también en su periódica consumación, que la literatura de Aira
no es solo proliferación del relato sino también, y ante todo perfor-
mance y que por eso la publicación misma es parte esencial de la
obra como acto artístico como acción. Una prueba de esto podría
ser la firmeza con la que ha logrado imponer esta pregunta: no
tanto ¿qué escribe? cuánto ¿pero qué hace?, ¿qué es lo que está ha-
ciendo con la literatura? Reinaldo Laddaga, en un libro que acaba
de editarse y que se está presentando en este momento en Bue-
nos Aires, es bien preciso y lúcido al respecto.13 Laddaga lee aquí
las obras-prácticas de Aira, Mario Bellatin y João Gilberto Noll,
como emergentes del estado actual de las artes verbales, al cual
define como el trance de formación de un imaginario tan com-
plejo como el que tenía lugar hace dos siglos, cuando cristalizaba
la idea de una literatura moderna. La precisión que me interesa
traer aquí es la siguiente: estos escritores, dice Laddaga, imagi-
nan en sus libros —como se imagina un objeto de deseo— figuras
de artistas que son menos artífices de construcciones densas de
lenguaje o creadores de historias extraordinarias, que producto-
res de “espectáculos de realidad”, dedicados a montar escenas en
las cuales se exhiben, en condiciones estilizadas, objetos y proce-
sos de los cuales es difícil decir si son naturales o artificiales, si-
mulados o reales. Al mismo tiempo, puede registrarse entre ellos
la propensión a emplear sus mejores energías no en producir re-
presentaciones de tal o cual aspecto del mundo ni en proponer
diseños abstractos que resulten en objetos fijos sino en construir
dispositivos de exhibición de fragmentos de mundo, según esa
tendencia común entre los artistas contemporáneos a construir
menos objetos concluidos que perspectivas, ópticas, marcos que
permitan observar un proceso que se encuentre en curso, el des-

13. Reinaldo Laddaga, Espectáculos de realidad. Ensayo sobre la narrativa latinoamerica-


na de las últimas dos décadas, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2007.
en torno a las lecturas del presente | 89

pliegue de una práctica. Washington Cucurto es, para Laddaga,


uno de los emergentes más notables del despliegue de prácticas
de este tipo en Argentina (por el funcionamiento de la máquina
del centro editor, tal como lo lee Kamenszain; también por la fan-
tasía con que imagina en sus textos el despliegue concomitante
de la vida y la escritura, la escritura incitando el despliegue de la
vida, la vida forzando su inscripción en la escritura, en un circuito
donde se enlazan en la misma vasta improvisación, que es al mis-
mo tiempo la de acciones corporales y la de inscripciones). Y la
forma en que, acorde con esta perspectiva, Kamenszain lee la fun-
ción de términos como “negras”, “dominicanas”, “yotibenco” —en
absoluto la representación banal de diferencias culturales sino el
intersticio por donde entra, en forma atolondrada, lo real— sería
una prueba de la eficacia de leer el imaginado “realismo” de esta
literatura por fuera de los parámetros de la representación.
En un orden más general, diría que los presupuestos de lec-
turas como las de Kamenszain y la de Laddaga habilitarían para
seguir formulando esta pregunta: ¿hasta dónde la distancia que
abre el arte —aun en las actuales coyunturas— tendría que se-
guir pensándose como crítica del presente, como crítica de la so-
ciedad o de la cultura en la que se realiza? O de otro modo, y si es
que admitimos que la práctica artística continúa abriendo una
distancia en una ecología cultural y social muy modificada como
la presente, ¿hasta cuándo la forma de esa distancia tendría que
seguir siendo la del desgarramiento, la del trabajo desrealizador,
la del socavamiento del lugar común según una economía litera-
ria que definiera esa crítica como esencialmente negativa, como
fundada en la negatividad?

El artículo de Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas”,


que tomo y cito según circuló a fines del año pasado en la web,
apunta al nudo de esta cuestión, que es por supuesto el de la au-
tonomía del arte en la sociedad contemporánea, cuando diag-
nostica que “al perder voluntariamente especificidad y atributos
literarios, al perder el valor literario [y al perder la ficción] la li-
90 | sandra contreras

teratura postautónoma perdería el poder crítico, emancipador y


hasta subversivo que le asignó la autonomía a la literatura como
política propia, específica”. “Es posible —concluye el párrafo—
que ese poder o política ya no puede ejercerse en un sistema
que no tiene afueras”. Pero más allá del diagnóstico de un esta-
do posterior y diferente al de la autonomía, lo interesante de la
intervención es la postulación de la ambivalencia como régimen
político de las escrituras del presente, no solo cuando registra la
simultaneidad de dos tendencias (las literaturas postautónomas
conviven junto con las escrituras que resisten a esta condición
acentuando las marcas de pertenencia a la literatura autónoma)
sino cuando lee la ambivalencia que produce esa divergencia
entre autonomía y postautonomía en las mismas escrituras pos-
tautónomas. Se trata, dice Ludmer, de escrituras que atraviesan
la frontera de la literatura pero que en ese movimiento quedan
afuera y adentro —“afuera pero atrapadas en su interior” es la
exacta fórmula de Ludmer—, de modo tal que siguen portando
algunos de los signos de la literatura (soporte, nombre de autor,
género), al mismo tiempo que aplican a la literatura una drásti-
ca operación de vaciamiento que vuelve imposible —o imperti-
nente, podríamos decir— darles un valor literario: no se sabe o
no importa si son buenas o malas, si son o no literatura. Y más
interesante aún que esto es, creo yo, la postulación de la ambiva-
lencia no solo como rasgo de los objetos que se leen sino como la
condición misma de la lectura del presente.
Que la ambivalencia es la economía de estas escrituras debe-
ría poder demostrarse en el hecho de que no se trata de una am-
bivalencia interna, intrínseca, de los textos en sí mismos, sino
de una ambivalencia que salta de los textos hacia afuera y afecta
otros niveles: el de la lectura, el de la recepción, el de la valora-
ción. Pienso en la paradoja propuesta por el caso Bruno Mora-
les.14 Si admitimos las hipótesis de Ludmer, Bolivia construcciones

14. Bajo el seudónimo Bruno Morales, la novela Bolivia construcciones, del periodis-
ta Sergio Di Nucci, ganó el Premio 2006 La Nación-Sudamericana. A pedido
en torno a las lecturas del presente | 91

es y no es literatura, no admite categorías estéticas para ser leí-


da y juzgada. Pero sucedió que para defenderlo de la acusación
de plagio —de la deslegitimación implicada allí— se abundó en
la apelación a estrategias específicamente literarias: el plagio
apareció así como la esencia misma de la operación literaria.
La vindicación del plagio, que circuló como la “Carta de Puán”
y también los blogs que intervinieron en el debate, como el de
Link, sostuvieron, no solo que “la valoración de la originalidad
es histórica —un invento de la burguesía que se consolidó defi-
nitivamente en el capitalismo con el valor de la propiedad—” y
no corresponde, digamos, al estado actual de las artes, sino tam-
bién que el plagio en Bolivia construcciones no es en modo alguno
ocioso o injustificado porque responde a razones estructurales
de la novela —aquí hay que observar esto: el valor atribuido a las
razones estructurales—, y que además es injusto y paradójico que
se pretenda una limitación y se confunda con un grosero plagio
aquello que constituye una de las excelencias de la novela —nóte-
se el valor—, su “rica trama de intertextualidades”. Lo más inte-
resante, creo yo, es esa vuelta por la que entra por la ventana la
atribución de valor: si lo que vindica el plagio es “la excelencia”
de su uso en la novela, lo rico de su intertextualidad —de su li-
terariedad—, es evidente que se está discutiendo si el plagio es
bueno o malo, y que se está presuponiendo que lo que lo legitima
—literariamente— es la exitosa operación literaria: un uso bue-
no y no malo (grosero). No tendría ningún sentido ver aquí una
contradicción; por el contrario, lo que importa justamente es el

de Di Nucci, que declaró que donaría el premio a una asociación de migrantes


bolivianos, la novela se publicó (en octubre de 2006, en una tirada de 10.000
ejemplares) firmada con el mismo seudónimo. Meses después, cuando la no-
vela había suscitado interesantes lecturas, entre ellas la de Josefina Ludmer, un
joven lector de La Nación envía al diario el relevamiento de una serie de “extra-
ñas similitudes” con Nada, la novela de la española Carmen Laforet. El jurado
(integrado por Carlos Fuentes, Tomás Eloy Martínez, Griselda Gambaro, Luis
Chitarroni y Hugo Beccacece) constata la inclusión de fragmentos de Nada en
Bolivia construcciones (sin hacer ningún tipo de alusión a la novela de Laforet y
con “mínimos retoques”), lo considera un plagio, y decide revocar el fallo.
92 | sandra contreras

modo en que la ambivalencia instala en los textos, es decir, en su


lectura y en su recepción, algo del orden de la indeterminación
(no indefinición, sino más específicamente indeterminación) de
los valores. (Entre paréntesis, quizás aquí, en esta indetermina-
ción, esté el más claro legado de Aira. La recurrencia con la que la
publicación periódica de sus novelas ha instalado una y otra vez
la pregunta por el valor —como si nos obligara a preguntarnos
cada vez: ¿es buena o es mala?— es la gran conmoción que pro-
dujo en el sistema de valores de la literatura argentina y lo que
define su gran operación.)
La otra pregunta podría plantearse así: ¿hasta qué punto pue-
de hablarse de posición diaspórica referida solamente a textos
literarios, es decir, sin cruzar explícitamente las fronteras del
libro hacia el despliegue de las prácticas, según la fórmula de La-
ddaga? Por un lado, ¿alcanzaría el montaje puesto en escena con
el seudónimo de Sergio Di Nucci y con los avatares del premio
2006-2007 de La Nación-Sudamericana para situar Bolivia cons-
trucciones en una posición diaspórica? Por otro, ¿hasta qué punto
basta que la performance se realice en una novela suelta para ha-
blar de un cambio en el estado mismo de la literatura, o de las ar-
tes? No hará falta —mejor dicho: ¿no seguirá haciendo falta— una
performance que sea de algún modo una obra (un gesto que es
una obra)? ¿No sigue siendo necesaria la firma de artista? Aira,
Bellatin, Noll. ¿O esto es lo que se está transformando justamen-
te: la necesidad de la firma de artista? En este sentido, diría que
percibo una cierta desmesura entre la atribución de un cambio
radical en la literatura y la falta de una obra, un gesto, que firmar
(excepción hecha de Cucurto que, con la lección mejor apren-
dida de Aira, inventa un personaje y lo pone en ficción). Y diría
también que lo más interesante de los gestos críticos de Ladda-
ga y Kamenszain está en el modo en que ensayan una “ontología
del presente”, atenta al estado actual de la literatura, a su puesta
en crisis, al mismo tiempo que conservan, mejor: que retienen,
que captan la forma de insistencia de la literatura en fuga. No es
casual, en este sentido, que sea una lectura atenta a sus “mejo-
en torno a las lecturas del presente | 93

res” resoluciones, a sus mejores expresiones. Laddaga usa una


fórmula muy precisa, y muy interesante: “Estos son, en efecto,
los libros de escritores ambiciosos”. Se refiere a estos libros del
final del libro, libros de una época en que lo impreso es un medio
entre otros de transporte de la palabra escrita, y que se escriben
un poco contra esa forma material, contra este vehículo, como si
quisieran forzarlo, modificarlo, reducirlo a ser el medio a través
del cual se transmite la conmoción de individuos situados en el
tiempo y el espacio, conmoción que se prolonga y se despliega en
construcciones veloces de lenguaje que se publican sin reserva o
correcciones. Y dice en otro lugar de Espectáculos de realidad:

Estos escritores toman los modelos para las figuras que des-
criben menos de la larga tradición de las letras que de otra
más breve, la de las artes contemporáneas, tanto que es po-
sible preguntarse si no obedecen secreta o abiertamente a
una fórmula que podría cifrarse, si se quisiera efectuar una
discreta variación sobre cierta expresión de Walter Pater (“all
art aspires to the condition of music”), de esta manera: toda litera-
tura aspira a la condición del arte contemporáneo. Toda literatura,
en todo caso, que sea fiel a la tradición de la cultura moderna
de las letras en lo que en ella había de más ambicioso, pero
que al mismo tiempo reconozca que el escritor que se encuen-
tra en la descendencia de un Borges, un Lezama Lima, una
Lispector, opera ahora en una ecología cultural y social muy
modificada.

Lo fundamental es el término “ambicioso”, ese señalamiento


de una ambición, que no puede ser sino una ambición artística
—la ambición de Arte que vemos en Aira, en Bellatin, también
en Cucurto— y sería, al menos, en principio, el indicio de una
desmesura, de una intención, de un deseo, que sobrepasa la me-
dianía, lo cotidiano, el mundo en su realidad, en su generalidad.
La ambición como marca de una diferencia —de una distancia
decíamos antes— que de algún modo subsiste.
Tal vez podamos decir: la ambición en tanto indicio de algo
así como la supervivencia del aura. Tomo la expresión de Geor-
94 | sandra contreras

ges Didi-Huberman, de “La supervivencia del aura en el mundo


contemporáneo”, un artículo de 1996, que incluye como último
capítulo de Ante el tiempo, de 2001.15 La pregunta de Didi-Huber-
man es: ¿qué sentido tiene hoy, sesenta años después de Benja-
min, reintroducir la cuestión, la hipótesis, la suposición del aura?
El arte que nos es contemporáneo ¿no se inscribe en —y no se
inscribe en él— lo que Benjamin llamaba “la época de la repro-
ductibilidad técnica”, época considerada como la causante de
la muerte, o al menos de la decadencia, del aura? La potencia, la
productividad, de la reflexión de Didi-Huberman proviene del
hecho de partir de una lectura bien ajustada del concepto de de-
cadencia del aura en Benjamin: si el aura nombra una cualidad
antropológica originaria de la imagen y el origen no es en nin-
gún caso la fuente sino “lo que está en tren de nacer en el devenir
y en la decadencia”, la decadencia en la época moderna no sig-
nifica en Benjamin desaparición sino antes bien un rodeo hacia
abajo, una inclinación, una desviación, una inflexión nuevas, y
la decadencia del aura supone —implica, desliza por debajo, en-
vuelve, sobreentiende, pliega a su manera— el aura en tanto que
fenómeno originario de la imagen, fenómeno “inacabado” y “siem-
pre abierto”. Didi-Huberman se pregunta si se puede suponer el
aura en las obras del siglo XX, entendiendo por “suposición” la
producción de una hipótesis, y lo que se contesta es que puede
intentarse, siempre con el riesgo de admitir que tal suposición
es difícil de construir: demasiado molesta y cargada de pasado
en un sentido; demasiado fácil, incluso dudosa, en otro. En cual-
quier caso, esta suposición no puede satisfacerse con ninguna
sentencia de muerte (muerte histórica, muerte en nombre de un
sentido de la historia), en la medida en que está vinculada con la
memoria, y no con la historia en el sentido usual. En síntesis con
la supervivencia. Pero tampoco puede satisfacerse con la coartada
dudosa de las ideologías de la restauración. Si algo similar a una

15. Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imáge-
nes, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2006.
en torno a las lecturas del presente | 95

cualidad aurática sobrevive en las obras de Barnett Newman o Ad


Reinhardt, e incluso sub-yace en ellas, no quiere decir que sobre-
vive tal cual. El gran acierto de Didi-Huberman está en percibir
que, más allá de toda oposición tajante entre un presente olvida-
dizo (que triunfa) y un pasado caduco (que está o se ha perdido),
Walter Benjamin planteaba la cuestión del aura en el orden de
la reminiscencia, y esto es precisamente lo que le permite situar
la insistencia del aura en el orden de la memoria, y más estric-
tamente en el de la supervivencia y, a la vez, a la supervivencia
en el orden de la transfiguración y la imagen dialéctica. Todo el
problema, dice Didi-Huberman citando a Bataille, en un cierto
sentido es el del empleo del tiempo. Hablar de cosas “muertas” o
de problemas “perimidos” —en particular cuando se trata del
aura—, hablar de “renacimientos” —incluso cuando se trata del
aura— es hablar de un orden de hechos consecutivos que ignora
la indestructibilidad, la transformabilidad, y el anacronismo de
los acontecimientos de la memoria.
El planteo de Didi-Huberman permitiría pensar la concor-
dancia/divergencia de tiempos en la lectura. Por un lado, pen-
sar lo que Ludmer identifica como la ambivalencia en los textos
mismos (el adentroafuera) o lo que Laddaga describe como la
confluencia de una dinámica depresiva que causa la multiplica-
ción innegable de los “signos de obsolescencia” (la expresión es
de Barthes) de la cultura moderna de las letras y de una diná-
mica euforizante que causa la percepción de la emergencia de
otras posibilidades en un mundo afectado de cambios sísmicos
en todos sus niveles. Uno de los signos más interesantes de esa
“obsolescencia” sería el interés por el libro en un momento de
un cierto debilitamiento de la ansiedad autoral y la valorización
creciente de los artefactos verbales que favorecen el desarrollo
de lazos asociativos. Pienso en Monserrat, de Daniel Link.16 Si es
cierto, como quiere Ariel Schettini, que la novela es una mezcla
de blog y relato de aventuras en la que se confunden, como en

16. Daniel Link, Monserrat, Buenos Aires, Mansalva, 2006.


96 | sandra contreras

las experimentaciones de internet, los límites de los cuerpos (lo


público y lo privado) con los espacios límites (lo barrial versus la
aldea global) o las jerarquizaciones de los saberes (la opinión, la
encuesta, la enciclopedia, la historia, etc.), no menos oportuno
es observar que, aunque inicialmente la publicó por entregas en
su blog, Link quiso que su novela fuera distribuida y leída como
libro.17 El movimiento, podemos constatarlo fácilmente, es más
bien general: es notable cómo los escritores jóvenes —o los que
quieren identificarse como La joven guardia, lo nuevo de lo nue-
vo— hablan del potencial de circulación, y hasta creativo, que
supone el dinamismo de los blogs, de la publicación en blogs, al
mismo tiempo que no solo no renuncian a sino que procuran,
quieren y hasta valoran el posterior pasaje al formato impreso,
la estabilización y la permanencia en el libro y en el nombre de
autor.18 No tendría ningún sentido ver aquí algo como una in-
consistencia; de hecho, los más interesantes de estos autores,
como Juan Terranova, reflexionan inteligentemente sobre esta
ambivalencia. Pero sí vale la pena, creo, registrar que el deseo de
convertirse en escritor y ser leído por un lector, en formato de
libro, sigue consumándose. Otra vez tenemos a Barthes y La pre-
paración de la novela: “quizás ese gran drama del Querer escribir
no pueda ser escrito sino en período de repliegue, de agotamien-
to de la literatura: quizá la esencia de las cosas aparece cuando
están por morir”.

Y si actualmente —decía Barthes en 1979— parece haber una


baja en la cotización de la literatura (éste sería otro tema),
el Deseo de escribir: funciona —sigue funcionando diría—
como una Separación social —separación difícil de asumir,
sobre todo porque la literatura aparece como un objeto pa-
sado (camino al demodé: fin de la transferencia), también

17. Ariel Schettini, “Escribir en la precariedad fugaz del presente”, en Bazar Americano,
diciembre 2006 - enero, febrero, marzo 2007, www.bazaramericano.com.
18. La joven guardia, edición, selección y prólogo Maximiliano Tomas, Buenos Aires,
Norma, 2005.
en torno a las lecturas del presente | 97

como un gusto por el pasado, un arcaísmo. Quizás todo Deseo


lo sea, y el pasado es siempre lo más difícil de asumir en un
mundo que ha hecho de la Renovación (desde el siglo XVIII:
la Teomanía) un mito.

Lo inquietante de ese libro no escrito que está en el centro de El


desperdicio, la última novela de Matilde Sánchez, podría ser un
signo, indirecto y ficcional, de esa tensión: el libro como desper-
dicio —ese resto que se tira o que hay que descartar: lo que (ya)
no se escribe—, y a la vez, en la voz que quiere escribir hoy, el
libro desperdiciado —eso que se extraña y se lamenta como pro-
yecto malogrado y que por eso mismo todavía es la cifra de un
Deseo—.19
Pero la idea de la supervivencia del aura también es muy ope-
rativa para pensar el modo —el sentido, la forma— en que sub-
sisten los valores estéticos, la apuesta por la distancia estética en
la lectura. Didi-Huberman demuestra, de modo brillante, cómo
los debates actuales sobre el “fin de la historia” y, paralelamente,
sobre el fin del arte, son burdos y están mal planteados, porque
se fundan en modelos de tiempo inconsistentes y no dialécticos,
pero también lo dudosas que son las coartadas de las ideologías
de la restauración (él se refiere a las artes plásticas y habla de los
resentimientos de todo género contra la modernidad en el sen-
tido de contemporaneidad: “regreso” redentor de los valores del
arte del pasado, nostalgia del subject matter religioso, reivindica-
ción de espiritualidad o de sentido). Sarlo dedica todo un ensayo
a rechazar que se le atribuya a sus posiciones de lectura una nos-
talgia del pasado. Sarlo no se quiere de ningún modo nostálgica,
y en ese rechazo afirma, por supuesto, que su apuesta por la au-
tonomía del arte se pretende atenta a sus transformaciones, a su
dialéctica temporal, a su coyuntura histórica. (“Como no tengo
la superstición del pasado, es posible que no enferme del opti-
mismo experiencial del presente”, dice en “Retomar el debate” de

19. Matilde Sánchez, El desperdicio, Buenos Aires, Alfaguara, 2007.


98 | sandra contreras

Tiempo presente.)20 Con todo, la pregunta que podría hacerse es:


¿cuánto resiste la lectura del presente con las categorías del pa-
sado? Pero también: ¿cuánto la resistencia a las formas del pre-
sente convierte la apuesta por el valor estético en prescriptiva?,
¿cuánto esa resistencia convierte las categorías de la moderni-
dad crítica en valores del pasado, cerrados a la dialéctica misma
del presente, o, si se quiere, de la modernidad?
Agosto 2007

20. Beatriz Sarlo, Tiempo presente, Buenos Aires, Siglo XXI, 2001.
ii. Economías
Economías literarias
en algunas ficciones argentinas del 2000
(Casas, Incardona, Cucurto)

Últimamente hemos estado discutiendo el problema del valor


—de la legitimidad de su atribución en las condiciones actuales
de producción— en las escrituras del presente. La intervención
de Josefina Ludmer sobre las literaturas posautónomas en Lati-
noamérica y su idea de que se trata de textualidades que no ad-
miten lecturas literarias, textualidades de las que no se sabe o no
importa si son buenas o malas, si son o no son literatura, pudie-
ron ser leídas, naturalmente, y no obstante su estilo de “diagnós-
tico” de un estado de la cuestión, como respuestas a las últimas
lecturas de Beatriz Sarlo en Punto de Vista y su renovada mili-
tancia a favor de un ejercicio crítico de atribución de valor que
apueste por seguir distinguiendo entre, por ejemplo, la banalidad
etnográfica y tecnológica de ciertas novelas argentinas del pre-
sente y el potencial crítico que todavía esgrimen las mejores es-
crituras.1 Por cierto, si se revisan las intuiciones sobre la obsoles-
cencia de la literatura en el mundo contemporáneo, que Roland
Barthes adelanta en las sesiones de 1978 de La preparación de la no-
vela, o los diagnósticos sobre el fin del arte y de la distinción de las

1. Ver Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas” (diciembre 2006) y “Literatu-


ras postautónomas 2” (mayo 2007), en www.loescrito.net. Beatriz Sarlo, “¿Por-
nografía o fashion?”, en Punto de Vista, nº 83, diciembre 2005; y “Sujetos y tecno-
logías. La novela después de la historia”, en Punto de Vista, nº 86, diciembre 2006.
102 | sandra contreras

jerarquías cualitativas que Fredric Jameson postula en 1984 en El


posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío, el debate
parece estar llegando con algo de retardo a la literatura argentina
—y tal vez ese retardo sea lo que Ludmer esté señalando en su in-
tervención—.2 Como sea, instalado en los destiempos de nuestro
escenario vernáculo, empiezo por remitir a este debate solo para
situar un modo de pensar el problema del valor en algunas escri-
turas del presente que, tal vez, pueda partir de una lectura de la
relación entre trabajo y resultado que en ellas se articulan, esto
es, de las economías literarias que las subyacen.3
Pienso, como un primer recorte, en las narrativas, y en los
gestos a ellas asociados, de Fabián Casas, Juan Diego Incardo-
na y Washington Cucurto, escritores con cierto aire de familia,
no solo por las remisiones mutuas, no solo porque comparten,
en principio, una cierta pulsión documental, sino porque los tres
sujetos —los poetas y sus alter ego, los protagonistas y los narra-
dores de sus relatos— se definen a su vez por su pertenencia a,
o por la reinvención de, un espacio urbano que, barrial, perifé-
rico, o marginal y “proleta”, tiene una fuerte tradición como es
la realista y populista en la literatura argentina.4 No hay mayor

2. Ensayé algunas hipótesis al respecto en “Cuestiones de valor, énfasis del deba-


te”, Boletin/15 del Centro de Estudios en Teoría y Crítica Literaria, UNR, 2010.
Ver Roland Barthes, La preparación de la novela, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005;
Fredric Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, Buenos
Aires, Paidós, 1992.
3. Distintas versiones de este trabajo fueron leídas en el IX Seminario Interna-
cional de Estudos de Literatura: Literatura e Realidade, Pontificia Universidade
Católica do Rio de Janeiro, octubre de 2008, y en el II Congreso Internacional
Cuestiones Críticas, Facultad de Humanidades y Artes, Rosario, octubre de
2009. Bajo el título “Economías literarias en algunas ficciones argentinas del
2000 (Casas, Incardona, Cucurto, y Mariano Llinás)”, una versión más extensa
se publicó en Orbis Tertius 16 (17), 2011.
4. Por “pulsión documental” me refiero a esa tácita apelación a la fórmula de Lau-
tréamont, “Si no me creen, vayan a ver”, que puede leerse en Los lemmings de
Fabián Casas, aislada tal vez en el volumen pero no por eso menos contundente
en un párrafo que convoca a los “reales seguidores del realismo” (“…Voy a empe-
zar por decir que todo lo que se va a narrar aquí es absolutamente verídico. Pasó
realmente como lo voy a contar. […] Y los reales seguidores del realismo, con solo
economías literarias | 103

voluntad programática en esa suerte de identificación, y por eso


prefiero pensar sus inflexiones al modo de episodios; episodios
en los que, por lo demás, es la figuración de unos modos de pro-
ducción (para la actividad de esos sujetos) lo que subyace a la
transfiguración del populismo y constituye el corazón del relato.

Primer episodio. El barrio de Los lemmings es Boedo; se sabe, el


barrio en el que se funda e identifica una de las tradiciones rea-
listas y populistas más fuertes en la literatura argentina.5 Casas
lo reinventa, en 2005, a partir de la figuración de una identidad
juvenil que el relato sitúa a fines de los años setenta y principios
de los ochenta, esto es, durante la pubertad y la primera adoles-
cencia del narrador que —con nombres diversos— es en los dis-
tintos relatos el alter ego del poeta. Es cierto que no se trata, como
en la tradición, de un Boedo con oficinistas y proletarios pero sí
de unos suburbios con barritas escolares y pandillitas callejeras
congregadas en torno a íconos de la cultura masiva de esos años
(cómics, personajes de cine y televisión, marcas, cantantes me-
lódicos y grupos de rock), que Casas quiere hacer resplandecer
en la memoria según una operación que, por momentos, tiene
mucho del doble proceso borgiano de mitificación y desmitifica-
ción del Palermo orillero de los años veinte. Pero si, de un lado,

ir hasta la esquina de Córdoba y Billinghurst, podrán comprobar que el bar que


regentea mi amigo Norman, llamado ‘Los dos demonios’, existe. Tiene una pa-
reja de leones dorados custodiando la entrada”). Y que puede leerse también en
las páginas de Washington Cucurto; por ejemplo, cuando en Las aventuras del Sr.
Maíz nos da las coordenadas exactas del conventillo El Palomar y nos invita, a
los “lectores de verdad”, a que pasemos a tocarle el timbre por Corrientes 1258.
El narrador de Villa Celina, de Juan Diego Incardona, no envía a los lectores a
corroborar los datos de sus aguafuertes en la realidad, pero, además de hacer
denuncias testimoniales (ver “El ataque a Villa Celina” en su versión en www.
elinterpretador.com), sitúa y describe, en el prólogo del libro, el plano del barrio
peronista de La Matanza para quien quiera ir a conocerlo, de un modo tal que
salimos de la lectura de estos textos con la impresión de que podemos ir a Villa
Celina, ahora mismo, para corroborar los hechos registrados allí, con sus nom-
bres y apellidos, sus calles y sus fechas.
5. Fabián Casas, Los lemmings y otros, Buenos Aires, Santiago Arcos Editor, 2005.
104 | sandra contreras

este Boedo setentoso mitificado con lógica borgiana podría si-


tuar los relatos de Casas en la tradición del populismo urbano de
vanguardia, del otro, se trata del punto de vista de un narrador
que, ya en la “dorada veintena de su juventud”, cinéfilo y lector
compulsivo, mira ese pasado adolescente menos para fijarlo en
la nostalgia que para dar cuenta de una generación perdida y
aplastada, desaparecida, por la violencia política o la enferme-
dad. Dice el narrador del primer relato del volumen:

Yo le pido el resaltador a Marcel y trato de que quedemos fos-


forescentes en las páginas de aquel invierno. El tano Fuzzaro,
el japonés Uzu, inventor del boedismo zen, los chicos del pa-
saje Pérez, los hermanos Dulce… Muchos borrados antes de
tiempo por el liquid paper del Proceso, las Malvinas, el Sida.

Aunque bien lejos y a resguardo de la estética pietista de los es-


critores de Boedo, la construcción del relato desde el punto de
vista de ese colectivo de vidas desperdiciadas (“escribo —dice en
otro lugar— sobre cómo cada uno de nosotros nos fuimos con-
virtiendo en veteranos del pánico”) bastaría para atribuirle al
nuevo boedismo de Casas la capacidad de poner al descubierto
los efectos ruinosos que producen las violencias política, históri-
ca, social: el aburguesamiento, la traición a las utopías, el letar-
go. Y sin embargo, resulta evidente que Los lemmings no se detie-
ne ni por un segundo en una voluntad denuncialista, ni siquiera
para ensayar su deconstrucción, sino que, desviándose de los in-
tereses de la representación, se orienta hacia el orden, digamos,
de la experiencia. Me refiero al relato de un acontecimiento al
que el narrador llama “satori”, que está, justamente, en el centro
del volumen (el cuento es “Asterix, el encargado”), y hasta podría
decirse en el centro mismo de la literatura de Casas. Un encarga-
do de edificio, algo mayor y algo enigmático, invita al narrador
a conocer un lugar que suele frecuentar. Quiere “llevarlo” allí. Y
todo el viaje nocturno —que es el viaje iniciático desde el Boedo
del joven poeta hacia más afuera, al barrio boliviano del Bajo Flo-
economías literarias | 105

res— es un trayecto hacia no se sabe muy bien dónde, por calles


oscuras y cada vez más solitarias, por las orillas de la villa y de
las vías del tren, que desemboca, como en un centro gravitatorio,
en un descampado en el que una kermese es el ámbito en el que
tiene lugar una experiencia de revelación: la liberación del poeta.
Es, podríamos decir, el encuentro inesperado con el Otro, con su
fiesta salvaje y primitiva de códigos desconocidos, y la conver-
sión a ese mundo otro que acontece en medio del enfrentamien-
to y de la guerra. El nudo de esa experiencia, de esa conmoción
de la identidad (que tiene tanto del “Sentirse en muerte” de Bor-
ges, de la conversión de Juan Dahlmann en “El Sur”, como de La
piel de caballo de Ricardo Zelarayán), es el miedo: el pasaje del mie-
do entre los “golpes, planchas, derechazos y cross a la mandíbu-
la” de todos contra todos, a lo Zelarayán, al miedo que, por algún
motivo inexplicable, desaparece y convierte al sujeto en su otro y
también en “veterano del pánico”.6

Me paré como pude. Un enano musculoso, con buzo Adidas,


me estaba mirando con ganas. Empecé a correr atropellando
gente, muerto de miedo. El enano me seguía. Me di de bru-
ces con unos que estaban haciendo algo similar a un scrum
de rugby, aunque algo más violento y desordenado. Alguien
me agarró de atrás y me metió en el scrum, chocamos, choca-
mos, empecé a sangrar. Otra vez de cara al piso. Una mujer
se me acercó gritándome algo en un idioma extraño. Me dio
un vaso de plástico y tomé un poco y otro poco me lo tiré en la
cara. Entonces algo me sucedió. Me paré de golpe. Por algún
motivo inexplicable, en un abrir y cerrar de ojos, ya no sentía
ningún miedo físico. Fuera lo que fuera estaba claro que yo
era un miembro de esa tribu. Un verdadero veterano del pá-
nico (…) Nos empezamos a pegar de lo lindo. No me dolían los
golpes, no sentía el cuerpo. Yo era Asterix, era yo, era nadie. Y
comprendí que en esa noche extraña bajo las estrellas de una
barriada remota se me había otorgado el don de la invisibili-
dad. Y tuve satori.

6. Ver Ricardo Zelarayán, La piel de caballo, Buenos Aires, Editorial Puntosur, 1986.
106 | sandra contreras

Un personaje —dice Jacques Rancière cuando mira la escena de


Europa 51 en la que la extranjera se desvía de la explicación y de la
curación social para extraviarse en la locura— se vuelve de golpe
y sale del cuadro de la representación: es la torsión de un cuerpo
al que lo desconocido llama, una conversión que surge allí mis-
mo donde debía efectuarse un acto de conciencia. Es el vuelco
en lo irrepresentable, un acto sensible que arrastra a un cuerpo
hacia el lugar donde se trata de su verdad.7 Algo de este orden
es lo que acontece con el poeta en la fiesta del Bajo Flores, cuan-
do, saliéndose del cuadro, en su viaje a las afueras, su boedismo
zen se encuentra con, y se vuelca en, un vacío de representación.
Este, quisiera enfatizar, es el punctum poético de Los lemmings y
es desde aquí, desde la experiencia de quien ya no tiene miedo
pero conserva, como veterano de guerra, sus cicatrices y su atur-
dimiento, desde este único satori que es la liberación de los afec-
tos, que se narra el micromundo de Casas.

Segundo episodio. Más próximos en el tiempo, los relatos de Vi-


lla Celina (el volumen en el que, en 2008, Incardona recoge las
aguafuertes que fue publicando desde 2005 en la revista digital el
interpretador) también refieren episodios de la infancia del narra-
dor —de fines de los setenta y principios de los ochenta— en un
barrio de clase media baja en el conurbano bonaerense.8 Pero el
de Villa Celina no es el narrador emergente, melancólico y depre-
sivo, de una generación desperdiciada, sino el aeda poético de
un sujeto colectivo cuya identificación no es generacional ni ju-
venilista sino ideológica, política y social: se trata, aquí, central-
mente, de los vecinos y amigos del barrio peronista de Villa Celi-
na (“el barrio más pulenta de la Matanza y me atrevo a decir de
la República Argentina”), de la familia inmigrante y peronista de
Incardona. Imaginario afectivo, social y familiar, no partidario,

7. Jacques Rancière, Breves viajes al país del pueblo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1991.
8. Juan Diego Incardona, Villa Celina, Buenos Aires, Editorial Norma, 2008.
economías literarias | 107

el peronismo funciona en Villa Celina como una fuerza de aglu-


tinación muy poderosa, con la marca fuerte de la solidaridad: no
solo hacia afuera del barrio, en la disposición a defender la ban-
dera identitaria de un territorio (léase “Los bichitos colorados”),
sino sobre todo hacia adentro, en un asistencialismo que asegu-
ra la inmediata colaboración y auxilio mutuos, en una forma de
religación social según la cual, a falta de una Evita protectora,
la madre maestra, el padre tornero, y el mismo joven Incardona
militante de las unidades básicas, funcionan como líderes natu-
rales de iniciativas y manifestaciones colectivas (léanse “Los re-
yes magos peronistas”, “El hijo de la maestra”, “El canon de Pa-
chelbel o la chinela de Don Juan”). Todo tiende a la figuración
—idílica, es preciso decirlo— de un pueblo peronista sin fisuras,
porque la fisura, cuando la hay, proviene, o bien de la violencia
de Estado que deja sus marcas en las calles (la Triple A de los se-
tenta en “La culebrilla”), o bien, en los noventa, de la dirigencia
partidaria (“la patota menemista” representante de la violencia
del liberalismo que atenta contra el peronismo auténtico y la
existencia misma del barrio en “El ataque a Villa Celina”). La re-
presentación gráfica de estas aguafuertes podría estar, natural-
mente, en “La familia peronista”, o en “Ferrocarriles argentinos”,
también en “El general Perón pierde su última batalla contra la
sinarquía internacional”, los cuadros de Daniel Santoro, quien,
por lo demás, ilustra la edición en libro de los relatos.
Es cierto que estas postales tienen su contraste en los textos
que Incardona agrega a la edición en libro y que remiten al pre-
sente de marginalidad, droga y lumpenaje. Pero cierto es tam-
bién que esa representación de la violencia del presente no actúa
tanto como un factor deconstructivo de la identificación popular
sostenida a lo largo del volumen —y a lo largo de las décadas:
el barrio peronista se mantiene sin fisuras en los setenta, los
ochenta, los noventa— sino antes bien como un escenario donde
esas formas de religación imaginaria siguen reafirmándose, si
no con inocencia, sí con un entusiasmo que, aunque corrosivo e
irónico, no deja de ser festivo. Dice, por ejemplo, en “El 80”:
108 | sandra contreras

Éramos un montón y estábamos hacinados, hechos mierda, a


Zamora le bajaron un diente, Nando se desmayó, Ricky tenía
la cara llena de sangre. Pero igual seguimos con la musiquita
y de queresa compusimos esta canción:

Debajo de las estrellas los pibes de Celina


Cantan, bailan, toman vitaminas
Libres, felices en las ruinas
Aunque venga el 80
Aunque venga el 80.

“Libres, felices en las ruinas”. El punctum es, como en Casas, la


liberación. Pero de “veteranos del pánico” a “felices en las rui-
nas” el viraje es, por cierto, decisivo. ¿O no es esta “felicidad en
la ruina” la que, aún en la ironía del canto callejero, sostiene el
imaginario populista de Villa Celina en su forma más compacta y
también más sentimental? Digo “sentimental” y sé que el térmi-
no desvía, y seguramente tergiversa, la expresión de Incardona
cuando en Objetos maravillosos, su micro relato autobiográfico de
2007, sugiere que el retorno a “las formas clásicas” que ensaya en
Villa Celina es la poética necesaria para encarar, una vez liberado
del “zumbido de Borges” que venía de la Facultad, la exploración
de “los costados emocionales de [sus] ficciones”.9 Incardona, que
en las aguafuertes no desconoce en absoluto su operación de mi-
tificación (por ejemplo cuando define una poética: “los relatos de
Juan Incardona acerca de este barrio, exagerados pero en gran
parte verdaderos, asunto que en realidad no importa, al menos
no para mí, Huck Finn del Riachuelo, porque díganme quién
no ha mentido alguna vez”) y que registra sus efectos (allí don-
de habla expresamente del aspecto fantasmagórico o del fondo
mítico de sus calles y sus zonas), tampoco desconoce en su rela-
to autobiográfico el vínculo emocional que lo sigue ligando con
las imágenes del barrio: las de la pobreza y la desidia, cuando se

9. Juan Diego Incardona, Objetos maravillosos, Buenos Aires, Editorial Tamarisco,


2007.
economías literarias | 109

asoma detrás del antiguo edificio del colegio y mira “el barrio hu-
milde que crecía en el fondo del Mercado Central”, pero también
las de la fiesta y la alegría familiar, cuando reabre una puerta de
patio en el vecindario. El reencuentro con esas imágenes-posta-
les, en las que, “a pesar de los prolijos epitafios que escrib[e] con
tanto esmero”, puede percibir el signo de una “vida” persistente,
hace “llorar” al poeta-artesano que vuelve a Villa Celina. Y podría
decirse que ese llanto es, en verdad, el signo de una poética de
formas simples, despojadas, tiernas tal vez, que Incardona elige
para religarse con esos “sentimientos no perecederos” que re-
aparecen, tan conservados como impenetrables, en un párrafo
titulado “Conurbano. Modos de representación de la periferia”,
con la “emoción” de la madre maestra que lee sus cuentos y se
sorprende de que se “hubiera fijado en todas esas cosas”, y con
la “sencillez” del padre tornero que refrenda el valor de esos re-
latos porque, “sin extremismos” (¿simplemente?), “cuenta[n] lo
que pasa en la realidad”. El término “sentimental”, entonces,
probablemente no haga justicia a una poética de la emoción, de
la sencillez y de la vitalidad social —por lo demás, objeto en su
momento de una unánime recepción entusiasta—; solo quiere
aludir aquí a la pregnancia de una religación colectiva que se tra-
duce a veces en cuadros de aires costumbristas, cuya pátina de
anacronismo puede tener su razón en la economía que la subya-
ce (volveré sobre esto).

Tercer episodio. Para pensar la forma en que el mundo nuevo de


Cucurto irrumpe en la novela argentina, conviene percibir esa
irrupción en el contexto de lo que, para usar la misma figura que
él mismo imaginó en su carta de presentación como narrador (el
folleto desplegable que acompañaba la primera edición de Cosa
de negros), podríamos llamar su “evolución histórica y antropo-
lógica”. Una evolución que comprende no solo los sucesivos re-
nacimientos del narrador (peronista nacido en Quilmes en el
folleto, rey de la bailanta nacido en la República Dominicana en
Cosa de negros, Señor “Maíz” hijo de madre tucumana, peruano
110 | sandra contreras

pero también escritor estrella nacido en Berazategui en El curan-


dero del amor, por último chozno del prócer San Martín en 1810)
sino también —y esto es lo que interesa aquí— un trayecto de
doble vía que, a través de sus cuatro novelas, acelera y desacelera
en dos sentidos contrapuestos: la reflexión literaria es cada vez
más intensa, más “alta” (en el sentido institucional del término),
al mismo tiempo que la obra (desde los valores legitimados en
la coyuntura histórica de esa misma institución) avanza, rápido,
en picada descendente, hacia su propia destrucción.10
El primer avatar de este trayecto es el pasaje de “Noches va-
cías” a “Cosa de negros”, los dos relatos incluidos en Cosa de ne-
gros, el primer volumen de 2003: es el pasaje del más “literario” de
los relatos de Cucurto (casi podría decirse que en el comienzo de
la narración, en el pasaje del poema al relato, todo es alto barroco
latinoamericano: literatura pura) a una dinámica de transfigu-
ración continua que tiene, aquí, en la apoteosis orgiástica y en el
delirio del final, un primer punto de inflexión.11 De allí al libro si-

10. Washington Cucurto, Cosa de negros, Buenos Aires, Interzona Editora, 2003; Las
aventuras del Sr. Maíz. El héroe atrapado entre dos mundos, Buenos Aires, Interzo-
na, 2005; El curandero del amor, Buenos Aires, Emecé, 2006; 1810. La Revolución de
Mayo vivida por los negros, Buenos Aires, Emecé, 2008.
11. Este desenfreno atolondrado, que el Zelarayán celinesco de La piel de caballo
acelera con la sintaxis del grito, es lo que pone en marcha Cucurto en “Noches
vacías” cuando advierte de entrada “Soy lento pero a mi modo acelero”, y sobre
todo cuando se precipita, con velocidad de fuga, en la persecución final que em-
puja al relato hacia la desintegración del cuerpo, del grito y de la voz. (Remito a
mi artículo “Exabrupto y evocación sentimental. Sobre La piel de caballo de Ricar-
do Zelarayán”, Espacios, nº 22, 1997). La resonancia de La piel de caballo en el tra-
mo final de “Noches vacías” es notable, solo que, si en Zelarayán, como muy bien
lo observó Nancy Fernández, todavía hay una textualidad afín con sus contem-
poráneos, Cucurto hace del espacio, del tiempo y del sujeto los mejores pretex-
tos para la farsa y el simulacro (Ver Nancy Fernández, “Cucurto y Zelarayán”, en
el interpretador, n° 29, 2006, www.elinterpretador.com): no solo el rito de la fiesta
bailantera se extrema y llega al paroxismo del derroche seminal, al exceso de
“cumbia, pinga y Condorina” (Fernández), sino que una ficción autobiográfica
se crea en el pasaje de la primera persona de “Noches vacías” a la tercera persona
que, en “Cosa de negros”, exaspera el vínculo paradójico entre el seudónimo y
su “verdad”. He aquí, entonces, el primer movimiento de una transfiguración
continua: si “Cosa de negros” recomienza con tópico zelarayiano (el provinciano
economías literarias | 111

guiente, Las aventuras del Sr. Maíz, de 2005, la primera impresión


es que Washington Cucurto empieza a “repetirse”, a copiarse a
sí mismo, y sin embargo, una nueva transfiguración ha tenido
lugar: la autorreflexión literaria se intensifica —de hecho este es
el texto en que Cucurto empieza no solo a enunciar su poética en
clave de manifiesto sino a leerse, a leer su propia obra— al tiem-
po que parece acelerarse el camino hacia abajo, en la pendiente
de la “calidad”, por la hiperbolización de la aventura, del sexo y
del disparate que vienen del final anterior.12 En 2006, El curan-
dero del amor, sigue apostando al núcleo duro del mundo cucur-
tiano (“mi ticki odia todo lo que no sea cumbia, sexo y cartón”)
pero la “despoetización” nos deja con una lengua ya definitiva-
mente no barroca, una lengua que aunque mantiene la sintaxis
del grito parece despojarse de los “relieves poéticos” del barroco,

recién llegado, alzadísimo contra la engañadora Buenos Aires), el “horripilan-


te colectivo de Los Palmeras” conduce rápido a la apoteosis orgiástica y a la ex-
plosión final del “conventillo más grande de la Argentina” volando por los aires,
esto es, al delirio —airiano si se quiere— de una “despedida triunfal y sobre todo
alegre”.
12. Las aventuras del Sr. Maíz tiene un subtítulo interesante: “El héroe atrapado entre
dos mundos”. Y en efecto, es aquí donde los dos mundos de Cucurto, el “mundo
rebuey del Samber” y el de la literatura, empiezan a articularse: por una parte
la aventura —que viene del final de Cosa de negros— se intensifica ahora en la
hipérbole sexual; por otra, la dimensión “literaria” que se condensaba en una
lengua con tradición barroca, se convierte ahora, claramente, en manifiesto. Y
es que por debajo de esa lengua gritona, y entre las líneas de lo que aparece en
principio como repetición de los recursos narrativos, empieza a escucharse la
voz del poeta, la del repositor puesto a escribir poesía y a dinamitar la literatura
que es su tradición. En este sentido, casi se diría que Las aventuras del Sr. Maíz
es el relato más literario, en el sentido institucional del término, de Washington
Cucurto. Es notable la extensión que ocupan en él los fragmentos dedicados a
distintos aspectos de su poética (el plagio, el robo), a sus maestros admirados y
a sus rechazos (Fernando Vallejo y la porquería de la literatura para yanquis, de
los escritores “politizados por la línea editorial de la plata”), a “enseñar” literatu-
ra y a cotizar la propia con creciente desafío pendenciero: “Reconoce en mí un
adversario. Es un poeta de los finos. En el futuro no me llegará ni a los talones”,
“Yo desafío a cualquier escritor latinoamericano a que haga una obra maestra
con ese zafarrancho como yo hice con todos los bodoques de libros que leí”, “Me
doy cuenta al toque que lo hago mejor, que [el negro] en el fondo no me llega a
los tobillos y que el único negro de verdad soy yo”).
112 | sandra contreras

al tiempo que el alegato contra las malas condiciones en que se


practica el aborto en Argentina y ciertos considerandos políticos
(del tipo, “¿cómo puede ser que un tipo que tiene 500 millones en
el banco pueda ser presidente?, ¿cómo un dirigente camionero
puede tener una flota de camiones?”) vuelcan la novela hacia un
“contenidismo” difícil, por no decir imposible, de “cotizar” lite-
rariamente y lo empujan, cada vez más aceleradamente, hacia
afuera, hacia la heteronomía del mercado. Podría decirse: de la
mano de lo que la novela figura como la cotización en alta en el
mercado editorial del bestsellerismo, parece acelerarse una de-
valuación cualitativa y llega el momento, en la evolución cucur-
tiana, de la “venta” de su literatura a la multinacional. A la vez, es
esta incursión en el mundo del bestsellerismo en el tramo final
de la novela (sobre la cual el narrador no deja de reflexionar crí-
tica, irónicamente, con clara conciencia de la operación literaria
del editor cartonero devenido escritor estrella), lo que provee
un esquema —temas, facilidad y velocidad en la factura— que,
al mismo tiempo, parece conducir, veloz, a 1810. La Revolución de
Mayo vivida por los negros, el avatar siguiente en el camino de la
obra hacia el “afuera de la Literatura”: una revisión de la historia
argentina muy en el estilo de un revisionismo light, una “caída”
en lo entretenido y divertido sobre lo que el narrador no deja de
reflexionar, ya no sabemos cuán irónicamente, cuando decla-
ra la voluntad de escribir la novela para “ganar unos mangos”
y para, a la vez, altisonante, “reinventar la literatura argentina
desde cero”.
Es contra este fondo de aceleración de doble vía —cuya lógica
podría ser: a mayor “despoetización”, mayor conciencia literaria
de la operación— que me interesa pensar el singular imagina-
rio populista de Cucurto. Y para esto prefiero referirme no a las
primeras novelas y su figuración barroca del barrio de Constitu-
ción, con sus conventillos de inmigrantes y su mundo de bailan-
ta, cumbia, sexo y alcohol —figuración que, dicho sea de paso,
solo una perspectiva demasiado atenta al vínculo de la literatura
con el presente en términos de representación podría tildar de
economías literarias | 113

mirada etnográfica— sino a El curandero del amor, la novela que,


entre irónica, farsesca, y también brutal, desmonta el discurso
que en los años setenta postuló una articulación entre vanguar-
dia artística y revolución política, consolidando una tradición,
crítica y literaria, contra las formas y las morales del realismo
populista. La novela de Cucurto va directo a lo real de la polí-
tica argentina y latinoamericana del presente más inmediato
(se habla allí de Aníbal Verón, de Néstor Kirchner, de Evo Mo-
rales, y hasta del incidente con el Rector en el Colegio Nacional
de Buenos Aires),13 como una crónica al día, pero lo interesante
está en la incorrección de los posicionamientos “ideológicos” del
que es a un tiempo narrador y héroe, incorrección que, a la vez
que lo ironiza, banaliza lo político, volviendo a la novela difícil
de leer —de interpretar y hasta de tolerar— al menos para cierta
intelectualidad. Como dicen Claudio Iglesias y Damián Selci: el
proyecto literario de Cucurto surge allí donde habían apostado,
a lo largo de cuarenta años, los críticos de la izquierda histórica,
y surge solo para mostrar su faceta inaceptable, premoderna y
políticamente improductiva —“la gran Latinoamérica, dicen, ya
no pide reforma agraria, sino charqui, licor de maíz y sexo sin
preservativo”— y para desnudar así “la inutilidad cabal de la in-
telectualidad politizada”.14 Y, en efecto, relato del editor cartone-
ro enamorado de la estudiante militante de izquierda cuyo dis-
curso ideológico parece girar en el vacío de la contradicción, del
sinsentido, y del más absoluto anacronismo frente a la realidad
aplastante de la globalización, El curandero del amor desmonta el
discurso revolucionario de los años setenta pero lo hace, por la

13. En rechazo a la candidatura de Atilio Alterini, por su participación como fun-


cionario de la última dictadura, en abril de 2006, agrupaciones estudiantiles de
izquierda de diversas facultades, encabezadas por la Federación Universitaria
de Buenos Aires, tomaron el Colegio Nacional Buenos Aires para impedir que
sesionara la asamblea que iba a proclamarlo Rector de la Universidad de Buenos
Aires.
14. Claudio Iglesias y Damián Selci, “Análisis de un malentendido”, en éxito, nº 18,
verano 2007, www.revistaexito.com.
114 | sandra contreras

volubilidad e inconsistencia de sus slogans, en clave de farsa y


también de cinismo. Dice por ejemplo:

Y a mí francamente me importan nada las Madres ni Aníbal


Verón, ni Teresita Rodríguez ni los piqueteros, ni nada que
esté relacionado con esa forma de la política (…) Que no me
importa nada de todo eso, solo quiero que a ella no le pase
nada, que la yuta no la cague a palos y si ella me dice Cucu
agarrá un fusil, Cucu tirá una piedra a un vidrio, yo lo hago
pero por ella, no por la liberación de los pobres, solo por ella y
el amor que le tengo, que no tengo nada personal con nadie.

Ese cinismo del discurso alcanza la propia figuración de Cucurto


como editor y escritor cuando desvincula el proyecto cartonero
de cualquier potencialidad revolucionaria que le pudiéramos
atribuir:

Y como yo fabrico libros cartoneros, ella pensará que soy una


especie de líder proletario, un escritor comprometido como
Walsh, Urondo, Santoro, Conti, y a mí lo único que me gus-
ta es bailar cumbia y tomar cerveza en la Cubana mirándole
el culo a las putas dominicanas. Ella me educa, me enseña de
qué facción política venía Santucho, cómo empezó Fidel en
México… Todo eso lo sabe mi ticki y por eso la amo: ¡por su
cultura popular!

También, cuando pone en escena el pasaje del editor cartonero,


que publicó sus primeros relatos en la editorial independiente
(Interzona), a la multinacional (Emecé).
Se trata, diría, de una autorreflexión literaria con la que Cu-
curto señala la claudicación de los ideales revolucionarios, si es
que los hubo (“¿Soy feliz así? —pregunta el escritor ahora famoso
y multinacional—. Ya lo creo que no. Era feliz fabricando aque-
llos libros de cartón martí, en aquellas enloquecidas épocas de
hambre. Ahora soy un burgués más, la otra cara de todo revolu-
cionario, o mejor dicho, en lo que termina a la larga un revolucio-
nario”) y con la que, también, pone en el centro el problema del
economías literarias | 115

valor. Que la autorreflexión sea colocada, en la ficción de la no-


vela, en el futuro —un futuro como de ciencia ficción— no hace
sino mostrar la intuición con la que Cucurto piensa, en el sentido
literario del término, cuánto puede durar la destrucción de la li-
teratura sin convertirse en cliché, en mercancía de intercambio.
Mejor dicho, la intuición con que pensó desde el principio los al-
cances del experimento y el problema de su cotización. El folleto
que acompañaba la primera edición de Cosa de negros mostraba
de entrada otra forma de la mutación: Cucurto se mostraba allí
evolucionando de la familia peronista a la familia literaria lati-
noamericana, y sucede que ese estadio de máximo desarrollo
—su “homo sapiens”— coincidía con el estado de la máxima auto-
conciencia literaria pero también con un estado de repetición y
de saturación. Así describe su último estadio en ese folleto (esto
es, antes de empezar a narrar): “Empieza a copiarse a sí mismo. No
puede parar. Nunca”. De modo que: lo que parece que empieza a
tomar forma en el pasaje de “Noches vacías” a “Cosa de negros”,
pero sobre todo de Cosa de negros a Las aventuras del Sr. Maíz, ya lo
anunciaba en 2003, en su carta de presentación, el poeta que se
pone a narrar. Con esto no pretendo olvidar que esa “repetición”
supone, en realidad, una transfiguración que acontece cada vez
en el paso de un relato al otro (por el contrario, entiendo que solo
una sensibilidad literaria demasiado convencida de que las “his-
torias delirantes y desenfrenadas” siempre se cuentan igual po-
dría desconocer que, en una suerte de mutación constante, cada
una de sus novelas tiene un principio de construcción diferen-
te), sino señalar que Cucurto tenía un “plan” desde el comienzo
y que ese plan implicaba, de manera inmediata, y con anticipada
lucidez, el camino hacia su “autodestrucción”. Dice en Las aven-
turas del Sr. Maíz:

Pelo mi libro Zelarayán. ¡Cómo me divierto escribiéndolo! Es


una burla a la clase media argentina y a sus modos, gustos y
costumbres. Ataco y destruyo la buena literatura sin piedad.
Juan L. Ortiz, Lamborghini, Copi, Zelarayán, Zurita, Millán,
116 | sandra contreras

Elvira Hernández, Cisneros, Hinostroza, Maquieira, Deside-


rio, Edwards, Vallejo, Gelman, Gonzalo Rojas. Antes todos se
reían de mí, ahora es mi risa la que asoma en el mundo, de en-
tre las góndolas de un supermercado para vengarse de todo,
mi horrible risa que es lo único que tengo y ahora soy el que
ríe de todos sin parar. Años después pienso que en esa lista
también entraría yo y no veo la hora de destruirme a mí mis-
mo. Quizás ya lo estoy haciendo. Dios quiera.

Cinismo, banalidad, y alarde de mercantilización: todo eso, de-


cíamos, está en el nudo de El curandero del amor, y es, seguramen-
te, lo que lo vuelve intratable. Es probable, sin embargo, que la
dificultad para su tratamiento provenga también de una litera-
tura que se adelanta siempre en sus autorreflexiones a nuestro
propio cuestionamiento de (a nuestra duda sobre) los alcances
de la operación. Hal Foster llama a esa incomodidad el callejón
sin salida de las posvanguardias.15

Ahora bien, la distinción de estas tres inflexiones recientes del


imaginario populista (nostalgia barrial desplazada al vacío re-
presentacional de la experiencia zen; religación ideológica y polí-
tica del sujeto colectivo; discurso revolucionario en clave de farsa
y banalidad) no tendría mayor sentido si no se precisara, al mis-
mo tiempo, que ellas se definen, cada vez, en relación con uno
de los nudos de la cultura del nuevo capitalismo que es, también,
uno de los nudos si no el nudo estético e ideológico del populis-
mo: el trabajo. Aquí, según una triple inflexión: ocio, artesanía,
superproducción. Solo que si la tradición literaria del populismo
se define, al menos en uno de sus sentidos, en el desenmascara-
miento de las condiciones de explotación del asalariado, los des-
plazamientos, reapropiaciones y transfiguraciones que suponen
estas tres posiciones no son tales en virtud de una nueva repre-

15. Hal Foster, El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo, Madrid, Ediciones
Akal, 2001.
economías literarias | 117

sentación del mundo del trabajo sino en función de los modos


singulares en que esas subjetividades —esas construcciones de
escritor entre la ficción y la documentación— se figuran actuan-
do —“trabajando”— en el escenario del presente.
Empecemos por Cucurto. Su gran hallazgo, su gran paso ade-
lante, consiste en colocar la revisión crítica del izquierdismo
progresista no solo en el proceso devaluativo de la repetición
sino en la línea de montaje de un proceso de superproducción
que tendría dos caras. Por un lado, si, como decía George Stei-
ner, la superproducción narrativa es signo de una época en que
se ha dejado de leer y en la que la lectura empieza a confinarse
en círculos cada vez más restringidos de especialistas, Washin-
gton Cucurto —sin duda el mejor heredero de la lección airiana
sobre la transmutación del “trabajo literario” en superproduc-
ción— parece llevar ese excedente un paso más allá en el camino
hacia la devaluación.16 La superproducción cucurtiana, podría
decirse, como una bajada del umbral de tolerancia, como puesta
a prueba de la resistencia en la lectura. Sucede, sin embargo, que
lo que en principio puede aparecer como “derroche” de escritura
tiene un correlato en esa otra forma de superproducción que es
la hiperactividad económica del poeta, editor y también reposi-
tor. Dice el narrador-escritor-héroe en El curandero del amor: “No
tengo nada con Marcos. Yo soy un laburante. Si tengo que cortar
cartón, corto. Si tengo que alzar las bolsas de papas, las alzo. Si
tengo que salir a punta de pistola a robar un kiosco, que voy”. Y
ya había dicho en Las aventuras del Sr. Maíz:
Yo me las sé todas. Yo repuse para el neoliberalismo argen-
tino, década del 90, en Carrefour, no se olviden, repuse para
el menemismo, para el duhaldismo, yo viví, cogí, cumbianté,
reponí, comí, para el neoliberalismo hasta que me echaron

16. Ver George Steiner, “Después del libro, ¿qué?”, Sobre la dificultad y otros ensayos,
México, Fondo de Cultura Económica, 1978; Sandra Contreras, “Superproduc-
ción y devaluación en la literatura argentina reciente”, en Álvaro Fernández
Bravo, Luis Cárcamo-Huechante y Alejandra Laera (eds.), El valor de la cultura,
Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2007.
118 | sandra contreras

del Carre por no afeitarme y ahora estoy de repo externo para


la firma Baggio. Un encargado no me puede enseñar nada.
Un encargado salteño o jujeño o paraguayo, no me puede en-
señar ni el color de La Puna, porque yo me patié y me morfé
todo en la década trágica cuando muchos estaban en pañales.

Solo que ese derroche hipercinético se revela como hiperactividad


cuando se muestra, precisamente, como trabajo improductivo:

Las horas de mi juventud fueron todas gratis. ¿Qué podía ha-


cer en ese entonces? Me tocó la época boom del neoliberalis-
mo y no me quedó otra que llenar una solicitud de empleo en
una de esas agencias de empleo temporario, o trabajo even-
tual, como le decían en aquella época a todas las cosas.

Del otro lado de esta hiperactividad para nada, está el ocio de Fa-
bián Casas. Si la experiencia zen que lo convierte en veterano del
pánico define el punto de vista poético que funda la subjetividad
desde la que se narra Los lemmings, esa subjetividad es la misma
que, “fijada en la dorada veintena de la juventud”, se sitúa —pa-
reciera que perpetuamente en el mundo de Casas, casi como una
segunda naturaleza del poeta— en el título de su primer libro de
relatos, Ocio: “Yo estoy, desde hace meses, hundido en el ocio.
Como, cago, duermo; soy una biología que no tiene rumbo”.17
Pero además ese ocio tiene su traducción formal. El ocio —el
reposo total, la postración, la simulación de actividad (el prota-
gonista simula ante el padre que trabaja, o que busca trabajo)—
se traduce en deflación inventiva: “Atenti —dice el narrador de
“Veteranos del pánico”—. Yo no tengo imaginación. Escribí unos
poemas y una novelita bonsái sobre situaciones y gente que co-
nozco”. Una limitación inventiva a la que el poeta narrador se
atiene una y otra vez:

17. Fabián Casas, Ocio, seguido de Veteranos del pánico, Buenos Aires, Santiago Arcos
Editor, 2006.
economías literarias | 119

Le dije que estaba escribiendo sobre mi papá, mi mamá y mi


hermano. Sobre el barrio de Boedo, que es el lugar donde nací.
Sobre el japonés Uzu y su escuela de boedismo zen. Sobre el
tano Fuzzaro y su provisión de Talasa, sobre los chicos del pa-
saje Pérez, sobre las mañanas mortales de la escuela nº 22 don-
de conocí a Patricia Alejandra Fraga, sobre cómo cada uno de
nosotros nos fuimos convirtiendo, inevitablemente, en vete-
ranos del pánico.

Una limitación inventiva que tiene, sin embargo, un correlato de


excedente: porque el poeta ocioso, que escribe de vez en cuando
y sobre unos pocos y casi siempre los mismos temas, es cinéfilo
compulsivo —puede ir a ver cuarenta veces la misma película—
y no para de leer.
Son, podría decirse, las dos caras de la improductividad: hipe-
ractivismo y ocio, superproducción narrativa y deflación escritu-
raria, derroche inventivo y excedente improductivo de lectura.
En el medio, está el modelo artesanal de Juan Diego Incardo-
na. El volumen Villa Celina se valida en buena medida —tiene,
digamos, sus “instrucciones” para leerlo— en el librito anterior,
Objetos maravillosos, la ficción autobiográfica del hijo de la maes-
tra y del tornero, que, después de pasar por la Facultad de Filoso-
fía y Letras, se convierte no en el ingeniero que había planeado la
familia sino en artesano. Artesano entonces, pero también ven-
dedor ambulante que se traslada del conurbano bonaerense a
ese otro barrio simbólico de la literatura argentina que es Paler-
mo, Incardona se define aquí como un sujeto cuyas experiencias
narrativas y poéticas se proyectan en el resto de sus actividades,
inclusive en el trabajo, que es donde “alcanza los máximos nive-
les de creatividad”: “Salgo a la noche y ofrezco anillos en los ba-
res, con discursos más literarios que comerciales”. Estos “objetos
maravillosos” son, dice, “la rosa de cobre contemporánea [que]
ahora tendría forma de anillo y despediría brillos embriagadores
que provocarían la taquicardia e incentivarían la imaginación de
la muchachada”. Es la invención arltiana del 2000 que el narra-
dor-artista no deja de percibir como una industria anacrónica
120 | sandra contreras

y melancólica, con sus talleres, sus herramientas y sus técnicas


de otro tiempo, y que, convertida ahora en un “éxito” de ventas,
hace “amasar”, irónicamente por supuesto, “enormes ganancias
y fortunas”. Y podríamos pensar: no casualmente, es el escritor
que en sus aguafuertes insiste en la religación social aquel que,
desde afuera del barrio, al que vuelve cada tanto, asume el es-
píritu artesanal que, dice Richard Sennett es la alternativa éti-
ca para el diseño de estrategias colectivas en la era del nuevo
capitalismo.18
Si de estrategias artísticas se trata, otras son en cambio las
vías solitarias o raramente colectivas de Casas y Cucurto. La
de Casas, que en su aislamiento absoluto (“Somos tres islas, la
verdad”) no le teme al fantasma de la inutilidad (Sennett). La de
Cucurto, que al tiempo que pone en marcha un cooperativismo
cartonero entre artístico y empresarial no le teme al derroche
ni al fiasco de la hiperactividad. Cucurto, decíamos, es el avatar
contemporáneo de la superproducción airiana. Pero si la super-
producción narrativa es lo que Aira inauguró en los años noven-
ta, conmocionando, con la proliferación de sus “novelitas”, de un
modo radical el sistema de valores de la ficción argentina, Casas
y su Ocio de 2000 nos reenvía a su primera contratapa. Aira en-
traba al mundo literario diciendo, en 1981: “Reina la desocupa-
ción, el tiempo sobra”; esta es la línea que cierra el primer párra-
fo de la contratapa de Ema, la cautiva. Ahora vemos, desde el ocio
de Casas, que la superproducción de los noventa no podría ser
pensada en su justa medida sin reponer este primer umbral de
ocio, de no trabajo, que habían abierto los ochenta airianos. Son,
diría, las dos puntas de un raro modelo económico que represen-
tan, a cada lado, las literaturas, y el arte, de Casas y Cucurto: no
trabajar, pero superproducir.
Me interesa que sean posiciones, estas, que habilitan para
sacar a la literatura argentina de ese gran malentendido que la

18. Richard Sennet, La cultura del nuevo capitalismo, Barcelona, Anagrama, 2006.
economías literarias | 121

persigue y la condena, a la hora de pensar el realismo, como es el


costumbrismo; me interesa, sobre todo, que sean posiciones que
inventan —sin proponérselo tal vez, después de todo vienen de
la poesía— un lugar paradójico para la pregunta de cómo narrar,
de cómo hacer ficción, en el presente.
Octubre 2008
Saer en dos tiempos

Siempre me llamó la atención —y hasta me incomodó su noti-


cia, antes de leer la novela— el hecho de que los herederos y el
editor de Seix Barral hubieran decidido publicar La grande, tal
como había quedado, inconclusa, sin la corrección final de Saer.1
No se trataba de una molestia con pretensiones de enmarcarse
en el debate, con sus casos célebres y canónicos, en torno de los
derechos (¿de los albaceas? ¿de los herederos?) a disponer de, y
de los intereses (¿de los lectores? ¿de los editores?) por acceder
a, los escritos póstumos de un escritor. Se trataba, simplemen-
te, de una pregunta a propósito de una literatura que había he-
cho de la obra, de su condición autónoma y autosuficiente, pero
también del trabajo riguroso, y hasta el final, con la forma, una
de sus más fuertes apuestas: ¿se merecía una novela de Saer una
publicación sin la mirada última, de principio a fin, del escritor?,
¿se merecía Saer esa exposición? Desde luego esa no-completud
fue de inmediato leída como una muestra más, si no la más pal-
maria, de un proyecto que, con sus cuentos y novelas continuán-
dose unos en otros pero sobre todo con sus insistencias y retor-

1. Este ensayo fue escrito para integrar el Dossier “Juan José Saer”, coordinado por
Miguel Dalmaroni y publicado en el Boletín/16 del Centro de Estudios de Teoría y
Crítica Literaria, diciembre 2011.
124 | sandra contreras

nos refractarios a toda forma de cierre y conclusión, siempre fue


un proyecto “literalmente infinito”, “inconcluso por definición”.2
Y así sigue siendo leída. En el hermoso prólogo que escribe en
2011 para la novela, Juan José Becerra dice:

Esa intromisión [la de la muerte terminando la obra] muchas


veces responsable de una alteración de la forma literaria de-
seada, resolvió en este caso un problema a favor del libro. Se
trata de un fenómeno que no hubiera tenido lugar si en el in-
terior de La grande no hubiese sido posible encontrar, y hasta
en forma repetida, la idea de lo inconcluso como eje de sus re-
incidencias narrativas que consisten en volver y volver sobre
cosas que se abren pero no terminan de cerrarse. Las formas
ideales parecen fracasar por principio, y en este caso Juan
José Saer, autor franquicia de formas ideales, ha sido aborda-
do por esa fatalidad, dejando que su obra póstuma termine
sola y encuentre, sobre el final, una posibilidad sorpresiva de
innovación.3

Por mi parte se trataba, sin embargo, de una molestia ante lo que


experimenté de inmediato como una cierta incongruencia entre
el accidente de la interrupción y la vocación saeriana por la cris-
talización de “la forma”, como una cierta injusticia para con ese
“imperativo interno de la invención artística” que Saer siempre
entendió como una exploración rigurosa e incierta de la lengua
con la que “elaborar una construcción cuyo sentido es su forma

2. “La grande —dice Gamerro en una de las reseñas del momento— seguiría es-
tando inconclusa aunque Saer hubiera escrito el capítulo final, y este capítulo
faltante permite que su incompletud pase del plano contingente al mítico: esa
única oración del lunes es el final que La grande pedía, así como para El castillo de
Kafka el único final posible es la falta de final”. Y más aún: “Puede que La grande
cierre alguna historia pero son muchas más las que abre. Dicho de otra manera,
La grande es la última novela de Saer, pero no su novela final”. (Carlos Gamerro,
“Una semana en la vida”, en suplemento Radar libros, Página /12, 27 de noviembre
de 2005).
3. Juan José Becerra, “Biografía de una tormenta”, en Paulo Ricci (comp.), Zona de
prólogos, Buenos Aires, Seix Barral, 2011.
saer en dos tiempos | 125

misma”.4 La adversativa a la que acudió Beatriz Sarlo para defi-


nir lo inconcluso de la novela como la cifra póstuma de una lite-
ratura resistente a los sentidos plenos (como la belleza mutila-
da de Diana —decía en su reseña de octubre de 2005— “todo en
La grande es incompleto y sin embargo perfecto”), podría dar la
medida de eso que, si bien bajo otro signo, seguía apareciéndo-
se(me) como una injusticia: ni siquiera el argumento de una sus
lectoras más agudas y por cierto más convincentes (me) bastaba
para borrar la incomodidad que asociaba, exageradamente tal
vez, con la obscenidad que siempre hay en la exposición pública
de los muertos.5
Pero segundo, y más todavía, siempre me llamó la atención el
hecho de que la novela ya tuviera fecha de publicación acorda-
da con Alberto Díaz. Mejor dicho: el hecho de que Saer hubiera
acordado —pautado— con su editor una fecha de entrega, y, por
lo tanto, un plazo para su cierre. “Con Saer —dice Díaz en el epí-
logo y nada lo desmintió ni nadie sintió la necesidad de hacer-
lo— habíamos acordado publicar la novela en octubre de 2005.
Pensaba viajar a Buenos Aires para esa fecha, y anunció que a
fines de junio la novela estaría terminada. Podemos suponer
que en el momento de su muerte estaba trabajando en el últi-
mo capítulo”.6 ¿Saer trabajando contra reloj? ¿Saer escribiendo
contra el reloj de los tiempos y compromisos editoriales? Por su-
puesto, y otra vez, esa urgencia saeriana fue y sigue siendo leída
en otra clave, por completo a contrapelo de la que aquí insinúo:
fue, y es, la carrera de Saer contra la muerte pero sobre todo la
torsión definitiva de su literatura sobre el tiempo. El argumento
de Jorge Monteleone es, en este sentido, de los más elocuentes:
“La escritura de La grande es literalmente una agonía literaria,

4. Juan José Saer, “La novela”, El concepto de ficción, Buenos Aires, Ariel, 1997.
5. Ver Beatriz Sarlo, “El tiempo inagotable”, en suplemento Cultura, La Nación, Bue-
nos Aires, 2 de octubre de 2005.
6. Alberto Díaz, “Algunas precisiones sobre esta edición”, en Juan José Saer, La
grande, Buenos Aires, Seix Barral, 2005.
126 | sandra contreras

en el sentido etimológico del término: una lucha, una pelea, me-


nos contra la muerte que contra el tiempo” y su gran desafío fue
“construir un monumento antagonista del tiempo en el cual el
tiempo mismo se halle comprendido y también conjurado, como
si la escritura literaria perteneciera a otra temporalidad diversa
de la cotidiana”.7 Que esa resistencia agónica chocara contra la
proyectada desmesura de la novela, y que esa desmesura, por lo
tanto, solo fuera a realizarse, en forma inconclusa, en su condi-
ción póstuma, es la paradoja que Monteleone visualiza como un
hecho extraordinario; y esa paradoja es, por cierto, por demás
interesante para leer a la obra de Saer en su desenlace. Lo que
no quita que, por otro lado, y al mismo tiempo, nos sorprenda
el hecho de que el proceso de escritura de La grande —según el
relato de ese proceso— haya estado pautado, y por lo que se ve
sin mayores reticencias, por los tiempos de la edición: no solo
un acuerdo sobre la fecha de entrega y publicación sino sobre
todo, como decía recién, la proyección, por parte del escritor, de
un plazo —un plazo que se da a sí mismo, de acuerdo, pero pla-
zo al fin— para “terminarla”. Por supuesto, no se trata aquí de
indagar en los pormenores ni siquiera en la verdad de ese relato;
mucho menos de algo tan banal como juzgar o justificar los he-
chos que le darían sustento (recuerdo las protestas de algunos
colegas cuando expuse esta pregunta en un coloquio, y su reac-
ción no solo ante lo que veían como un injusto cuestionamiento
a los legítimos, y naturales, derechos de Saer a pautar contra-
tos y a alimentar expectativas editoriales sino también ante lo
que, dado el contexto, experimentaban como una pregunta al
borde de lo irrespetuoso). Simplemente, me parece interesante
registrar el dato; y, simplemente, no deja de llamarme la aten-
ción que las cosas hayan ocurrido de ese modo. Mejor dicho, que
la escena haya tenido lugar: el hecho de que una obra que se de-

7. Jorge Monteleone, “Lo póstumo: Juan José Saer y La grande”, en Ínsula, 711 (nú-
mero dedicado a las letras argentinas), v. LXI, nº 711, Madrid, marzo 2006.
saer en dos tiempos | 127

finió como una “literatura sin atributos”, y que, en ese sentido,


hizo del “darse el tiempo que le es propio” su única y autónoma
exigencia (“cada narración —decía Saer en uno de sus ensayos
más clásicos— deberá dormir en mí, durante años si es necesa-
rio, hasta que encuentre su razón de ser, su cómo”),8 se despida
con una novela que se anuncia cumpliendo con unos tiempos
pautados de antemano, pero además, predeterminados por el
contrato con un editor.9 Lo irónico de esa escena antisaeriana es
lo que me interesa. Como quien dice, esa ironía del destino. Esa
(otra) injusticia.
Con todo, la primera lectura que hice de La grande borró, y por
completo, lo que esas preguntas iniciales pudieran haber estado
señalando como una molestia o una sorpresa ante un Saer que
venía rodeado de tanto aparato y determinación editoriales. Y si
la novela cuenta un regreso a “la zona” (el nostos, dice el narra-
dor), su lectura operó, casi de inmediato, un reencuentro con la
literatura de Saer que, después de Las nubes y sobre todo después
de La pesquisa —esas dos novelas en las que Saer se propuso in-
cursionar en el formato de los géneros—, pero más aún después
de Lo imborrable —esa novela que convierte en tema (¿en tesis?)
su consabida diatriba contra la complicidad entre realismo e in-
dustria cultural—, se me había vuelto cada vez más rara, cada vez
más lejana, casi irreconocible. Si, como decía Miguel Dalmaroni,
La grande “emprende el regreso imposible o, más bien, incomple-

8. Juan José Saer, “Narrathon”, El concepto de ficción, op. cit.


9. Es cierto que cuando Saer decía que el trabajo del escritor no podía definirse de
antemano y que debía “rechazar a priori toda determinación” se estaba refirien-
do, principalmente, a las intenciones —“ideológicas” y “de actualidad”— que
pudieran sobrepasar “los elementos específicamente poéticos”. Pero también es
cierto que allí mismo donde decía que esa ética —la de “ser el guardián de lo
posible”— debía observarse “en un mundo gobernado por la planificación pa-
ranoica” y que un auténtico narrador no podía tener compromisos previos con
ninguna teoría, agregaba que esos compromisos no podía contraerse, tampoco,
con nada, ni con nadie. (“Una literatura sin atributos” y “Narrathon”, El concepto
de ficción, op. cit.).
128 | sandra contreras

to y fugaz en sus intermitencias, pero dichoso, a un mundo”,10


mi primer encuentro con la novela fue, en efecto, todo felicidad:
con la felicidad de un viejo hábito me devolvió al mundo de Saer,
con sus atmósferas, sus rituales, sus tiempos, sus escansiones. Y
esa parsimonia —ese tiempo que el relato se tomaba para exten-
derse en el regreso— parecía ser el ritmo necesario para que ese
mundo, paulatinamente, volviera a cobrar forma, y con él retor-
nar su lector.
En la segunda lectura, que hice este año por motivos profesio-
nales, me encontré, sin embargo, no solo con una novela increí-
blemente realista —en el sentido convencional, no en el sentido
saeriano, del término— sino también con la sorpresa de unas
ochenta páginas dedicadas a denostar la mediocridad del preci-
sionismo santafesino y a Mario Brando, su deplorable mentor.
Me sorprendieron esas páginas (que contabilizo en alrededor
de ochenta, porque a las veinte de corrido y en itálica que trans-
criben el estudio académico de Gabriela Barco le sumo otras
cincuenta-sesenta en las que las entrevistas, conversaciones,
recuerdos e inferencias de los personajes, van conformando el
cuadro completo tanto de la historia y presupuestos estéticos del
movimiento como de su siniestro entramado con la vida litera-
ria y política de Santa Fe), me sorprendieron, digo, sencillamen-
te porque no las recordaba en absoluto. ¿No las había leído? ¿Las
había salteado en la lectura? Habría sido un poco difícil; eran
demasiadas. ¿Las había olvidado entonces? ¿Las iba olvidando
mientras las leía? No era improbable, porque para celebrar un
reencuentro con la literatura de Saer seguramente (me) debe ha-
ber sido preciso pasar por alto esa tenaz prolijidad en mostrar
y hacer aún más evidentes todas y cada una de las aristas de la
nefasta complicidad entre falsa vanguardia y fascismo, esa ex-
pansión en la denuncia que volvía, y extendía y prolongaba, ese

10. Miguel Dalmaroni, “La vuelta incompleta (una pintura)”, en Bazar Americano,
diciembre 2005 - marzo 2006, www.bazaramericano.com
saer en dos tiempos | 129

momento —creo yo— ilegible en la obra de Saer, como es Lo im-


borrable y su incomprensible —por innecesaria— diatriba contra
el realismo y la banalidad de la industria cultural.
¿Qué sucedió, qué se interpuso, entre una y otra lectura?
Diría que mediaron, casual pero precisamente, otras dos: una,
la lectura de 2666 de Roberto Bolaño; dos, la de La novela luminosa
de Mario Levrero. Esto es, dos formas de experimentar con la ex-
tensión, en dos novelas que, por lo demás, y curiosamente, eran
también (grandes) novelas póstumas.11
De 2666, de la que se ha dicho que es “la gran novela inacabable
más que inacabada”, “la novela total” que lo pondría a Bolaño a la
altura de un Cervantes, de un Proust, un Musil, o un Pynchon
(véanse, por ejemplo, los fragmentos citados en la contratapa de
la edición de Anagrama), quisiera llamar la atención, solamente,
aquí, sobre ese procedimiento que, entiendo, sostiene el anda-
miaje de todo el relato y que, propongo, habría que definir como
la profesional expansión del verosímil. Me refiero a la impactan-
te y voluntariosa prolijidad —técnica, histórica, geográfica—
con que 2666 da cuenta de las mil y una fases y derivaciones de
la(s) trama(s) y de los mil y un aspectos de cada uno de los temas
(véase, como un ejemplo extremo, el listado de las fobias entre
las páginas 477 y 479), y detrás de la cual se ve al novelista que no
quiere dejar nada, pero absolutamente nada, de cada una de las
informaciones con que se ha documentado para componer no
solo un gran fresco sino sobre todo una totalidad que se afirme,
como un mundo sólido, sobre infinidad de detalles verosímiles
pacientemente calibrados, cuidadosamente dosificados, a lo lar-
go de mil páginas. Hay que llegar a la historia de Lotte, sobre el
final de la última parte, para ver ese exceso de verosimilitud sobre-
pasar todos los límites de la necesidad narrativa (porque nada
resulta necesario en la historia de la hermana a no ser acentuar,

11. Roberto Bolaño, 2666, Barcelona, Editorial Anagrama, 2004. Mario Levrero, La
novela luminosa, Montevideo, Alfaguara, 2005.
130 | sandra contreras

como si a esa altura hiciera falta, el “efecto de realidad” del mun-


do de Archimboldi) y corroborar, aun con más claridad, el modo
en que esa expansión se ha venido traduciendo, formalmente, en
la sintaxis misma de la frase. Subráyense fragmentos como, por
ejemplo, éste de la página 1099:

Aquel día Lotte no trabajó. Llamó a una escuela de secretarias


y dijo que quería contratar a una chica que supiera perfecta-
mente inglés y español, aunque en el taller trabajaba más de
un mecánico que sabía inglés y que hubiera podido ayudarla.
En la escuela de secretarias le dijeron que tenían a la chica que ella
buscaba y le preguntaron para cuándo la quería. Lotte les dijo que
la necesitaba de inmediato. Al cabo de tres horas apareció por el
taller una chica de unos 25 años.

¿No hay en esa necesidad de aclarar cosas como que las


secretarias “dijeron que” y luego “preguntaron si” y que luego
Lotte “les dijo que” una notable falta de síntesis (en el sentido de
una fuerza sintética imaginaria) y hasta un modo de redacción
extrañamente escolar? Pero además, ¿no hay en esa vocación de
totalidad —para decirlo con Borges, en esa vasta empresa de no-
velar la redondez del planeta: violencia y crímenes seriales en la
frontera mexicana más academia europea posmoderna, más pe-
riodismo y mundo negro americano, más historias de la Segun-
da Guerra Mundial, etc., etc.— una economía de la extensión
que se acomoda muy bien a las pautas del mercado? Cuando
Saer se refería a este problema en “La novela”, su ensayo de 1981,
decía que, si bien “su campo de investigación es el Todo”, la tota-
lidad a que aspira el género no podía ser “de tipo inclusivista”, y
argumentaba:

No se trata de ningún modo de un problema de cantidad.


La extensión no es garantía de totalidad. En este sentido,
las reglas económicas y retóricas del género, que a veces se
confunden, y que rigen la cantidad y el tamaño y tienden a
saer en dos tiempos | 131

estandarizarlos, son normas que exigen imperiosamente la


transgresión.12

La extensión de 2666 es de tipo inclusivista y nada mejor que esto,


creo, podría explicar la recepción entusiasta y consagratoria que
tuvo su traducción, precisamente, en el mercado americano: Bo-
laño, el gran escritor que supo conectar color local y escala plane-
taria; 2666, la gran novela (latino)americana del mundo global.13
La abulia de Mario Levrero, esa “actual falta de voluntad” he-
cha de una mezcla de torpeza y pereza felisbertianas con “fatiga
crónica” de los años noventa, coloca en cambio al becario de la
Fundación Guggenheim, con todo el dinero en la mano (el ade-
lanto total, el plazo absoluto), al otro lado del profesionalismo
del gran escritor. De los ejercicios de caligrafía terapéutica que
se impuso para obtener por fin un discurso vacío (única tarea
para la que se reserva un afán de prolijidad, no obstante a cada
paso abandonada) a la distracción maníaca ante el procesador
de textos del que deberían resultar las páginas de La novela lu-
minosa contratadas por la beca, la escritura de Levrero transita,
por “caminos más bien oscuros y aún tenebrosos”, entre las tor-
siones penosas, y las complicaciones crecientes, de una hiperac-
tividad tan improductiva como inconducente y las trampas y
ardides que se inventa la procrastinación del ocio. Es entonces
cuando la extensión se vuelve desmesura, pero como desborde
incontrolable y hasta desganado, a fuerza de imposibilidades,
torpezas, taras y manías, y cuando la cotidianeidad más absoluta
(el realismo total) convertida en incordio permanente (el realismo
aplastante) gana masivamente el relato. No por nada la ansiedad
—por el paso del tiempo, por la falta de tiempo, por la imposibili-

12. Juan José Saer, “La novela”, El concepto de ficción, op. cit.
13. Véanse, por ejemplo, las notas aparecidas con motivo del premio que la National
Book Critics Circle (el “premio de la crítica” en Estados Unidos) le da en 2009 a
Natasha Wimmer por su traducción de la novela al inglés, para el mercado an-
glosajón (en la editorial Farrar, Straus and Giroux).
132 | sandra contreras

dad de ajustar y de calcular el tiempo— domina todo el discurso


de Levrero.
¿No sería una falta de ansiedad, precisamente, el signo de la
extensión de La grande? Becerra dice: la extensión es el nuevo
elemento en la obra póstuma de Saer y esa extensión es efecto
del discurrir de “una historia que se desarrolla sin urgencias a
la vista porque tiene todo el tiempo del mundo para hacerse presen-
te (hasta que desaparece de golpe)”.14 Entiendo que esto quiere
decir aquí: La grande se escribe como si se tuviera todo el tiempo del
mundo y esa disponibilidad absoluta de tiempo conlleva las ven-
tajas, para una escritura como la de Saer, de olvidar los reclamos
del mundo, de transcurrir y moldearse según sus propios pará-
metros y exigencias. Pero esa disponibilidad temporal, ¿no po-
dría también entrañar sus riesgos?, ¿no podría traducirse, por
ejemplo, en un aflojamiento de la tensión, en un debilitamiento
de la ansiedad, y ese debilitamiento, a su vez, en una prolonga-
ción —por caso, una expansión en los detalles de verosimilitud—
que por momentos parece del todo innecesaria? No por nada, tal
vez, Becerra habla de la extensión de la novela como de una zona
ingobernable. Dice:

De pronto, en Saer, lo inconcluso aparece como un desafío


a su propia obra, formada por unidades narrativas de una
perfección infrecuente. La novela-partícula de Saer, la no-
vela-cápsula, avatar de la forma terminada, se desvía en La
grande hacia extensiones ingobernables e ingresa en otra
dimensión.

Claro que Becerra quiere referirse aquí a la dimensión transli-


teraria —al mundo: a la realidad lisa y llana— con la que la li-
teratura de Saer, por una vez, quiere colocarse, humildemente (el
subrayado es de Becerra), en pie de igualdad. Pero no podríamos
dejar de aprovechar la eficacia del término —“ingobernabili-

14. Juan José Becerra, “Biografía de una tormenta”, op. cit. El subrayado es mío.
saer en dos tiempos | 133

dad”— para definir una expansión que unas veces se extiende en


largas parrafadas explicativas (por cierto inverosímiles en boca
de los personajes: véanse, por ejemplo, la entrada de Soldi en pá-
gina 177 o la de Tomatis en página 228), y que otras veces sigue,
casi de un modo incontenible, las derivas argumentales de una
concatenación narrativa que, por momentos, parece (o podría)
no tener fin (la historia de Lucía viene con la de Calcagno, la de
Calcagno trae los vericuetos de la de Riera, etc.). La mejor críti-
ca de La grande no ha dejado de advertir, de una u otra manera,
este humilde desvío (para usar el adjetivo de Becerra) de la novela
hacia un realismo tan convencional como infrecuente en la obra
de Saer. Color local y color de época, variantes de lo típico, dice
Miguel Dalmaroni, para referirse a ese “juego con ciertas formas
de una tradición literaria que Saer supo maldecir con énfasis” y
que sería aquí “uno de los filos más arriesgados de La grande”.15
Demasiada historia, demasiada realidad, dice Rafael Arce, para
referirse al perfil de una historia “un poco demasiado nítida para
el gusto del lector saeriano (demasiado positiva)” y a la predo-
minancia de una narración insólitamente omnisciente a la que
le estaría faltando, en la representación del paisaje típico de la
Argentina menemista, ese trabajo de borramiento de elemen-
tos fuertemente referenciales tan propio de las novelas anterio-
res.16 Solo que allí donde Dalmaroni concibe ese inédito realismo
como una “concesión” que una literatura advertida de todas las
complejidades de lo real puede permitirse (pero que más bien
parece ser la concesión del viejo y fervoroso lector saeriano jus-
tificando para sí mismo el giro inesperado, ¿inverosímil?, de la
prosa),17 Arce habla de un defecto de composición (la desmesura

15. Miguel Dalmaroni, “La vuelta incompleta”, op. cit.


16. Rafael Arce, “La pasión de lo real”, en Sandra Contreras (ed.), Cuadernos del Se-
minario 2. Realismos, cuestiones críticas, Rosario, Centro de Estudios de Literatura
Argentina y Facultad de Humanidades y Artes Ediciones, UNR, 2013.
17. Dice Dalmaroni en “La vuelta incompleta (una pintura)”, op. cit.: la prosa narra-
tiva de La grande, lejos de las experimentaciones de los textos anteriores, corre
con “la tersa nitidez de una pintura, casi confiada en los vínculos que postula en-
134 | sandra contreras

como una resignación de la negatividad), de una imperfección


que sin embargo estaba prevista y hasta era necesaria: el color
de época es el de los noventa, que ya no es el tiempo de la saga, y
La grande es entonces “la gran novela realista” de Saer del modo
en que puede ser realista una novela a comienzos del siglo XXI,
diciéndonos que “lo real es cosa del pasado pero que sobrevive,
y se manifiesta, más que nunca en su ausencia”. Yo creo que
ese deslizamiento hacia un realismo, por cierto con mucho de
convencional, se traduce, formalmente, en decaimiento de la
tensión (sintáctica, compositiva), esto es, en debilitamiento de
la ansiedad; que ese decaimiento deriva del trabajo puesto en la
expansión del verosímil (de los detalles de verosimilitud: léan-
se, por ejemplo, las tres páginas dedicadas a la comprobación del
embarazo de Gabriela Barco); y que es a esa lógica expansiva que
responden las alrededor de ochenta páginas de repliegue en el
resentimiento contra el movimiento provinciano, páginas que,
a mi modo de ver, son innecesarias. Por lo demás, este inusita-
do realismo, ¿no resulta, finalmente, en una resignación ante la
novela —ante la novela como formato— para la que el Saer narra-
dor siempre propuso la abstención?18

tre las palabras y las cosas”. Y además: “sabiendo que la realidad y sus detalles
son a la vez atroces y banales, [esa prosa] parece decir ‘qué más da’ entonces si
entregamos sin alarmas el arte al registro casi realista de su lado más colorido”.
18. Decía Saer en “La novela”, op. cit.: “El cuarto problema [que tiene el género] es
[el de su] estatuto de mercancía. Es evidente que, en la edición de una novela (e
incluso en su redacción), consideraciones de formato, de volumen, de precio de
venta, de expectativa de mercado y, naturalmente, de género, tienen una impor-
tancia mayor que los imperativos internos de la invención artística. Desde un
punto de vista industrial, el género, por ejemplo, denota el carácter de producto,
y le asegura de antemano al lector, es decir al comprador, que ciertas convencio-
nes de legibilidad y de representación serán respetadas (...) Es justamente tra-
tando de arrancar la novela de todas estar determinaciones extraartísticas que
el novelista puede, todavía, darle sentido a su actividad. Puede decirse que, en
cierto sentido, el único modo posible para el novelista de rescatar la novela con-
siste en abstenerse de escribirlas”. Recuerdo que parte del entusiasmo de mi pri-
mera lectura de La grande se debía al interés que me despertaba conocer los por-
menores de la historia de Gutiérrez y Leonor, también la de Nula y Lucía, esto
es, vulgarmente hablando, saber cómo irían a terminar esas historias de amor.
Advierto entonces, ahora, que además de saltear el núcleo duro de la diatriba
saer en dos tiempos | 135

El trabajo con el verosímil, sin embargo, puede, y probable-


mente debería, entenderse también en otro sentido: La grande
como la gran operación de verosimilización de la zona saeriana,
su rúbrica final. Desde su exterior (sea porque se alejó desde el
comienzo, sea porque llega a ella por primera vez), y en los años
noventa (esa época tan impropia del mundo saeriano, o donde la
pesadilla del mundo saeriano se hizo realidad), Gutiérrez y Nula
se encuentran, podría decirse, para refrendar la zona. Como si
fuera necesario que dos personajes casi por completo ajenos lle-
garan desde afuera y se encontraran nada más que para que ese
mundo de siempre reaparezca, La grande podría funcionar como
la prueba máxima, y última, de que, en efecto, “la zona” era un
mundo dentro del mundo, al mismo tiempo que, como bien lo
observó, una vez más, Beatriz Sarlo, esa ilusión reconstructiva
encuentra, en la novela misma, su límite. He ahí ese desencan-
to que Escalante se encarga, aunque tácitamente, de hacer ma-
nifiesto (como quien dice: esto ya no es como era antes, los nuevos
invitados molestan un poco y hasta parecen estar algo de más), ese
sinsabor de la vuelta que el cuerpo de Leonor Calcagno muestra
como inoportuna y hasta catastrófica (como quien invita a pre-
guntar: ¿para ver esto teníamos que volver?, ¿para ver este final?), el
desencanto y el sinsabor que confluyen en “un alerta apocalípti-
co que suena a toda hora y en todos lados, en los cuerpos y en los
objetos, en los recuerdos y en la imaginación, pero también en
las treguas de silencio” (Becerra) o en la irónica decrepitud como
vuelta última de Saer sobre el fracaso de la continuidad (Sarlo),
esto es, el desencanto y el sinsabor propios de la incomodidad
(¿La grande como la novela de la incomodidad?).
Hay algo, sin embargo, otra cosa más —además de la zona
misma—, que persiste en medio del apocalipsis o de la decrepi-

contra la modesta vanguardia santafesina, había leído la novela novelescamente,


esto es, según el placer que puede dar ese tándem que para Saer supo constituir
nada menos que “la ganga de lo falso”: “La ganga de lo falso —el acontecimiento
y el sentimiento— es tenaz y el riesgo de arrancársela de sí estriba en que puede
dejarnos en carne viva” (“Narrathon”, op. cit.).
136 | sandra contreras

tud. Becerra pregunta: “¿Qué es lo que persiste al cabo de la his-


toria que se desliza hacia un final tormentoso donde una catás-
trofe natural ordinaria es una anunciación del fin del mundo?”.
Y responde:

La literatura. Se trata del pase de un testigo invisible. En el


lugar en que sucede la reunión de dos generaciones y sus res-
pectivos desprendimientos en bloques de pasado y porvenir,
la literatura, y todo lo que implican sus patrones modernos
(lectura, escritura, crítica, investigación, y, por supuesto, una
historia de la literatura local), es el idioma común de una so-
ciedad secreta que opera por debajo del mundo para darle un
sentido que nunca podrá encontrarse arriba (...) En La grande,
el discurso estetizante del clan saereano sostenido por déca-
das triunfa en términos morales y sin estridencias sobre la
cultura vulgar de Mario Brando y Cía. (incluso sobre la clase
de Estado que la apaña) por una razón específica en la que
cabe, comprimida, toda su gloria: porque la sabe leer. 19

Es decir: el triunfo del discurso estetizante del clan saeriano


como autoconocimiento de la literatura misma de Saer y su mun-
do. Pero si esto es así, ¿no estamos diciendo entonces que la
literatura persiste como institución? Y la literatura como insti-
tución, ¿no es ya la literatura que puede transitar sin mayores
sobresaltos por las exigencias —los parámetros, las reglas, los
tiempos— del mercado? Arce pregunta, muy lúcidamente (por-
que la exclusión del círculo de iniciados está en su nudo): ¿qué
diría un lector de La grande que no conociera nada de la litera-
tura de Saer?, ¿cómo podría leerla? Y yo me pregunto: ¿no la lee-
ría, simplemente, como una novela?, ¿como esa novela que Saer
finalmente no se abstuvo de escribir (recordemos: el único modo
posible para el novelista de rescatar la novela es abstenerse de
escribirlas) y cuyo formato fue ganando terreno en el ciclo?

19. Juan José Becerra, “Biografía de una tormenta”, op. cit.


saer en dos tiempos | 137

Novela, extensión, mercado. La tríada es clásica, y las tres


(grandes) novelas póstumas le dan, cada una, una resolución di-
ferente. Brevemente: por un lado, no es en absoluto extraño (más
aun: lo esperábamos todo el tiempo) que la profesional expan-
sión del verosímil no pueda prescindir, en 2666, de una teoría de
la obra maestra que, sobrecargada con toda la grandilocuencia de
un dudoso ejercicio de ocultamiento, vendría a ser la cifra, junto
con el crimen, del “secreto del mundo”. Por otro, la página 74 de
La novela luminosa dice algo que parece a propósito para demoler,
de una plumada, proyectos como los de Bolaño:

No me interesan los autores que crean laboriosamente sus


novelones de cuatrocientas páginas, en base a fichas y a una
imaginación disciplinada; solo transmiten una información
vacía, triste, deprimente. Y mentirosa, bajo ese disfraz de na-
turalismo. Como el famoso Flaubert. Puaj.

Pero más allá de esta franca oposición en torno de una idea como
la de “gran obra” (en torno de la literatura y su grandeza), lo inte-
resante es que si le creemos a Levrero cuando dice, además, que
todo su libro es un fracaso (véase el Prefacio de La novela lumi-
nosa), es porque lo que insiste, transfigurando y desequilibran-
do de un modo radical la relación con el mercado, pero también
señalando el camino de una huida real de la literatura hacia su
afuera, es el imperativo (complicado, enfermizo, angustiante)
del ocio. Las líneas que preceden al fastidio de la página 74 son
las siguientes:

Simplemente no debo seguir demorando el asunto de enfren-


tar y trascender la angustia difusa y llegar al ocio; es todo tan
simple como eso. Tan simple y tan doloroso. Amigo lector: no
se te ocurra entretejer tu vida con tu literatura. O mejor sí; pa-
decerás lo tuyo, pero darás algo de ti mismo, que es en defi-
nitiva lo único que importa. No me interesan los autores que
crean laboriosamente...
138 | sandra contreras

Los tres finales de La grande podrían decir, al respecto, algo


más. El primero, el que Saer no llegó a escribir pero que Díaz, a
partir de los cuadernos que dejó, confirma como la frase con la
que había decidido terminar la novela, dice: “Moro vende”.20 Es,
podría decirse, el final propio de la órbita del mercado, el que (se)
inscribe, finalmente, (en) el mercado. No casualmente es el editor
mismo quien lo enuncia. El segundo final yendo hacia atrás, el
penúltimo, es la única frase que Saer llegó a escribir del último
capítulo, y última, por lo tanto, en la edición póstuma de la nove-
la. Dice: “Con la lluvia llegó el otoño, y con el otoño el tiempo del
vino”. Es, se ha dicho, el mejor final para una teoría de los ciclos
que ha tenido en el pasado todos sus detalles y que ahora, en esta
versión atómica, y refrendada por la autoridad biográfica, se for-
mula como una experiencia de verdad acerca del tiempo, como
un epígrafe de una brutalidad literal (Becerra, una vez más). Es
también, podría agregarse, una frase que condensa la imagen
más o menos consensuada —más o menos convencional: reco-
nocible— de la literatura de Saer y podría ser, en este sentido, la
rúbrica sintética, y el final propio, de la institución “Saer”.
Pero hay un final más, inmediatamente anterior al que “cie-
rra” sin cerrar la novela, y que está, precisamente, en la última
frase del capítulo seis. En la escena final, en el diálogo último en-
tre los concurrentes a la fiesta, se precipitan, unas tras otra, las
señas literarias: esa forma blanca, “evanescente” que los perso-
najes ven evolucionando por el aire, contra los árboles del fondo,
es, para los jóvenes y para los viejos, para los nuevos y para los
de siempre, algo así como un “alma en pena” que puede ser, al-
ternativamente, el padre de Hamlet, o Atenea, o el mismo Mario
Brando mandado por Dante. Es, podríamos decir, la literatura
misma permeando la atmósfera final saereana y que, acorde con
el desencanto propio de toda la novela, termina, sin embargo,
mostrándose falaz y hasta ridículamente excesiva —impropia—

20. Alberto Díaz, “Algunas precisiones sobre esta edición”, op. cit.
saer en dos tiempos | 139

ante la evidencia de la materialidad más banal, cotidiana y mer-


cantil: la bolsa de plástico del hipermercado Warden. Tomatis,
sin embargo, hace una pregunta más: “¿Qué color?”. “Azul, de la
pescadería”, responde Nula. “Azul —repite Tomatis después de
un silencio dubitativo—. Vecino del negro”. Azul, vecino del negro:
¿no es ese recuerdo súbito de La mayor —de la penumbra azulada
saliendo de lo negro, de la terraza azul y del aire azul entrando
en la negrura— el final saereanamente verosímil?, ¿el mejor final
para la obra de Saer, su epifanía irrefutable? Antes de la memo-
ria de Saer, esto es, antes de la memoria por la que la literatura
de Saer se vuelve reconocible, o bien, antes del autoconocimien-
to de la literatura de Saer, el recuerdo involuntario y clarividente
de Tomatis devuelve La grande a La mayor, o inscribe en La grande
a La mayor. No me parece menor el cambio de naturaleza en los
valores: de La grande a La mayor, como quien dice, de los valores
absolutos, autosuficientes, a los valores imprecisos, indefinidos,
dudosos: relativos.21
Si, como muy bien lo percibe Alberto Giordano, una vez que
se ha vuelto “problema”, “la única posibilidad de insistir con la
crítica de Saer pasaría por descubrir o redescubrir en sus textos
los puntos de intransigencia a las valoraciones consensuadas”,22
lo apostaríamos todo a esa intuición que confirma —con melan-
colía pero también con convicción— la vecindad del azul con la
negrura y que, siendo el verdadero black out de la novela, es a la
vez la que devuelve la obra, en un sobresalto, y en su desenlace,
a la epifanía saereana: a su momento de verdad. La formulación
de Dalmaroni es inmejorable:

Tomatis, el Matemático, el doctor Real o Nula encuentran,


cada tanto, imprevistamente, algo y no mera y regularmen-
te nada, porque no han podido sustraerse de cierta fidelidad,

21. Para una lectura luminosa de La mayor como amplitud y heterogeneidad de ex-
perimentaciones, léase “Los aros de acero de la sortija” de Miguel Dalmaroni, en
Paulo Ricci (comp.), Zona de prólogos, op. cit.
22. Alberto Giordano, “Saer como problema”, en ídem.
140 | sandra contreras

cierta atención intermitente pero que no cesa y vuelve; fide-


lidad hacia una constancia oscura, una ocurrencia perturba-
dora pero material que se presenta entre interior y exterior
y que hace —efímeros pero indelebles en la memoria— gra-
nos de real (hay de pronto, se diría, por la lectura de eso, una
memoria hecha de la nada, hecha con nada, una memoria de
nada anterior a sí misma).23

Si Giordano tiene, entonces, razón, lo apostaríamos todo al si-


lencio dubitativo de Tomatis, a la entrevisión de ese fragmen-
to de La mayor que parece irrumpir, justo antes de que la obra
se cierre, como el intervalo que aplaza, vaga pero fielmente, su
grandeza. Por eso decimos: contra las obras completas de Saer,
por la insistencia de un Saer fragmentario.

Diciembre 2011

23. Miguel Dalmaroni, “Cinco razones sobre Saer”, Boletín/16 del Centro de Estudios
de Teoría y Crítica Literaria, UNR, diciembre 2011.
iii. Representaciones
Apuntes sobre la distancia,
o cómo mirar a los otros actuar

Difícilmente pueda agregar alguna hipótesis a las precisas y


agudas lecturas que Gonzalo Aguilar, Ana Amado, Jens Ander-
mann y Joanna Page, entre las que conozco, han hecho ya del
documental que motiva las reflexiones que intentaré compar-
tir en esta mesa.1 Estrellas, de Federico León y Marcos Martínez,
ya tiene sus años, los problemas que supo postular ya han sido
suficientemente descritos y discutidos, de modo que solo me
permitiré aquí anotar y en lo posible comentar algunas de las
preguntas que me hice cuando leí, el artículo “Los pobres: ma-
neras de ejercer un oficio” que David Oubiña y Rafael Filipelli
publicaron en el número 88 de Punto de Vista, sobre Estrellas y
sobre Copacabana, el documental de Martín Rejtman, ambos de

1. Leído en IV Congreso ASAECA (Asociación Argentina de Estudios sobre Cine


y Audiovisual) “Documental/Ficción: cruces interdisciplinarios e imaginación
política”, Facultad de Humanidades y Artes de Rosario, 13 al 15 de marzo 2014.
Los textos a los que remito son los siguientes: Gonzalo Aguilar, “Imágenes de
la villa miseria en el cine argentino: un elefante oculto tras el vidrio” en Más allá
del pueblo. Imágenes, indicios y políticas del cine, Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 2015; Ana Amado, “Arte participativo. El trabajo como (auto)repre-
sentación” en Significação. Revista de cultura audiovisual, v. 37, n°. 34, 2010; Jens
Andermann, Nuevo cine argentino, Buenos Aires, Paidós, 2015; Joanna Page, “Más
alá de la reflexividad: actuación y experiencia en León, Rejtman y Coutinho”, en
Jens Andermann y Álvaro Fernández Bravo (comps.), La escena y la pantalla. Cine
contemporáneo y el retorno de lo real, Buenos Aires, Colihue, 2013.
144 | sandra contreras

2007.2 El disparador del artículo era la reacción de los críticos


ante la situación curiosa, “poco corriente” decían, de que los pre-
mios de la novena edición del Bafici (2007) para el documental
de León y Martínez fueran recibidos y agradecidos por su pro-
tagonista, Julio Arrieta. Como veo que Oubiña retoma y ajusta
esas hipótesis en el artículo con el que colabora en el libro La es-
cena y la pantalla, compilado por Andermann y Álvaro Fernández
Bravo, y como no vi, hasta donde sé, que se hayan discutido sus
presupuestos, espero que no sea del todo ocioso, ante este públi-
co de especialistas, volver a algunos de esos interrogantes.3 Ellos
tienen que ver con problemas vinculados con la relación entre
ética y representación; también, derivativamente, con los usos y
los modos de circulación de la palabra.
Las objeciones de Oubiña y Filipelli partían de señalar la
irresponsabilidad implícita en el hecho de que dos jóvenes di-
rectores “pequeño-burgueses”, con la pretensión de dar cuenta
de un fenómeno que les era cultural y socialmente ajeno, ter-
minaran “siendo hablados” por el protagonista del film y, final-
mente, por su perspectiva estética. Por contraste, la valoración
que hacían allí mismo de Copacabana se fundaba, principalmen-
te, en el hecho de que, teniendo la misma ajenidad que León y
Martínez respecto del mundo que “documenta”, Rejtman deci-
de en cambio poner de manifiesto esa diferencia “a través del
sistema más pertinente de todas las artes: la distancia”. La mi-
rada austera, discreta y precisa que Rejtman logra a través del
uso de las lentes como del tamaño de los planos es, dicen, la mi-
rada de un cineasta responsable. A diferencia de Estrellas, donde
los directores parecen hipnotizados por su protagonista y por
lo “llamativo” o “extraordinario” de los pobladores de ese mun-
do, Copacabana presenta “lo que sucede cuando no sucede nada

2. David Oubiña y Rafael Filipelli, “Los pobres: maneras de ejercer un oficio”, en


Punto de Vista, n° 88, agosto 2007.
3. David Oubiña, “Las huellas del pie: riesgos y desafíos del cine argentino contem-
poráneo” en Jens Andermann y Álvaro Fernández Bravo (comps.), op. cit.
apuntes sobre la distancia | 145

extraordinario” a través de personajes anónimos y casi abstrac-


tos al tiempo que, sin presionar para que las cosas muestren un
secreto, permite que la cámara observe a través de planos equi-
librados y de composición simétrica. A través de esas técnicas,
dicen Oubiña y Filipelli, Rejtman acierta con la distancia justa
para observar el conjunto de hábitos y rutinas de una comuni-
dad, y en esto radicaría la provocación y el riesgo de su apues-
ta. Entonces: la anonimia no extraordinaria pero mostrada con
distancia y no con la “voracidad típica” del documental, pero so-
bre todo el equilibrio y la simetría como métodos para “encau-
zar un material que permanentemente tiende al desborde”, son
los valores que para Oubiña y Filipelli legitiman esta forma de
representación como representación responsable. El ascetismo na-
rrativo, se sabe, es uno de los valores indiscutidos de la poética
de Rejtman; la intervención de Oubiña y Filipelli estaría subra-
yando que ese ascetismo, en tanto expresa una preocupación
formal, se “legitima” además, ahora, en tanto contención de un
posible desborde.
Desborde y falta de distancia (se entiende: falta de distancia
crítica, el signo mismo de una incomprensión de la modernidad
estética) es lo que, en cambio, Oubiña y Filipelli objetan, enton-
ces, en Estrellas; y del mismo modo, por lo demás, en que lo hace
Beatriz Sarlo a propósito de la narrativa de Washington Cucur-
to.4 Esa falta de distancia no sería sino la traducción de un único
y compulsivo interés por el mundo representado, esto es, de una
despreocupación por la forma; y en esa despreocupación residi-
ría la inexcusable irresponsabilidad de los realizadores.
Un par de cuestiones, aquí, para pensar. Comienzo por esta
idea, que Oubiña retoma en su artículo más reciente en La escena
y la pantalla:

4. Beatriz Sarlo, “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia”, en Punto


de Vista, nº 86, diciembre 2006.
146 | sandra contreras

[Los de Copacabana] son planos equilibrados, de composición


simétrica. Hay un esfuerzo de geometrización para encauzar
un material que permanentemente tiende al desborde. El ojo
del cineasta impone cierto orden dentro de una escena que
es, por definición, informe, errática o caprichosa. La forma
del film surge, precisamente, de esa tensión entre la naturale-
za del objeto y el modo de encuadrarlo.

Comprendo bien, por supuesto, el valor que se le asigna a esta de-


cisión formal, pero, quizás por vicio profesional, no puedo evitar
que estas frases me recuerden las palabras con las que Julio Ra-
mos definía, hacia 1988, el modo en que los tableaux vivants del se-
gundo capítulo del Facundo tendían a contener el material infor-
me que Sarmiento encontraba en la barbarie: esa informidad que
lo repelía, que lo atemorizaba, al mismo tiempo que lo fascinaba,
tanto como para no querer renunciar a sus encantos en lo que to-
caba a la misma forma desorganizada, desbordante, desprolija,
de su “obrita”. Es cierto que Oubiña habla de lo informe que “por
definición” corresponde a la escena en sí, a toda escena, no a un
material en particular. Pero sucede que el material de las esce-
nas que está discutiendo mientras escribe esto, las de Estrellas y
Copacabana, oscila entre, por un lado, lo excepcional (que es tam-
bién lo extravagante y por extensión, aquí, lo bizarro, lo “llama-
tivo”, lo individual espectacular), y, por el otro, lo ordinario, esto
es, lo común, lo “normal” (esta esa la palabra que usaban Oubiña
y Filipelli en el artículo de 2007, y con ella aludían a los hábitos y
rutinas de una comunidad). Si observáramos además que lo que
los críticos ven en la ceremonia del Bafici es “un señor grandote,
con el pelo atado en cola de caballo y ataviado con un chamber-
go, que se trepa al escenario” y que años después el “aspecto fí-
sico” —espectacular o no— de Arrieta sigue mereciendo la aten-
ción de Oubiña, podríamos inferir que ese equilibrio simétrico
es, para esta mirada, la forma necesaria (justa) para resolver
no una escena en general sino la escena en que unos cuerpos
o unas realidades con determinadas características necesitan
contención. Lo informe, y por extensión lo grotesco (ese princi-
apuntes sobre la distancia | 147

pio creativo propicio a la mutación continua y a la expresión de


una singularidad incontenible), es, por ejemplo, lo que, mien-
tras se debatía sobre cómo representar el mundo otro del bár-
baro, Sarmiento explotaba con intuición romántica y moderna
(según la modernidad del siglo XIX), y lo que el neoclasicismo
de Echeverría, en cambio, autocensuraba a favor de las formas
ideales del arte. Pero si remito aquí a estos viejos debates y for-
mulaciones es porque, más que anacrónica, la oposición entre lo
informe y lo contenido parece reaparecer, al menos en nuestra
tradición crítica, cada vez que están en juego modos de repre-
sentar, particularmente, lo que se presenta como el mundo del
otro. Tengo la impresión, en este sentido, de que si se revisan
las polémicas en torno de las variaciones sobre realismo en la
narrativa argentina contemporánea, las que tuvieron lugar en
los últimos años —y pienso aquí en las intervenciones de Sarlo,
Graciela Speranza, Martín Kohan—, una opción de ascenden-
cia clásica (llamémosla clásica para subrayar su diferencia con
todo expresionismo), parece definir, masivamente, la sensibili-
dad crítica: como si la experimentación con el realismo, aún —y
fundamentalmente tal vez— en sus nuevas versiones, exigiera
cierto ascetismo (la distancia de los estilos sobrios, contenidos)
y excluyera o fuera incompatible con los estilos enfáticos, preci-
pitados, desbordados.
Me pregunto si necesariamente será así. Me pregunto también
si leer, o mirar, presuponiendo al desborde como un disvalor no
nos alejará de la posibilidad de percibir, por ejemplo, la ambiva-
lencia estructuradora de un documental como Estrellas. ¿Cómo
no ponderar, por ejemplo, en medio del despliegue —obsceno, si
se quiere— de pintoresquismo, la destreza con que León y Mar-
tínez logran no resolver para el espectador la pregunta por la verdad
o falsedad de lo que estamos mirando? Me refiero a la incomodi-
dad que produce esa ambivalencia, a la extraña risa que la reco-
rre, y que podría provenir no solo del efecto disruptivo que, dice
Claire Bishop, producen las mejores “performances delegadas”,
sino también, creo yo, de las torsiones a las que se exponen los
148 | sandra contreras

lugares de enunciación y de percepción en el documental.5 Pien-


so, por ejemplo, en estas precisiones de José Carlos Avellar:

Tal vez sea imposible decir que el documental es el instante en


que el gesto de la persona que filma se alinea con el de la per-
sona filmada y, por anticipación, con el de la persona que verá
la película. En un documental, el realizador se encuentra o en
su lugar, o en el lugar del entrevistado, o en el del espectador,
y este asume o el lugar del entrevistado o el del realizador, de
la misma forma que el entrevistado —más exactamente la
persona filmada o, en un sentido más amplio, la escena filma-
da— asume o el lugar del director o el del espectador. Todos
cambian de posición a cada instante.6

Avelar está leyendo el modo en que Jogo de cena (2007), de Eduar-


do Couthino, discute explícitamente estas cuestiones; pero la
idea es productiva aquí para pensar que una ambivalencia como
la de Estrellas proviene no solo de una trabajada indistinción en-
tre ficción y realidad sino, de un modo más complejo y también
más interesante, de las posiciones dobles, sinuosas, incómodas,
que ocupan tanto el protagonista como los directores con los que
se relaciona, y también, tal vez, los espectadores.
Como se ha dicho ya, el problema formal y sobre todo éti-
co y político que, a través de la voz de su protagonista, plantea
Estrellas es el de las implicancias de actuar la propia identidad
subalterna —la identidad de la pobreza y todos los estereotipos
culturales, sociales y delictivos que se le asocian—, así como las
de convertir esa actuación en un recurso para acceder al mer-
cado de trabajo, a través de la industria del espectáculo. En
este sentido, podríamos pensar que en el marco del nuevo es-
píritu del capitalismo (según la conceptualización de Boltanski

5. Claire Bishop, “Performance delegada: subcontratar la autenticidad”, en Otra


parte, n° 22, verano 2010-2011.
6. José Carlos Avellar, “La cámara lúcida”, en Jens Andermann y Álvaro Fernández
Bravo (comps.), op. cit.
apuntes sobre la distancia | 149

y Chiapello)7 este aprovechamiento desenfadado y provocador


de la mercantilización de lo “auténtico” estaría en las antípodas
de lo que en los años ochenta mostraba, en la televisión argenti-
na, ese sketch de Tato Bores en el que un actor negro, al que su-
puestamente contrataban siempre para papeles de mucamo o de
pianista, se quejaba: “Tato, yo soy actor y me llaman para hacer
de negro. Pero yo no hago de negro, yo soy negro, no me enca-
sillen”. También, al otro lado de ese clásico de los años sesenta
que es La familia obrera de Oscar Bony. Es cierto, como observó
Ana Amado, que el cuadro en el que la tríada familiar, enmar-
cada en la casilla que la troupe de la villa arma en tres minutos,
es, además de una cita de la instalación —cita en la que por lo
demás León y Martínez enfatizan la puesta en escena al subrayar
la indistinción entre una casilla real y una de utilería—, una ver-
sión actualizada y precarizada de la pobreza.8 No menos cierto,
sin embargo, es que la escena de Estrellas puede verse también,
casi, como una negación de la exhibición en el Instituto Di Tella,
inclusive como una puesta entre paréntesis de su ironía. Y es que
el mundo del trabajo que en los años sesenta distribuía los roles
familiares asignándole a cada uno un lugar y una función (un lu-
gar en la fábrica con uniforme flamante y un lugar en el hogar
para las tareas escolares: esto es, trabajo, educación, hogar) es lo
que el grupo familiar de la villa de los 2000, que se reúne en un
tiempo ocioso —muerto— en torno del mate y de la inactividad,
coloca en el afuera y en potencial: en la voz de los protagonistas,
el trabajo y la educación están ahora del lado de “lo que se podría
hacer”, de las tareas que “podrían realizar”, de las capacitaciones
a las que “deberían” aspirar.
Pero en la representación, en el acto de la representación, hay,
además, otras aristas sobre las que me interesa llamar la aten-
ción. Como las performances teatrales de Lola Arias (Mucamas)

7. Luc Boltanski y Ève Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Madrid, Akal, 2002.
8. Ver Ana Amado, “Arte participativo. El trabajo como (auto) representación”,
op. cit.
150 | sandra contreras

y de Gerardo Neumann (Fábrica), que formaron parte del Festi-


val Ciudades Paralelas en Buenos Aires, en 2010, el documental
de León y Martínez, dice Ana Amado, permite a su protagonista
testimoniar sobre su condición e identidad.9 A través de ese mis-
mo discurso, sin embargo, se subraya la falta de límites entre lo
real y lo ficcional de esa condición y de esa identidad cuando se
elige representarlas al mismo tiempo que, transmutado en elen-
co autogestionario, se asume la subjetivación penal/cultural del
programa de exclusión constitutivo de nuestras sociedades y se
culturaliza el crimen hasta disolverlo simbólicamente en sendas
apariencias. Ahora bien, más allá del hecho de que, si decidiéra-
mos considerar a Estrellas como la puesta en escena de una per-
formance delegada, deberíamos advertir que se trata en todo caso
de una singular adaptación o traducción (se trataría, en realidad,
de una performance delegada promovida por el mismo “subcon-
tratado”, en tanto la iniciativa de que los papeles de “pobres” y
“villeros” los hagan los mismos pobres y villeros es del mismo
Julio Arrieta, y su origen es la necesidad de trabajar), más allá,
entonces, de la singular vuelta que el documental le imprime a
esa práctica tan extendida en el arte contemporáneo, es preciso
recordar que el más estricto contexto de este tipo de manifesta-
ción es el de los cambios económicos: el auge de la subcontra-
tación o tercerización del trabajo en tanto recurso neoliberal de
la globalización como herramienta para optimizar los beneficios
(el rendimiento, la performance precisamente) pero también en
tanto subterfugio por el que las empresas nacionales y multi-
nacionales se eximen de la responsabilidad legal por las condi-
ciones de trabajo. Una performance delegada, postula Claire Bi-
shop, remite y señala siempre esa transacción (las mejores, dice,
la convierten en tema de la obra); pero lo más común, observa, es

9. Ciudades Paralelas es un proyecto con curaduría de Lola Arias y Stephan Kaegi,


montado en distintas oportunidades, en distintas ciudades (Berlín, Zúrich,
Varsovia, Copenhague, Calcuta, etc.), y en noviembre de 2010, en Buenos
Aires.
apuntes sobre la distancia | 151

que esos arreglos, no obstante el lugar central que ocupa el pago,


tiendan a ser tácitos.
Y sucede que, ostensiblemente, el tema del pago por la actua-
ción de la propia identidad es capital en Estrellas. “Páguennos”,
le dice todo el tiempo Arrieta a los productores. ¿Pero se lo es-
tará diciendo también a León y a Martínez? Si la realización de
El nexo, la película de ciencia ficción que Sebastián Antico filma
enteramente en la villa a partir de un cuento de Arrieta y cuyo
rodaje es lo que se documenta en buena parte de Estrellas, se pre-
senta en el documental como resultado de una transacción fun-
dada en el don (el rodaje es un regalo del director y el “regodeo”,
el placer, es lo que Arrieta busca y obtiene en la actuación y en la
realización fílmica de su escrito), ¿podrá pensarse que, en otro
sentido, tal vez como una herramienta para publicitar o exhibir
la iniciativa de Arrieta, la realización de Estrellas sería la base de
una transacción tácita entre el documentado y los documentalis-
tas? ¿entre un personaje-actor y unos directores que, a diferen-
cia de Antico, nunca aparecen en escena ni son mencionados?
Por otra parte, y para seguir en el orden de la economía, ¿no
se convierten de algún modo los documentalistas en cómplices
de una competencia, en algún punto, desleal? Porque si es cier-
to que lo que Estrellas documenta es la estrategia de Arrieta para
“pedir trabajo” —y por mucho que podamos debatir en torno a
la potencialidad emancipadora que pueda o no tener el ofrecer
actuar la propia identidad casi como una condena, competir por
el espacio de trabajo será siempre, quién lo pondría en duda, le-
gítimo—, ¿no sucede también que, pariente de la flexibilización
laboral, el dumping implica una competencia desleal?, ¿no es cier-
to también que cuando eso ocurre en el mercado de trabajo se
vuelve indefendible? Arrieta pide que se le abra un espacio de
competencia en el terreno de los actores profesionales, sí, pero
eso quiere decir también, en el terreno de los trabajadores agre-
miados. La informalidad que se aprovecha de nuevas necesida-
des del mercado (“nos necesitan, nos usan: que nos paguen”)
le permite también avanzar, sin mayores escrúpulos, sobre un
152 | sandra contreras

sector que bien puede enarbolar conquistas gremiales. ¿O los


actores no son también trabajadores? Y entonces, ¿qué tipo de
representación se arroga Julio Arrieta? Si es evidente que su ám-
bito es el de la representación en dos sentidos (el de la actuación
en sí y el de la representación de otros: delegado político o re-
presentante profesional), ¿cuál es la calidad institucional, social,
política, de esta representación, de esta autogestión (el free-lance,
el managereo) frente a la representación gremial? En este sentido,
como espectadores, inmediatamente nos ponemos de su lado
cuando el dumping tiene lugar en el terreno de la producción y
fracasa en la puja con los productores de una película de Alan
Parker en Buenos Aires. ¿Pero qué sucede cuando la iniciativa de
Arrieta gana en la batalla con otros actores por el papel en la tira
de la televisión argentina? La escena en la Asociación de Actores,
en la que discuten el actor Jean-Pierre Reguerraz y el director
de cine Adrián Caetano, es, desde luego, central. Se la ha leído
como un duelo de performances en un marco que, por la loca-
ción y también por la reconocida trayectoria de Reguerraz en
la escena independiente y oficial argentina, enfatiza lo teatral.
También como un duelo que termina en empate: un duelo au-
to-irónico en el que cada uno juega su parte, colocándose a uno
y otro lado en el debate en torno del recurso a actores no pro-
fesionales y, por consiguiente, en torno de la definición misma
de actor. Ya Joanna Page observó que este debate estético es, de
ambas partes, una pantalla detrás de la cual se ocultan intereses
económicos. Postula, además, que la victoria de Julio Arrieta su-
pone “arrebatarle papeles a la clase media entrenada en escue-
las de teatro”.10 Me pregunto, sin embargo, ¿podría verse en esa
victoria, proyectada en la posición de Caetano, nada más que un
triunfo del “anti-academicismo” contra la resistencia del actor
formado profesionalmente, como si el derecho a trabajar que

10. Joanna Page, “Más allá de la reflexividad: actuación y experiencia en León,


Rejtman y Coutinho”, op. cit.
apuntes sobre la distancia | 153

esgrime Reguerraz (en representación de los actores profesio-


nales) fuera simplemente un gesto elitista? Lo que yo veo, más
bien, en este sentido, es la puesta en escena de un espacio en que
se enfrentan las posiciones de dos trabajadores disputándose el
reparto del paupérrimo mercado laboral del presente. No por
nada, el único que se ríe en la escena, distendido, es Caetano, el
director, que en un medio donde, como repite Reguerraz, “falta
trabajo”, decide, y por qué no decir que “se da el lujo de”, elegir a
actores no profesionales porque “tienen mejor dicción”. ¿Se trata
nada más que de una opción estética? En la discusión, Regue-
rraz exige el respeto de códigos —y más que los de la academia,
esos son los códigos de trabajo, que provienen, no habría que ol-
vidarlo, de conquistas sindicales— aunque tiene la mala idea de
comparar la capacidad de actuar con la capacitación profesional
que, por ejemplo, se le requiere a un cirujano. Claro que no sa-
bemos si estas frases pertenecen “auténticamente” a Reguerraz
o si están pautadas en el guión de León-Martínez, o en el guión
de León-Martínez-Caetano. En cualquier caso, y aunque todo
y en especial la señalada “sobreactuación” de Reguerraz, haga
evidente que es la escena más guionada del film, políticamente
es también, para el espectador, uno de sus momentos más com-
plejos: nos confrontamos allí con un discurso que explicita no
la mercantilización de lo auténtico (Boltanski-Chiapello) sino el
aprovechamiento económico de la batalla entre los trabajadores,
con un debate estético incómodamente entrelazado con la ten-
sión entre dos demandas laborales, con una ambivalencia que
afecta tanto a la posición del protagonista como a la del director
(representante allí de los realizadores: ¿artistas o empleadores?),
y también nuestra empatía.
Hay aún otro aspecto, en las ambivalencias de Estrellas, que
me interesa especialmente. Decir que la performance delegada
reifica a sus participantes es, sigue Claire Bishop, dejar el tra-
bajo a medias: implica olvidar el placer oculto del participante
que explota su subordinación, obliterar el placer del espectador
mismo al observarlo. Por el contrario, dice, sería preciso ensa-
154 | sandra contreras

yar “una interpretación más compleja que las ofrecidas por un


discurso crítico contemporáneo enraizado en el pragmatismo
positivista y en un mandato de mejoramiento social que reduce
este tipo de obra a previsibles cuestiones de corrección política”
y considerar, por lo tanto, en esos gestos artísticos “los placeres
perversos que los subyacen”.11 En este sentido, aun con la salve-
dad que ya hicimos y que casi impide considerarlo estrictamente
como una performance delegada, entiendo que una lectura de
Estrellas se beneficiaría enormemente de la premisa metodoló-
gica de “ubicar el placer en cada instancia” de los mecanismos
puestos en escena y que componen la obra: permitiría pensar lo
documentado no como “una realidad escenificada de manera
caprichosa para los medios” sino como una “presencia mediada
paradójicamente”; pensar, de este modo, la particular naturaleza
de su ambivalencia. ¿O no hay algo más en ese performer que tene-
mos frente a cámara, y que, la mayor parte del tiempo actúa de sí
mismo? ¿Algo así como el suplemento de un deseo que viene del
pasado y que tiene que ver con el deseo mismo de ser actor? Y es que
en el pasado de Julio Arrieta, del personaje y del actor, no solo
se encuentra la actividad del “puntero”, la subcontratación po-
lítica. También de ese pasado proviene, y desde muy temprano,
de veinte años atrás, el interés por impulsar un grupo vocacional
de teatro, el interés por capacitarse para enseñar o para invitar
a otros a manejar la cultura como un derecho propio. Pero so-
bre todo de ese pasado proviene, como desde siempre, el deseo
de actuar. Un deseo que en el documental sigue enunciándose
como ilusión (“¿por qué no un Shakespeare, por qué no un Al-
fredo Alcón?”, se pregunta Arrieta) pero también como un placer
innegociable (la indignación ante el travesti que tuvo la insolen-
cia, “el tupé”, de dejar el set de grabación para ir a la cancha de
Huracán “a ganar mejor con la prostitución”, tendría su raíz en
este deseo suplementario).

11. Claire Bishop, “Performance delegada: subcontratar la autenticidad”, op. cit.


apuntes sobre la distancia | 155

Y entonces, ¿cómo se mira ese placer, el placer impagable de


la actuación? Pegados al exotismo de su objeto, los directores de
Estrellas, dice Oubiña, confunden una estrategia de superviven-
cia con una elección de vida, y de este modo le hacen perder a
sus protagonistas su condición de víctimas. Comprendo el seña-
lamiento, pero, sin pretender idealizar ni negar la realidad de la
carencia, me pregunto a la vez: ¿es seguro que no habría que ver
en el placer de Julio Arrieta —en el placer de posar, por pararse
frente a la cámara y por actuar en el teatro— un momento de
verdad?
Más aún, diría que ese momento de verdad está fuertemente
anclado en los dos mayores capitales que tiene, y que exhibe y
hasta impone, Arrieta en el film: el celo por sus ideas (la “idea”
es siempre su gran capital) y la fruición por la palabra. “Todo lo
tengo acá en el cerebro: el que va a armar la nave soy yo”, dice
tres veces en el rodaje de El nexo. “El que lo tiene acá en el cere-
bro soy yo, salga bien o mal”, dice Arrieta. Por lo demás, tal vez
no haya que pasar por alto que se trata de ideas “compositivas”:
cómo componer el mundo de la ciencia ficción, cómo armar un
set, cómo construir una nave. Tampoco, que la suya es una pala-
bra que no cesa de fluir y hasta discurre de un modo avasallante
(así, por ejemplo, la escena en la que corta y desplaza la explica-
ción que empieza a dar Antico, el director, sobre la filmación de
El nexo y en la que toma la palabra en su lugar).
¿Y de dónde surge la palabra de Arrieta? ¿A quién es que le ha-
bla en el documental? ¿Quién le pregunta? En principio, León y
Martínez dicen que guionaron el texto del documental a partir
de lo que le escuchaban decir al protagonista; por esto mismo
lo presentan como un film. Pero dicen también que todo surgió
de esas frases-ocurrencias capitales (“ser portador de cara”, “por
qué no tenemos derecho a tener extraterrestres”) que eran del
propio Arrieta; esto es, que en el comienzo estuvieron la palabra
y la idea de Arrieta. Sin embargo, más allá de ese origen doble,
y hasta ambivalente, me interesa el hecho de que esa palabra
muestra, en el film, una historia previa. Son la voz y la palabra de
156 | sandra contreras

Arrieta documentadas en los archivos de televisión (podríamos


decir: las respuestas que obtienen los conductores del programa
de televisión en el que Arrieta es entrevistado en años anteriores,
finalmente documentan la palabra del personaje frente a la cáma-
ra de León y Martínez). Y es también, y sobre todo, la palabra de
un cuento —de un relato escrito por Arrieta— que sirve de base
a una película (El nexo) y con la que, por lo demás, se da inicio a
Estrellas: un cuento de ciencia ficción, que se titula Los simulcos
y que Arrieta sitúa sabiamente en el terreno de lo imaginario.
Arrieta, entonces, representa en varios frentes: actúa, por sí y para
sí, e interviene en representación de otros. Además escribe, y so-
bre todo habla, y lo hace sin parar.
Cuerpos actuando y cuerpos hablando. También los de Copa-
cabana son cuerpos actuando, aunque es evidente que casi no ha-
blan: hay voces lejanas, como anónimas, perdidas en los planos
fijos durante los ensayos; o voces que, cuando se escuchan, como
la que recuerda momentos pasados mientras repasa las hojas de
un álbum de fotos, se emiten como desconectadas, distanciadas,
del cuerpo que las pronuncia (la única voz que está conectada a
un rostro es la del teléfono en la cabina y ese rostro se ve a través
de un espejo). Y me pregunto, ¿es tan seguro que el ascetismo
narrativo, en el que la escasez de palabras es método principal,
nos pone a completo resguardo de toda forma de pintoresquis-
mo? En nuestro vocabulario crítico, moldeado probablemente
en el clasicismo borgiano (en el costado clásico de Borges), “pin-
toresco” se asocia a “costumbrismo” como al peor de los males.
Pero tal vez no venga mal recordar aquí, ya que ahora fue tradu-
cido al español, la genealogía histórica del término “pintoresco”
que reconstruye Susan Stewart en El ansia. Frente a lo sublime, lo
pintoresco, dice Stewart, es lo que está marcado por una armo-
nía de forma, color y luz, que es además, una modulación aproxi-
mada por una mirada distanciada. Lo pintoresco es también esa
domesticación algo burguesa de lo sublime que emerge a fines
del siglo XVIII y florece durante el período victoriano. O bien: la
naturaleza aterrorizadora y agigantada de lo sublime es domes-
apuntes sobre la distancia | 157

ticada en la naturaleza ordenada y cultivada de lo pintoresco. Y


concluye: mientras lo sublime lleva la marca de una potencial te-
meridad, una peligrosa rendición al desorden en la naturaleza,
lo pintoresco está marcado por una armonía de forma, color y
luz, una modulación aproximada por una mirada distanciada.12

Marzo 2014

12. Susan Stewart, El ansia. Narrativas de la miniatura, lo gigantesco, el souvenir y la


colección, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2013. También Oubiña, en su artículo
“Las huellas del pie” (op. cit.) remite al libro de Stewart, solo que para pensar,
a partir de sus precisiones históricas sobre el cuerpo del carnaval, los riesgos
implícitos en la espectacularización de lo grotesco.
Relato y comunidad. Sobre el primer cine
de José Celestino Campusano

con Patricio Fontana, Lucía de Leone y Cristian Molina

Cuando en su polémica con el relato hegemónico del arte con-


temporáneo, con su pretensión de poner fin a la separación
del espectáculo de la realidad o de la vida, propone interrogar
la idea de que el teatro sea por sí mismo un lugar comunita-
rio, Jacques Rancière establece una potente distinción entre lo
“común” y lo “colectivo”. “El poder común a los espectadores
—dice— no reside en su calidad de miembros de un cuerpo co-
lectivo o en alguna forma específica de interactividad”.1 Reside,
en cambio, en esa capacidad que tiene cada uno o cada una de
ligar aquello que percibe a una aventura intelectual singular, y
es esa capacidad —común, no colectiva— lo que los vuelve se-
mejantes a cualquier otro aun cuando su aventura no se parezca
a ninguna. En este sentido, y como sabemos, la apuesta de El
espectador emancipado es revocar el privilegio de vitalidad con-
cedido a la escena teatral para concebir su potencia comunita-
ria, de otro modo, como una nueva escena de la igualdad: una
comunidad, sí, pero comunidad emancipada hecha de narra-
dores y traductores. Probablemente no haya en Argentina cine
más indiferente a la agenda performática contemporánea que
el de José Celestino Campusano. Y sin embargo, es preciso ver

1. Jacques Rancière, El espectador emancipado, Buenos Aires, Ediciones Manantial,


2010.
160 | sandra contreras

cómo, por eso mismo, el potente vitalismo que lo informa y la


inédita experiencia de comunidad que lo define trastorna, en el
contexto del cine argentino del siglo XXI, la pregunta por la re-
lación entre arte y política, conmoviendo de paso nuestro lugar
de espectador.
“Hijo y hermano de boxeadores” y “sobreviviente de varias ba-
tallas”, dice la página institucional de su productora, Cinebruto,
Campusano “ha deambulado insistentemente por las entrañas
de zonas periféricas de diversos países”, tuvo una infancia y ado-
lescencia “signadas por un desprecio absoluto a la educación ofi-
cializada y a todos y cada uno de los mecanismos de inserción
social”, y hoy profesa “una acérrima actitud anarquista”.2 Me in-
teresa esta presentación autobiográfica, en la que se identifican
un origen social, una experiencia de vida, unos ámbitos (menos
de pertenencia que de circulación) y una ética. Porque precisa-
mente esas batallas, a las que sobreviven pero a las que sobre
todo sucumben unos habitantes, entre empobrecidos y margi-
nales, de las periferias de los partidos del conurbano bonaerense
(Ezpeleta, Berazategui, Quilmes, Ezeiza, Echeverría, Bosques,
nunca las villas), serán la materia sustancial de sus historias. Y
porque ese anarquismo, bajo la forma de una negativa a toda su-
jeción, constituye, al menos en los films de la primera parte de su
producción, la base ética de los motociclistas, rockers, expresi-
diarios o dealers de armas tumberas, que son sus protagonistas.
También, el fundamento de su arte: el de una apuesta estética
que prescinde, sin impostación, de la aprobación del gusto al
uso, y que hace de esa prescindencia, antes que un desafío al po-
der de las instituciones, un lema de soberanía irrenunciable.
A esa ambición, a un tiempo realista e iconoclasta, Campusa-
no le dio el nombre de brutalidad. Pero le da a su vez como objeto,
y esto me interesa hoy aquí, la afirmación (la expresión) de vida.
El realismo radical de Campusano, podría decirse, es indisocia-
2. La página institucional de Cinebruto, cinebruto.com, ha sido recientemente actua-
lizada. La presentación tal como la cito aquí sigue encontrándose, al 24 de agos-
to de 2017, en http://blog.filmstofestivals.com/el-perro-molina-1779/.
relato y comunidad | 161

ble de una poética de la vida. Una poética que despliega sistemá-


ticamente en entrevistas e intervenciones orales a través de un
cuerpo articulado y muy preciso de conceptos, y que podría ser la
vía de entrada no solo para pensar su singularidad en el contexto
del cine vernáculo contemporáneo sino también la reconfigura-
ción de la idea de comunidad que lo define, y de la que quiero
ocuparme en esta presentación.3

1. Vitalismo
La convicción primera de que, por ser una materia en la que
técnicamente quedan impresas sus huellas (el “cine orgánico”
como una “materia compuesta de tejido vivo”), el cine es la for-
ma de “conservar” la “vida más sublime”, no es otra, claro está,
que la del realismo ontológico baziniano (aunque la preferencia
por el término “conservar” sobre “registrar” y la atribución a esa
vida de una cualidad de “sublime” indican ya la idiosincrasia de
la poética de Campusano).4 Del mismo modo, el recurso a loca-
ciones reales pero sobre todo a una gran mayoría de actores no
profesionales, eventualmente a algún que otro semi-profesional
o poco conocido, para mejor testimoniar esa vida, se entronca,
desde luego, en la gran tradición del neorrealismo (sobre todo en
la negación del principio de la star y en la utilización indiferen-
te de profesionales y actores eventuales) al mismo tiempo que
participa de esa masiva apertura actual de la imagen cinema-
tográfica a la vida que, desde Pizza, birra, faso (Adrián Caetano,
1998), Mundo grúa (Pablo Trapero, 1999), Bonanza (Ulises Rosell,
2001) o La libertad (Lisandro Alonso, 2001), es uno de los signos

3. Este trabajo fue leído en el Simposio “Lazos”, de la Universidad de Leiden, en


julio de 2016, e integra la compilación Lazos: desgarraduras y vínculos en el arte y la
cultura latinoamericana, realizada por Luz Rodríguez Carranza y Mario Cámara
(Editorial Universitaria de Villa María, en prensa). Las hipótesis que propongo
en él surgen de los intercambios con Patricio Fontana, Lucía de Leone y Cristian
Molina, y empiezan a escribirse con ellos tres.
4. Campusano formuló esta idea en la conferencia de prensa del 28º Festival Inter-
nacional de Cine de Mar del Plata, el 22 de noviembre de 2013. Aquí su interven-
ción completa: https://www.youtube.com/watch?v=u-FnWYKCmdY&t=1230s.
162 | sandra contreras

distintivos del nuevo cine argentino.5 Y, sin embargo, hay algo


ligera pero definitivamente diferente en el vitalismo de Cam-
pusano. Por un lado, diría que no se trata, estrictamente, de
esa amalgama entre la conformidad físico-biográfica del actor
y las condiciones morales del guión de la que el film neorrealis-
ta, dice Bazin, obtiene su extraordinaria sensación de vida, sino
de una imbricación existencial según la cual es imprescindible,
para Campusano, que los intérpretes hayan vivido experiencias
muy próximas a las que se narran y, más aún, que hayan “pagado
en dolor lo que han vivido” (estos son sus términos).6 Por otro,
tampoco se trata, por ejemplo, de esa pulsión por observar antes
que narrar que Lisandro Alonso practica en La libertad, cuando
registra un día en la vida de Misael, un hachero de La Pampa,
ni, exactamente, de registrar tranches de vida, como lo hace Pa-
blo Trapero en Mundo grúa, cuando se abre a la vida misma del
personaje, el Rulo, que supo apoderarse de la historia.7 Y es que,
en otra dirección que la del despliegue sin pausa de lo biográfi-
co en el que las narrativas del presente encuentran el resguardo
inequívoco de la existencia,8 la opción de Campusano no apuesta
tanto a revelar la verdad de la vida del actor como a hacer res-
plandecer una historia que ha sido vivida en, y por, la comunidad.
Aquí el impersonal es clave.
En este sentido, y acorde con los términos según los cuales
lo entiende como una suerte de “reencantamiento” del mundo
(habla de “energías instaladas en los ámbitos”, del karma y de la
“esencia áurica” que “irradia”, por ejemplo, el rostro de Vikingo),9

5. Ver André Bazin, “El realismo cinematográfico y la escuela italiana de libera-


ción”, ¿Qué es el cine?, Madrid, Rialp, 2008; Gonzalo Aguilar, “¿Quién le teme a lo
real?”, Más allá del pueblo. Imágenes, indicios y políticas del cine, Buenos Aires, Fondo
de Cultura Económica, 2015.
6. Véase la entrevista realizada en 2009, en la ciudad de Córdoba, en ocasión de
presentar la película Vil Romance: https://www.youtube.com/watch?v=UeeYGJ_Agcg.
7. Ver Gonzalo Aguilar, “¿Quién le teme a lo real?”, op. cit.
8. Leonor Arfuch, El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010.
9. Ver la entrevista realizada por Roger Koza, para el programa El Cinematógrafo,
Córdoba 2010, https://www.youtube.com/watch?v=g3fCmxIOjtM.
relato y comunidad | 163

en el vitalismo de Campusano podría resonar, antes bien, la dia-


léctica vida-muerte que postula un “empirismo herético” como el
de Pier Paolo Pasolini. No pretendo en absoluto aproximar uno
y otro cine; simplemente, encuentro provechoso remitir a unos
términos desde los que es posible, creo, comprender mejor los
alcances de la apuesta. “El cine es prácticamente una vida des-
pués de la muerte”, decía Pasolini en 1967, con lo que se estaba
refiriendo no al poder del carácter indicial de la imagen fílmica
sino a la potencia estructurante de sentido que, del mismo modo
en que lo hace la muerte en relación con la vida, la operación de
montaje introduce en la acción de un film. Me refiero a esa dialéc-
tica vida-muerte desde la cual Pasolini optaba por el montaje (en
todo caso el plano secuencia simulado) contra el plano secuencia
infinito del “nuevo cine”, no en el sentido de una discusión con
“el breve, sensato, medido, natural y afable plano-secuencia del
neorrealismo” que, decía, “con su culto optimista de la realidad
nos da el placer de reconocer la realidad vivida cotidianamente”,
sino en el sentido de un rechazo del “largo, insensato, desmesu-
rado, innatural, mudo plano-secuencia del nuevo cine” que, por
el contrario, “con su culto exasperado por la realidad, nos pone
en un estado de horror ante la realidad”. Esto es, la dialéctica vi-
da-muerte desde la que optaba por la dación de sentido contra
la profesión de insignificancia, y desde la que afirmaba que así
como una vida, con todas sus acciones, es descifrable total y ver-
daderamente después de la muerte, cuando sus tiempos se acor-
tan y lo insignificante cae, así en un film es preciso la operación
de montaje que introduce la instancia de muerte desde la cual
una vida adquiere sentido. Y dado que el tiempo es de este modo
finito, en el film es necesario “aceptar la fábula a la fuerza”.10
Remito entonces a los ensayos de Pasolini no para proponer
una innecesaria comparación con el “realismo de los cuerpos fil-

10. Pier Paolo Pasolini, Empirismo herético, Córdoba, Editorial Brujas, 2005. En gene-
ral, los artículos del volumen a los que remito son: “Observaciones sobre el plano
secuencia”, “Ser, ¿es natural?”, “El miedo al naturalismo”, “Los signos vivientes y
los poetas muertos”.
164 | sandra contreras

mados”11 sino porque sus argumentos y su formulación permi-


ten pensar cómo es que el vitalismo de Campusano, que técni-
camente no se traduce en la distancia del plano secuencia, ni en
su uso recurrente, ni en el uso libre de la cámara (cf. La libertad,
Mundo grúa), es indisociable, por el contrario, de la fuerza signi-
ficante de la fábula. El cine, dice una y otra vez Campusano, es la
posibilidad de retener el brillo de una piel o el timbre de una voz
que son testimonio de “la vida más sublime”, y que “ya no están”.
Pero si esto es así, diría a su vez su cine, es porque lo que res-
plandece en la pantalla, entre esos rostros y cuerpos que irradian
una “esencia aurática” y llenan el plano como huellas sociales, es,
precisamente y ante todo, una historia. Una historia dotada fuer-
temente del sentido de haber sido vivida: por alguien, por algunos,
en la comunidad. Una historia que, de este modo, se presenta
con la fuerza del advenimiento de lo impersonal. Una historia,
por lo demás, en torno de la cual, dice Campusano, es preciso sa-
ber construir un “estado de ensoñación” para que interese, siga
“viva” y perdure en la memoria.12 Quizás, para un gusto educado
en la percepción de las acciones cotidianas de, por ejemplo, un
hachero, que la cámara puede registrar en un extenso plano se-
cuencia, la disonancia del cine de Campusano —su brutalidad,
ese efecto de mal cerrado, de mal resuelto— resulte de la arti-
culación entre el registro documental (de cuerpos y voces) y una
historia de estructura y montaje clásicos, de cuya presentación
esperaríamos una actuación al estilo naturalista.13 Y sin embargo

11. Jean-Louis Comolli, “El realismo como utopía”, La madriguera (4), 1998.
12. Ver la entrevista realizada por Roger Koza, para el programa El Cinematógrafo,
Córdoba 2010: https://www.youtube.com/watch?v=g3fCmxIOjtM.
13. Patricio Fontana ha precisado muy bien que las actuaciones supuestamente fa-
llidas, poco creíbles, duras, antinaturalistas, a las que se les reprocha el restar-
le verdad a las imágenes, son el “testimonio no de una incapacidad de Campu-
sano para elegir o dirigir a sus actores sino, por el contrario, de la opción por
el artificio y por cierta incomodidad en la recepción de un cine, por lo demás,
virtuosamente realista”. “Hay que aprender a escuchar el cine de Campusano”,
dice Fontana; “aprender a escuchar esa deliberada apuesta por unas actuaciones
definidas por una cadencia tonal muy diferente de aquella a la que el cine más
relato y comunidad | 165

es preciso ver cómo cuando esa historia resplandece (hay siem-


pre un punto de torsión en las historias filmadas, que suele coin-
cidir, para mí, con el punto en que los hilos de la trama empiezan
a cruzarse), la película cobra espesor, y toda disonancia se retrae,
y hasta desaparece.
Lo que tiene que perdurar es la historia. Más aún, una histo-
ria, antes que un relato.14 Lo sintetiza muy bien Marcos Vieytes:
“Lo indudable es que ante toda película de Campusano uno sien-
te que tenía algo previo que contar y que esa condición previa del
relato se impone a toda cauterización retórica”; y “esa herida an-
terior queda abierta sin sutura posible, sin representación capaz
de cerrarla, incluso más allá de la voluntad del director”, como si
“el cine mismo [fuera] menos importante que el traslado de esa
historia previa de la manera más viva posible, la manera de los
muchos que la vivieron, se la contaron y participan de sus pelí-
culas, y esa distancia insalvable entre el material oral comunita-
rio que da nacimiento a las películas y el Cine con mayúsculas es
saludable como pocas”.15
En efecto, desde esta perspectiva no solo se puede compren-
der mejor el rechazo vehemente de Campusano a que sus ficcio-
nes de violencia sean adscriptas a la matriz genérica del western
americano sino sobre todo percibir su vocación de inscribirlas,
si de buscar tradiciones se trata, en una fuerza narrativa de otro

adocenado nos tiene acostumbrados”. Patricio Fontana, “Las reglas del juego. So-
bre Placer y martirio de José Celestino Campusano”, en Informe escaleno, abril 2015.
Disponible en http://www.informeescaleno.com.ar/index.php?s=articulos&id=309.
14. Dice Campusano en la entrevista realizada por Mercedes Halfon, a propósi-
to de la presentación de El Perro Molina: “Quería que hubiera una construcción
coral, con la mayor cantidad de elementos reales posibles. Si la persona habita
en el ámbito y ha presenciado algunas anécdotas, eso no tiene que morir, tie-
ne que ser el cordón umbilical con la cámara. Porque si muere eso, muere mu-
cho”. Mercedes Halfon, “Luchando por el metal”, en Radar, Página/12, 21 de di-
ciembre de 2014, disponible en https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/
radar/9-10257-2014-12-21.html.
15. Marcos Vieytes, “Bien debute” (sobre Fango, 2012), en Hacerselacrítica. Escritura
crítica de cine, disponible en http://www.hacerselacritica.com/bien-debute-por-marcos-
vieytes/.
166 | sandra contreras

orden, de otro tiempo tal vez. Se dirá, desde luego, que no hay
por qué creerle a Campusano todo lo que dice, y que no obstante
su declamado “antiimperialismo” es indudable su destreza en el
manejo de los géneros (Vil Romance, un melodrama marginal y
gay; Vikingo, un western motoquero). Pero su convicción de que el
fluir de sus historias provienen no de los formatos del cine y mu-
cho menos de Hollywood sino de una práctica tan antigua como
la literatura misma (“de los juglares, incluso de mucho antes, de
los fogones del Paleolítico”) señala una verdad de la pulsión de su
relato.16

2. Comunidad
Será por esto también que Campusano narra como conociendo
el significado antiguo de las palabras. Me refiero a la idea de co-
munidad, en la que se articula una forma de trabajo cooperati-
va (el principio básico de Cinebruto es integrar a la comunidad
en contenidos, interpretación, producción ejecutiva y difusión)
pero que informa, a su vez, y esto es lo que me interesa aquí, la
lógica y la ética del relato. Pienso, particularmente, en la trilogía
integrada por Vil Romance (2008), Vikingo (2009) y Fango (2012),
los tres primeros largos en los que, como abrevando en la deri-
va etimológica que reconstruye Roberto Espósito, la circulación
de la violencia por los barrios pobres del conurbano bonaerense
contemporáneo se cuenta al modo de unas historias de dones y
de deudas en las que se pone en acto la experiencia ambivalente,
y trágica, de una comunidad.17
Pero si recorto estos films es porque en ellos tres la ley de la
comunidad (la de la circulación del munus a través de la palabra
oral) se afirma independientemente de toda confrontación con
el afuera. Esto es, como si no necesitara, para constituirse, reco-

16. Patricio Fontana y Lucía de Leone, “Entrevista I. Hacia un cine de lo heterogéneo.


Conversación con José Celestino Campusano”, en Informe escaleno, abril 2015,
disponible en http://www.informeescaleno.com.ar/index.php?s=articulos&id=316.
17. Roberto Espósito, Communitas. Origen y destino de la comunidad, Buenos Aires,
Amorrortu, 2003.
relato y comunidad | 167

nocer una explícita confrontación con el Estado. En efecto, antes


de Fantasmas de la ruta (2013) y de El Perro Molina (2014), cuando
la trama la incorpora como parte de las redes criminales y por
lo tanto la hace interactuar con los protagonistas de la ficción,
la policía, en tanto expresión inmediata del Estado, es recono-
cida como uno de los tantos peligros de la calle (igual que el de
las alimañas, dice Raúl en Vil Romance) o como un pasado que se
quiere mantener a distancia (la cárcel a la que Nadia, en Fango,
no quiere volver). Pero no solo su mención, brevísima, se hace
como al pasar, sino que además, y esto es capital, de ningún
modo constituye, en el guion, una instancia a la que los perso-
najes necesiten recurrir para definir su identidad, ni su posi-
ción. Tampoco la crisis económica, política, social. Quiero decir,
el empobrecimiento está allí, como un dato duro de la realidad.
Y, aunque no haya referencias temporales específicas, sabemos
muy bien que se trata de su agravamiento después de 2001 y a lo
largo de los años en que se ruedan las películas (entre, digamos,
2000 y 2012), sencillamente porque el presente estalla como una
evidencia en la pantalla. Y sin embargo, ni el desarrollo del relato
recurre a esas crisis para explicar ninguna de sus circunstancias,
ni los personajes a una condición de marginalidad o a unas ca-
rencias para definirse. No hablan de eso. En este sentido, basta
con recordar el marco policial de una película como Pizza, birra,
faso (que comienza con la persecución y termina con la deten-
ción, de la comunidad de jóvenes marginales) o el gran tema de
la falta de trabajo que configura, de principio a fin, la situación
de Rulo en Mundo Grúa, para medir el giro que, en el contexto del
nuevo cine argentino que ya había cortado, y radicalmente, con
el discurso denuncialista de los años ochenta, el primer Campu-
sano imprime, o vuelve a dar, en la representación de los secto-
res populares en la Argentina contemporánea.
Me interesa muchísimo este vacío en la representación. Los
problemas estéticos y políticos que plantea (los del lazo entre es-
tética y política) son, creo, enormes. Por el momento, diría: como
pocos, Campusano presenta comunidades idiosincráticas —re-
168 | sandra contreras

conocibles en la pertenencia a un ámbito, en sus inscripciones


corporales, discursivas, lingüísticas— al mismo tiempo que las
sustrae a la coacción identitaria de un sujeto colectivo. Y en esto
mismo reside la potencia política de la trilogía: en el hecho de
que, en lugar de constituirse como una “propiedad” (un atributo,
una determinación) que califica a los sujetos que une como per-
tenecientes a un mismo conjunto, la comunidad funciona como
un acontecimiento en que se experimenta, dolorosamente, la
ambivalencia de un munus tan hospitalario como hostil, tal como
circula antes de coagular en un uso político (esto es, en una polí-
tica identitaria del pueblo).
Entonces. Diría que la lengua nueva que habla el cine de Cam-
pusano va a la raíz de la comunidad: al munus, a ese don parti-
cular entre los dones que se da porque se debe dar, porque no
puede dejar de darse. Lo hace, en principio (y me interesa pre-
cisar de entrada esta particularidad) a través de la palabra: es
la palabra, no el regalo, la que cumple la función circulante del
don y la que se reviste de la obligatoriedad de su devolución. Si
Marcel Mauss preguntaba “¿Qué fuerza hay en la cosa que se da —el
presente— que hace que el donatario la devuelva?”, aquí podría-
mos preguntar: “¿qué fuerza hay en la palabra que se profiere que hace
que ninguna quede sin ser respondida?”.18 Y es que en el mundo de
Campusano nadie queda sin responder ni sin recibir respuesta.
Solo que si en el régimen del don, la devolución evitaba la gue-
rra, aquí es en la respuesta y a través de la respuesta que se des-
encadena la acción. “Vos podés hacer lo que quieras —le dice el
Perro Molina a su discípulo—. Pero esperá la respuesta, que lle-
gará”. En efecto, la sintaxis de las historias de Campusano es la
de la réplica: todo acontece allí donde una palabra llama a la otra

18. La pregunta completa de Mauss dice: “¿Cuál es la regla de derecho (contractual)


y de interés que hace que, en las sociedades de tipo primitivo o arcaico, el pre-
sente recibido se devuelva obligatoriamente? ¿Qué fuerza hay en la cosa que se
da —el presente— que hace que el donatario la devuelva?”. Marcel Mauss, En-
sayo sobre el don. Forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas, Buenos
Aires, Katz, 2009.
relato y comunidad | 169

(el nudo de la escena siempre es el diálogo), porque la palabra


es acción y no hay acción sin palabra que la preanuncie o que la
desate.19 Desde luego, hay un punto, a veces, en que, como en la
escena en que Facundo va en coche al muere, la respuesta llega
en la forma de un cuchillo filoso o un balazo certero. Es cierto,
en este sentido, que los pactos orales y las peleas con aspecto de
duelos nos traen reminiscencias borgianas, pero, aun cuando
difícilmente haya personajes más pendencieros, más decididos
a la acción y más familiarizados con la muerte que los orilleros
múltiples de Quilmes o Berazategui, la ley del Sur de Campusa-
no, claramente, no es ya la del coraje: sea que sobrevivan a las ba-
tallas como Vikingo (Vikingo) o sucumban a ellas como Nadia y el
Brujo (Fango), sus héroes (a los que, entre paréntesis, nunca los
mueve la ostentación de su nombre) son los communis a través de
los cuales circula y se comparte, como una carga, la cadena de las
promesas y las deudas, de los favores y los encargos, aquellos en
los que se cumple su inexorable obligatoriedad.
Vikingo, el seudopatriarca y motociclista que es uno con su
chopper en la ruta, es el emblema de este mundo, su testigo máxi-
mo. Por él transcurre la comunidad en dos sentidos. Es quien
aloja, asiste, da de comer: quien “se hace cargo”. También quien
lidera y sella los pactos inmunitarios. Precisamente. Los con-
tratos que Vikingo establece con el líder de la banda de jóvenes
delincuentes (los “muchos” armados que reparten el delito y el
ajusticiamiento), o con otros referentes barriales o grupales, son
pactos de no interferencia (“no meterse”, “dejar entrar y salir”,
cada uno en su espacio) que, bajo la forma de advertencias en los
que siempre rige el precio (el contrato, dice Espósito, es la más

19. Me gusta observar que en las películas de Campusano los personajes hablan
todo el tiempo y saben muy bien lo que quieren decir. No quiero decir con esto
que sean verborrágicos (en otro sentido, sus palabras son siempre justas y preci-
sas, y la mayor parte del tiempo es un conjunto de pautas entre colectivas e indi-
viduales el que sostiene sus líneas de intervención) sino que así como la sintaxis
del relato está en la réplica, el personaje es lo que dice, en una articulación entre
cuerpo y palabra que es definitiva.
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directa negación del don), inmunizan contra la fuerza del otro y


garantizan por lo tanto la convivencia (civil) en el territorio. Solo
que, a falta de la institución del Estado, que como sabemos tie-
ne como objeto suprimir el peligro mortal que porta la relación
comunitaria, la periferia de Campusano está atravesada por una
proliferación de micro o seudo-estados configurados, sin em-
bargo, sobre la base de pactos tan contundentes como precarios,
siempre al borde de su disolución. El clima, naturalmente, es el
de un estado de guerra inminente, siempre a punto de estallar.
Al mismo tiempo, es por Vikingo —en el personaje— que
circula la cadena del munus. La contracción de una deuda con
aquellos que nunca lo dejaron sin techo ni comida y la promesa
familiar de proteger al huérfano abandonado se traducen, evi-
dentemente, en el ejercicio del don: con Julián, su sobrino, y con
Aguirre, el motociclista que recoge en la calle y al que en poco
tiempo declarará como “casi de la familia”. Pero si Campusano
cuenta mejor que nadie los lazos (reales, no teóricos) de la co-
munidad es porque sabe iluminar el riesgo siempre latente de su
disolución. No, sin embargo, donde se incumplen las promesas
sino allí donde irrumpen, con fuerza, las prerrogativas de un de-
seo, también idiosincrático, de libertad individual. La inquietan-
te contigüidad léxica entre hospes y hostis, dice Espósito, señala
que lo que se teme en el munus es la pérdida violenta de los lími-
tes que confieren identidad y aseguran subsistencia. Y en efecto,
son los huéspedes de Vikingo los que encarnan esa contigüidad
inquietante, el carácter hostil de la hospitalidad: Julián, que des-
de su adopción de la banda delictiva, se resiste a agradecer la
prestación gratuita en la casa familiar y desconoce la autoridad
del don (“vos quién sos”, le dice una y otra vez a Vikingo), pero
sobre todo, de un modo más complejo y por lo tanto más dra-
mático, Aguirre, el motociclista errante. Huésped y extranjero,
Aguirre teme como ninguno perder sus límites, no tanto los de
su identidad como los de su libertad, y se reserva, sin ingratitud
pero con firmeza, la posibilidad de no aceptar el munus (acepta-
ré, le dice a Vikingo, el alojamiento que me das, “si quiero”; si no
relato y comunidad | 171

quiero, “me mando a mudar”). (Auto)inmunizado de este modo


contra el lazo comunitario, Aguirre puede incumplir la deuda
contraída (eliminar el peligro de la amenaza pero a la vez desatar
la guerra) y sin embargo es por este incumplimiento, y en esta
paradoja reside la potencia de su drama, que libera a Vikingo del
encargo familiar (suprime su carga) y le devuelve el don. Podría-
mos decir: son los inmunizados, que aquí orbitan en los lindes
familiares, quienes paradójicamente se enfrentan entre sí y, en
ese enfrentamiento, acaban por señalar el vacío que socava a la
comunidad.20
La comunidad, entonces, se experimenta allí donde el lazo
colectivo se expone al intersticio de una irrenunciable libertad
individual. También allí donde se abre a las derivas oblicuas de
una violencia que circunda y perfora lo social como su peligro
constitutivo. Fango, el ars poética de Campusano, diría Patricio
Fontana, es, de algún modo, un punto de inflexión en la trilo-
gía.21 Al otro lado de Vikingo, son ahora los communis y no los in-
munes (esos que buscaron “preservarse” aunque no sobrevive-
ron) quienes llevan al extremo un modo de experimentar el don

20. De aquí, entre paréntesis, y tal como lo postula su primer largo, la centralidad
de la casa, más que de la calle como espacio de deambulación en los dramas de
Campusano. Vil Romance se abre y se cierra con planos de la mirada de Roberto
desde la cama al techo, como índice de su vínculo con la posibilidad, incierta o
próxima, de un lugar para vivir. Y ese modo de enmarcar el film —subrayado
por la escena inicial en la que desde afuera y a través de la ventana, observa la
fiesta que su madre y su hermana organizan en la casa familiar en la que ya no
vive— muestra bien que, subyaciendo a la historia cruel y violenta de su relación
homoafectiva, el protagonista es también —tal vez ante todo—, un joven sin do-
micilio propio. La toma de posesión de la casa de Raúl que progresivamente va
reconociendo como “suya” es, sin dudas, uno de los finales del drama. También
en el mediometraje Verano del ángel (2004) la tragedia gira en torno de la ocupa-
ción de la casa familiar.
21. Dice Fontana: el objetivo del protagonista de armar un grupo que fusione rock
y tango “podría leerse como una reflexión del director sobre los materiales he-
teróclitos que constituyen su cine y sobre las dificultades que esa búsqueda es-
tética acarrea”. Patricio Fontana, “José Celestino Campusano: el narrador”, en
Informe escaleno, abril 2014, disponible en http://www.informeescaleno.com.ar/index.
php?s=articulos&id=135.
172 | sandra contreras

de muerte que la comunidad porta dentro de sí. La melancolía es


la forma de esa experimentación.
Ni el Brujo, veterano cantante heavy metal obsesionado aho-
ra, casi como si fuera una última oportunidad, con la formación
de una banda para hacer tango-trash, ni Nadia, la joven tomboy
entre salvaje y beligerante que a su turno también reunirá una
banda pero de lesbianas exconvictas para hacer justicia, ni uno
ni otro están directamente implicados en el conflicto que atra-
viesa el barrio y desencadena la historia. Y sin embargo, la preg-
nancia de la comunidad —bajo la figura general e indirecta de
“el hijo”— atrapa a ambos en una cadena incontrolable de encar-
gos y favores que inexorablemente los conduce no a encontrar
ellos mismos la muerte pero sí a propiciarla, de un modo casi
insensato a su alrededor, y a confrontarse con sus esquirlas. En
el Brujo, esa pregnancia da un paso más: allí donde la espiral de
violencia lo separa de su proyecto de vida, la comunidad se rea-
liza en él no como modo de ser del sujeto individual sino como
una “exposición a lo que interrumpe su clausura y lo vuelca hacia
el exterior”. Toda la maestría narrativa de la película pasa por la
dosificación que alterna entre la velocidad crucero con que co-
mienzan a intersectarse ambas tramas (la de Nadia, la del Brujo)
y la aceleración con que adviene el “vértigo” de la comunidad al
modo de un “espasmo en la continuidad del sujeto” (Espósito).
Asimismo, la composición puede calibrarse en la parábola que
va del poderoso y preciso entramado de los planos iniciales, que
giran alrededor de tres miradas fuera de campo (la del Indio, la
del Brujo, la de Nadia),22 al duelo final en el que, como en la pelea
entre impotentes de Accatone, convergen, oblicuamente, los dos
afectados de comunidad.
La irresolución de ese duelo —el mejor cierre para Fango— es
menos la apuesta por un final abierto que la decantación de la

22. Marcos Vieytes, “Fango, de José Celestino Campusano”, en Hacerselacrítica. Es-


critura crítica de cine, mayo 2013, disponible en http://hacerselacritica.blogspot.com.
ar/2013/05/fango-de-jose-campusano.html/.
relato y comunidad | 173

historia en una riña de gallos, tan eterna como desangelada (ni


siquiera la muerte la ennoblece), en la que se inscriben agónica-
mente el cansancio, el hartazgo, la demolición sin fin. Es el di-
bujo de la falla, de la separación abierta (eso que separa al artista
definitivamente de sí) en la que la “afección de comunidad” se
traduce en melancolía: ninguna nostalgia por el pasado sino “la
huella de la distancia imperceptible pero infinita entre la ley de la
comunidad, que los interpela, y el cuerpo que oscuramente vive y
(de algún modo) muere bajo su peso”.23 Antes que como un lazo
colectivo de identificación, la comunidad, dice Espósito, opera
como “una desapropiación, que inviste y descentra al sujeto pro-
pietario, y lo fuerza a salir de sí mismo. A alterarse. En la comuni-
dad los sujetos no encuentran un principio de identificación sino
ese vacío, esa distancia, ese extrañamiento que los hace ausentes
de sí mismos”. Así en Fango, la revelación de ese “pozo en el que la
comunidad corre continuamente el riesgo de resbalar, el desmo-
ronamiento que se produce a sus costados y en su interior”.

3. Lazos
Ahora bien, como ya ha sido observado, no hay, en absoluto,
una mirada conmiserativa en el primer cine de Campusano.
Participa así, sin dudas, de la opción estética y política del nue-
vo cine argentino que, como lo precisó Gonzalo Aguilar, abun-
da en héroes lúmpenes o menesterosos al mismo tiempo que,
apartándose del populismo anterior, quiebra irremisiblemente
toda compasión en el vínculo. Los personajes de Mundo grúa,
Bolivia, Bonanza, Pizza, birra, faso, dice Aguilar, “no piden nues-
tra piedad y son más bien indiferentes a ella: forman su pro-
pio mundo y no necesitan de ninguna redención exterior”.24 Lo

23. Me estoy remitiendo aquí a las hipótesis de Juan Pablo Dabove sobre la melan-
colía de los orilleros borgianos. Juan Pablo Dabove, “Sobre algunas ficciones de
violencia en la obra de J. L. Borges: bandidaje, melancolía, ley”, en Variaciones
Borges 22/2, nov., 2006.
24. Gonzalo Aguilar, “Renuncia y libertad. Sobre una película de Lisandro Alonso”,
en milpalabras, n° 2, verano 2001.
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mismo, entiendo, podríamos decir de los de Vil Romance, Vikin-


go o Fango.
Y sin embargo, hay cierto desacople en la trilogía, algo del or-
den de un ligero desfase que desacomoda, creo que de un modo
nuevo en el cine argentino, al espectador, y que se traduce, po-
dríamos decir, en esa pregunta que una y otra vez se nos impo-
ne: ¿desde qué lugar cuenta Campusano? No creo poder definir
hoy los términos de ese desfase; espero, al menos, poder situar
algunas de las preguntas con las que pensarlo.
Quizás haya que decir que, involucrado como está en la comu-
nidad que representa y con la que trabaja (formó parte de ella
o entabla con ella una mecánica de trabajo fundada, dice, en el
intercambio), al menos las películas de la trilogía quedan muy
cerca de ese propósito suyo, tantas veces explicitado, de “borrar-
se” y propiciar no una re-presentación sino una presentación de la
comunidad. Si ante una sugerencia semejante no quedara más
que reconocer, enseguida, que un propósito de esta naturale-
za solo puede formularse en el orden del deseo y la utopía, me
interesa con todo señalar dos operaciones, dos “movimientos”,
que, entiendo, convergen para producir el efecto (que por cier-
to Campusano obtiene como pocos) de estar contando “desde
adentro”.25
Por una parte, el modo en que Campusano se proyecta —se
visibiliza, se expone— a sí mismo en los textos, fílmicos y escri-
tos, previos al rodaje de sus primeros largos, podría ser leído, re-
trospectivamente, como una forma de resolver esa implicación
(personal). Tanto los relatos que componen Mitología marginal
argentina (el volumen que publica en 2006), todos contados en
primera persona en la voz narrativa de José, como Bosques, el me-
diometraje de 2005 en el que Campusano interpreta también a
un tal José, dueño como él de un negocio de aberturas en Flo-
rencio Varela, parecen compuestos en clave autobiográfica, o

25. Patricio Fontana y Lucía de Leone, “Entrevista I. Hacia un cine de lo heterogé-


neo”, op. cit.
relato y comunidad | 175

autoficcional, como decimos hoy. Mientras tanto, en Culto subur-


bano de práctica individual (el corto de 2000) y en Verano del ángel
(mediometraje de 2004), además de guionista y director, Cam-
pusano interpreta a un miembro de una de esas típicas bandas
delictivas y pendencieras, y su personaje actúa el desafío y la vio-
lencia. Por cierto, resulta interesante: en el comienzo de su fic-
ción cinematográfica, Campusano se pone en escena, como pro-
yectando o exorcizando, su intervención individual; también,
como poniendo a prueba en sí mismo (al modo de un “primero
me expongo yo”) las ficciones de violencia y de marginalidad que
enseguida su cine va a contar. Y podríamos decir: este mecanis-
mo, que consiste en poner “todo el yo de entrada”, en el umbral
del universo de su cine, es el pre-texto, o el protocolo, con el que
Campusano sella su articulación con la comunidad y reconfigura
el lazo.
Pero además, es también en Bosques, el mediometraje auto-
ficcional, que José (Campusano) le cuenta a la mujer con la que
mantiene una relación sus planes de irse (al exterior) por un
tiempo. Visto de nuevo en forma retrospectiva, la formulación
resulta otra vez interesante: a excepción de Beatriz (la madre
que, en el final de Fango, decide dejar el barrio antes que acoger
nuevamente en su casa al hijo delincuente: Beatriz, la abande-
rada de las inmunes), de todos los personajes de su cine, José
(Campusano) es el único (el único hombre) que piensa en salir
—siquiera por un tiempo— de ese mundo. No importa si final-
mente se concreta. Lo que importa es esa pequeña incisión por la
que queda inscripto, en el relato mayor que atraviesa su cine, el
deseo de irse. No la partida en sí sino la representación del mo-
vimiento, de su atisbo. El mínimo amague de apartamiento que
Campusano, el personaje pero también el guionista y director,
necesita (emprende) para desde allí volver y reconfigurar el lazo
(con la comunidad).
La eficacia de este lazo, y por aquí llegamos al segundo mo-
vimiento, no se mide por la ambivalencia de su constitución. Se
mide más bien por la incomodidad a la que nos enfrenta, por la
176 | sandra contreras

desubicación en que nos coloca. Me refiero aquí no a la fricción


que puedan producir las actuaciones sino a los problemas estéti-
cos y políticos que plantea el vacío en la representación del afue-
ra de la comunidad, y más concretamente de su confrontación
con el Estado.
En efecto, ¿cómo leer el hecho de que la espiral explosiva y
vertiginosa de la violencia (no solo los enfrentamientos sino
también el robo, la estafa, el secuestro o el crimen) circule siem-
pre, en la trilogía, entre los miembros de la familia, del barrio,
de la “gente”, esto es, hacia adentro mismo de la comunidad?
¿Supone, como ha sido observado, un señalamiento indirecto de
la descomposición social como consecuencia del abandono del
Estado?26 ¿O habla, también, de la autonomía de un artista para
contar, para presentar, un mundo configurado en una ley otra
que no requiere, para ejercerse en tanto ley, de su confrontación
con el pacto inmunitario del Estado? La soberanía de esta opción
quizás pueda ponderarse mejor cuando se la contrasta con los
efectos, formales y políticos, de la introducción y de la represen-
tación del Estado en la trama de las películas siguientes: o gana
peso la denuncia temática (Fantasmas de la ruta y la trata de blan-
cas) o se abre la posibilidad a cierto heroísmo en el que, ahora sí,
bajo la forma del ajusticiamiento y la venganza, parece resonar
más claramente el género (El Perro Molina) y el western.
Yo creo que esa soberanía es pariente del anarquismo que
signa la ética, y por extensión, la política, del mundo de Cam-
pusano. ¿Pero cuál anarquismo? Decíamos antes, a propósito de
la dialéctica entre communis e inmunes en Vikingo, que es en la
reserva a ultranza de un espacio individual de libertad, que la co-
munidad se abre a un intersticio y se expone al vacío que la cons-
tituye. Borges, que también se declaraba anarquista, decía que el
argentino se identifica con el individuo, con “el rebelde, siquiera
inculto o criminal, que se opone al Estado”, y que por eso elige al

26. Ver Gonzalo Aguilar, “Imágenes de la villa miseria en el cine argentino”, en Más
allá del pueblo. Imágenes, indicios y políticas del cine, op. cit.
relato y comunidad | 177

matrero o al cuchillero que “pelea solo, a poncho y a facón”, y so-


bre todo al sargento Cruz cuando se pone a pelear contra la par-
tida al lado del desertor Martín Fierro. Aclaraba además que, por
pertenecer al pasado, podíamos venerar a esos héroes populares,
sin riesgo.27 La preservación de la libertad individual a ultranza
es el signo de las comunidades de Campusano. También, el signo
de sus protagonistas (por lo general bajo la forma de una resis-
tencia a regímenes de trabajo estable). Solo que no ejerciéndose
expresamente como resistencia popular ni fundándose en la ley
del coraje (postergando de este modo, y de paso, toda posibilidad
de mitificación), esa defensa rememora más bien la afirmación
festiva de la libertad individual de Martín Fierro cuando, o bien
en el pasado ajeno a la violencia del Estado o bien apenas libera-
do de su captura pero antes de reconocerse su víctima, canta, y
dos veces, “mi gloria es vivir tan libre / como el pájaro en el Cielo”
(vv. 91-92). Esa individualidad anarquista, en la que la existen-
cia misma del Estado parece haber sido olvidada, es la gloria, y
la política, de los motociclistas de Vikingo, la de Vikingo mismo,
también la de Roberto en Vil Romance.28
De ascendencia más gauchesca que orillera, ¿hablaría enton-
ces este anarquismo libertario de una suerte de condición pre-
política de la comunidad?29 De ningún modo. Diría que lo que
hace Campusano es alterar —probablemente sin proponérse-
lo— una estructura de relato bastante arraigada en la tradición
argentina. Me refiero a la biografía oral, la matriz narrativa con

27. Jorge Luis Borges, “Prólogo”, selección y edición de El Matrero, en Prólogos con un
prólogo de prólogos, Obras Completas 4, Buenos Aires, Emecé, 1999.
28. El relato de Legión. Tribus urbanas motorizadas, el documental sobre los motoci-
clistas que estrenó en 2006, va de las entrevistas a miembros de las agrupacio-
nes más organizadas, en la primera parte, a la palabra de Vikingo, representante
máximo del rechazo a toda sujeción, en el final. Esa parábola narrativa termi-
na por iluminar precisamente eso que es Rubén Beltrán (alias el Vikingo) en el
documental y también en la película que lo tiene como protagonista: la indivi-
dualidad anarquista que Vikingo, que no tiene agrupación, ni teléfono, ni sabe
cuántos kilómetros recorrió, encarna a ultranza.
29. ¿Será preciso preguntar también cuál es el tiempo del cine de Campusano?
178 | sandra contreras

la que se cuenta la historia del sujeto popular atrapado entre dos


leyes: el drama de quien, habiendo cometido un delito, es ino-
cente para la ley oral y culpable para la ley escrita. Cuando esa
biografía oral, dice Josefina Ludmer, es contada por un escritor
letrado, el relato varía según se le quite a la historia la injusticia
inicial (y el sujeto resulte entonces un bandido sin motivo: el Fa-
cundo de Sarmiento) o se atribuya esa injusticia a la responsabi-
lidad del Estado (el Martín Fierro de Hernández).30 En el marco
de esta tradición (de la que tal vez no renegaría), la audacia del
arte de Campusano ¿no proviene del hecho de no necesitar pro-
bar las causas de la violencia, de no necesitar justificar la violen-
cia que tiene lugar en la comunidad, sin por esto convertir a sus
miembros en delincuentes porque sí? La potencia de la lengua
que inventa para contar la circulación de la violencia popular en
la Argentina contemporánea, ¿no proviene de la perplejidad que
nos produce este vacío, que no es un borramiento del conflicto y
mucho menos su negación?
Me consta lo intolerable que puede resultar ese vacío para
quienes esperan que un film, o un relato (pero sobre todo un
film) sea, de una u otra manera, un espacio en el que se inscriba
la articulación de las demandas populares. Pero si este desaso-
siego, que parece ir más allá de una falta de redención, pudiera
interpretarse como el costado más políticamente incorrecto de
Campusano, es preciso decir que por eso mismo es el potente y
eficaz. Campusano inventa allí un modo otro de repartir lo co-
mún y, como todo ambicioso artista del realismo, inventa tam-
bién una lengua que le es propia.
Julio 2016

30. Josefina Ludmer, El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Sud-
americana, 1988.
iv. Pulsiones documentales
César Aira, realismo y documentación

Digamos que no se trata del realismo en Aira; que la cuestión es,


en todo caso, el realismo de Aira, esto es, el realismo según los
propios paradigmas que su literatura crea. Digamos entonces
que la forma más contundente, y la más compleja tal vez, en que
la literatura de Aira postula un vínculo con la realidad está dada
por la forma en que imagina —piensa, experimenta— la clásica
relación entre Arte y Vida. Digamos que lo hace a través de una
teoría general de la documentación: de una poética de la escritura
entendida como registro de los acontecimientos, como anota-
ción de lo que (le) pasó (al escritor).1
La teoría está formulada en el ensayo sobre Alejandra Pizarnik,
también en “Particularidades absolutas”, y es la base de ese ca-
tálogo razonado de lecturas que es Las tres fechas.2 Sus premisas
—y si se me permite necesito ahora repasarlas para desarrollar la
hipótesis— serían, sucintamente, las siguientes. La documenta-

1. Este trabajo corresponde, con algunas adaptaciones para esta edición, al ter-
cer apartado de la conferencia “César Aira: vueltas sobre el realismo”, leída en
la apertura del Coloquio Internacional: “César Aira. Un episodio en la literatura
argentina de fin de siglo”, París, 14 y 15 de mayo 2004, y publicada luego en César
Aira, une révolution. Revista Tigre / Hors Série, Université Stendhal-Grénoble 3 /
Université Paris 8, 2005.
2. César Aira, Alejandra Pizarnik, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1998; “Particulari-
dades absolutas”, en nueve perros, año 1, nº 1, 2001; Las tres fechas, Rosario, Beatriz
Viterbo Editora, 2001.
182 | sandra contreras

ción, en tanto registro del proceso artístico, es, dice Aira, la más
fecunda invención del surrealismo: nada menos que el método
que les aseguraba el enlace vida-poesía. En la medida en que, una
vez hecha, la obra deja de ser arte y se convierte en huella muerta,
la documentación funcionó como un registro —podríamos decir:
un método de asegurar la supervivencia— del proceso mismo de
la creación que dura mientras la obra se hace. Solo que, advierte
Aira, “hay que tener algo que documentar” y es allí donde “el mé-
todo literario fuerza la producción de hechos a documentar. Los
surrealistas fabricaban estos hechos, o los buscaban, en los térmi-
nos del azar objetivo, que hacía vida y poesía al mismo tiempo”. Y
es en esta reversión del método sobre la vida real donde entra a
jugar la noción de experiencia con la que el ensayista de Las tres fe-
chas articula sus lecturas de la Vida y Obra de Denton Welch, Paul
Léautaud, J. R. Ackerley, E. M. Forster, Julien Green. De modo tal
que lo que en los surrealistas cumple la función de hecho a docu-
mentar —el proceso de la creación— en la poética de Aira lo cum-
ple la experiencia. La experiencia, dice Aira en Las tres fechas, y es
la premisa de todo el libro, “es la materia prima del discurso, no
solo como contenido sino como valor, es decir como lo que hace
que valga la pena hablar. Y lo que justifica la existencia de un li-
bro es la conservación de ese discurso”. La idea, que Aira persigue
en muchos de sus libros (casi se diría que es el leit-motiv, el gran
tema, de los libros escritos en la primera persona que ficcionaliza
“el escritor César Aira”: la falta de experiencia, la falta de aventu-
ra en la vida, no haber vivido, empezar a vivir) está teorizada en
“Particularidades absolutas” y alude no, por supuesto, a la mera
recopilación de hechos, sino a un “umbral de sistematización”,
a una forma de organización del complejo de percepciones y de
afectos a partir del cual ese material se vuelve experiencia con la
cual escribir. En este sentido, en tanto la experiencia es ya una
disposición artística —y es, ya, entonces, estilo: estilo de vida—,
en tanto es ya una escritura —una escritura en la vida, no una es-
critura de la vida—, el hilo conductor de Las tres fechas dice que
estos autores, que no escribieron sino sobre “lo que les pasó”, los
césar aira, realismo y documentación | 183

“hechos reales de su vida”, que hicieron de eso un gesto de ne-


cesidad y hasta un imperativo traducido en un veto inflexible a
la invención, fueron, en rigor, “creadores” de experiencia: colec-
cionistas como Denton o manipuladores como Green, de lo que
se trata en cada uno de ellos es de la invención en los hechos bajo la
forma de una construcción deliberada de la experiencia. Decía Aira en
el Copi (y creo que desde Las tres fechas puede entenderse mejor):
“Al realismo del relato lo precede la invención de la vida. Para que
alguien pueda contar una aventura, antes tiene que haberla in-
ventado, por ejemplo, viviéndola. Aquí hay una inclusión: dentro
del realismo, la invención; dentro de lo que pasa, está la inven-
ción de lo que pasó”. Claro que esa invención que para Aira es la
invención de un estilo de vida es ya, y simultáneamente, la inven-
ción de un estilo en el lenguaje: “Crear un lenguaje —se lee en “Par-
ticularidades absolutas”— es crear una fórmula de organización
de la experiencia. Con lo que el escritor hará de su vida y obra
un mito, que le dará sentido a la historia, la hará inteligible y en
cierto modo vivible”. (Premisa esta que, entre paréntesis, ilumina
el prólogo a Osvaldo Lamborghini, la distancia que allí se postula
entre la persona real y la imagen personal que puede transmitir
su temática, nunca su estilo).3 Y todo hace pensar, por lo demás,
que no habría otro modo de captar esta doble faz —experiencia y
documentación— sino es, a posteriori, en el acto mismo de la lec-
tura, en la disposición misma —el catálogo— que crea el acto de
leer y de pensar en Las tres fechas. (De ahí, seguramente, que toda
la poética de la documentación —el escritor como archivista—sea
inseparable de una poética de la lectura como historización o ma-
nía filológica.)
En Las tres fechas se lee:

De cada acontecimiento puede postularse el libro que recopila


los documentos que lo acompañaron. La literatura resultante
se basaría en una teoría general de la documentación y la fi-

3. César Aira, “Prólogo”, en Osvaldo Lamborghini, Novelas y cuentos, Barcelona, Edi-


ciones del Serbal, 1988.
184 | sandra contreras

gura del escritor mutaría en la del archivista. Por supuesto no


es cuestión de tomarse este procedimiento literalmente; pero
habría que pensar en una actitud, o en un estilo, por los cuales
lo escrito se volviera documento.

Creo que de esto se trata también en Aira: de la adopción de una


actitud, o de un estilo, de documentación. Esa adopción de una
actitud, característico en Aira, supone siempre la de un punto de
vista como ficción: por ejemplo, la adopción de la perspectiva de
las vanguardias históricas como ficción.4 En este caso, nada me-
jor que Cumpleaños que, con la puntualidad de los aniversarios,
viene a continuar la novela del artista al modo de una autobio-
grafía literaria, para ficcionalizar la adopción de la actitud del
archivista: el personaje-escritor César Aira anotando, o revelan-
do, a los 50 años, que, contra los propósitos iniciales de “escribir
bien” y de “escribir algo nuevo”, inició, en algún momento, un
proceso “típicamente defensivo, de alejamiento de sus viejos há-
bitos juveniles”:

Empezar a desplazar el foco de atención a un proyecto tota-


lizador del que mis trabajos literarios serían la preparación,
el anuncio, el anzuelo. Las novelitas que seguí escribiendo, a
medias por inercia y a medias para perfeccionar la coartada,
empecé a verlas como documentación marginal, y, en la me-
dida en que seguía escribiéndolas, como un modo de enten-
der mi vida. La vida del autor de la Enciclopedia.

Hecha la cita, diría que surge inmediatamente la pregunta de


por qué habríamos de tomar esta revelación al pie de la letra, la
duda de si no estaremos valiéndonos demasiado de lo que “el au-
tor declara” para leer su obra. Me pregunto al mismo tiempo si
no podremos decir: y por qué no, sobre todo si admitimos que
se trata del personaje César Aira, y sobre todo si en algún pun-

4. Desarrollé esta idea en la introducción de Las vueltas de César Aira, Rosario, Bea-
triz Viterbo Editora, 2002.
césar aira, realismo y documentación | 185

to nos hemos decidido a creer el cuento de la supervivencia del


que nace y en el que se sustenta su mundo, la novela que atravie-
sa, como una parábola modélica e ideal, todos sus libros; quiero
decir, si en algún punto nos hemos decidido a trabajar con esa
creencia.
Como sea, sucede que Cumpleaños y Un sueño realizado, las dos
novelas que Aira escribe en 1999 (es decir, cuando cumple 50
años) reflexionan, de manera central, en torno a la relación Vida
y Obra, experiencia y escritura, y al mismo tiempo —y esto es lo
que me interesa aquí— sobre la forma, o los modos, del realismo.
Sucede además que esa reflexión sobre el realismo, en su vínculo
con la teoría general de la documentación, afecta de un modo tal
la forma narrativa, que parecería haber aquí —para continuar
con la hipótesis de que las fechas consignadas en el final crean,
en su devenir, la ficción de un diario—5 un nuevo punto de in-
flexión en la forma del relato.
Por empezar, el gran tema de los dos relatos es la experien-
cia: la falta de experiencia, no haber vivido, y, por lo tanto, ese
gran catalizador del acopio de experiencia como es, en general
en la literatura de Aira, la oportunidad. La relación, o el coefi-
ciente, entre las oportunidades de la vida y su aprovechamiento
(para lo cual el fabulista de La trompeta de mimbre, por ejemplo,
ideó una máquina casi como la de Raimundo Llull)6 es justamen-
te lo que le permite al ensayista de Las tres fechas confrontar, de
modo ejemplar, los estilos de vida y los estilos de documentación de
Denton Welch y Paul Léautaud. De un lado, el escritor que crea
sus ocasiones y no deja pasar ninguna oportunidad (mediante
el expediente de organizar su vida en torno a picnics que por su
propia estructura requiere de la forma del “día memorable”); del
otro, el escritor que lamenta haber dejado pasar las oportunida-
des de amar, de escribir, de ser feliz. La diferencia se resume, a
su vez, en otra tan clásica como la que se establece entre juventud

5. Propuse esta hipótesis en ídem.


6. César Aira, La trompeta de mimbre, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1998.
186 | sandra contreras

(el estilo de juventud de Denton Welch) y vejez (el estilo de vejez


de Paul Léautaud). Y, si nos hemos decidido a creer en la ficción
del diario de Aira, no deja de ser interesante observar que Un sue-
ño realizado y Cumpleaños se disponen en ese mismo balanceo. De
un lado, recuperar y aprovechar al máximo la experiencia perdi-
da, de una sola vez, en un gran estallido (la irrupción súbita de
“las mareas salvajes de realidad”): es decir, crear, a los 50 años, el
gran amor adolescente, y así recuperar, a los 50, la juventud per-
dida. Del otro, el lamento por haber desaprovechado las leccio-
nes de la experiencia, por haber perdido la oportunidad de con-
vertirse en el gran escritor. “Mis años y mis décadas ya pasaron.
Para escribir hay que ser joven; para escribir bien hay que ser un
joven superdotado. A los 50 años ya se ha perdido gran parte de
la energía y la precisión” (Cumpleaños).
Pero, además, en las dos novelas el narrador reflexiona sobre
cómo documentar, esto es, aquí, como anotar (y no veo por qué ha-
bría que pasar por alto que es la primera vez que esto acontece
en la obra de Aira). La figura tutelar del escritor-archivista sería,
dice Aira en Las tres fechas, Stendhal: un anotador espontáneo
que escribe tan rápido como piensa, y sabe pensar a la velocidad
de los hechos. Y, desde luego, esa relación entre documentación
y velocidad (velocidad de notación para captar o traducir mejor
la velocidad propia de los hechos) es sustancial: determina la for-
ma que adopta el realismo de Aira, y afecta, necesariamente, la
forma y hasta se diría la sustancia, la función misma, del relato.
Cumpleaños termina con la anécdota, conmovedora, de Evariste
Galois: el matemático que la noche antes de morir anota (mien-
tras no deja de decir, “¡No tengo tiempo!”) sus descubrimien-
tos matemáticos, con lo que consigue dejar registrado su genio
y, así, no haber vivido en vano. Solo que Evariste —advierte el
narrador— lo hace rapidísimo, porque la notación propia de las
fórmulas se lo permite: Evariste es matemático, no novelista. Y,
por muy breve o brevísimo que sea su relato, todo el problema
para el novelista es justamente el hecho de que necesita de una
acumulación de días distintos, de tiempo. El “novelista César
césar aira, realismo y documentación | 187

Aira”, entonces, que “se pasó toda la vida tratando de encontrar


un sistema de notación” (la velocidad del relato y su precipita-
ción en el final serían el efecto de este proyecto), comprueba
ahora que, tratándose de la novela (y Aira parte siempre de esa
fatalidad: él es un novelista) el método se topa con un obstácu-
lo insalvable: la invención de los detalles circunstanciales. Esto
es, con el obstáculo del realismo como retórica destinada a crear
verosimilitud. Y entonces los datos precisos de lugar, día, ropa,
gestos, que puede deparar momentos tan placenteros en la lec-
tura, se diría que los mejores, se vuelven para el novelista tarea
ridícula, casi infantil, en el momento mismo de la invención:

Muy bien. Hay que hacerlo, no queda más remedio. ¡Pero que
lo haga otro! Uno termina comprendiendo que prefiere leer a
escribir. Que lo haga otro, y que lo haga antes, es decir que lo
haya hecho. Tomados como ready-mades son más aceptables.
Una vez escritos, los rasgos circunstanciales toman un aire de
necesarios, casi como en la realidad. Pero en el momento de
inventarlos es tan pueril, tan poco serio… de solo pensarlo, me
invade un desaliento invencible. (Cumpleaños)

Otra vez la premisa parece ser: a mayor fidelidad a los hechos,


mayor velocidad, y, por lo tanto, mayor contracción de la forma,
mayor inverosimilitud.7 Con lo que el realismo-documentación
de Aira podría pensarse como efecto de una detención antes de
que el realismo coagule —y repose, y se agote— en forma, como
un umbral previo al realismo entendido como el método de un
trabajo, lento y vigilante, con las formas de lo verosímil. Un sue-
ño realizado lleva al extremo la premisa, y se podría decir que su
forma bizarra, y casi inextricable, es justamente efecto de esta

7. Digo “otra vez” en el sentido de que, formulada ahora de este modo, la premisa
sería una versión de la fórmula (“a mayor realismo, mayor expresión de la for-
ma, mayor expresionismo; a mayor realismo, menor verosimilitud”) con la que
identificamos, en los relatos de Aira, la postulación de un método que aspira a
“incorporar fragmentos de realidad” y cuyo resultado es la contracción y la de-
formación del relato. Véase en este libro “En torno al realismo”, p. 33.
188 | sandra contreras

incompatibilidad entre relato y realismo, de esa premisa según


la cual es innecesario el relato en relación con “las cosas que
pasaron”.

Pero no quiero contarlo. ¿Para qué contar las cosas que pa-
saron? Si pasaron, fue porque pasaron, y ya está todo dicho.
Para contar algo y que se entienda hay que entrar en detalles,
en todos los detalles, uno por uno, y no hay cosa tan engo-
rrosa (…) En todo caso, si es necesario, y solo si lo es, hay que
“decir”. Nunca “contar”. Decirlo, o anotarlo, como ayuda-me-
moria: pero con el mínimo, con una palabra nada más: una
taquigrafía, en lo posible con símbolos personales para que
nadie sienta la tentación de curiosear, sobre todo si se trata
de hechos tan personales como los míos.

Esta idea del relato como artefacto (“armatoste insufrible”, dice


el narrador de Un sueño realizado) del que el escritor quisiera verse
liberado, puede vincularse con una idea recurrente en Aira como
es la del relato como epifenómeno de la timidez, como simulacro
de actividad, como coartada para “hacerse entender”. Muestra,
además, que más que el relato en sí, lo que a la literatura de Aira
le interesa es la conexión con otra cosa que está por fuera y que
tiene la forma de la realidad y también la forma del secreto.
Ahora bien, ¿por qué esa realidad, que es la experiencia y el
secreto del escritor, tendría que ver, o tendría que ver también,
con el realismo y no, o no solo, con las aporías tan intrigantes
de la Vida y la Obra bajo la forma, por ejemplo, de la autobio-
grafía? Diría que así como del realismo-documentación surge,
en las vueltas de la obra, la figura del artista —“el escritor César
Aira”—, y casi se diría que este es su objeto máximo, así también
el realismo de documentación se vincula, transfigurándola, con
la vocación de totalidad del realismo más clásico: dar —Aira di-
ría: dejar— testimonio de una época y del mundo —Aira diría: de
la civilización— a la que pertenece, y que inventa, el escritor. De-
cía Aira hace unos años: “Con el escritor muere una época, esta
o cualquier otra; ‘época’ entendida como el colectivo histórico en
césar aira, realismo y documentación | 189

el que participó, a título de componente, la obra de ese escritor y


su mito personal. ¿Cómo iba a sobrevivir ‘la época de Proust’ a la
muerte de Proust? ¿En qué cabeza cabe?”8 Y también, reciente-
mente: “Alguna vez había imaginado una respuesta a la pregun-
ta por la finalidad última de mi trabajo de escritor, y era que yo
escribiría para que, si la Argentina desapareciera, los habitantes
de un hipotético futuro sin Argentina pudieran reconstruirla a
partir de mis libros”.9
Yo creo que es a partir de la adopción de este punto de vis-
ta como ficción (escribir como si se quisieran dejar indicios de
un mundo a punto de desaparecer), que podríamos leer ahora el
efecto de verosimilitud que tienen muchos tramos de los relatos
de Aira, sobre todo —y justamente— los que están al principio
del relato y que funcionarían como contracara o preludio del de-
lirio. Porque si es cierto que la de Aira es una estricta ética de la
invención, también se ha dicho, y creo que con razón, que Aira
tiene un gran poder de observación: para poner un ejemplo, allí
estarían, y reconstruidos magistralmente, las calles y los jóve-
nes de Flores en la primera parte de La prueba. Yo diría que esas
parcelas de realidad (porque siempre están delimitadas, aunque
algo imprecisamente, como los barrios) son lo que la literatura
de Aira imagina como “civilizaciones”: la civilización juvenil de
La prueba, la civilización de los travestis y la civilización del fút-
bol en Embalse, la de los cirujas en La guerra de los gimnasios, la de
la villa y el proletariado expandido de Un sueño realizado, la de los
kioscos y los conventos en el barrio de El sueño. Civilizaciones:
esto es, poblaciones extrañas, regidas por sus propias leyes, ritos
y ceremonias, que se manifiestan, es decir: explotan, como mun-
dos dentro del mundo, y de un mundo a punto de extinción.
Es en este sentido, entiendo, que el realismo de Aira admite,
o exige, ser leído desde una perspectiva, digamos, etnográfica: el
realismo de documentación como una etnografía anticipada. Método

8. César Aira, “El último escritor” en El Banquete, año I, nº 1, 1997.


9. César Aira, “Por qué escribí”, en nueve perros, nº 2/3, diciembre 2002-enero 2003.
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de registro anticipado que estaría funcionando como una vuelta


de tuerca a ese realismo de documentación que vimos funcio-
nar bajo su faz autobiográfica y que ahora, desde este ángulo de
lectura (el que da la época y el mundo del escritor), parece fun-
cionar como reinterpretación y transfiguración del realismo clá-
sico, de su parábola y vocación de totalidad: dar testimonio de
una época. Vuelta y transfiguración, sin embargo, porque no es
lo mismo dar un testimonio que dejar un documento: hay allí un ca-
rácter indicial y testamentario que le dan al realismo de Aira una
fisonomía muy propia. Indicial, en la medida en que, por com-
pleto distinto del artificio de la verosimilitud, documentar no es
entrar en un proceso de reconstrucción de la realidad mediante
la disposición de rasgos circunstanciales, sino dejar anotacio-
nes, indicios marginales, huellas de una conexión con la realidad
que tendrían en la explosión, en la violencia de su irrupción, su
forma más estricta. Testamentario, en la medida en que postu-
la como imposibilidad, justamente, su relación con el presente:
si el realismo, en su modelo más clásico de la novela moderna,
ha sido leído como un género del presente, el realismo de docu-
mentación, en tanto se figura como método testamentario para
las civilizaciones futuras, tiene más de etnografía anticipada que
de género del presente. El realismo de documentación no es un
género del presente. Por eso, tal vez, por ese anacronismo que
le es intrínseco, sea un realismo ilegible en la actualidad; quiero
decir, un realismo que no podemos, no del todo, leer ahora.

Mayo 2004
Sergio Chejfec, iluminaciones profanas

Del libro de Sergio Chejfec que hoy presentamos —y que, a falta


de una imagen mejor podría describir por el momento, aunque
probablemente después me refiera a las dificultades de su aplica-
ción en este caso, como una colección de iluminaciones profanas,
de personalísimas y heterodoxas iluminaciones profanas—, me
atrajo de inmediato su título: Modo linterna.1 Tal vez porque pre-
sentía allí, de entrada, la expresión de una de las síntesis proba-
bles de esa larga exploración que el mundo imaginario de Chejfec
viene desplegando sobre sus posibles vínculos con la técnica; o
porque, más precisamente, me parecía percibir allí un indicio
de que ese vínculo estaría fundándose en unos usos desviados,
o secundarios, o suplementarios, de los artefactos que se tienen
a mano, usos en los que se intuye algo de desacople y también el
recurso a auxilios provisorios en situaciones de emergencia.
Pero apenas comencé a leer el primer relato, y luego el se-
gundo, aparecieron con fuerza, definiendo de inmediato su at-

1. Fuera de algunas correcciones y agregados que introduzco para esta edición,


este texto fue escrito y leído para presentar el volumen de relatos Modo linterna
(Buenos Aires, Editorial Entropía, 2013), en la librería Oliva, de Rosario, el 4 de
julio de 2013. Una versión más extensa se publicó en Nicolás Vicente Ugarte, Jo-
sefina Rodríguez Cuadra y Juan Pablo Hormazábal (ed.), El lugar de la literatura
en el siglo xxi, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2016. También
en Revista Iberoamericana, nº 261, vol. LXXXIII, octubre-diciembre 2017.
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mósfera envolvente, unas imágenes de luz superpuestas a otras


de oscuridad: estaban ahí los paisajes de ventanas iluminadas e
insomnes que se distinguen en los edificios a oscuras mientras
un auto avanza solitario y rodeado de sombras por las calles de
una Caracas dormida; o, por ejemplo, la extraña hilera de avio-
nes pasando por la noche de Donaldson Park, como “cabinas en-
cendidas de un gigantesco y casi inmóvil sistema funicular”, que
resaltan los “macizos de oscuridad” formados por los árboles. Re-
cordé entonces la impresión que veinte años atrás me había pro-
vocado L’Empire des Lumières en el museo y pensé enseguida que el
“modo linterna” de Chejfec podía ponerse al lado de las dos luces
de Magritte, como contiguo a esa simultaneidad del cielo diurno
con la noche cuya incoherencia, convincente sin embargo como
una evidencia, nos señala, al cabo de unos segundos de mirar la
escena, y como un cuerpo extraño, la luz eléctrica del farol. Claro
que lo insólito del encuentro, que el absurdo del surrealismo pone
de manifiesto para hacer visible la grieta en la representación, es
un efecto por completo ajeno a los modos de percibir y a la sen-
sibilidad de una literatura como esta. ¿Chejfec surrealista? Sería
un disparate. Sin embargo, el poder de asombro y de admiración
que Magritte encuentra en la evocación del día y de la noche y que
designa con el nombre de poesía, así como su poética de la pintu-
ra como un medio para revelar ideas, siempre que la idea se haga
visible preservando la provocación irresistible del misterio, me
habilitaba o, mejor, me invitaba a sostener, al menos a conjetu-
rar durante un rato, la hipótesis de una contigüidad, de una ve-
cindad, entre esos dos paisajes mentales. Así procede, después de
todo, me decía, el arte de Chejfec: por suscitación de encuentros
empáticos. La frase que el ensayista había subrayado unos años
atrás para pensar el brillo en la oscuridad de la literatura de An-
tonio Di Benedetto, y que decía: “Era la hora secreta del cielo: cuando
más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira”, pare-
cía resonar en la serie como una confirmación.2

2. En lo referido al arte de René Magritte, estuve parafraseando algunas hipótesis


sergio chejfec, iluminaciones profanas | 193

Con todo, el tercer relato, del que procede el título del volu-
men, revelaba que el modo linterna se estaba refiriendo a la luz
—“minuciosa y abstracta”, piensa su portador— con que el ce-
lular del teólogo ilumina una placa entre las semisombras del
segundo subsuelo del Crematorium, para que el narrador pueda
tomar la foto del lugar último y duradero de Saer, documentar la
visita y cerrar así el círculo de su devoción por el escritor (el re-
lato es “Visita al cementario” y los tres personajes son el teólogo,
el ensayista y el narrador, alter ego de Chejfec). No se trataba en-
tonces del misterio de las dos luces —aunque el hecho de que los
juegos infantiles en el cementerio, con su exploración de criptas
sombrías y posterior ascenso a la superficie, fueran la ocasión
para que la imagen de un pintor entre columnas semiderruidas y
cúmulos de hojas caídas le sugiriera vagamente a Magritte la idea
de la pintura como un elemento cargado de poder de revelación,
todavía me hace dudar de desechar tan ligeramente la intuición
de aquella empatía. No se trataba entonces, decía, del misterio
del imperio de las luces sino, quizás de un modo más simple y
también más prosaico, del bonus track de la tecnología que salvaba
la visita de naufragar, dramáticamente, diría el narrador, en el
peor de los fracasos: la imposibilidad de proceder a la documen-
tación. En este sentido, y como efecto de una serie de desplaza-
mientos sucesivos (la linterna, de por sí un sustituto de la electri-
cidad, que aquí funciona como un uso agregado de la pantalla),
el auxilio casi providencial de esta luz de emergencia funciona
en la escena menos como la afirmación de un vínculo finalmen-
te positivo con la técnica que como una iluminación oblicua del
vértigo retrospectivo que condensa el drama potencial conteni-
do en el percance, y que, por extensión, tiñe de provisoriedad y

de Esteban Ierardo en “La continua visibilidad de lo invisible. Magritte, Fou-


cault, Hegel, y la pintura del pensamiento” en antroposmoderno, 22/11/06, http://
antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=1026. La cita de Chejfec
está en el ensayo “Sobre el brillo en la oscuridad”, publicado el 4 de noviembre de
2010, en su blog “Parábola anterior” (parabarolaanterior.wordpress.com). Hoy el
ensayo está disponible en la página de Enrique Vila-Mata, www.enriquevilama-
tas.com, en la sección “La vida de los otros”.
194 | sandra contreras

de contingencia no tanto la luz artificial que lo facilitó como el


documento mismo.
Y es que este es uno de los centros de gravedad, en el sentido
de un polo de atracción, del volumen: el giro documental de la
narrativa contemporánea en modo Chejfec. Me refiero a esa forma
tan singular que su literatura viene dándole al giro y que parece-
ría proceder menos de un cruce entre crónica, ensayo y narración
(aunque ese cruce sea su huella) que de la creación de un “perso-
naje variable” que, como dice que sucede con Rafaela Baroni y sus
figuras, “coincide de manera intermitente con su propia perso-
na”.3 O que procede, para seguir parafraseándolo en su visita al
imaginario artístico venezolano, de una tendencia del escritor a
prestar ya no el rostro sino la voz a sus narradores, tendencia que
hace que ante la emisión continua de esa voz nos alcance cada
tanto la impresión, imposible de verificar pero al mismo tiempo
evidente, de algo así como una interpolación (un poco como la
cara del artista Antonio Reverón que, dice Chejfec, aparece cada
tanto interpolada en la turbadora desnudez del conjunto de la
obra). La intermitencia del préstamo tendría que poder describir
mejor (mejor, digamos, que una alusión a las ambivalencias de la
identificación) la cualidad flotante de una práctica de documen-
tación en modo Chejfec.
Un modo, por lo demás, que, aunque el gusto cada vez mayor
por “los libros en que la vida se muestra sin interferencias” sea
profesado por el narrador como una opción últimamente casi ex-
cluyente, en Modo linterna remite, más que a una vocación o a un
programa, a una urgencia. El novelista documental de Chejfec (así
se titula uno de los relatos, “Novelista documental”) no sería tan-
to aquel que escribe con el propósito de documentar (de hecho
el desprecio por las novelas basadas en hechos reales lo define),
sino aquel que, como escritor o como lector y testigo, admite que
“de un tiempo a esta parte” necesita, inapelablemente, de unos
objetos auxiliares —unas fotos, unas guías telefónicas o unos lu-

3. Sergio Chejfec, Baroni: un viaje, Buenos Aires, Alfaguara, 2007.


sergio chejfec, iluminaciones profanas | 195

gares físicos que respalden las direcciones de esas guías— como


métodos de prueba de la ficción. Más que una vocación, enton-
ces, una ansiedad documental. Una ansiedad que, producto de
una hipotética interpelación —el temor de que “alguien le pida
cuentas” y lo acuse de inventar todo lo que escribe—, termina se-
ñalando el documento como conducto de salvación. El documen-
to, entonces, como salvataje ante la creciente “sensación de diso-
lución”, ante ese “borde de extinción” hacia el que “la literatura
sigue deslizándose” y del que las sillas vacías de unos escritores
en la feria (“Hacia la ciudad eléctrica”) serían una de sus últimas
señales. El recurso al documento, también y por consiguiente,
como índice del poder —y del interés— que ha ido perdiendo la
ficción (la obsolescencia tiene siempre en Chejfec la forma de la
pérdida de interés, del abandono de atención).
Como se ve, en una literatura que no cesa de apelar a auxilios
de emergencia, el recurso al documento es menos triunfal que
pariente de la invención de unos singularísimos expedientes de
supervivencia. Por ejemplo, el disimulo como arma privilegia-
da para preservar el secreto. En unos relatos en que los perso-
najes se sienten cada tanto “los únicos actores de una obra que
no alcanzan a precisar” y en los que el paisaje se convierte una
y otra vez en escenario —así, los andenes, trenes, señales, ope-
rarios y pasajeros que “parecen sumarse a una desganada pues-
ta en escena” en el subterráneo, o la ciudad que “parece plegada
a una impostura deliberada y escénica” de vacío y soledad—, el
subrayado teatral, que la literatura de Chejfec viene explorando
desde hace unos años y que tiene en La experiencia dramática su
modulación específica y más reciente, se convierte en Modo lin-
terna en un postulado hipotético que funciona, no como marco
para una exhibición, sino como reconocimiento de la situación
en la que somos o podríamos ser observados (el miedo al examen
como una variante del miedo a la interpelación). Si el narrador
de Baroni creía entender que la tensión escénica de las perfor-
mances de Rafaela transitaba a través de las miradas como vías
por donde circulan los flujos de energía, y el de Mis dos mundos
196 | sandra contreras

veía en los cuadros de Kentridge el trazo del recorrido de las mi-


radas de los personajes como proyección compensatoria de unos
raros comportamientos visuales, el cansancio con que, atrapado
en el juego silencioso de luces y reflectores, el Martín Fierro con-
temporáneo de Modo linterna se pliega a un nuevo simulacro en
la performance (el relato es “Deshaciéndose en la historia”) prue-
ba que no hay artilugio festivo en la adopción de esta condición
escénica —más bien hay en ello una mortificación y hasta una
condena— y pone el foco en la exposición muda como única vía
posible de transmisión de la experiencia en tiempos de biodra-
ma y teatro documental.4
Pues bien, la circulación de las miradas, o bien, el circuito de
miradas en el que el escritor se involucra (por ejemplo, con la
performer y artista artesanal en Baroni, con los peces y tortugas
que ofician de público en Mis dos mundos) es el marco que se pos-
tula en el relato para transitar, si bien indirectamente, la expe-
riencia. No me refiero con esto a una representación de esa ex-
periencia; me refiero a algo que podríamos identificar como un
fenómeno del que viene siendo testimonio la literatura misma
de Chejfec, al menos desde Baroni: un viaje: el relato como arte-
facto tendiente a la producción de experiencias en las que se ree-
dita alguna forma de creencia, a la que suele asociar con un trance
(por ejemplo, la creencia en la vida suplementaria que emana
de la escultura y que el escritor imagina pedirle en préstamo);
el acto mismo de relatar como la creación de una atmósfera
(los narradores dirían más bien: un contexto, un marco) para la
ocurrencia del trance.
También en este sentido, hay en Modo linterna, y en esto reside
para mí uno de los mayores encantos del volumen —dicha aquí
la palabra “encanto” en un sentido literal—, unas escenas en las
que el flujo de energía transita en esa rara comunidad que se en-
tabla entre el escritor y unos objetos o unas materias, digamos,

4. Sergio Chejfec, La experiencia dramática, Buenos Aires, Alfaguara, 2012; y Mis dos
mundos, Buenos Aires, Alfaguara, 2008.
sergio chejfec, iluminaciones profanas | 197

unos “seres”, revestidos de una poderosa fuerza de atracción o


de interpelación. (De paso, y entre paréntesis, no habría que ol-
vidar, siquiera como resonancia lejana, que en términos de Ben-
jamin “sentir el aura de una cosa es conferirle el poder de levan-
tar la mirada”). Al otro lado de los animales, que esta vez ofician
al modo de interlocutores fallidos (las guacamayas del hotel son
ahora reacias a entablar contacto con el “novelista documental”),
unos objetos solitarios funcionan aquí, con el “resto insondable
de los talismanes”, como el enclave de una creencia, de una ma-
nifestación, de una revelación. Y el escritor, hipersensible a las
señales “intrigantes” que pueden emitir la tierra, o los ruidos de
un hospital como resonancias de una “actividad colectiva pero
secreta”, se dispone a la hipnosis, a la contemplación difusa, o
a la ensoñación meditativa que puede llegar al extremo de creer
que está siendo observado, y examinado, por la nieve que él mis-
mo está en trance de contemplar. Sí, es la cualidad aurática que
dota a la materia de la capacidad de devolver la mirada y que en
Modo linterna es contigua al halo de vida propia que irradian a su
alrededor sus formas antropoides, por caso esos muñecos que se
esmeran por parecer vivos y con los que a su vez el escritor y los
pares de su cofradía entablan una sinuosa relación.
Pero hay otros dos objetos, tan simples y elementales como
extraordinarios, que en el comienzo y en el final del volumen
subrayan o enfatizan eso que el narrador llama “una extrema
sintonía” con el mundo material y se vuelven así el soporte de
una “experiencia de plenitud” o de un éxtasis de “comunión”.
Son dos papeles, más bien dos papelitos —una bolsa de papel de
estraza, abollada, que se recoge del suelo como un residuo, y un
pequeño papel blanco, la mínima parte de una hoja despedazada
a mano, que cae desde el cielo como “un proyectil inocente pero
dirigido”— que el escritor recibe y acoge como los “representan-
tes inertes en miniatura” que, al modo de un “pliegue diminuto”,
de una “ínfima pieza de rescate”, o de una “minúscula partícula
de protesta”, le envían la geografía de un país, o la realidad, o la
luna abandonada, que así eligen manifestarse. ¿El escritor como
198 | sandra contreras

intérprete de las señales del mundo material?, ¿el escritor como


destinatario de una revelación?, ¿finalmente como medium? Es
precisamente lo que estamos tentados de decir, empujados por
el arrebato de plenitud, por esa “densidad de la experiencia” que
se proclama como preámbulo de la escritura. También cuando
los objetos resplandecientes en la titilación del mensaje —esos
papeles carentes de escritura aunque portadores de mensajes
destinados al escritor— nos traen a la memoria no exactamen-
te el papel en el que Tomatis llevaba escritos los versos que les
leyó en voz alta sino aquella hoja que, despojada ya del poema y
convertida en puro objeto radiante de peligro, el Matemático do-
blaba en cuatro y seguía conservando, veinte años después, en el
bolsillo del pantalón como “prueba inequívoca de la mañana en
que se encontró con Leto en la calle principal y caminaron juntos
hacia el sur”.5 Solo que si la hoja ya en blanco de Glosa es parien-
te, por el resto aurático de poema que conserva, de las epifanías
estéticas intermitentes que jalonan la caminata de esa mañana
en Santa Fe, la bolsa abollada en el ascensor de Caracas (“Veci-
no invisible”) y el papelito lunar que cae en la calle de Scranton
(“Hacia la ciudad eléctrica”) se presentan en Modo linterna como
los delegados de unas revelaciones que, entre el esoterismo ocu-
rrente y la clarividencia fallida, parecen provenir de un orden
previo, como arcaico o más antiguo, que muestra sus potencias
de vida en un mundo a punto de extinción. Por esto, es probable
que no sea la epifanía la forma última, o acabada, de esa “extre-
ma sintonía” que acontece en la manifestación. Lo intuye el na-
rrador cuando presiente, por ejemplo, que la proposición insólita
y extravagante que se le ocurre, mezcla de observación empírica
y revelación imprevista, lo lleva a ignorar, literalmente, “qué es
lo que se está diciendo a sí mismo”. Y por esto, tal vez, la artista
popular venezolana, maestra del trance y testigo de lo invisible,

5. ¿Qué otro escritor sino Saer, maestro de la luz y la reverberación, podía resonar
en las experiencias auráticas de Modo linterna? La cita es de Glosa (Buenos Aires,
Alianza Editorial, 1986).
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sea, en el primer relato del volumen y como prolongación de las


páginas finales de Baroni, casi la única interlocutora posible para
la pregunta sin respuesta que el escritor, devenido de este modo
menos el intermediario de un mensaje que la superficie de una
refracción, repite: “¿No puedes decir lo que has visto o sencilla-
mente no me has visto?”
Ahora que lo recuerdo, iluminación profana es la categoría
que Benjamin usa para valorar la capacidad que tiene el méto-
do surrealista de superar creadoramente la iluminación religio-
sa y de hacer estallar, según una interpretación de los signos de
inspiración materialista, las fuerzas que se alojan en el mundo
objetual. Por extensión, el instrumento al que recurre para in-
terpretar, históricamente, el mundo moderno y sus fantasmago-
rías: la ciudad, la arquitectura, los pasajes, la fotografía, el cine.6
Nada de todo esto, hay que decirlo, sucede estrictamente así en
una colección de relatos que, escritos entre las postrimerías del
siglo XX y comienzos del XXI, se colocan en modo linterna para
captar la “belleza melancólica” de instalaciones desoladas, pano-
ramas abandonados, superficies olvidadas, al mismo tiempo que
se exponen al misterio de una nostalgia indefinida, que, como lo
testimonia cabalmente Fierro en la performance teatral, ahora
“no sabe exactamente a qué zona del pasado adherir”. Algo, sin
embargo parece concernirles. Tal vez la inclinación por la inter-
pretación histórica de ese caminante que conecta ciudades con
montañas, naturaleza con cultura, arte con artesanía, a la que, a
decir verdad, no se le podría negar inspiración materialista. Con
todo, y si queremos ser estrictos con la ascendencia benjaminia-
na del concepto, es evidente que persiste la dificultad para soste-
ner la hipótesis cuando leemos la literatura de hoy. Me conformo
mientras tanto con pensar que lo anacrónica que pueda sonar
hoy esa herramienta conceptual quizás no vaya tan mal con un
escritor que se expone como “uno de los últimos rezagados abso-

6. Remito a Walter Benjamin: “El surrealismo. La última instantánea de la inteli-


gencia europea”, Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Madrid, Taurus, 1980.
200 | sandra contreras

lutos en la carrera diaria por adaptarse a los avances tecnológi-


cos” y con una literatura que se sabe en trance de sobrevivir.

Junio 2013
Fauna, una intervención

Tiene razón Jorge Dubatti cuando dice que Fauna de Romina


Paula se ofrece como “un espacio para detonar en el espectador
las preguntas esenciales sobre cómo establecemos relaciones de
multiplicación entre arte y realidad” y las preguntas acuciantes
en torno de las posibilidades y los límites de la representación.
Pero tiene razón también Virginia Cosin cuando advierte que la
puesta en abismo que construyen las múltiples referencias (Sha-
kespeare, Calderón, Arlt) no debería hacernos olvidar que no se
trata de una obra concebida para deslumbrar el intelecto, ni que,
en un paso más allá del juego de la representación dentro de la
representación, la circulación del deseo suscita otro tipo de pre-
guntas: por ejemplo, “qué ser y cómo ser y qué mostrar a los de-
más y para qué”.1
A mí me gustaría llamar la atención sobre la eficacia con que
Romina Paula logra inquietar uno de esos valores en los que, en
tiempos del retorno de lo real y de la voracidad contemporánea
por “lo vivido”, nos reconocemos de inmediato y casi, ya, con co-

1. Me remito a las críticas de Jorge Dubatti en Tiempo Argentino, “Relaciones entre


arte y vida” y de Virginia Cosin en Revista Ñ, “La tercera dimensión”, ambas to-
madas de la página de la Editorial Entropía, http://www.editorialentropia.com.ar.
Fauna, la tercera obra de Romina Paula, se estrenó en el mes de mayo de 2013
en el Centro Cultural San Martín, con un elenco integrado por Susana Pampín,
Roberto Ferro, Pilar Gamboa y Esteban Bigliardi.
202 | sandra contreras

modidad: el valor que, según nuestro extendido gusto de época,


una ficción obtiene de su vínculo problemático y ambivalente
con lo documental como huella del afuera, de la vida y lo real.2
La escena que sintetiza esa eficacia es la sexta, que en el libro se
titula, paradójica y precisamente, “La gente confundida es peli-
grosa”. (Entre paréntesis, me la recordaron de inmediato, unas
semanas después de ver la obra, las dudas que el Martín Fierro
de Modo linterna experimenta ante el eventual efecto práctico que
—se pregunta— podría llegar a tener el relato y el testimonio
de su experiencia).3 La escena comienza con un intempestivo y
apremiante requerimiento: ¿por qué, le pregunta el hijo de Fau-
na (Santo) al personaje de la actriz (Julia), quiere ser su madre en
una película?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿para que la gente pueda co-
nocer a quién, si la madre ya murió? Por la interpelación de estas
preguntas, aunque también por el beso y el abrazo que se cruzan
en la interpretación de la escena, la actriz comienza a sentirse
amenazada. Pero en la función en el teatro ocurre algo más. El in-
terés y la actitud corporal misma, con los que Santo, como si de-
jara de ser el personaje y fuera por un segundo Esteban Bigliar-
di, el actor, apura (y pareciera que de verdad) a la actriz (¿Julia?
¿Pilar Gamboa?), convierten a esas preguntas sobre el escenario
en una auténtica, y por eso mismo tal vez irónica, interpelación:
¿pero para qué querés contar la vida de Fauna?; a ver, ¿para qué
querés (queremos) contar una vida real? El espectador de biodra-
mas y teatro documental comienza a sentirse confundido.
¿Podríamos otorgarle a esa interpelación de Fauna el carácter
de una intervención? Probablemente. Podríamos cotejar su efec-
to, por ejemplo, con el de Cineastas, la pieza que, estrenada unos
meses después, es la última de una serie de obras en las que no

2. Esta reseña de Fauna. El tiempo todo entero. Algo de ruido hace, de Romina Paula
(Buenos Aires, Editorial Entropía, 2013) se publicó en Bazar Americano, actualiza-
ción noviembre-diciembre 2013-febrero 2014; www.bazaramericano.com/resenas.
php?cod=393&pdf=si.
3. Me refiero al texto “Deshaciéndose en la historia”, en Sergio Chejfec, Modo linterna,
Buenos Aires, Editorial Entropía, 2013.
fauna, una intervención | 203

solo se pone en escena la “fantasía de imaginar” la vida de unos


desconocidos que pueden observarse en una calle, en los depar-
tamentos de un edificio, o en una estación de tren, sino en las
que además, colocando al espectador en la situación del voyeur,
Mariano Pensotti trabaja con —más que representa— esa pasión
desmesurada por la vida de los otros que define el énfasis bio-
gráfico de la subjetividad contemporánea. Solo que si El pasado es
un animal grotesco, del mismo Pensotti, había logrado traducir los
clásicos destinos de la novela del siglo XIX al espacio biográfico
contemporáneo en el que lo real y la fabulación se transfiguran
en torno de “la visibilidad de la vida misma como narración”,
Cineastas, que quiere potenciar esa ambición, explota el proce-
dimiento al punto de convertirlo, casi, en una fórmula.4 Y no es
siquiera el espectacular despliegue de recursos técnicos lo que
podría estar restándole a las ocho historias puestas en escena
poder de convicción; puede que esa limitación se derive, simple-
mente, de un problema tan viejo como el de la inverosimilitud
compositiva (¿era necesario imaginar los efectos que podría tener
en los hijos el regreso de un desaparecido durante la dictadura,
treinta años después?), o de la prolijidad con que la obra se pro-
pone demostrar “de qué manera la vida, las experiencias coti-
dianas, influyen en las ficciones, pero sobre todo en qué medida
nuestras vidas han sido construidas a partir de ellas”.
El poder de convicción de Fauna no proviene solamente de su
austeridad escénica —aunque la evidente ascendencia quiro-
guiana justificaría la hipótesis—. Proviene, creo yo, de un mo-

4. Las obras de Mariano Pensotti a las que me refiero son La marea (2005), Interio-
res (2009), A veces creo que te veo, 2010, y la capital El pasado es un animal grotesco,
estrenada y editada (El pasado es un animal grotesco / The past is a grotesque ani-
mal, Buenos Aires, Editorial Gayo) también en 2010. Cineastas se estrenó en el
Teatro Sarmiento en agosto de 2013. Las hipótesis sobre el espacio biográfico
contemporáneo son de Leonor Arfuch, El espacio biográfico. Dilemas de la subjetivi-
dad contemporánea, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002. Me ocupé
sobre la relación entre novela y espacio biográfico contemporáneo en las obras
de Pensotti en “Estados de la novela. A propósito de Historias extraordinarias y El
pasado es un animal grotesco”, en Pensamiento de los confines, 28/29, 2012.
204 | sandra contreras

vimiento doble. Por un lado, de la firmeza, esto es, del humor y


de la autoironía con que confunde, a través de un juego de más-
caras tan simple como sofisticado, los fundamentos mismos
—artísticos, políticos— de ese “despliegue sin pausa de lo bio-
gráfico” en los que las narrativas del presente vienen encontran-
do “el resguardo inequívoco de la existencia” (Arfuch). Santos,
esa “suerte de Horacio Quiroga” que, un poco salvaje y algo rudo,
se crió en la intemperie y vive en el río, es el emisario brutal de
una reactualizada, y transfigurada, “vida intensa” contra la so-
bresaturación documental de la ficción contemporánea: “No hay
tal cosa como contar la historia de una vida. Eso es para gente
que no sabe vivir”.5 También el encargado, con la complicidad de
la cultísima María Luisa, de hacer retornar otro anacronismo,
el realismo cruel en la voz arltiana: “Lo más cruel de la realidad
no reside en su carácter cruel sino en el hecho de ser inevitable”.
“Absolutamente”, confirma la hermana, cerrando la obra. Refi-
nados y primitivos, los hermanos confunden a los artistas (“¡los
artistas!”) en los círculos frívolos que trazan un improvisado tra-
bajo de campo y una fascinación snob con las historias de vida; al
mismo tiempo que, conocedores y testigos de la muerte, recuer-
dan, a cada paso y por cierto con algo de perversidad, la elocuen-
te claridad de todo: “No entiendo en qué momento se confundió
tanto”, le dice Santos al director del filme. Me gusta pensar que
esa pregunta llega hasta nosotros (¿nos confundimos?, ¿en qué
momento?) con la eficacia, más próxima a la enrarecida poéti-
ca documental de Sergio Chejfec que a la pulsión por explorar
las complejas relaciones entre ficción y realidad de Cineastas, de
aquello que puede distanciarnos y hacernos dudar de nuestros
presupuestos más consensuados.
Claro que esa eficacia no se funda en la simple enunciación de

5. Se trata, en realidad, de una paradójica transfiguración de la “vida intensa”: al


revés de Quiroga, que encontraba en la capacidad técnica del cine para poner
en la pantalla la realidad y la vida mismas, un valor y una herramienta contra los
artificios de la representación teatral, Santos acusa la frivolidad de pretender
emular un personaje real en algo tan “frívolo” como un filme.
fauna, una intervención | 205

una moral de la ficción (no por nada la compañía que hizo posi-
ble Fauna y también El tiempo todo entero y Algo de ruido hace tiene
por nombre El silencio). Se nutre del encanto complementario e
indeterminado —toda eficacia requiere de la indeterminación
de cierto encanto— que en Fauna resulta, por vía de la circula-
ción del deseo, en la transmutación de un punto de confusión en
otro: no cómo representar la vida, ni cuáles son los límites o las
posibilidades de la representación, sino a quién amamos. La lite-
ratura de Romina Paula ya lo venía preguntando: ¿vos me querés
a mí?
Octubre 2013
v. Epílogo
Saer, Borges, Aira: la hipótesis realista

Tal vez nuestra sensibilidad crítica, inclinada casi definitiva-


mente hacia el gusto por el retorno de lo real en el arte contem-
poráneo y cada vez más decidida a explorar la transformación
del imaginario de las artes verbales en el presente, no necesite ya
asumir la pasión confrontativa que animó siempre el debate en
torno al realismo. Aun así, y antes de que la pregunta por el rea-
lismo, inclusive la pregunta por sus múltiples y radicales trans-
figuraciones en la era contemporánea, se vuelva definitivamente
anacrónica —esto es, definitivamente improcedente—, la edi-
ción de estos Cuadernos del Seminario 2, intenta dejar constancia
de las muchas invenciones críticas a las que todavía, a comien-
zos del siglo XXI, puede dar lugar.1
Los objetivos del seminario eran tan modestos como el de
ajustar las condiciones de posibilidad para recurrir, en cada
contexto y según cada objeto, a los diversos marcos teóricos,

1. Sandra Contreras (ed.), Cuadernos del Seminario 2. Realismos, cuestiones críticas, Ro-
sario, Centro de Estudios de Literatura Argentina y Facultad de Humanidades y
Artes Ediciones, UNR, 2013. El volumen reúne algunos de los trabajos que resul-
taron de dos seminarios de posgrado que dicté, uno en Rosario y otro en Santa
Fe, entre 2009 y 2011, fragmentos de algunos de los ensayos y capítulos de tesis
con los que estuvimos dialogando en el marco de distintos proyectos de investi-
gación; también, como Apéndice, el ensayo de César Aira “El realismo”. Este ar-
tículo corresponde a la primera parte de mi prólogo a ese volumen (“Realismos,
cuestiones críticas”), ajustada para la edición de este libro.
210 | sandra contreras

pero también como el de situar, y en el mejor de los casos des-


hacer, aquellas cristalizaciones de sentido que funcionan como
objeción a —como alerta ante— los usos algo heterodoxos y has-
ta impropios que a veces hacemos de la categoría de realismo
para leer ciertas experimentaciones narrativas del presente.
Como lo había propuesto ya en algunos de mis trabajos, invité
a los estudiantes a revisar algunas de las ideas con las que ten-
demos a manejarnos naturalmente como, por ejemplo, la que
da por sentado que en la clásica fórmula de Engels (“reflejar la
realidad objetiva plasmando caracteres típicos en circunstan-
cias típicas”) “típico” significa “promedial”, o la que presupone
que el ideal realista clásico sintetizado en ¿Narrar o describir? de
Luckás implica el anatema, sin más, de la descripción.2 No, sin
embargo, para señalar sus “errores”, en los que por lo demás
tanto abundamos —sabemos muy bien que la simplificación
de la que puede ser objeto una teoría es muchas veces la herra-
mienta estratégica que necesita una argumentación—, sino,
antes bien, para captar su fuerza de obstrucción para la afirma-
ción de nuestros valores, y ensayar por consiguiente, en orden
a aumentar la potencia de nuestra lectura, razones que reabran
sentidos retenidos.
Así, aunque evidente, bien podría recordarse, por ejemplo,
que la idea del realismo como una actitud de confianza, más
o menos ingenua, en el vínculo entre signo y referente arraiga
en el programa teórico de los años setenta (como el sintetiza-
do por Todorov en “Lo verosímil”: “sacar al lenguaje de su trans-
parencia ilusoria”). O conjeturar, para revisar otro de nuestros
lugares comunes teóricos, que la reducción de la teoría lukác-
siana a su impugnación de las vanguardias y la consiguiente re-
legación de su magnífica lectura de Balzac en sus Ensayos sobre
el realismo, podría explicarse, al menos en nuestro contexto, no
solo por la ascendencia adorniana de la crítica argentina sino

2. Georg Lukács, “¿Narrar o describir?”, en Literatura y sociedad, Buenos Aires,


Centro Editor de América Latina, 1977.
saer, borges, aira: la hipótesis realista | 211

por el predicamento del que gozó, también desde los años se-
tenta, el Barthes de S/Z, es decir, el Barthes que frente al “plural
vasto” de la escritura de Flaubert leía en el “vómito de los este-
reotipos” de Sarrasine la concentración de la “falta de actualidad
balzaciana”, la esencia de lo que en Balzac “no puede ser (re)es-
crito”.3 Con todo, más que recomponer las tradiciones en que
se consolidan y legitiman las concepciones de realismo con las
que discutimos, nos interesaba detectar la fuerza con que estos
protocolos de lectura restringen, a veces, el ensayo de algunas
operaciones críticas. Mi experiencia con la lectura del realismo
de Aira (creo que nunca enfatizaré lo suficiente la importancia
de esa preposición: no el realismo en Aira sino el realismo de
Aira, el realismo según los propios paradigmas que su literatura
crea) y el uso por demás heterodoxo de una zona de la teoría
lukácsiana estaban en la base de ese propósito.4 En este sentido,
si por un lado puede por supuesto admitirse —como me fue ob-
servado— que para leer el realismo de Aira un método como el
de Auerbach en Mimesis —que en lo que hace al siglo XX recorre
las formas cada vez más ricas que el realismo moderno ha veni-
do desplegando en concordancia con la realidad continuamen-
te cambiante— sería más apto que uno como el de ¿Narrar o des-
cribir?, elaborado, como sabemos, para leer la transformación
del realismo francés en dos períodos sucesivos del capitalismo,
por otro lado bien podríamos preguntarnos por la ventaja de
desaprovechar el malentendido teórico de un escritor cuando
resulta que ese malentendido libera una reserva de sentido que,
por lo demás, permite captar un aspecto decisivo de su literatu-
ra. La hipótesis de Aira en “La innovación” de que para Lukács
la participación en lo real exige al escritor un desprendimiento
de las determinaciones históricas es, desde luego, una hipóte-

3. Ver Tzvetan Todorov, “Introduction”, en Recherches sémiologiques. Le Vraisembla-


ble, Communications, 11, 1968; Georg Lukács, Ensayos sobre el realismo, Buenos Ai-
res, Ediciones Siglo Veinte, 1965; Roland Barthes, S/Z, México, Siglo XXI, 1986.
4. Remito a mis artículos de este libro: “En torno al realismo” (p. 33) y “César Aira,
realismo y documentación” (p. 181).
212 | sandra contreras

sis errada.5 Pero el modo en que su ojo de artista pone en foco


el nudo de la su teoría —lo que Aira llama su “grandiosa intui-
ción del Salto”— deja ver que para Lukács una literatura reve-
la las grandes fuerzas sociales tanto mejor y de un modo tanto
más profundo cuanto más extremo es, o cuanto más lejos va, en
el arte de la transfiguración. El efecto del malentendido airiano
—dejarnos ver que de la lectura lukácsiana de Balzac podemos
extraer, antes que el dogma de un conjunto invariable de pro-
cedimientos, la idea de que el gran realista es aquel que capta
las fuerzas latentes de una sociedad y las expresa a través de la
invención de una forma que crea sus propios paradigmas— si-
gue siendo una herramienta útil para situar la exigencia crítica:
definir el realismo según lo inventa, cada vez, un escritor.
Las lecciones que extraíamos de esos ejercicios críticos mos-
traban la falta de interés que finalmente tienen las polémicas
cuando en lugar de priorizar una atención a los procedimientos
y los puntos de vista que cada artista crea para “vérselas” con la
realidad, se desarrollan según la prescripción de obtener una
grilla de clasificación. Al mismo tiempo, y naturalmente, no ha-
cían más que confirmar la evidencia de que el realismo es, desde
su génesis, un campo de batalla. Para ajustar esta idea, volvimos
a Las reglas del arte de Pierre Bourdieu. El doble propósito de es-
cribir contra la literatura de género a lo Paul de Kock pero tam-
bién contra las novelas realistas a lo Champfleury, y sobre todo
la aversión por el realismo del jefe declarado de la escuela, ponen
de manifiesto —dice Bourdieu— “la posición absolutamente
paradójica, casi ‘imposible’, que va a constituir Flaubert y cuyo
carácter propiamente inclasificable se manifiesta en los debates
irresolubles que suscita” y en los oximorones a los que se suele
recurrir para describirlo. Nos interesaba recordar, en este senti-
do, la posición teórica que, con filosa claridad, definía así:

5. César Aira, “La innovación”, en Boletín/4 del Centro de Estudios de Teoría y Críti-
ca Literaria, UNR, 1995.
saer, borges, aira: la hipótesis realista | 213

Muchos debates históricos, especialmente a propósito del arte,


quedarían clarificados o sencillamente anulados si se pudiera
sacar a la luz, en cada caso, el mundo completo de significa-
dos distintos y a veces opuestos que se atribuye a los concep-
tos aludidos, “realismo”, “arte social”, “idealismo”, “arte por
el arte” (…) Sin olvidar que el sentido de estas palabras que la
discusión teórica eterniza historizándolas (siendo esta deshis-
torización una de las condiciones principales del debate lla-
mado “teórico”), cambia incesantemente en el transcurso del
tiempo, como cambian los campos de luchas correspondientes
y las relaciones de fuerza entre los usuarios de los conceptos
considerados que sin duda nunca ignoran tanto la historia an-
terior de las taxonomías que utilizan como cuando elaboran
genealogías más políticas que científicas con el propósito de
conferir fuerza simbólica a sus usos presentes.6

Pero la relectura de Las reglas del arte nos recordaba también que
la literatura moderna definió un campo autónomo precisamente
en la batalla por el realismo, y ese simple recordatorio podría ser
de utilidad para advertir, en nuestros debates sobre la convenien-
cia de relativizar o la impertinencia de extender la categoría de
realismo, que la amplitud del término seguramente proviene de
su recubrimiento con el concepto mismo de literatura. De lo que
podríamos derivar, entonces, una vez más, que el realismo podrá
ser objeto de redefinición mientras sigamos actuando dentro del
campo literario, que la pregunta por el realismo seguirá siendo
legítima mientras lo sea la pregunta por la literatura.
Repasaré en lo que sigue, brevemente, algunas de las cuestio-
nes críticas que conversamos en el seminario. Espero que su dis-
tribución se muestre como sintaxis del modo en que formulamos
los problemas.

1. Saer/Balzac
Seguramente porque, deleuzianos desde hace tiempo, nuestra
sensibilidad crítica está más próxima a la ética de la afirmación

6. Pierre Bourdieu, Las reglas del arte, Barcelona, Anagrama, 2005.


214 | sandra contreras

que a la moral de la negatividad, después del período en que nos


ocupamos de precisar todo lo que la retórica realista obturaba,
limitaba, simplificaba, fuimos girando hacia el interés por cap-
tar las potencialidades de la noción, retenidas en los pliegues de
poéticas complejas. La de Saer y la Borges serían casos ejemplar-
mente aptos para la operación.
“El efecto de irreal” de Alberto Giordano inicia, como sabemos,
hacia 1992, la torsión que permitiría “redefinir el lugar que ocu-
pan las pretensiones realistas en una literatura que, como la de
Saer, se quiere ‘sin atributos’”, a través de un tercer término que
excede, sin sintetizar, la oposición entre el “efecto de real” que esa
obra socava y el “efecto de literatura” que resulta cuando se la lee
en clave de trabajo autoreflexivo sobre los procedimientos de es-
critura. “Efecto de irreal”, dice Giordano, define el movimiento
según el cual, sustrayéndose a las certezas de la representación
pero también a las de la autorrepresentación, la experiencia na-
rrativa saeriana muestra “lo otro de la realidad, lo que para cons-
tituirse la realidad niega, enmascara”.7 Los efectos de esta propo-
sición pueden encontrarse en artículos como, por ejemplo, “Un
azar convertido en don”, donde Miguel Dalmaroni y Margarita
Merbihlá leen el modo en que precisamente la desconfianza ra-
dical de la literatura de Saer en la representación “engendra una
productividad narrativa virtualmente incesante, cuya persisten-
cia contiene un inevitable carácter afirmativo”.8
En esta tradición crítica, la finísima lectura que Rafael Arce
hace del narrador saeriano como “voz fenomenal”, entendida en
el sentido de una “aparición” para una determinada conciencia,
prueba ser la invención de una herramienta potente no sólo para
dar cuenta de la singularidad de la relación entre voz narrativa y

7. Alberto Giordano, “El efecto de irreal”, La experiencia narrativa. Juan José Saer -
Feliberto Hernández - Manuel Puig, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1992.
8. Miguel Dalmaroni y Margarita Merbihlá, “Un azar convertido en don. Juan José
Saer y el relato de la percepción”, en Elsa Drucaroff (ed.), La narración gana la
partida, Volumen XI de Noé Jitrik (dir.), Historia Crítica de la Literatura Argentina,
Buenos Aires, Emecé, 2000.
saer, borges, aira: la hipótesis realista | 215

punto de vista en cada una de las novelas sino también para pre-
cisar que, antes que debatirse con los de la escritura, el narrador
saeriano dramatiza los impedimentos de la visión e incorpora
–aunque, digamos, como herramienta útil, no como método de
resistencia— “los procedimientos que le permiten ser fiel a su
presentación de ciertas apariencias y a la fragmentación que su-
pone la experiencia del mundo que ciertas conciencias habitan”.
Pero Arce postula además que, contra el realismo entendido
como una actitud de confianza ciega en el discurso, en los signi-
ficados y en los signos, la narración saeriana “trabaja a favor de
la obtención dificultosa de algo real: aquello que, para que todo
discurso realista sea posible, ha habido necesariamente que di-
simular, reprimir, ocultar”.9 Si en un principio puede pensarse
que ese “algo real”, que en Arce significa eclosión de un mundo
en el ausentamiento del signo, es una traducción del efecto de
“irreal”, que en Giordano quiere decir, también, aparición de que
algo se oculta, afirmación de que algo se niega, al mismo tiempo
es preciso subrayar el intersticio que se abre en la reformulación:
la mínima aunque decisiva diferencia que se establece en el voca-
bulario crítico cuando se quiere leer la literatura de Saer menos
como una conmoción de las certezas (porque ese algo incierto
que la literatura revela en su incertidumbre es —dice Giorda-
no— la nada y ni siquiera la nada) que como la exploración de los
procedimientos más aptos a la presentación de esa voz fenomenal.
Pero, además, el reemplazo de “irreal” por “real” va acom-
pañado en la fórmula de Arce por el término “pasión”, término
que, extraño en principio en el vocabulario de la crítica saeria-
na, es aquí la huella de un interés por asociar la última novela de
Saer —¿su apariencia realista o su apariencia melodramática?— con
algo del orden de lo balzaciano. Y si coincidimos en que cuando
se predica “balzaciano” de una forma de imaginación es preciso
circunscribir “el Balzac” del que se habla, resulta evidente que el

9. Rafael Arce, “La pasión de lo real”, en Sandra Contreras (ed.), Cuadernos del Semi-
nario 2. Realismos, cuestiones críticas, op. cit.
216 | sandra contreras

Balzac de Saer no podría ser, por cierto, el de Lukács (el que en


su fanatismo de verdad penetra radicalmente hasta el fondo de
la realidad social, dispuesto a pagar el precio de un conjunto abi-
garrado y exagerado en el sacrificio del verosímil). Tampoco, por
ejemplo, el de César Aira (ni el del narrador de Fragmentos de un
diario en los Alpes que ve en Balzac el padre del realismo en tanto
maestro de la mediación por los signos ni el del ensayista que
lee la ascendencia balzaciana de la ambición de Arlt en la pro-
gresiva huida del folletín truculento hacia lo novelesco puro).10
Podría ser, en todo caso, el del procedimiento de reaparición
de los personajes en el ciclo narrativo, que, por otro lado, Saer
adopta con un propósito diferente y, además, como lo demos-
tró Sergio Delgado, según una reflexión teórica menos deudora
de Balzac que de Michel Butor.11 Pero lo balzaciano de La grande
quiere ser, para Arce, índice de otra cosa más: signo de un defec-
to de composición que sin embargo estaba previsto, como exce-
so (“demasiada historia, demasiada intriga”), desde el comien-
zo de la saga. En este sentido, así como entendí, en otro lugar,
que el de La grande es un realismo convencional (con todas sus
positividades tan aptas para el mercado; la más notable de ellas,
la extensión), un realismo anti-saeriano, producto de un afloja-
miento de la tensión narrativa, podría tomar la argumentación
de Arce como un atajo magnífico para leer el desliz realista del
último Saer.12 Pero en la argumentación de Arce no hay ironía y
el rodeo, ya que no el atajo, de lo balzaciano funciona, en otra di-
rección, como una vía para arribar a una de las definiciones más
interesantes del efecto que produce el desbalance de La grande a
la vuelta de la obra, para mostrar la relación que esta literatura
entabla, por última vez, con un mundo que edificó como propio

10. César Aira, Fragmentos de un diario en los Alpes, Rosario, Beatriz Viterbo Editora,
2002; y “Arlt”, en Paradoxa, n° 7, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1993.
11. Sergio Delgado, “El personaje y su sombra. Rerealismos y desrealismos en el es-
critor argentino actual”, en Boletín/12 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica
Literaria, UNR, diciembre 2005.
12. Ver en este libro, “Saer en dos tiempos” p. 123.
saer, borges, aira: la hipótesis realista | 217

y que se muestra, ahora sí irónicamente, socavado por la socie-


dad de su tiempo. Lo balzaciano de La grande es así el signo de un
repliegue de la literatura de Saer al espacio original que, desen-
cantado y todo, es “lo único imborrable” en un mundo que desa-
parece. Supongo que seguiré sin decidirme a identificar un Saer
balzaciano, pero la fórmula de Arce (“La grande es la gran novela
realista de Saer, del modo en el que puede ser realista una novela
a comienzo del siglo XXI: porque nos dice que lo real es cosa del
pasado”) me servirá para percibir, todo lo que dure mi apego por
su literatura, el resplandor de ese último giro como una forma
de autosupresión.

2. Borges/Auerbach
La revisión de Mimesis nos convocó, casi naturalmente, a poner
en diálogo el texto de Auerbach, de 1942, en especial su primer
capítulo, con los textos clásicos de Borges sobre el tema: “La pos-
tulación de la realidad”, “El arte narrativo y la magia”, ambos
de 1932.13 Entendíamos que si bien es interesante registrar que
mientras Auerbach escribía en el exilio la exégesis más monu-
mental del realismo en la literatura occidental, Borges parodiaba
con gusto, en los años cuarenta, toda empresa literaria destina-
da a representar lo real,14 al mismo tiempo una relectura de los
ensayos de Borges que pusiera en primer plano, antes que su
opción por el relato de imaginación contra la novela realista, su
análisis de los modos en que la literatura, aún la más fabulosa,
produce “la espontánea suspensión de la duda que es la fe poé-
tica” —según procedimientos como los que para Auerbach de-
finen la postulación clásica de la realidad: estructura sintáctica,
composición narrativa, puntos de vista— podía arrojar intere-

13. Erich Auerbach, Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental,


México, Fondo de Cultura Económica, 1979. Jorge Luis Borges, “El arte narrativo
y la magia”, “La postulación de la realidad”, en Discusión, Obras Completas, Buenos
Aires, Emecé, 1974.
14. Ver Graciela Speranza, “Magias parciales del realismo”, en milpalabras, n° 2, ve-
rano 2001.
218 | sandra contreras

santes, e inclusive mejores, resultados.15 Natalia Biancotto, que


se propone demostrar que la oposición realismo/fantástico “es
menos atribuible a una ética del autor que a las interpretacio-
nes críticas de sus enunciados”, prueba ampliamente la ventaja
de esta opción: a través de una minuciosa descomposición de la
trama de enunciados que sostiene el solapado diálogo de Borges
con Stevenson en sus ensayos sobre el realismo, sustenta la idea
de que para Borges, como para Stevenson, se trata “antes que de
una verdadera impugnación del realismo, de una contunden-
te vindicación de la literatura de imaginación”, en la hipótesis,
fuerte por cierto, de que el rigor constructivo no tiene un valor
intrínseco sino que constituye una consecuencia de una poten-
cia anterior como la de “encantar”, esto es: interesar y hacer
creer.16 Se trata, como se ve, de un ajuste, tan sutil como defi-
nitivo, de las perspectivas: postular que la opción por una ética
del encanto, esto es, por una ética del interés y de la creencia, es
anterior —desde el punto de la jerarquía de los valores— a la op-
ción por los procedimientos, le permite a Biancotto complejizar,
sin refutar, las mejores lecturas formalistas (Balderston, Stratta,
Sarlo) al mismo tiempo que entender, como supeditación a una
ética literaria, las distintas opciones genéricas de Borges —de la
que no se excluye, per se, la opción por el “género realista”— en
las distintas coyunturas.17

15. No olvidábamos, por supuesto, el pionero propósito de Daniel Balderston, en


¿Fuera de contexto?, de refutar la hasta entonces predominante interpretación
antirrealista de la ficción borgiana. Nuestro interés se orientaba, sin embargo,
de un modo más específico, a precisar los sentidos divergentes que adopta la no-
ción de realismo en los ensayos, en la parábola que va de los textos clásicos de los
años treinta hasta el prólogo a El informe de Brodie, de 1970. Ver Daniel Balders-
ton, ¿Fuera de contexto? Referencialidad histórica y expresión de la realidad en Borges,
Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1996.
16. Natalia Biancotto, “Elogio del encanto. Borges y el realismo, a través de Steven-
son”, en Sandra Contreras (ed.), Cuadernos del Seminario 2. Realismos, cuestiones
críticas, op. cit.
17. La hipótesis permitiría explicar mejor el hecho de que en el prólogo a El informe
de Brodie la única aclaración que Borges considera necesaria hacer es la de que
redactar cuentos directos no supone didactismo. Los procedimientos pueden
saer, borges, aira: la hipótesis realista | 219

A partir del campo de hipótesis que habilita, quisiera ahora se-


guir dialogando con el ensayo de Biancotto a propósito de una
cuestión capital: la opción misma de Borges por la lectura rea-
lista, más específicamente, y por los sentidos de “ficción” que
pone en juego, por la lectura realista de los textos gauchescos
en determinadas circunstancias. En este sentido, si por un lado
es cierto que el gesto de leer al Martín Fierro como una novela se
imprime sobre el fondo de una censura tanto de las exigencias
del verismo como de las apropiaciones nacionalistas del poema,
por otro podríamos discutir si la herramienta más eficaz para
refutar el totalitarismo ideológico es, para Borges, su remisión
al orden autónomo e intransitivo de la ficción narrativa o, an-
tes bien, la reposición inmediata de que su historia cuenta las
andanzas de un cuchillero “en el último tercio del siglo” (las itálicas
son de Borges que quiere destacar el dato histórico subrayado
por Oyuela).18 Porque su objeto de confrontación está dado aquí
no solo por las intenciones didácticas o los propósitos míticos
sino sobre todo por el simulacro —ideológico, político, estatal—
montado para imponer esas moralidades y esos mitos como ver-
dad, naturaleza o destino, el recurso a la realidad histórica opera
fuertemente para descargar al poema de “ficción”, toda vez que
“ficción” remite aquí a un disvalor: complot a desbaratar, artifi-
cio que adolece de falsedad, truco mentiroso que busca la credu-
lidad —no la creencia— del lector.
La lectura realista de las novelas de Eduardo Gutiérrez, en
la que toda la gracia pasa por la paradójica sensibilidad pues-
ta en juego, es el capítulo más interesante de la operación. Si,
como observó Jakobson al pasar, “quien percibe verosimilitud

haber cambiado pero la ética del relato sigue siendo la de la creencia, no la de


la credulidad: distraer o conmover, no persuadir (en Obras Completas, op. cit.).
A propósito de la incursión de Borges en el realismo en El informe de Brodie,
el artículo de Annick Louis, “El testamento. Formas del realismo en El informe
de Brodie” (en Juan Pablo Dabove (ed.), Jorge Luis Borges: Políticas de la literatura,
Pittsburgh, IILI, 2008), es imprescindible.
18. Jorge Luis Borges, “La poesía gauchesca”, en Obras Completas, op. cit.
220 | sandra contreras

en Racine no la encuentra en Shakespeare y viceversa”,19 Bor-


ges, que en el prólogo a El informe de Brodie no deja de admirarse
de que los clásicos profesen tesis románticas y un poeta román-
tico una tesis clásica, incurre en “Eduardo Gutiérrez, escritor
realista” en esa misteriosa inversión.20 Como sabemos, elige
allí el realismo de Hormiga Negra contra la ornamentación (la
retórica y el sentimentalismo) de Juan Moreira. Nuevamente, se
trata del realismo contra la versión mistificadora (más que mí-
tica) del gaucho malo. Pero sucede que el folletín recomendado,
menos patético y menos lacrimógeno: el menos romántico, es al
mismo tiempo más truculento, más arbitrario en la composi-
ción, más excesivo en extensión y en prolongación informe de
escenas vulgares, esto es menos económico y menos pudoro-
so: el menos clásico. Sin embargo, despojado de —digamos— el
kitsch de Juan Moreira (esa pretensión artística —esa falsedad—
de la literatura de consumo), Hormiga Negra carga con el costo
del peor mal gusto (su incomparable trivialidad y lo ingrato de
su lectura admiten para Borges todas las reprobaciones de Ro-
jas: superficialidad del modelado y del lenguaje, vulgaridad del
movimiento, ligereza de la forma) y a la vez, o por eso mismo,
por su brutalidad, puede expresar mejor (más brutalmente: con
menos ficción) el parecido con la vida. El “exceso de realismo”,
eso que —recuerda Borges— Rojas reprueba en los folletines
gauchescos porque les impide convertirse en verdaderas novelas
gauchas, es justamente lo que, en la lectura realista de Borges,
le permite a Hormiga Negra refutar el mito gaucho y transmitir
el auténtico valor de la veracidad. De esta confrontación entre el
valor de “veracidad”, entendido como un contacto con la “vida”
que suscita creencia, y el valor de “verdad” (Rojas), entendido

19. Roman Jakobson, “Sobre el realismo artístico”, en Roman Jakobson et al, Teoría
de la literatura de los formalistas rusos, México, Siglo XXI, 1980.
20. Jorge Luis Borges, “Eduardo Gutiérrez, escritor realista”, en El Hogar (Buenos
Aires, 9 abril 1937), incluido en Textos cautivos, Buenos Aires, Tusquets Editores,
1986.
saer, borges, aira: la hipótesis realista | 221

como tendencia a una idea y aspiración a la credibilidad, podría


inferirse, como lo propone Biancotto, que la preferencia de Bor-
ges por Hormiga Negra cifra la opción por la ficción sustentada
en su propia verdad. Creo, sin embargo, que la torsión magis-
tral, y desde luego irónica, a la que son sometidos los valores es-
taría probando, y hasta potenciando, en un sentido ligeramente
diferente, su principal hipótesis: es la opción por el interés y por
la creencia (que produce el contacto con la realidad bajo la for-
ma de una vida despojada de ficción) la que funda el encanto de
Hormiga Negra. Si Borges realiza esa opción al precio de sacri-
ficar su gusto clásico será porque ese sacrificio de la verosimi-
litud compositiva (Hormiga Negra, la anti-novela; el expansivo
Guillermo Hoyo, el anti-Fierro que se muestra discretamente al
contar) es el modo más eficaz para sustraerse, sin negar el pla-
cer por el género, a la efusividad patética y sentimental de los
romanticismos de mal gusto; con lo que, una vez más, la opción
por la ética literaria del encanto narrativo habrá probado, final-
mente, que “los escritores de hábito clásico más bien rehúyen lo
expresivo”.21
Como se ve, no se trata de poner en cuestión la remanida ima-
gen de Borges antirrealista para afirmar lo contrario (un Borges
realista) sino de calibrar los énfasis y de recolocar los puntos de
vista desde los que se afirman los valores.

3. Aira/Borges
La lectura que Valeria Sager hace de “El realismo”, el ensayo de
César Aira, muestra la posibilidad —tal vez de las más interesan-
tes hoy— de vincularnos con la idea del realismo de un modo,
digamos, más abstracto: no como un conjunto de características
formales reconocibles en el orden de la representación; tampo-
co, estrictamente, como una toma de posición en la polémica;
sino como el dispositivo que hace visible “la condición radical”

21. Jorge Luis Borges, “La postulación de la realidad”, op. cit.


222 | sandra contreras

de la literatura.22 En este sentido, Sager llama la atención sobre


el modo en que la operación ensayística de Aira, que en línea
con el Borges más clásico lee el realismo como una distribución
de creencia y magia en relato, revierte sobre su propia poética
cuando lo transforma, no en método de representación, sino en
una teoría general de la literatura: el dispositivo que hace visi-
ble “el modo que tiene la literatura de vérselas con las causas,
las consecuencias y los encadenamientos lógicos y narrativos”.
Así, luego de la relectura de la ficción de Borges que ensaya para
poner a prueba las hipótesis de Aira, Sager logra una de las ar-
gumentaciones más convincentes para leer ese momento, tan
recurrente como complejo en sus relatos, como es aquel en que
la más loca de las fantasías, según una fórmula que le es propia,
“se hace realidad”. Si los cuentos de Borges —dice Sager— colo-
can en el centro el choque entre las reglas del mundo y las de la
pura invención, esto es, la catástrofe que se produce cuando el
orden autónomo de la especulación se encuentra con el mundo
o pasa a la acción, la literatura de Aira suprime ese choque y en
ese hallazgo descubre un modo de escribir después de Borges; de
reinventar, por consiguiente, la literatura.23

22. Ver Valeria Sager, “La garantía de la lógica. El realismo de Aira y la magia de
Borges”; y César Aira, “El realismo”; en Sandra Contreras (ed.), Cuadernos del Se-
minario 2. Realismos, cuestiones críticas, op. cit.
23. Aira dice en Copi (Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1991) que el mecanismo com-
positivo que se declara en el prólogo a El informe de Brodie (situar los cuentos un
poco lejos en el tiempo y en el espacio) sintetiza la teoría borgiana del realismo:
la ficción es lo inverificable. La idea de Sager, de que al suprimir el choque Aira
estaría suspendiendo la necesidad misma de la verificación, me hizo recordar la
entrevista de Diana Sperling, una de las primeras que se le hicieron, en la que a
propósito de cómo las características físicas y sexuales de los castrati responden
a la realidad Aira decía esto que ahora me parece interesante citar: “La operación
de Canto castrato es la misma que usé en Ema: poner un dato cierto, histórico, y
rodearlo de diez datos inventados por mí, pero verosímiles, de manera que mu-
chas veces lo único verdadero aparece como lo más raro, lo más inverosímil. Por
ejemplo, la historia de la zarina y su corte es cierta y, es más, ese elefante de hielo
es rigurosamente histórico aunque parezca absurdo”. Diana Sperling, “Sólo as-
piro a una gloria de bolsillo”, Clarín, 11 de octubre de 1984.
saer, borges, aira: la hipótesis realista | 223

El artículo de Sager es, de este modo, una óptima ocasión


para volver a pensar los vínculos tan estrechos como complejos
que la literatura y la poética de Aira entablan con las de Borges. Y
nos permite ver que, si bien Borges siempre significó para el Aira
ensayista algo así como la literatura misma funcionando como
un procedimiento abstracto, general, constante, la opción por
el punto de vista-Borges en el ensayo que, después de dispersar
múltiples definiciones en diferentes textos, finalmente titula “El
realismo”, merece subrayarse. ¿Será posible, o necesario, asig-
narle valor de intervención? Me gustaría llamar la atención, en
este sentido, sobre las equivalencias que, pasadas ya las décadas
y con mejores perspectivas, pueden establecerse entre algunas
intervenciones de Borges de los años cuarenta y el artículo de
agosto de 1981, “Novela argentina: nada más que una idea”, en
el que Aira se ocupaba de hacer el diagnóstico de la novela ar-
gentina de esos años como “una especie raquítica y malograda”,
empobrecida por “el mal uso, el uso oportunista, en bruto, del
material mítico-social disponible, es decir, de los sentidos sobre
los que vive una sociedad en un momento histórico dado”.24 Aira,
que así se presentaba en la escena literaria argentina (dos meses
antes de que se publicara su primera novela, Ema, la cautiva), tra-
zaba allí un panorama que iba desde Como en la guerra de Luisa
Valenzuela hasta Respiración artificial de Ricardo Piglia, pasando,
entre otras, por Flores robadas en los jardines de Quilmes de Jorge
Asís, para precisar, en un alarde de despliegue crítico tan lúci-
do como desafiante, las fallas de composición que, aun cuando
su objetivo fuera “transponer literariamente la realidad”, volvían
a cada una de estas novelas inverosímiles (Aira no usa el término
aunque podemos presuponerlo), pero sobre todo para denostar
la falta absoluta de invención que una y otra vez pretendía excu-
sarse, validarse, en una moralidad histórica, política, social. Bien

24. César Aira, “Novela argentina: nada más que una idea”, en Vigencia, n° 51, agosto
1981.
224 | sandra contreras

podría decirse, en este sentido, que, casi como el Borges de los


años cuarenta cuando en su reseña de Las ratas de José Bianco
hacía un diagnóstico de la novela argentina contemporánea para
impugnarla como una “especie abatida” por el “melancólico in-
flujo, por la mera verosimilitud sin invención de los Payró y los
Gálvez”,25 el joven César Aira afirmaba: “La trasposición litera-
ria de una realidad exige la presencia de una pasión muy preci-
sa: la de la literatura”. Y el signo de esa pasión era, para Aira en
1981, como para Borges en 1940, la opción por, y el talento para,
la invención. Se trataba, desde luego, de la entrada en escena
de las fuerzas, de la irrupción vanguardista de los comienzos, y
Ema, la cautiva, su fundación mítica de Coronel Pringles, fue la
ficción con la que Aira respondía, dos meses más tarde, a lo que
entendía como la pobreza novelística de sus contemporáneos. Si
el realismo del presente (Aira dice: “trasposición literaria de la
realidad”) significaba entonces “uso oportunista, en bruto, del
material mítico-social disponible”, Aira consolidaba en la fic-
ción una posición que pudo reconocerse, como de hecho lo fue
de inmediato, como una posición lúdica y provocativamente
“antirrealista”.26 Por supuesto que nos falta todavía perspectiva,
pero intuimos que el énfasis puesto en “El realismo” en “desen-
trañar” la frase de Coleridge sobre la que Borges funda su poé-
tica de una postulación clásica de la realidad, podría vincularse
con una intervención como “La evasión”, la conferencia de 2009
en la que, contra el auge contemporáneo de la literatura del yo,
Aira abogaba por la literatura de evasión, cuyas versiones más
clásicas (por ejemplo, la de Stevenson; ¡Stevenson!, ¡Coleridge!)
eran una “narración-construcción” y enseñaban que el trabajo,
la maestría técnica, y la orientación hacia el interés del lector
(¡el interés!) podían ser herramientas eficaces para contrarrestar
la informidad producto de las malformaciones del narcisismo

25. Jorge Luis Borges, “José Bianco: Las ratas”, en Sur, n° 111, enero 1944.
26. Me refiero a las hipótesis de María Teresa Gramuglio en “Increíbles aventuras
de una nieta de la cautiva”, en Punto de Vista n° 14, julio 1982.
saer, borges, aira: la hipótesis realista | 225

en la evolución de la novela.27 Si el realismo es para Aira, como


quiere Sager, una política de la literatura, será interesante leer
las políticas de los usos de términos como “ficción”, “invención”,
“artificio”, “construcción” ante los “realismos” informes del pre-
sente en cada coyuntura: contra el oportunismo ideológico de la
novela político-social de los años setenta, que ocupaba para Aira
el mismo lugar que para Borges en los cuarenta el humanismo
de la novela psicológica o la chatura del costumbrismo nacional,
la opción por la pasión de la literatura; contra el giro autobiográ-
fico, que va de la mano del giro referencial, de los 2000, la opción
por la exigencia compositiva y el trabajo de invención.

Hemos barajado aquí la posibilidad de pensar lo balzaciano en


La grande o lo borgiano de las posiciones-Aira. Quizás eso esté
diciendo que, si queremos aprovechar las lecciones de nuestro
“clásico”, hoy pueda ser interesante pensar en “lo realista” como
hipótesis: menos un conjunto de positividades que el punto de
vista para imprimir una torsión sobre los estados —amplios o
restringidos, generales o propios— de la ficción.

Abril 2013

27. La conferencia se leyó en el II Congreso Internacional “Cuestiones Críticas”, que


tuvo lugar en la Facultad de Humanidades y Artes de Rosario, del 17 al 19 de oc-
tubre de 2009. Recientemente fue editada bajo el título “Evasion” en César Aira,
Evasión y otros ensayos, Barcelona, Literatura Random House, 2017. 
Índice
7 Prólogo

17 A modo de introducción. Derivas rancerianas hacia lo real

i. Intervenciones
33 En torno al realismo
59 Discusiones sobre el realismo en la narrativa
argentina contemporánea
77 En torno a las lecturas del presente

ii. Economías
101 Economías literarias en algunas ficciones argentinas
del 2000 (Casas, Incardona, Cucurto)
123 Saer en dos tiempos

iii. Representaciones
143 Apuntes sobre la distancia, o cómo mirar
a los otros actuar
159 Relato y comunidad. Sobre el primer cine
de José Celestino Campusano

iv. Pulsiones documentales


181 César Aira, realismo y documentación
191 Sergio Chejfec, iluminaciones profanas
201 Fauna, una intervención

v. Epílogo
209 Saer, Borges, Aira: la hipótesis realista
Este libro se terminó de imprimir
en Borsellino Impresos, Ovidio Lagos 3653
en abril de 2018.
Sandra Contreras
En torno al realismo
y otros ensayos

El realismo, lo que Sandra Contreras denomina aquí,


con precisión teórica, “el problema del realismo”,
persiste en los debates de la ficción contemporánea.
Bajo la forma mutante de un retorno y acaso de un
anacronismo, el realismo es hoy menos una poética
o una etapa de la historia del arte que un espacio
enrarecido, con visos de gran batalla. En él se
dirimen y reinscriben, insistentes y al mismo tiempo
transfigurados, los restos de una práctica que aún
llamamos literatura. Bajo el impulso de estas “derivas
rancerianas”, cuya potencia superlativa se estima en
cada idea y en cada frase de En torno al realismo,
Contreras lee obras de César Aira y Juan José Saer;
de Fabián Casas, Juan Diego Incardona, Washington
Cucurto y Sergio Chejfec; el cine de José Celestino
Campusano y el teatro de Romina Paula. Pero
también discute, con esplendor ensayístico,
intervenciones críticas canónicas como las de Beatriz
Sarlo, Josefina Ludmer y María Teresa Gramuglio,
hasta volverlas controversiales.

Nube Negra

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