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© María Rosa Espot y Jaime Nubiola, 2019


© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2019
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Introducción

La buena docencia reclama la excelencia del profesor. Que el profesor llegue a ser un
modelo de excelencia –que no de éxito– depende de su trabajo diario en el aula y fuera
de ella. La buena docencia en su sentido más profundo pide profesores y profesoras a los
que les encante su trabajo profesional, que estén persuadidos de que su profesión es la
mejor del mundo, profesionales estudiosos –¡con ganas de aprender!–, favorecedores del
aprendizaje y que estén empeñados en sacar a la luz lo mejor de cada alumno en
particular. En definitiva, la buena docencia reclama tener alma de profesor, profesores
con alma, con entusiasmo, con ilusión y con pasión.
Los autores hemos escrito este libro convencidos del papel fundamental del profesor
en la educación de los jóvenes aunque el profesor no sea protagonista de los
aprendizajes. Sus páginas tienen su origen en una colección de artículos que hemos
preparado y publicado, en estos últimos años, en diversas revistas de educación y en la
web. Ahora, hemos repensado todos esos textos y hemos tratado de darles unidad y
articulación para formar este libro. Va dirigido a todos los profesores y profesoras, y
también a todas las personas interesadas en la educación.
El libro está organizado en cuatro capítulos. En el primer capítulo nos centramos en el
profesor: su prestigio, su coherencia, su sonrisa, su mirada, su gozo, su descanso, sus
inicios profesionales, etc. El segundo capítulo trata sobre los alumnos, en particular su
relación con el profesor: querer a los alumnos, la disciplina en el aula, los deberes para
casa, la orientación profesional, los alumnos introvertidos, la diversión de los jóvenes,
etc. En el tercer capítulo damos cuenta de algunos aspectos de la tarea educativa que
consideramos de gran interés: el trabajo en equipo, la calidad en el aula, la importancia
del talento, ciencias o letras, enseñar a decidir, los exámenes, enseñar a escribir, el
esfuerzo. El libro se cierra con un cuarto capítulo en el que abordamos algunas otras
cuestiones discutidas en el mundo de la educación hoy: la “nueva educación”, la
educación inclusiva, las pantallas y el aprendizaje, la implicación del profesor, la
educación diferenciada.
Aspiramos con este libro a entusiasmar a los profesores jóvenes en esta apasionante
tarea, pero pensamos que nuestro libro puede ayudar también a los profesores
“cansados”. Puede leerse de un tirón o quizá mejor a partir del índice leer las secciones
que a cada uno puedan atraerle más. Se trata a fin de cuentas de despertar el alma de

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profesor que todos descubrimos en nuestro corazón cuando iniciamos la carrera docente.
Queremos agradecer a todos nuestros familiares, amigos y colegas que con su lectura
del borrador de este libro y sus sugerencias tanto nos han ayudado en su elaboración.
También debemos gratitud a nuestros alumnos y alumnas que, sin lugar a dudas, han
sido inspiradores de muchas de las páginas de este volumen. Finalmente nuestro
agradecimiento va dirigido a la editorial Desclée De Brouwer por su confianza y su
apoyo.
María Rosa Espot y Jaime Nubiola

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1.

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El profesor

El prestigio de los profesores


El sentido etimológico de la palabra “prestigio” es muy diferente del que
habitualmente le damos hoy. En efecto, “prestigio” proviene del latín præstigium, que se
refería a la ilusión causada a los espectadores por los trucos de un mago. Originalmente
prestigio significaba engaño o truco. Más adelante la palabra prestigio desarrolló un
significado positivo y comúnmente se utiliza para describir alta estima, reputación
sólida, buen crédito. En este sentido los profesores –como las instituciones o los
acontecimientos, por poner dos ejemplos– se describen como prestigiosos. De hecho, la
palabra “prestigio” –según el Diccionario de la Real Academia Española– tiene muchos
significados: una fascinación mágica, una influencia o autoridad, un truco o un engaño.
En palabras de la filósofa francesa Simone Weil, “El Diablo es el padre de los prestigios,
y el prestigio es social” 1.
Hay quienes dicen que el prestigio de ciertos políticos parece estar más de acuerdo con
el sentido etimológico de esta palabra que con el significado que le damos hoy. Aunque
sea una terminología quizás en menor uso, a nosotros nos gusta más hablar de profesores
excelentes que de profesores prestigiosos. Los profesores excelentes sobresalen en
bondad, mérito y estimación. La calidad y la bondad de sus acciones les hacen dignos de
valía y aprecio personales. De hecho, los primeros que descubren y reconocen la
excelencia de un profesor son los propios alumnos.

El trabajo del profesor


El trabajo del profesor primordialmente es un trabajo intelectual, esto es, un trabajo
que requiere leer, estudiar, reflexionar, escribir. Algunos profesores a lo largo de su
carrera profesional comparten temporalmente su tarea docente con tareas de
organización o dirección del centro educativo en el que trabajan. Las actividades que
llevan a cabo –asignar cursos o materias a los profesores, coordinar horarios, adjudicar
aulas, confeccionar grupos de alumnos, organizar sustituciones, guardias y descansos,
incluso ocuparse de asuntos económicos diversos– desde luego son necesarias para el
buen funcionamiento del centro educativo, pero poco tienen que ver con el trabajo
intelectual propio del profesor. Quizá sea este el motivo por el que algunos profesores
rehúyen este tipo de actividades más administrativas e institucionales que intelectuales.
Lo primero que se espera de un profesor es que tenga unos conocimientos y sepa
transmitirlos a sus alumnos. Ciertamente esto no es suficiente, pero es fundamental. Los

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estudiantes huyen de los profesores improvisadores, de los obsoletos, de los que no
cumplen con sus obligaciones y por supuesto de todas aquellas actitudes y conductas que
en alguna medida desprestigian al profesor: la impuntualidad, el absentismo, el mal
humor, la mediocridad y la desgana, la pereza, el pesimismo y el hastío, y muy en
particular, la indiferencia hacia los alumnos. Lo segundo que se espera es que sea justo y
coherente en sus palabras y en su quehacer diario. El descrédito profesional desautoriza
–incluso incapacita– al profesor como tal. Por la pérdida de su reputación el profesor
queda privado de hacer mucho bien.
El prestigio al profesor principalmente le viene de la mano de la preparación y calidad
de su tarea en el aula. El prestigio es fruto de un trabajo competente, serio y responsable,
realizado con constancia, día a día. Al contrario de lo que algunos piensan, muchas veces
el prestigio del profesor nada –o muy poco– tiene que ver con los cargos, ascensos o
aplausos sonoros de colegas y demás.

Profesores de prestigio
Tener prestigio pide al profesor cuidar con empeño y de manera permanente su
formación intelectual, dedicando a la lectura, el estudio y la reflexión las horas
necesarias para no estancarse en sus conocimientos, marcándose con atención metas para
mejorar cada día. Cuidar la formación intelectual es algo bien distinto de procurar una
simple adquisición de técnicas y habilidades.
Los profesores somos la clase de intelectuales a los que se nos ha confiado la
formación de profesionales, tarea que no podemos reducir a una mera instrucción de
contenidos. De alguna manera los alumnos ponen su ilusión, su confianza y su
inteligencia a nuestra disposición para que, con nuestro trabajo, saquemos a la luz lo
mejor de cada uno en particular. Para llevar a cabo esta importantísima tarea, ese
encargo que la sociedad nos ha encomendado de manera confiada, los profesores
necesitamos el ascendiente del prestigio personal y profesional que fascina y persuade y
permite ayudar a los demás, sin reduccionismos de ninguna clase. Se trata de no
defraudarles. Si los profesores no tenemos conciencia de la valía de nuestra misión,
echamos por tierra el sueño de muchos que han confiado en nosotros.
Por otra parte, el prestigio profesional del profesor es incompatible con la vanidad –
considerada a menudo como el vicio del maestro–, la arrogancia o el engreimiento
propios. La mejor garantía de prestigio profesional no radica en los discursos
egocéntricos de autoadmiración o autoalabanza que nada aportan a quienes quieren
aprender –estudiantes y colegas–, sino que radica en el cumplimiento de los deberes
propios de la profesión u oficio y en las actitudes que en alguna manera prestigian un

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trabajo. La autocomplacencia solo tiene que servirnos para estar prevenidos contra ella.

Consideraciones finales
Como es sabido, hay profesiones, como la profesión docente en primer lugar, en las
que lo que la persona es o siente no puede separarse del ejercicio profesional. Un
profesor no puede despojarse de sus características personales y particulares solo por el
hecho de entrar en un aula. El buen humor, el modo de vestir, los gestos, el tono de voz,
la mirada, son cuestiones a las que el profesor debe prestar atención, pues tienen su papel
en el prestigio del profesor. Ahora bien, ningún profesor puede compensar su falta de
talento, de profesionalidad, o de ambas cosas, con su simpatía, capacidad de sintonizar
con los jóvenes o elegancia personal, por poner unos ejemplos. Vale la pena tener en
cuenta que el perfeccionamiento profesional conlleva de ordinario el perfeccionamiento
humano, al que por supuesto todos debemos aspirar. En este sentido la formación
continua del profesor alcanza gran relevancia en la vida del profesor.
Tener prestigio abre al profesor un inmenso canal de comunicación con los alumnos.
La calidad de su trabajo y la bondad en su proceder hacen que el alumno le reconozca y
le tome en consideración. Los estudiantes tienen necesidad de confiar en los profesores,
pero necesitan el crédito de nuestra valía personal y profesional.

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Pensamiento y vida: La coherencia del profesor
El profesor que trata de articular unitariamente su pensamiento y su vida no solo es un
ejemplo vital para sus estudiantes, sino que además les hace pensar. La credibilidad de
un profesor va unida siempre a la coherencia que muestra en su quehacer diario entre
pensamiento y vida. Los alumnos quieren profesores auténticos: solo en estos realmente
confían y tienden a seguir su ejemplo. A su vez, la confianza de los alumnos exige al
profesor un programa de vida coherente, es decir, exige al profesor que viva lo que
enseña o al menos procure vivirlo. En este sentido, el ejemplo del profesor es decisivo en
su misión formadora: para hacer pensar a sus estudiantes un profesor debe primero
pensar mucho, debe cuidar su vida intelectual.

Profesores auténticos
Los profesores auténticos son los profesores que se muestran –en el aula y fuera de
ella– tal como son. Son profesores fieles a sus convicciones, leales, sin vaivenes ni
altibajos en el trato con los estudiantes, que cumplen las promesas hechas y no tienen
reparo alguno en admitir una equivocación. Amantes de su profesión, hacen de su
ejercicio intelectual y de su práctica docente un elemento de servicio a los demás y no un
elemento de vanidad o de acumulación de méritos para hinchar su currículum. Son
personas convencidas de la capacidad humana de aprender y abiertas a las inquietudes
profundas de los jóvenes a quienes –no dudan– hay que comprender y querer. Son
profesionales que transmiten pasión por lo que hacen.
Los profesores auténticos saben escuchar y ponerse en los zapatos de sus alumnos. No
obran precipitadamente, sino que son pacientes y asequibles. Convencidos de cuál es su
misión están dispuestos a ayudar a sus alumnos con solicitud, dedicándoles todo el
tiempo que sea necesario. Como escribió Kierkegaard, “ser maestro no significa
simplemente afirmar que una cosa es así, o recomendar una lectura, etc. No. Ser maestro
en un sentido preciso es ser aprendiz. La educación comienza cuando tú, maestro,
aprendes del aprendiz, te pones en su lugar de tal forma que puedas entender lo que él
entiende y del modo en que él lo entiende, en el caso de que tú no lo hayas entendido
antes, o si lo has entendido tú antes, le permitas a él someterte a examen de forma que
pueda cerciorarse de que te sabes tu papel”.

Ser coherente
Coherencia es conexión, relación o unión de unas cosas con otras. Es también una
actitud lógica y consecuente con una situación, unos principios o unas obligaciones. La

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coherencia, entendida como unidad de vida, es una exigencia para quienes tienen la
responsabilidad de formar a otras personas. Ser coherente significa que lo que se piensa,
lo que se dice y lo que se hace coincidan, es decir, sean concordes. Los alumnos esperan
siempre que sus profesores hagan lo que deben hacer y hagan lo que dicen que hay que
hacer. Cuando advierten un contraste entre lo que sus profesores dicen y hacen, se
desconciertan. Los estudiantes quieren que sus profesores sean coherentes y la
incoherencia de sus padres o sus profesores les decepciona profundamente.
El profesor ha de ser consciente de que lo más importante que enseña al alumno no es
lo que dice sino lo que hace. No basta con enseñar, sino que hay que vivir lo que se
enseña, es decir, hacerlo vida de la propia vida: ese es el mejor argumento para los
jóvenes; el ejemplo es el argumento más convincente. Para ello, por supuesto, el profesor
ha de estar realmente convencido de lo que dice y ha de actuar en consecuencia. Sus
palabras y sus obras no pueden contradecirse. La coherencia le legitima ante sus
alumnos. Los jóvenes retiran su confianza a los profesores que con su conducta
contradicen sus propias palabras o convicciones.

La vida intelectual
Solo si los profesores cultivan personalmente su vida intelectual –pensar, leer,
escribir– podrán contagiarla a sus estudiantes. La afición a leer y a escribir –que es el
alimento de la libertad interior– viene a ser como la gripe, que pasa de unos a otros sin
que sepamos el modo concreto. Los profesores entusiasmados por los libros leen y
hablan de sus lecturas en sus clases y en sus conversaciones, tanto con los colegas como
con los estudiantes. Si un profesor solo hablara de fútbol demostraría con su vida que lo
que enseña en sus clases quizás en el fondo no le llena, no cautiva su atención.
Por el contrario, el profesor empeñado en cultivar su vida intelectual se aleja de la
rutina, el conformismo y la mediocridad, tres situaciones funestas que arruinan cualquier
intento de formar a jóvenes capaces de aprender, crecer y madurar. En este sentido,
puede decirse que el empeño personal del profesor por ser un modelo inspirador, esto es,
un buen ejemplo para sus alumnos, ayuda también al propio profesor a ser mejor. Así, el
educador que lee libros para poder aconsejar los que le han gustado a sus estudiantes es
mejor profesor que el que no lee –”no tiene tiempo”, dice– y simplemente se limita a
remitir a los alumnos a una lista de libros recomendables que no ha leído. Quien
recomienda a sus estudiantes que escriban, pero no escribe él convierte en odiosa esta
actividad. Como dice el refrán, nadie da lo que no tiene.
La sociedad necesita gente que piense por su cuenta y riesgo, y los profesores somos
quienes podemos enseñar a hacerlo. “No querría con mi libro ahorrarles a otros el

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pensar, sino, si fuera posible, estimularles a tener pensamientos propios”, escribió
Ludwig Wittgenstein en el prólogo de sus Investigaciones filosóficas. Algo parecido
querríamos decir siempre todos los profesores, pero para ello debemos empeñarnos
nosotros también en pensar por nuestra cuenta y riesgo, cultivando nuestro espíritu.
La ejemplaridad del profesor es un deber y a la vez un atractivo que persuade y mueve
–por convicción– a los jóvenes, pero es también un ideal al que todos los docentes
debemos aspirar. En particular, el buen profesor aspira a cuidar siempre su vitalidad
intelectual –leer, escribir, pensar– para poder así contagiarla a sus alumnos.

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Los profesores, grandes lectores
Son muchas las personas que jamás leen un libro. Suelen explicar que no tienen tiempo
para leer, que ya les gustaría a ellos poder sentarse una tarde junto a una chimenea para
leer un buen libro. Sin embargo, la atención a la familia, las relaciones sociales, las
llamadas telefónicas, las prisas de la vida moderna, la televisión, todas esas
circunstancias les quitan la paz necesaria para poder leer con tranquilidad. No les falta
razón en lo que dicen, aunque hay algunas otras personas que precisamente leemos para
poder sobrevivir en ese entorno tan agitado.
Los profesores hemos de ser grandes lectores. Con frecuencia nos quejamos del escaso
interés por la lectura de libros, que muestran los alumnos, que ocupan su atención con
blogs, webs, revistas o diarios. En este sentido, para muchos estudiantes la lectura de
libros ha dejado de ser un pasatiempo, para convertirse en una obligación a veces odiosa.
De hecho, muchos jóvenes prefieren entretenerse con el móvil, la tablet o cualquier otro
artilugio tecnológico a hacerlo con una novela. La tecnología realmente les cautiva, pero
son muy pocos los que la utilizan para leer literatura.
Son pocos los estudiantes que leen por interés personal. La gran mayoría lo hace por
obligación o porque su formación se lo requiere; por así decir, en esos casos la lectura se
ve reducida al estudio académico y prácticamente no tiene espacio en su tiempo de ocio.
Sin embargo, hay que ayudarles a descubrir que leer ensancha nuestro vivir, amplía
nuestras vidas con la inteligencia y la sensibilidad de los demás.
La literatura no es solo la mejor manera de educar la imaginación, sino que es también
un medio indispensable para aprender a convivir con las demás personas, con otras
sensibilidades, con otras culturas. Los profesores tenemos la obligación de mostrar ese
tesoro a nuestros alumnos. El amor a la lectura es algo que se contagia. Por eso, si
nosotros leemos habitualmente, hablaremos a nuestros alumnos de lo que hemos leído y
les ayudaremos a descubrir algunos grandes libros que pueden ensanchar su vida.

Comenzar a leer
Comenzar a leer requiere una cierta apertura interior. El problema real no es –como
dicen algunos– la falta de tiempo, sino que tienen tanto ruido dentro y tantas imágenes
en sus ojos que no tienen la paz interior suficiente para comenzar a escuchar a los demás
a través de los libros.
Leer es escuchar a un autor. Aunque se esté leyendo solo para uno, lo que ahí ocurre es
un tipo muy especial de comunicación entre el lector y el escritor: esa comunicación nos

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descubre que lo más íntimo e inefable de nosotros mismos es parte de la experiencia
humana universal. Hace falta una peculiar sintonía entre autor y lector, pues un libro es
siempre “un puente –ha escrito Amorós– entre el alma de un escritor y la sensibilidad de
un lector”. Por eso no tiene ningún sentido torturarse leyendo libros que no atraigan
nuestra atención, ni obligarse a terminar un libro por el simple motivo de que lo hayamos
comenzado. Resulta del todo contraproducente. Hay millares de libros buenísimos que
no tendremos tiempo de llegar a leer en toda nuestra vida por muy prolongada que esta
sea.
A veces se dice que leer es como “ver una película en tu mente”, una película en la que
uno mismo elabora creativamente los detalles. Además resulta muy enriquecedor
compartir lo que se está leyendo con alguien que esté leyendo el mismo libro. Hay que
saber buscar ratos de silencio y paz interior para leer, y también es preciso aprender a
compartir con los demás (amigos, hijos, alumnos) un pasaje o unas páginas que nos
hayan entusiasmado en nuestra lectura.

Qué libros leer


¿Qué libros leer? Novelas, poesía, ensayos, historia o cualesquiera otras materias. Lo
importante es que sean aquellos que nos apetezcan por la razón que sea, desconfiando
por supuesto de las listas de best-sellers: en esas listas están los libros nuevos más
vendidos, pero se excluyen los clásicos, los libros “de toda la vida”, que son realmente
los más leídos y, en muchos casos, los realmente más vendidos. Muchos libros, leídos
con gusto, pueden cambiar una vida.
Un buen motivo para leer un libro concreto es que le haya gustado a alguien a quien
apreciemos y nos lo haya recomendado. Otra buena razón es la de haber leído antes con
gusto algún otro libro del mismo autor y haber percibido esa sintonía autor-lector.
Conforme se leen más libros de un autor, de una época o de una materia determinada, se
gana una mayor familiaridad con ese entorno que permite incluso disfrutar más, hasta
que llega un momento que sustituimos ese foco de interés por otro totalmente nuevo.
Está bien tener un plan de lecturas, pero sin obsesionarse, porque se trata de disfrutar
leyendo, de leer por placer y con gusto. Algunas personas dan prioridad a los libros más
cortos, eso favorece además la impresión subjetiva de que uno va progresando en sus
lecturas. Otros gustan de alternar un libro largo con uno corto. Algunos libros habrá que
leerlos muy rápido y otros muy lentamente o, quizá mejor, habrá que releerlos muchas
veces y es entonces cuando más se disfruta.

Cómo y cuándo leer

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Es muy recomendable leer con un lápiz en la mano, o en el bolsillo, para no perder la
ocasión de pensar a partir de lo leído. No hace falta ningún orden. Basta con tener los
libros apilados en un montón o en una lista para irlos leyendo uno detrás de otro, de
forma que no leamos más de dos o tres libros a la vez. Depende efectivamente del
tiempo que cada uno disponga, pero hay que ir a todas partes con el libro que estemos
leyendo para así poder aprovechar las esperas y los tiempos muertos.
En definitiva hay que leer siempre que podamos. Las vacaciones son un buen
momento en el que los profesores podemos plantearnos esta cuestión. Se trata de echar
mano de una vez por todas al montón de libros que hemos ido acumulando en la
estantería para cuando tuviéramos tiempo y meterlos con decisión en la maleta.
Es maravilloso descubrir el placer de la lectura, de leer sin más lo que a uno le guste y
porque le guste. Al final eso deja un poso, aunque parezca que uno se acuerda de poco.
Leer potencia la imaginación; es también muchas veces un buen modo de aprender a
escribir de la mano de nuestros autores favoritos, sean clásicos o modernos.
Sin embargo, la mejor respuesta a la pregunta de por qué leer es porque la lectura nos
hace pensar, nos da qué pensar, y eso nos hace mejores personas y, por tanto, mejores
profesores.

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Sonreír a los alumnos
Una de las cosas que más valoran los alumnos en un profesor es su sonrisa. Los
alumnos son muy sensibles a la sonrisa del profesor tanto en el aula como fuera de ella.
Para muchas personas, la sonrisa es la cumbre de las expresiones humanas. De hecho,
los alumnos coinciden en que tener un profesor que sonríe es muy gratificante y
predispone a un mejor aprendizaje.
Naturalmente nos estamos refiriendo a las sonrisas que son fruto de la alegría y del
afecto a los demás, es decir, las que salen del fondo del corazón humano y no a las
sonrisas irónicas, despectivas, mentirosas o algo parecido que tanto daño hacen. Los
mejores profesores quieren a sus alumnos y están empeñados en expresarles su cariño:
sonreír es un modo de hacerlo.
Sonreír embellece a la persona. Hace sentirnos mejor, más cómodos y nos ayuda a ser
más agradables con los demás. No cabe duda alguna de que somos más felices si vemos
sonrisas a nuestro alrededor. Sonreír amable y afectuosamente a los alumnos viene a ser
como decirle a cada uno “me alegro de verte”, algo que a todos nos gusta oír y de un
modo particular a los alumnos que tanto esperan de nosotros los profesores. La sonrisa
es una valiosa vía comunicativa.

Sonreír nos hace más humanos


Obviamente, sonreír no es un mero acto de los músculos de la cara, sino que es algo
que surge de mucho más adentro de la persona; es también mucho más que un reflejo
espontáneo del placer. Sonreír es uno de los rasgos más típicos del ser humano, en este
sentido no podemos minusvalorar la sonrisa.
Ludwig Wittgenstein –para muchos el filósofo más profundo del siglo XX– anotaba
incidentalmente en un oscuro pasaje de las Philosophical Investigations que “una boca
sonriente sonríe solo en un rostro humano”. Con estas palabras Wittgenstein afirma que
para sonreír hace falta un rostro humano que otorgue significado a la sonrisa, pero quizá
sugiere también que un rostro es plenamente humano cuando sonríe. Tomarse el trabajo
de sonreír es un modo aparentemente sencillo en el que cada uno puede hacer un poco
más humano este mundo nuestro y hacer así también más humana su propia vida.
Quien sonríe cosecha muchas veces la sonrisa y el afecto de los demás. En este
sentido, sonreír a nuestros alumnos y a nuestros colegas es aportar nuestro granito de
arena para cambiar este mundo a otro mejor, porque significa poner el amor –y no el
egoísmo o el propio interés– en el centro de la vida humana. Por eso para comenzar a

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cambiar el mundo merece la pena tomarse en serio el trabajo de sonreír.

Enseñar a sonreír
Cuando las cosas marchan bien –tanto a nivel personal como profesional o familiar–,
las sonrisas vienen solas, surgen como algo natural. Se podría decir que son
manifestaciones de la alegría, la felicidad, el entusiasmo o el agrado que sentimos en
nuestro interior.
Sin embargo, cuando llega la tristeza, la preocupación o el malestar, sonreír puede
resultar realmente difícil y costoso. Quizá sea entonces el mejor momento para enseñar a
nuestros alumnos a sonreír, pues a ninguno de ellos le pasa inadvertido nuestro sentir
diario y nuestro modo de actuar ante las dificultades o sufrimientos que como a todo ser
humano –por lo tanto, también como a ellos– nos llegan de vez en cuando. Vale la pena
recordar que “las cosas nos parecen menos difíciles cuando las vemos realizadas en
otros” 2. Cuando estamos malhumorados o incluso con el alma herida, no importa que en
un primer momento la sonrisa sea forzada o parezca artificiosa, pues con su repetida
práctica va calando por dentro hasta que alegra el corazón. Hay que convencerse de que
no sonreímos porque estamos contentos, sino que más bien estamos contentos porque
sonreímos, dicho con otras palabras, nuestra expresión facial puede influir sobre nuestras
emociones.
Nuestros alumnos necesitan nuestra sonrisa y que les enseñemos a sonreír. De
ordinario nadie les enseña a hacerlo. Los profesores lo sabemos. Por lo tanto, enseñar a
sonreír, sencillamente sonriendo, –sin discursos ni peroratas inútiles– ha de ser uno de
nuestros objetivos educativos con nuestros alumnos. Sonreír ayuda a ser más humano y
por consiguiente más feliz.

El poder de la sonrisa
Ni que decir tiene que una de las mejores cosas de la vida del profesor es tener una
buena relación con los alumnos, esto es, una relación de respeto y afecto profundos. Una
relación de este tipo nos permite ayudarles más y mejor. Si nos preguntaran quiénes son
las personas que más nos han ayudado en nuestra vida, probablemente todos
coincidiríamos en que son personas con las que hemos mantenido una buena relación.
Es muy difícil dejarse ayudar por alguien con quien se está irritado o molesto de manera
permanente o por alguien con el que no hay conexión alguna.
Ciertamente, en el aprendizaje de los alumnos intervienen muchos factores: el interés y
la madurez del alumno, su actitud y su capacidad intelectual, el ritmo de la clase, la
metodología que usa el profesor y otros muchos elementos. De entre todos esos factores

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–importantes todos– hay uno que merece especial atención por su gran poder, realmente
decisivo, en el aprendizaje de los alumnos. Se trata del logro en el aula de un ambiente
natural, de respeto y confianza, con cercanía afectiva y comunicación. Un ambiente que
mantiene vivo en los alumnos el deseo de aprender.
Ese ambiente ideal, que tanto puede ayudar a nuestros alumnos, en buena parte
depende del empeño que tenga el profesor en conseguirlo, es decir, en instaurarlo en el
aula –y también fuera de ella– y de mantenerlo presente día a día, pase lo que pase. En
este sentido, hoy en día, urge crear nuevos espacios de aprendizaje. Uno de los mejores
instrumentos para ese cambio es la sonrisa amable y afectuosa del profesor. Es decir, se
trata de incorporar a nuestra práctica docente la sonrisa que genera unión con los
alumnos, confianza y bienestar común. Si lo conseguimos, los profesores no solo
estaremos potenciando las capacidades naturales de nuestros alumnos y por lo tanto
mejorando su aprendizaje, sino que además estaremos ofreciéndoles una ayuda
realmente efectiva para que su vida sea más humana.

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La mirada del maestro
Para una buena docencia es clave que el profesor tenga una buena relación con los
alumnos. Una buena relación exige una buena comunicación. Los profesores nos
comunicamos con los alumnos a través de las palabras, oralmente o por escrito, y
también a través de los sentidos, el tono de voz, los gestos y muy en particular a través
de la mirada.
Ciertamente, al profesor su mirada le permite conectar y comunicar con sus alumnos.
De hecho, hablar a los alumnos sin mirarles a los ojos transmite inseguridad al impartir
la clase y distancia en su relación. Es más, algunos alumnos lo perciben como falta de
interés hacia ellos. Lo mismo sucede cuando es el alumno –en el aula o fuera de ella–
quien habla al profesor y este mira el móvil, sus apuntes, el ordenador o lo que sea, pero
no a su alumno. La ausencia de la mirada del profesor no es indiferente a los alumnos.
“El hecho de que el profesor te mire a los ojos cuando le hablas –comentaba una joven
estudiante– indica que le importa lo que dices y cómo te sientes”.
Por supuesto hay muchos tipos de miradas: alegres, tristes, afectuosas, vacías,
profundas, compasivas, retadoras, ausentes. Por lo tanto, el sentir que transmite una
mirada y el efecto que causa son muy diversos. En este sentido, podría decirse que hay
miradas profundamente reconfortantes y otras por el contrario claramente
desalentadoras. Lo que queremos decir es que con la mirada del profesor los alumnos se
sienten o no queridos por él, y –como bien sabemos todos los profesores– el sentirse o
no querido por el profesor tiene una repercusión grande en el rendimiento académico de
los alumnos y en su crecimiento personal. La mirada es una excelente vía de conexión
profesor-alumno.
Así pues, los ojos del profesor merecen atención. Son un elemento de comunicación no
verbal cuyos mensajes –incluso los más minúsculos– son percibidos por los alumnos,
quienes siempre están muy atentos a ellos y calan en gran medida en su interior.

Qué percibe el alumno en la mirada del profesor


En la mirada del profesor los alumnos pueden observar un sinfín de emociones,
sentimientos, estados de ánimo y reacciones personales: gozo, cansancio, afectuosidad,
sorpresa, agrado, disgusto, enfado, fastidio, apoyo, etc. En este sentido, la mirada puede
ser positiva o negativa y en consecuencia puede generar en el aula un clima u otro.
Con sus ojos –sin mediar palabra alguna– el profesor puede realzar, estimular o apoyar
la conducta de sus alumnos o por el contrario puede censurarla. Ni que decir tiene que un

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elogio o un reproche puede ser clave en su aprendizaje académico y en su aprendizaje
vital. El profesor está continuamente comunicando. ¡Cuánto puede decirse y
comunicarse en una simple mirada cruzada!
Pero, ¿qué esperan y desean realmente encontrar los alumnos en los ojos del profesor?
Los alumnos desean encontrar en nuestros ojos de maestro una mirada que anime y
acompañe, y no una mirada que juzgue o controle; una mirada que acoja y comprenda,
que exprese confianza para hacer realidad las expectativas del profesor sobre cada uno
de sus alumnos, expectativas que por supuesto el docente debe generar; una mirada en la
que los alumnos puedan refugiarse cuando lo necesiten. La mirada del buen profesor no
se queda en las apariencias, sino que ve más allá de un comportamiento, unas palabras,
una actitud, unos resultados académicos o un sentir.
Los alumnos no soportan la indiferencia de sus profesores –dicho con otras palabras,
que pasen de largo– ni su desconfianza en la capacidad de mejora del aprendiz. Los
mejores profesores miran a sus alumnos y cuándo lo hacen no consideran tanto las
carencias y deficiencias como todo lo bueno que tienen, pues están interesados sobre
todo en que sus alumnos aprendan y desarrollen lo mejor que tiene cada uno en
particular.

La manera de mirar puede aprenderse


Para educar es imprescindible querer al alumno, pero de tal modo que el alumno
realmente se sienta querido como él necesita: con sus virtudes y sus carencias, tal como
es y no por lo que hace ni por sus resultados académicos, y de manera incondicional.
Son muchas las veces que los profesores para comunicarnos con los alumnos
empleamos el lenguaje no verbal. Si bien unas veces recurrimos a él de manera
consciente, otras lo hacemos de modo inconsciente; en cualquier caso –consciente o
inconscientemente– influirá de manera positiva o negativa tanto en el comportamiento
como en el rendimiento del alumno. Lo que queremos decir es que a veces no somos
demasiado conscientes de cómo son todas y cada una de las miradas que dirigimos a los
alumnos. Por esto vale la pena poner atención en cómo son, es decir, considerar si con
ellas el alumno se siente o no querido por quien es su profesor. La manera de mirar es
clave en la relación educativa y la buena noticia es que puede aprenderse.
Por supuesto no se trata de aprender a contraer los músculos orbiculares de los ojos ni
aprender a controlar los movimientos de los tendones de los párpados ni nada parecido a
eso. Sino que se trata de algo mucho más profundo. Se trata de aprender a querer a los
alumnos.
La mirada del profesor que el alumno necesita, es una mirada de amor de maestro en el

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sentido más amplio de la palabra. Una mirada que nace en el corazón del profesor que
quiere sacar a la luz lo mejor de cada alumno en particular. Una mirada que hace que el
joven aprendiz se sienta digno de la atención de su maestro. Aprender a mirar es
aprender a querer.
La mirada del maestro es una mirada que enseña también a mirar, por lo tanto que
enseña a los alumnos a querer a los demás.

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Disfrutar en el aula
Proyectos espectaculares, todas las nuevas tecnologías, horarios maravillosos, aulas
extraordinariamente equipadas, premios, aplausos y reconocimientos por parte de
diversos organismos, en modo alguno garantizan al profesor –ni tampoco al alumno–
disfrutar en el aula. De hecho, hay profesores que disponen de todo eso y no lo logran. El
origen del gozo de un profesor en el aula es mucho más profundo; por así decir, es de
otro orden.
Lamentablemente son muchos los profesores que desconocen ese sentir deleitoso y
sobre todo tan efectivo en la tarea educadora. Como decía en una entrevista la nadadora
olímpica Mireia Belmonte, “cuando disfrutas es cuando mejor te salen las cosas”. ¡Qué
gran verdad!
El gozo del profesor en el aula tiene que ver con sus ganas de aprender y de trabajar
bien, con saber ponerse en los zapatos de sus alumnos, con el modo de reaccionar y de
relacionarse con ellos, con saber estar en los detalles y por supuesto con el esfuerzo
personal para sacar adelante la importantísima tarea que la sociedad le ha confiado. Para
disfrutar en el aula hay que amar con la cabeza y el corazón la profesión docente.
No basta querer ser un buen profesor, sino que hay que saber serlo. Si eso realmente lo
queremos, pondremos todas nuestras capacidades y todo nuestro esfuerzo para conocer a
fondo en qué consiste y qué comporta la profesión docente, y es entonces cuando
estaremos en disposición de poder disfrutar en el aula, de trabajar a gusto. Cuando uno
disfruta con lo que hace –y el trabajo en el aula no es una excepción– es señal de que ha
acertado en la elección y que lo hace bien.

Profesores que disfrutan en el aula


Los profesores que disfrutan en el aula son personas convencidas de que han acertado
totalmente en la elección de su trabajo profesional. Ser profesor o profesora es para ellos
o ellas una de las mejores cosas que les ha pasado en su vida. Son personas persuadidas
de que tienen la mejor profesión del mundo. Aman lo que hacen y son lo que les gusta
ser. Según van pasando los años –al contrario de lo que muchos y muchas piensan– el
gozo que les produce el aula es cada día mayor y más profundo.
Por supuesto son conscientes de que hay días cansados, pero siempre preciosos. El
cansancio no les impide disfrutar. Esto hace pensar en lo enraizado que está en el alma el
gozo que produce algo que esos profesores y profesoras consideran primordial en todas y
cada una de sus jornadas: la tarea bien hecha. Nada ni nadie puede arrebatarles ese gozo.

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Son personas que sonríen y de buen humor, pero sobre todo sintonizan con la alegría
propia y natural de la gente joven y con sus ganas de vivir.
A los profesores –tanto ellos como ellas– que disfrutan en el aula les caracteriza su
empeño personal por ser mejor. Son puntuales, no se quejan de que tienen clases, ni
buscan compensaciones al aburrimiento en el aula –entretenerse en los pasillos, chequear
continuamente el móvil, por poner dos ejemplos– porque no padecen ese hastío. De
hecho, las horas se les pasan volando, casi sin darse cuenta. En clase “están presentes”
en todo momento, es decir, toda su atención –lejos de sus cuestiones personales
particulares– está puesta en sus alumnos a los que tratan siempre con cordialidad y
afectuosidad sin exclusiones de ningún tipo. La relación con sus alumnos es excelente.
Ni que decir tiene que a esos profesores les gusta y dominan la materia que imparten,
vibran con ella y logran contagiar a sus alumnos las ganas de aprender. Son buenos
comunicadores. En este sentido, no solo transmiten conocimiento a sus alumnos, sino
que además les transmiten emociones. Gozan de prestigio profesional y personal, y son
depositarios de la confianza de sus alumnos; ambas cosas –prestigio y confianza– les
convierte en referentes incuestionables para ellos. Son los mejores profesores.
Los profesores que disfrutan en el aula –apasionados de su trabajo– no aspiran a ser
famosos. Viven con la ilusión de que sus alumnos lleguen muchísimo más lejos que
ellos.

Cómo repercute en los alumnos


Todos los profesores antes de serlo hemos sido alumnos. Por lo tanto todos sabemos lo
que significa tener un profesor que disfruta o no en el aula. Es más, quizás algunos de
nosotros elegimos estudiar una carrera concreta movidos por el arrebatador entusiasmo
de un profesor capaz de llevar la pasión por su materia más allá de sus aulas. Como
explica el escritor francés Daniel Pennac en Mal de escuela, esos profesores son de los
que sin discursear a los alumnos sobre sus métodos didácticos, el alcance de su docencia
o sus éxitos académicos particulares, dejan huella en algunos de sus alumnos. Pennac –
graduado en letras, profesor de literatura y escritor– reconoce haber sido uno de esos
alumnos con esa huella en su persona. De hecho, fueron tres los profesores que en los
últimos años de su escolaridad cambiaron el rumbo de su vida. Así lo cuenta en Mal de
escuela:
“Solo sé que los tres estaban poseídos por la pasión comunicativa de su materia.
Armados con esa pasión, vinieron a buscarme al fondo de mi desaliento y me soltaron
una vez que tuve ambos pies sólidamente puestos en sus clases, que resultaron ser la
antecámara de mi vida. Eran artistas en la transmisión de su materia. No intentaban

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impresionarnos. No eran de esos profesores que se vanaglorian de su ascendiente sobre
una tropa de adolescentes faltos de imagen paterna. […] habrían sido los primeros
sorprendidos al saber que, cuarenta y cinco años más tarde, uno de sus alumnos,
convertido en profesor gracias a ellos, les habría levantado una estatua solo por haber
sido su discípulo. Esos profesores no compartían con nosotros solo su saber, sino el
propio deseo de saber. Y me comunicaron el gusto por su transmisión.”
Sin duda, para Pennac el método no basta. Para nosotros tampoco. La buena docencia
es muchísimo más. Disfrutar en el aula no es una cuestión vana para el profesor ni para
sus alumnos. Disfrutar en el aula tiene mucho que ver con la buena docencia. El profesor
que disfruta en el aula, goza de su materia con pasión comunicativa y goza de una
relación excelente con sus alumnos; por su parte ese gozo es altamente grato e
inmensamente beneficioso para el aprendizaje de cada uno de sus alumnos en particular.

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La eficacia del orden creativo
Vivimos en un mundo acelerado, ruidoso, de cambios continuos, en el que el orden
cobra cada vez mayor importancia. Los profesores conscientes de esta realidad, si de
verdad queremos contribuir a la construcción de una sociedad mejor, no podemos
olvidar el papel clave que tiene el orden en nuestra vida y, en consecuencia, en la de
nuestros alumnos que serán los adultos del mañana.
Los defensores del orden afirman con rotundidad y convencimiento que el desorden
hace las cosas mucho más difíciles: entorpece el ritmo de trabajo, crea ambientes más
estresantes, disminuye el rendimiento y favorece la dispersión en contra de la eficaz
concentración. De hecho, hay investigaciones que confirman que los niños criados en
ambientes más desordenados desarrollaron peor sus capacidades cognitivas (Stephen
Petrill, Pennsylvania State University). Es muy conocida la “teoría de las ventanas rotas”
de James Wilson y George Kelling, que demostraron que el desorden y la desidia
contagian la mala conducta: “Consideren –escriben Wilson y Kelling – un edificio con
una ventana rota. Si la ventana no se repara, los vándalos tenderán a romper unas cuantas
más”.
Por el contrario, otras investigaciones aseguran que un cierto desorden puede favorecer
la creatividad (Eric Abrahamson, Columbia University). Al parecer, las personas
desordenadas tienden a adaptarse mejor a las circunstancias y a ser más creativas. Por así
decir, las personas aparentemente un tanto caóticas descubren aspectos y relaciones que
en unas circunstancias más rígidas y protocolizadas son más difíciles de ver. De hecho,
las ideas más innovadoras no surgen espontáneamente, aunque sí aparecen a veces en
momentos inesperados o en las condiciones más extremas.
A nuestro parecer, lo mejor es combinar orden y desorden –que nada tiene que ver con
el descontrol– para alcanzar un escenario educativo eficiente, flexible, relajado y
creativo. Es decir, hemos de aprender a “desordenar” un poco nuestro orden para
favorecer la creatividad de los alumnos, esto es, hemos de aprender a ser nosotros
mismos innovadores. Un modo de conseguirlo es no repitiéndose, sino eligiendo lo
novedoso, liberándonos de lo habitual para lograr nuevos enfoques y dar paso así –sin
miedo– a una cierta improvisación. Por supuesto, para poder desordenar el orden hace
falta primero ser ordenado. Nuestros alumnos necesitan que seamos muy ordenados y, a
la vez, les encanta que de cuando en cuando nos saltemos creativamente ese orden.

Vivir el orden
Existe la creencia general de que el orden, tanto en los hogares como en los lugares de

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trabajo –y el aula no es una excepción– nos hace más productivos. En este sentido casi
todos aspiramos a ser más ordenados. Los profesores también. Que el profesor tenga que
salir del aula en busca de un libro, unas fotocopias o unos apuntes que se ha olvidado,
traspapelar un examen en un caos de papeles, confundirse de aula de manera reiterada u
olvidarse de una entrevista concertada, son manifestaciones del desorden del profesor.
Ser un profesor ordenado no solo significa tener cada cosa en su lugar de acuerdo con
el uso que se le da o tener los papeles perfectamente clasificados y ordenados. Vivir el
orden significa, además, realizar las tareas de acuerdo a un horario y un calendario
establecidos previamente, cumplir los plazos y los compromisos adquiridos y
planificarse con la antelación necesaria, que no es más que decidir de manera reflexiva y
ordenada a qué vamos a prestar atención, cuánto tiempo y cuándo.
Vivir el orden va muchísimo más allá de buscar una estética agradable a los sentidos.
Ser un maniático del orden nada tiene que ver con ser inteligentemente ordenado. La
obsesión por el orden esclaviza a uno mismo y a quienes tiene a su alrededor. Los
maniáticos del orden no sirven para la enseñanza: son personas que acaban sin dejar
hacer nada a los demás para que no desordenen lo que está perfectamente ordenado. Esta
manía origina muchos problemas de convivencia.
Ser ordenado va muy unido a ser organizado. Al incorporar el orden en nuestra vida,
más que aspirar a ser muy productivos, a lo que realmente debemos aspirar es a ganar en
paz interior y sosiego del alma, eficacia serena y tranquilidad y, en consecuencia,
adquirir un modo de vivir en el que –en medio del ajetreo de todos los días– quepan de
manera organizada tiempos de pausa y silencio para la reflexión, algo que es vital para la
persona y que los profesores debemos enseñar a nuestros alumnos.

Entornos aparentemente desordenados


Para muchos el término desorden es sinónimo de pérdida de tiempo, ineficacia, bajo
rendimiento o incluso desbarajuste. Por el contrario, todo lo que tiene que ver con el
orden y la organización está siempre muy bien visto. De hecho, son muchas las empresas
que –buscando constantemente la productividad y la innovación– dedican grandes
esfuerzos, dinero y tiempo a mejorar continuamente sus organigramas, protocolos y
ordenamientos de todo tipo.
Sin embargo, hay un tipo de desorden que goza a veces de buena reputación. Se trata
del desorden del escritorio, armario, cajón o lo que sea, aparentemente caótico para los
demás, pero del todo claro para el protagonista de ese caos: en su mente cada cosa tiene
su lugar, incluso la más insignificante. Esto que es aceptable para la vida privada, es del
todo inadecuado para el trabajo en equipo en un centro docente.

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El mundo en el que vivimos es complejo y las personas somos muy diversas. Esto es
una realidad. Una clasificación, un modo de organizarse o de ordenar, que tenga sentido
para una persona puede no tenerlo del todo para otra. Lo que aquí defendemos es que la
formación de nuestros alumnos requiere el orden de los profesores, pero este orden no
puede ser rigidez estática, sino que ha de estar también abierto a la creatividad, a una
cierta improvisación.
Para algunos profesores, comprender y asumir ese desorden organizado que aquí
defendemos podría ayudarles a romper con “la dictadura de lo acostumbrado” y así dar
paso a que actividades que suponen abocadas al desastre puedan convertirse en
auténticos éxitos docentes, es decir, en algo valioso y con sentido.

Conclusión
En todo caso, el orden ha de estar presente en nuestra vida de una manera u otra.
Somos muchos los profesores que suspiramos por tener un día de veinticinco horas o
incluso más, en particular en los períodos de exámenes o de cierre del curso académico.
La sensación de que hay mucho por hacer y poco tiempo para hacerlo es una constante
en nuestro quehacer diario. En este sentido, el orden del profesor –que no está reñido
con un cierto desorden creativo e innovador– tanto en la distribución del tiempo, como
en la realización de sus actividades y en la organización de su lugar de trabajo, es del
todo clave para un desarrollo eficaz, sereno y reflexivo de nuestra profesión, que tanta
repercusión tiene en los jóvenes de hoy y, por lo tanto, en la sociedad del mañana.

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El arreglo personal del profesor
El arreglo personal de cualquiera de nosotros no pasa inadvertido a nuestros alumnos,
pues da indicios de nuestro carácter y estado de ánimo, de la educación recibida, de
nuestro modo de vivir, de nuestros gustos, y también de los principios y valores que
rigen nuestra vida. En este sentido, puede decirse que el arreglo personal es un lenguaje
no verbal, puesto que expresa mucho sin pronunciar ninguna palabra.
A diferencia de otros colectivos laborales en los que la imagen es irrelevante, la
imagen del profesor –en el aula y fuera de ella– puede ser un instrumento de apoyo a la
actividad docente. Como bien sabemos, la primera impresión de una persona nos llega
por la vista. Los expertos aseguran que el impacto de una persona se determina en el
80% por su imagen y en el 20% por lo que dice.
Nuestra sociedad persigue y sobrevalora el atractivo físico. No obstante, para algunos
la apariencia física es solo una característica superficial, trivial, periférica. En cualquier
caso, hay que decir que la apariencia externa influye en la vida de las personas y que la
apariencia del profesor sí importa al alumno. Presentarse de una manera u otra no es una
cuestión de dinero, sino más bien de respeto y compromiso.

Una cuestión de respeto


Las formas exteriores –el modo de vestir, de hablar, de tratar a los demás– no solo
ponen de manifiesto cómo es la persona, sino que además muestran el respeto que siente
hacia los demás, en definitiva cuán importantes realmente son para él.
Nuestro modo de vestir expresa lo que es importante para nosotros. En este sentido, los
alumnos tienen sus expectativas al respecto. “Si se preocupa por nosotros, si nos quiere
de verdad, si está convencido de que somos merecedores de su respeto, entonces –
cavilan– tendrá en cuenta su modo de presentarse ante nosotros”.
Es natural –y de hecho así sucede– que el respeto y el cuidado hacia una situación o
circunstancia que consideremos importante –una boda, un acto académico, un homenaje
a un ser querido– generen una cierta preocupación por el aspecto personal propio cuando
se trata de asistir a ese acontecimiento. Ese cuidado –que pide tiempo y atención– se
traduce de ordinario en una detallada higiene personal (cabello, uñas, dientes, zapatos,
etc.), un buen estado de la vestimenta y muestras claras de una elección pensada en el
modo de vestir.
El arreglo personal del profesor deja al descubierto –esto es, a la vista de todos,
incluidos los alumnos– el respeto y la atención hacia todos los que ocupan el aula y lo

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importante que es para él su docencia. Si el profesor no respeta a sus alumnos,
difícilmente los alumnos le respetarán a él. Un esmerado arreglo personal del profesor
suscita en los alumnos unos sentimientos y unas actitudes muy diferentes a los que
suscita un aspecto descuidado o desaliñado. En consecuencia, su aprendizaje será
también diferente.

Una cuestión de compromiso


El compromiso docente va mucho más allá de los objetivos que presenta el libro de
texto de la asignatura que el profesor imparte. De hecho, aun sin propósito alguno –esto
es, sin intencionalidad– los profesores mostramos y enseñamos continuamente actitudes
y valores a nuestros alumnos. Es lo que algunos han denominado parte del “currículum
oculto”. El profesor realmente es una referencia para sus alumnos. El aseo personal del
profesor, su modo de vestir, el tono de su voz, su vocabulario, etc., no les pasa
inadvertidos. Si los profesores somos ciudadanos comprometidos y sensibles,
probablemente los alumnos hagan suyas esas actitudes y conductas. La sociedad actual
necesita inspiradores de buenos ejemplos. En este sentido, la apariencia física del
profesor es un elemento importante en su quehacer educativo.
Hablar de compromiso docente es también hablar de las relaciones que el profesor
establece con la institución en la que trabaja. Ser un modelo a seguir pide al profesor
coherencia y compromiso, esto es, actuar en congruencia con los principios de la
institución en la que desarrolla su actividad profesional. El profesor al aceptar su puesto
adquiere unos compromisos relacionados con el proyecto educativo del centro y su
normativa interna que en modo alguno puede eludir. Por lo tanto, el profesor
comprometido con la institución en la que trabaja, tiene que velar para que su apariencia
física sea coherente también con los compromisos adquiridos a nivel institucional. De lo
contrario, no será considerado un modelo a seguir, es decir, no será un referente para sus
alumnos que –sin lugar a dudas– perciben su falta de coherencia con la institución.

El atuendo propio del profesor


La imagen exterior está muy condicionada por la higiene. Ni que decir tiene que el
profesor debe cuidar con atención su aseo personal: ducha, desodorante, cambios de
muda, cabello limpio, uñas arregladas. Su aspecto debe ser siempre agradable y limpio;
los alumnos han de sentirse cómodos en clase sin que, por ejemplo, tengan que soportar
malos olores.
Hoy en día hay algunas instituciones educativas que tienen reglas y códigos de
vestimenta para los profesores. Otras no los tienen. En cualquier caso, el profesor debe
vestir como lo que es: un educador y formador de la generación de adultos del mañana.

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El modo de vestir –junto con la higiene personal– es un instrumento que tenemos los
profesores con el que sin decir ni una palabra podemos enseñar numerosos valores y
actitudes. ¿Chaqueta y corbata o cazadora sin corbata?, ¿vestido chaqueta o falda
informal; ¿cartera o bolso bandolera?, ¿colores que llaman la atención o bien colores que
hacen pasar desapercibido?, ¿con muchos o pocos accesorios? ¿Qué vestimenta debemos
usar los profesores?, ¿formal, semi-formal, informal?
En general, elegir cómo vestir para ir al trabajo depende en gran medida del alma de la
empresa y del puesto que ocupe el empleado. Es cierto que para acertar, es decir, para ir
de la forma más correcta y acorde a las circunstancias, suele aconsejarse –además de
utilizar el sentido común– observar el entorno donde se realizan las tareas profesionales
encomendadas.
Sin embargo, cuando se trata de la profesión docente, al hablar de cómo ha de ser la
vestimenta de un profesional de este colectivo hay tres adjetivos que nos parece que
nunca deben faltar: elegante, actual y sobria. Vestir de manera “elegante” porque resulta
más agradable a los ojos de los alumnos; vestir con elegancia conlleva siempre tener en
cuenta la edad o etapa de la vida en la que uno está. “Actual” porque denota que vives en
este mundo, estás al día, esto es importante para ellos (los alumnos). Y “sobria” porque
ayuda a evitar distracciones a los estudiantes.
Estos tres adjetivos, por supuesto, son extensivos al profesor de deporte y al profesor
de prácticas de laboratorio caracterizado por su bata blanca. Sin dejar de seguir el código
de vestimenta de la escuela, es clave que la ropa que elijan ambos profesores sea cómoda
para la actividad que realizan y a la vez agradable para sus alumnos. Es decir, se trata de
que el profesor de deporte elija un equipamiento (pantalón, camiseta, cinta para el
cabello, calzado) que resulte cómodo, para todos, a la hora de moverse; y que el profesor
de prácticas luzca –todos los días– una bata blanca, bien abotonada, sin manchas ni roces
de ningún tipo.
En suma, si tenemos en cuenta que la apariencia personal siempre envía –consciente o
inconscientemente– un mensaje, el profesor respetuoso y comprometido con la misión
educadora que la sociedad le ha confiado y con la institución que le ha contratado, tiene
que asegurarse de que ese mensaje sea el correcto. Se trata pues de no enviar mensajes
equivocados. El profesor muestra su profesionalidad e infunde seriedad y credibilidad
también con su vestimenta e higiene personal.

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El descanso de los profesores
Los profesores junto con el personal de atención hospitalaria son los dos colectivos
más propensos a sufrir tensiones, ansiedades y depresiones, es decir, a padecer
cansancios de los que a veces es muy difícil recuperarse. Las causas de estos trastornos
suelen atribuirse al hecho de que en ambas profesiones está presente una fuerte
implicación emocional con quien recibe el servicio: los alumnos y los pacientes.
Probablemente esto sea cierto en muchos casos. Sin embargo, en el caso de los
profesores se ha hablado mucho del síndrome del ‘burn out’ o síndrome del profesor
“quemado”, esto es, el docente sin fuerzas y sin entusiasmo, desmotivado y deseoso de
dejar la enseñanza por otra ocupación: el profesor cansado. Dificultades y conflictos en
el aula, desgobierno en el centro académico en el que el docente desarrolla su tarea
profesional, pocas expectativas de promoción, escaso reconocimiento de un trabajo bien
hecho, apagan la ilusión y el interés del profesor por su quehacer profesional. La falta de
realización profesional y el sentimiento de cansancio por las múltiples tareas a las que el
profesor debe prestar atención de manera ininterrumpida, sin apenas respiro alguno
(incluso fuera del horario laboral), provocan en él un gran descontento y una penosa
insatisfacción personal.
Vale la pena tener en cuenta que el cansancio permanente es la antesala de numerosas
bajas laborales, en particular en el ámbito docente. Dormir las horas necesarias y
procurarse un tiempo de descanso semanal, no dejándolo únicamente para el período
vacacional, es un modo de evitar cansancios de los que cuesta mucho recuperarse.

Las condiciones de trabajo


El profesor en el aula tiene que prestar atención a un montón de cosas: la materia que
explica, la metodología, el vocabulario y los gestos que utiliza, el tono de voz que
emplea, la disciplina del grupo, el aprendizaje de cada alumno en particular y su
motivación; y todo ello sin perder de vista el reloj y el calendario, es decir, el tiempo que
tiene para impartir a lo largo de unos meses un programa preestablecido y plasmado en
las obligadas programaciones, que el profesor debe presentar al inicio de cada curso
académico. Hacer bien todas estas cosas, por supuesto, exige al profesor un trabajo
intenso fuera del aula y un gran esfuerzo dentro y fuera de ella. De hecho, el trabajo
docente no termina en el centro educativo.
Es cierto que el ideal docente de algunos profesores, por así decirlo, no encaja con la
realidad que encuentran en el aula –desmotivación y poco interés por parte de ciertos
estudiantes, excesivo número de alumnos por clase, grupos muy heterogéneos, falta de

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apoyo de las familias– y tampoco encaja con la realidad presente en la institución
educativa en la que desempeñan su labor profesional, como son la falta de medios y de
inversión económica, los horarios apretados que no solo hacen muy difícil alcanzar un
clima de serenidad y sosiego imprescindible para educar, sino que además dificultan la
necesaria colaboración y comunicación entre todos los profesionales que intervienen en
la educación de unos alumnos: profesores, psicólogos, técnicos informáticos. En algunos
casos realmente la sensación de presión es muy grande. Es más, puede verse aumentada
por la continua exigencia de calidad. Sin lugar a dudas las condiciones de trabajo juegan
un papel clave en la salud del profesor.

Tiempo de trabajo y tiempo de descanso


Como bien sabemos todos, el esfuerzo continuado de un día tras otro produce fatiga en
cualquier persona, fatiga que pide un tiempo de recuperación. Este tiempo de
recuperación es el descanso. El descanso no debe considerarse un lujo y mucho menos
una pérdida de tiempo.
El descanso permite recuperar las fuerzas para poner de nuevo el esfuerzo necesario en
las tareas profesionales y poder realizarlas bien, condición imprescindible para disfrutar
en la profesión. Para algunos hablar de descanso es únicamente hablar de vacaciones
trimestrales o vacaciones de verano. Por supuesto las vacaciones es el tiempo por
antonomasia destinado al descanso del trabajador. Ahora bien, si tenemos en cuenta que
la profesión docente es una de las que más desgaste psicológico produce, con más bajas
por estrés, habrá que pensar además en un tiempo de descanso semanal. Lo que
queremos decir es que los profesores tenemos que aprender a incluir en nuestro apretado
horario un tiempo de descanso que nos permita seguir trabajando a buen ritmo sin
disminuir el rendimiento al que aspiramos. Se trata pues de saber combinar un tiempo de
trabajo intenso con un tiempo de descanso semanal. Vale la pena recordar que descansar
en vacaciones de ordinario es fácil, lo difícil es descansar cuando se está inmerso en un
mar de responsabilidades laborales.

Estrategias para descansar


Como advierte el doctor Fernando Sarráis (experto en el tratamiento de problemas
relacionados con el estrés laboral), el cansancio físico –fácil de percibir y resolver– es
muy diferente al cansancio de origen psíquico que pasa desapercibido, se va acumulando
poco a poco y es difícil de remediar. Así pues, prevenirlo puede ayudarnos a no llegar a
un agotamiento demoledor.
Descansar no es estar sin hacer nada. No hacer nada es francamente aburrido.
Descansar es desarrollar una actividad que requiera un esfuerzo menor –o quizá distinto–

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y a la vez agrade; es decir, realizar una actividad que resulte gratificante y divertida.
Practicar un deporte, leer, escribir, escuchar música, o simplemente pasear, son distintos
modos de descansar. La lista podría ser larguísima. En primer lugar, se trata de descubrir
qué actividad a uno le descansa de verdad, es decir, le ayuda a desconectar del trabajo,
de las preocupaciones y los agobios que conlleva en tantas ocasiones la profesión
docente. En segundo lugar, resulta indispensable buscar y encontrar el momento
concreto para –con voluntad firme– llevarla a cabo con regularidad, es decir, incorporar
efectivamente un tiempo habitual de descanso en la vida que uno lleva.
Según Ken Bain –autor del magnífico libro Lo que hacen los mejores profesores
universitarios–, parte de la condición de ser un buen profesor consiste en saber crear los
mejores entornos para el aprendizaje, los más fructíferos, esto es, los que estimulan a los
estudiantes a aprender. Uno de los obstáculos para alcanzar ese logro es la falta de vigor
del profesor. Un profesor cansado muy difícilmente podrá estimular a sus alumnos a
aprender. Los mejores profesores, los más efectivos saben descansar, alcanzando el
adecuado equilibrio entre cansancio y descanso.

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Enseñar sin aburrir
En sus Lecciones de los maestros, George Steiner escribe que “enseñar con seriedad es
poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano. Es buscar acceso a la carne
viva, a lo más íntimo de la integridad de un niño o de un adulto. Una enseñanza
deficiente, una pedagogía rutinaria, un estilo de instrucción que –conscientemente o no–
sea cínico en unas metas meramente utilitarias, son destructivos. Arrancan de raíz la
esperanza. La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina”. Pensamos que nuestros
jóvenes se aburren porque sus profesores han matado sus ganas de aprender. Si los
profesores nos persuadiéramos de que nuestra tarea educativa es lo que la humanidad
necesita, entonces lograríamos contagiar a nuestros estudiantes la ilusión por aprender,
el afán por hacer progresar la ciencia y por construir entre todos una sociedad más justa.

Profesores que aburren a sus alumnos


Un profesor que disfruta con la docencia hace disfrutar a sus alumnos y uno que se
aburre enseñando irremediablemente les cansará y aburrirá. Los profesores que aburren a
sus alumnos presentan la información de manera poco atrayente, monótona y pesada.
Logran convertir actividades fantásticas como son pensar, analizar, calcular, razonar o
memorizar en algo fastidioso que no interesa. A menudo se trata de profesores
impuntuales, que no están dispuestos a cambiar, a ser puntual, a trabajar bien, a
adaptarse, a comprender, a dar oportunidades. Por supuesto, tampoco están interesados
en comunicarse personalmente con sus alumnos ni con sus colegas. Es decir, no están
dispuestos a mejorar ni a aprender. Por ello, no pueden contagiar las ganas y la ilusión
por aprender porque no las tienen.
Los estudiantes se aburren también con los profesores vanidosos y pedantes. Hay
profesores que se suben a un pedestal delante de sus alumnos utilizando un lenguaje
complicado o pregonando de manera pretenciosa sus títulos académicos, congresos y
publicaciones. Los alumnos suelen sentir a estos profesores como muy alejados de su
realidad y, por tanto, no logran sintonizar con ellos. El objetivo fundamental de esos
profesores es quizá el de triunfar, alcanzar su éxito particular, pero no el de contribuir a
la mejora de sus alumnos y de la sociedad. La búsqueda de la propia “excelencia” del
profesor aburre soberanamente a sus alumnos que no llegan a entender dónde está la
supuesta excelencia de su profesor.

Profesores que se aburren


Los profesores que se aburren son los profesores hartos de su actividad docente y –

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muchas veces también– del propio centro educativo en el que trabajan. Su tarea
profesional no les reporta ninguna gratificación profunda. Muchos, desanimados por las
dificultades personales y de su entorno, se han llenado de amargura y de resentimiento.
No se sienten capaces de cambiar ellos personalmente y mucho menos de intentar
cambiar –aunque solo fuera un poco– el ambiente en el que desarrollan su actividad.
Los profesores que se aburren no consiguen tampoco ayudar a sus alumnos a aprender,
ni, por supuesto, son afectuosos con ellos. Son docentes pesimistas, es decir, no creen en
la capacidad de mejora de sus alumnos y están convencidos de que ellos muy poco
pueden hacer. Ken Bain escribió que los mejores profesores son aquellos “que sí pueden
conseguir peras de lo que otros consideran que son olmos, personas que ayudan
constantemente a sus estudiantes a llegar más lejos de lo que los demás esperan”. Los
profesores que se aburren son malos profesores. Sus expectativas con relación a sus
alumnos son escasas o nulas. Su pesimismo ahuyenta a los estudiantes. Sin embargo y
paradójicamente, estos mismos docentes son los que se lamentan de que sus alumnos no
vibran con la materia que ellos imparten de manera tan aburrida. En este sentido, hay
que desconfiar siempre de aquellos colegas que se quejan con frecuencia de lo poco que
saben sus alumnos y del escaso interés que muestran por aprender. Los alumnos no son
malos, los malos son esos profesores.
Estos profesores conciben quizá su tarea profesional exclusivamente como un medio
instrumental para el propio sustento, pero no para su crecimiento personal ni mucho
menos para el crecimiento de sus alumnos. No tienen interés –ni tiempo, dicen– para leer
y estudiar con lo que pierden la oportunidad de actualizarse y mejorar intelectualmente.
Como han perdido las ganas de aprender, de renovarse y de disfrutar en su quehacer
profesional diario, sus jornadas se suceden con una monotonía y rutina devastadoras.

Cómo disipar el aburrimiento


El aburrimiento en una clase se disipa como la niebla en la montaña. Un golpe de
viento, un brote de verdadero interés y “resucitan” los estudiantes. Cuántas veces el
clima de una clase cambia radical y favorablemente por unas palabras acertadas del
profesor, por el entusiasmo con el que las pronuncia, o por una mirada de atención o un
gesto de interés dirigido a sus alumnos. Un profesor que en su tarea profesional logra
transparentar su contento, sus ganas de aprender, su convencimiento personal de lo que
dice y hace, realmente reaviva a sus alumnos.
Los jóvenes están dispuestos a seguir a los maestros que son auténticos, que piensan lo
que viven, que dicen lo que piensan y que viven lo que dicen; que respetan, valoran y
quieren a sus alumnos y no tienen reparo en que se note; que exigen, pero también

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aclaran, corrigen y saben dar oportunidades; y por supuesto profesores que dominan la
materia que imparten y no dejan de aprender y actualizarse día a día.
Es cierto que cuantos más recursos domine un docente, más posibilidades tendrá a la
hora de educar, pero tiene que saber adaptar esos recursos a las capacidades y
características de sus alumnos. No nos parece que la solución al problema del
aburrimiento se encuentre en introducir en el aula nuevas tecnologías o técnicas de
trabajo cooperativo –por poner unos ejemplos– tan en boga hoy en día, pues estas son
únicamente herramientas de apoyo, útiles pero del todo insuficientes. Como dice un
colega nuestro, un profesor aburrido es capaz de aburrir a sus alumnos con cualquier
aplicación de las nuevas tecnologías, mientras que un profesor creativo, ameno y
divertido –que nada tiene que ver con ser jocoso o bufo, sino con mostrarse alegre y de
buen humor– es capaz de hacer disfrutar a sus alumnos aprendiendo de memoria el
abecedario o las tablas de multiplicar.
Necesitamos profesores cuyas metodologías estén centradas en los contenidos, pero
también son importantes las formas. Necesitamos profesores cuyas evaluaciones vayan
dirigidas al resultado final de la enseñanza que desarrollan y a lo que los estudiantes
aprenden, pero también –y queremos subrayarlo– al grado en el que los alumnos
disfrutan aprendiendo. El profesor no puede aburrir, no puede matar las ganas de
aprender de sus alumnos.
Los jóvenes de hoy necesitan profesores competentes, creativos, entregados y
entusiasmados. Profesores que amen lo que hacen y que sean capaces de cautivar la
atención de sus alumnos con su trabajo. Cualidades todas estas del buen profesor que no
pueden improvisarse, y que hay que cultivar con esfuerzo y empeño día a día. Este es el
reto para los profesores que no están dispuestos a aburrirse en su trabajo y que, por
supuesto, no quieren que sus alumnos se aburran.

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La atención a los profesores y las profesoras principiantes
Los inicios en la profesión docente no son fáciles para la gran mayoría de aspirantes a
ser un buen profesor. Ser profesor es muchísimo más que saber sobre la materia que se
imparte en un aula, dominar las más recientes tecnologías, o conocer las más modernas
metodologías o técnicas de enseñanza más en boga. Ser un buen profesor requiere
conocer a fondo la profesión docente: saber en qué consiste y qué comporta, y después
hacerlo vida.
La llegada del profesor a un centro educativo supone entrar a formar parte de un
equipo de trabajo en funcionamiento, con unas costumbres, normas, ritmos y modos de
hacer que necesariamente el nuevo profesor deberá conocer, aprender y adaptarse a ellos.
El avance –incluso el éxito– en ese aprendizaje por parte del nuevo profesor en buena
parte va a depender del plan de incorporación y apoyo al profesorado nuevo que el
centro tenga establecido. En algunos lugares se llama Plan de acogida al nuevo
profesorado en el Centro.
La mayor parte de los profesores principiantes afirma tener una gran necesidad de
formación en aspectos relacionados con la disciplina y conducta de los alumnos.
Mantener el orden en el aula y su gestión en ella son dos de sus prioridades en sus
necesidades de formación.

Los comienzos en la profesión docente


Los profesores principiantes tienen menos confianza en su capacidad docente que los
profesores con experiencia. En este sentido podría decirse que imparten clase en
condiciones más difíciles. De hecho, el primer año de práctica docente es considerado
como uno de los más difíciles en la vida profesional de un profesor.
Los comienzos en la profesión docente realmente no son fáciles. El descubrimiento y
la supervivencia marcan la tónica de este primer período de actividad profesional. Uno
de los primeros descubrimientos del profesor principiante es la gran variedad de tareas
que comporta la profesión docente. El desconocimiento de muchas de ellas y el no saber
cómo afrontarlas, así como la falta de tiempo para atender a sus responsabilidades son –
para el joven profesor– motivo de gran preocupación; no tarda en descubrir, que su
realidad en el centro educativo –y en particular en el aula– es muy diferente a la que se
había imaginado y esperaba encontrar. Sin lugar a dudas, las mayores preocupaciones y
dificultades están relacionadas con su actividad en el aula.
En esta situación es fácil que aparezca la desilusión, el desengaño o el desánimo. Es

37
más, algunos profesores recién incorporados se cuestionan si realmente van a ser capaces
de aprender a enseñar, es decir, se cuestionan su propia validez como docentes. Se hace
del todo necesario un plan de incorporación y apoyo al nuevo profesor.

Plan de acogida al profesor principiante


Cada vez son más los centros educativos que tienen un plan de acogida al nuevo
profesorado. No obstante, la calidad y efectividad de estos programas de acogida varían
enormemente de unos centros a otros. Algunos se reducen únicamente a cuestiones
relativas al funcionamiento y la organización del centro (organigrama, cauces de
comunicación, calendario, horarios, instalaciones, etc.), que impresas en unas páginas –o
bien verbalmente– se comunican al nuevo profesorado al inicio del curso. Por supuesto,
estas son cuestiones que necesariamente el profesor recién incorporado debe conocer.
Sin embargo, un plan de acogida al nuevo profesorado que deje de lado la formación
sobre su labor docente resulta del todo insuficiente.
¿Cómo se imparte una clase?, ¿cómo se crea un clima de trabajo en el aula que
fomente las ganas de aprender de los alumnos?, ¿cómo favorecer un ambiente que invite
a los estudiantes a hacer preguntas y se sientan cómodos al expresarlas?, ¿cómo se
evalúa el aprendizaje de los alumnos?, ¿de qué manera el profesor puede transmitir su
interés por lo que realmente preocupa a sus alumnos? Estas son las cuestiones que, entre
otras, un plan de formación y apoyo al nuevo profesor debe abordar.

La mejor ayuda
La mejor ayuda que puede ofrecerse a un profesor principiante no nos parece que sea
proporcionarle un montón de páginas escritas sobre todo lo que debe saber para llegar a
ser un buen profesor, ni una tanda de sesiones intensivas al inicio del curso. En este
sentido, impartir la formación de manera gradual a lo largo de todo el curso académico
facilita al profesor principiante la reflexión y asimilación de los contenidos y evita su
posible agobio ante tanta nueva información. Sin embargo, el profesor principiante no
solo necesita un sistema de ayuda que le oriente en sus múltiples tareas, sino que además
precisa un sistema que le proporcione recursos para afrontar las distintas situaciones que
le van surgiendo diariamente dentro y fuera del aula.
A nuestro modo de ver, la mejor ayuda que puede ofrecerse a un joven profesor es
proporcionarle un plan de acogida que por un lado aborde de manera gradual la
formación teórica necesaria, y por otro que ofrezca al nuevo profesor la ayuda
personalizada de un mentor, es decir, la labor de un profesor experimentado –un profesor
del mismo centro académico– con unas tareas específicas de formación, guía y
acompañamiento al joven profesor. El profesor-mentor es quien se encargará de aunar el

38
conocimiento teórico adquirido gradualmente y el conocimiento práctico tan necesario
en el aprendizaje de la profesión docente.
La ayuda que supone al profesor principiante el hecho de tener un profesor-mentor a su
lado es realmente inmensa. Vale la pena destacar la importancia que tiene iniciar esta
labor de formación y apoyo al joven profesor en el comienzo de su vida profesional, sin
demoras de ninguna clase. Hacerlo de ese modo permite evitar no solo cualquier
desilusión, desánimo o agobio del profesor debutante, sino también evitarle cualquier
desprestigio ante sus alumnos o ante sus compañeros del centro educativo en el que ha
iniciado con tanta ilusión su vida profesional.

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El profesor como mentor
Ciertamente existen docentes natos con gran habilidad para enseñar a sus alumnos,
pero de ordinario llegar a ser un buen profesor requiere un aprendizaje tenaz. Para el
aprendizaje de la profesión docente no es suficiente la experiencia directa, ni el
intercambio informal con colegas, ni por supuesto el sentido común, o lo que el aspirante
a profesor recuerde de sus propios profesores del período escolar o universitario. En este
sentido, la figura del mentor, es decir, de un profesor experimentado, con unas tareas
específicas de formación y acompañamiento nos parece decisiva para la formación, a
nivel personal, de los profesores principiantes.
Con el término mentor, más frecuente en el mundo académico angloamericano que en
el latino, se alude a Mentor, amigo de Ulises, cuya figura adoptó la diosa Atenea para
guiar e instruir a Telémaco durante la prolongada ausencia de Ulises con motivo de la
guerra de Troya. Con ese término se hace referencia a un experto consejero interesado
siempre en el crecimiento personal de quien acude a su sabio consejo.

La labor del profesor mentor


El profesor mentor debe ser un profesor experimentado, competente y de reconocido
prestigio profesional; un profesor con autoridad ante el resto del profesorado y los
alumnos del centro educativo; un profesor capaz de suscitar en los estudiantes
entusiasmo por la materia que enseña. Su ayuda al profesor joven consistirá en un
asesoramiento en las tareas docentes y una orientación ante las diversas situaciones que
se presentan al nuevo profesor en sus comienzos profesionales. Es decir, las tareas
principales del profesor mentor son guiar e instruir.
Las vías para desarrollar la actividad de mentorización realmente son muy diversas y
por supuesto habrán de ajustarse a las características específicas de cada centro
académico y de las personas concretas. Dicho esto, nosotros proponemos prestar
atención a tres medios de formación personal: 1) las entrevistas periódicas, siempre
preparadas por ambas partes; 2) la asistencia a clases, tanto del mentor a algunas clases
del profesor joven como del joven a algunas clases del mentor, de manera previamente
convenida por ambas partes; y 3) la comunicación epistolar mediante el correo
electrónico entre el mentor y el profesor debutante. La comunicación por escrito obliga a
una reflexión previa que no solo ayuda a poner orden y a aclararse uno mismo, sino que
además permite decir con más precisión aquello que se desea comunicar. Esta tercera vía
por supuesto no excluye las dos anteriores, sino que viene a ser complementaria.

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Factores que propician una buena relación de mentorización
En la relación de mentorización es muy importante, por parte del mentor, la
comprensión y el aprecio hacia el profesor joven, además del estímulo y la exigencia. En
este sentido, el mentor debe orientar al nuevo profesor dándole criterio y
proporcionándole recursos y estrategias para hacer frente a las distintas situaciones que
van surgiendo diariamente a lo largo del curso, sin olvidar animarle y exigirle. El mentor
necesariamente ha de ser un profesor digno de confianza, cálido y sensible a las
necesidades de quienes buscan su consejo y apoyo.
Para que la ayuda que el mentor presta al profesor debutante sea eficaz, tiene que ser
una ayuda amable, respetuosa y delicada, lejos de cualquier forma de autoritarismo. De
ninguna manera el mentor puede adoptar un papel de controlador o vigilante de la
actividad profesional del principiante. Del modo de actuar del mentor va a depender, en
buena parte, que el profesor joven le considere como alguien que va a ayudarle y no
como alguien dedicado a enjuiciar o supervisar su actividad profesional. Así, el profesor
debutante podrá aceptar su ayuda y acudirá a él –por propia iniciativa– siempre que sea
necesario.
Ni que decir tiene que dejar hablar al profesor debutante, es decir, dejarle que
manifieste sus inquietudes, preocupaciones y dificultades profesionales, así como sus
alegrías si las ha habido, es una de las claves de la labor del mentor. Dejar hablar
necesariamente tiene que ir unido a saber escuchar, con atención y sin prisas, y saber
guardar confidencialidad acerca de los problemas del profesor debutante.
Vale la pena destacar la importancia que tiene el hecho de que el mentor y el profesor
principiante sean docentes del mismo centro educativo. De no ser así, el
acompañamiento que requiere la labor de mentorización es más difícil de llevar a cabo.

La formación del mentor


Para ser un buen mentor el primer requisito es tener el deseo de ser mentor de otros
profesores. Este deseo se traducirá en estar dispuesto a invertir el tiempo y el esfuerzo
requeridos para adquirir la formación necesaria para realizar bien esa tarea.
La formación que debe adquirir un aspirante a ser un buen mentor, no puede limitarse
únicamente a las tareas propias del trabajo docente. Vale la pena destacar que uno de los
objetivos principales del mentor es promover el desarrollo profesional y personal del
profesor principiante; por lo tanto, el mentor tendrá que formarse también en esa
dirección. De hecho, el profesor experto debe estar dispuesto a enseñar, además, la
manera cómo él resuelve sus problemas y toma sus decisiones. Este apasionante objetivo
exige al mentor una reflexión sobre su propia práctica docente y su proyecto profesional.

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El período de formación inicial no permite al profesor debutante adquirir las
competencias básicas de la profesión docente, aunque aporte elementos de importancia.
Es necesaria una ayuda al profesor joven, que le ofrezca un asesoramiento y
acompañamiento personal. Sin lugar a dudas la labor de mentorización en una institución
educativa no solo beneficia a los profesores principiantes, sino además a los propios
mentores y a la institución en la que dan sus primeros pasos como docentes.

1. S. Weil, «Cahier XVII», [1942], OC, VI 4, p. 354.


2. San Ambrosio, Sobre las vírgenes, 2, 2.

42
2.

43
Los alumnos

Querer a los alumnos


Según el informe PISA (Programme for International Student Assessment), invirtiendo
más dinero en educación no se consigue necesariamente el éxito. Los datos PISA
muestran que el gasto por alumno no guarda relación directa con la prestigiosa
clasificación de este programa internacional de evaluación de estudiantes. Ni el número
de alumnos por profesor, ni el número de horas de clase que tienen los alumnos son
determinantes para la calidad de la enseñanza. En este sentido, el dinero no parece que
sea decisivo para lograr la excelencia en las aulas. ¿Dónde está pues la clave? Sin lugar a
dudas –afirman los expertos– la clave está en los profesores.
¿Qué hacen los mejores profesores?, ¿cómo son?, ¿qué métodos utilizan? Lo primero
que se espera de un profesor es que domine la materia que imparte y sepa transmitir sus
conocimientos. Desde luego esto es fundamental, pero no es suficiente. Un buen
profesor (altamente competente) es también un profesor bueno (generoso con su saber,
su tiempo, su escucha atenta a sus alumnos). Los mejores profesores quieren a sus
alumnos y no les importa que se note.
“El mejor método educativo es querer a los alumnos, hablar bien de ellos, esperar algo
de ellos”, son palabras pronunciadas por Ángel Gabilondo –ministro de educación
español entre 2009 y 2011– durante su intervención en una conferencia organizada por la
Escuela de Formación ‘Tomás y Valiente’ en mayo de 2013. No cabe duda alguna de
que el afecto del profesor a los alumnos tiene una repercusión grande en el éxito o el
fracaso escolar.
Los mejores profesores, los muy efectivos –afirma Ken Bain, autor del magnífico libro
Lo que hacen los mejores profesores universitarios– “sobre todo, tienden a tratar a sus
estudiantes con lo que sencillamente podría calificarse como mera amabilidad”. Con
amabilidad que es afectuosidad. Los buenos profesores, los mejores, son afectuosos con
sus alumnos.
Un buen profesor sabe gestionar el talento de sus alumnos. Propone más que impone,
observa, dosifica, conoce el tiempo que el alumno necesita y espera pacientemente. Sabe
dejar hacer y desaparecer. Un buen profesor convence, persuade e ilumina porque ama.

Qué significa querer a los alumnos


Querer a los alumnos es lo que en último término da sentido al servicio que supone la

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profesión docente. Por eso, para educar es imprescindible querer al alumno, sin buscar
recompensas afectivas, sin buscar el beneficio propio y sin olvidar que la profesión
docente requiere dar más que recibir. Sin ir más lejos, una de las vías por las que el
profesor educa a sus alumnos y no solo instruye en unos conocimientos, es a través de su
capacidad de amor y de diálogo con ellos. Cualidades ambas –naturales o adquiridas–
que el alumno admira y a través de ellas puede aprender cosas más valiosas que los
contenidos de un buen libro de texto.
Querer a los alumnos significa saber decirles cordialmente la verdad, invitarles a
pensar por su cuenta y riesgo, a vivir su vida de estreno, a ganar independencia de la
mirada de los demás, a aceptar abiertamente sus debilidades y sus carencias, a ensanchar
su libertad interior y exterior, a volcarse en servicio de los demás. Querer a los alumnos
significa también estar dispuesto a corregirles y saber hacerlo siempre con afecto y
responsabilidad. Sin miedo al rechazo afectivo del alumno. Lo que mueve al buen
profesor a corregir a sus alumnos es el amor, es decir, el dar, no el recibir. La poca
preocupación por corregir no es más que un desentenderse de la mejora personal de sus
alumnos. Es muestra de poca estima hacia ellos.
El profesor tiene que saber querer, pero además tiene que enseñar a querer. Enseñar a
querer no tanto con discursos o sermones sobre el amor, sino con la propia vida, día tras
día, sabiendo aceptar a cada persona como es y queriéndola tal como es. En este sentido,
podríamos decir que a querer no se puede enseñar, solo se puede aprender.

Percibir el afecto del profesor


El afecto del profesor debe hacerse manifiesto en sus obras. De hecho, es
indispensable no solo querer al alumno, sino que además el alumno pueda percibirlo,
puesto que las verdaderas manifestaciones de la estima del profesor le darán la seguridad
y confianza que precisa en su aprendizaje y crecimiento personal. La manifestación del
afecto del profesor, por supuesto, dependerá siempre de la edad y las características de
los alumnos. En cualquier caso querer de verdad conlleva darse generosamente y exigir,
pero exigir con afecto y sin buscar recompensas afectivas, reconocimientos banales o
servilismos de ninguna clase que siempre son indignos.
A veces los profesores no sabemos, o quizá nos cuesta un poco, manifestar nuestro
afecto a los alumnos tal como ellos lo necesitan. Lo que queremos decir es que una cosa
es ser querido, y otra muy distinta es sentirse querido. El deseo de sentirse querido está
presente a lo largo de toda la vida de una persona y de un modo más acusado cuando se
es joven. Obviamente nuestros alumnos no son una excepción. Nuestros alumnos
necesitan sentirse queridos. También por los profesores. Nos lo dicen continuamente con

45
su modo de vestir, de hablar, de comportarse. Los profesores tenemos que esforzarnos
para que ellos –los alumnos– puedan percibir nuestro afecto. Tienen que estar
convencidos de que les queremos y además de un modo incondicional. Es más, el
alumno debe sentir que aunque el profesor desapruebe alguna vez su modo de proceder,
este –el profesor– seguirá estimándolo.
Estar accesible a los alumnos, escucharles con atención, sonreírles, estimularles con las
palabras acertadas, saber darles segundas y más oportunidades, tratarles con respeto, y
ser muy delicado –aunque claro– en las observaciones que el profesor hace a sus
alumnos, son formas de servir a los alumnos y de manifestar el afecto hacia ellos. La
manifestación del afecto del profesor a sus alumnos en modo alguno está reñida con la
exigencia cordial, argumentada. El afecto del profesor tiene que estar siempre presente
en su quehacer educativo: para educar es imprescindible querer al educando.

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El ejemplo del profesor
Más tarde o más temprano, las personas descubrimos la presencia o la falta de
sinceridad en la vida de los demás. Es decir, antes o después advertimos si lo que viven
es realmente lo que piensan y lo que dicen. En base a ello confiamos o no en cada uno de
ellos en particular. La confianza surge, en buena parte, a partir de lo que observamos en
la vida de cada uno, es decir, a partir del ejemplo que es capaz de dar.
“Como guía de montaña –escribe Pablo Edronkin, líder y guía de grupos de
exploración– he visto a muchas personas sufrir cansancio y quejarse durante los
ascensos, pero si ven que su guía, o quienes están a cargo del grupo continúan
marchando y no evidencian cansancio, misteriosamente obtienen nuevas fuerzas para
continuar. La actitud de un líder es increíblemente importante y hasta diría, decisiva,
para el logro de cualquier objetivo grupal”. Algo parecido les pasa a los estudiantes con
sus profesores, sus líderes en el aula y en muchos casos también en su vida. El profesor
ha de ser consciente de que si sabe dar buen ejemplo, podrá alcanzar resultados
insospechados en el crecimiento personal de sus alumnos.
Para estimular a los alumnos no bastan las titulaciones del profesor, sino que se
necesitan, además, sus obras y sus actitudes. El profesor con su modo de hacer en el aula
y fuera de ella está enviando continuamente mensajes a sus alumnos, tanto cuando las
cosas van bien como cuando se complican y es difícil encontrar una solución. Lo que
queremos decir es que el buen ejemplo del profesor ha de ser una constante en su vida.
No se trata de dar ejemplos a nuestros jóvenes, sino que se trata de ser en todo momento
un buen ejemplo para ellos. Las palabras pueden convencer, pero lo que realmente
arrastra es el testimonio vivo, es decir, las palabras hechas realidad en la vida de quien
las articula. Vivir lo que se enseña.

El papel del ejemplo del profesor


Está claro que los profesores enseñamos muchísimo más por lo que hacemos que por
lo que decimos. De nada sirve a los alumnos un magnífico sermón bien intencionado si
luego la realidad muestra, en quien lo ha pronunciado, una conducta o unas actitudes
contrarias a lo sermoneado. En este sentido, el ejemplo del profesor tiene un papel clave
en lo que pretende transmitir a sus alumnos y en la conducta que estos adoptan en su
vida. No cabe duda de que “las cosas nos parecen menos difíciles cuando las vemos
realizadas en otros” y, a su vez, las cosas uno las comprende mejor a la hora de
enseñarlas a otros, si antes las ha convertido en una vivencia personal.
El profesor no deja de proporcionar información sobre sí mismo en el aula y en todas

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las situaciones, circunstancias y lugares que comparte con sus alumnos: en el despacho,
en la biblioteca, en el comedor, en la calle, o donde sea. No puede separar su ejercicio
profesional de lo que realmente siente y es. Por así decirlo, un profesor lo es siempre, las
veinticuatro horas del día todos los días del año. Por su parte, los alumnos no solo son
receptores del saber del profesor, sino que también lo son de su modo de ser, de trabajar,
de tratar y respetar a los demás, e incluso de sufrir. Ningún detalle les pasa
desapercibido. Es innegable que el profesor es un punto de mira constante para sus
alumnos y que en estos se produce un aprendizaje u otro dependiendo de lo que ven en el
profesor.
El empeño personal del profesor por ser un modelo, esto es, un buen ejemplo para los
alumnos, indudablemente le ayuda a ser mejor. En particular le aleja de la rutina, el
conformismo y la mediocridad, tres situaciones funestas que arruinan cualquier intento
de formar a jóvenes capaces de aprender, crecer y madurar. Por su puesto no se trata de
que el profesor se presente ante sus alumnos como un modelo, sino que se trata de que su
trabajo docente diario bien hecho y su transferencia espontánea de actitudes, valores y
conductas vayan calando como por ósmosis en sus alumnos. En definitiva, lo que
queremos decir es que el buen ejemplo del profesor beneficia tanto al alumno como al
profesor.

La fuerza del ejemplo


Es cierto que la capacidad de imitación permite aprender de los demás. Ahora bien, los
profesores no podemos olvidar que esta capacidad del ser humano depende –entre otras
cosas– de lo interesante y agradable que sea el modelo. Asimismo, vale la pena tener en
cuenta que en la vida cotidiana no son pocas las veces que, por así decirlo, la imitación
se da por contagio. Basta que pensemos en lo contagioso que son los estados de ánimo,
las modas o las costumbres. En este sentido, la fuerza del ejemplo es decisiva en la vida
de los jóvenes y muy en particular el ejemplo del profesor.
El ejemplo del profesor no es una mera lección teórica. Dar ejemplo es hacer algo –una
acción, una conducta– digno de ser imitado y que puede mover a otros a que lo imiten.
La ejemplaridad del profesor es –sin lugar a dudas– el argumento más convincente para
sus alumnos. El ejemplo trasciende las palabras y se afianza en lo que perdura con el
paso del tiempo, ahí reside su fuerza.
Para la inmensa mayoría de los jóvenes lo que más cuenta son los hechos. Los jóvenes
se cuestionan el porqué de las cosas, y se cuestionan también a aquellas personas –en
particular a los profesores– que pretenden enseñar unos valores, unas normas, unos
principios o unos hábitos que no rigen su vida, la vida de sus supuestos maestros. En este

48
sentido, los alumnos exigen ejemplaridad a los profesores. Los profesores tenemos que
vivir lo que enseñamos, si de verdad queremos que nuestros alumnos lo aprendan, si de
verdad queremos ayudarles a crecer y a ser mejores. La falta de ejemplaridad genera
irremediablemente pérdida de autoridad en los profesores y cuando esto sucede el
profesor deja de ser un referente para sus alumnos, es decir, deja de ser un modelo a
seguir.
La ejemplaridad del profesor es un deber y a la vez un atractivo que persuade a los
jóvenes, pero es también un ideal al que todos los docentes debemos aspirar.

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La disciplina en el aula
Desde siempre una de las principales preocupaciones de los profesores –y en particular
de los profesores principiantes– es conseguir la disciplina en el aula. La falta de
disciplina no solo impide que el profesor pueda enseñar a sus alumnos y estos puedan
aprender todo lo que son capaces de aprender, sino que además hace sufrir mucho al
profesor y le obliga a dedicar gran parte de su tiempo a resolver situaciones
desagradables.
Para algunas personas la palabra disciplina es una palabra fea, pues se asocia a control,
normas, rigidez, castigos. Otros la consideran una palabra antigua, de tiempos pasados,
escasos de libertad. Sin embargo, en realidad disciplina significa “aprender”; sus
componentes léxicos son discere (aprender) y el sufijo -ina. Puede decirse que la
disciplina en educación es fundamental, de la misma manera que lo es para una joven
que desea convertirse en una buena bailarina de ballet o para el que quiere convertirse en
un deportista de élite. De hecho, nadie pone en duda que lograr que una bailarina parezca
ingrávida cuando baila o que un atleta mejore una marca mundial, son dos logros que
requieren una gran dosis de disciplina previa a su consecución.
Efectivamente, en el ámbito deportivo son numerosos los éxitos que se atribuyen a la
disciplina más que a las características, habilidades o capacidades personales de sus
protagonistas. Pues bien, en el ámbito educativo sucede algo parecido. Con la disciplina
el profesor logra enseñar y el alumno logra aprender. En esos dos logros, es decir, en esa
perfecta correspondencia, reside gran parte del éxito de la labor educativa en el aula. La
disciplina es uno de los valores básicos de la educación.

Necesidad de la disciplina
Para educar es imprescindible un clima de orden, paz y sosiego que solo se consigue
cuando la convivencia entre quien educa y el educando es correcta y adecuada. La
disciplina no es un objetivo, es un medio que permite enseñar y educar. Su misión es
ayudar a que la convivencia entre todos los miembros de la comunidad escolar sea la
mejor posible. Sin disciplina al profesor le es imposible alcanzar los objetivos educativos
que se ha propuesto; y en consecuencia, al alumno le es imposible aprender. En
definitiva, la disciplina –que incuestionablemente afecta al aprendizaje– es tan necesaria
para los alumnos como lo es para nosotros los profesores.
Con la disciplina el alumno además de aprender unos contenidos, aprende algo muy
importante que es saber guardar silencio y escuchar, pedir y esperar el turno de palabra,
respetar –en el sentido más amplio de la palabra– al profesor y a sus iguales. En

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definitiva, aprende a mirar a los demás para respetarles y ayudarles.
Si el profesor procura tener presente la disciplina en todas sus tareas educativas –tanto
dentro como fuera del aula–, evitará faltas, desórdenes, conductas incorrectas y los
castigos que a nadie agradan y generan un gran malestar. Cuando la disciplina está
presente en el aula, es cuando el profesor puede realmente ayudar a crecer a sus alumnos.

Cómo conseguir la disciplina en el aula


Como todos sabemos, conseguir la disciplina no significa lograr un amaestramiento de
los alumnos ni nada que se le parezca, sino que es algo muy distinto. Conseguir la
disciplina es mucho más que mantener interesados a los alumnos para poder impartir la
clase sin perturbaciones de ningún tipo (ruidos, desorden, faltas de respeto, etc.).
Conseguir la disciplina significa lograr que cada alumno tenga sus razones para aceptar
y querer el control de sí mismo, traducido en un orden y una conducta adecuada. Esto tan
importante no se consigue con la aplicación de un reglamento de conducta y un listado
de sanciones en mano. Tampoco se consigue avergonzando a los alumnos, recurriendo al
miedo, o sin esfuerzo personal por parte del profesor. En este sentido, vale la pena
destacar la importancia que tiene el hecho de incluir en la formación de los docentes
contenidos que los preparen para abordar adecuadamente la disciplina en el aula.
Se trata, pues, de que los alumnos sean disciplinados porque quieren y no porque no
puedan no serlo. ¡Tienen sus razones! ¿Cómo puede el profesor alcanzar ese alto
objetivo? ¡Que cada alumno tenga sus razones para querer ser disciplinado! Una manera
es proporcionando a los alumnos razones y argumentos para que ellos (los alumnos)
puedan por su cuenta decidir ser disciplinados. Por supuesto tendrán que ser razones y
argumentos sólidos y profundos, es decir, convincentes.
Sin lugar a dudas, esta es la manera más eficaz y duradera de conseguir la disciplina en
el aula, pero también la más difícil y que más tiempo reclama al profesor, pues requiere
muchas conversaciones personales serenas y profundas y una cierta madurez por parte de
los alumnos que a veces les cuesta alcanzar.

¿Y qué pasa con los castigos?


Lo ideal es que cada alumno sepa controlarse a sí mismo, pero con adolescentes no
siempre es así y puede ocurrir que la indisciplina surja en el aula, vaya ganando terreno e
incluso llegue a campar a sus anchas.
Desde luego es utópico pensar que las normas de convivencia en el aula no son
necesarias. Las “reglas del juego” –sobre la puntualidad, el orden, el silencio, el respeto
mutuo, el trabajo bien hecho– hay que dejarlas muy claras desde el primer día, no solo

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comunicarlas, sino explicarlas y después exigir su cumplimiento y exigirlo siempre, y de
la misma forma, con igual intensidad. Para lograr su cumplimiento algunas veces quizás
haya que recurrir al castigo.
Emplear el castigo en la educación de los adolescentes es habitual y socialmente
aceptado salvo algunas excepciones. Por supuesto no se trata de ser permisivo, sin
embargo, hay que decir que para que un castigo sea realmente eficaz debe utilizarse
como último recurso –por lo tanto con poca frecuencia– y sin perder de vista su objetivo:
lograr un cambio en la conducta incorrecta del alumno y no que pague su falta o algo
parecido. Es más, para que un castigo logre el efecto que se desea o espera, es muy
importante que el alumno pueda percibir lo que el profesor realmente persigue con el
castigo que le ha impuesto: un cambio en su conducta incorrecta, es decir, su corrección.
Alcanzar un aula disciplinada nos permite a los profesores desarrollar la
importantísima tarea educadora que la sociedad nos ha confiado. La disciplina,
considerada como una forma de hacer y actuar correctamente, es un valor imprescindible
en educación. Más que la sanción, lo importante es poner los medios para que el alumno
indisciplinado decida por su cuenta rectificar su conducta.

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Los alumnos introvertidos
El poder de los introvertidos en un mundo incapaz de callarse (RBA, Barcelona,
2012) es el título del magnífico libro de Susan Cain en el que, de manera brillante y
argumentada, destaca las cualidades y los beneficios del modo de ser introvertido en una
sociedad que sobrevalora y fomenta la extroversión. “Sin introvertidos –escribe Cain– el
mundo estaría privado de la teoría de la relatividad, la teoría de la gravedad, los
nocturnos de Chopin, Google o Harry Potter” (p. 21).
La investigación de Susan Cain muestra –al contrario de lo que piensa una gran
mayoría– que no hay correlación alguna entre extroversión y liderazgo (p. 88), así como
entre extroversión y tener ideas geniales (p. 117). Es más, Cain hace patente con
ejemplos reales que la creatividad es muchas veces mayor cuando se trabaja en solitario.
Esta afirmación en una época que tiende a sobrevalorar el trabajo en equipo, resulta muy
llamativa.
La cooperación se ha convertido en uno de los medios principales de aprendizaje en las
aulas. Con este método se pretende –entre otras cosas– que los alumnos participen
activamente en clase. Lograr la participación de todos los alumnos no es tarea fácil;
muchos profesores para lograrlo hacen que la participación en clase forme parte de la
nota de su asignatura. Sin embargo, mientras que para los alumnos extrovertidos tomar
la palabra es algo grato y relativamente fácil, para la gran mayoría de los alumnos
introvertidos cualquier intervención en clase les supone un gran esfuerzo, algo que
tienen que padecer. Cuántos profesores que no saben esto y “machacan” a esos alumnos
obligándoles a comportarse de una forma del todo opuesta a su manera de ser. En este
sentido, el libro de Susan Cain aporta al profesor muchos datos sobre el modo de ser
introvertido y numerosas pistas sobre la manera de sacar a la luz lo mejor de esos
alumnos reservados, callados y sensibles que, por suerte, hay en todas las aulas.
Hemos organizado este artículo en tres secciones. En la primera damos cuenta de la
preponderancia del ideal extrovertido; en la segunda abordamos el modo de ser
introvertido y en la tercera sección destacamos la importancia de convertir las aulas en
un entorno académico que resulte cómodo y favorable para todos los alumnos.

El ideal extrovertido en las aulas


En occidente se valora en extremo la valentía, la intrepidez y la habilidad para hablar
en público. En contraste con las culturas orientales de China o Japón que valoran más el
silencio, la humildad y la sensibilidad, nuestra sociedad tiende a considerar que la
personalidad extrovertida es la ideal, mientras que la introvertida es más bien defectuosa

53
y debe ser, por tanto, corregida.
De hecho, en los países occidentales muchas instituciones educativas (universidades,
escuelas) están diseñadas para favorecer a los extrovertidos. En ellas abundan tanto los
trabajos en equipo como las actividades sociales con discursos y celebraciones de todo
tipo. En este sentido, el escenario en el que los estudiantes a menudo tienen que aprender
a desenvolverse está constituido por aulas dominadas por debates en grupo –en los que
el profesor apremia al alumno a participar–, almuerzos bulliciosos, jornadas sin tiempo
alguno para pensar. Muchos profesores consideran que el alumno ideal es el
extrovertido.
Merece la pena destacar que en las aulas se impone el modelo extrovertido, sin tener
en cuenta las diferencias en el modo de ser de los alumnos. Se considera que ser
extrovertido es mejor, cuando sabemos de sobra que no es así. Como dice el reconocido
psicólogo Brian Little, los seres humanos crecen más en lo personal cuando ocupan
puestos de trabajo que están más de acuerdo con su personalidad (p. 365).

El modo de ser introvertido


La introversión es un rasgo de la personalidad (con una base biológica y también
cultural) que no se identifica con la timidez, ni con la cerrazón, o la falta de habilidades
sociales. De hecho, hay personas introvertidas con excelentes dotes para relacionarse con
los demás.
Los introvertidos se caracterizan por ser personas reservadas, reflexivas, que escuchan
más que hablan y son poco amigas de ser el centro de la atención; a diferencia de los
extrovertidos que son personas bulliciosas, expansivas, locuaces, desenfadadas, amigas
de ser el centro de la atención. Se da por sentado que los introvertidos son asociales
mientras que los extrovertidos son prosociales. Sin embargo, ninguna de estas dos
afirmaciones –advierte Cain– es correcta; unos y otros son sociales, aunque lo son de un
modo diferente. Ninguno de los dos tipos de personalidad es superior al otro (pp. 327-
328).
Así, no todos nos relacionamos con los demás de la misma manera. Cada uno lo hace a
su modo. Los introvertidos gustan del silencio, saben escuchar con atención, piensan
antes de hablar y de actuar (pp. 217 y 226) –¡se toman su tiempo!– y perseveran en hacer
bien el trabajo que tienen entre manos (pp. 248-249).
Quizá conviene decir –Cain da numerosos ejemplos– que hay grandes inversores,
eficientes vendedores e importantísimos empresarios, que no han necesitado ninguna
cualidad extrovertida para alcanzar su reconocida excelencia.

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Un entorno académico para todos
Los profesores debemos aceptar el modo de ser de cada alumno en particular,
respetando sus límites naturales. Proceder de ese modo ayuda más a los alumnos que
empujarlos a sobrepasar esos límites de manera forzada. Obligar a un alumno
introvertido a expresarse en voz alta en el aula, o repetirle una y mil veces que sea más
participativo, le va a servir de muy poco para aprender a expresar lo que lleva dentro y
compartirlo con los demás. Los profesores tenemos que saber que el modo de ser de las
personas determina en gran medida el modo de conversar y de demostrar el afecto y
aprecio a los demás.
No cabe la menor duda de que el trabajo en grupo y la participación en clase beneficia
a los estudiantes: el aula es una cierta preparación para la vida en sociedad. Sin embargo,
si tenemos en cuenta que el modelo extrovertido es el que impera habitualmente en las
aulas, para que el trabajo en equipo y la participación sean realmente beneficiosos para
todos los alumnos, entonces su diseño (el tamaño y la organización de los grupos, el
clima del aula, etc.) tendrá que contar también con el modo de ser de los alumnos
introvertidos. Y todo esto, por supuesto, sin dejar de enseñar a todos los alumnos a
estudiar por su cuenta, es decir, en soledad.
Según las estadísticas, de un tercio a la mitad de la población es introvertida. Se trata
pues de que los profesores atendamos a todos los alumnos y evitemos así que los
reservados, callados y sensibles consideren que su principal objetivo es el de aprender a
pasar por extrovertido.
Si los profesores somos capaces de comprender el temperamento serio, introvertido o
sensible de un buen número de nuestros alumnos y estamos convencidos de que son
muchos los caminos que llevan a una vida plena, entonces no debemos olvidarnos de
cultivar también el espíritu de los alumnos reservados, los apacibles, los autónomos, que
muy probablemente serán muchos de los artistas, los ingenieros y los pensadores del
mañana.

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La vergüenza no sirve para enseñar
La vergüenza es una emoción dolorosa que todos hemos padecido en nuestra vida en
más de una ocasión. Aunque la conocemos bien, no nos gusta hablar de ella. Hablar de la
vergüenza sufrida en la propia carne supone recordar y dar a conocer –¡sacar a la luz!–
una experiencia que nos ha causado dolor: unas palabras hirientes, el rechazo de los
otros o una situación humillante; es dejar al descubierto una parte de uno mismo que se
preferiría ocultar.
Sentir vergüenza tiene que ver con sentir miedo a la mirada del otro, con no poder
cumplir unas expectativas quizás inalcanzables, con sentirse excluido de un grupo, con
algo inaceptable en el mundo particular de cada uno. Es decir, la vergüenza nace fuera de
nosotros. Sin embargo, sea cual sea su desencadenante, crea un escenario en el interior
de la persona difícil de combatir y que hace mucho daño.
Brené Brown, autora del libro Creía que solo me pasaba a mí (pero no es así) –fruto
de una exhaustiva investigación sobre la vergüenza–, cuenta en una de sus primeras
páginas cómo se convirtió en investigadora de esa emoción: “mi enfoque profesional se
desarrolló alrededor de una frase: «No puedes avergonzar ni menospreciar a nadie para
incitarle a modificar su comportamiento»”. “En ningún caso –continúa– podemos
obligar a otro ser humano a realizar cambios positivos ninguneándolo, amenazándolo
con el fantasma del rechazo, humillándolo frente a otros ni menospreciándolo” (p. 37).
Brown deja claro que no se trata de una expresión de deseos, sino que se trata de una
gran verdad. La vergüenza no sirve para enseñar, ni tampoco para educar en la
disciplina.

El clima del aula


Una de las tareas más importantes del profesor es conseguir en el aula un clima de
trabajo efectivo amable y cordial que permita a cada alumno aprender y sentirse cómodo
y a gusto con el profesor y con sus iguales. Es decir, un clima de ayuda y confianza que
favorezca tanto el aprendizaje como las relaciones interpersonales entre quienes
comparten el aula y el sentido de pertenencia al grupo-clase.
El modo de conseguirlo nada tiene que ver con la brillantez académica del profesor; un
buen expediente académico no lo garantiza. Se trata de aprender a comunicar con los
alumnos desde el respeto y la aceptación, el aprecio y el afecto.
Los alumnos en su aprendizaje y crecimiento personal son muy sensibles al clima
creado en el aula. Cualquier burla, ironía o comentario despectivo por parte del profesor

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a uno de los alumnos, siempre genera gran tensión. Si el profesor es capaz de admitir la
equivocación y el error como parte integrante de su aprendizaje, es decir, si sabe
convertirlos en nuevas oportunidades para aprender –lejos de cualquier humillación, sin
avergonzar al alumno–, entonces podrá conseguir que sus alumnos se sientan cómodos al
expresar sus preguntas y las dificultades que se les presenten en su aprendizaje, incluso
podrá lograr que estos (sus alumnos) estén dispuestos a revelar, con naturalidad, su
ignorancia en alguna cuestión particular. Un clima de este tipo, de ayuda y confianza –en
el que el alumno se siente respetado, apreciado y aceptado–, en el que puede expresarse
sin ninguna clase de miedo, contribuye sin lugar a dudas al buen aprendizaje.
Vale la pena tener en cuenta que la postura de los alumnos ante el comportamiento del
profesor con sus compañeros de clase, es clave en el clima del aula y en consecuencia en
el aprendizaje. Los alumnos rechazan cualquier trato por parte del profesor que sea
inadecuado o discriminatorio para con uno de ellos.

La vergüenza, una herramienta negativa para educar


Según cuentan, hace muchos años, cuando un alumno no sabía la lección, algunos
profesores lo ponían con orejas de burro cara a la pared. Ni que decir tiene que la
humillación y el sufrimiento que ese castigo causaba al alumno eran muy grandes.
El hecho de que en la actualidad un castigo de ese tipo –o parecido– sea absolutamente
inaceptable por parte de todos, no significa que en las aulas no se den a veces situaciones
que pueden resultar humillantes a los alumnos y por lo tanto también dolorosas. Sin ir
más lejos, utilizar la vergüenza como herramienta para educar y disciplinar a los
alumnos es una de esas situaciones. Cuando esto sucede, podría decirse que aquello que
el profesor no puede conseguir con su supuesta docencia, intenta conseguirlo
avergonzando al alumno. Y lo hace con unas palabras, un comentario, una mirada, un
gesto, una exclusión, o con la indiferencia, por poner algunos ejemplos.
Utilizar la vergüenza como herramienta en la educación crea problemas en la vida de
los estudiantes, afirma con rotundidad Brown. La vergüenza provoca confusión, miedo y
necesidad de escapar o esconderse de la situación. La persona avergonzada queda
abrumada y sin capacidad de respuesta. La vergüenza paraliza. Manejar todos estos
sentimientos es muy difícil. De hecho, algunas personas –explica Brown– al
experimentar la vergüenza se comportan de una forma que se contradice con lo que
realmente aspiran a ser. La persona avergonzada siente que no merece que nadie se
ocupe de ella ni le quiera. ¡Una sensación muy dolorosa!
La vergüenza no sirve para enseñar, no sirve para educar. Quizá puede hacer posible
un muy ligero cambio de comportamiento en el alumno, pero nunca será duradero y

57
siempre irá acompañado de dolor (p. 38).

La empatía del profesor


A Martina –una adolescente tímida– le aterrorizaba salir a la pizarra; ese miedo le
generaba gran tensión y la mantenía cabizbaja durante casi toda la clase. Un día su
profesora decidió actuar para ayudarla. Tras expresarle su comprensión sobre cómo se
sentía (Martina) en clase le propuso un modo de actuar: en adelante ser ella misma –y no
la profesora– la que iba a elegir cuándo saldría a la pizarra: cuando tú me lo digas. Si me
necesitas, estoy aquí, fueron las palabras de la profesora. De ese modo Martina inició su
batalla particular contra la vergüenza.
Según Brené Brown, el mejor antídoto contra la vergüenza es la empatía. La empatía
crea un entorno de confianza, cercanía y apoyo. Hace sentirse comprendido y aceptado.
El profesor ha de ser capaz de ofrecer empatía a sus alumnos.
La buena conexión con el alumno, saber escucharle sin juzgar, ver las cosas desde su
punto de vista (ponerse en sus zapatos), saber comunicarle que comprendes lo que él
siente, permitir que salve su imagen ante una situación embarazosa o vergonzosa para él
(el alumno), son algunos indicadores de la empatía del profesor. Empatía es ponerse en
el lugar del otro, detectar su sentir y respetarlo.
No basta que los profesores pongamos atención en los contenidos de la materia que
impartimos, la disciplina, la asistencia a clase de los alumnos, las calificaciones y todas
las cuestiones burocráticas propias de la práctica docente. El profesor debe poner
atención, además, en el sentir de los alumnos, en conocer qué les interesa y qué les
preocupa realmente, y qué les hace sufrir. Si el profesor lo consigue, podrá ayudar a sus
alumnos más y mejor.
La empatía ayuda a construir. La vergüenza es destructiva. Los profesores somos
figuras muy influyentes en el crecimiento personal de nuestros alumnos. Cuesta mucho
deshacerse de un mensaje insidioso, de un mensaje utilizado para avergonzar. Se trata
pues de que reflexionemos sobre cómo actuamos en el aula para que ningún alumno
quede atrapado en la vergüenza. Es más, para que cada alumno se sienta cómodo y a
gusto cuando se vea a través de nuestros ojos, es decir, a través de los ojos de su
profesor.

58
El debate de los deberes
Una de las cuestiones en torno a la educación que actualmente más preocupan a los
padres es la de las tareas escolares. Son muchos los padres que, abrumados, se quejan
por la gran cantidad de deberes –estudio y ejercicios– que sus hijos deben realizar en
casa después de la jornada escolar. Estos padres alegan –entre otras cosas– el gran e
innecesario estrés que esos trabajos producen en sus hijos, además de distorsionar la vida
familiar, y privar del juego a los más pequeños y de actividades de ocio y esparcimiento
a los mayores (deporte, idiomas, música, etc.). Es más, para algunos los deberes son
elementos de desigualdad e inequidad para las familias con menos recursos educativos o
económicos: no todos los alumnos –argumentan– pueden contar con la ayuda de sus
padres o la de un profesor particular que genera un gasto añadido en el hogar.
Por el contrario, la gran mayoría de los profesores son partidarios de las tareas para
casa, es decir, defienden que los “buenos deberes” –relacionados con lo que se está
trabajando en clase, en cantidad adecuada y adaptados a la edad de los alumnos– son
útiles y necesarios para los alumnos, en particular la lectura y el cálculo.
Los deberes están muy arraigados en la cultura escolar y paradójicamente hay padres
que exigen al profesor tareas para casa, con el fin de que su hijo adquiera los hábitos de
estudio necesarios. Es más, algunos padres vinculan los deberes con recibir una
educación de calidad. De hecho, “los deberes deben mantenerse” y “los deberes deben
abolirse”, son dos mensajes contradictorios que han sido defendidos por diversas
federaciones de asociaciones de padres de alumnos de España y otros países de Europa.
“Es difícil decir quién tiene más problemas con las tareas escolares, si los estudiantes o
sus padres”, advierte Marilyn Achiron –miembro del secretariado de Educación de la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)– después de
participar en un estudio sobre los deberes. Según los expertos, hay muchos estudios que
constatan que las tareas para casa ayudan a consolidar lo aprendido en clase, a ganar en
autonomía y responsabilidad –¡los deberes deben hacerlos los hijos, no los padres!– y a
planificar el tiempo. En este sentido, quizá se trate únicamente de acortarlos más que
suprimirlos. Lo cierto es que hay opiniones para todos los gustos y la ley educativa en
vigor no aborda esta cuestión.

Algunos interrogantes
Los escolares de Finlandia y Corea son los estudiantes de la OCDE que menos horas
dedican a los deberes. Los de España, Irlanda e Italia los que más. Hablar de los “buenos
deberes” es hablar de calidad y cantidad adecuada. Un grupo de alumnas lo dicen con

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claridad:
Hay deberes con los que se aprende mucho y los hay que no sirven para nada (por
ejemplo, copiar definiciones del libro de texto), esos no los queremos. En algunas
materias son muy necesarios, mientras que en otras sobran. ¡Es vital que siempre se
corrijan! Fastidia mucho que queden sin corregir. Tener deberes –añaden– ayuda a
ponerse a trabajar cuando no se tienen ganas. Los profesores –insisten las alumnas–
deberían tener en cuenta que su asignatura no es la única, es decir, a los deberes de su
materia hay que sumar los de otras y eso pide una coordinación entre los profesores.
En cuanto a la duración de las tareas para casa, según nuestros expertos basta con
quince minutos al día en los primeros cursos de primaria, y al terminar la etapa se puede
ampliar a media hora. Respecto a secundaria, algunos aseguran que una hora diaria es
suficiente; otros consideran adecuado las dos horas. “De todas maneras –advertía un
experimentado profesor de secundaria– lo del tiempo que se dedica a las tareas es
relativo: algunos alumnos tardan cinco minutos en realizar un ejercicio y otros una
hora”. No le falta razón.
Mientras que en nuestro país los escolares de secundaria dedican a las tareas para casa
un promedio de seis horas y media a la semana, la OCDE recomienda no más de cuatro y
asegura que el hecho de que los escolares hagan muchos deberes no mejora el
rendimiento escolar, excepto en las matemáticas. “Aquí, –explica el estudio en el que ha
participado Achiron– los alumnos que dedican más horas a ejercicios sí obtienen mejores
resultados”. La media de los países de la OCDE está en las cinco horas a la semana. La
escuela finlandesa –considerada una de las mejores del mundo, según las evaluaciones
internacionales– se sitúa en el primer puesto de los países cuyos escolares dedican
menos tiempo a los deberes, justo por debajo de las tres horas semanales.
La realidad es que el sistema educativo finlandés es muy diferente al español. Todos
sabemos que el bajo rendimiento escolar no depende de un único factor, sino de una
combinación y acumulación de dificultades y problemas de índole muy diversa. Vale la
pena subrayar que ambos sistemas –el español y el finlandés– lo abordan de modo muy
diferente. En la escuela finlandesa –asegura un estudioso del sistema– no existe un único
factor que pueda aislarse y considerarse como clave de su éxito, sino que se trata de un
conjunto de elementos.
Lo que queremos decir es que se hace urgente la tarea de replantearse el cómo abordar
la educación –desde la base– en nuestro país. De hecho, expertos convencidos de que “la
eficacia de los deberes está lejos de ser demostrada”, son contundentes en sus
afirmaciones e interrogantes: “Hay que ir a las causas. ¿Por qué las horas de escuela no
cunden lo debido? ¿Cuál es el problema? ¿Qué impide interiorizar los aprendizajes en el

60
tiempo previsto en el colegio?”.

Beneficiarse de los deberes


Los deberes fuera del horario lectivo –a pesar de los pros y contras de esta práctica–
son una realidad común en casi todos los centros escolares hoy en día. Los deberes
pueden ser beneficiosos, una oportunidad perdida o realmente negativos. Por
descontado, la calidad y cantidad de las tareas para casa no dependen de los padres. Pero
lo que en buena parte sí depende de los padres –primeros educadores de sus hijos– es
convertir esa práctica, presente en la gran mayoría de los hogares, en una ocasión para
reforzar los vínculos paterno-filiales y fomentar en casa hábitos de estudio y
responsabilidad.
Los hijos, como todas las personas, no quieren sentirse ignorados y muchísimo menos
por sus padres. Las tareas para casa ofrecen a los padres una oportunidad formidable de
tomarse en serio la necesidad de los hijos de presencia y apoyo por parte de sus padres.
Por supuesto no se trata de hacer los deberes a los hijos ni de adoptar una postura
controladora-vigilante-sancionadora, sino de brindar una actitud comunicativa y
colaboradora. Ayudar a los hijos a encontrar la respuesta que buscan –en sus propios
libros de texto, internet o donde sea– no quiere decir hacerles los deberes. Crear un clima
de silencio y trabajo en casa no es solo una manera excelente de fomentar el hábito de
estudio y la responsabilidad, sino que además es un modo de mostrarles de un modo
práctico que todo –estudio, descanso, deporte, juego, tareas domésticas, etc.– tiene su
tiempo.
En definitiva, si la actitud de los padres ante los deberes escolares está presidida por el
acompañamiento y apoyo, procurando en casa las condiciones ambientales apropiadas
para el trabajo escolar, probablemente esos padres podrán convertir esas tareas en una
vía natural de comunicación paterno-filial y de adquisición de hábitos de estudio y
responsabilidad, que con toda seguridad redundará en bien a sus hijos.

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La orientación profesional de los alumnos
La orientación profesional de los alumnos es una tarea docente de gran repercusión
social. En su mayoría los jóvenes consideran que una de las aspiraciones más
importantes en su vida es acertar en la elección de la carrera. Algunos tienen claro lo que
quieren estudiar, sin embargo son muchos los que desorientados, confusos, o indecisos,
necesitan la ayuda del profesor cuando llega el momento de elegir su inmediato futuro
académico.
Se trata de brindar nuestra ayuda de profesor a los alumnos en una de las primeras
decisiones importantes de su vida: la elección de la carrera, que va a decidir no solo su
futuro académico, sino también –y probablemente en gran medida– su futuro
profesional.
¿Qué factores debe considerar el alumno para convertir esta elección en una buena
decisión? ¿Las capacidades, los intereses, la vocación, las disposiciones, las perspectivas
de desarrollo profesional que ofrece una determinada carrera? En este sentido, la
orientación del profesor debe ser una ayuda para que el joven pueda despejar, de manera
reflexiva y decisiva, sus incógnitas al respecto.
La vía que nosotros proponemos para que la ayuda orientadora del profesor sea
realmente eficaz es poner al estudiante en situación de reflexionar sobre sus gustos
personales, intereses, aptitudes, actitudes y hábitos de trabajo adquiridos en su período
escolar, preuniversitario. Es decir, invitar al joven estudiante a pensar sobre sí mismo
para conocerse más y mejor, y así poder elegir con mayor acierto.

Conocerse más y mejor para elegir bien


Conocerse a sí mismo no es tarea fácil. Es hacer un ejercicio de introspección que
requiere voluntad (gran empeño personal), tiempo, silencio exterior –tan escaso en el
mundo de los jóvenes y tan necesario para alcanzar el silencio interior imprescindible
para adentrarse en uno mismo–, y una buena dosis de valentía.
Está claro que para alcanzar tan alto y ventajoso objetivo, los estudiantes necesitan
nuestra ayuda. La ayuda del maestro en el sentido más amplio de la palabra. ¡Los
alumnos la esperan!
Una vía de eficacia comprobada para avanzar en la comprensión de uno mismo, y en
consecuencia poder conocerse mejor, es lanzarse a escribir –sin prisas de ninguna clase–
las reacciones y emociones personales ante hechos y circunstancias de la propia vida. Es
decir, enseñar al joven alumno a observar, reflexionar y escribir sobre lo que pasa a su

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alrededor y cómo le afecta a él. Muy probablemente este ejercicio le conducirá a
descubrir qué le hace sentirse mejor, o qué es importante para él. Lo que no deja de ser
un primer paso para conocerse con mayor profundidad y por lo tanto un paso adelante
para elegir mejor.
En segundo lugar, para conocerse más y mejor es de importancia vital invitar al
alumno a hablar con otros –padres, profesores, amigos y conocidos, y también con
estudiantes que estén cursando el grado que más le interesa–, es decir, lanzarse a pedir
consejo y opinión. Reflexionar sobre lo que ha escuchado en cada una de esas
conversaciones y considerarlo, sin lugar a dudas permite abrir la puerta de la
imaginación y de los intereses personales escondidos, esto es, aún no descubiertos.
En tercer lugar, vale la pena persuadir al alumno de la importancia que tiene estar
dispuesto a preguntar sobre sí mismo a quienes realmente le conocen y le quieren, es
decir, preguntarles “¿cómo realmente me ves?” y escuchar con valentía y gratitud su
respuesta, y después pensarla. Conocerse en profundidad y comprender lo que sucede
alrededor de sí mismo, significa ir con ventaja a la hora de elegir.

La mejor orientación profesional


La mejor orientación es la que conduce a la mejor elección. Se trata pues de escuchar
al alumno, aconsejarle, darle nuestra opinión, y después saber retirarse para dejarle elegir
con libertad. Quien decide es el alumno. El profesor brinda su apoyo al estudiante y le
acompaña en su decisión, pero nunca decide por él.
La mejor orientación tiene en cuenta que vivimos en un mundo cambiante. En este
sentido, el profesor invita al alumno a conocer y explorar la oferta universitaria del
momento y a elegir estudios en base a sus gustos e intereses (del alumno), sin focalizar
la atención en que hay carreras con “mejor salida”. De hecho, el que una determinada
carrera tenga “mejor salida” puede hoy ser cierto y dejar de serlo en un futuro quizá no
lejano. Vivimos en una sociedad tremendamente cambiante y en consecuencia las
necesidades y demandas socio-laborales son también cambiantes.
A muchos alumnos decidir qué carrera van a estudiar les agobia y les inquieta, tienen
miedo a equivocarse. Es su primera decisión importante y saben que esa elección tiene
mucho que ver con su futuro profesional. Para ellos, tomar esa decisión es un quebradero
de cabeza. La elección de la carrera ciertamente es una decisión importante. Sin
embargo, como bien sabemos todos los profesores, los estudios de posgrado –período en
el que el joven dispone de más formación, información, criterio y madurez– permiten
reorientar decisiones sobre la vida profesional tomadas con anterioridad. Por este motivo
y en aras a la tranquilidad y serenidad del estudiante de bachillerato –inexperto en tomar

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decisiones–, el profesor debe presentar al alumno esa circunstancia de futuro. Hacerlo,
con toda seguridad ayudará a decidir mejor al estudiante preocupado por la decisión que
ha de tomar.
El profesor que es buen orientador intenta siempre descubrir el potencial de cada
alumno en particular. Con el asesoramiento que ofrece al joven estudiante trata de
desarrollar ese potencial al máximo, ayudándole a decidir bien y a ser capaz de hacer un
proyecto de futuro. El buen orientador nunca impone, sino que escucha, aconseja, opina
y guía con maestría a su asesorado.

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La diversión de los jóvenes 1
La diversión de los jóvenes es una cuestión que preocupa a muchos padres, a los
educadores y a la sociedad en general. Para muchos ciudadanos la diversión de los
jóvenes es un problema educativo importante y delicado, todavía sin resolver, y que
apenas ha sido planteado en los distintos niveles educativos.
Divertirse, en particular los fines de semana, es algo imprescindible para la gran
mayoría de los jóvenes de hoy. Su gran afán por conseguirlo les lleva a una preparación
pormenorizada de cada fin de semana, lo que en muchos casos les ocupa buena parte de
su tiempo semanal. A su vez, a muchos padres no les gustan –ni comprenden– las
actividades de ocio que sus hijos realizan. Algunos de ellos quejosos y preocupados no
saben qué hacer, no son capaces de ofrecer a sus hijos alternativas positivas y atractivas
al ocio de moda, que les disgusta y que arrastra casi irremediablemente a sus hijos. El
concepto de diversión de estos padres difiere radicalmente del que tienen sus hijos. Son
padres que se sienten desorientados, incluso a algunos la situación –dicen– les llega a
superar por completo.
Se hace urgente convertir el ocio y el tiempo libre de los jóvenes en un reto, una meta
educativa –más que una disciplina curricular– que ocupe con ilusión y efectividad a los
padres y a todos los docentes. Es preciso persuadirles de la necesidad de una educación,
personal y colectiva, que permita a los jóvenes de hoy disfrutar de un tiempo de ocio con
dignidad y con un pleno ejercicio de su libertad, es decir, una educación para el ocio que
mejore al ser humano como tal.

Qué significa divertirse


Probablemente para cada uno de nosotros la palabra divertirse tiene un significado
muy particular. Etimológicamente divertirse es separarse. Separarse en el sentido de
escaparse, huir de lo habitual, de lo cotidiano, de lo de todos los días, de la rutina.
Divertirse es algo que a todos –jóvenes y no tan jóvenes– nos atrae y deseamos en
muchos momentos y circunstancias de nuestra vida en los que queremos apartarnos de la
monotonía, de los trabajos y las preocupaciones de cada día.
Con la finalidad de divertirse se toman decisiones, se acude a determinados lugares, se
va de compras, se ingiere alcohol de forma abusiva y se consumen drogas, incluso se
viste y se habla de maneras concretas. Ni que decir tiene que la influencia de los medios
de comunicación en el modo de divertirse de nuestros jóvenes es muy grande. A los
jóvenes, en general, se les ha hecho creer que una fiesta sin alcohol y drogas no es una

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fiesta. Lamentablemente se les ha convencido casi por completo de que una noche sin
estas sustancias no es divertida y no vale la pena.

Qué les divierte a los jóvenes


Salir con los amigos, alternar en bares y discotecas, escuchar música, salir de compras
e ir al cine son las actividades más practicadas por los jóvenes en su tiempo de ocio. De
hecho, estas son las actividades que los jóvenes –chicos y chicas– identifican más con
divertirse. De todos modos, lo que más les atrae no es la actividad en sí misma, sino el
ambiente y la compañía. Los fines de semana, concretamente sus noches, son los
escenarios que proporcionan más diversión a los jóvenes. La noche les seduce
irremediablemente. Trasnochar es sinónimo de diversión, de libertad, de espacio sin
adultos, sin horarios y sin censura, ideal para desinhibirse, incluso para dar rienda suelta
al desenfreno. Por eso la noche les atrae tanto, les cautiva. La noche es su tiempo y los
lugares que frecuentan –calles, bares, discotecas– es su espacio.
Diversos estudios sociológicos muestran que para la mayoría de los jóvenes la familia
es una de las cuestiones más valoradas. Identifican el hogar con un lugar de acogida
afectiva, de apoyo y de confort. Sin embargo, hay que decir que a la hora de vivir el ocio
los jóvenes prefieren vivirlo independientemente de la familia. Rotundamente la
juventud actual quiere divertirse con sus amigos y fuera de casa, es decir, sin la familia y
sin adultos. Salir o estar con los amigos es la actividad –relacionada con la vida social–
común a todos los jóvenes de hoy. Es su actividad preferida. La que más les gusta. De
hecho, ocupa el primer lugar en todas las encuestas de las últimas décadas.

Qué puede hacerse


El ocio preferido por los jóvenes de hoy es indiscutiblemente el ocio nocturno y con
los amigos. De ordinario el ocio se asocia al placer, el descanso y la relajación, sin
embargo no ocurre así con el ocio juvenil nocturno de los fines de semana. Este tipo de
ocio, de un modo generalizado, se asocia a la ingesta abusiva de alcohol, el consumo de
otras drogas catalogadas de ilegales y a la violencia. Son muchos los padres y
ciudadanos en general que están preocupados por el ocio nocturno de los jóvenes, en
concreto por las consecuencias negativas directas de estos consumos.
Educar a los jóvenes para sus ratos de diversión requiere un aprendizaje por parte de
quienes aspiran a educarlos. Este aprendizaje exige en primer lugar un hondo
conocimiento de las necesidades, anhelos e intereses del joven de nuestros días, es decir,
saber qué le divierte y con quién quiere divertirse. En segundo lugar, pide un tiempo
para el diálogo, un esfuerzo personal y una gran dosis de cariño y de amor a la libertad.
De hecho, se trata de aprender a despertar intereses, ofrecer posibilidades, motivar

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actitudes, proporcionar información y ayudas de todo tipo, evitando a toda costa el
dirigismo que se opone siempre a la libertad del ser humano.
Hay que superar el miedo a la libertad de los jóvenes, que a veces surge en los padres
y educadores. Esto, por supuesto, no significa que en la educación de los chicos y las
chicas los límites no deban existir. Está claro que a los hijos no se les puede dar más
libertad de la que son capaces de manejar con sensatez. La cuestión crucial está en saber
educar en la responsabilidad, marcando –siempre que sea necesario– unos límites e
impidiendo con firmeza que los hijos los sobrepasen. Educar a los jóvenes en el ocio y
tiempo libre no significa controlar y prohibir, sino formar cabezas y corazones, y esto
lógicamente requiere dedicarles tiempo y atención.

1. Este artículo es un avance del libro sobre la diversión de los jóvenes escrito por María Rosa Espot y Jaime
Nubiola, publicado en Eunsa, Pamplona, en 2011.

67
3.

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Algunos aspectos de la tarea educativa

El trabajo en equipo
Trabajar en equipo es una actividad muy extendida en el mundo laboral desde hace
décadas. El trabajo en equipo se considera una de las claves del éxito en la empresa y
poco a poco se ha ido imponiendo en los diferentes ámbitos: educativo, científico,
comercial, sanitario, gubernamental. De modo general se piensa que todos los trabajos, o
al menos la mayoría de ellos, son susceptibles de ser realizados en equipo. Pero no es
así. Hay tareas que en equipo se potencian, se hacen con más facilidad, con más rapidez
e incluso a veces con más gusto. Sin embargo, otras tareas no pueden hacerse en equipo
o si se hacen en equipo se tornan más difíciles, consumen más tiempo o erosionan a los
participantes. Además, el trabajo en equipo es considerado un estilo de trabajar que
mejora a la persona, ya que contribuye a desarrollar sus capacidades como las de ser un
buen oyente, comprender a los demás o estar dispuesto a cooperar. Actualmente no
trabajar en equipo se considera anticuado, poco efectivo, empobrecedor. Sin embargo,
los equipos de trabajo no siempre consiguen alcanzar sus objetivos.
Algunos estamos convencidos de que algunas tareas que se realizan en equipo es más
eficaz llevarlas a cabo a solas. Tenemos la incómoda impresión de que ese modo de
trabajar ha lentificado nuestra actividad y nos ha hecho perder mucho tiempo. El
sentimiento de haber perdido el tiempo suele venir cuando el trabajo en equipo se reduce
única, o prioritariamente, a un montón de tediosas y desordenadas reuniones en las que
ha fallado su preparación y no se ha cuidado suficientemente su desarrollo.

Claves para un trabajo en equipo efectivo


La experiencia muestra que la eficacia de un trabajo en equipo se consigue con un líder
fuerte, unos objetivos claros, unos miembros del equipo competentes y, por encima de
todo, una afectuosa relación de confianza entre todos los miembros.
Si bien es cierto que bajo la expresión trabajo en equipo se encuentran diversas formas
de colaboración, de hecho, al pensar en la dinámica del trabajo en equipo, suele pensarse
más en las reuniones de los miembros del equipo, que en el trabajo individual de cada
uno de ellos. En este sentido, vale la pena subrayar que la cohesión de un equipo de
trabajo va muy unida al sentido de responsabilidad de cada uno de los miembros del
equipo. No se trata solo de asumir la responsabilidad de las tareas propias, es decir, de
las tareas realizadas a nivel personal como miembro del equipo, sino que se trata sobre
todo de asumir la responsabilidad de la marcha del grupo en su totalidad.

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Para lograr un buen clima y una buena marcha en el equipo –que nunca son fruto del
azar– es clave el papel que desempeña el líder, es decir, el conductor del equipo. El líder
es quien asigna tareas, marca los ritmos de trabajo, coordina los quehaceres individuales
y reúne esfuerzos, capacidades y resultados. Inexcusablemente el líder debe prestar
atención a las relaciones de afecto y cooperación necesarias en el grupo y a las
características y necesidades de cada uno de sus miembros en particular. Quien lidera
tiene que saber que de él se espera lealtad y que sea siempre el más esforzado y el mejor
técnico del grupo. De hecho, se le pide constantemente que demuestre su valía personal
y su técnica.

El trabajo en equipo en el ámbito docente


La complejidad de las instituciones educativas lleva a que unos profesores necesitemos
de los otros, para complementarnos, ayudarnos y enriquecernos en nuestra tarea
educativa. El profesor ha de saber que hoy en día los conocimientos se han especializado
de tal modo que es imposible saberlo todo directamente, y saberlo de forma solitaria y
aislada. No hay duda de que trabajar en colaboración incrementa las oportunidades que
tenemos los profesores para aprender unos de otros. Trabajar en equipo posibilita una
buena coordinación entre actividades y responsabilidades, reúne conocimientos y
capacidades, y comparte y reduce cargas.
La enseñanza exige a los docentes trabajar en equipo para conseguir un acuerdo sobre
qué, cómo y cuándo enseñar y evaluar. Alcanzar este acuerdo –como advierte Joan
Bonals, experto en trabajo en equipo– no es fácil, porque a él debe llegarse entre
personas de condiciones y lugares diversos, con maneras de ser, experiencias y estilos de
trabajo distintos, que coinciden en el centro docente como compañeros de trabajo y que
no se han elegido mutuamente. De hecho, uno de los retos del trabajo en equipo es lograr
que la diversidad existente entre sus miembros sea un elemento enriquecedor y no una
causa de interferencias. Ahora bien, tener en cuenta y respetar la diversidad no significa
dejar de primar las aportaciones más cualificadas, ni oponerse a las inevitables renuncias
individuales que conlleva en muchas ocasiones una actuación coordinada. El trabajo en
equipo requiere tanto la contribución individual como el respeto por los demás.
Trabajar en equipo es algo que no se enseña al profesor. En este sentido, vale la pena
tener en cuenta las carencias de formación en técnicas de trabajo en grupo que suelen
tener los profesores. Estas deficiencias quizá sean una de las causas principales de que el
trabajo en equipo no resulte tan satisfactorio en el ámbito docente como nos aseguran los
expertos. Del mismo modo que el docente está convencido de la importancia del trabajo
en equipo en un centro educativo, también debe estar persuadido de la importancia que
tiene conocer y comprender a fondo ese modo de trabajar. El aprendizaje de la técnica le

70
permitirá convertir un trabajo colectivo en una labor de equipo ágil y efectiva, y a su vez
gratificante y enriquecedora para cada uno de los componentes del grupo.

Circunstancias que dificultan un buen trabajo en equipo


La colaboración y el compromiso en un grupo de trabajo requieren que sus
componentes se sientan implicados en situaciones no perecederas a las que se sientan
vinculados a largo plazo y que no susciten la sensación de tránsito sino de arraigo y
pertenencia. El empleo temporal, la fusión de empresas, la avidez de cambio, conducen a
un sentimiento de provisionalidad. Este sentimiento de provisionalidad junto con la
rotación de las personas son dos características existentes en las organizaciones actuales,
que sugieren una de las causas por las que no suelen formularse planes a largo plazo en
los equipos de trabajo. Por así decirlo, el equipo pasa de una tarea a otra –advierte
Richard Sennett– y las personas que lo forman cambian también. Esta inestabilidad crea
una incertidumbre en las personas que dificulta la formación de vínculos sólidos –como
por ejemplo, la confianza– que de por sí tardan en desarrollarse y no pueden
improvisarse, y que un buen trabajo en equipo requiere.
Sin embargo, vale la pena puntualizar que no todos los trabajos en equipo precisan una
asociación larga, sino que depende de cuáles sean sus objetivos. Así, un equipo de
trabajo que tenga como objetivo dar respuesta a una situación determinada, o a una
inquietud concreta, puede no requerir una asociación larga. En estos casos la valía
personal y las actitudes de cada uno de los miembros del equipo son determinantes para
el buen funcionamiento del equipo.
Un verdadero equipo de trabajo no admite la lucha individual. La relación de igualdad
entre los miembros que lo componen es una característica de ese modo de trabajar. Así,
los componentes del equipo –explica Sennett– no compiten entre sí y, a su vez, el líder y
el resto de los miembros del equipo no son antagonistas. Para ello, el líder que guía y
coordina, no puede actuar como un supervisor, como alguien que controla y enjuicia la
actividad del equipo de trabajo. Si el líder actuara de ese modo, entonces, el poder
presidiría la escena del trabajo en equipo y estaría ausente la autoridad.

Cómo superar las dificultades


Las dificultades que impiden que un trabajo en equipo sea eficaz, tanto en cuanto al
logro de objetivos como en cuanto a que resulte gratificante para quienes lo llevan a
cabo, están relacionadas con la falta de formación sobre este estilo de trabajar, el
desconocimiento de la necesidad de determinadas actitudes para formar parte de un
equipo de trabajo, y en particular con el modo de actuar de quienes ponen en marcha un
equipo de trabajo y eligen a sus miembros.

71
Así pues, superar estas dificultades reclama una formación específica sobre este modo
de trabajar y unas actitudes concretas: estar dispuesto a cooperar y a aprender los unos de
los otros, estar prevenido contra determinadas actitudes defensivas que de ordinario
surgen por la disparidad de ideas o de opinión y el desinterés por las aportaciones de los
demás, o incluso por el cansancio del momento. Por supuesto, hay que estar dispuesto
además a renunciar a determinadas aportaciones individuales en aras al bien del equipo.
Finalmente, para lograr que un equipo funcione adecuadamente es decisivo que quien
elige el equipo de trabajo tenga en cuenta en su elección la competencia profesional, la
disponibilidad de tiempo, y el modo de pensar, de sentir y de hacer de cada uno de los
posibles candidatos a miembros de un equipo de trabajo.
Superar las dificultades que suelen presentarse al trabajar en equipo significa poder
disponer de una herramienta de trabajo que mejora a la persona, y que posibilita reunir
conocimientos y capacidades de tal forma que el resultado del trabajo de un grupo de
personas excede a la suma de sus contribuciones individuales.

72
La calidad en el aula
Para una gran mayoría de ciudadanos hablar de calidad en educación es hablar de
leyes, presupuestos, ratios, planes de estudio, infraestructuras, tecnologías; en definitiva,
es hablar de recursos, indicadores y procesos medibles. Sin lugar a dudas estos son
factores que juegan un papel importante en la mejora de la calidad de la enseñanza en
todos y cada uno de los centros educativos de un país. Sin embargo, es fácil observar que
la mejora de la calidad de la enseñanza en un mismo centro educativo no progresa al
mismo ritmo en cada una de las aulas que lo forman. Es decir, la calidad alcanza niveles
distintos en función del profesor que lidera cada una de sus aulas.
La tarea del profesor consiste en enseñar a sus alumnos y conseguir que estos
aprendan. Un buen profesor consigue ayudar a sus alumnos a aprender. Es más, logra
contagiar a sus alumnos la ilusión por aprender y el afán por hacer progresar la sociedad
en la que viven. En ese logro se encuentra el quid de la excelencia del profesor que
revierte en la calidad de su tarea educativa.
No nos parece que la calidad dependa únicamente de los equipamientos disponibles,
las nuevas tecnologías o los presupuestos, por poner unos ejemplos de herramientas de
apoyo, que son útiles pero del todo insuficientes. Lo que queremos decir es que la
calidad en el aula va muy unida a las ganas de aprender y de renovarse del profesorado,
esto es, de actualizarse y mejorar intelectualmente. En este sentido, cuidar la formación
intelectual del profesor no puede reducirse a una simple adquisición de técnicas,
estrategias o habilidades, sino que va mucho más allá. Formarse intelectualmente
significa dedicar a la lectura, el estudio y la reflexión las horas necesarias para no
estancarse en los conocimientos ya adquiridos.
La calidad depende básicamente de las personas. De hecho, son muchos los que en
primera instancia atribuyen el reconocido éxito educativo en la escuela en Finlandia a la
calidad de sus profesores. Los mejores profesores no están satisfechos con lo que ya
saben y por encima de todo están interesados en que sus alumnos realmente aprendan.
El profesor comprometido, el que ama su profesión, busca dominar la materia que
imparte mediante el estudio y la investigación. Además, mediante su participación en
cursos y seminarios, aspira a aprender los modos más efectivos para sacar a la luz lo
mejor de cada alumno en particular. No cabe la menor duda: la formación del profesor es
el factor decisivo para mejorar la calidad en las aulas.

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La importancia del talento
En cualquier organización que se precie de ir en busca de la excelencia una de las
tareas más importantes de quienes la gobiernan es descubrir los talentos propios de cada
uno de los que forman parte de su estructura y saber emplearlos inteligentemente. La
competencia profesional del directivo, del mando medio, del médico, del abogado o del
profesor, por poner unos ejemplos, de ordinario va intrínsecamente unida a su talento
personal. El talento humano es, por así decir, un don recibido, innato y susceptible de ser
desarrollado y potenciado. En cambio, la competencia profesional se adquiere, pero
siempre en base a los talentos propios recibidos. Por ejemplo, una persona torpe con las
manos nunca será un buen relojero o, alguien sin empatía difícilmente será un buen
directivo, lo que poco tiene que ver con ser un buen gestor.
La competencia profesional y la excelencia van muy unidas al talento humano
personal.
Según el gran educador John Dewey –escribe Robert B. Westbrook en John Dewey,
1859-1952–, “las personas consiguen realizarse utilizando sus talentos peculiares”. Por
ejemplo, entre las múltiples tareas propias de los profesores, una de las más apasionantes
y con mayor repercusión en la vida de sus alumnos es la de ayudar a cada uno en
particular a descubrir y cultivar su propio talento. Se trata de enseñar a los alumnos a
cultivar su mente, su carácter, su personalidad, su capacidad de relación con los demás,
en definitiva todo el potencial humano que reside en su persona.
Para alcanzar este objetivo –potenciar el talento humano y crecer como personas, ser
más humanos– tres son las vías que proponemos. La primera es cultivar la lectura, fuente
riquísima de sugerencias para ensanchar la propia vida, además de ser muchas veces un
buen modo de aprender a escribir. La segunda, ampliar las vías de comunicación con los
demás desarrollando el arte de la escucha en todos los ámbitos de la vida de cada uno.
Las personas no somos seres aislados, sino que la vida de cada uno está del todo
interrelacionada con la de quienes tenemos a nuestro alrededor, escucharnos unos a otros
nos permite aprender de los demás y ayudarnos mutuamente. Ambas actividades nos
hacen más humanos. Y la tercera, lanzarse a pensar. No tener miedo a realizar esa
función tan propia del ser humano. Es preciso convencerse de que pensar no complica,
sino que libera y expande el corazón.
El talento tiene una importancia grande en cualquier organización; el cultivo de la vida
intelectual y el empeño en aprender y ensanchar las vías de comunicación con los demás
son del todo indispensables para el crecimiento personal y lograr así ser más humanos.

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¿Dos culturas: ciencias o letras?
“Tecnología”, “Innovación”, “Robótica”, “Espíritu emprendedor”, son palabras muy
repetidas en las webs y en los carteles que los centros escolares utilizan en nuestro país
para publicitar su oferta educativa, es decir, para darse a conocer a unos padres –
lógicamente jóvenes en su mayoría– interesados en encontrar el mejor colegio para sus
hijos. Palabras como “Estudio”, “Pensamiento”, “Espíritu crítico”, “Humanidades”, no
aparecen en esos reclamos. De hecho, no las encontramos en esa publicidad, lo que a
nuestro modo de ver no deja de ser un modo de fomentar las ciencias y eclipsar las
humanidades, y de presentar ambas ramas de la formación académica como dos
realidades inconexas, sin puntos en común.
Lamentablemente, a muchos les sorprende –incluso consideran que es una “lástima”–
que un alumno de secundaria con excelentes calificaciones elija decantarse por las letras
en sus estudios de bachillerato y universitarios. Es una mayoría –padres, profesores y
alumnos– los que están convencidos de que las ciencias son para los alumnos con
mejores resultados académicos, pues asocian las ciencias a estudios difíciles, pero
importantes y prestigiosos y que preparan para un futuro profesional bien retribuido. En
este sentido, puede hablarse de una cierta presión familiar y social que padecen los
jóvenes estudiantes a la hora de elegir sus estudios. Son estereotipos que realmente
influyen en su decisión.
En España la separación de ciencias y letras se inicia en el último curso de la
enseñanza secundaria obligatoria y en el bachillerato de dos años de duración. De hecho,
nuestro sistema educativo obliga a los 16 años a elegir ciencias o letras. Esta elección no
es fácil para muchos estudiantes aún adolescentes: “Escoger una opción de ciencias –se
les dice a menudo– no cierra puertas a ninguna carrera, en cambio optar por las letras
impide estudiar en un futuro una carrera científica o técnica”. Lo que está por ver –
denunciaba una joven universitaria en su blog– es si esa puerta –quien ahora elige–
“querrá abrirla algún día, por más que pueda hacerlo”.
¿Ciencias o letras? La separación y el alejamiento –presentado desde hace varias
décadas– entre ambas ramas dieron origen al denominado –por Charles P. Snow– debate
de las dos culturas, la humanista y la científica. Un debate que aún perdura y distancia
ambos bloques. Sin embargo, ciencias y letras no son dos mundos inconexos como
algunos consideran y presentan. De hecho, resultan de gran interés los enfoques
transversales a ambos bloques, como por ejemplo la matemática aplicada a las ciencias
sociales o –en sentido inverso– la ética aplicada a la biología.

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Ciencias y letras no son dos bloques independientes, aislados el uno del otro. Basta
considerar algo que todos los profesores sabemos: el método científico (“etapas que hay
que recorrer para obtener un conocimiento válido desde el punto de vista científico”) y
los requisitos académicos para publicar una investigación, no son exclusivos de las
ciencias ni de las letras, sino que son comunes a ambas ramas.

Una vieja división


Ciencias o letras es una de las viejas divisiones presentes en la educación. Superarla es
aceptar y empeñarse en que ambas tienen cabida en las aulas, pero siempre con el
objetivo de que educamos para ayudar a ser mejor persona.
La ciencia se asocia al progreso, al avance y al bienestar en todos sus niveles. Carreras
de ciencias como Ingeniería Robótica, Ciencias Ambientales, Ingeniería Informática, se
consideran estudios “innovadores” que dan respuesta a necesidades actuales, nuevas. Sin
embargo, “la innovación –escribía el periodista Fareed Zakaria en el Washington Post–
no se reduce a un problema técnico sino que trata de entender la forma en que las
personas y la sociedad funcionan, qué necesitan y qué quieren”.
Es bien conocido el desinterés y la infravaloración que las humanidades padecen
actualmente en nuestra sociedad tanto en las aulas, como en los planes de estudio, en los
medios de comunicación o en las ofertas educativas. En este sentido, vale la pena
destacar las consecuencias reales de ese menosprecio, que van desde la incapacidad para
leer, pensar o adquirir espíritu crítico, hasta la inhabilidad para expresarse, elaborar un
discurso coherente o mantener un diálogo inteligente.
Las humanidades permiten conocer la herencia intelectual que nos han legado nuestros
antepasados y los sucesos o hechos políticos, sociales, económicos, culturales, etc.,
pasados y dignos de memoria que engloba la historia. Está claro que ese valioso bagaje
facilita la comprensión del mundo. Por eso, llama profundamente la atención que
algunos hayan calificado a las humanidades de saberes inútiles.
Steve Jobs que era un convencido de la necesidad de aunar tecnología y humanismo,
decía en la presentación de un nuevo modelo de iPad: “Apple lleva en su ADN la idea de
que la tecnología por sí sola no basta, y que es la unión de la tecnología, las artes
liberales y las humanidades, lo que arroja resultados que son una bendición”.

El papel del profesor ante las dos culturas beligerantes


“Me fascina la biología y me encanta la literatura”, son las palabras de una joven
estudiante, bloguera, encallada ante la disyuntiva de tener que elegir un bachillerato de
ciencias o de letras. “Para ser médica –era su queja a ese corsé curricular– solo puedo

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elegir ciencias”.
No se trata de emplazar las ciencias por encima de las humanidades o de hacer lo
contrario, sino más bien de dar cabida a las humanidades en cualquier tipo de enseñanza
y permitir su “convivencia”. Somos muchos los profesores que defendemos la
interdisciplinariedad y que estamos convencidos de la necesidad de dar una formación
más humanística a los estudiantes. Es más, somos una gran mayoría los docentes que a
menudo nos lamentamos –por no decir “nos quejamos”– de lo poco que leen los jóvenes
de hoy y las grandes dificultades que tienen para expresarse correctamente tanto
oralmente como por escrito. Se trata pues de cambiar contenidos curriculares y modos de
actuar en las aulas.
Nos parece urgente enseñar mucha más historia: Historia de la Ciencia y de los
descubrimientos científicos, Historia del Arte, Historia de la Música, Historia de las
Ideas y de la Cultura. “Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a
repetirlo”, dejó escrito George Santayana. Nosotros lo que queremos realmente es
comprender y la comprensión en todas las cosas humanas es siempre histórica. Si
nuestros jóvenes no conocen la historia podrán llegar a ser eficientes robots
tecnológicos, pero no podrán llevar la humanidad a un estadio mejor.
Por supuesto los sistemas educativos con sus planes de estudios establecidos por la ley
son los que son. Sin embargo, como todos sabemos, la enseñanza de las materias
depende del profesor. Lo que queremos decir es que dar cabida a las humanidades en
todas las materias es una vía posible –que depende de cada profesor– que podría superar
un poco el déficit de formación humanística presente en nuestras aulas.
A escribir se aprende escribiendo y reescribiendo una y otra vez un mismo texto,
corregido por quien sabe y está dispuesto a hacerlo. En este aprendizaje el papel del
profesor es importantísimo. Una enseñanza conjunta de las ciencias y las humanidades,
sobre todo requiere profesores –de ciencias y de letras– capaces de contagiar a los
alumnos el placer de la lectura que tanto ayuda a pensar y a escribir, profesores con
ganas de dedicar tiempo a la corrección de los escritos de sus alumnos y enseñarles
pacientemente cómo superar sus errores ortográficos, sintácticos, retóricos o
conceptuales.
En suma, necesitamos profesores que en su enseñanza y en su vida sepan aunar esas
dos culturas y así lo contagien a sus estudiantes.

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Enseñar a decidir
Ciencias o letras, arquitectura o ingeniería, cambio o no de trabajo, me inicio o no en
la droga, me tomo en serio a Dios o vivo sin Él, son –entre otras– alternativas que piden
una decisión a los jóvenes. Decidir y elegir no es siempre sencillo. A veces surge el
miedo a equivocarse, al cambio o al fracaso; otras veces la información de la que se
dispone sobre una cuestión a decidir es tan escasa, o por el contrario es tan abundante y
las alternativas son tantas, que realmente llegan a agobiar a quien tiene que elegir,
incluso hasta el punto de preferir que sea otro quien decida por uno mismo.
Nuestra tarea como profesores consiste en ayudar a crecer a nuestros alumnos, es decir,
ayudarles a adquirir los conocimientos, los hábitos y las actitudes, que les ayuden a
dirigir su propia vida, por lo tanto a saber tomar decisiones –buenas decisiones– y a
saber llevarlas a cabo con toda su cabeza y todo su corazón. Todos sabemos que cada
persona termina siendo de un modo u otro en función de las decisiones que ha tomado –o
ha eludido tomar– en su vida. Por lo tanto, enseñar a nuestros alumnos a decidir es clave
en su proceso de crecimiento personal. Tomar decisiones va muy unido a tener metas, a
querer llevar las riendas de la propia vida, esto es, a vivir de estreno la propia vida.
Enseñar a decidir conlleva en primer lugar persuadir al alumno de que el proyecto más
importante que tiene –o debería tener– entre sus manos, es su propia vida. ¿Qué quieres
realmente de tu vida?, ¿has pensado qué tipo de persona quieres ser a los 30 años o a los
40?, ¿lo has planificado?, son preguntas con las que el profesor invita al alumno a pensar
sobre algo muy importante y que los profesores sabemos bien: la vida es un proyecto que
–lejos de improvisarse– exige compromisos, planes, plazos, decisiones y renuncias.
Enseñar a decidir es enseñar a pensar por cuenta propia; sin renunciar a asumir el
protagonismo de la propia vida transfiriendo a los demás las decisiones sobre las propias
pautas de comportamiento.
Ni que decir tiene que las dificultades y los miedos –¡y también los fracasos!–
aparecerán, por lo tanto habrá que enseñarles a hacer frente a todas esas adversidades
para vencerlas y así poder decidir bien. En este sentido, el filósofo John J. McDermott ha
escrito: “el fracaso, asumido en profundidad, a menudo enriquece; mientras que el éxito
alcanzado mecánicamente a través de las vías abiertas por otros a menudo embota la
sensibilidad”.
Tomar una buena decisión requiere tiempo; tener unos objetivos claros, conocer los
propios intereses, gustos y aptitudes (reflexión); estar dispuesto a escuchar a los demás
(pedir consejo); y finalmente, ser capaz de elegir con el corazón.

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Convencidos de que tomar decisiones ayuda a pensar la propia vida y a construir el
tipo de persona que cada uno en particular aspira a ser y el tipo de vida que quiere vivir,
cuestiones que no son triviales, los autores escribimos este artículo inspirado en el libro
que recientemente hemos publicado en España titulado Cómo tomar decisiones
importantes. (Dirigido a jóvenes de 15 a 22 años), Eunsa, Pamplona, 2016.

Algunas dificultades para decidir bien


A la hora de tomar una decisión elegir una alternativa entre todas las que se nos
presentan puede convertirse en una tarea realmente difícil. De hecho, esto es lo que
sucede a muchos jóvenes cuando tienen que elegir qué carrera, máster o curso de
especialización hacer, en qué universidad y en qué momento de su vida. Las causas de
que esto suceda son diversas, pero es frecuente que la renuncia que implica toda
decisión y la indecisión sean dos de los motivos más habituales.
Toda decisión conlleva una elección y a su vez una renuncia. Por así decir, decidir es
renunciar. Por ejemplo, elijo poner atención en clase, por lo tanto renuncio a desconectar
y perder el tiempo en el aula. Podríamos decir que quien dice “sí” a algo, a la vez
también dice “no” a otras cosas. Se trata de hacer ver a los alumnos que el quid está en
descubrir el valor de lo que se elige y el valor de lo que se rechaza. A veces, se tratará
además de saber mirar a largo plazo.
Tomar decisiones de manera acertada incluye también tomarlas cuando corresponde,
esto es, sin precipitaciones, pero en su momento. Sin esperar a encontrar seguridades
absolutas que en casi nada existen y el indeciso busca a toda costa. Obviar esta gran
realidad impide actuar y avanzar. Hay que convencerse de que tomar decisiones en
condiciones “ideales” o “perfectas”, con todas las variables bajo control y sin presión
alguna, es una utopía.

Elegir con libertad


Enseñar a decidir es enseñar a elegir con libertad. “No quiero nada para toda la vida”,
aseguraba con fuerza una joven estudiante universitaria ante una decisión importante. En
el interior de muchos jóvenes late tanto la aspiración a un ideal grande como el miedo al
compromiso y a lo duradero. Al contrario de lo que muchos de ellos piensan,
compromiso y libertad no son antagónicos ni incompatibles. De hecho, comprometerse
es hacer uso de la propia libertad, es tomar una decisión que se adopta desde la propia
voluntad. Como escribió Saint-Exupéry, “la valía de una persona puede medirse por el
número y la calidad de sus vínculos”, esto es, de sus compromisos libremente
adquiridos.

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Para elegir con libertad es preciso dejar de lado los qué dirán. El grupo de amigos
tiene una importancia absolutamente central en la vida de los jóvenes. De hecho, el
miedo al rechazo del grupo es tan grande, que agradar a los amigos a la hora de tomar
decisiones muchas veces es prioritario a agradarse a uno mismo.
Elegir con libertad es también saber vencer el miedo al fracaso, a equivocarse y al
cambio. En general todos tenemos miedo a las mismas cosas. Lo que ya no es tan común
es la manera de gestionar los miedos que sentimos y ganar la partida. En este punto el
profesor tiene mucho que aportar a sus alumnos, pues la actitud que se adopta ante el
miedo es clave para poder tomar bien una decisión.
Según Stephan Lau y su equipo investigador, al tener que elegir entre distintas
alternativas “las personas nos sentimos libres cuando nos resulta fácil tomar una decisión
y cuando sus consecuencias nos resultan beneficiosas”. En cambio, “las decisiones
complejas y con opciones igual de atractivas refuerzan la sensación de falta de libertad”.
Lo que queremos decir es que ser libre no siempre va unido a sentirse libre al tomar una
decisión. Hay estudios asimismo que señalan “que disponer de demasiadas o, por el
contrario, de pocas opciones nos produce sensación de insatisfacción”.

A modo de conclusión
La habilidad para tomar decisiones se adquiere y, con el paso del tiempo puede
mejorarse. En este sentido, el papel del profesor es fundamental. Se trata de acompañar y
apoyar a los alumnos en el proyecto más importante de su vida. Sin imponer ni decidir
por ellos.
A muchos jóvenes la vida les viene hecha por sus padres, por sus maestros, por “lo que
hacen todos” o incluso por los medios de comunicación, que les dictan cómo han de
vestir, cómo han de vivir y cómo han de comportarse en todos los órdenes. Sin embargo,
los profesores sabemos que el objetivo prioritario de la educación es que los estudiantes
lleguen a tener pensamientos propios, y eso pasa por dejarles tomar con libertad sus
decisiones. Dicho con otras palabras, pasa por saber retirarse con delicadeza y dejarles
decidir después de haberles ofrecido las consideraciones y los consejos oportunos.

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Los exámenes
Los exámenes son el instrumento más habitual con el que los profesores evaluamos a
los alumnos. Estas pruebas pueden ser de diversos tipos: oral, escrito, de un tema a
desarrollar o de preguntas cortas, tipo test, con parte práctica y parte teórica, basado en
problemas o en casos, etc. En cualquier caso, es cierto que la práctica de los exámenes
está extendida tanto en la educación escolar como en la universitaria.
Por supuesto esta práctica tiene sus defensores y sus detractores. Para los primeros, los
exámenes sirven al profesor para verificar el nivel de conocimientos que el alumno ha
alcanzado y descubrir qué puntos de la materia el alumno no ha entendido, por lo tanto
no ha aprendido. Esta información –relevante para el profesor– permite, sin lugar a
dudas, la mejora del aprendizaje. Por otro lado, los exámenes tienen también como
finalidad calificar para promocionar de un curso a otro, y también para acreditar.
Sus detractores alegan toda una serie de consecuencias negativas para el alumno:
traumas, ansiedad, miedos, humillación, sufrimiento; y reclaman que “la finalidad de la
evaluación no debería ser otra que la mejora del aprendizaje y no el calificar”. De hecho,
plantean una evaluación sin exámenes. Esto –aseguran– pide un cambio en la educación.
La “nueva educación” defiende un cambio de metodologías en las escuelas. Apuesta
por aulas cooperativas, un aprendizaje basado en proyectos y la flexibilidad de horarios,
en lugar de clases tradicionales, libros de texto, asignaturas, exámenes y deberes para
casa. Algunos la han llamado la “revolución escolar”.
Está claro que todavía no ha habido tiempo para evaluar en profundidad los resultados
de la nueva educación implantada ya en muchos países. Sin embargo, los interrogantes
no faltan y alguno de sus efectos comienzan a atisbarse. En cualquier caso, a nuestro
modo de ver, la educación escolar no puede estar al margen de la educación universitaria
–con exámenes, asignaturas, pruebas de acceso (que sea dicho de paso, no dejan de ser
exámenes)– a la que muchos escolares aspiran llegar para preparar su futuro profesional.
En este sentido, vale la pena detenerse en la siguiente realidad. Las prestigiosas
pruebas PISA (Programme for International Student Assessment) aplicadas a escolares
de la OCDE, de edades entre 15 y 16 años, los exámenes Cambridge English para
obtener un certificado oficial de gran reconocimiento mundial, el examen TOEFL que la
mayor parte de las instituciones académicas del mundo solicitan como requerimiento
para el acceso de alumnos extranjeros, el examen GMAT que las escuelas de negocios
utilizan como uno de los criterios de selección para aceptar alumnos a un programa de
MBA (Master in Business Administration), son exámenes con reconocimiento

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internacional de los que no se cuestiona su permanencia, requieren gran preparación y
probablemente muchos escolares de hoy –universitarios del mañana–querrán superar en
busca de una acreditación.
Ante estas pruebas el joven piensa sobre todo en el examen y se prepara para él; está
claro que en esas circunstancias el placer del estudio pierde protagonismo, incluso quizá
llega a desaparecer. De hecho, hay quienes “defienden que en la vida adulta no se dan
ese tipo de pruebas y que lo importante es haber desarrollado habilidades para adaptarse
a diferentes entornos”. Frente a esta postura, Inger Enkvist –catedrática de la
Universidad de Lund y asesora del Ministerio de Educación sueco– puntualiza que “en la
vida adulta, todos tenemos fechas tope, momentos de entregar un texto y esto se aprende
en la escuela. Con los exámenes el niño aprende a responsabilizarse y entiende que no
presentarse a una prueba tiene consecuencias; no lo repetirán para él. Si no cumplimos
con nuestras obligaciones en la vida adulta, pronto nos veremos descartados de los
ambientes profesionales. Los exámenes ayudan a desarrollar hábitos sistemáticos de
trabajo”.

Los exámenes y los alumnos


La gran mayoría de los alumnos asocian los exámenes a una calificación o nota, es
decir, a un número, una letra del alfabeto o una expresión verbal, que genera de ordinario
el profesor, y más ocasionalmente un tribunal, una institución académica o un
organismo. Esta calificación resume la valoración del aprendizaje conseguido por el
alumno.
Son muchos los alumnos que sienten miedo ante los exámenes. De hecho es un miedo
racional. Los estudiantes (escolares, universitarios y postgraduados) saben que su
actuación en esas pruebas –y en consecuencia su calificación– va a determinar de un
modo importante su futuro académico y quizá también su futuro profesional. En este
sentido, podría decirse que el estudio de muchos alumnos está orientado más a cómo
superar los exámenes que al aprendizaje de las materias en sí mismas.
De hecho, existen centros cuyo objetivo principal, por no decir único, es preparar al
alumno a superar satisfactoriamente un examen determinado, como por ejemplo el
examen MIR (Médico Interno Residente), imprescindible para acceder al sistema de
formación de especialistas médicos.
Ni que decir tiene que experimentar miedo o ansiedad ante los exámenes puede
considerarse un problema que afecta negativamente al rendimiento y que es necesario
buscar una solución. Asimismo, podemos decir que en muchos casos resulta difícil
conciliar el placer del estudio con el examen que el joven quiere superar. Vencer esos

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obstáculos o dificultades requiere una buena dosis de esfuerzo, constancia y valentía.
Conseguirlo, sin lugar a dudas, es un paso adelante del joven a la vida adulta.

Los exámenes y los profesores


Los profesores dedicamos gran parte de nuestro tiempo a los exámenes, tanto para
prepararlos como para corregirlos. Es cierto que los exámenes son un instrumento que a
los profesores nos aporta mucha información del progreso académico de los alumnos y
del acierto o desacierto de nuestra docencia.
Los exámenes –además de prepararlos, pasarlos y corregirlos– hay que programarlos y
comunicar a los alumnos el contenido o temario, la forma y la fecha, y todo eso con la
antelación necesaria que permite la buena organización del profesor y del alumno,
evitando así improvisaciones y agobios muy molestos para todos.
Los profesores debemos tener muy claro qué queremos realmente evaluar con los
exámenes: el aprendizaje de unos contenidos, unas habilidades (rapidez, creatividad,
autonomía), unas estrategias, la propia docencia o lo que sea. Lógicamente, el contenido
de un examen siempre ha de estar de acuerdo con lo que se ha trabajado en clase. En este
sentido, conviene recordar que un examen no puede ser nunca una sorpresa para los
alumnos. Además, este tipo de sorpresas suelen ir acompañadas del desconcierto y la
inquietud de los alumnos y de los malos resultados.
Un buen examen realmente aporta una información de gran valor tanto al profesor
como al alumno. Por eso, conviene corregir los exámenes lo antes posible y comunicar
los resultados a los alumnos, pues si hay que rectificar actuaciones o actitudes –del
alumno o del profesor– cuanto antes se empiece a hacer será mucho mejor. Devolver los
exámenes corregidos y calificados a los alumnos –la “revisión de examen”– no solo
permite a los estudiantes conocer sus aciertos y sus equivocaciones, sino que además
permite mostrar al profesor cualquier error en la calificación, si la hubiere, y así poder
enmendarla.
Realmente una evaluación bien hecha permite saber si las cosas marchan bien tanto en
un centro escolar como universitario. En este sentido, los exámenes constatan de alguna
manera el nivel de aprendizaje de los alumnos, y permiten además saber el acierto o
desacierto de los proyectos educativos implantados en la institución educativa.

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Enseñar a escribir
Ciertamente estamos en la civilización de la imagen y de los intercambios de mensajes
breves a través de instagram, twitter, whatsapp y otras aplicaciones telemáticas en boga.
Sin embargo, el texto escrito sigue ocupando un lugar importante tanto en el ámbito
académico como en el profesional. Por lo tanto, aprender a escribir es esencial para los
alumnos.
Para la gran mayoría de los jóvenes de hoy es primordial compartir con sus amigos y
conocidos sus vivencias, sus gustos y sus proyectos vitales. En este sentido, escribir es
una de las mejores herramientas que tienen a su alcance para lograrlo. Se trata pues de
ayudarles a descubrirlo. A escribir se aprende. Para enseñar a los alumnos a escribir es
decisivo que los profesores escriban mucho y se empeñen en hacerlo mejor cada día:
solo así podrán enseñar a otros.
“Texto fácil de leer es difícil de escribir”, comprender a fondo esta conocida y certera
frase nos parece interesante para todos, pero quizá más para los que se inician en esa
tarea. Enseñar a escribir es enseñar a pensar, a ordenar las ideas, a crear un cierto
ambiente tranquilo y de concentración. Enseñar a escribir es también enseñar a ser tenaz,
esto es, a batallar con la página en blanco, a estar dispuesto a buscar incansablemente la
palabra más ajustada, más bonita y más clara, a corregir muchas veces el texto propio y
por supuesto a aceptar la crítica valiosa del maestro. A escribir se aprende escribiendo
reflexivamente.
¡Cuántas veces escribir alivia el alma! El efecto terapéutico de la escritura no es una
cuestión baladí. Por de pronto escribir sobre algo que nos pesa, preocupa o duele, dejar
reposarlo y releerlo al día siguiente nos ayuda a ver con mayor claridad –¡y con mayor
objetividad!– esa situación o circunstancia adversa que nos hace sufrir.
Escribir bien es una tarea cuidadosa. Supone poner atención a la forma y al fondo del
texto, pensar en el lector y tener algo interesante, bonito, valioso o sugestivo para decir.
Lograrlo requiere paz y tiempo. Enseñar a escribir es ayudar a crecer en interioridad y a
pensar en los demás, por lo tanto a ganar en felicidad.

Cómo enseñar a escribir


La mejor manera, la más efectiva, de enseñar a los alumnos a escribir es invitándoles a
escribir. Cuanto más escriban, antes aprenderán a escribir. A esa invitación, por
supuesto, añadimos la de leer mucho. La lectura es un medio poderoso para aprender a
escribir bien. Leer mucho ayuda a aprender a escribir correctamente las palabras, a

84
enriquecer el vocabulario y a expresarse con mayor claridad. En este sentido, los
profesores tenemos que ayudar a los alumnos a descubrir el gran tesoro que es la
literatura. De hecho, si el profesor es un gran lector, podrá contagiar a sus alumnos el
amor a la lectura y en consecuencia a la escritura. En definitiva, invitar a escribir y a leer
mucho es la primera vía que nosotros proponemos para enseñar a escribir a los alumnos.
Para escribir es necesario concentrarse. Sea cual sea el tipo de texto –expositivo,
argumentativo, narrativo, periodístico–, enseñar a escribir supone ayudar al alumno a
prestar atención a una serie de cuestiones. La primera de ellas es pensar a quién va
dirigido el texto –pensar en el lector–, y qué quiere comunicársele. Escribir pensando
quién lo va a leer es muy diferente a escribir sin un destinatario concreto. Hacerlo
permite poner alma y corazón en esas palabras.
En segundo lugar hay que determinar la estructura del texto, es decir, cómo se va a
organizar lo que se quiere decir: el título, la extensión en palabras, los párrafos y
apartados, cómo finalizará el escrito, etc. Antes de comenzar a escribir un texto es de
gran ayuda anotar en un papel, de manera breve, todas las ideas que uno tiene acerca de
lo que quiere escribir, y después escribirlas explícitamente. Finalmente toda la atención
debe dirigirse a la redacción del escrito, centrándose no solo en la expresión, la
ortografía y la sintaxis, sino también en la coherencia y cohesión del texto y el fondo
conceptual.
Se trata de enseñar al alumno a cuidar la forma y el fondo del texto que aspira a
escribir, y hacer ambas cosas de un modo reflexivo, sin prisas. El profesor que ama la
escritura lo enseña con ilusión y pasión.

Corregir mucho
Una buena corrección ayuda mucho a mejorar la calidad de un texto. Por lo tanto,
enseñar a los alumnos a escribir es –además– enseñarles a corregir lo que han escrito.
Corregirlo significa hacerlo más claro y más hermoso.
El primer paso para corregir un texto es dejar reposar su borrador inicial, al menos
veinticuatro horas. Enseñar a escribir pide al profesor fomentar en los alumnos la
autocorrección de sus escritos. Esto es, leer muchas veces el borrador, utilizar el
diccionario y los correctores ortográficos incluidos en los procesadores de textos, revisar
la puntuación, el orden y la repetición de palabras, los objetivos iniciales planteados, la
conexión de ideas. Si la corrección se hace en una copia impresa, es más fácil detectar
los errores cometidos, pues la lectura de un papel es más ilustrativa que la pantalla del
ordenador.
A veces corregir un texto consiste únicamente en añadir unas palabras para ganar en

85
comprensibilidad o en hermosura; en cambio, otras veces habrá que “podarlo” para
aligerarlo, es decir, suprimir redundancias o adjetivos que sobran. En definitiva, corregir
un texto es también añadir o eliminar palabras. Cuentan que el Premio Nobel de
Literatura Gabriel García Márquez –como muchos otros grandes de la literatura– escribía
solo una página diaria y después se dedicaba exclusivamente a pulir el texto escrito.
Para escribir bien lo más importante es escribir despacio y corregir mucho lo escrito.
Como la escritura es expresión de la propia interioridad no puede hacerse con prisas, de
forma apresurada. Vale la pena insistir en ello, pues la inmediatez y hacer las cosas de
manera rápida –incluido cualquier aprendizaje– son valores muy preciados en la
sociedad actual.

El papel del profesor


Para ganar en objetividad es recomendable contar con la lectura del texto por parte de
otras personas. En este sentido, la lectura y sobre todo la corrección final del profesor
son decisivas en el aprendizaje del alumno. Lo que queremos decir es que para que los
alumnos aprendan a escribir, los profesores necesariamente tenemos que estar dispuestos
a corregir sus textos, esto es, a dedicar tiempo y atención a esa tarea. Una buena
corrección de textos exige al profesor una generosa dedicación.
La corrección es un instrumento importante de aprendizaje para los alumnos. Es más,
los profesores debemos considerarla una técnica clave para enseñar a escribir. Por
supuesto, no se trata de centrarnos únicamente en lo que está mal o en lo que tiene que
mejorar, que de bien seguro lo habrá. Una buena corrección es positiva, es decir, primero
destaca los aciertos del texto y después los errores cometidos. Como todos sabemos, de
los errores también se aprende y eso el alumno tiene que poder descubrirlo y vivirlo.
Finalmente, los comentarios de mejora nunca pueden faltar en un texto corregido.
Se trata de que el alumno aprenda a escribir, por lo tanto la claridad del profesor en sus
comentarios –tanto en relación al texto como en relación a sus correcciones– ha de ser
espléndida, sin vaguedades ni ambigüedades de ninguna clase. Los comentarios siempre
deben ir acompañados de la cordialidad y afectuosidad para con el alumno, pues los
profesores no solo aspiramos a que el alumno aprenda a escribir, sino que además
queremos que disfrute escribiendo. Que descubra lo hermosa que es la tarea de escribir.
La corrección del profesor conviene que siempre sea pronta, lo más inmediata posible.
De hecho, los retardos siempre van en detrimento del interés del alumno y claramente
lentifican el aprendizaje.
A veces lo más práctico para que los alumnos comiencen a escribir es centrarse en los
temas que realmente a cada uno más le importen: las relaciones afectivas, el estilo de

86
vida, el desarrollo de las propias cualidades, las discusiones a nuestro alrededor, las
aficiones; en resumen, todos aquellos temas que nos afectan y queremos comprender con
más claridad. El esfuerzo por expresar por escrito contradicciones, experiencias, estados
de ánimo, afectos, es una manera de crecer en la comprensión personal. En otros casos,
lo más interesante son quizá las imágenes del futuro, los proyectos, los sueños, los
anhelos más profundos: ¿qué me gustaría hacer a los cuarenta años?, ¿qué me veo siendo
o haciendo a esa edad? Este es un campo magnífico para alentar a los alumnos a escribir
y proporciona pistas bastante fiables para acertar en su orientación profesional.
En definitiva, vale la pena enseñar a los alumnos a aprovechar las ocasiones que brinda
la vida para aprender y aficionarse a escribir. En este sentido, enseñar a escribir es
ayudar a los estudiantes a crecer en el sentido más profundo de este término.

87
Trabajar cansados
Todos nos sentimos cansados de vez en cuando. Es cierto que muchos problemas y
preocupaciones emocionales pueden inducir a la fatiga, al igual que un exceso de
actividad, o la presencia de una enfermedad. Sin embargo, muchos cansancios tienen su
origen en dormir pocas horas, en excesos de alcohol continuados, o en el mal comer día
tras día. Hay una clase de cansancio que vale la pena también citar que es el generado
por el aburrimiento. Combatir el cansancio adecuadamente pide detectar cuanto antes su
origen.
Hablar de vencer el cansancio –para poder trabajar cansados– es hablar de ganar la
batalla a la falta de energía ante las actividades diarias que hay que realizar, de
salvaguardar la capacidad para pensar y de proteger el estado anímico propio. Como bien
sabemos todos, una alimentación sana y correcta, la práctica de ejercicio físico y dormir
lo suficiente, son tres factores básicos para vencer el cansancio y por supuesto también
para prevenirlo.
Sin embargo, nosotros estamos convencidos de que hablar de vencer el cansancio, es
decir, de lograr hacer lo que toca hacer aunque uno se sienta sin fuerzas –¡o sin ganas!–
para hacerlo, es sobre todo hablar de esfuerzo personal y de tener razones propias para
ejercitar ese esfuerzo. Los profesores tenemos que estar preparados para dar a nuestros
alumnos argumentos sólidos y profundos que despierten las ganas y la ilusión de ser
personas esforzadas.
Se trata pues de lograr que los alumnos tengan sus razones para practicar el esfuerzo y
se convenzan de que realmente “vale la pena” esforzarse en su trabajo diario.
¿Desde qué enfoque el profesor debe exigir a sus alumnos?, ¿cuánto hay que exigir?,
¿qué sentimientos genera la exigencia?, son cuestiones que los educadores debemos
pensar para poder practicar una exigencia positiva, alentadora y efectiva, que persuada al
alumno a buscar, con esfuerzo, la excelencia –que no la perfección– personal.

La exigencia del profesor


Al contrario de lo que algunos piensan, en nuestra sociedad altamente competitiva la
exigencia está bien vista. Al mismo tiempo que hay una tendencia generalizada a una
vida cómoda y sin esfuerzo, existe el convencimiento de que alcanzar un alto nivel de
excelencia tiene mucho que ver con la exigencia y el esfuerzo, particularmente en el
ámbito académico. Por así decirlo, cuanta más exigencia se presupone en una institución
educativa, un perfil de mayor calidad se le otorga. De hecho, son muchos los que asocian

88
la excelencia de un centro educativo con el grado de exigencia del profesorado y el nivel
de esfuerzo de los alumnos.
“Exigencia” y “esfuerzo”, son términos muy barajados al referirse a la calidad
educativa. Se da por sentado que la exigencia y el esfuerzo sacan a la luz lo mejor de
cada alumno. No obstante, no nos parece que eso sea siempre así, es decir, que ambos
elementos garanticen por sí mismos un aprendizaje de calidad.
Todos sabemos que realizar bien el trabajo diario, día tras día, pide ejercitar la
voluntad. Por lo tanto, los profesores debemos ayudar a los alumnos a no dejarse llevar
por la pereza, el cansancio o la desidia, cuando se manifiestan en sus vidas y muy en
particular en sus quehaceres escolares –o académicos– dificultando en gran manera su
aprendizaje. Los mejores profesores saben exigir a sus alumnos el trabajo preciso y
necesario que requiere un buen aprendizaje. En este sentido, el profesor no solo ha de
estar dispuesto a exigir al alumno, sino que además ha de estar preparado para que su
exigencia sea amable, positiva, alentadora y enriquecedora, es decir, ha de estar
capacitado para ofrecer y practicar la buena exigencia que siempre va acompañada de
razones profundas convincentes.
La buena exigencia no genera emociones negativas (ansiedad, angustia,
autodescalificación personal); está enfocada desde la excelencia, que no es la perfección
ni el perfeccionismo; no pone la mirada únicamente en los resultados, sino que la pone
en la persona; siempre va acompañada de la actitud interna de conocer y escuchar al
alumno para acertar cuánto y cómo hay que exigirle. Pero, sobre todo, la buena
exigencia es enriquecedora, es decir, ayuda al alumno a descubrir el sentido por el cual
vale la pena esforzarse; da razones y argumentos profundos. La buena exigencia es un
valor altamente educativo. Permite aprender a trabajar cansados.

El esfuerzo del alumno


“El alumno no siempre va a estar motivado para aprender; hace falta esfuerzo”, afirma
con contundencia Inger Enkvist, catedrática de la Universidad de Lund. “Aprender a leer
y escribir o matemáticas básicas –continua Enkvist– requiere trabajo y nadie se siente
llamado a dedicar un esfuerzo tan grande a asimilar una materia tan complicada. Se
necesita apoyo, estímulos (…)”. Desde luego, estas palabras contrastan vivamente con el
discurso de las nuevas corrientes de innovación educativa, defensoras de que todos los
alumnos quieren aprender y por lo tanto –afirman– es una buena opción dejar que ellos,
los alumnos, tomen la iniciativa y aprendan solos.
Somos muchos los profesores que nos cuestionamos la certeza de esa extendida
creencia innovadora, y la efectividad educativa del modo de proceder en las aulas que

89
propone. La gran diversidad existente en las aulas, indiscutiblemente, es una realidad de
la sociedad de hoy. Esta diversidad abarca muchos aspectos de la persona –por lo tanto
de los alumnos– entre los que están el deseo de aprender y la disposición al esfuerzo que
conlleva el aprendizaje de materias o conocimientos objetivamente difíciles para ellos, o
cuando llega la desgana o la fatiga.
Ante esta evidencia, nos parece un llamativo desconocimiento de la realidad –por no
decir una ingenuidad– no advertir que en las aulas abunda la pereza, la apatía, el hastío o
simplemente la comodidad: estos factores tienen mucho que ver con los fracasos
escolares. Lo que queremos decir es que los profesores, además de contar con esas
actitudes poco favorecedoras del aprendizaje, hemos de hablar a los alumnos del valor
del esfuerzo presentándoselo como algo positivo y liberador.
En definitiva, se trata de enseñar a los estudiantes a ejercitarse en pequeños –o quizá
no tan pequeños– vencimientos. Si hay esfuerzo, a buen seguro habrá entrenamiento y
aprendizaje. Es más, para que el esfuerzo sea positivo y efectivo ha de surgir del propio
estudiante, de su propia voluntad, lejos de cualquier trato coercitivo escolar, académico o
familiar. El alumno tiene que asumir como propios esos objetivos de vencimiento al
cansancio, o a cualquier otra dificultad. Ha de tener sus propias razones.
Parafraseando a Juan Luis Lorda, gobernar la voluntad es gobernar los deseos y el
ánimo para enfrentarse a las dificultades. Sin esfuerzo es difícil que haya aprendizaje. El
esfuerzo abre puertas. El esfuerzo razonado es el mejor instrumento para trabajar
cansados; con nuestra ayuda de profesores comprometidos, los alumnos han de tener la
posibilidad de descubrirlo y así poder adoptarlo en su vida.

90
4.

91
Algunas contribuciones a cuestiones debatidas en educación

La “nueva educación”
Los modelos educativos que han ido sucediéndose a lo largo de los años son muchos y
diversos. Está claro que los cambios en la sociedad piden cambios en la educación. La
sociedad en la que están inmersos los jóvenes de hoy se caracteriza por la
sobreabundancia de información, la inmediatez, la comunicación instantánea y
constante, las ansias de creatividad y autonomía, y los grandes deseos de innovación y
vanguardismo. Lógicamente la nueva educación –de acuerdo con esta realidad– va en la
línea de satisfacer esos anhelos.
La llamada “nueva educación” aboga por metodologías innovadoras (aprendizajes
cooperativos, basados en proyectos, en problemas, por competencias, etc.) que
transformen a los alumnos en estudiantes autónomos, es decir, que aprendan solos y sean
los protagonistas de su propio aprendizaje. En ese escenario, saber hablar en público y
ser altamente creativo es prioritario a poseer contenidos y ser bueno en razonamiento;
saber trabajar en colaboración va por delante a ser profundo y analítico; ser autónomo es
preferible a ser paciente y esforzado. Para alcanzar esos objetivos la “nueva educación”
cuenta con el entusiasmo y la curiosidad de los alumnos, esto es, con sus ganas de
aprender, como si ambas cualidades –entusiasmo y curiosidad por el saber– estuvieran
siempre presentes en todos los niños y adolescentes.
En la “nueva educación” –alejada de las prácticas habituales de la escuela– los libros
de texto y los deberes no son importantes, pero sí lo es desarrollar la empatía y la
sensibilidad. Tampoco son importantes, en ese modelo educativo, los exámenes. Se
defiende que habría que suprimirlos –y pasar a una evaluación continua–, aunque en la
universidad estén bien afincados y no se cuestione en absoluto la permanencia de
exámenes como el TOEFL y el GMAT, por poner dos ejemplos de exámenes con
reconocimiento internacional, utilizados cómo criterios de selección en las universidades
de mayor prestigio académico, a las que muy probablemente muchos jóvenes querrán
poder aspirar a estudiar.

Metodologías tradicionales o metodologías innovadoras


Tanto las metodologías tradicionales como las más modernas, llamadas innovadoras,
tienen como objetivo y punto de partida el aprendizaje del alumno. No obstante, el modo
de abordar ese objetivo es muy diferente y en consecuencia la dinámica del aula también
lo es. ¿Qué ofrecen estas alternativas educadoras? Los nuevos métodos ¿ponen al

92
alcance de los alumnos los instrumentos para ser autónomos en sus aprendizajes?,
¿logran combatir la baja comprensión lectora y la falta de habilidades matemáticas,
expresadas tantas veces en el informe PISA y que tanto preocupan?
En las metodologías tradicionales el profesor expone y el alumno escucha. El profesor
se considera un transmisor del saber. La atención y el esfuerzo son considerados dos
valores altamente importantes para la adquisición de conocimientos en la que se pone
gran énfasis. La memoria tiene un papel relevante. Según los que no son partidarios de
ese modo de enseñar, los métodos tradicionales llevan al alumno a la pasividad, al
individualismo y a la dependencia, y además no propician la investigación.
Por el contrario, las metodologías innovadoras en su mayoría se basan en el trabajo
colaborativo-cooperativo. Los alumnos trabajan conjuntamente. El profesor es un guía,
resuelve dudas más que explica y los alumnos buscan información. Ese modo de enseñar
se apoya –y cree– en el interés por aprender de los alumnos y en su espontaneidad. Se
trata de un aprendizaje a partir de los intereses del alumno. El aprendizaje autónomo del
alumno y la adquisición de conocimientos están en un mismo plano de importancia. En
cuanto a las críticas por parte de sus detractores, puede destacarse la infravaloración de
la memoria, el no contar con que hay alumnos desganados y apáticos sin interés por
aprender, el no considerar el trabajo y el estudio individual del alumno como un
elemento clave en su aprendizaje, y la falta de reconocimiento al esfuerzo tan necesario
en la vida de todas las personas.
En definitiva, “metodologías tradicionales o innovadoras”, “alumnos dependientes o
autónomos”, “enseñar o dejar que aprendan”, “ser protagonista de la educación o no
serlo”, por así decirlo, son los binomios que más se barajan hoy en día en los ámbitos
educativos. Sin embargo, lo que todos los profesores queremos son unos alumnos
creativos, que sepan hablar en público; que sean autónomos en su aprendizaje; buenos en
contenidos y en razonamiento; profundos y analíticos; pacientes y esforzados.
Muy probablemente el quid para ese alto logro esté en que el profesor sepa alternar
adecuadamente ambos tipos de metodologías, sin exclusión alguna por el mero hecho de
catalogarla como moderna o anticuada.
De hecho, las mejores ideas, las más creativas, nacen siempre de la observación, el
estudio y la reflexión personales, esto es, de uno. “El sabio [el creativo] ve lo que todos
ven, pero piensa lo que nadie piensa”, alguien dijo. Después, el desarrollo de esa buena
idea –nacida en solitario– y su puesta en marcha, precisa de un buen equipo de trabajo
formado por muchos, es decir, de un grupo de colaboradores. Lo que queremos decir, es
que un gozoso y satisfactorio trabajo en colaboración, que enriquezca al grupo, requiere
siempre un trabajo previo individual esforzado. Una combinación de ambos tipos de

93
metodologías.

La interdisciplinariedad, un desafío en la nueva educación


La interdisciplinariedad es uno de los rasgos de la investigación del siglo XXI. Por así
decir, el investigador solitario está en desuso. Resolver o dar una respuesta a los
problemas que plantea la creciente complejidad del mundo en el que vivimos, pide al
investigador (filósofo, economista, docente, sociólogo, biólogo, médico, ingeniero, etc.)
un enfoque interdisciplinar en su investigación, esto es, una mirada muchísimo más
amplia –desde distintos puntos de vista– y recurrir a conocimientos que provengan de
distintas disciplinas. Escuchar a otros, indudablemente, enriquece la investigación.
Es cierto que en su gran mayoría los adolescentes y jóvenes de hoy consideran las
distintas asignaturas como si fueran “compartimentos estancos”, es decir, sin
comunicación ni conexión alguna entre ellas. Trabajar por proyectos así como el
aprendizaje basado en problemas, nos parecen unas metodologías excelentes para
enseñar a los alumnos a integrar conocimientos de diversas asignaturas. Se trata en
primer lugar de hacer conscientes a los alumnos de que la solución –¡o parte de la
solución!– puede hallarse fuera de la asignatura que se está estudiando; y en segundo
lugar aprender a planificar un proyecto y buscar soluciones relacionando conceptos
estudiados en distintas disciplinas. Un reto fascinante.
Este objetivo nos parece importantísimo en el aprendizaje de los alumnos de hoy y a la
vez uno de los desafíos más cruciales de la llamada “nueva educación”.
Las metodologías de la “nueva educación” se van imponiendo en las escuelas. Hay
quienes pronostican que en las aulas escolares de un futuro no lejano –así lo hemos leído
y transcribimos– “las clases magistrales van a desparecer, el currículo estará
personalizado a la medida de las necesidades de cada alumno y se valoraran las
habilidades personales y prácticas más que los contenidos académicos. Internet será la
principal fuente del saber”.
Está claro que estos vaticinios están por ver y sus resultados también, en particular
cuando esos escolares lleguen a la universidad y más tarde al mundo laboral.

94
El reto de la escuela inclusiva
La mejora de la escuela para hacerla verdaderamente inclusiva es uno de los grandes
retos de la educación actual. Para unos –los teóricos– urge convertir todas las escuelas
ordinarias en centros educativos para todos incluso para aquellos alumnos que presenten
discapacidad, es decir, eliminar cualquier tipo de exclusión. Para otros –muchos
profesores– la educación inclusiva es solo un sueño o, como advertía un profesor, es
“una nueva mochila a nuestra espalda”.
La inclusión en las escuelas aspira a ser un garante del aprendizaje –que es mucho más
que la integración y la socialización– de todos los alumnos de un centro escolar,
independientemente de sus características sociales y emocionales, sus capacidades y sus
discapacidades. Es decir, aspira a ser una escuela de calidad para todos los niños y
jóvenes. En este modelo educativo, vale la pena destacar la importancia clave que tiene
el término aprendizaje, muy por encima de los términos integración y socialización.
La mejora de la escuela inclusiva es tarea de toda la comunidad educativa: padres,
profesores, alumnos, directivos de escuelas, Administración Educativa del momento.
Requiere gran coordinación, recursos, refuerzos educativos, así como ratios y horarios
que realmente la favorezcan.

Cómo se define la escuela inclusiva


Para su definición acudimos a la UNESCO y UNICEF. “La Educación Inclusiva
implica que todos los niños y niñas de una determinada comunidad aprendan juntos
independientemente de sus condiciones personales, sociales o culturales, incluso
aquellos que presentan discapacidad”.
“La Educación Inclusiva se entiende como la educación personalizada, diseñada a la
medida de todos los niños en grupos homogéneos de edad, con una diversidad de
necesidades, habilidades y niveles de competencias. Se fundamenta en proporcionar el
apoyo necesario dentro de un aula ordinaria para atender a cada persona como precisa,
entendiendo que podemos ser parecidos pero no idénticos unos a otros y, con ello,
nuestras necesidades deben ser consideradas desde una perspectiva plural y diversa”.
El aula –asegura la educación inclusiva– es un grupo diverso y el profesor ha de
atender esa realidad. Lo que se exige al profesor no es únicamente lograr la integración o
la socialización de todos los alumnos, sino algo mucho más difícil, que es lograr que
todos los alumnos juntos en un aula ordinaria –¡y diversa!–, aprendan. Este objetivo no
solo exige al profesor un saber de su materia y unos conocimientos propios de

95
especialistas (psicopedagogos, logopedas), sino que además le reclama una preparación
–fuera del aula– altamente diversa de todas y cada una de sus clases diarias, y una
planificación específica y concreta de cómo repartir de manera plural su atención y su
tiempo, entre todos los alumnos en cada una de sus clases. Una auténtica multitarea muy
difícil de conseguir sin apoyos educativos dentro y fuera del aula.
Sin esas ayudas, difícilmente el profesor podrá asumir la inclusión de manera positiva
tal como se plantea, se presenta y se desea que sea aceptado este modelo educativo. Se
trata de que la educación inclusiva sea considerada un enriquecimiento para todos, en
lugar de un problema. En este sentido, es incuestionable la ayuda de quienes organizan y
dirigen el centro escolar y de la Administración Educativa. Una ayuda traducida en
apoyos y recursos diversos –en particular humanos– que permitan tanto al profesor como
a los alumnos tan diferentes entre sí sentirse cómodos ante la diversidad en el aula.

La soledad del profesor de aula ante las NEE


En el aula inclusiva de un centro ordinario el profesor de aula ha de atender
adecuadamente a los alumnos con NEE (Necesidades Educativas Especiales), término
que “pretende hacer hincapié en los apoyos y ayudas que el alumno necesita”. Se refiere
a las ayudas y atenciones derivadas de discapacidad, trastornos graves de conducta,
trastornos mentales, etc., es decir, ayudas y atenciones dirigidas a los alumnos que “les
cuesta más aprender, comprender y comunicarse”. Vale la pena destacar que el término
NEE se refiere también –aunque quizá se le presta menor atención– a las necesidades
educativas que precisan los alumnos que aprenden más rápido que los demás, los
alumnos de altas capacidades.
¿Quién diagnostica las NEE en un alumno?, ¿quién determina las ayudas y los apoyos
acordes al diagnóstico? Los especialistas: médicos, psicopedagogos, psicólogos,
logopedas, asistentes sociales, terapeutas diversos, etc. ¿Quién debe tener en cuenta el
diagnóstico y hacer efectivas en el aula las ayudas y los apoyos pertinentes? El profesor.
Decir que un alumno presenta NEE, es decir muy poco al profesor de aula. El profesor
tiene que saber cuáles son las necesidades educativas diagnosticadas, para poder adaptar
adecuadamente el currículo y poder acertar en la metodología que precisa el alumno.
Del profesor de aula se espera que con su práctica docente dé respuesta a las
necesidades educativas de todos y cada uno de sus alumnos. En este sentido, el profesor
–necesaria e incuestionablemente– tiene que estar asesorado por el especialista o equipo
de especialistas (del centro escolar o de fuera de él) que ha diagnosticado y determinado
las necesidades educativas especiales. Sin ese asesoramiento al profesor le será muy
difícil –por no decir imposible– realizar de manera satisfactoria su docencia en un aula

96
ordinaria inclusiva con muchos alumnos diversos agrupados únicamente por la edad. De
hecho, parece lógico pensar que los especialistas de escuelas de educación especial
(centros con tendencia a desaparecer o al menos a disminuir en número) se trasladen a
las escuelas ordinarias inclusivas.
La soledad del profesor de aula surge –profunda y dolorosamente– cuando carece de
ese asesoramiento, o no se dota al centro escolar de recursos humanos y materiales
(cuadernos escolares de materias y niveles diversos adaptados, espacios, etc.) para
atender debidamente a los alumnos con necesidades educativas especiales. Pero sobre
todo la soledad del profesor es intensa cuando no se dota al centro, de profesores de
refuerzo en particular para atender la necesidad de atención individualizada específica
que requieren determinados alumnos. Las nuevas tecnologías claramente son
insuficientes para hacer frente a determinados trastornos de aprendizaje.
En esta soledad, además, al profesor se le priva de algo muy preciado y gratificante
para él: ver en la mirada y en la expresión del alumno la satisfacción que produce el
aprender.

A modo de conclusión
Ciertamente las aulas escolares de una gran mayoría de países, están modificándose
como consecuencia de querer hacer efectiva la igualdad de oportunidades, la equidad y
la calidad educativas para todos los alumnos. Su objetivo es transformar las escuelas en
auténticos centros inclusivos.
Para que la escuela inclusiva deje de ser una escuela teórica y utópica, es preciso
prestar atención a las necesidades tanto de los alumnos como de los profesores que
aspiran a adaptar sus enseñanzas a cada alumno en particular, así como proporcionarle el
apoyo y la atención que precise de acuerdo con sus características y necesidades.
El buen profesor del modelo educativo inclusivo quiere a toda costa promover el
“éxito” de todos y cada uno de sus alumnos, esto es, su aprendizaje. No se conforma en
alcanzar la integración y la socialización –ambas realmente necesarias, pero del todo
insuficientes– de todos los alumnos. Es imposible alcanzar su objetivo en solitario.
La escuela inclusiva no es posible sin un equipo de profesionales variados. Lo que
queremos decir es que requiere profesores de las distintas materias del currículo
(profesores de aula), profesores de refuerzo y especialistas de otras disciplinas
(psicopedagogos, logopedas, psicólogos) que juntos trabajen en equipo, de manera
coordinada. Apoyándose los unos a los otros, escuchándose mutuamente y aprendiendo
recíprocamente. Se trata de un trabajo educativo que reclama una organización bien
planificada de todos esos profesionales y bien coordinada (currículos, espacios,

97
tiempos). En este sentido, el papel del equipo directivo escolar es decisivo.
Cómo aborda la enseñanza inclusiva un centro escolar necesariamente debe
contemplarse en el Proyecto Educativo de Centro, así como en el plan de formación
inicial y permanente de todo el profesorado.
Hablar de la formación del profesor para la escuela inclusiva es hablar de suscitar en el
profesor un cambio de mirada en las aulas escolares, una mirada capaz de descubrir que
los alumnos no son homogéneos y por lo tanto sus necesidades son diversas. En este
sentido, de lo que se trata es de capacitar al docente para atender acertadamente las
necesidades de cada uno de sus alumnos. Para ese cambio se precisa una formación
orientada no únicamente a técnicas, estrategias y habilidades para la inclusión, sino
también orientada a actitudes y valores (aceptación de todas las personas, respeto por la
diversidad, equidad y calidad de la educación, flexibilidad, cambio de enfoques,
colaboración del profesor de aula con los profesores de refuerzo).
En definitiva, avanzar de modo efectivo en el reto de la educación inclusiva, pasa
necesariamente por una predisposición positiva de todos los miembros de la comunidad
educativa escolar ante ese modelo educativo, y por una organización y coordinación del
trabajo de todos ellos que potencien el aprendizaje de cada uno de los alumnos.

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Las pantallas y el aprendizaje
Los alumnos –jóvenes y adolescentes del siglo XXI– están gran parte del día
conectados a sus pantallas (móvil, tableta, ordenador, televisión). Los artilugios
tecnológicos les permiten acceder inmediata y fascinantemente a una gran cantidad de
información relacionada con sus estudios, compartir su vida con sus amigos y seres
queridos, estar al tanto de lo que ocurre a cientos o miles de kilómetros, sacar unas
entradas para asistir a un concierto u otro espectáculo, ver películas, etc. Ni que decir
tiene que son una mayoría los alumnos que cuando aparece el aburrimiento en su vida lo
combaten conectándose a una pantalla.
El hecho de estar permanentemente conectados y entretenidos ¿disminuye la
posibilidad de imaginar, de inventar, de ser creativo?, ¿reduce el interés por la práctica
de un deporte, o por la lectura?, ¿aleja –o incluso aísla– de las personas que están
físicamente cerca, o de la vida real? Son cuestiones que los educadores a menudo nos
planteamos y debemos abordar.
Por supuesto las ventajas y los beneficios que proporcionan las pantallas, en modo
alguno nos parecen poco importantes, sino todo lo contrario. Sin embargo, los profesores
no podemos ignorar, o dejar de lado, los efectos negativos del uso excesivo de las
pantallas por parte de nuestros alumnos –incluido el sedentarismo que lleva
incorporado–, ni cómo influyen realmente las tecnologías en su aprendizaje.
Estar permanentemente conectado va claramente en detrimento de actividades
humanas altamente enriquecedoras: jugar al aire libre y usar la imaginación en los
juegos, leer libros impresos, practicar un deporte o un hobby, conversar tranquilamente
enfrente de la otra persona, viendo su mirada y aprendiendo a escuchar. Vale la pena que
los profesores consideremos esta carencia y la tengamos en cuenta en nuestra tarea
educativa.
“La tecnología es un mal sustituto de la interacción personal”, “la naturaleza es más
lenta que internet y los jóvenes se van a aburrir con todo”, son frases de expertos a las
que merece la pena poner atención.

El papel de las tecnologías en el aprendizaje de los alumnos


Llama profundamente la atención leer en la prensa que “la mayoría de los hijos de
empleados de las grandes empresas tecnológicas de Silicon Valley estudian en colegios
sin ordenadores ni dispositivos electrónicos, con papel, tiza, lápices y materiales básicos
como únicas herramientas”.

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Para muchos tener equipadas las aulas con dispositivos tecnológicos es sinónimo de
modernidad y vanguardismo en la enseñanza, y de avance en el aprendizaje de los
alumnos. Sin embargo, la investigadora y escritora canadiense Catherine L’Ecuyer
afirma con rotundidad que “no existe un conjunto de estudios que relacione el uso de las
tecnologías en las aulas con una mejora académica”. De hecho, la OCDE en su primer
informe sobre la incidencia de las tecnologías en el aprendizaje (Students, Computers
and Learning. Making the Connection) concluye que no existe una relación positiva
entre el rendimiento académico y el uso de internet en el aula.
La inversión en nuevas tecnologías no deja de crecer en los centros escolares. Ni que
decir tiene que saber hacer un buen uso de las pantallas (portátil, tableta, móvil) en el
aula o en el tiempo de estudio personal, significa –entre otras cosas– vencer la tentación
de dar a internet un uso no académico en esos espacios de tiempo destinados al
aprendizaje; nos referimos a revisar el correo o la mensajería del tipo que sea,
entretenerse en las redes sociales o video-juegos, navegar por sitios no relacionados con
la materia de clase, por poner unos ejemplos. En este sentido, los profesores debemos
ayudar a los alumnos –jóvenes y adolescentes– a ser esforzados y responsables en el aula
y en su estudio personal individual.
El buen uso de las pantallas en las aulas nos parece excelente, si se emplea como lo
que es: un recurso más para el aprendizaje. No debe copar –ni tan solo desplazar– la
maravillosa y, sobre todo, humana tarea docente del profesor tanto en el aula como fuera
de ella. Estamos convencidos de que “ni la mejor de las tecnologías puede sustituir a un
buen profesor”.

Lectura de textos en papel y en formato digital


Muchos colegios han establecido en sus aulas el uso ordinario de tabletas con acceso a
libros de texto digitales. Su objetivo es obtener mejores resultados en el aprendizaje de
sus alumnos y quizá también satisfacer sus ansias de modernidad. Piensan que el medio
más adecuado y eficaz para aprender los jóvenes y adolescentes de hoy –a quienes
algunos denominan “nativos digitales”– es el medio digital con toda su amplia red de
recursos.
Como todos sabemos, es cierto que hay razones económicas y ambientales para dejar
de usar el papel y pasarse a la lectura digital. Sin embargo, cuando se trata de estudiar y
comparar los efectos del contenido impreso y del contenido digital en relación a la
comprensión de la información, vale la pena acudir a investigaciones realizadas.
Según Patricia A. Alexander y Lauren M. Singer (investigadoras de la Universidad de
Maryland), “los estudiantes aprenden mucho más de los libros impresos que de las

100
pantallas, aunque ellos creen lo contrario”. Parafraseando a Alexander y Singer, los
estudiantes prefieren leer en formato digital y piensan que su lectura es más rápida en ese
medio; sin embargo –concluyen estas autoras–, “el medio no importa si se trata de la
comprensión general (comprensión de la idea principal), pero si se trata de cuestiones
específicas, la comprensión es significativamente mejor cuando los estudiantes leen
textos impresos”.
“La lectura de textos impresos permite concentrarse más y recordar mejor lo leído”,
afirman otras investigaciones. Cierto. Al hablar de las ventajas de la lectura del texto
impreso en relación al digital, no queremos omitir otro tipo de ventajas y placeres que la
lectura de libros en papel proporciona al lector: el olor a libro, su tacto, el pasar las
páginas, ver cómo se avanza en él, usar el punto de libro y poder regresar al punto exacto
donde quedó detenida temporalmente la lectura, poder subrayar y añadir fácil y
cómodamente anotaciones en lápiz en los márgenes junto a un párrafo que por lo que sea
nos ha inspirado a escribirlas, poder releer esas anotaciones al cabo de un cierto tiempo
(¡días, meses o años!), el no depender de la batería ni de la actualización del software
para poder leer cuando a uno le apetezca. En resumen, la calidez del libro en papel es
difícil encontrarla en el artilugio tecnológico.

101
El profesor no implicado
Del profesor se esperan muchas cosas buenas y hermosas. Lo primero es que tenga
unos conocimientos de la materia que imparte y que sepa transmitirlos. Lo segundo –y
no menos importante–, que sea una persona incondicional cuando se trate de ayudar a
sus alumnos y un referente para todos ellos, un modelo a seguir.
A los alumnos les desconcierta enormemente que un profesor carezca de los atributos
propios del buen maestro. Esos atributos son: el ser sabio y estudioso, responsable y
paciente, amable y afectuoso, generoso con su tiempo y atención, esforzado y optimista,
que sepa escuchar y ponerse en los zapatos de los demás, y que esté dispuesto siempre a
ayudar. El buen maestro está comprometido con su quehacer institucional, personal y
profesional. No elude responsabilidades de ningún tipo ni es cicatero en su
cumplimiento. Ama su profesión. Su compromiso docente guía su vida profesional y
personal.
Por el contrario, el profesor no implicado escatima esfuerzos y tiempo, rehúye a los
estudiantes, se desentiende de los servicios escolares no académicos que a ningún
profesor le gustan pero comprende que son necesarios para la buena marcha del centro
escolar, se queja continuamente, no sigue los acuerdos tomados en las reuniones de
trabajo, y no respeta los objetivos de la institución académica en la que desempeña su
labor profesional.
El profesor no implicado no siente como suya la empresa en la que trabaja, no la lleva
en su corazón. Carece de motivos por los que excederse en los quehaceres diarios y
mucho más cuando se presentan los extraordinarios, tan frecuentes en cualquier centro
escolar y que siempre piden un esfuerzo personal añadido.
¿Qué hace que un docente sea –o se convierta– en un profesor no implicado? Nosotros
lo atribuimos, sobre todo, a dos realidades. Por un lado a la falta de compromiso docente
por parte del profesor, y por otro a la presencia de un estilo de gobierno en el centro
educativo que desarraigue al docente de la institución académica, hasta el punto de
impedir en ella un todo armónico y unido.

El compromiso docente
Un compromiso es una obligación contraída por dos o más partes. Comprometerse
significa aceptar libremente una responsabilidad sobre algo concreto. Por lo tanto,
compromiso y responsabilidad son inseparables.
El compromiso docente va más allá de la mera transmisión de conocimientos. Es decir,

102
tener unos conocimientos es insuficiente para ser un profesor comprometido, pues
además requiere saber enseñar y saber educar. El compromiso docente hace que el
profesor convencido de su misión acepte libremente unas obligaciones en relación con
sus tareas profesionales, con los objetivos educativos del centro en el que trabaja, y con
la sociedad que le ha confiado la educación de los adultos del mañana.
El compromiso docente se formaliza –como tantos otros compromisos– en un contrato
laboral, pero se forja en la conciencia, en la interioridad de cada uno. Ser un buen
profesor exige ser una persona comprometida, por lo tanto, capaz de comprometerse. En
este sentido, conviene subrayar que el profesor trabaja con personas y cualquier
irresponsabilidad por su parte corre el riesgo de ocasionar quizá graves consecuencias.
La persona comprometida –y el profesor no es una excepción– transmite confianza y
seguridad a los demás y disfruta del gozo que proporciona el deber cumplido. El
profesor comprometido actúa siempre con coherencia, de acuerdo con sus principios y
valores personales y los de la institución en la que desarrolla su actividad profesional.
Solo entonces podrá convertirse en un referente para sus alumnos, pues la percepción del
alumno sobre cómo actúa su profesor es decisiva para ese logro.
Como bien sabemos todos, el compromiso docente es un medio excelente para mejorar
y perfeccionarnos como profesores –sin ir más lejos y por poner un ejemplo, conlleva el
deber de actualizar nuestros conocimientos para mejorar nuestra actividad profesional–.
Ser o no un profesor comprometido repercute enormemente en los alumnos –futuros
adultos– y en sus familias, ambos colectivos son los primeros destinatarios de su trabajo.
Desde esta perspectiva, podemos decir que la responsabilidad del profesor, su
compromiso, es un elemento transformador de personas y en consecuencia de la
sociedad.
Un profesor comprometido entusiasma y persuade a sus alumnos con su visión de las
cosas, en particular con su visión de su trabajo profesional. Parafraseando a Saint-
Exupéry, nos gusta recordar que la valía de una persona puede medirse por el número y
la calidad de sus compromisos libremente adquiridos.

El estilo de gobierno y el sentir del profesor


La auténtica buena marcha de un centro escolar, sin lugar a dudas, depende del estilo
de gobierno del centro. Hablar de la buena marcha de un centro educativo es hablar de
una buena gestión de gobierno que, por supuesto, va muchísimo más allá de los “éxitos”
externos, los que se ven a simple vista. Lo que queremos decir es que una buena gestión
de gobierno no la garantizan los buenos resultados académicos, ni los grandes
equipamientos escolares, ni los mejores puestos en los rankings de escuelas, ni tampoco

103
los premios recibidos en los múltiples concursos escolares. Sino que una buena gestión
de gobierno en una escuela –además y sobre todo– la garantiza el sentir interior y
profundo de sus profesores en relación con el comportamiento de quienes gobiernan el
colegio. Un equipo de gobierno que no cuente con el sentir de los profesionales de su
organización, se conforma con un sucedáneo de una buena gestión de gobierno, aunque
los resultados externos del centro –los que todos vemos en los papeles, en las webs y en
los medios de comunicación– sean óptimos.
Ni que decir tiene que el sentir del profesor inevitablemente se transmite a los alumnos
y a sus familias, es decir, no es una cuestión baladí. Del mismo modo, nadie duda de que
hay profesores con un profundo compromiso docente que en su quehacer diario en las
aulas logran vencer sentimientos hostiles, incluso dolorosos, originados por una mala o
inadecuada gestión de gobierno en su centro y, sin embargo, su docencia es excelente y
generosa en todos los sentidos. El origen de esa excelencia está muy por encima de las
palabras y el modo de proceder de quienes gobiernan el centro; de hecho, nada o muy
poco tiene que ver con la gestión del equipo directivo.
Por el contrario, otros profesores ante la misma situación de un gobierno equivocado y
por lo tanto dañino para las personas, se convierten en profesores no implicados. Sienten
que la organización en la que trabajan no es su empresa, no se sienten estimados y sí
ignorados y excluidos, surge el doloroso ¡no cuentan conmigo! La falta de
reconocimiento por su tarea realizada es constante. Son profesores sin motivos para
excederse en sus tareas docentes y escolares, aunque sí tienen motivos para cumplir
escuetamente con todas sus obligaciones. Se limitan simplemente a cumplir. No admiten
más implicación que la estrictamente obligada por un horario, un reglamento, un
convenio. Son profesores que por un estilo de gobierno desacertado y doloroso se han
convertido –probablemente muchos de ellos no lo eran– en profesores no implicados.

Un enfoque positivo
Es cierto que hay carencias y comportamientos por parte del equipo directivo de un
centro escolar que pueden hacer que un profesor se convierta en un profesor no
implicado. Lógicamente son realidades, lamentables, que nada tienen que ver con el
buen gobierno. Nos estamos refiriendo a la falta de coherencia y de competencia
profesional del equipo directivo (carencias altamente destructoras de credibilidad); al
hecho de no contar con la participación de los profesores en las decisiones importantes
del centro; y a la presencia de un trato discriminatorio entre los profesores.
Por el contrario, y vale la pena subrayarlo, un buen equipo de gobierno nunca es
autocomplaciente, su afán de mejora personal y profesional es continuo y por lo tanto

104
efectivo. Es un equipo dispuesto a reconocer sus errores cuando los hay y sabe que pedir
perdón –o disculpas– nunca quita autoridad, sino todo lo contrario.
Asimismo, el buen gobierno de un centro educativo es un ejercicio de liderazgo, que
entusiasma y arrastra al profesorado. Sabe combinar libertad y responsabilidad. Nunca es
coercitivo. Ama la libertad de la persona. No tiene miedo al uso que los demás –los
profesores– puedan hacer de su libertad. Logra realmente crear un clima de confianza.
Sabe que la desconfianza imposibilita una buena relación. Convencido de que la
pluralidad de opiniones enriquece toda decisión, ama la participación responsable en la
toma de decisiones. Descarta la ambigüedad (nunca se refugia en ella), pues está
persuadido de que la falta de claridad siempre entorpece el buen hacer.
El buen gobierno, además, detecta al buen profesional, al profesor competente, al bien
preparado profesionalmente, y actúa en consecuencia. Por lo tanto, cuando se trata de
formar y nombrar interesantes o atrayentes comisiones de trabajo, otorgar ascensos entre
el profesorado, o promociones del tipo que sean, el modo de proceder del buen gobierno
nada tiene que ver con el amiguismo en sus múltiples facetas (lazos familiares, intereses
de futuro de lo más variopinto, relaciones extraprofesionales del tipo que sean) y
muchísimo menos con miedos íntimos relacionados con envidias o con planes personales
de futuro.
Finalmente, el buen gobierno de un centro educativo sabe escuchar, es reflexivo y
prudente. Es amable y servicial. Sabe sacar a la luz lo mejor de cada profesor en
particular. Conoce el corazón de la persona, por lo tanto del profesor. Parafraseando al
director de orquesta, filósofo y escritor Íñigo Pírfano, “su autenticidad arrastra y
convence. El buen gobierno tiene grandeza para transmitir grandeza”.

105
Algo que al profesor no se enseña: el trabajo en equipo
Trabajar en equipo es una actividad que está de moda en el mundo laboral desde hace
varias décadas. El trabajo en equipo se considera una de las claves del éxito en las
empresas y paulatinamente se ha ido imponiendo en los distintos ámbitos: educativo,
científico, comercial, sanitario, gubernamental. De modo general se piensa que todos los
trabajos, o al menos la mayoría de ellos, son susceptibles de ser realizados en equipo.
Pero no es así. Hay tareas que en equipo se potencian, se hacen con más facilidad, a
veces con más rapidez e incluso con más gusto. Sin embargo, otras tareas no pueden
hacerse en equipo o si se hacen en equipo se tornan más difíciles, consumen más tiempo
o erosionan a los participantes. El trabajo en equipo es considerado, además, un estilo de
trabajar que mejora a la persona. En este sentido, se insiste en que es una actividad que
contribuye a desarrollar capacidades como las de ser un buen oyente, comprender a los
demás, estar dispuesto a cooperar. No trabajar en equipo, ya sea en una empresa, un
proyecto, o una iniciativa, parece que está mal visto. Se considera anticuado, poco
efectivo, empobrecedor. Sin embargo, los equipos de trabajo no siempre consiguen
alcanzar sus objetivos.
Algunos estamos convencidos de que determinadas tareas realizadas en equipo habría
sido mejor, más eficaz, llevarlas a cabo a solas. Tenemos la penosa impresión de que
este modo de trabajar ha lentificado nuestra actividad y nos ha hecho perder mucho
tiempo. Muchas veces alcanzar un objetivo requiere más tiempo del previsto. Esto puede
ocurrir cuando el objetivo en cuestión precisa de un estudio más amplio o más profundo
de lo que parecía a primera vista, o bien cuando surgen dificultades objetivas con las que
no se contaba. En estos casos aunque el logro de los objetivos propuestos se demore y
requiera una mayor dedicación por nuestra parte, no tenemos la impresión de haber
perdido el tiempo, sino de haber llegado más lejos de lo inicialmente previsto y por eso
hemos necesitado más tiempo.
El sentimiento de haber perdido el tiempo nos viene –y nos incomoda– cuando el
trabajo en equipo se reduce única, o prioritariamente, a un montón de tediosas reuniones
en las que uno o más asistentes hablan sin parar, de forma improvisada y reiterativa, y a
menudo sin respetar el turno de palabra y saliéndose del tema que es objeto de la
reunión. Son reuniones en las que ha fallado su preparación, y no se ha cuidado
suficientemente su desarrollo.
En algunas organizaciones –y con frecuencia en los centros educativos– la puesta en
marcha de un equipo de trabajo viene determinada por los directivos, por quienes
gobiernan el centro. Ante una inquietud determinada, una aspiración concreta o un

106
problema a resolver, quienes gobiernan eligen a los miembros de un equipo –a un grupo
de profesores– y a estos se les encomienda una tarea particular. Una tarea a realizar en
colaboración que tiene que caber en la jornada laboral, aunque parezca que en ella ya no
cabe nada más. Cuando esto sucede así, el trabajo en equipo se convierte en un quehacer
añadido al habitual que se percibe como una sobrecarga. Además, en muchos casos para
sacar adelante ese trabajo se cuenta con el voluntariado de quien lo va a realizar. En
cualquier caso, este recargo en las tareas ordinarias dificulta, al menos inicialmente, que
por parte de los miembros del equipo –en este caso los profesores–haya una buena
disposición para la realización de este trabajo encomendado, que el profesor tendrá que
saber encajar en su apretado horario laboral.

Claves para un trabajo en equipo efectivo


La experiencia muestra que la eficacia de un trabajo en equipo se consigue con un líder
fuerte, unos objetivos claros, unos miembros del equipo competentes y, por encima de
todo, una afectuosa relación de confianza. Si bien es cierto que bajo la expresión trabajo
en equipo se encuentran diversas formas de colaboración, de hecho, al pensar en la
dinámica del trabajo en equipo, suele pensarse más en las reuniones de los miembros del
equipo, que en el trabajo individual de cada uno de ellos. Este trabajo individual, como
dicen Robert R. Blake, Jane S. Mouton y Robert L. Allen en El trabajo en equipo. Qué
es y cómo se hace, es parte importante de un buen trabajo en equipo, y por lo tanto
merece la pena también prestarle atención 1. Sin embargo, la cohesión de un equipo de
trabajo va muy unida al sentido de responsabilidad de cada uno de los miembros del
equipo. No se trata solo de asumir la responsabilidad de las tareas propias, es decir, las
tareas realizadas a nivel personal como miembro del equipo, sino que se trata sobre todo
de asumir la responsabilidad de la marcha del grupo en su totalidad.
En muchas ocasiones la eficacia de un equipo de trabajo no es la esperada y produce
gran insatisfacción a sus miembros. Las causas de esta ineficacia son diversas: las más
frecuentes son la escasez de confianza entre los miembros del equipo, la falta de un líder
en el grupo, la ausencia de claridad en los objetivos, la inexistencia de una comunicación
adecuada o de un diálogo ordenado en el que se escuche suficientemente y se respete el
turno de palabra. Veamos a continuación con mayor detenimiento cada una de ellas en
particular.
La confianza, como expresa José María Rodríguez, profesor de Comportamiento
Humano en la Organización, es una realidad que sabemos cuándo la sentimos, pero
cuesta trabajo identificar su contenido, parece escaparse a la definición. Se habla del
sentimiento de confianza. Confiamos en otra persona cuando esperamos que nos ayudará

107
a resolver una situación difícil. Confiamos en otra persona cuando en una tarea conjunta
asumimos su modo de proceder 2. La confianza surge tras un período de conocimiento
mutuo, no es inmediata ni puede improvisarse. La confianza no se impone, sino que se
inspira. Se inspira en base a las cualidades de la otra persona, en particular su talante
moral y su capacidad de dar la respuesta que esperamos de ella. En este sentido podría
decirse que confianza y valía personal van íntimamente unidas.
El papel que juega el líder en el trabajo en equipo es decisivo no solo para la
consecución de los objetivos marcados, sino también para el logro de un buen clima en
el equipo y la buena marcha del mismo, que nunca son fruto del azar. El líder es el
conductor del equipo. Es quien asigna las tareas, marca los ritmos de trabajo, coordina
los trabajos individuales del equipo y reúne esfuerzos, capacidades y resultados. Todas
estas tareas previamente requieren un estudio preciso y una definición de los objetivos,
una planificación del trabajo a realizar y un conocimiento de cada uno de los
componentes del grupo, tanto en cuanto a su competencia profesional y su tiempo
disponible, como en cuanto a su modo de pensar y sentir. El líder debe prestar atención a
las relaciones de afecto y cooperación necesarias en el grupo y a las necesidades de cada
uno de sus miembros en particular. Quien lidera tiene que saber que de él se espera
lealtad y que sea siempre el más esforzado y el mejor técnico del grupo. De hecho, se le
pide constantemente que demuestre su valía personal y su técnica. Ahora bien, como
escribe Francesc Borrell, el líder “debe ‘tirar del carro’ pero consciente de que su valía
no es tanto el ‘hacer’ como el ‘saber hacer que los demás hagan’” 3.
Los objetivos, en palabras de José María Rodríguez, son el blanco al que todos los
miembros del equipo han de apuntar 4. Por esta razón es básico que todos los
comprendan con toda claridad. Este proceso no resulta fácil, en primer lugar, por la
diversidad existente entre los componentes del grupo de trabajo, y en segundo lugar, por
la misma complejidad que a veces entraña la definición de los objetivos. En ocasiones,
los objetivos pretendidos son poco precisos y no son entendidos de la misma manera por
los diversos miembros del equipo. Es más, sin saberlo pueden estar pensando en
objetivos diferentes. Obviamente esta situación genera en el equipo problemas de índole
diversa, puesto que los objetivos guían las acciones de cada uno en particular.
La claridad en los objetivos en buena parte se consigue con una comunicación
adecuada. La comunicación es un elemento básico en las relaciones interpersonales.
Comunicar no es únicamente transmitir información, sino que además, y quizá
básicamente, es transmitir actitudes y sentimientos. Este componente afectivo de la
comunicación –señala José María Rodríguez– puede enmascarar el mensaje de tal modo
que quien lo recibe oiga algo muy distinto 5. En cualquier caso, la transmisión de

108
información debe hacerse de un modo claro, ordenado y bien secuenciado. Alcanzar
acuerdos, decisiones, o soluciones, de gran calidad conlleva siempre un intercambio de
opiniones, puntos de vista, y resultados. Este intercambio no es posible sin una
comunicación clara entre los miembros del equipo, seguida de un diálogo adecuado.
El trabajo en equipo se traduce en numerosas reuniones que pueden ser de carácter
diverso: informativas, organizativas, de toma de decisiones, de resolución de problemas.
La planificación y la conducción de las reuniones competen al líder del equipo. Sin
embargo, la eficacia de una reunión depende en gran medida de su preparación previa
por parte de todos los asistentes. Hay que convencerse de que es muy difícil que una
reunión sea provechosa si no se asiste a ella debidamente preparado, es decir, si no se
acude puntualmente, con la documentación previa estudiada y con las posibles
propuestas pensadas y a veces incluso redactadas por escrito.
La buena marcha de una reunión requiere un diálogo que favorezca la participación de
todos los componentes y la escucha mutua entre ellos. El primero de estos dos requisitos,
la participación, principalmente depende de la habilidad de quien dirige la reunión para
crear un clima de respeto hacia todas las intervenciones, incluso las poco afortunadas, y
para moderar adecuadamente los turnos de palabra. El segundo, la capacidad de escucha,
permite a cada miembro centrar la atención en lo que dicen los otros. Escuchar es más
que oír. Escuchar es un proceso activo, requiere poner atención. A veces, en el equipo
surgen dificultades de distintos tipos que impiden escucharse unos a otros con la
atención debida. En la base de estas dificultades se encuentran diversas causas: actitudes
defensivas de los oyentes ante las diferencias de ideas y opinión, el desinterés por las
aportaciones de los demás, el cansancio, la disposición física de los miembros del grupo
–por ejemplo, en la mesa–, las interferencias acústicas procedentes del entorno (teléfono,
entradas y salidas de personas ajenas al grupo, ruidos del exterior) o bien del mismo
grupo (incorporaciones tardías a la reunión, movimientos y desplazamientos de objetos,
comentarios paralelos y al margen del trabajo en grupo). Todas ellas son dificultades
subsanables si se les brinda la debida atención 6.

El trabajo en equipo en el ámbito docente


La complejidad de las instituciones educativas nos lleva a que unos profesores
necesitemos de los otros, para complementarnos, ayudarnos y enriquecernos en nuestra
tarea educativa. El profesor ha de saber que hoy en día los conocimientos se han
especializado de tal modo que es imposible saberlo todo directamente, y saberlo de
forma solitaria y aislada. No hay duda de que trabajar en colaboración incrementa las
oportunidades que tenemos los profesores para aprender unos de otros. Trabajar en

109
equipo, en primer lugar, posibilita una buena coordinación entre actividades y
responsabilidades; en segundo lugar, reúne conocimientos y capacidades; y, en tercer
lugar, comparte y reduce cargas.
Los cambios establecidos por la reforma educativa en la enseñanza no universitaria
han exigido a los docentes trabajar en equipo para conseguir un acuerdo sobre qué, cómo
y cuándo enseñar y evaluar. Alcanzar este acuerdo, como bien asegura Joan Bonals en su
libro El trabajo en equipo del profesorado, no es fácil, porque a él debe llegarse entre
personas que proceden de lugares y condiciones diversas, personas con maneras de ser,
experiencias y estilos de trabajo distintos, que coinciden en un centro docente como
compañeros de trabajo y que no se han elegido mutuamente 7. Además, en este contexto
es importante señalar las carencias de formación en técnicas de trabajo en grupo que
suelen tener los profesores. Estas deficiencias quizá sean una de las causas principales de
que el trabajo en equipo no resulte tan satisfactorio, al menos en el ámbito docente,
como nos aseguran los expertos.
Ciertamente las experiencias de trabajo en equipo en la escuela no siempre resultan
enriquecedoras, ni altamente gratificantes para los miembros del equipo. Todos los
docentes hemos podido presenciar en más de una ocasión el sufrimiento de algunos
profesores por las dificultades surgidas en el equipo de trabajo. Dificultades que
repercuten negativamente en las relaciones interpersonales entre colegas, en el buen
entendimiento con los padres de los alumnos y en la calidad del trabajo en el aula 8.
El abanico de trabajos que el profesor debe realizar es amplio. Algunos de estos
trabajos debe realizarlos de un modo individual, en cambio, otros en equipo. El estudio
que exige la preparación de una clase, el asesoramiento personal a los alumnos, la
corrección de exámenes y trabajos, adecuar las actividades a los ritmos y características
del grupo clase, la preparación de las entrevistas individuales con los padres de los
alumnos, son trabajos que el profesor de ordinario debe hacer de forma individual.
Por el contrario, aquellos trabajos que hacen referencia a qué, cuándo y cómo enseñar
y evaluar requieren una labor de equipo. En este segundo grupo de trabajos se encuentra
la preparación de la programación de cada asignatura. La programación se realiza al
inicio del curso escolar y a lo largo de este, en las reuniones departamentales, se revisa y
actualiza. En la programación deben quedar determinados, por una parte, los objetivos y
los contenidos –conceptos, procedimientos y actitudes– que el profesor se propone
enseñar a sus alumnos, y por otra, cuándo y cómo los enseñará y evaluará. Esta labor de
equipo tiene que llevarse a cabo de modo que ningún profesor sienta amenazado el
propio estilo de trabajo, ni adopte actitudes defensivas que inevitablemente repercutirían
negativamente en el funcionamiento del grupo 9. Asimismo, la organización del centro,

110
es decir, el horario, la normativa interna, la distribución de aulas, el calendario de
exámenes y de juntas de evaluación, las salidas con alumnos, las relaciones escuela-
familias, son actividades entre otras que requieren también una división del trabajo y su
coordinación, esto es, un trabajo en equipo.
Del mismo modo que el docente no duda de la importancia del trabajo en equipo en las
escuelas, también debe estar convencido de la importancia que tiene conocer y
comprender a fondo este modo de trabajar. Su aprendizaje, en cuanto a técnica y en
cuanto a las relaciones interpersonales, le permitirá convertir un trabajo colectivo en una
labor de equipo ágil y operativa, y a su vez, gratificante y enriquecedora para cada uno
de los componentes del grupo.
Ahora bien, el simple hecho de que un profesor participe en un equipo de trabajo no
asegura su convencimiento personal en cuanto a la conveniencia y la utilidad de este
trabajo a realizar. Está claro que si el esfuerzo que requiere un trabajo es superior a las
mejoras que se supone que proporcionará, se convierte en un trabajo poco gratificador,
un proyecto que no ilusiona. De hecho, las fuentes de compensación a nivel personal por
el esfuerzo realizado en un grupo de trabajo giran alrededor de la ganancia material, el
orgullo de pertenecer al grupo, o las oportunidades que le brinda este para progresar
profesionalmente y crecer a nivel personal.
Al margen de que en un grupo de trabajo haya o no funciones diferenciadas –
coordinador, secretario, etc.– asignadas formalmente, cada miembro de un grupo de
trabajo en equipo ocupa una posición determinada en el mismo. Esta posición, que
emerge de una manera más o menos espontánea, le viene dada al profesor en función de
sus características personales: su modo de pensar, de sentir y hacer, sus conocimientos,
su experiencia. Es importante que esta posición resulte personalmente cómoda para cada
uno de los integrantes del grupo y, a su vez, sea aceptada por el resto de los componentes
del equipo. Esta aceptación garantizará el respeto a la diversidad de intereses, ritmos,
estilos, capacidades, habilidades, recursos y otros aspectos propios de cada profesor.
Este respeto es un requisito imprescindible para el buen funcionamiento del equipo. De
hecho, uno de los retos del trabajo en equipo es lograr que la diversidad existente entre
sus miembros sea un elemento enriquecedor y no una causa de interferencias. Ahora
bien, tener en cuenta y respetar la diversidad no significa dejar de primar las
aportaciones más cualificadas, ni oponerse a las inevitables renuncias individuales que
conlleva en muchas ocasiones una actuación coordinada. El trabajo en equipo requiere
tanto la contribución individual como el respeto por los demás.
Finalmente, el hecho de no atender en la formación del profesorado al papel del
profesor como miembro de un equipo de trabajo, y la poca disponibilidad de tiempo que

111
tiene el profesor en su jornada laboral para realizar un trabajo en colaboración con otros
profesores, hacen pensar que conseguir equipos docentes que trabajen satisfactoriamente
no es uno de los objetivos prioritarios en el ámbito escolar. En este sentido, llama la
atención el modo como los horarios escolares de los profesores dificultan –con
frecuencia– los encuentros, el intercambio y la colaboración entre profesores. Sin
embargo, el trabajo en equipo entre profesores es considerado uno de los factores que
identifican que una educación sea de calidad, sin olvidar que la mejora de la calidad en
nuestras aulas es uno de los objetivos esenciales del sistema educativo vigente en nuestro
país.

La colegialidad: un modo particular de trabajar en equipo


La expresión trabajo en equipo abarca un amplio espectro de formas de trabajar en
colaboración: desde la mutua ayuda entre dos jefes de departamentos distintos en una
pequeña organización, pasando por las tareas coordinadas del claustro de profesores de
una escuela, hasta el trabajo de un equipo directivo de una empresa, o de una institución,
grande y funcionalmente compleja. El estilo de trabajo en equipo en cada una de las
distintas formas de colaboración, al margen de la envergadura y complejidad del equipo,
puede ser muy variado. Existen diferentes modos de organización interna, de distribuir
cargos, de asignar y coordinar tareas, de llevar a cabo las reuniones, de tomar decisiones,
de liderar al grupo. Ahora bien, en sus distintas formas, un grupo de trabajo en equipo
siempre requiere habilidades para comunicar, colaborar, y entenderse con los demás, así
como el conocimiento y la aceptación de las reglas de juego que van a guiar la conducta
del equipo. Sin embargo, y quizá este sea el dato más importante a resaltar aquí, lo que
va a diferenciar real y fundamentalmente a un equipo de trabajo de otro son los valores
que van a guiar las acciones de cada uno de sus integrantes y el modo de tratar a las
personas que impere en el grupo.
Está claro que no hay que considerar a los equipos de trabajo solo desde su vertiente
técnica. Como bien dice Francesc Borrell, “un equipo tiene alma propia, y esta tiene que
forjarse en un contacto entre las personas que lo componen” 10. Por otro lado, el logro
hacia el que se orienta un equipo de trabajo puede ser muy diverso: beneficios
personales, la obtención de un producto o de un servicio, la resolución de un conflicto,
un bien común. La colegialidad es un modo particular de trabajar en equipo basado en la
confianza entre sus componentes, orientado al logro de un bien común, y en el que todos
los componentes del equipo son iguales en el sentido de que todos toman parte –por
igual– en el análisis, la deliberación y la toma de decisiones.
Como aseguran Julio César Durand y Carlos Pujadas, si bien es cierto que la

112
colegialidad es un concepto muy utilizado en la literatura sobre educación universitaria,
a su vez y con frecuencia se considera un ideal de trabajo en equipo inalcanzable y poco
realista. La noción de colegialidad tiene que ver con la relación entre personas dentro de
una profesión, un campo científico, una organización. Está caracterizada por la
confianza, la apertura a los demás, la preocupación por el otro, y la cooperación. La
colegialidad se fundamenta en la confianza en los demás y en los beneficios para todos
11. Mitiga el interés personal en las relaciones con los colegas, estimulando el
comportamiento altruista. En este sentido puede decirse que la colegialidad es
incompatible con la competitividad y el utilitarismo, y asegura la inviabilidad de los
abusos de autoridad y de un comportamiento tiránico.
En un equipo de trabajo verdaderamente colegial todos los individuos son iguales, es
decir, no hay un superior y sus subordinados. Aunque haya un reparto de tareas
específicas, todos son responsables de la marcha del grupo y de las decisiones que se
tomen. Esto no impide la existencia de cargos individuales, con atribuciones muy
concretas. Desde una perspectiva colegial los miembros del grupo de trabajo no pueden
ser una simple fuente de información para quien lidera, una fuente que el líder utiliza
para tomar decisiones y guiar al equipo y a la organización, según su personal visión, es
decir, de un modo autocrático. Por el contrario, un comportamiento colegial exige que
todos los integrantes del grupo aporten sus puntos de vista, después de un estudio
personal –previo a las reuniones– de los temas a tratar y a decidir. En la toma de
decisiones no caben las negociaciones o alianzas, sino los mecanismos participativos que
promuevan el bien común, coordinando la acción de todos y cada uno. Todos toman
parte en el análisis, la deliberación y la toma de decisiones. La colegialidad proporciona
en la toma de decisiones mayor seguridad pues hace más difícil equivocarse, y a su vez
suscita serenidad pues fomenta la unidad y la responsabilidad.
En un entorno colegial, el líder del equipo ha de ser consciente de que no se trata de
conseguir cualquier tipo de resultados ni por supuesto a cualquier precio, sino de
promover unos comportamientos determinados. Su responsabilidad mayor es la de
encarnar y promover el desarrollo de unos valores en la toma de decisiones que
contribuyan al logro de un bien común, coordinando la acción de cada miembro del
grupo.

Circunstancias que dificultan un buen trabajo en equipo


En la gestión de empresas y organizaciones diversas, con el objetivo de lograr la
eficiencia deseada, suele hacerse hincapié en el trabajo en equipo. Conseguir equipos
que trabajen satisfactoriamente en aras a la eficiencia deseada parece ser una de las

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tareas que asumen de forma prioritaria los directivos de la gran mayoría de las
organizaciones e instituciones. La acción de colaborar se presenta como un modo de
trabajar entre dos o más personas, participativo, basado en la lealtad y confianza
recíprocas, compartiendo recursos, para alcanzar unos propósitos específicos durante un
tiempo determinado, es decir, para realizar una tarea concreta, un proyecto preciso.
Ahora bien, las circunstancias que se presentan en la vida cotidiana del trabajo en las
distintas organizaciones, obviamente, son las circunstancias que envuelven a los
integrantes de sus equipos de trabajo. Por lo tanto, estas condiciones impactarán de un
modo determinado en el sentir de las personas que forman el equipo, en los valores que
rigen sus actuaciones y en las relaciones interpersonales. Veamos a continuación algunas
circunstancias que dificultan una buena labor de equipo en organizaciones diversas.
La colaboración y el compromiso en un grupo de trabajo requieren que sus
componentes se sientan implicados en situaciones no perecederas a las que se sientan
vinculados a largo plazo y que no susciten la sensación de tránsito sino de arraigo y
pertenencia. El empleo temporal, la fusión de empresas, la avidez de cambio junto con el
convencimiento de que la inmovilidad en el puesto de trabajo es sinónimo de fracaso,
conducen a un sentimiento de provisionalidad. Este sentimiento de provisionalidad junto
con la rotación de las personas son dos características existentes en las organizaciones
actuales, que sugieren una de las causas por las que no suelen formularse planes a largo
plazo en los equipos de trabajo. Por así decirlo, el equipo pasa de una tarea a otra y las
personas que lo forman cambian también. Esta inestabilidad crea una incertidumbre en
las personas que dificulta la formación de vínculos sólidos –como por ejemplo, la
confianza– que de por sí tardan en desarrollarse y no pueden improvisarse, y que un
buen trabajo en equipo requiere. El debilitamiento de estos lazos sociales obviamente
repercute en las relaciones humanas. De hecho, los vínculos débiles o superficiales
presentes en las organizaciones inevitablemente quedan integrados en sus equipos de
trabajo. En este sentido, el sociólogo Richard Sennett, en su libro La corrosión del
carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, refiriéndose
al informe sobre el trabajo en equipo realizado por la Secretary’s Commission on
Achieving Necessary Skill (SCANS) escribe: “La imagen del equipo en el informe
SCANS es un grupo de gente reunida para realizar una tarea concreta e inmediata más
que para vivir juntos como un pueblo. Los autores argumentan que un trabajador tiene
que poner en tareas a corto plazo una capacidad instantánea de trabajar bien con un
cambiante elenco de personajes, lo cual significa que las capacidades sociales que la
gente trae al trabajo han de ser portátiles: escuchar bien y ayudar a los demás, al moverse
de equipo en equipo, a medida que cambia el personal de los equipos” 12. Para Sennett,

114
unos vínculos sólidos dependen de una asociación larga, además, por supuesto, de una
disposición personal a adquirir compromisos. Quizá sea esta una de las razones por las
que los equipos de trabajo no siempre consiguen alcanzar sus propósitos. Sin embargo,
vale la pena puntualizar que no todos los trabajos en equipo precisan una asociación
larga, sino que depende de cuales sean sus objetivos. Por ejemplo, un equipo de trabajo
que tenga como objetivo dar respuesta a una situación determinada, o a una inquietud
concreta, puede no requerir una asociación larga. En estos casos la valía personal y las
actitudes de cada uno de los miembros del equipo son determinantes para el buen
funcionamiento del equipo.
El trabajo en equipo conlleva el ejercicio de un trabajo grupal que requiere unas
capacidades relacionales a las que se les presta gran atención, y el ejercicio de un trabajo
individual que depende de la valía personal de cada uno de los miembros del equipo y
que sustenta en buena parte al trabajo grupal, sin embargo, a él se le presta menos
atención. Desde la óptica del trabajo en equipo, se insiste en que este modo de trabajar –
en equipo– es una actividad que contribuye a desarrollar capacidades como ser un buen
oyente, comprender a los demás, estar dispuesto a cooperar, saber adaptarse a las
circunstancias, capacidades todas ellas que Sennett denomina capacidades blandas. “El
trabajo en equipo –escribe Sennett– hace hincapié en la receptividad mutua más que en
la validación personal” 13. Es decir, la buena preparación técnica y profesional, el
esfuerzo personal, la autodisciplina y el rigor en el trabajo, pasan a un segundo plano
cuando se trata de abordar la contribución individual que requiere trabajar en equipo.
Esta concepción del trabajo en equipo no ahonda en su verdadero significado, eclipsa la
responsabilidad personal y el compromiso individual que debe aportar al equipo cada
uno de sus miembros. Está claro que la excelencia del trabajo en equipo se alcanza
cuando el total, esto es el resultado del equipo, excede la suma de las contribuciones
individuales, y para ello estas necesariamente han de ser las debidas.
Un verdadero equipo de trabajo no admite la lucha individual. La relación de igualdad
entre los miembros que lo componen es una característica de este modo de trabajar. Así,
los componentes del equipo no compiten entre sí y, a su vez, el líder y el resto de los
miembros del equipo no son antagonistas. Para ello, el líder, quien guía y coordina, no
puede actuar como un supervisor, como alguien que controla y enjuicia la actividad del
equipo de trabajo. Si el líder actúa de este modo, entonces, el poder presidirá las escenas
del trabajo en equipo y la autoridad estará ausente. Cuando el público del trabajo en
equipo –advierte Sennett– son los jefes, el nuevo contratado tratará de impresionarlos.
En este contexto y tras una investigación de campo, apoyándose en empresas
consideradas hoy líderes, Sennett habla de “las máscaras del actor en el juego de la

115
cooperación” 14, de “representar las relaciones humanas como una farsa” 15, y escribe:
“El arte de fingir en el trabajo en equipo es comportarse como si uno estuviera
dirigiéndose solo a otros empleados, como si el jefe no estuviera realmente observando”
16.

Cómo superar las dificultades


En la actualidad hay un verdadero empeño en las empresas, organizaciones e
instituciones diversas por trabajar en equipo. Sin embargo, trabajar en equipo resulta
algo un tanto difícil. Las dificultades que impiden que este modo de trabajar resulte
eficaz en cuanto a la consecución de objetivos y en cuanto a que sea gratificante para
quienes lo llevan a cabo, en buena parte están relacionadas en primer lugar con la falta
de formación sobre este estilo de trabajar; en segundo lugar con el desconocimiento de la
necesidad de determinadas actitudes para quienes forman parte de un equipo de trabajo;
y en tercer lugar con el modo de actuar de quienes ponen en marcha un equipo de trabajo
y eligen a sus miembros. Veamos a continuación cómo superar estas dificultades.
Trabajar en equipo de forma satisfactoria requiere conocer en qué consiste y qué
comporta ese modo de trabajar, es decir, reclama una formación específica al respecto.
Hay que decir que esta formación de ordinario no se imparte en las distintas
organizaciones, ni está presente en los planes de formación del profesorado. Sin
embargo, se dice –incluso a veces se exige– que hay que trabajar en equipo, pero no se
dice cómo se hace esto. Se da por supuesto que todos conocen debidamente este modo
de trabajar. La realidad es que la mayor parte de las personas que utilizan esta técnica de
trabajo lo hacen sin haber recibido formación alguna sobre ella. Está claro que el sentido
común y la buena voluntad no son suficientes para desempeñar bien un trabajo que
requiere un modo particular de proceder. Para ello hace falta, además, una preparación
previa que proporcione el saber y la competencia necesarios para su buena realización.
Esta formación debe contemplar inicialmente aspectos básicos del trabajo en equipo
como son la relación de afecto y confianza entre los miembros del equipo, la importancia
del trabajo individual de cada uno de los miembros del grupo, y el asumir con
responsabilidad la marcha del equipo en su totalidad y no solo el trabajo individual
realizado como miembro del equipo. En una segunda etapa la formación debe detenerse
en aspectos más concretos como son la comunicación, el diálogo, la participación y la
escucha mutua propios de un equipo de trabajo, el planteamiento de los objetivos, el
papel del líder, la asistencia a las reuniones y su desarrollo.
Trabajar en equipo requiere unas actitudes concretas. Conocerlas a fondo y tratar de
adquirirlas contribuye a superar dificultades diversas que surgen con frecuencia al

116
trabajar en equipo. Estar dispuesto a cooperar y a aprender los unos de los otros, son dos
actitudes básicas para un buen trabajo en equipo. Del mismo modo, es preciso estar
prevenido contra determinadas actitudes defensivas que de ordinario surgen por la
disparidad de ideas o de opinión, el desinterés por las aportaciones de los demás, o
incluso por el cansancio del momento. A su vez, hay que convencerse de que trabajar en
equipo reclama la actitud de querer aportar pero sin imponer, lo que conlleva estar
dispuesto a renunciar a determinadas aportaciones individuales en aras al bien del
equipo.
Por último, nos referimos al modo de actuar de los directivos de las organizaciones o
instituciones en las que se encuentran los equipos de trabajo. Entre quienes gobiernan la
organización, quien elige el equipo de trabajo debe tener presente en su elección la
competencia profesional, la disponibilidad de tiempo, y el modo de pensar, de sentir y de
hacer de cada uno de los posibles candidatos a miembros de un equipo de trabajo.
Asimismo, quienes gobiernan deben facilitar las reuniones y encuentros que exige este
modo de trabajar, dando el tiempo necesario para su realización y proporcionando un
lugar de reunión adecuado. Es más, los directivos deben velar para que cualquier trabajo
en equipo “añadido” sea compatible con las tareas habituales de cada día y con el horario
laboral de cada uno de los miembros del equipo.
Superar las dificultades que suelen presentarse al trabajar en equipo significa poder
disponer de una herramienta de trabajo que mejora a la persona, y que posibilita reunir
conocimientos y capacidades de tal forma que el resultado del trabajo de un grupo de
personas excede a la suma de sus contribuciones individuales.

117
La autoridad del profesor en distintos entornos escolares: coeducativo y
diferenciado 17
El objetivo de esta comunicación es presentar un breve estudio sobre la autoridad del
profesor en relación al entorno escolar según sea coeducativo o no mixto. Se ha
organizado en tres secciones. En primer lugar se exploran algunas nociones conceptuales
(sección 1); en segundo lugar se centra la atención en el modelo de educación
coeducativo y el modelo no mixto, destacando sus ventajas e inconvenientes y la
diferente situación de la alumna y el alumno en cada uno de ellos (sección 2).
Finalmente, tras destacar los aspectos diferenciales en el varón y en la mujer
adolescentes, se aborda el estudio de la autoridad del profesor en relación a los entornos
escolares coeducativo y no mixto (sección 3).

Algunas precisiones conceptuales


Es de sobra conocida la distinción entre sexo y género, no obstante debido a la reciente
generalización del término género, a veces se utiliza de forma equivocada en lugar de
sexo. Ciertamente existen unas diferencias sexuales claras entre los seres humanos según
sean varones o mujeres. Estas diferencias son debidas a los cromosomas sexuales. El
sexo femenino está caracterizado por la presencia de los cromosomas XX, mientras que
el masculino queda determinado por los cromosomas sexuales XY. No obstante, los
seres humanos no se constituyen como mujeres o varones exclusivamente en base a su
sexo, sino que sobre esta base de carácter biológico construyen su identidad de género.
En este sentido puede decirse que el sexo es innato y el género es adquirido. Como
escribe Subirats,
las sociedades han creado sistemas de roles y patrones de comportamiento distintos
para hombres y para mujeres, prescripciones sobre lo que deben hacer y sobre cómo
deben actuar los individuos en función de su sexo. Estos patrones de
comportamiento son los géneros 18.
Los géneros así entendidos son una construcción social, resultado de la socialización
de las personas en la que intervienen diversas instituciones e instancias sociales, como la
familia, la escuela, el entorno inmediato de la persona, los medios de comunicación. Así
pues, “género” designa los comportamientos aprendidos socialmente de cómo ser mujer
o ser varón. En suma, el género es un concepto sociocultural y el sexo un concepto
biológico.
La construcción de la identidad de una persona, cómo se percibe a sí misma, es un

118
proceso largo y lento que está influenciado por los mensajes que le llegan de las
personas adultas que tiene a su alrededor, así como de los medios de comunicación y de
la publicidad donde nada es casual. Dicho con otras palabras, a partir de las influencias
que el niño, o el adolescente, va recibiendo, este desarrolla unos hábitos de
comportamiento social determinados. Estos comportamientos tienen características
diferentes en las chicas y en los chicos, puesto que los mensajes dirigidos a las chicas,
desde su nacimiento, son distintos a los dirigidos a los chicos. Estas diferencias en los
comportamientos se evidencian de una forma clara, por ejemplo, –explica Amparo
Tusón 19– en el modo de hablar, más afectivo en las mujeres que en los hombres; en el
tipo de juegos que practican, en concreto los juegos de los chicos implican más actividad
física y menos charla que los juegos de las chicas que son más tranquilos y con más
actividad verbal; y en las relaciones de amistad, así las amistades entre mujeres, que
suelen agruparse en grupos pequeños, están más centradas en el hablar y en la
confidencia mutua, que en el hacer cosas, mientras que las amistades entre hombres, que
forman grupos más numerosos, surgen haciendo cosas juntos. “Ellos comparten ideas y
actividades, ellas comparten sentimientos e intimidad” 20.
El vestir, los gestos, la forma de hablar, de reírse, de andar o de sentarse, son rasgos,
entre otros, que sirven para definir la identidad sexual de las personas, es decir, la
conciencia de la propia feminidad o masculinidad biológica. Estos rasgos son debidos a
causas culturales y no genéticas. Sin embargo, otros rasgos o características individuales
que también sirven para definir la identidad sexual de las personas, por ejemplo el tono
de voz, más grave en los hombres y más agudo en las mujeres, son debidos a causas
genéticas, aunque puedan ser culturalmente modificados, es decir, reforzados por los
valores culturales imperantes, o incluso borrados por las tendencias de moda 21. En
resumen:
El sexo es una característica biológica que agrupa a los seres humanos en dos
grandes grupos: las mujeres y los hombres. (…) A medida que las niñas y los niños
crecen van adquiriendo una identidad sexual (‘soy niña, soy niño’). (…) La
asignación del género –a partir del sexo– se produce en el mismo momento del
nacimiento: ‘es niña, es niño’. A través de estas palabras se inaugura el género. (…)
Cada persona es enseñada a ser hombre o mujer de diversas maneras y por
diferentes personas, instituciones y medios 22.
Ciertamente entre varones y mujeres existen diferencias, que se admiten y valoran. El
problema surge cuando las diferencias se utilizan para discriminar a uno de los sexos y
se originan desigualdades de trato entre las personas en función del sexo, es decir,

119
cuando dan paso al sexismo, a la discriminación de las personas de un sexo –de ordinario
las mujeres– por considerarlo inferior al otro.
Una imagen o idea aceptada comúnmente por un grupo o sociedad con carácter
inmutable es un estereotipo. En palabras de Anna Freixas, los estereotipos “son
pensamientos y creencias que se basan en ideas no comprobadas” 23. El modelo
propuesto de lo que es ser mujer recoge unos rasgos determinados que constituyen el
estereotipo femenino. Los rasgos que se reconocen en este modelo giran alrededor de ser
una buena madre y esposa, ser sensible, pasiva, emotiva, dulce, tierna, sumisa, callada y
entregada a los demás, frágil, amable, vulnerable, dependiente, poco asertiva. Por el
contrario, los atributos y roles que se asignan al modelo de lo que debe ser un hombre y
que constituyen el estereotipo masculino se centran en ser activo, autosuficiente,
independiente, racional, inteligente, fuerte, poco emotivo, competitivo, valiente,
protector. Está claro que los hombres y las mujeres son vistos de forma diferente y que
las cualidades adscritas a la conducta masculina son las más valoradas en la sociedad
occidental. Obviamente las mujeres y los hombres individuales varían mucho en sus
rasgos y comportamientos personales. Los rasgos estereotipados son muy peligrosos
porque –como advierten Askew y Ross– “limitan las expectativas y porque nos llevan a
interiorizar los mitos en mayor o menor medida, haciendo que limitemos nuestra
conducta para que encaje con ellos” 24.
La pervivencia de los estereotipos sobre las mujeres ha hecho que se confunda el ser
mujer con lo que de ellas se dice. La interiorización del estereotipo de pasividad,
debilidad, vulnerabilidad, dependencia, etc., ha contribuido a la victimización de las
mujeres –afirma Pilar Ballarín– y a que en ocasiones se les haya negado una
participación activa en los cambios sociales 25.

Modelos de escuela
En la década de los años sesenta la coeducación en la enseñanza primaria y secundaria
se generalizó en muchos países occidentales. Unos años más tarde, a partir de los años
setenta, el modelo de educación coeducativa también se fue implantando paulatinamente
en las escuelas de nuestro país. Es interesante señalar que veinte años después, en países
como Suecia, Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Canadá, Australia o Japón, se haya
planteado volver al modelo de educación separada por sexos, tanto en las escuelas
públicas como en las privadas 26.
La coeducación y la educación diferenciada por sexos son dos modelos de educación
que están presentes en nuestras escuelas, aunque de un modo mayoritario el primero de
ellos. Con el objetivo de estudiar las ventajas y los inconvenientes que presenta la

120
práctica de ambos modelos de educación, se describen a continuación los argumentos, a
favor y en contra, que alegan respectivamente los partidarios y detractores de ambos
modelos educativos.

En relación a la coeducación
El sistema educativo actual de nuestro país es considerado coeducativo. La educación
mixta nació proclamando la igualdad de oportunidades por razón de sexo, aunque si bien
es cierto sin hacer hincapié en los diferentes ritmos de madurez, y en consecuencia de
aprendizaje, de los chicos y las chicas. Asimismo, se confiaba en que las aulas escolares
mixtas conllevarían un mayor respeto y tolerancia entre sexos, y por lo tanto un mejor
entendimiento mutuo. En este sentido, la tarea de la escuela se consideraba preparatoria
para lograr una buena convivencia entre hombres y mujeres, entre chicos y chicas, en las
diversas situaciones de la vida, por ejemplo, en el deporte, en la vida profesional, en la
vida cultural y política, o en la sociedad en general, situaciones todas ellas en las que
ambos sexos conviven diariamente. La coeducación se consideraba la forma organizativa
más adecuada para ello.
Asimismo, en la coeducación se veía un medio organizativo que permitía la igualdad
en el ámbito escolar en el sentido de que alumnos y alumnas podían recibir una
educación según el mismo plan de estudios y a su vez permitía presentar la misma oferta
de carreras a todo el alumnado. De este modo, por un lado se pretendía evitar el hecho de
que las mujeres se centrasen en profesiones femeninas, como ocurría entonces en
muchas ocasiones, y por otro lado se aspiraba a que la profesión de la mujer no se
considerase como mera actividad suplementaria, es decir, “se pretendía dar a la mujer la
posibilidad de establecerse en la vida profesional y social en la misma medida que el
hombre” 27.
A favor de la educación mixta también se aducían argumentos no estrictamente
pedagógicos, sino más bien de tipo económico y de organización en la vida familiar. En
este sentido, la escuela mixta se planteaba como un modelo que ofrecía ventajas
económicas en las comunidades escolares en las que el número de alumnos no es
suficiente para mantener económicamente dos escuelas, una femenina y otra masculina.
Del mismo modo, se reconocía y valoraba el hecho de que una escuela coeducativa
permite que hermanos de sexo distinto puedan ser llevados a la escuela y recogidos
juntos, al menos cuando el horario lo permita.
En suma, desde una perspectiva coeducativa la objetividad y la eficacia han sido
consideradas dos valores que debían presidir las aulas escolares en aras a una equidad e
igualdad de oportunidades para los dos sexos. Por el contrario, propugnadores de la

121
separación de sexos en la escuela abogan por un modo de educar en el que la diversidad,
es decir, las distintas particularidades de los sexos, no estén subordinadas a esa
objetividad y eficacia proclamadas por el sentir coeducativo.

A favor de la separación de sexos en el aula


En el primer cuarto del siglo XX, las voces críticas a la coeducación sostenían que las
escuelas mixtas eran en realidad simplemente escuelas masculinas en las que se admitían
chicas. En esta línea se denunciaba que la implantación del sistema coeducativo carecía
de un estudio pedagógico previo y de una discusión en profundidad, así como de falta de
formación al profesorado para dar un contenido preciso al sistema coeducativo, no
limitándolo únicamente a un plano puramente formal de poner chicos y chicas juntos.
Asimismo, se cuestionaba si la coeducación servía tanto social como académicamente.
En el modelo mixto no se unieron los dos modelos segregados (masculino y
femenino) existentes anteriormente, sino que el modelo masculino se presentó como
universal, generalizándose un currículum masculino con solo algunas pinceladas del
currículum femenino, y eliminando los aspectos considerados más femeninos, que
carecían de prestigio social (…). El modelo coeducativo se basa en la distinción de
las diferencias de sexo y género (…), si bien necesita de la educación mixta como
requisito imprescindible, esta no es suficiente, ya que requiere avanzar un poco más
en el sentido señalado anteriormente 28.
Respecto a la dinámica del aula, en opinión de algunos detractores de la enseñanza
conjunta de chicos y chicas, la escuela coeducativa no tiene en cuenta el dominio de los
chicos en el aula. Afirman que los chicos suelen hacer más ruido y alboroto que las
chicas, y que estos están menos dispuestos a realizar tareas con las que estén poco
familiarizados o les resulten poco atractivas. En consecuencia –aseguran– la dinámica
del aula se ve radicalmente afectada por la presencia de chicos, en el sentido de que ellos
llaman más la atención del profesor lo que conlleva que la interacción entre el alumnado
y el profesor quede centrada predominantemente en los chicos; dicho con otras palabras,
los chicos acaparan una parte mayor del tiempo de los profesores y profesoras que las
chicas, lo que supone, por una parte, una fuente de aprendizaje mayor para ellos y, por
otra, una discriminación para ellas 29.
Para que chicos y chicas puedan desarrollarse como tales en la escuela, y en la
sociedad en general, no precisan de distintos planes de estudios, sino que los contenidos
han de ser iguales. Sin embargo, como advierten Ingbert von Martial y Mª Victoria
Gordillo, hay que dejarles libertad para que trabajen la misma materia a su manera
original, es decir, respetando las diferencias específicas del sexo en cuanto a

122
capacidades, interés respecto de determinados contenidos, comportamiento social,
expresión verbal, emocionalidad. Estos autores destacan que
con las diferencias mencionadas no se puede fundamentar, como absoluta
necesidad, el postulado de la separación de sexos en la enseñanza. Las diferencias
medias entre los sexos nunca son tan grandes como los valores extremos que pueden
observarse entre individuos de un mismo sexo 30.
Con todo, vale la pena destacar que una enseñanza adaptada a las circunstancias
individuales del alumnado y a los presupuestos individuales de aprendizaje, sin lugar a
dudas puede considerarse una condición favorable para una educación lograda. Estas
circunstancias y presupuestos plantean una educación que sea idéntica en cuanto a
algunos aspectos y diversa en otros. En este sentido, Francisco Rodríguez Rosales
advierte muy acertadamente que vale la pena tener en cuenta que “muchas veces el
proporcionar lo mismo a ambos sexos, puede no ser ‘equitativo’ puesto que alumnos y
alumnas llegan a la escuela con conductas ya diferenciadas por el género” 31.
En cualquier caso, hay que tomar en consideración que la libertad de enseñanza en una
sociedad plural exige, indiscutiblemente, un pluralismo en cuanto a opciones educativas
que posibilite y garantice la libertad individual de elección.

La autoridad del profesor en los distintos entornos escolares


La autoridad del profesor supone un apoyo –necesario– para el crecimiento personal
del alumno que evidencia el papel crucial que tiene en el proceso educativo. La
autoridad del profesor es la autoridad del saber. De hecho, el alumno acepta la autoridad
del profesor con el fin de saber. Ahora bien, esto solo puede lograrlo cuando el profesor
sabe más que él y es veraz, y en consecuencia surge en el alumno una confianza en el
profesor. Respecto a la competencia y la veracidad del profesor, condiciones necesarias
para su autoridad, el profesor las adquiere no en razón de su sexo, sino de su persona, ya
sea hombre o mujer. Es decir, cada profesor tendrá unas determinadas cualidades
intelectuales y morales, pero estas no variarán según se trate de un hombre o de una
mujer, sino según sea la persona. En función de estas cualidades el profesor podrá
establecer una relación de autoridad con sus alumnos, bien sea un varón o una mujer.
El conocimiento de sí mismo resulta indispensable en el proceso educativo. Educar en
y para la libertad comporta y exige que el alumno sepa quién es y cómo conducirse a sí
mismo para de este modo ser realmente el protagonista de su proceso educativo, sin que
nadie le sustituya en esta tarea. “Si el alumno no se conoce a sí mismo, su libertad pasará
a ser una libertad cautiva, un rehén de la ignorancia y del propio desconocimiento

123
personal” 32. Para conocerse a sí mismo el alumno precisa de quien le enseñe o al menos
le oriente en este aprendizaje y es preciso también que el profesor conozca las personas
de sus alumnos hasta donde sea posible: para educar, que es mucho más que enseñar,
hay que conocer la persona entera.
Obviamente las diferencias entre varones y mujeres existen y son reconocidas, y son
mucho mayores que la apariencia física. Es constatable la desigualdad de madurez entre
chicos y chicas, sobre todo en la etapa adolescente. Asimismo, el ritmo de aprendizaje y
la manera cómo aprenden son también diferentes en los chicos y las chicas. Asegurar
una mejor comprensión de las diferencias entre los sexos, indudablemente permitirá
potenciar al máximo las capacidades académicas y humanas de ambos sexos.
El estilo de comportamiento que caracteriza a los adolescentes, y que el educador en
modo alguno puede obviar, varía mucho en función de que sean chicos o chicas, es decir,
varía de acuerdo con los roles que se les ha asignado socialmente según su sexo. De un
modo general, el chico adolescente entiende que socialmente se espera de él que sea
fuerte, poderoso, agresivo e impenetrable en cuanto a sus emociones. Por su parte, la
adolescente experimenta que lo deseable, lo que socialmente se espera de ella, por ser
mujer, es finura en el trato, simpatía, delicadeza y una cierta reserva de su intimidad ante
extraños. Ambos, él y ella, intentarán acomodar su comportamiento al modelo que
socialmente se espera de cada uno en particular.
El conocimiento y la aceptación por parte del profesor de los aspectos diferenciales en
el varón y la mujer adolescentes permitirán al profesor mostrar al alumno aquellos
valores de que dispone, y enseñarle el modo más adecuado para hacerlos crecer. Por otra
parte, los chicos y las chicas son muy diferentes en clase. Se trata de asumir estas
diferencias y encontrar formas para hacer las clases interesantes y adecuadas para ellos y
para ellas. Como ha escrito Christina Hoff Sommers,
Desde hace décadas, la investigación en neurociencia, endocrinología, genética y
desarrollo psicológico coincide en que las diferencias sexuales en aptitudes y
preferencias son innatas y no consecuencias de la sociedad. La sociedad influye,
pero también la naturaleza 33.
La gran mayoría de los docentes de aulas mixtas no cree establecer diferencias en su
trato a alumnos y alumnas, sin embargo, reconoce que chicos y chicas son diferentes. A
menudo se percibe en sus expresiones una aceptación de los estereotipos más conocidos
que hacen referencia a la diferente capacidad de los chicos y las chicas en relación a las
matemáticas y la lengua: los chicos tienen más facilidad para las matemáticas y las
ciencias en general, las chicas tienen mejor habilidad verbal y son mejores en lectura y

124
ortografía. En cuanto al rendimiento escolar, se atribuye un nivel superior a las chicas
como consecuencia de cualidades como, la constancia, el orden, la perseverancia.
Resulta interesante señalar aquí cómo el profesor Edouard Breuse se refería ya en 1972 a
esta cuestión:
Desde el punto de vista de la inteligencia general, no existe ninguna superioridad de
uno u otro sexo, a lo más un desarrollo más acentuado en uno o en otro de algunas
aptitudes particulares. No obstante, la superioridad de uno u otro en algunas ramas,
por ejemplo, para las muchachas en las ramas literarias y para los muchachos en
las ramas científicas, no son más que variaciones sobre el término medio: hay
chicas claramente mejores en matemáticas que algunos chicos, y chicos superiores a
algunas chicas en gramática. Es un hecho cierto que existe un desfase en el
desarrollo de chicos y chicas al principio de la adolescencia. (…) Las diferencias
entre individuos del mismo sexo son a menudo mayores que entre individuos de sexo
diferente 34.
Ciertamente los chicos y las chicas son muy diferentes en clase, por lo tanto una clase
solo de chicos es muy distinta a una clase solo de chicas y a su vez ambas son muy
distintas a una clase mixta. Cada una de ellas requerirá un estilo educativo, una
organización y una dinámica particulares. De que el profesor acierte dependerá en buena
parte el rendimiento académico de los alumnos y a su vez serán reconocidos, por estos
últimos, el saber y la competencia del profesor.
Con los chicos es necesario constantemente insistir en cómo estos deben estar y
comportarse en el aula. Las clases para ellos han de ser animadas, es decir, con una
metodología dinámica e interactiva. Conviene que el profesor se mueva por toda el aula,
sin perder de vista a los alumnos, de tal modo que el alumno pueda esperar que el
profesor se dirija a él en cualquier momento. Es preciso advertir, incluso en ocasiones
sancionar, al alumno que no hace las tareas, y promover los trabajos en equipo poniendo
énfasis en el espíritu deportivo más que en el competitivo 35.
Para las chicas se recomienda otro tipo de clima en el aula. Necesitan menos
supervisión que los chicos, trabajan bien en pequeños grupos y en clases donde haya
calma, sosiego y creatividad. Desde muy pequeñas hay que interesarlas en la práctica del
deporte, de tal manera que les apetezca practicarlo y disfruten con la actividad física. Sin
embargo, la adquisición de destreza física no debe ser ni el único ni el más importante de
los objetivos en esta área. Conviene hacerles ver que la participación, el entretenimiento
y la disciplina que conlleva la educación física proporcionan, además, normas de
comportamiento social 36. El interés de las chicas por las matemáticas y por las ciencias

125
–ha expresado también Christina Hoff Sommers– crece cuando ven la conexión de estas
materias con la vida real, por ejemplo, la biología y la química les atraen más cuando
comprueban su repercusión en el medio ambiente o en el tratamiento de enfermedades.
En general las chicas tienden a subestimar sus cualidades, incluso cuando desempeñan
bien sus tareas, por lo tanto, hay que animarlas con mayor periodicidad.
El profesor en su quehacer profesional diario debe tener en cuenta todos estos factores
que acaban de exponerse, por supuesto también en una clase mixta, y a su vez debe tratar
de adaptar su estilo educativo a las necesidades de cada alumno en particular.
Estas consideraciones ponen de relieve la importancia que tiene en el proceso
educativo, en particular en la relación profesor-alumno, la circunstancia de que el
profesor posea un conocimiento lo más completo posible de la persona del adolescente,
alumno o alumna, es decir, un conocimiento que a su vez, y además, contemple los
aspectos diferenciales del educando según sea chico o chica. El conocimiento personal
sobre el alumno, por parte del profesor, contribuye, qué duda cabe, a que este último
pueda adecuar, de una forma real y efectiva, su tarea educativa a las características
personales del alumno, y por consiguiente tratarle y exigirle de manera adecuada. Es
entonces cuando el alumno, chico o chica, se siente comprendido y aceptado tal y como
es. Este punto de apoyo, que es la aceptación de uno mismo, por parte de quien le educa
hace que el educando se sienta estimado por lo que realmente es y, de este modo, pueda
surgir, entonces, la confianza que caracteriza una relación educativa basada en la
autoridad.
Las relaciones del profesor con el alumnado son de autoridad y de potestad. Ninguna
ley otorga autoridad al profesor y sí potestad. La autoridad del profesor, sea varón o
mujer, es fruto de su estudio, de su esfuerzo y de su trabajo personal, de sus actitudes y
de su comportamiento tanto dentro como fuera del aula. La autoridad se da en un
contexto de relación determinada, una relación en la que están presentes el
entendimiento mutuo, el diálogo y el amor al saber lejos de cualquier imposición
autoritaria. A su vez, la potestad del profesor en cierto modo está marcada por papeles,
reglas, notas, horarios, burocracia. En todo caso se trata de encontrar un equilibrio
adecuado entre autoridad y potestad. Cuando la relación con el alumnado se hace difícil,
situación que parece ocurrir más frecuentemente con los chicos que con las chicas, el
profesor puede caer en el error de hacerse escuchar a través del camino más corto, es
decir, a través de la potestad. Dicho con otras palabras, lo que el profesor no puede
conseguir con una palabra amable, sin hacer uso de la fuerza, intenta conseguirlo con
una orden o mandato. En este caso podría decirse que el poder que ejerce el profesor
ahoga la posibilidad de relación y de escucha, y en consecuencia ahoga el deseo de

126
aprender del alumno, como ahoga el pensamiento y la pregunta. De hecho, cuando no
hay autoridad, entonces, de ordinario deviene una relación autoritaria –que no de
autoridad– en la que no cabe la confianza, ni el diálogo 37.
Tener autoridad exige al profesor tener prestigio profesional. Resulta interesante
señalar que con la presencia de profesoras en aulas mixtas, los niños pueden aprender
que la fuerza física no es el único medio para adquirir prestigio y, en consecuencia, tener
autoridad. El prestigio le vendrá a la profesora –al igual que al profesor–,
fundamentalmente por el dominio de la materia que imparte, por el conocimiento y el
saber hacer de las tareas que comporta el ejercicio de la profesión docente, y,
finalmente, por el conocimiento que tenga de sus alumnos.
Respecto a esta última cuestión, el conocimiento de los alumnos, la profesora y el
profesor en su quehacer educativo no pueden prescindir de las diferencias presentes en
sus alumnos según sean chicos o chicas. Los chicos y las chicas no se muestran iguales
en cuanto a sus aficiones, intereses y aptitudes. Es necesario insistir, por obvio que
pueda parecer, sobre el hecho de que las diferencias individuales exigen diferencias de
adaptación a las prácticas educativas, por lo tanto, parece lógico pensar que las
diferencias sexuales exigirán también diferencias en la educación de cada alumno según
sea varón o mujer. Dicho con otros términos, la constatación de unas claras diferencias
fisiológicas y psicológicas, y de unos ritmos de desarrollo físico e intelectuales distintos
según el sexo, reclaman una educación que se adapte a estas características, por lo tanto
la profesora y el profesor deberán conocerlas 38.

A modo de conclusión
Los adolescentes y las adolescentes son muy distintos en clase. Estas diferencias hacen
referencia a sus aficiones, intereses y aptitudes. Estas diferencias exigen diferencias en
las prácticas educativas, es decir, requieren una determinada organización y una
particular dinámica en el aula según sea un grupo masculino, femenino o mixto. Sin
embargo, es cierto que a menudo las diferencias entre individuos del mismo sexo son
mayores que entre individuos de sexo diferente. De que el profesor acierte en su
organización y dinámica de aula dependerá en buena parte el rendimiento académico y
educativo del alumnado, y en consecuencia el prestigio profesional del profesor, pilar en
que se apoya la autoridad del profesor.
La relación de autoridad entre el profesor y sus alumnos depende fundamentalmente de
la competencia profesional del profesor, al margen de que el profesor sea hombre o
mujer. Es decir, no depende de su sexo, sino de su persona, sea varón o mujer. Se trata
de encontrar el equilibrio adecuado entre autoridad y potestad, en particular cuando la

127
relación con el alumnado se hace difícil, situación que se presenta quizá con mayor
frecuencia en un entorno escolar masculino o mixto que en uno femenino. En todo caso,
debe formarse al profesorado para que crezca en la autoridad necesaria para un buen
desarrollo de su trabajo en cada entorno.

1. Cf. Blake, Robert R., Mouton, Jane S., Allen, Robert L., El trabajo en equipo. Qué es y cómo se hace,
Deusto, Madrid, 1993, pp.15-16.
2. Cf. Rodríguez, José María, El reto del trabajo en equipo, Folio, Barcelona, 1997, pp. 12-13.
3. Borrell, Francesc, Cómo trabajar en equipo, Gestión 2000, Barcelona, 2001, p. 215.
4. Cf. Rodríguez, José María, op.cit., p. 14.
5. Cf. Rodríguez, José María, Ídem, p. 13.
6. Cf. Bonals, Joan, El trabajo en equipo del profesorado, Graó, Barcelona, 1996, pp. 91-101.
7. Cf. Bonals, Joan, Idem, p. 7.
8. Cf. Bonals, Joan, Ibídem.
9. Cf. Bonals, Joan, Idem, p. 41.
10. Borrell, Francesc, op. cit., p. 218.
11. Cf. Durand, Julio César y Pujadas, Carlos, “La colegialidad en la dirección de las universidades. Un
enfoque original del Beato Josemaría Escrivá”, Un mensaje siempre actual: Actas del congreso “Hacia el
centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer”, Buenos Aires: Universidad Austral,
2002.
12. Sennett, Richard, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo
capitalismo, traducción de Daniel Najmías, Anagrama, Barcelona, 2000, pp. 115-116.
13. Sennett, Richard, Idem, p. 111.
14. Sennett, Richard, Idem, p. 118.
15. Sennett, Richard, Idem, p. 112.
16. Sennett, Richard, Idem, p. 117.
17. Comunicación publicada en actas del I Congreso Internacional sobre Educación Diferenciada, Barcelona,
20-22 abril 2007. Para un estudio más amplio de esta cuestión puede verse el libro de María Rosa Espot, La
autoridad del profesor. Qué es la autoridad y cómo se adquiere, Wolters Kluwer Educación, Madrid, 2006.
18. M. Subirats, “Género y escuela”, en C. Lomas, ¿Iguales o diferentes? Género, diferencia sexual, lenguaje
y educación, Paidós, Barcelona, 1999, p. 23.
19. Cf. A. Tusón, “Diferencia sexual y diversidad lingüística”, en C. Lomas, ¿Iguales o diferentes? Género,
diferencia sexual, lenguaje y educación, pp. 91-94.
20. A. Tusón, “Diferencia sexual y diversidad lingüística”, p. 94.
21. Cf. M. Yagüello, “Las palabras y las mujeres”, en C. Lomas, ¿Iguales o diferentes? Género, diferencia
sexual, lenguaje y educación, p. 107.
22. A. Freixas, “Entre el mandato y el deseo: la adquisición de la identidad sexual y de género”, en C. Flecha
y M. Núñez, La educación de las mujeres: nuevas perspectivas, Secretariado de Publicaciones de la

128
Universidad de Sevilla, Sevilla, 2001, pp. 23-24.
23. A. Freixas, “Entre el mandato y el deseo: la adquisición de la identidad sexual y de género”, pp. 24-25.
24. S. Askew y C. Ross, Los chicos no lloran. El sexismo en educación, Paidós, Barcelona, 1991, p. 16.
25. Cf. P. Ballarín, La educación de las mujeres en la España contemporánea. (Siglos XIX-XX), Síntesis,
Madrid, 2001, p. 30.
26. Cf. Institució Familiar d’Educació, “L’educació diferenciada. Una opció actual per a la diversitat”,
Quaderns d’Institució, nº 4, Barcelona, 2004, pp. 5-6.
27. I. von Martial y Mª V. Gordillo, Coeducación. Ventajas, problemas e inconvenientes de los colegios
mixtos, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 1992, p. 21.
28. F. Rodríguez Rosales, Coeducación. Un tratamiento interdisciplinar desde una perspectiva
psicopedagógica, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, Córdoba, 1998, pp. 23-24.
29. Cf. M. Scott, “Dale una lección: el currículum sexista en la educación patriarcal”, en D. Spender y E.
Sarah, Aprender a perder, Paidós, Buenos Aires, 1980, pp. 139-140.
30. I. von Martial y Mª V. Gordillo, Coeducación. Ventajas, problemas e inconvenientes de los colegios
mixtos, p. 75.
31. F. Rodríguez Rosales, Coeducación. Un tratamiento interdisciplinar desde una perspectiva
psicopedagógica, p. 27.
32. A. Polaino, Familia y autoestima, Ariel, Barcelona, 2004, p. 138.
33. C. Hoff Sommers, “Resumen de una conferencia celebrada en Madrid con ocasión del 40 aniversario de la
fundación de Fomento de Centros de Enseñanza”, Aceprensa, 60/04, Madrid, mayo 2004, p. 3.
34. E. Breuse, La coeducación y la enseñanza mixta, Marova, Madrid, 1972, p. 147.
35. Cf. C. Hoff Sommers, Aceprensa, 60/04, p. 4.
36. Cf. S. Scraton, Educación física de las niñas: un enfoque feminista, Morata, Madrid, 1995, pp. 78-79.
37. Cf. R. Arnaus, “Significarse en femenino en la Universidad”, Kikiriki, nº 54, 1999, pp. 37-41.
38. Cf. E. Cortada, La escuela mixta y coeducación en Cataluña durante la II República, Instituto de la
Mujer, Madrid, 1988, pp. 163-165.

129
Para seguir leyendo

BAIN, Ken: Lo que hacen los mejores profesores universitarios, Universitat de València,
Valencia, 2007.
CAIN, Susan: El poder de los introvertidos en un mundo incapaz de callarse, RBA,
Barcelona, 2012.
ESPOT, María Rosa: La autoridad del profesor. Qué es la autoridad y cómo se adquiere,
Wolters Kluwer Educación, 2ª ed., 2011.
ESPOT, María Rosa y NUBIOLA, Jaime: Cómo tomar decisiones importantes (Dirigido a
jóvenes de 15 a 22 años), Eunsa, Pamplona, 2ª ed., 2016.
ESPOT, María Rosa y NUBIOLA, Jaime: Aprender a divertirse, Eunsa, Pamplona, 2011.
LITTLE, Tony: Cómo educar con inteligencia, Rialp, Madrid, 2016.
NUBIOLA, Jaime: El taller de la filosofía, Eunsa, Pamplona, 6ª ed., 2017.
TEIXIDÓ SABALLS, Joan: La acogida al profesorado de nueva incorporación, Graó,
Barcelona, 2009.

130
Origen de los textos

En su gran mayoría los textos reunidos en este volumen tienen su origen en la amable
invitación por parte de diversas revistas de educación –Vanguardia Educativa
(Monterrey, México), Smart Bussines (Quito, Ecuador), Krinein (Santa Fe, Argentina)–
para colaborar con nuestros artículos, a lo largo de estos últimos años. El último texto
“La autoridad del profesor en distintos entornos escolares: coeducativo y diferenciado”
procede de una comunicación presentada en un congreso internacional.

131
Bibliografía

Ambrosio, san, Sobre las vírgenes, 2, 2, Madrid, Rialp, 1956.


ARNAUS, Remei, “Significarse en femenino en la Universidad”, Kikiriki, nº 54, 1999.
ASKEW, Sue y ROSS, Carol, Los chicos no lloran. El sexismo en educación, Paidós,
Barcelona, 1991.
BAIN, Ken, Lo que hacen los mejores profesores universitarios, Universitat de València,
Valencia, 2007.
BALLARÍN, Pilar, La educación de las mujeres en la España contemporánea. (Siglos XIX-
XX), Síntesis, Madrid, 2001.
BLAKE, Robert R., y otros, El trabajo en equipo. Qué es y cómo se hace, Deusto, Bilbao,
1993.
BONALS, Joan, El trabajo en equipo del profesorado, Graó, Barcelona, 1996.
BORRELL, Francesc, Cómo trabajar en equipo, Gestión 2000, Barcelona, 2001.
BROWN, Brené, Creía que solo me pasaba a mí (pero no es así), Gaia, Móstoles,
(Madrid), 2012.
CAIN, Susan, El poder de los introvertidos en un mundo incapaz de callarse, RBA,
Barcelona, 2012.
CORTADA, Esther, La escuela mixta y coeducación en Cataluña durante la II República,
Instituto de la Mujer, Madrid, 1988.
DURAND, Julio César y PUJADAS, Carlos, “La colegialidad en la dirección de las
universidades. Un enfoque original del Beato Josemaría Escrivá”, Un mensaje
siempre actual: Actas del congreso “Hacia el centenario del nacimiento del Beato
Josemaría Escrivá de Balaguer”, Universidad Austral, Buenos Aires, 2002.
FREIXAS, Anna, “Entre el mandato y el deseo: la adquisición de la identidad sexual y de
género”, en FLECHA, Consuelo y NÚÑEZ, Marina, La educación de las mujeres: nuevas
perspectivas, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, Sevilla,
2001.
Institució Familiar d’Educació, “L’educació diferenciada. Una opció actual per a la
diversitat”, Quaderns d’Institució, nº 4, Barcelona, 2004.
MARTIAL, Ingbert von y GORDILLO, Mª Victoria, Coeducación. Ventajas, problemas e
inconvenientes de los colegios mixtos, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona,

132
1992.
PENNAC, Daniel, Mal de escuela, Mondadori, Barcelona, 2008.
RODRÍGUEZ, José María, El reto del trabajo en equipo, Folio, Barcelona, 1997.
RODRÍGUEZ ROSALES, Francisco, Coeducación. Un tratamiento interdisciplinar desde una
perspectiva psicopedagógica, Servicio de Publicaciones de la Universidad de
Córdoba, Córdoba, 1998.
SCOTT, Marion, “Dale una lección: el currículum sexista en la educación patriarcal”, en
SPENDER, Dale y SARAH, Elizabeth, Aprender a perder, Paidós, Buenos Aires, 1980.
SCRATON, Sheila, Educación física de las niñas: un enfoque feminista, Morata, Madrid,
1995.
SENNETT, Richard, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo
en el nuevo capitalismo, traducción de Daniel Najmías, Anagrama, Barcelona, 2000.
SOMMERS, Christina Hoff, “Resumen de una conferencia celebrada en Madrid con
ocasión del 40 aniversario de la fundación de Fomento de Centros de Enseñanza”,
Aceprensa, 60/04, Madrid, mayo 2004.
STEINER, George, Lecciones de los maestros, Siruela, Madrid, 2004.
SUBIRATS, Marina, “Género y escuela”, en LOMAS, Carlos, ¿Iguales o diferentes? Género,
diferencia sexual, lenguaje y educación, Paidós, Barcelona, 1999.
TUSÓN, Amparo, “Diferencia sexual y diversidad lingüística”, en LOMAS, Carlos, ¿Iguales
o diferentes? Género, diferencia sexual, lenguaje y educación, Paidós Ibérica, 1999.
WEIL, Simone, Oeuvres complètes, VI, 4, Gallimard, París, 2006.
YAGÜELLO, Marina, “Las palabras y las mujeres”, en LOMAS, Carlos, ¿Iguales o
diferentes? Género, diferencia sexual, lenguaje y educación, Paidós Ibérica, 1999.

133
Otros libros

Adquiera todos nuestros ebooks en


www.ebooks.edesclee.com

134
¡Juguemos a sentir!
Una innovadora pedagogía a través de juegos didácticos de
sensaciones, para desarrollar y armonizar las dos áreas del cerebro del
niño: la que piensa y la que siente
Carles Bayod
ISBN: 978-84-330-3013-9
www.edesclee.com

Desde siempre, los sistemas educativos no han valorado suficientemente la


parte silenciosa del cerebro que solo entiende de sensaciones. El SENTIR no ha
sido un valor a tener muy en cuenta en la educación. El PENSAR ha sido lo
importante. Esto deja la mente del niño a medio desarrollar, siendo las
consecuencias el fracaso escolar, las depresiones, la incomunicación o el acoso
escolar.
Carles Bayod, tras cuarenta años de investigación, aporta las herramientas
necesarias para desarrollar, conjuntamente, estas dos partes del cerebro del
niño, la que piensa y la que siente. Y lo hace de forma amena, práctica y lúdica
a través de treinta y seis sensojuegos o juegos de sensaciones, que serán una
inmejorable ayuda para padres y educadores que quieran impartir a sus hijos o
alumnos una educación más completa, personalizada y adaptada a sus
necesidades.

135
Al jugar con los sensojuegos el niño va a experimentar seis niveles vitales para
su desarrollo mental y sensológico. Aprenderá a SENTIR, a SENTIRSE, a SENTIR
A LOS DEMÁS, a SENTIR EL ENTORNO, a SENTIR LAS DISTINTAS
ASIGNATURAS y a SENTIR EL ARTE.
Un libro imprescindible para los educadores del siglo XXI, con el fin de
garantizar al niño un buen equilibrio emocional, intelectual, creativo y social.

136
Escuelas que meditan
Cómo programar mindfulness en los centros educativos
Luis López González
ISBN: 978-84-330-3025-2
www.edesclee.com

Este libro ofrece una rigurosa visión divulgativa de los antecedentes del
mindfulness en los centros educativos y una revisión crítica de la investigación
actual al respecto y de los programas más importantes que se están llevando a
cabo en todo el mundo sobre esta actividad. En segundo lugar, justifica
minuciosamente la inclusión de estas prácticas en los centros educativos,
concretando sus fundamentos y beneficios.
Por otra parte, los lectores encontrarán una propuesta pionera de competencias
de relajación, meditación y mindfulness (REMIND), basada en el Programa
TREVA, para poder programar objetivos y contenidos tanto para el uso individual
como para todo un centro. Así mismo, el autor ayuda a los centros educativos
que pretenden implementar la relajación, la meditación y el mindfulness como
un proyecto con concreción, rigor y una visión realista.
Finalmente, el autor ofrece consejos metodológicos de investigación educativa
para crear estos programas. El libro contiene ejemplos de todo tipo, escalas de
valoración y sistemas de evaluación de algunas habilidades y de los programas

137
en general.

138
Educar en las redes sociales
Programa preventivo PRIRES
José María Avilés
ISBN: 978-84-330-2965-2
www.edesclee.com

El Programa PRIRES es una propuesta de intervención en contextos educativos


que aborda los procesos cognitivos, emocionales, sociales y morales que
conducen las decisiones que los y las adolescentes toman cuando, por ejemplo,
suben una foto a su red social o envían un mensaje en su móvil al chatear con
sus iguales.
A través de 57 sesiones, busca potenciar lo que de positivo tienen las redes
sociales e Internet, la construcción de relaciones saludables y el aprendizaje de
procedimientos para la toma de decisiones acertadas.
No es un programa de capacitación técnica, sino de prevención educativa.
Pretende:

• Proteger los contenidos que afectan a la privacidad


• Fomentar el cuidado de la identidad digital
• Ofrecer pautas y códigos de práctica comunicativa

139
• Gestionar con empatía las emociones virtuales
• Aplicar el pensamiento consecuencial en contextos online
• Fortalecer la resiliencia mediante la autorregulación
• Usar respuestas constructivas en escenarios virtuales

En definitiva, ofrecer herramientas para la construcción positiva y creativa de


respuestas en la ciberconvivencia, gestionando sus riesgos de forma acertada,
potenciando en las personas las oportunidades que ofrece la Red y estimulando
los posicionamientos de perfil moral que conlleva una ciudadanía digital
responsable.

140
Una mirada femenina de la educación
moral
Mª Rosa Buxarrais · Isabel Vilafranca
ISBN: 978-84-330-2975-1
www.edesclee.com

El siglo XX ha sido el siglo de las mujeres, no solo por la masiva incorporación


de la mujer al mercado laboral sino, también, por su visibilidad en la esfera
pública. La mujer ha dado un paso adelante, dejando de centrarse
exclusivamente en la vida privada –el cuidado de los menores, las personas
dependientes y el hogar– y tomando cada vez mayor protagonismo en el
escenario social, cívico, intelectual, en definitiva, público. Este fenómeno ha
permitido gestar un nuevo paradigma pedagógico mundial que, avalado por
instituciones educativas internacionales, reclama una educación para la
igualdad.
Esta obra viene a cubrir varios vacíos: por una parte, la necesidad de una
antología pedagógica de mujeres desde una sensibilidad femenina y, por otra,
un homenaje a todas aquellas autoras que desde diferentes discursos, tiempos y
espacios, han aportado cuestiones relevantes al ámbito de la Educación Moral.
Un libro que pretende hacer visible que los discursos sobre educación moral no
deben abordar únicamente una perspectiva de virtudes androcéntricas o

141
universalistas, sino incorporar nuevas formas de argumentación moral que han
quedado tradicionalmente desvalorizadas.

142
Director de la colección: Cruz Pérez
La formación del profesorado en educación en valores. Propuesta y materiales,
por Mª Rosa Buxarrais
Educación en valores para una sociedad abierta y plural: Aproximación
conceptual, por Montserrat Payá Sánchez
Programas de educación intercultural, por Mª Auxiliadora Sales Ciges y Rafaela
García López
Jugando con videojuegos: Educación y entretenimiento, por Begoña Gros
(Coord.)
Educar para el futuro: Temas Transversales del currículum, por José Palos
Rodríguez
Individuo, cultura y crisis, por Héctor Salinas
Ciudadanía sin fronteras, por Santiago Sánchez Torrado
El contrato moral del profesorado. Condiciones para una nueva escuela, por
Miquel Martínez
Crecimiento moral y filosofía para niños, por Félix García Moriyón (Ed.)
Educación en derechos humanos: Hacia una perspectiva global, por José Tuvilla
Rayo
Educación para la construcción personal. Un enfoque de autorregulación en la
formación de profesores y alumnos, por Jesús de la Fuente
Diálogos sobre educación moral, por John Wilson y Barbara Cowell
Modelos y medios de comunicación de masas. Propuestas educativas en
educación en valores, por Agustí Corominas i Casals
Educación infantil y valores, por Ester Casals y Otília Defis (Coord.)
El educador como gestor de conflictos, por Marta Burguet Arfelis
Educando en valores a través de “ciencia, tecnología y sociedad”, por Roberto
Méndez Stingl y Àlbar Álvarez Revilla
La escuela de la ciudadanía. Educación, ética y política, por Fernando Bárcena,
Fernando Gil y Gonzalo Jover
El diálogo. Procedimiento para la educación en valores, por Ginés Navarro
Inteligencia moral, por Vicent Gozálvez
Historia de la educación en valores. Volumen I, por Conrad Vilanou, Eulàlia
Collelldemont (Coords.)
La herencia de Aristóteles y Kant en la educación moral, por Ana María Salmerón

143
Castro
La educación cívico-social en el segundo ciclo de la educación infantil. (Análisis
comparado de las propuestas administrativas y formación del profesorado),
por Fernando Gil Cantero
Aprender a ser personas y a convivir: un programa para secundaria, por Mª
Victoria Trianes Torres y Carmen Fernández-Figarés Morales
Educación integral. Una educación holística para el siglo xxi. Tomo I, por Rafael
Yus Ramos
Racismo en tiempos de globalización: una propuesta desde la educación moral,
por Enric Prats
Historia de la educación en valores. Volumen II, por Conrad Vilanou, Eulàlia
Collelldemont (Coords.)
Educar en la sociedad de la información, por Manuel Area Moreira (Coord.)
Educarción para la tolerancia. Programa de prevención de conductas agresivas y
violentas en el aula, por Ángel Latorre Latorre y Encarnación Muñoz Grau
El niño y sus valores. Algunas orientaciones para padres, maestros y
educadores, por Carme Travé i Ferrer
El libro de las virtudes de siempre. Ética para profesores, por Ramiro Marques
Construir los valores. Currículum con aprendizaje cooperativo, por Mª Pilar
Vinuesa
Formación ética básica para docentes de secundaria. Propuestas didácticas, por
Gustavo Schujman
La educación intercultural ante los retos del siglo xxi, por Marta Sabariego Puig
La mediación: un reto para el futuro. Actualización y prospectiva, por Juan José
Sarrado Soldevila y Marta Ferrer Ventura
La convivencia en los centros de secundaria. Estrategias para abordar el
conflicto, por Miquel Martínez Martín y Amèlia Tey Teijón (Coords.)
Mi querida educación en valores. Cartas entre docentes e investigadores, por
Francisco Esteban Bara (Coord.)
Cómo orientar hacia la construcción del proyecto profesional. Autonomía
individual, sistema de valores e identidad laboral de los jóvenes, por María
Luisa Rodríguez Moreno
Jóvenes entre culturas. La construcción de la identidad en contextos
multiculturales, por Mª. Inés Massot Lafon
Estrategias para filosofar en el aula. Relatos breves para la reflexión, por Isabel
Agüera Espejo-Saavedra
La dimensión moral en la educación, por Larry P. Nucci
Excelentes profesionales y comprometidos ciudadanos. Un cambio de mirada
desde la universidad, por Francisco Esteban Bara
La familia, un valor cultural. Tradiciones y educación en valores democráticos,
por María del Pilar Zeledón Ruiz y María Rosa Buxarrais Estrada (Coords.)

144
Cultura de paz. Fundamentos y claves educativas, por José Tuvilla Rayo
Pantallas, juegos y educación. La alfabetización digital en la escuela, por Begoña
Gros (Coord.)
Conflictos, tutoría y construcción democrática de las normas, por Mª Luz
Lorenzo
Mensajes a padres. Los hijos como valor, por Isabel Agüera
Educar con “co-razón”, por José María Toro
¡Quiero chuches! Los 9 hábitos que causan la obesidad infantil, por Isaac Amigo
y José Errasti
Convivir en Paz: La metodología apreciativa. Aproximación a una herramienta
para la transformación creativa de la convivencia en Centros Educativos, por
Salvador Auberbi
La educación ética en la familia, por Rafaela García López, Cruz Pérez Pérez y
Juan Escámez Sánchez
El poder de las palabras. El uso de la PNL para mejorar la comunicación, el
aprendizaje y la conducta, por Terry Mahony
Camino hacia la madurez personal, por Mª Ángeles Almacellas
Enseñar competencias sobre la religión. Hacía un currículo de Religión por
competencias, por Rafael Artacho López
La educación de calle. Trabajo socioeducativo en medio abierto, por Jesús D.
Fernández Solís y Andrés G. Castillo Sanz
El valor pedagógico del humor en la educación social, por Jesús D. Fernández
Solís y Juan García Cerrada
Programa Taldeka para la convivencia escolar, por Luis de la Herrán Gascón
La decisión correcta. El aprendizaje de valores morales en la toma de decisiones,
por Marta López-Jurado Puig
Enseñar a los hijos a convivir. Guía práctica para dinamizar escuelas de padres y
abuelos, por Manuel Segura y Juani Mesa
Ser madre, saberse madre, sentirse madre, por Pepa Horno Goicoechea
Educación para el siglo XXI, por Marta López-Jurado Puig (Coord.)
Educación emocional. Propuestas para educadores y familias, por Rafael
Bisquerra (Coord.)
Conjugar el verbo leer, por Seve Calleja
La responsabilidad por un mundo sostenible, por Pilar Aznar Minguet (Coord.) y
Mª Ángeles Ull Solís
Veintitrés maestros, de corazón. Un salto cuántico en la enseñanza, por Carlos
González Pérez
Practicando la escritura terapéutica. 79 ejercicios, por Reyes Adorna Castro
Prevención del acoso escolar con educación emocional. Con la obra de teatro
Postdata, por Rafael Bisquerra (Coord.)

145
Familia y Escuela - Escuela y Familia. Guía para que padres y docentes nos
entendamos, por Óscar González
Cinco llaves para educar en el siglo xxi. Aprendizaje, corazón, talento, diálogo y
solidaridad, por Jerónimo García Ugarte - César García-Rincón de Castro
Las dificultades de la educación. Orientaciones educativas para el ámbito
familiar, por Ana Balanzá
Cómo amanso a mis fieras. Estrategias para mejorar la convivencia en clase
utilizando la música, por Almudena Ocaña Arias
La empatía es posible. Educación emocional para una sociedad empática, por
Anna Carpena
El diario de la convivencia en clase. Más de 300 actividades para desarrollar la
inteligencia interpersonal e intrapersonal, por Juan Lucas Onieva
Educación en valores para la ciudadanía. Estrategias y técnicas de aprendizaje,
por Cruz Pérez
El maestro atento. Gestión consciente del aula, por Luis López
Programa RETO, Respeto, Empatía y Tolerancia. Actividades de educación
emocional para niños de tres a doce años, por Eva Solaz
Educar en las redes sociales. Programa preventivo PRIRES, por José María Avilés
Una mirada femenina de la educación moral, por María Rosa Buxarrais e Isabel
Vilafranca (Coords.)
¡Juguemos a sentir! Una innovadora pedagogía a través de juegos didácticos de
sensaciones, para desarrollar y armonizar las dos áreas del cerebro del niño: la
que piensa y la que siente, por Carles Bayod Serafini
Escuelas que meditan. Cómo programar mindfulness en los centros educativos,
por Luis López Gonzalez
La enseñanza basada en el apego. Crear un aula tribal, por Louis Cozolino
Alma de profesor, por María Rosa Espot y Jaime Nubiola

146
Índice
Portada Interior 2
Creditos 3
Introducción 4
1. El profesor 6
El prestigio de los profesores 7
Pensamiento y vida: La coherencia del profesor 10
Los profesores, grandes lectores 13
Sonreír a los alumnos 16
La mirada del maestro 19
Disfrutar en el aula 22
La eficacia del orden creativo 25
El arreglo personal del profesor 28
El descanso de los profesores 31
Enseñar sin aburrir 34
La atención a los profesores y las profesoras principiantes 37
El profesor como mentor 40
2. Los alumnos 43
Querer a los alumnos 44
El ejemplo del profesor 47
La disciplina en el aula 50
Los alumnos introvertidos 53
La vergüenza no sirve para enseñar 56
El debate de los deberes 59
La orientación profesional de los alumnos 62
La diversión de los jóvenes 1 65
3. Algunos aspectos de la tarea educativa 68
El trabajo en equipo 69
La calidad en el aula 73
La importancia del talento 74
¿Dos culturas: ciencias o letras? 75
Enseñar a decidir 78
Los exámenes 81

147
Enseñar a escribir 84
Trabajar cansados 88
4. Algunas contribuciones a cuestiones debatidas en educación 91
La “nueva educación” 92
El reto de la escuela inclusiva 95
Las pantallas y el aprendizaje 99
El profesor no implicado 102
Algo que al profesor no se enseña: el trabajo en equipo 106
La autoridad del profesor en distintos entornos escolares: coeducativo y
118
diferenciado 17
Para seguir leyendo 130
Origen de los textos 131
Bibliografía 132
Otros libros 134
¡Juguemos a sentir! 135
Escuelas que meditan 137
Educar en las redes sociales 139
Una mirada femenina de la educación moral 141
Aprender a ser 143

148

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