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Uga la tortuga.

- ¡Caramba, todo me sale mal!, se lamenta constantemente Uga, la tortuga.

Y es que no es para menos: siempre llega tarde, es la última en acabar sus tareas, casi nunca consigue
premios a la rapidez y, para colmo es una dormilona.

- ¡Esto tiene que cambiar!, se propuso un buen día, harta de que sus compañeros del bosque le
recriminaran por su poco esfuerzo al realizar sus tareas.

Y es que había optado por no intentar siquiera realizar actividades tan sencillas como amontonar hojitas
secas caídas de los árboles en otoño, o quitar piedrecitas de camino hacia la charca donde chapoteaban los
calurosos días de verano.

- ¿Para qué preocuparme en hacer un trabajo que luego acaban haciendo mis compañeros? Mejor es
dedicarme a jugar y a descansar.

- No es una gran idea, dijo una hormiguita. Lo que verdaderamente cuenta no es hacer el trabajo en un
tiempo récord; lo importante es acabarlo realizándolo lo mejor que sabes, pues siempre te quedará la
recompensa de haberlo conseguido.

No todos los trabajos necesitan de obreros rápidos. Hay labores que requieren tiempo y esfuerzo. Si no
lo intentas nunca sabrás lo que eres capaz de hacer, y siempre te quedarás con la duda de si lo hubieras
logrados alguna vez.

Por ello, es mejor intentarlo y no conseguirlo que no probar y vivir con la duda. La constancia y
la perseverancia son buenas aliadas para conseguir lo que nos proponemos; por ello yo te aconsejo que lo
intentes. Hasta te puede sorprender de lo que eres capaz.

- ¡Caramba, hormiguita, me has tocado las fibras! Esto es lo que yo necesitaba: alguien que me ayudara a
comprender el valor del esfuerzo; te prometo que lo intentaré.

Pasaron unos días y Uga, la tortuga, se esforzaba en sus quehaceres.


Se sentía feliz consigo misma pues cada día conseguía lo poquito que se proponía porque era consciente de
que había hecho todo lo posible por lograrlo.

- He encontrado mi felicidad: lo que importa no es marcarse grandes e imposibles metas, sino acabar


todas las pequeñas tareas que contribuyen a lograr grandes fines.
El elefante Bernardo.

Había una vez un elefante llamado Bernardo que nunca pensaba en los demás. Un día, mientras
Bernardo jugaba con sus compañeros de la escuela, cogió a una piedra y la lanzó hacia sus compañeros.

La piedra golpeó al burro Cándido en su oreja, de la que salió mucha sangre. Cuando las maestras vieron lo
que había pasado, inmediatamente se pusieron a ayudar a Cándido.

Le pusieron un gran curita en su oreja para curarlo. Mientras Cándido lloraba, Bernardo se burlaba,
escondiéndose de las maestras.

Al día siguiente, Bernardo jugaba en el campo cuando, de pronto, le dio mucha sed. Caminó hacia el río
para beber agua. Al llegar al río vio a unos ciervos que jugaban a la orilla del río.

Sin pensar dos veces, Bernardo tomó mucha agua con su trompa y se las arrojó a los ciervos. Gilberto, el
ciervo más chiquitito perdió el equilibrio y acabó cayéndose al río, sin saber nadar.

Afortunadamente, Felipe, un ciervo más grande y que era un buen nadador, se lanzó al río de inmediato y
ayudó a salir del río a Gilberto. Felizmente, a Gilberto no le pasó nada, pero tenía muchísimo frío porque
el agua estaba fría, y acabó por coger un resfriado. Mientras todo eso ocurría, lo único que hizo el
elefante Bernardo fue reírse de ellos.

Una mañana de sábado, mientras Bernardo daba un paseo por el campo y se comía un poco de pasto, pasó
muy cerca de una planta que tenía muchas espinas. Sin percibir el peligro, Bernardo acabó hiriéndose en
su espalda y patas con las espinas. Intentó quitárselas, pero sus patas no alcanzaban arrancar las espinas,
que les provocaba mucho dolor.

Se sentó bajo un árbol y lloró desconsoladamente, mientras el dolor seguía. Cansado de esperar que el
dolor se le pasara, Bernardo decidió caminar para pedir ayuda. Mientras caminaba, se encontró a los
ciervos a los que les había echado agua. Al verlos, les gritó:

- Por favor, ayúdenme a quitarme esas espinas que me duelen mucho.


Y reconociendo a Bernardo, los ciervos le dijeron:

- No te vamos a ayudar porque lanzaste a Gilberto al río y él casi se ahogó. Aparte de eso, Gilberto está
enfermo de gripe por el frío que cogió. Tienes que aprender a no herirte ni burlarte de los demás.

El pobre Bernardo, entristecido, bajo la cabeza y siguió en el camino en busca de ayuda. Mientras
caminaba se encontró algunos de sus compañeros de la escuela. Les pidió ayuda pero ellos tampoco
quisieron ayudarle porque estaban enojados por lo que había hecho Bernardo al burro Cándido.

Y una vez más Bernardo bajo la cabeza y siguió el camino para buscar ayuda. Las espinas les provocaban
mucho dolor. Mientras todo eso sucedía, había un gran mono que trepaba por los árboles. Venía saltando
de un árbol a otro, persiguiendo a Bernardo y viendo todo lo que ocurría. De pronto, el gran y sabio mono
que se llamaba Justino, dio un gran salto y se paró enfrente a Bernardo. Y le dijo:

- Ya ves gran elefante, siempre has lastimado a los demás y, como si eso fuera poco, te burlabas de
ellos. Por eso, ahora nadie te quiere ayudar. Pero yo, que todo lo he visto, estoy dispuesto a ayudarte si
aprendes y cumples dos grandes reglas de la vida.

Y le contestó Bernardo, llorando:

- Sí, haré todo lo que me digas sabio mono, pero por favor, ayúdame a quitar los espinos.

Y le dijo el mono:

- Bien, las reglas son estas: la primera es que no lastimarás a los demás, y la segunda es que ayudarás
a los demás y los demás te ayudarán cuando lo necesites.

Dichas las reglas, el mono se puso a quitar las espinas y a curar las heridas a Bernardo. Y a partir de este
día, el elefante Bernardo cumplió, a rajatabla, las reglas que había aprendido.

Mago de Oz
Allí, encontraron unos extraños personajes y un hada que, respondiendo al deseo de Dorita de encontrar el
camino de vuelta a su casa, les aconsejaron a que fueran visitar al mago de Oz. Les indicaron  el camino de
baldosas amarillas, y Dorita y Totó lo siguieron.

En el camino, los dos se cruzaron con un espantapájaros que pedía, incesantemente, un cerebro. Dorita le
invitó a que la acompañara para ver lo que el mago de Oz podría hacer por él. Y el espantapájaros aceptó.
Más tarde, se encontraron a un hombre de hojalata que, sentado debajo de un árbol, deseaba tener
un corazón. Dorita le llamó a que fuera con ellos a consultar al mago de Oz. Y continuaron en el camino.
Algún tiempo después, Dorita, el espantapájaros y el hombre de hojalata se encontraron a un león rugiendo
débilmente, asustado con los ladridos de Totó.

El león lloraba porque quería ser valiente. Así que todos decidieron seguir el camino hacia el mago de
Oz, con la esperanza de hacer realidad sus deseos. Cuando llegaron al país de Oz, un guardián les abrió el
portón, y finalmente pudieron explicar al mago lo que deseaban. El mago de Oz les puso una condición:
primero tendrían que acabar con la bruja más cruel de reino, antes de ver solucionados sus problemas. Ellos
los aceptaron.

Al salir del castillo de Oz, Dorita y sus amigos pasaron por un campo de amapolas y ese intenso aroma les
hizo caer en un profundo sueño, siendo capturados por unos monos voladores que venían de parte de la
mala bruja. Cuando despertaron y vieron a la bruja, lo único que se le ocurrió a Dorita fue arrojar un cubo
de agua a la cara de la bruja, sin saber que eso era lo que haría desaparecer a la bruja.

El cuerpo de la bruja se convirtió en un charco de agua, en un pis-pas. Rompiendo así el hechizo de la


bruja, todos pudieron ver como sus deseos eran convertidos en realidad, excepto Dorita. Totó, como era
muy curioso, descubrió que el mago no era sino un anciano que se escondía tras su figura. El hombre
llevaba allí muchos años pero ya quería marcharse. Para ello había creado un globo mágico. Dorita decidió
irse con él. Durante la peligrosa travesía en globo, su perro se cayó y Dorita saltó tras él para salvarle.

En su caída la niña soñó con todos sus amigos, y oyó cómo el hada le decía:
- Si quieres volver, piensa: “en ningún sitio se está como en casa”.

Y así lo hizo. Cuando despertó, oyó gritar a sus tíos y salió corriendo. ¡Todo
había sido un sueño! Un sueño que ella nunca olvidaría... ni tampoco sus
amigos.

La ratita presumida

Había una vez una ratita que era muy presumida. Estaba un día barriendo la puerta de su casa cuando se
encontró con una moneda de oro. En cuanto la vio empezó a pensar lo que haría con ella:
- Podría comprarme unos caramelos… pero mejor no, porque me dolerá la barriga. Podría comprarme unos
alfileres… no tampoco, porque me podría pincharme… ¡Ya sé! Me compraré una cinta de seda y haré con
ella unos lacitos.

Y así lo hizo la ratita. Con su lazo en la cabeza y su lazo en la colita la ratita salió al balcón para que todos
la vieran. Entonces apareció por ahí un burro:

- Buenos días ratita, qué guapa estás.

- Muchas gracias señor burro - dijo la ratita con voz presumida

- ¿Te quieres casar conmigo?

- Depende. ¿Cómo harás por las noches?

- ¡Hiooo, hiooo!

- Uy no no, que me asustarás

El burro se fue triste y cabizbajo y en ese momento llegó un gallo.

- Buenos días ratita. Hoy estás especialmente guapa, tanto que te tengo que pedir que te cases conmigo.
¿Aceptarás?

- Tal vez. ¿Y qué harás por las noches?

- ¡Kikirikíiii, kikirikíiiii! - dijo el gallo esforzándose por sonar bien

- ¡Ah no! Que me despertarás

Entonces llegó su vecino, un ratoncito que estaba enamorado de ella.

- ¡Buenos días vecina!

- Ah! Hola vecino! - dijo sin tan siquiera mirarle

- Estás hoy muy bonita.

- Ya.. gracias pero no puedo entretenerme a hablar contigo, estoy muy ocupada.

El ratoncito se marchó de ahí abatido y entonces llegó el señor gato.

- ¡Hola ratita!

- ¡Hola señor gato!

- Estás hoy deslumbrante. Dime, ¿querrías casarte conmigo?

- No sé… ¿y cómo harás por las noches?

- ¡Miauu, miauu!, dijo el gato con un maullido muy dulce


- ¡Claro que sí, contigo me quiero casar!

El día de antes de la boda el señor gato le dijo a la ratita que quería llevarla de picnic al bosque. Mientras el
gato preparaba el fuego la ratita cogió la cesta para poner la mesa y…

-La ratita presumida ¡Pero si la cesta está vacía! Y sólo hay un tenedor y un cuchillo… ¿Dónde estará la
comida?

- ¡Aquíií! ¡Tú eres la comida! - dijo el gato abalanzándose sobre ella.

Pero afortunadamente el ratoncito, que había sospechado del gato desde el primer momento, los había
seguido hasta el bosque. Así que al oír esto cogió un palo, le pegó fuego metiéndolo en la hoguera y se lo
acercó a la cola del gato. El gato salió despavorido gritando y así logró salvar a la ratita.

- Gracias ratoncito

- De nada ratita. ¿Te querrás casar ahora conmigo?

- ¿Y qué harás por las noches?

- ¿Yo? Dormir y callar ratita, dormir y callar

Y la ratita y el ratoncito se casaron y fueron muy felices.

Peter Pan.

En las afueras de la ciudad de Londres, vivían tres hermanos: Wendy, Juan, y Miguel. A Wendy,
la hermana mayor, le encantaba contar historias a sus hermanitos.
Y casi siempre eran sobre las aventuras de Peter Pan, un amigo que de vez en cuando la visitaba. Una
noche, cuando estaban a punto de acostarse, una preciosa lucecita entró en la habitación

Y dando saltos de alegría, los niños gritaron:

- ¡¡Es Peter Pan y Campanilla!!

Después de los saludos, Campanilla echó polvitos mágicos en los tres hermanos y ellos empezaron a volar
mientras Peter Pan les decía:

- ¡Nos vamos al País de Nunca Jamás!

Los cinco niños volaron, volaron, como las cometas por el cielo. Y cuando se encontraban cerca del País
de Nunca Jamás, Peter les señaló:

- Allí está el barco del temible Capitán Garfio.

Y dijo a Campanilla:

- Por favor, Campanilla, lleva a mis amiguitos a un sitio mas abrigado, mientras yo me libro de este pirata
pesado.

Pero Campanilla se sentía celosa de las atenciones que Peter tenía para con Wendy. Así que llevó a los
niños a la isla y mintió a los Niños Perdidos diciendo que Wendy era mala. Creyendo las palabras del hada,
ellos empezaron a decir cosas desagradables a la niña. Menos mal que Peter llegó a tiempo para pararles. Y
les preguntó:

- ¿Porque tratan mal a mi amiga Wendy?

Y ellos contestaron:

- Es que Campanilla nos dijo que ella era mala.

Peter Pan se quedó muy enfadado con Campanilla y le pidió explicaciones. Campanilla, colorada y
arrepentida, pidió perdón a Peter y a sus amigos por lo que hizo.

Pero la aventura en el País de Nunca Jamás solo acababa de empezar. Peter llevó a sus amiguitos a
visitaren la aldea de los indios Sioux. Allí, encontraron al gran jefe muy triste y preocupado. Y después de
que Peter Pan le preguntara sobre lo sucedido, el gran jefe le dijo:
- Estoy muy triste porque mí hija Lili salió de casa por la mañana y hasta ahora no la hemos encontrado.

Como Peter era el que cuidaba de todos en la isla, se comprometió con el Gran Jefe de encontrar a Lili.
Con Wendy, Peter Pan buscó a la india por toda la isla hasta que la encontró prisionera del Capitán Garfio,
en la playa de las sirenas.

Lili estaba amarrada a una roca, mientras Garfio le amenazaba con dejarla allí hasta que la marea subiera,
si no le contaba donde estaba la casa de Peter Pan. La pequeña india, muy valiente, le contestaba que no iba
a decírselo. Lo que ponía furioso al Capitán. Y cuando parecía que nada podía salvarla, de repente oyeron
una voz:

- ¡Eh, Capitán Garfio, eres un bacalao, un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!

Era Peter pan, que venía a rescatar a la hija del Gran jefe indio. Después de liberar a Lili de las cuerdas,
Peter empezó a luchar contra Garfio. De pronto, el Capitán empezó a oír el tic tac que tanto le horrorizaba.

Era el cocodrilo que se acercaba dejando a Garfio nervioso. Temblaba tanto que acabó cayéndose al mar.Y
jamás se supo nada más del Capitán Garfio.

Peter devolvió a Lili a su aldea y el padre de la niña, muy contento, no sabía cómo dar las gracias a él. Así
que preparó una gran fiesta para sus amiguitos, quiénes bailaron y pasaron muy bien.

Pero ya era tarde y los niños tenían que volver a su casa para dormir. Peter Pan y Campanilla los
acompañaron en el viaje de vuelta. Y al despedirse, Peter les dijo:

- Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. Volveré para llevaros a una
nueva aventura. ¡Adiós amigos!

- ¡Hasta luego Peter Pan! gritaron los niños mientras se metían debajo de la mantita porque hacía
muchísimo frío.
La mamá cabra y los siete cabritillos

En una bonita casita del bosque vivían 7 cabritillos y su mamá. Un día la mamá cabra tuvo que irse de
compras al pueblo y dijo a sus hijitos:
- Hijos míos, me voy a comprar al pueblo y cuando yo vuelva daremos un paseo por el campo. Os
traeré exquisita comidita. 
Y todos los cabritillos, felices, dijeron:
- Vale, mamá!!
Antes de salir de casa, la mamá cabra les dijo:
- Mientras yo no llegue, no abran la puerta a nadie, vale hijitos?
Y los cabritillos, obedientes, dijeron:
- Vale, mamá!!
Fuera de casa, detrás de un árbol se escondía un temible lobo que observaba cómo la madre cabra salía
con su bolso de casa, dejando a sus hijitos solitos dentro de la casa.
Minutos después de que la madre cabra saliera de casa, el lobo se acercó a la puerta y dando algunos
golpes, TOC TOC TOC a la puerta de la casa de los cabritillos, dijo:
- Soy vuestra mamá y os traigo buena comidita. ¿podéis abrirme la puerta?
Reconociendo la voz del lobo, los cabritillos gritaron:
- NOOO... tu no eres nuestra madre. Eres el lobo!!!
Decepcionado, el lobo se fue y se acercó a una granja que había allí cerca, y se comió docenas y docenas
de huevos para aclarar y suavizar su voz. Y volvió a la casa de los cabritillos: TOC TOC TOC... Y con voz
suave dijo:
- Niños, soy vuestra mamá, ¿podéis abrirme la puerta?
No convencidos de que era su madre, los cabritillos le dijeron:
- Si eres nuestra madre, entonces enséñanos vuestra pata.
El lobo no dudó en enseñarles su pata negra y peluda por debajo de la puerta. Y los cabritillos dijeron:
- NOOOO... tu no eres nuestra madre. Eres el lobo!!!
Contrariado, el lobo se dirigió a la casa de un molinero y le pidió un saco de harina. Metió una patita en la
harina para que se la blanqueara y se fue otra vez a la casa de los cabritillos: TOC TOC TOC... Y les dijo:
- Niños, soy vuestra mamá y os traigo comidita muy exquisita del pueblo. ¡Abrid la puerta!
Los cabritillos volvieron a decirle:
- Si eres nuestra madre, entonces enséñanos tu pata.
El lobo enseñó su pata bien rebozada en harina por debajo de la puerta y los cabritillos dijeron:
- ¡Esta vez sí que eres mamá! Y abrieron la puerta.
El lobo entró rápidamente en la casa y empezó a correr para alcanzar a los cabritillos. Los cabritillos
salieron corriendo y se escondieron cada uno en un sitio distinto.
En este momento, pasaba por allí un cazador que, oyendo todo el ruido de voces, entró en la casa y estaba a
punto de matar el lobo cuando el animal salió corriendo asustado y con miedo, rogando al cazador que no
le matara y jurando que jamás volvería por aquellos lados. Al cabo de un rato llegó la mamá cabra y se
encontró la puerta abierta y la casa vacía.
- Ay, ¡mis hijitos! Seguro que a todos se los ha llevado el lobo.
Fue entonces cuando todos los cabritillos, uno a uno, fueron saliendo de su escondrijo, para la alegría de la
mamá cabra. El cazador le explicó todo lo que había ocurrido. Y entonces, como agradecimiento al
cazador, la mamá cabra y sus cabritillos prepararon una gran fiesta donde pudieron comer la rica comidita
que había comprado la mamá cabra en el mercado del pueblo.
El pajarito perezoso

Había una vez un pajarito simpático, pero muy, muy perezoso. Todos los días, a la hora de
levantarse, había que estar llamándole mil veces hasta que por fin se levantaba; y cuando había que hacer
alguna tarea, lo retrasaba todo hasta que ya casi no quedaba tiempo para hacerlo. Todos le advertían
constantemente:

- ¡Eres un perezoso! No se puede estar siempre dejando todo para última hora...

- Bah, pero si no pasa nada.-respondía el pajarito- Sólo tardo un poquito más que los demás en hacer las
cosas.

Los pajarillos pasaron todo el verano volando y jugando, y cuando comenzó el otoño y empezó a sentirse el
frío, todos comenzaron los preparativos para el gran viaje a un país más cálido. Pero nuestro pajarito,
siempre perezoso, lo iba dejando todo para más adelante, seguro de que le daría tiempo a preparar el viaje.
Hasta que un día, cuando se levantó, ya no quedaba nadie.

Como todos los días, varios amigos habían tratado de despertarle, pero él había respondido medio dormido
que ya se levantaría más tarde, y había seguido descansando durante mucho tiempo. Ese día tocaba
comenzar el gran viaje, y las normas eran claras y conocidas por todos: todo debía estar preparado, porque
eran miles de pájaros y no se podía esperar a nadie. Entonces el pajarillo, que no sabría hacer sólo
aquel larguísimo viaje, comprendió que por ser tan perezoso le tocaría pasar solo aquel largo y frío
invierno.

Al principio estuvo llorando muchísimo rato, pero luego pensó que igual que había hecho las cosas muy
mal, también podría hacerlas muy bien, y sin dejar tiempo a la pereza, se puso a preparar todo a conciencia
para poder aguantar solito el frío del invierno. Primero buscó durante días el lugar más protegido del frío, y
allí, entre unas rocas, construyó su nuevo nido, que reforzó con ramas, piedras y hojas; luego trabajó sin
descanso para llenarlo de frutas y bayas, de forma que no le faltase comida para aguantar todo el
invierno, y finalmente hasta creó una pequeña piscina dentro del nido para poder almacenar agua. Y
cuando vio que el nido estaba perfectamente preparado, él mismo se entrenó para aguantar sin apenas
comer ni beber agua, para poder permanecer en su nido sin salir durante todo el tiempo que durasen las
nieves más severas.

Y aunque parezca increíble, todos aquellos preparativos permitieron al pajarito sobrevivir al invierno.


Eso sí, tuvo que sufrir muchísimo y no dejó ni un día de arrepentirse por haber sido tan perezoso.

Así que, cuando al llegar la primavera sus antiguos amigos regresaron de su gran viaje, todos se alegraron
sorprendidísimos de encontrar al pajarito vivo, y les parecía mentira que aquel pajarito holgazán y perezoso
hubiera podido preparar aquel magnífico nido y resistir él solito. Y cuando comprobaron que ya no
quedaba ni un poquitín de pereza en su pequeño cuerpo, y que se había convertido en el más previsor y
trabajador de la colonia, todos estuvieron de acuerdo en encargarle la organización del gran viaje para el
siguiente año.

Y todo estuvo tan bien hecho y tan bien preparado, que hasta tuvieron tiempo para inventar un despertador
especial, y ya nunca más ningún pajarito, por muy perezoso que fuera, tuvo que volver a pasar solo el
invierno.
Santilín.

Santilin es un osito muy inteligente, bueno y respetuoso. Todos lo quieren mucho, y


sus amiguitos disfrutan jugando con él porque es muy divertido.

Le gusta dar largos paseos con su compañero, el elefantito. Después de la merienda se reúnen y emprenden


una larga caminata charlando y saludando a las mariposas que revolotean coquetas, desplegando sus
coloridas alitas.

Siempre está atento a los juegos de los otros animalitos. Con mucha paciencia trata de enseñarles que
pueden entretenerse sin dañar las plantas, sin pisotear el césped, sin destruir lo hermoso que
la naturaleza nos regala.

Un domingo llegaron vecinos nuevos. Santilin se apresuró a darles la bienvenida y enseguida invitó a jugar
al puercoespín más pequeño.

Lo aceptaron contentos hasta que la ardillita, llorando, advierte:

- Ay, cuidado, no se acerquen, esas púas lastiman.


El puercoespín pidió disculpas y triste regresó a su casa. Los demás se quedaron afligidos, menos Santilin,
que estaba seguro de encontrar una solución.

Pensó y pensó, hasta que, risueño, dijo:

- Esperen, ya vuelvo. Santilin regresó con la gorra de su papá y llamó al puercoespín.

Le colocaron la gorra sobre el lomo y, de esta forma tan sencilla, taparon las púas para que no los pinchara
y así pudieran compartir los juegos.

Tan contentos estaban que, tomados de las manos, formaron una gran ronda y cantaron felices.

El traje nuevo del emperador

Hace muchos años vivía un Emperador que gastaba todas sus rentas en lucir siempre trajes nuevos.
Tenía un traje para cada ocasión y hora de día. La ciudad en que vivía el Emperador era muy movida y
alegre. Todos los días llegaban tejedores de todas las partes del mundo para tejer los trajes más
maravillosos para el Emperador.

Un día se presentaron dos bandidos que se hacían pasar por tejedores, asegurando tejer las telas más
hermosas, con colores y dibujos originales. El Emperador quedó fascinado e inmediatamente entregó a los
dos bandidos un buen adelanto en metálico para que se pusieran manos a la obra cuanto antes.

Los ladrones montaron un telar y simularon que trabajaban. Y mientras tanto, se suministraban de las
sedas más finas y del oro de mejor calidad. Pero el Emperador, ansioso por ver las telas, envió al viejo y
digno ministro a la sala ocupada por los dos supuestos tejedores. Al entrar en el cuarto, el ministro se llevó
un buen susto '¡Dios nos ampare! ¡Pero si no veo nada!'
Pero no soltó palabra. Los dos bandidos le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba
magníficos los colores y los dibujos. Le señalaban el telar vacío y el pobre hombre seguía con
los ojos desencajados, sin ver nada. Pero los bandidos insistían: '¿No dices nada del tejido?'

El hombre, asustado, acabó por decir que le parecía todo muy bonito, maravilloso y que diría al Emperador
que le había gustado todo. Y así lo hizo. Los estafadores pidieron más dinero, más oro y se lo concedieron.
Poco después, el Emperador envió a otro ministro para inspeccionar el trabajo de los dos bandidos. Y le
ocurrió lo mismo que al primero.

Pero salió igual de convencido de que había algo, de que el trabajo era formidable. El Emperador quiso ver
la maravilla con sus propios ojos. Seguido por su comitiva, se encaminó a la casa de los estafadores. Al
entrar no vio nada. Los bandidos le preguntaron sobre el admirable trabajo y el Emperador pensó:

'¡Cómo! Yo no veo nada. Eso es terrible. ¿Seré tonto o acaso no sirvo para emperador? Sería
espantoso'. Con miedo de perder su cargo, el emperador dijo:

- Oh, sí, es muy bonita. Me gusta mucho. La apruebo. Todos los de su séquito le miraban y remiraban. Y
no entendían al Emperador que no se cansaba de lanzar elogios a los trajes y a las telas.

Y se propuso a estrenar los vestidos en la próxima procesión. El Emperador condecoró a cada uno de los
bribones y los nombró tejedores imperiales. Sin ver nada, el Emperador probó los trajes, delante del espejo.
Los probó y los reprobó, sin ver nada de nada. Y todos exclamaban: - ¡Qué bien le sienta! ¡Es un traje
precioso!

Fuera, la procesión lo esperaba. Y el Emperador salió y desfiló por las calles del pueblo sin llevar ningún
traje. Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz o por
estúpido, hasta que exclamó de pronto un niño:

- ¡Pero si no lleva nada!

- ¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia!, dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído
lo que acababa de decir el pequeño.

- ¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

- ¡Pero si no lleva nada!, gritó, al fin, el pueblo entero.


Aquello inquietó al Emperador, pues sospechaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: 'Hay que
aguantar hasta el fin'. Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la
inexistente cola.

Simbad el marino

Hace muchos años, en Bagdad, vivía un joven muy pobre llamado Simbad que para sobrevivir trasladaba
pesados fardos por lo que le decían 'el cargador'. 

Sus quejas fueron oídas por un millonario, quien lo invitó a compartir una cena. Allí estaba un anciano, que
dijo lo siguiente:

- 'Soy Simbad 'el marino'. Mi padre me legó una fortuna, pero la derroché quedando en la miseria. Vendí
mis trastos y navegué con unos mercaderes. Llegamos a una isla saliendo expulsados por los aires, pues en
realidad era una ballena. Naufragué sobre una tabla hasta la costa tomando un barco para volver a Bagdad'. 

Y Simbad 'el marino', calló. Le dio al joven 100 monedas rogándole que volviera al otro día. Así lo hizo y
siguió su relato: 

- 'Volví a zarpar. Al llegar a otra isla me quedé dormido y, al despertar, el barco se había marchado. Llegué
hasta un profundo valle sembrado de diamantes y serpientes gigantescas. Llené un saco con todas las joyas
que pude, me até un trozo de carne a la espalda y esperé a que un águila me llevara hasta su
nido sacándome así de este horrendo lugar'.
Terminado el relato, Simbad 'el marino' volvió a darle al joven 100 monedas, rogándole que volviera al día
siguiente.

- 'Con mi fortuna pude quedarme aquí, relató Simbad, pero volví a navegar. Encallamos en una isla de
pigmeos; quienes nos entregaron al gigante con un solo ojo que comía carne humana. Más tarde,
aprovechando la noche, le clavamos una estaca en su único ojo y huimos de la isla volviendo a Bagdad'.
Simbad dio al joven nuevas monedas, y al otro día evocó:

- 'Esta vez, naufragamos en una isla de caníbales. Cautivé a la hija del rey casándome con ella; pero
poco después murió, ordenándome el rey que debía ser enterrado con mi mujer. Por suerte, pude huir y
regresé a Bagdad cargado de joyas'. Simbad 'el marino' siguió narrando y el joven escuchándolo: 

- 'Por último me vendieron como esclavo a un traficante de marfil. Yo cazaba elefantes y un día, huyendo
de uno, trepé a un árbol pero el animal lo sacudió tanto que fui a caer en su lomo, llevándome hasta su
cementerio. ¡Era una mina de marfil! Fui donde mi amo y se lo conté todo. En gratitud me dejó libre,
regalándome valiosos tesoros. Volví y dejé de viajar. ¿Lo ves?, sufrí mucho, pero ahora gozo de todos los
placeres'.

Al acabar, el anciano le pidió al joven que viviera con él, aceptando encantado y siendo muy feliz a partir
de entonces.

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