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Uga la tortuga

- ¡Caramba, todo me sale mal!, se lamenta constantemente Uga, la tortuga.


Y es que no es para menos: siempre llega tarde, es la última en acabar sus tareas, casi nunca
consigue premios a la rapidez y, para colmo es una dormilona.
- ¡Esto tiene que cambiar!,- se propuso un buen día, harta de que sus compañeros del bosque
le recriminaran por su poco esfuerzo al realizar sus tareas.
Y es que había optado por no intentar siquiera realizar actividades tan sencillas como
amontonar hojitas secas caídas de los árboles en otoño, o quitar piedrecitas de camino hacia
la charca donde chapoteaban los calurosos días de verano.
- ¿Para qué preocuparme en hacer un trabajo que luego acaban haciendo mis compañeros?
Mejor es dedicarme a jugar y a descansar.
- No es una gran idea - dijo una hormiguita - Lo que verdaderamente cuenta no es hacer el
trabajo en un tiempo récord; lo importante es acabarlo realizándolo lo mejor que sabes,
pues siempre te quedará la recompensa de haberlo conseguido.
No todos los trabajos necesitan de obreros rápidos. Hay labores que requieren tiempo y
esfuerzo. Si no lo intentas nunca sabrás lo que eres capaz de hacer, y siempre te quedarás
con la duda de si lo hubieras logrado alguna vez.
Por ello, es mejor intentarlo y no conseguirlo que no probar y vivir con la duda. La constancia
y la perseverancia son buenas aliadas para conseguir lo que nos proponemos; por ello yo te
aconsejo que lo intentes. Hasta te puede sorprender de lo que eres capaz.
- ¡Caramba, hormiguita, me has tocado las fibras! Esto es lo que yo necesitaba: alguien que
me ayudara a comprender el valor del esfuerzo; te prometo que lo intentaré.
Pasaron unos días y Uga la tortuga se esforzaba en sus quehaceres.
Se sentía feliz consigo misma pues cada día conseguía lo poquito que se proponía porque era
consciente de que había hecho todo lo posible por lograrlo.
- He encontrado mi felicidad: lo que importa no es marcarse grandes e imposibles metas,
sino acabar todas las pequeñas tareas que contribuyen a lograr grandes fines.
FIN
El niño y los clavos

En un pequeño pueblo vivía un niño que tenía muy mal carácter y un poquito de malhumor. El
niño se pasaba todo el día enfadado y enojado con todo el mundo: sus padres, sus amigos,
sus compañeros del colegio...
Preocupado por esta situación y esta conducta del pequeño, un día su padre le dio una bolsa
de clavos y le dijo:
- Cada vez que te sientas muy enfadado, clava uno de estos clavos en la verja que hay detrás
de casa.
El primer día el niño clavó 37 clavos en la cerca, al día siguiente solo 20 y... ¡el tercer día solo
tuvo que clavar 6 clavos!
Cada día el niño tenía que clavar menos, señal de que estaba consiguiendo controlar su mal
genio y su malhumor. Cuando llegó la fecha en el que el niño no tuvo que clavar ningún clavo
en la verja, su padre le felicitó y le dijo:
- Ahora vuelve a la verja y saca un clavo cada vez que te sientas bien.
El niño, que se sentía mucho mejor, logró quitar todos los clavos en poco tiempo. Al terminar
de arrancarlos todos, el padre reconoció el duro trabajo de su hijo y, de nuevo, le felicito:
- ¡Felicidades! Veo que has quitado todos los clavos, pero fíjate en todos los agujeros que
quedaron en la cerca. ¡Jamás será la misma!
El padre le explicó al niño que cuando él decía algo malo a los demás, por más que se
disculpara, siempre quedaban cicatrices. Y fue así como el niño entendió que cada vez que se
enfadase, debía contenerse antes de, por ejemplo, insultar a alguien.
A partir de ese día el niño pasó a ser una persona amable, sonriente y alegre, que  siempre
respetaba a los demás y les ayudaba.
FIN
La liebre y la tortuga. Fábula para niños sobre el esfuerzo

En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa y vanidosa, que no cesaba de
pregonar que ella era el animal más veloz del bosque, y que se pasaba el día burlándose de
la lentitud de la tortuga.
- ¡Eh, tortuga, no corras tanto! Decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día, a la tortuga se le ocurrió hacerle una inusual apuesta a la liebre:
- Liebre, ¿vamos hacer una carrera? Estoy segura de poder ganarte.
- ¿A mí? Preguntó asombrada la liebre.
- Sí, sí, a ti, dijo la tortuga. Pongamos nuestras apuestas y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy engreída, aceptó la apuesta prontamente.
Así que todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. El búho ha sido el
responsable de señalizar los puntos de partida y de llegada. Y así empezó la carrera:
Astuta y muy confiada en sí misma, la liebre salió corriendo, y la tortuga se quedó atrás,
tosiendo y envuelta en una nube de polvo. Cuando empezó a andar, la liebre ya se había
perdido de vista. Sin importarle la ventaja que tenía la liebre sobre ella, la tortuga seguía su
ritmo, sin parar.
La liebre, mientras tanto, confiando en que la tortuga tardaría mucho en alcanzarla, se detuvo
a la mitad del camino ante un frondoso y verde árbol, y se puso a descansar antes de terminar
la carrera. Allí se quedó dormida, mientras la tortuga seguía caminando, paso tras paso,
lentamente, pero sin detenerse.
No se sabe cuánto tiempo la liebre se quedó dormida, pero cuando ella se despertó, vio con
pavor que la tortuga se encontraba a tan solo tres pasos de la meta. En un sobresalto, salió
corriendo con todas sus fuerzas, pero ya era muy tarde: ¡la tortuga había alcanzado la meta y
ganado la carrera!
Ese día la liebre aprendió, en medio de una gran humillación, que no hay que burlarse jamás
de los demás. También aprendió que el exceso de confianza y de vanidad, es un obstáculo
para alcanzar nuestros objetivos. Y que nadie, absolutamente nadie, es mejor que nadie.
Esta fábula enseña a los niños que no hay que burlarse jamás de los demás y que el exceso
de confianza puede ser un obstáculo para alcanzar nuestros objetivos.
FIN
Las dos ranas

Había una vez una rana que siempre se sentía feliz porque, por fortuna, sus padres la habían
traído al mundo muy cerca del mar.
¿Acaso había un lugar mejor para vivir?
Una maravillosa mañana de primavera, como cada día, se despertó y se acercó a la orilla
para disfrutar del bello espectáculo que ofrecían las olas. Podía pasarse horas mirando la
espuma y dejando que la brisa y las pequeñas gotitas saladas salpicaran sus mofletes.
Después de un buen rato, la juguetona ranita pensó que era hora de dar una vuelta por los
alrededores.
– Seguro que mis amigos los sapos están jugando al escondite junto al estanque. ¡Iré hasta
allí a echar un vistazo!
Se alejó del agua y se adentró en el campo dando saltitos entre las flores.  En uno de esos
brincos, calculó mal la distancia y, sin querer, cayó en un pozo oscuro y profundo.
– Pero… ¿Dónde estoy? ¡Qué sitio tan lúgubre! ¿Hay alguien por aquí?
De repente, oyó una voz. Entre la penumbra, distinguió una rana.  Era verde como ella y
calculó que más o menos tendría su misma edad, a pesar de que estaba más sucia y parecía
más avejentada. La desconocida le habló con desparpajo.
– ¡Hola, amiga! ¡Qué bien que hayas venido! ¡Me hace mucha ilusión recibir visitas!
– Bueno… En realidad, he caído sin querer, pero gracias por tu cálida acogida.
– Dime… ¿De dónde vienes? ¿Vives por aquí cerca?
– No vivo demasiado lejos… Si sales del pozo y tomas el primer sendero a la izquierda, hay
una arboleda donde suelo echar la siesta. Al fondo, unos doscientos saltos más allá, está la
playa. ¡Ahí vivo yo!
– Entonces… ¿Tu casa está cerca del mar?
– ¡Sí, claro, justo al lado!
La rana del pozo nunca había visto el mar. En realidad, la pobre jamás había salido de ese
agujero donde había nacido y le entró una curiosidad tremenda.
Una maravillosa mañana de primavera, como cada día, se despertó y se acercó a la orilla
para disfrutar del bello espectáculo que ofrecían las olas. Podía pasarse horas mirando la
espuma y dejando que la brisa y las pequeñas gotitas saladas salpicaran sus mofletes.
Después de un buen rato, la juguetona ranita pensó que era hora de dar una vuelta por los
alrededores.
– Seguro que mis amigos los sapos están jugando al escondite junto al estanque. ¡Iré hasta
allí a echar un vistazo!
Se alejó del agua y se adentró en el campo dando saltitos entre las flores.  En uno de esos
brincos, calculó mal la distancia y, sin querer, cayó en un pozo oscuro y profundo.
– Pero… ¿Dónde estoy? ¡Qué sitio tan lúgubre! ¿Hay alguien por aquí?
De repente, oyó una voz. Entre la penumbra, distinguió una rana.  Era verde como ella y
calculó que más o menos tendría su misma edad, a pesar de que estaba más sucia y
parecía más avejentada. La desconocida le habló con desparpajo.
– ¡Hola, amiga! ¡Qué bien que hayas venido! ¡Me hace mucha ilusión recibir visitas!
– Bueno… En realidad, he caído sin querer, pero gracias por tu cálida acogida.
– Dime… ¿De dónde vienes? ¿Vives por aquí cerca?
– No vivo demasiado lejos… Si sales del pozo y tomas el primer sendero a la izquierda, hay
una arboleda donde suelo echar la siesta. Al fondo, unos doscientos saltos más allá, está la
playa. ¡Ahí vivo yo!
– Entonces… ¿Tu casa está cerca del mar?
– ¡Sí, claro, justo al lado!
La rana del pozo nunca había visto el mar. En realidad, la pobre jamás había salido de ese
agujero donde había nacido y le entró una curiosidad tremenda.
Mientras regresaba a su casa, sin ni siquiera mirar atrás, sintió algo de pena en el corazón.
Conocer a la rana del pozo le había hecho darse cuenta de que hay quien sólo piensa en lo
suyo y no quiere ver más allá de sí mismo y de lo que le rodea.
A la ranita saltarina le parecía muy triste esa actitud, pero en cuanto divisó el mar, una
sonrisa se dibujó en su rostro y se dijo a sí misma:
– Una pena, pero qué le vamos a hacer… ¡Ella se lo pierde!
Y saltando y saltando, llegó hasta la orilla y se sentó a mirar los peces de colores
meciéndose al vaivén de las olas.
Moraleja: Esta fábula nos enseña que debemos ir por la vida con la mente abierta.  No hay
nada como conocer mundo para darse cuenta de que somos una pequeñísima parte del
Universo y que lo nuestro no tiene por qué ser lo mejor.

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