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EL ELEFANTE BERNARDO.

Había una vez un elefante llamado Bernardo que nunca pensaba en los demás. Un día, mientras
Bernardo jugaba con sus compañeros de la escuela, cogió a una piedra y la lanzó hacia sus
compañeros.
La piedra golpeó al burro Cándido en su oreja, de la que salió mucha sangre. Cuando las maestras
vieron lo que había pasado, inmediatamente se pusieron a ayudar a Cándido.
Le pusieron un gran curita en su oreja para curarlo. Mientras Cándido lloraba, Bernardo se burlaba,
escondiéndose de las maestras.
Al día siguiente, Bernardo jugaba en el campo cuando, de pronto, le dio mucha sed. Caminó hacia el
río para beber agua. Al llegar al río vio a unos ciervos que jugaban a la orilla del río.
Sin pensar dos veces, Bernardo tomó mucha agua con su trompa y se las arrojó a los ciervos.
Gilberto, el ciervo más chiquitito perdió el equilibrio y acabó cayéndose al río, sin saber nadar.
Afortunadamente, Felipe, un ciervo más grande y que era un buen nadador, se lanzó al río de
inmediato y ayudó a salir del río a Gilberto. Felizmente, a Gilberto no le pasó nada, pero tenía
muchísimo frío porque el agua estaba fría, y acabó por coger un resfriado . Mientras todo eso
ocurría, lo único que hizo el elefante Bernardo fue reírse de ellos.
Una mañana de sábado, mientras Bernardo daba un paseo por el campo y se comía un poco de
pasto, pasó muy cerca de una planta que tenía muchas espinas. Sin percibir el peligro, Bernardo
acabó hiriéndose en su espalda y patas con las espinas. Intentó quitárselas, pero sus patas no
alcanzaban arrancar las espinas, que les provocaba mucho dolor.
Se sentó bajo un árbol y lloró desconsoladamente, mientras el dolor seguía. Cansado de esperar
que el dolor se le pasara, Bernardo decidió caminar para pedir ayuda. Mientras caminaba, se
encontró a los ciervos a los que les había echado agua. Al verlos, les gritó:
- Por favor, ayúdenme a quitarme esas espinas que me duelen mucho.
Y reconociendo a Bernardo, los ciervos le dijeron:
- No te vamos a ayudar porque lanzaste a Gilberto al río y él casi se ahogó . Aparte de eso, Gilberto
está enfermo de gripe por el frío que cogió. Tienes que aprender a no herirte ni burlarte de los demás.
El pobre Bernardo, entristecido, bajo la cabeza y siguió en el camino en busca de ayuda. Mientras
caminaba se encontró algunos de sus compañeros de la escuela. Les pidió ayuda pero ellos tampoco
quisieron ayudarle porque estaban enojados por lo que había hecho Bernardo al burro Cándido.
Y una vez más Bernardo bajó la cabeza y siguió el camino para buscar ayuda. Las espinas les
provocaban mucho dolor. Mientras todo eso sucedía, había un gran mono que trepaba por los
árboles. Venía saltando de un árbol a otro, persiguiendo a Bernardo y viendo todo lo que ocurría. De
pronto, el gran y sabio mono que se llamaba Justino, dio un gran salto y se paró enfrente a
Bernardo. Y le dijo:
- Ya ves gran elefante, siempre has lastimado a los demás y, como si eso fuera poco, te burlabas de
ellos. Por eso, ahora nadie te quiere ayudar. Pero yo, que todo lo he visto, estoy dispuesto a
ayudarte si aprendes y cumples dos grandes reglas de la vida.
Y le contestó Bernardo, llorando:
- Sí, haré todo lo que me digas sabio mono, pero por favor, ayúdame a quitar los espinos.
Y le dijo el mono:
- Bien, las reglas son estas: la primera es que no lastimarás a los demás, y la segunda es que
ayudarás a los demás y los demás te ayudarán cuando lo necesites.
Dichas las reglas, el mono se puso a quitar las espinas y a curar las heridas a Bernardo. Y a partir de
este día, el elefante Bernardo cumplió, a rajatabla, las reglas que había aprendido.
FIN
LA LIEBRE Y LA TORTUGA.
En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa y vanidosa, que no cesaba de pregonar
que ella era el animal más veloz del bosque, y que se pasaba el día burlándose de la lentitud de la
tortuga.
- ¡Eh, tortuga, no corras tanto! Decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día, a la tortuga se le ocurrió hacerle una inusual apuesta a la liebre:
- Liebre, ¿vamos hacer una carrera? Estoy segura de poder ganarte.
- ¿A mí? Preguntó asombrada la liebre.
- Sí, sí, a ti, dijo la tortuga. Pongamos nuestras apuestas y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy engreída, aceptó la apuesta prontamente.
Así que todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. El búho ha sido el responsable
de señalizar los puntos de partida y de llegada. Y así empezó la carrera:
Astuta y muy confiada en sí misma, la liebre salió corriendo, y la tortuga se quedó atrás, tosiendo y
envuelta en una nube de polvo. Cuando empezó a andar, la liebre ya se había perdido de vista. Sin
importarle la ventaja que tenía la liebre sobre ella, la tortuga seguía su ritmo, sin parar.
La liebre, mientras tanto, confiando en que la tortuga tardaría mucho en alcanzarla, se detuvo a la
mitad del camino ante un frondoso y verde árbol, y se puso a descansar antes de terminar la carrera.
Allí se quedó dormida, mientras la tortuga seguía caminando, paso tras paso, lentamente, pero sin
detenerse.
No se sabe cuánto tiempo la liebre se quedó dormida, pero cuando ella se despertó, vio con pavor
que la tortuga se encontraba a tan solo tres pasos de la meta. En un sobresalto, salió corriendo con
todas sus fuerzas, pero ya era muy tarde: ¡la tortuga había alcanzado la meta y ganado la carrera!
Ese día la liebre aprendió, en medio de una gran humillación, que no hay que burlarse jamás de los
demás. También aprendió que el exceso de confianza y de vanidad, es un obstáculo para alcanzar
nuestros objetivos. Y que nadie, absolutamente nadie, es mejor que nadie.
Esta fábula enseña a los niños que no hay que burlarse jamás de los demás y que el exceso
de confianza puede ser un obstáculo para alcanzar nuestros objetivos.

PINOCHO
En una vieja carpintería, Geppetto, un señor amable y simpático, terminaba un día más de trabajo
dando los últimos retoques de pintura a un muñeco de madera que había construido.
Al mirarlo, pensó: '¡Qué bonito me ha quedado!'. Y como el muñeco había sido hecho de madera de
pino, Geppetto decidió llamarlo Pinocho. Aquella noche, Geppetto se fue a dormir, deseando que su
muñeco fuese un niño de verdad.
Siempre había deseado tener un hijo. Y al encontrarse profundamente dormido, llegó un hada buena
y viendo a Pinocho tan bonito, quiso premiar al buen carpintero, dando, con su varita mágica, vida al
muñeco.
Al día siguiente, cuando se despertó, Geppetto no daba crédito a sus ojos: Pinocho se movía,
caminaba, se reía y hablaba como un niño de verdad para alegría del viejo carpintero.
Feliz y muy satisfecho, Geppetto mandó a Pinocho a la escuela. Quería que fuese un niño muy listo y
que aprendiera muchas cosas. Le acompañó su amigo Pepito Grillo, el consejero que le había dado
el hada buena.
Pero, en el camino del colegio, Pinocho se hizo amigo de dos niños muy malos, siguiendo sus
travesuras, e ignorando los consejos del grillito. En lugar de ir a la escuela, Pinocho decidió seguir a
sus nuevos amigos, buscando aventuras no muy buenas.
Al ver esta situación, el hada buena le hechizó. Por no ir a la escuela, le colocó dos orejas de burro, y
por portarse mal, le dijo que cada vez que dijera una mentira, le crecería la nariz, poniéndosele
además colorada.
Pinocho acabó reconociendo que no estaba siendo bueno, y arrepentido decidió buscar a Geppetto.
Supo entonces que Geppeto, al salir en su busca por el mar, había sido tragado por una enorme
ballena. Pinocho, con la ayuda del grillito, se fue a la mar para rescatar al pobre viejecito.
Cuando Pinocho estuvo frente a la ballena le pidió que le devolviese a su papá, pero la ballena abrió
su enorme boca y se lo tragó también a él. Dentro de la tripa de la ballena, Geppetto y Pinocho se
reencontraron. Y se pusieran a pensar cómo salir de allí.
Y gracias a Pepito Grillo encontraron una salida. Hicieron una fogata. El fuego hizo estornudar a la
enorme ballena, y la balsa salió volando con sus tres tripulantes.
Todos se salvaron. Pinocho volvió a casa y al colegio, y a partir de ese día siempre se comportó
bien. Y en recompensa de su bondad, el hada buena lo convirtió en un niño de carne y hueso, y
fueron muy felices por muchos y muchos años.

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