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La utopía de reconstrucción.

La primera especie representa —como nos diría un psicoanalista— una forma

de pensamiento muy primitiva, según la cual nos dejamos llevar por nuestros deseos

sin tener en cuenta ninguna de las limitaciones que tendríamos que afrontar si

regresáramos a la tierra e intentásemos llevarlos la práctica. Se trata de un flujo vago,

desordenado e inconsistente de imágenes que refulgen y después se desvanecen, que

nos excitan y nos dejan indiferentes, y que —en consideración al respeto que nuestros

vecinos sienten por nuestra capacidad para llevar un libro de contabilidad o pulir un

pedazo de madera— mejor haríamos en confinar en ese extraño archivador al que

llamamos cerebro.

El segundo tipo de utopía, de igual manera, puede verse animado por deseos y

anhelos primitivos, pero éstos no dejan de tener en consideración el mundo en el que

aspiran a realizarse. La utopía de reconstrucción es lo que su nombre implica: la visión

de un entorno reconstituido que está mejor adaptado a la naturaleza y los objetivos de

los seres humanos que lo habitan que el ambiente real; y no meramente mejor adaptado

a su naturaleza real, sino mejor ajustado a sus posibles desarrollos. Si la primera utopía

nos retrotrae al ego del utopista, la segunda conduce hacia el exterior, hacia el mundo.

Cuando hablo de un entorno reconstruido, no me refiero meramente a algo físico.

Me refiero además a nuevos hábitos, a una escala de valores inédita, a una red diferente

de relaciones e instituciones y posiblemente —pues casi todas las utopías enfatizan el


factor de la crianza— a una alteración de las características físicas y mentales de las

personas elegidas, mediante la educación, la selección biológica, etcétera. El entorno

reconstruido que todos los utopistas genuinos aspiran a crear es una reconstrucción

tanto del mundo físico como del idolum. En esto, el utopista se distingue del inventor

práctico y del industrial. Todos los intentos llevados a cabo para domesticar animales,

cultivar plantas, dragar ríos, construir canales o, en tiempos más recientes, aplicar la

energía solar a los instrumentos mecánicos, han representado un esfuerzo para

reconstruir el entorno; y en muchos casos, los beneficios para el ser humano han sido

obvios. No es propio del utopista despreciar a Prometeo, que se hizo con el fuego, o a

Franklin, que apresó el rayo. Como afirma Anatole France, «sin los utopistas del pasado,

los hombres todavía vivirían en cavernas, desnudos y miserables. Fueron los utopistas

los que delinearon la primera ciudad […]. Los sueños generosos producen realidades

benéficas. La utopía es el principio de todo progreso y el ensayo de un mundo mejor».

Nuestras reconstrucciones materiales han sido, sin embargo, limitadas, y han

afectado sobre todo a la superficie de las cosas. El resultado es que la gente vive en un

entorno físico moderno mientras en su cabeza se entrecruzan desordenadamente

reliquias espirituales de casi todas las demás épocas, desde el tiempo del salvaje

primitivo, atormentado por los tabúes, hasta el de los enérgicos discípulos Victorianos

de Gradgrind y Bounderby1. En los sustanciales términos de Hendrik van Loon, «un ser

humano con la mente de un comerciante del siglo XVI que conduzca un Rolls-Royce de

1 Nombres de dos personajes de la novela de Charles Dickens Tiempos difíciles (1850),


implacables caricaturas de la burguesía industrial de la época.
1921 sigue siendo un ser humano con la mente de un comerciante del siglo XVI». El

problema es fundamentalmente un problema humano. Cuanto más completamente

controle el hombre la naturaleza física, más urge que nos preguntemos sobre aquello

que bajo los cielos habrá de mover, guiar y manejar el controlador. El problema del

ideal, del objetivo, de la finalidad —incluso si dicho fin persiste en variar tanto como el

polo magnético— es fundamental para el utopista.

Con la excepción de los escritos de los utopistas —y este es un punto importante

que hay que destacar en nuestros viajes a través de la utopía—, la reconstrucción del

entorno material y la reconstitución del encuadre mental de las criaturas que lo habitan

se han mantenido en dos compartimentos diferentes. Se supone que uno pertenece al

hombre práctico, y el otro al idealista. El primero era algo cuyos objetivos podían

realizarse aquí y ahora; el segundo quedaba pospuesto, en buena medida, a un futuro

celestial. Ni el hombre práctico ni el idealista han estado dispuestos a admitir que

ambos se han enfrentado a un mismo problema y que los dos han estado tratando las

distintas facetas de una misma cosa como si éstas estuvieran separadas.

Aquí es donde la utopía de reconstrucción se lleva la palma. No se imagina

meramente un mundo completo, sino que al mismo tiempo afronta cada parte de él. Al

examinar las utopías clásicas, no dejaremos de notar sus flaquezas, su idiosincrasia en

ocasiones perturbadora. Pero es importante que ahora reparemos en sus virtudes y

comencemos nuestra singladura libres de esa actitud despectiva que embarga a quienes

se han dejado seducir por el sarcasmo de Macaulay, que afirmaba preferir un acre de

tierra en Middlesex a todo un principado en Utopía.

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