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Nuestra verdadera naturaleza es quietud. Es presencia sin devenir.

En la ausencia
de devenir hay integridad y absoluta tranquilidad. Esta tranquilidad es el terreno
propio de toda actividad. La actividad de pensar, como toda actividad, está
fundada en la totalidad. La tranquilidad es el continuo en el que el pensar aparece
y desaparece. Lo que aparece y desaparece está en movimiento. Es energía
extendida en el espacio y el tiempo. El pensar, la energía, se representa a sí
mismo en discontinuidad pero, dado que surge y muere en la quietud,
fundamentalmente no es otra cosa que esta presencia más allá del pasado,
presente y futuro.
Lo que generalmente llamamos “pensar” es un proceso de la memoria. Es
proyección construida sobre lo ya conocido. Todo cuanto existe, todo cuanto se
percibe, es representación para la mente. El pensar secuencial, el pensar racional o
científico, por tanto, comienza con una fracción, una representación. Este pensar
fraccionario nace de la idea condicionada de que somos entidades independientes,
“yos”, “personas”. La noción de ser alguien condiciona todo otro pensar porque la
persona solo puede existir en la repetición de la representación, en la confirmación
de lo ya conocido. El cerebro tiende aquí hacia la constante representación. La
memoria es la originadora de la idea de ser una entidad continua. En última
instancia, pensar es defensa contra la muerte del ego. ¿Quién eres tú cuando no
piensas? ¿Dónde estás cuando apartas tu mirada del pensar? Pensar es
generalmente un modo de escapar de tu totalidad, en la que no hay ningún sujeto
pensador.
Cuando la profundamente arraigada idea de una entidad personal, un pensador,
alguien que intenta o hace, está ausente, el pensar tiene lugar todavía, como
antes, en sucesión utilizando la memoria, pero ahora este funcionamiento está
firmemente arraigado en el fondo global: totalidad, esencia, no dualidad. En la
ausencia de un pensador, el pensar se libera de todo lo que es personal. No hay
objetivo, ni motivo, ni anticipación, ni intención, ni voluntad, ni deseo de concluir,
etc. No hay interferencia psicológica alguna ni referencia a un centro. El pensar
liberado de esta memoria surge del momento mismo; es siempre nuevo, siempre
original. El pensar aquí no provoca la situación; la situación provoca el pensar y
aporta su propia conclusión. Todo movimiento intencional, fragmentario, debe
cesar antes de que el todo pueda operar. En tanto que haya movimiento en una
dirección, la totalidad no podrá encontrar su propio camino. Cuando el
pensamiento científico o racional está fundado en la presencia, tiene un resultado
completamente distinto. Nunca puede ser monstruoso.
El pensamiento liberado de la memoria es verdaderamente creativo. Todo
pensamiento es una explosión que se manifiesta y una implosión que es
reabsorbida en el silencio. El deseo de ser revelado y de ser ocultado es la Danza
Cósmica, juego sin motivo por el placer de jugar. El verdadero deseo no es otra
cosa que esto. Cualquier otro deseo es sólo una deformación, y un anhelo
inconsciente, de este deseo fundamental. La esencia del pensar es este divino
juego. El pensamiento creativo jamás empieza con lo ya conocido, con una
representación. Nace y muere en apertura y utiliza la mera memoria funcional para
su expresión. Allí donde no hay ningún pensador, solamente hay un canal para la
función de pensar. En este funcionamiento, toda representación está
conscientemente fundada. Cuando la presencia se mantiene en el pensar, el
nombre no está divorciado de la forma como sucede en el pensamiento mecánico,
que es conceptual y abstracto. El “pensamiento” creativo es un júbilo de ser.
Al tomarnos a nosotros mismos por entidades separadas hemos olvidado nuestro
propio terreno y nos hemos identificado con una idea, una proyección de
individualidad. No son las infinitas expresiones de silencio las que constituyen el
problema o causan complicaciones, sino nuestro olvido de la fuente de toda
expresión. Esta separación de nuestra verdadera naturaleza nos lleva a un falso
vivir. No permitimos que la expresión se disuelva sino que la cristalizamos y,
después, nos identificamos con ―y nos perdemos en― esta cristalización. A través
de esta objetivización se crea lo que nosotros llamamos “el mundo”. Tomamos la
existencia por la vida misma. Pero la vida no tiene principio ni fin. El verdadero
vivir es juego, gozo sin objeto.

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