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El Hombre de las Flores

Anastassia Espinel Souares

VocabularioDirección y responsabilidad del proyecto:

Fundación el Libro Total

Diseño, diagramación y corrección:

(Sic) Editorial

El hombre de las flores

...Escuchadme esta cosa tremenda: ¡he vivido!

He vivido con alma, con sangre,

Con nervios, con músculos 


Y voy al olvido...

Porfirio Barba Jacob

En 1951  Ralph Solecki, un joven arqueólogo adscrito a la Institución Smithsoniana, inició los trabajos de excavación en
los montes de Zagros, en la zona limítrofe entre Iraq, Irán y Turquía, con el fin de encontrar utensilios de piedra y restos
fósiles del hombre de Neanderthal, aquel ser antiguo y misterioso que poblaba la Tierra desde hace 180 hasta hace 40
mil años. La atención del científico la atrajo la mundialmente famosa ahora caverna de Shanidar. Grande y bien
ventilada, con la entrada orientada hacia el sur,  la caverna de Shanidar  despertaba las  grandes esperanzas de poseer
enormes tesoros prehistóricos y era, según palabras de Solecki, “la más maravillosa caverna que hayamos visto en
nuestro viaje de reconocimiento”.

Realmente, Shanidar no defraudó las esperanzas del científico. Al concluir su tarea con ayuda de los obreros kurdos,
nueve años más tarde, Solecki había descubierto una de las más ricas colecciones de esqueletos neanderthalenses que
hayan sido encontrados en un solo sitio. Al parecer, la mayoría de los habitantes prehistóricos de la caverna habían
encontrado su muerte a causa de la caída de rocas desprendidas, pues Shanidar, situada junto a una falla geológica, ha
sufrido numerosos terremotos, lo que posteriormente obligó a Solecki a usar dinamita   para extraer las rocas  de la zanja,
adoptando numerosas precauciones que evitaran dañar los vestigios sepultados.

A pesar de la gran riqueza arqueológica de la región, el hallazgo considerado por los científicos como el más importante
de todos ocurrió en 1960, en la última campaña, cuando fue encontrado un esqueleto que tenía aproximadamente 50
mil años de antigüedad y, a primera vista, no ofrecía nada fuera de lo común de un típico hombre de Neanderthal.
Recubierto con yeso y algodón y embalado en una caja, fue  enviado  a Bagdad. Posteriormente 

Solecki remitió las muestras de tierra encontradas en aquella sepultura al laboratorio del Museo del Hombre en París,
para analizar los posibles restos de vida vegetal que pudiera contener. Para gran sorpresa de los científicos, bajo el
ocular del microscopio apareció el polen de diferentes flores: variedades de jacinto, violetas, malvas y otras. Los
especialistas coinciden en que todas estas plantas no pudieron crecer en el interior de la caverna o ser llevadas allí por
aves o animales.

Parecía evidente que el cadáver había sido colocado sobre un lecho cuidadosamente preparado con ramas de pino y
cubierto por flores silvestres recogidas en las laderas de las colinas cercanas.
¿Qué papel jugaban aquellas flores en los ritos funerarios de los hombres de Neanderthal? Algunas de estas plantas se
usan por los actuales habitantes de Zagros para preparar cataplasmas y tisanas medicinales. Algunos investigadores
suponen que los Neanderthales también las usaban como remedios y las esparcían sobre el cuerpo del cazador fallecido
para restablecer su salud en el mundo del más  allá. Sin embargo, cabe también la posibilidad de que las flores se
depositaran allí con la misma intención que mueve al hombre moderno a colocarlas sobre las tumbas de sus seres
queridos.

Todo esto desmiente por completo aquella imagen del antiguo hombre de Neanderthal que existía hasta   hace
relativamente poco.

Ahora prácticamente todos los científicos reconocen que las espaldas encorvadas, los brazos colgantes, las rodillas
dobladas, el hirsuto pelaje y la expresión bestial del rostro, con las cuales el  hombre de Neanderthal  aparecía en las
páginas de los manuales de antropología hace varias décadas, son puras exageraciones, y que los verdaderos
Neanderthales  no eran unos brutosgruñidores que andaban arrastrando los pies y eran incapaces de experimentar
ningún tipo de emoción, sino unos hombres de notable inteligencia y capacidad inventiva. Bajo su tosca apariencia, eran
seres complejos y sensibles, capaces de llorar la pérdida de un compañero y sentir compasión por su prójimo. Por
ejemplo, uno de los esqueletos, también hallados en 

la caverna de Shanidar, muestra que en vida aquel hombre había perdido su brazo derecho, y además, era tuerto y
padecía una artritis tan grave que no podía caminar sin ayuda de otra persona.

Sin embargo, aquel hombre, famoso hoy como "Shanidar I", vivió hasta una edad avanzada para su época (unos 45
años) lo que significa que fue protegido y alimentado por los demás miembros de su grupo.

Por lo tanto,  el hombre de Neanderthalno era tan distinto de nosotros como se creía antes; era, según Solecki, "la mente
del hombre moderno encerrada en el cuerpo de una  criatura primitiva". Las principales diferencias entre aquel hombre y
nosotros mismos parecen ser más bien de grado que de clase; sin embargo, los Neanderthales siguen representando
hasta ahora un gran misterio. Sin duda alguna, la sepultura del "hombre de las flores" en Shanidar es uno de los enigmas
neanderthalenses más impresionantes.

¿Qué sentían aquellos hombres colocando en la tumba de su compañero caído manojos de flores hermosas y
fragantes  que, a diferencia de armas,  utensilios y alimentos, no tenían ningún valor práctico?

¿Qué historia trágica y, tal vez, romántica, se oculta detrás de aquella sepultura extraña?

Todo esto abre un espacio sin límites para el vuelo de la fantasía...

1.

La nieve que cubría las escarpadas cuestas de las montañas relucía bajo los rayos del brillante sol del mediodía, cuando
un pequeño grupo de cazadores se acercó a la entrada de una caverna rocosa. Durante un tiempo los hombres
permanecieron callados, escudriñando la oscuridad de la caverna y prestando el oído al silencio que reinaba alrededor.
El jefe de la expedición —un hombre joven, robusto y barbudo —movía sus labios sin emitir sonido alguno, como
pronunciando un conjuro secreto.

Las caras de los cazadores, de frentes bajas y huidizas, quijadas amplias y recias casi sin mentón, cubiertas de
extraños ornamentos de color rojo, negro y amarillo, se veían sombrías y atentas; sus cuerpos rechoncho y musculosos,
envueltos en pieles de alces y de renos, temblaban de emoción porque hoy no les esperaba una caza común y corriente,
sino la lucha con el mismo dueño de las montañas —el oso de las cavernas.
No existe otro animal tan feroz y peligroso como aquella fiera poderosa, pesada pero al mismo
tiempo sorprendentemente ágil y de movimientos imprevisibles. Hasta el mismo león de las cavernas prefiere cederle el
paso y los lobos y las hienas huyen con el rabo entre las patas solo al olfatearlo. Los hombres también evitan cruzarle el
camino, pues en los bosques y las montañas abundan presas mucho menos peligrosas y más fáciles de matar, pero una
vez al año, superando su miedo eviterno ante el dueño de las cavernas, lo desafían en una lucha mortal para aplacar a
los espíritus de la caza, pedirles buena suerte y de una vez probar la fuerza y el coraje de los muchachos que se
encuentran a punto de entrar en la vida adulta con todos sus peligros y adversidades. Tal elección no es casual, pues el
que resista en la lucha contra un oso ya no temblará ante ningún otro animal, sea un león, una pantera, un bisonte, un
uro, un rinoceronte lanudo o incluso un enorme mamut y no fallará a sus compañeros en ninguna de sus cacerías
futuras.

Todos los hombres apiñados junto a la entrada conocían perfectamente la situación de cada caverna en su extenso
territorio de caza, y desde tiempo atrás tenían averiguado con seguridad qué animal ocupaba tal o cual refugio rocoso.
En la caverna que se encontraba ahora ante sus ojos brillantes habitaba un enorme macho solitario, el animal más
conveniente para ser sacrificado a los espíritus.

La mejor época para organizar tal caza ceremonial es el fin del invierno, cuando el oso recién despierto después de su
largo sueño y privado de sus reservas de grasa, estará entumecido y debilitado; la mejor hora es el mediodía, cuando el
resplandor de la nieve cegará al animal en el momento que intente salir corriendo de la cueva para lanzarse contra los
adversarios insolentes. Sin embargo, incluso ahora el oso posee fuerzas suficientes para aplastar cabezas, destrozar
cuerpos y partir lanzas de madera dura como ramas secas; por eso todo el grupo antes de comenzar aquella lucha
mortal guardaba silencio y cada uno imploraba en su mente a su espíritu protector, cuando el jefe de la expedición alzó
la mano, dando la señal para el inicio.

Los hombres que hasta el momento parecían inmóviles, al igual que las rocas que los rodeaban, se pusieron en
movimiento al instante. Dos cazadores recogieron varias piedras grandes depositándolas en el saledizo de una roca que
se alzaba justamente sobre la entrada de la caverna, mientras que los demás reunieron ramas de pino prendiéndoles
fuego con ayuda de rescoldos ardientes traídos del campamento en un recipiente hecho con un montón de arcilla
blanda.

Luego, por orden del jefe, todos los hombres, uno tras otro, comenzaron a tirar a la oscuridad las ramas encendidas.

Del interior de la caverna salió un rugido amenazador, seguido por un bufido ronco y ruidos de pesados pasos sobre las
piedras. Los cazadores reaccionaron empuñando prestamente sus lanzas y los dos hombres situados en el saledizo
rocoso levantaron las piedras.

El oso salió disparado, envuelto en humo, gruñendo y mostrando sus resplandecientes colmillos. Por encima de su
cabeza voló un pedrusco que rebotó por la ladera de la montaña, pero el segundo tiro resultó más exitoso porque dio
justamente en la nuca del oso y lo hizo tropezar. En un instante la bestia volvió a ponerse en pie, lo cual fue suficiente
para que varias lanzas afiladas se hundieran en su pellejo y fueran extraídas de nuevo, teñidas de sangre Enfurecido del
todo, el animal herido se alzó sobre sus patas traseras y en aquel momento el más joven de los cazadores, un novato
para el cual esta cacería era la primera prueba seria de su vida, horrorizado por la enormidad de aquella masa oscura y
peluda que había surgido ante sus ojos, brincó a un lado, tiró su lanza al suelo y se echó a correr desapareciendo entre
las rocas.
Sin embargo, la caza continuó. Un nuevo golpe de piedra entumeció al oso; los cazadores seguían asestándole más y
más golpes, apuntando a los ojos y a la garganta de la fiera hasta que una hábil lanzada le seccionó la arteria. El animal
se desplomó en el suelo y quedó quieto.

Sobre las montañas reinó de nuevo un silencio profundo. Uno tras otro, los cazadores se acercaban al oso tumbado,
mojaban los dedos con la sangre del animal y se dibujaban uno al otro en la frente y las mejillas unas líneas gruesas —el
símbolo del triunfo.

Cumplido aquel rito indispensable, la tensión que poseía a todos se desvaneció, los hombres comenzaron a cruzarse
palabras —primero apenas audiblemente, como temiendo despertar a la fiera muerta, luego en voz alta.

El jefe batió sus palmas y gritó:

—¡Nar, Nar, sal de ahí! ¡El oso ya no te alcanzará!

—¡Nar, Nar! —todos los demás cazadores le respondieron como eco.

De detrás de la roca, tratando de no mirar a los ojos de sus compañeros, salió el novato acobardado. Era un adolescente
de cuerpo delgado y ágil que aún carecía de la robustez y los músculos abultados de un cazador adulto, y su cara no se
ocultaba bajo la gruesa capa de pintura ritual, pues no había merecido todavía el gran honor de adornar su piel con las
marcas mágicas. Su tez estaba tan ennegrecida por las cenizas del fuego que su propio color claro se veía solo en algunas
partes.

El muchacho tenía las mismas facciones que el resto de los cazadores de la banda —la frente inclinada, los pómulos
prominentes, la nariz larga y ancha —pero a diferencia de sus compañeros mayores poseía un mentón firme y bien
moldeado que daba a su joven rostro una expresión desafiante y orgullosa, incluso ahora, cuando se veía
profundamente abatido por su deshonra. Sus cabellos ásperos, abundantes y enmarañados eran de un profundo color
castaño oscuro, con chispas rojizas, como el brillo de una fogata en medio de una noche de invierno, y sus ojos grises,
con reflejos azules, bajo las largas pestañas y las cejas salientes, parecían oscuros y sombríos, al igual que el cielo sobre
los glaciares.

—Nar... —suspiró el jefe. En su voz sonaron el reproche y la decepción; no dijo ni una palabra más porque resultaba
inútil e innecesario.

Mientras que los cazadores descuartizaban el animal con afiladas lascas de sílex, Nar se mantenía aparte; aunque aquel
trabajo no era fácil, nadie aceptaría su ayuda. Luego, cuando la procesión triunfal, cargada de brazadas de carne, se puso
en camino de regreso, Nar iba atrás, a cierta distancia de sus compañeros. Aunque la presa era abundante y los
cazadores se encorvaban bajo el peso, a Nar no le confiaron llevar ni siquiera un pequeño pedazo de carne: hacerlo
significaría ofender a los espíritus de la caza.

El miedo que desgarraba a Nar crecía en su corazón con cada paso que lo acercaba a su caverna natal, y ahora el
muchacho se sentía incluso peor que en aquel momento cuando había visto a dos pasos de su cara la enorme zarpa del
oso. Sería mejor que la fiera hubiese reventado su cabeza o destrozado todo su cuerpo en vez de arrastrarse con
sumisión tras los cazadores, hacia una humillación inevitable. Cuando la procesión se acercó al pie de una montaña
grande, cubierta por un denso chaparral y acribillada de numerosas cuevas, el joven sintió un fuerte deseo de ser
tragado por la tierra, pero continuó la subida tras sus compañeros.

Todo el clan de la Gran Montaña —una pareja de ancianos, varias mujeres jóvenes y una docena de niños —salió de la
caverna al encuentro de los cazadores.
Comprendiendo la seriedad del momento, todos guardaban silencio, incluso los niños que habitualmente corrían con
precipitación hacia los hombres, enredándose entre sus pies e inundando todos los alrededores con sus alegres chillidos.
Tana, la mayor de las mujeres, delgada, nudosa, de cabellos canosos y ralos que pendían como carámbanos por ambos
lados de su arrugado rostro, salió adelante y echó a los cazadores callados una mirada escudriñadora. Al lado de Tana,
apoyándose en su hombro, cojeaba su marido Kruk, quien ya no recordaba su edad, pues al menos había visto tantos
inviernos cuántos dedos tienen dos hombres en ambas manos y pies y conocido numerosas adversidades. En su
juventud, en una escaramuza con otro clan, Kruk recibió un mazazo tan fuerte que le desfiguró toda la parte izquierda
del rostro y lo dejó tuerto; luego se encontró en un sendero estrecho con un tigre dientes de sable y logró vencerlo, pero
aquella victoria le costó la pérdida del brazo derecho y profundas heridas en el pecho; finalmente, una enfermedad
implacable deformó sus piernas a tal punto que el pobre hombre no podía caminar sin ayuda de alguien. Sin embargo,
Kruk jamás perdía el ánimo, con una agilidad sorprendente usaba sus dientes en vez del brazo perdido y a cada instante
se reía de sus propias mutilaciones; pero ahora su cara deformada se veía seria e impenetrable.

A unos pasos de los ancianos se detuvo Gala, su hija mayor, con sus dos niños pequeños. Era una mujer robusta, de
cabellos brillantes y negros, mejillas sonrosadas y ojos vivos, una gran amante de reír y bromear; sin embargo, ahora
permanecía callada.

El corazón de Nar golpeaba aceleradamente su pecho y dio un vuelco cuando de la caverna salió corriendo Muna, la
hermana menor de Gala, una muchacha delgada y ágil, de pies ligeros y rostro ruborizado, rodeado por una nube de
cabellos negros. Los ojos de la joven, enormes y azules, como dos violetas de la montaña, se deslizaron por el rostro de
Nar y, al no encontrar en su frente y sus mejillas las marcas de sangre del oso, se apagaron al instante. Con un suspiro de
decepción, Muna se volteó y desapareció en la oscuridad de la caverna.

—¿Están contentos nuestros espíritus protectores, Marg? —preguntó la vieja Tana, dirigiéndose al joven jefe de los
cazadores.

—Sí, madre de los hombres de la Gran Montaña —contestó el cazador sonriendo—. Esta vez no llevaron consigo a
ninguno de tus hijos...

—Pero tampoco ha nacido un cazador nuevo. ¿Por qué Nar regresó a casa tal como se había ido, sin las marcas de un
hombre adulto? ¿Qué sucedió, Marg?

Los punzantes ojos de la anciana se clavaron en el pálido rostro de Nar. El muchacho sintió un temblor traicionero en sus
rodillas, su respiración se cortó y ante sus ojos surgió una enorme mancha oscura y sofocante, muy parecida al oso
empinado. Al mismo tiempo percibió que una mano fuerte y tibia rozaba su hombro amistosamente, como para darle un
poco de valor, y oyó la voz de Marg, que parecía sonar desde lejos:

—Nar no ha crecido todavía para la gran cacería y por eso se azoró. También es mi culpa, porque lo coloqué en un lugar
incómodo.

—No trates de asumir la culpa ajena, Marg —lo interrumpió Tana con severidad—.

Tal vez Nar no haya crecido todavía para cazar con los hombres, pero es bastante grande para responder por sus faltas.
¿Es así, Nar?

El muchacho inclinó su cabeza con esfuerzo. Nunca en su vida —y Nar ya había visto tantos inviernos cuantos dedos
tiene un hombre en dos manos y un pie —se había sentido tan mal. De no ser por la mano de Marg, que aún permanecía
en su hombro, el dolor que desgarraba su alma sería insoportable. Tana y Kruk lo miraban como si fuera una araña o un
sapo, todos los demás no le dirigieron ni una sola palabra y Muna, quien aún en la madrugada le había sonreído con
tanto cariño, ni siquiera quiso salir de la caverna.. —Lo que sucedió ya pasó —perturbó el silencio la voz del viejo Kruk,
rechinante como madera seca y su único ojo, azul, brillante y claro, con una alegría inesperada guiñó a los cazadores
turbados—. Tarde o temprano Nar responderá ante los espíritus por su cobardía y ahora hay que agradecerles por la
caza exitosa, o de lo contrario se ofenderán no solo con Nar sino con todos nosotros.

En el festín ceremonial que siguió, Nar estuvo sentado en la oscuridad, con aire afligido fuera del círculo de luz,
observando en silencio a sus paisanos saborear la carne de oso asada sobre las piedras calientes. Según las costumbres
del clan, un cobarde no podía probar ni siquiera un pedazo pequeño de la presa ritual. En realidad, Nar no sentía
hambre: cualquier alimento se le atrancaría en la garganta.

Los reflejos de la fogata sobre las paredes rocosas y los rostros humanos, el fuerte olor a ramas de pino encendidas y a
carne asada, las estalactitas colgadas del techo —todo se veía igual que antes pero al mismo tiempo le parecía distinto,
ajeno e incluso hostil. ¿Por qué? ¿Acaso no era su caverna natal, donde él había nacido, dado sus primeros pasos y
pronunciado sus primeras palabras? A esta caverna espaciosa y bien protegida los hombres del clan de la Gran Montaña
regresaban cada año, después de sus viajes de verano a la tundra abierta y cada vez sentían una verdadera felicidad al
entrar bajo el pedregoso techo de aquel refugio que de antaño les servía de hogar. Aquí Nar pasó su niñez, jugando con
otros niños, arrojando a la fogata trozos de huesos de animales o lanzando bolas de arcilla contra una estalactita; aquí
era tan dulce dormir acurrucado junto al fuego, sobre las pieles suaves, y sentirse tranquilo y protegido contra aquella
lucha de garras, colmillos, cascos y músculos que proseguía fuera de los muros protectores; aquí, bajo las pirámides de
piedras, yacían aquellos hijos de la Gran Montaña cuyas almas habían partido a la tierra de las sombras, y entre ellos
estaban los padres de Nar, a los cuales conocía solo gracias a las historias contadas por Tana y Kruk...

El padre de Nar pereció muy joven, en un otoño frío y lluvioso, cuando los hijos de la Gran Montaña, al regresar de su
viaje anual a la tundra, encontraron la caverna ocupada por otro clan. Los advenedizos no quisieron abandonar el
refugio ajeno por las buenas y estalló una pelea sangrienta en la cual los hijos de la Gran Montaña lograron defender su
hogar y expulsar a los intrusos, pero el padre de Nar, un joven ardiente e imprudente, se descuidó y recibió una herida
mortal. Una lanza enemiga le atravesó el pecho y el desdichado murió al cabo de pocas horas, ahogándose y escupiendo
sangre, cuando faltaba un poco más de un mes para el nacimiento de su primogénito.

La madre del niño abandonó el mundo tres años más tarde, cuando en plena noche un fuerte terremoto sacudió la
caverna, arrancando de su techo enormes rocas que se desplomaron sobre el suelo, aplastando a todos los que no
tuvieron la suerte de despertarse a tiempo. La madre de Nar tan sólo alcanzó a empujarlo fuera del derrumbe, pero no
pudo salvarse a sí misma.

Luego Kruk, cuyos brazos y pies por aquel entonces aún estaban sanos, alzó al niño junto con la pequeña Muna y corrió
hacia la salida, evitando con destreza las piedras que seguían cayendo del techo. Tras él, arrastrando de la mano a la
asustada Gala, corría Tana, todavía, fuerte y rápida como el viento. Las niñas lloraban y el pequeño Nar miraba con
obstinación hacia atrás, donde había quedado su madre sepultada bajo las rocas. En su memoria quedó grabada para
siempre una mano que temblaba convulsivamente entre los pedruscos inmóviles y grises.

Fue así como se convirtió en un huérfano, pero jamás se sintió solo y desdichado: su familia eran Tana, Kruk, sus dos
hijas y toda la gente del clan. Además, las sombras de sus padres se encontraban constantemente al lado de Nar,
protegiéndolo desde el más allá.

Solo ahora el joven se sintió agobiado por una verdadera soledad, ni siquiera los fantasmas de sus padres podían
ayudarle pues en el fondo de su alma Nar presentía que ellos también reprobaban su cobardía.

Terminado el festín, varias mujeres arrastraron al centro de la caverna una piedra grande y plana, colocaron encima la
cabeza del oso y entonaron una canción, elogiando la fuerza del animal y pidiéndole perdón por haberlo matado. «Ven y
cuenta a los espíritus que los cazadores de la Gran Montaña son muy buenos, pídeles enviarnos más presas» —cantaban
las mujeres. Al son de la canción los hombres agarraron sus armas y comenzaron una danza precipitada alrededor de la
cabeza del oso, mientras que Tana y Kruk la rociaban con ocre rojo —sangre de la tierra. Nar siempre había contemplado
con admiración todos estos ritos, imaginando que al pasar la prueba y convertirse en un cazador adulto él también iba a
bailar en aquel torbellino de saltos y vueltas, blandiendo su lanza y evocando a los espíritus. Hoy hubiese podido hacerlo
de no ser por su maldita falta de valor..

Con un suspiro profundo Nar dio la espalda a la fogata y a la gente, y dirigió su sombría mirada hacia la salida de la
caverna, observando cómo en la profundidad azul del cielo se encendían tímidamente las primeras estrellas.

—No te pongas triste. La próxima primavera de nuevo saldrás con nosotros para la caza sagrada y ya no te asustarás —
sonó la suave y tranquilizadora voz de Marg.

Sumergido en sus tristes pensamientos, Nar no percibió que su amigo mayor se separó de los bailarines y se le acercó
silenciosamente, como un lince. A pesar de su apariencia temible —facciones toscas, barba desgreñada, pecho
extremadamente ancho y brazos musculosos —Marg poseía un buen corazón, por el cual lo amaban todos los hijos de la
Gran Montaña, aunque era un forastero nacido en el clan del Gran Lago, cuyas tierras de caza se situaban más al norte,
casi al límite de la tundra abierta. Ambas bandas se encontraban cada verano, con frecuencia juntaban sus fuerzas para
cercar un mamut o un rinoceronte lanudo o hacer huir una manada de caballos o renos hacia un precipicio rocoso.
Además, los dos clanes hacía tiempo estaban estrechamente emparentados gracias a los casamientos mixtos, y por eso
ocho años atrás a nadie le pareció extraño que Marg, un joven cazador del clan del Gran Lago, viniera a vivir con la otra
banda, atraído por los brillantes ojos, prominentes formas y contagiosa risa de Gala. Rápidamente se hizo
completamente suyo entre sus nuevos parientes: llevaba sobre sus hombros a todos los chiquillos del clan,
permitiéndoles pellizcarle la nariz y tirarlo de la barba, siempre encontraba palabras alentadoras para sus compañeros
de caza y jamás respondía con soberbia a los numerosos reproches de su mujer, mientras que la misma Gala con
frecuencia lo hería con su lengua maliciosa.

Para complacer a su compañero, Nar fingió una sonrisa, aunque se le partía el corazón pensando que lo esperaba todo
un año de dolor y humillación hasta que pudiera lavar su deshonra. Haría cualquier cosa por expiar su culpa lo antes
posible, pero ninguno de los hombres de la Gran Montaña, incluso el sabio Kruk, podía recordar ni una sola historia
sobre algún novato que hubiera sido iniciado a cazador por alguna otra hazaña diferente a la caza de oso... ¿Quién podía
decirle qué podría suceder durante este año? ¿Y cómo debía comportarse frente a Muna?

Nar miró a la muchacha de reojo. Sentada entre su madre y su hermana mayor, Muna no acompañaba con su voz el coro
femenino, y sus labios temblaban como si tratara de contener el llanto. Al sentir la mirada de Nar, frunció el ceño y bajó
la cabeza.

Parecía increíble que apenas hacía unas horas le regalaba sus sonrisas deslumbrantes y sus miradas prometedoras. De
no ser por aquella maldita cobardía, Nar hubiese podido esta misma noche estrechar entre sus brazos el desnudo y
caliente cuerpo de la muchacha, poseerla por completo, convertirla en su mujer, pero ahora tendrá que luchar con los
deseos que ardían en su sangre por lo menos hasta la próxima primavera: solo un cazador verdadero puede compartir
su lecho con una mujer. ¿Lo esperará Muna? El verano pasado detrás de ella andaba un joven del clan del Gran Lago —
fuerte, vigoroso y, además, ya llevaba en su cara las marcas de adulto. Aquel entonces Muna sólo se burlaba de su
admirador, prefiriendo la compañía de Nar, pero ahora todo puede cambiar por completo, pues a ninguna mujer le
gustan los defraudados...

El canto cesó. Las mujeres extendieron sobre el suelo pieles de animales preparándose para dormir, pero los hombres
continuaban la celebración. Levantaron con solemnidad la cabeza del oso y, armados de varias antorchas, salieron de la
caverna a la oscuridad de la noche. Nar sabía que se dirigirían cuesta arriba, hacia una pequeña cueva casi invisible entre
las rocas y los matorrales donde, según la tradición, un antepasado de los hombres de la Gran Montaña había matado a
su primer oso tiempo atrás. Allí, a la mortecina luz de las antorchas, los cazadores colocarán la cabeza de la fiera en un
nicho entre las piedras, junto a los cráneos de otros osos muertos en años anteriores, y realizarán ritos secretos que no
pueden ver las mujeres, los niños y tampoco los cobardes. La primavera se acercaba lentamente, con sus días grises,
húmedos y nubosos y con frecuentes irrupciones de las heladas garras del invierno en las noches. Poco a poco se fueron
retirando las nieves dejando al descubierto la tierra mojada y negra, el río al pie de la montaña rompía su coraza de hielo
con un trueno estridente y un ligero velo verde cubrió los bosques cercanos. Todo el mundo, los hombres y los animales,
se alegraban ante la llegada de tan esperado calor y solo en el corazón de Nar seguía reinando el frío glacial. Toda la vida
perdió su sentido.

Antes encontraba, sencillo, claro e inevitable, al igual que el hecho de que la primavera sustituye sin falta el invierno y el
amanecer viene después de cada noche, que a su debido tiempo él crecería, se haría un hombre, un cazador y cada
tarde volvería a casa con sus compañeros cansados.

Los niños correrán y saltarán alrededor de los cazadores, alegrándose de su regreso; luego todos se sentarán junto a la
fogata y Muna, atenta y cariñosa, rodeará el cuello de Nar con sus brazos fuertes y tibios, al igual que lo hacen todas las
mujeres al regreso de sus parejas. En las noches, ella se acostará a su lado, apretándose contra él con todo su cuerpo y
en la mañana siguiente todos los hombres de nuevo se marcharán en busca de alimentos. Así, día tras día, transcurrirá
su vida al lado de sus seres queridos, hasta que los espíritus decidan llevar consigo su alma. La muerte puede atraparlo
inesperadamente, en una cacería o en una batalla, al igual que a su padre, o tal vez el destino le permita llegar a la
ancianidad y expirar en paz, tendido en su lecho; de todos modos, le esperaría un fin digno, al cual no vale la pena
temerle..

Pero ahora todo su mundo se había derrumbado y el futuro se divisaba como un vacío lúgubre y desesperado.

Cada ser humano, desde un niño hasta un anciano, ocupaba dentro del clan un determinado lugar; al perderlo por su
propia culpa, Nar se sentía inútil y desgraciado. Ya era demasiado grande para jugar con otros chicos, pero tampoco
podía cazar con los hombres adultos. Por eso ahora se quedaba en la caverna, aunque allí tampoco se sentía tranquilo y
seguro. A cada instante las mujeres lo miraban de reojo y en su constante cuchicheo a Nar le parecía oír la misma
palabra: «Cobarde, cobarde, cobarde».

Un golpe inesperado y muy doloroso le había causado el sabio Kruk. Cada mañana, después de desayunar, el anciano
solía salir de paseo sin alejarse mucho de la caverna, para respirar el aire fresco y desentumecer el cuerpo. Desde hace
varios años la obligación de Nar era acompañar a Kruk en sus caminatas matutinas y el joven lo hacía con mucho gusto.

La enfermedad que había doblegado el cuerpo de Kruk dejó intacta su brillante memoria, ninguno de los hijos de la Gran
Montaña sabía tantas historias maravillosas sobre los espíritus, antepasados, cacerías memorables y hábitos de los
animales. Cuando Kruk contaba dos veces la misma historia, siempre le agregaba algunos detalles nuevos, así que Nar
nunca se aburría de escucharlo y estimaba mucho las horas que pasaba a solas con el hombre más sabio de su clan.

Aquella madrugada, al ver que Kruk echó sobre sus hombros su capa desgastada y envolvió sus pies torcidos con
pedazos de piel de bisonte, Nar se acercó al anciano y, como de costumbre, le ofreció su hombro. Sin embargo, Kruk
rechazó la ayuda del muchacho.

—¿Y si de nuevo te asustaras y me dejaras solo? —rezongó el anciano atravesando a Nar con la punzante mirada de su
único ojo.

La vieja Tana, quien con ayuda de un raspador estaba limpiando una piel extendida sobre el suelo, interrumpió su
trabajo y dirigió a su marido una mirada de reproche.
—Que Nar responda ante los espíritus como es debido —contestó Kruk a la muda pregunta de su mujer en un tono
inmutable.

Sin decir ni una palabra, Tana se inclinó de nuevo sobre la piel y Kruk, apartando bruscamente a Nar, llamó a otro chico
de menos edad, quien se acercó con una cara reluciente de orgullo.

Lentamente transcurrían los días —vacíos, inútiles, sin ningún provecho. Por supuesto, Nar podía encontrar alguna
ocupación, ayudando a las mujeres a zurrar pieles, preparar carne, traer ramaje seco para la fogata o recoger semillas y
raíces comestibles, pero instintivamente presentía que todo esto lo convertía en blanco para nuevas burlas.

Por eso el muchacho prefería pasar días enteros sentado en el rincón más apartado de la caverna, clavando en el techo
ahumado una mirada sin expresión o tallando un pedazo de sílex, no para fabricar un cuchillo, una punta o cualquier
otra cosa útil, sino para matar el tiempo. Cuando llegaba la hora de comer, Tana, quien era la encargada de repartir la
carne, lo llamaba a la fogata como si nada hubiese pasado. Sin embargo, Nar comía muy poco y de mala gana, aunque
antes jamás sufría de mal apetito: los remordimientos de su conciencia no le permitían quitar la comida a su clan sin dar
nada a cambio y cada bocado despertaba en su corazón un profundo sentimiento de culpa.

En estos días Nar adelgazó tanto que sus mejillas se hundieron, sus tristes ojos grises parecían enormes y su palidez se
hizo casi transparente.

Pero nadie del clan se mostró alarmado ni intentó animar al muchacho, pues todos sabían que Nar había desafiado a los
espíritus y ahora tenía que enfrentarles únicamente con sus propias fuerzas.

4.

Aquel día fatal comenzó con una querella entre Gala y su marido. Disponiéndose a salir a cazar, Marg ajustó primero a su
cuerpo una piel de reno, preparada por su mujer el día anterior, y luego, con un gesto brusco, la tiró a un lado. Tal
indignación era más que justa pues la piel no estaba seca y curtida lo suficientemente bien; además, Gala  por pereza no
había raspado todos los restos de grasa y carne podrida.

—¿Acaso no tienes manos? —se enfureció Marg, pisoteando la piel —¡Ahora voy a apestar como una hiena y todas las
presas me olfatearán desde lejos!

—Si no te gusta mi trabajo, limpia las pieles tú mismo o anda desnudo —Gala no se azoró y pasó a la ofensiva
rápidamente —¿Crees que puedo ocuparme de tus atavíos todo el día? Tengo que cuidar a los niños...

—¡Otras mujeres también tienen hijos, pero sus maridos no apestan a carroña!

—¡Búscate otra mujer!

Al oír estas palabras, Tana arrugó su cara con disgusto, pero no dijo nada. Nar observaba aquella escena desde su rincón
apartado y le parecía que cada palabra ofensiva golpeaba su cabeza como una pesada hacha de piedra. Los demás
habitantes de la caverna también guardaban silencio, pues cualquier riña entre una pareja debería ser arreglada
únicamente por ella misma. Sin embargo, era evidente que todos sentían simpatía por Marg; al percibirlo, Gala se
enfureció aún más, al igual que una osa despertada en pleno invierno, y arrojó sobre su marido toda una lluvia de
blasfemias. Nadie en el clan de la Gran Montaña podía rivalizar con esta mujer en la invención de nuevas maldiciones.

—¡Sapo! ¡Rata! ¡Babosa! ¡Lombriz! —no se calmaba, blandiendo sus puños y girando sus ojos —: ¿No te gusta el olor a
carroña? ¿Quieres decir que soy una hiena?
—Hija, si los animales pudieran comprender el habla humana, nosotros no necesitaríamos a nuestros cazadores. Con tus
palabras hasta a un mamut le flaquearían las patas —bromeó el viejo Kruk.

Todos se rieron. Gala calló, torciendo los labios. Marg salió en silencio de la caverna y con la cabeza agachada se sentó
sobre un trozo de roca, junto a la salida. Sin embargo, su soledad no duró mucho: todos los niños del clan lo rodearon en
un instante. Todos ellos sabían que en tales momentos Marg encontraba consuelo únicamente en los chiquillos,
permitiéndoles cualquier cosa. Aprovechándose de la situación, los niños lo embistieron con chillidos estridentes, como
a un animal cercado; para su gran júbilo, Marg se puso a gatas y emitió un rugido, imitando a un oso de las cavernas. Los
chicos alzaron al instante sus brazos con lanzas imaginarias y solo el avispado Lik, el hijo mayor de Gala, se echó a correr
y se escondió entre los peñascos.

Fue una alusión tan evidente que la paciencia de Nar se agotó. Al salir de su rincón, el joven arrastró a Lik de detrás de la
roca y le dio un coscorrón tan fuerte que el niño voló a un lado, se volteó y se desplomó en el suelo, temblando del
miedo y prorrumpiendo en llanto.

Gala corrió hacia su hijo, secó sus cachetes mojados y con rabia se lanzó contra Nar:

—¡Miserable! ¿Tienes coraje solo para eso? Lik, nene, no llores, ahora voy a sacarle los ojos a este maldito cobarde.

—¡Cálmate, mujer! —Marg se irguió, protegiendo a Nar con su ancho pecho—. Y tú, Lik, deja de aullar, un cazador
verdadero nunca llora. ¿Por qué no dejan a Nar en paz?

El pobre chico ya no se parece a sí mismo, pues no come casi nada y ahora veo que quieren acabar con él por completo.
Los hijos del Gran Lago jamás se comportan así... —¡Entonces, regresa con los tuyos si no te caemos bien! —se enfadó
Gala.

—¿Crees que no podré hacerlo? ¡Hoy mismo me iré y llevaré conmigo a Nar! Allí nos tratarán mejor a los dos...

Estas palabras enfriaron en un instanteel ardor de Gala; la mujer se deshizo en lágrimas.

—Yo lo sabía... —balbuceó entre sollozos—. No te importo ni yo ni mis hijos. Yo lo sabía...

Marg quedó pasmado, dejando caer sus brazos fuertes y musculosos. Nar volvió corriendo a su rincón, cayó de bruces
sobre las pieles y todo su cuerpo se estremeció. ¡Todas las burlas y blasfemias deben caer sobre él, solo sobre él! Marg,
el valiente y bondadoso Marg, no debe sufrir porque su joven compañero resultó un miedoso y un pusilánime, capaz
sólo de pegar a un niño, y se le olvidó que contra la ira de los espíritus, contra el destino y contra sus propias cobardías
hay que luchar solo, sin acudir a la ayuda de nadie...

Nar se levantó decididamente y recogió todas sus pertinencias. Dos ligeras lanzas de madera, un tosco cuchillo, una
maza y un pedazo de piel de lobo alrededor de la cintura eran todo lo que poseía. Tratando de no mirar a nadie, salió de
la caverna y comenzó a bajar la cuesta. Lo único que le dolía en aquel momento era la imposibilidad de ver a Muna y
regalarle la última mirada de despedida; junto con otras dos muchachas de su edad había salido a buscar leña aún en la
madrugada.

Gala seguía llorando, abrazando al pequeño Lik. Marg, como despertándose de un letargo, corrió hacia Tana y Kruk:

—¡Hay que detenerlo o se irá para siempre! ¡No lo dejen ir!

Tana solo movió negativamente su canosa cabeza y Kruk pronunció, recalcando cada palabra:

—Cuando un cazador escoge su propio camino, nadie podrá detenerlo. Si no se va ahora, tarde o temprano se matará de
hambre y pena.
Las montañas que aún hace poco parecían profundamente dormidas en el blanco silencio del invierno, volvieron a la
vida bajo los cariñosos rayos del sol de primavera. Aunque en algunas partes todavía permanecían blancas manchas de
nieve, las colinas ya verdeaban de hierba joven entre la cual abrían sus pétalos las primeras flores. El bosque, envuelto
en un verdor ligero y aún transparente, parecía lleno de vida. Bajo los pies de Nar a cada instante saltaban liebres cuyo
pelaje blanco ya se veía salpicado de manchas parduscas, se oía el aullido de los lobos, el ladrido de los zorros y el canto
de los pájaros.

Aunque Nar ya había recorrido una distancia bastante larga, no vio en su camino ni un solo animal grande: los mamuts,
los rinocerontes y los renos habían emigrado al norte, a la tundra abierta, buscando mejores pastos e
intentando librarse de los fastidiosos insectos. Siguiendo a sus presas, los hijos de la Gran Montaña también
emprenderán su marcha hacia el norte. En los años anteriores Nar esperaba aquellos viajes con un sentimiento extraño,
una mezcla de impaciencia y ligera tristeza: por un lado, le daba pena abandonar su caverna natal, por otro, la vida en la
tundra también tenía su encanto. Los hijos de la Gran Montaña partían en la madrugada, caminaban días enteros
llevando consigo niños, armas, reservas de carne y pieles, pernoctaban allí mismo donde les cogía la noche y tras varios
días de viaje llegaban a sus dominios de verano. La tundra se extendía ante sus ojos como una alfombra verde, cubierta
de numerosos arbustos, abedules y sauces enanos, diminutas flores, abigarrados musgos y  líquenes, charcos y lagos
pequeños cuyo resplandor a la luz del pálido sol boreal alegraba el corazón.

Durante la espléndida primavera y el breve verano de la tundra el clan acampará al aire libre, armando una
espaciosa choza con paredes de pieles extendidas sobre la armazón de los huesos de mamut, y estará mejor alimentado
que el resto del año. En esta época las manadas de renos trotan por caminos conocidos y se les puede acecharcasi sin
esfuerzo; las hembras de grandes animales de pasto se apartan de sus rebaños para parir y es fácil apoderarse de sus
crías; enormes bandadas de gansos, patos y cisnes llegan volando del sur para anidar, poner huevos y también
convertirse en presas del hombre; en los estanques poco profundos abundan peces que pueden ser atrapados
simplemente con las manos. Para los finales del verano madurarán las bayas y las mujeres pasarán días enteros
recogiendo mirtillo, vaccinio y grosella. Esta vida holgada y abundante durará hasta que la hierba, abatida por las
primeras heladas, empiece a ponerse parda y al despertarse en una mañana de otoño los hombres  encuentren su choza
incrustada de hielo, comprendiendo que ha llegado el día de volver al sur, bajo la protección de los bosques, de las
montañas y de las paredes de la caverna natal...

Sin embargo, ahora Nar no podía pensar en el viaje a la tundra sin sentir una profunda amargura. Allí su clan se debía
encontrar con los hijos del Gran Lago y pasar juntos un tiempo suficiente para que los jóvenes casaderos pudieran hallar
su pareja en la otra banda. Aquel hijo del Gran Lago que perseguía a Muna el verano pasado seguramente reanudaría
sus pretensiones. Nar no podrá impedírselo.

En un arranque de cólera, el impotentemuchacho golpeó con su maza un arbusto, como si fuera la cabeza de su rival. De
las ramas entrelazadas salió disparado un armiño asustado. Al correr a una distancia segura, la fierecilla se detuvo
mirando al hombre con curiosidad, con sus ojitos redondos y negros. Una pluma de codorniz se había pegado a su
hocico.

—Veo que has tenido buena suerte, amigo —sonrió el muchacho.

En un abrir y cerrar de ojos el armiño desapareció bajo las nudosas raíces de un roble y Nar continuó su marcha. A pesar
de ue las montañas parecían tranquilas y apacibles, el peligro siempre estaba presente, pues podía haber un león
agazapado entre la maleza, o un oso hambriento después de su largo sueño invernal  acechando cualquier presa posible
desde un boscaje cercano. Por eso Nar apretaba con fuerza sus lanzas y permanecía alerta, lo que le permitió distinguir
desde lejos un pequeño grupo de tres muchachas que bajaban por la cuesta de una colina.
Las jóvenes llevaban grandes manojos de ramas de pino para la fogata, pues no hay nada mejor para refrescar el aire de
la caverna, húmedo y viciado por el olor a cuerpos no lavados, restos de carne podrida y otros desperdicios. Aunque ya
se acercaba el mediodía, las recolectoras no se apresuraban para regresar a casa. ¡Era tan agradable recorrer los cerros
floridos, sentir el vivificante calor del sol y la frescura de la brisa, adornar los cabellos con las primeras flores y escuchar
el canto de alondras invisibles en el inmenso azul del cielo! Cuando las muchachas, felices y embriagadas por los aromas
y los sonidos de la primavera regresen a la caverna, nadie las reprochará por su larga ausencia, y hasta  a severa Tana
solo emitirá un suspiro profundo, recordando aquella lejana primavera de su propia juventud.

Sin embargo, una de las muchachas se mantenía atrás y no se mostraba tan reluciente de alegría como sus dos
compañeras. Los agudos ojos de Nar reconocieron desde lejos a Muna, el corazón del joven dio un vuelco aún más
fuerte que el día de la cacería sagrada.

La muchacha había sujetado sus largos cabellos con una tira de cuero y ahora, llevados por una ráfaga de viento, volaban
tras ella despertando en la mente de Nar un fuerte deseo de ocultar su rostro en esta nube espesa y negra. Disfrutando
del calor, Muna al igual que sus amigas andaba con el torso descubierto y, cuando bajaba de la colina, su cintura flexible
y delgada se inclinaba con suavidad de un lado para otro. Sus pechos temblaban a cada paso y no eran fláccidos ni caídos
como los de una mujer mayor, sino erguidos y puntiagudos, tales como Nar los veía más de una vez en los turbulentos
sueños que le provocaban un extraño calor y una excitación inexplicable.

El viento de la montaña ruborizó las mejillas de Muna, poniéndolas coloradas como las flores de escaramujo, tras los
labios semiabiertos relucían sus dientes blancos como los pétalos de anémona, sus ojos parecían aún más azules que
lasvioletas que cubrían el lindero del bosque y toda ella era como una flor de primavera recién brotada bajo el reluciente
sol. La belleza de una flor no dura mucho y se marchita al primer soplo del viento glacial, y lo mismo sucede con el
encanto femenino: los trabajos pesados, los embarazos, la crianza de niños y las preocupaciones infinitas lo destruyen
sin piedad. Sin embargo, la memoria de un hombre es capaz de conservarlo por muchos años...

Sin poder dominar sus emociones, Nar recogió un ramo de violetas, jacintos y malvas, se acercó a Muna con pasos
inseguros y quedó inmóvil, mirándola expectativamente. La muchacha se veía algo perpleja; sus dos amigas se
detuvieron a cierta distancia, cuchicheando y mirando con curiosidad a la pareja. La primavera pasada Nar también
había regalado flores a Muna; la muchacha las aceptaba con una sonrisa de agradecimiento y enseguida adornaba con
ellas su cabellera negra.

Sin embargo, en aquel entonces no se interponía entre los dos aquella maldita caza ni el dolor que martirizaba ahora el
corazón de Nar. La mano del joven apretaba el ramo temblando traicioneramente. La muchacha lo miró con sus ojos
humedecidos, sus facciones se suavizaron imperceptiblemente y una ligera sonrisa entreabrió sus labios.

—¡A mí no me gustan los cobardes! —chilló la burlona voz de una de las amigas de Muna.

—¡Miren, Nar ya se cree un hombre! —exclamó otra muchacha con el mismo tono.

Muna miró con turbación a sus compañeras, luego se volteó hacia Nar y lo golpeó en la mano con tanta fuerza que las
flores cayeron sobre la hierba. Las muchachas saltaron una carcajada de aprobación. Nar se marchó en silencio, con la
cabeza gacha. Si hubiese mirado atrás, vería a Muna recoger las flores desparramadas y apretarlas contra su pecho sin
hacer caso a los chillidos descontentos de sus amigas. Pero Nar se alejaba más y más, dejando atrás su gente, su clan y la
misma vida.

Nar caminó durante todo el día sin distinguir el camino; los dientes apretados y un brillo siniestro en los ojos reflejaban
su malestar. Solo al atardecer, cuando el sol tocó las cimas de las montañas lejanas y un vientecillo frío comenzó a soplar
desde el fondo de las quebradas, el muchacho se detuvo y miró a su alrededor. Por primera vez, durante todos aquellos
días sintió una verdadera hambre: después de una larga marcha al aire libre todo su cuerpo joven y sano pedía a gritos
cualquier alimento.  Además, se acercaba la noche, cuando salen a cazar los grandes depredadores para los cuales un
hombre solitario representa una presa igual de apetecible como cualquier otra, así que era preciso buscar algún
albergue seguro.

Varias perdices pululaban en la maleza, acomodándose para dormir.

Las aves aún no se habían liberado por completo de su blanco plumaje de invierno y se distinguían en el crepúsculo con
facilidad. Sin pensarlo mucho, Nar levantó su maza y la arrojó contra la pequeña bandada. Las perdices volaron
asustadas, pero una de ellas quedó agitándose sobre la tierra. Al recoger la presa, Nar chasqueó su lengua con
satisfacción. El tiro fue rápido y preciso, digno de un buen cazador, pero en este momento ninguno de sus paisanos
podía apreciar su destreza.

Al caminar un poco más, el joven encontró un sitio conveniente para pasar la noche. Era un cañón profundo, una
hendidura estrecha entre las rocas escarpadas que a pesar de su frío y humedad tenía una gran ventaja: ofrecía cierta
seguridad contra los predadores nocturnos, pues ni un león, ni un tigre dientes de sable, ni una jauría de hienas o lobos
podría bajar aquellas cuestas abruptas.

Agarrándose de los arbustos y de las rocas que a cada instante se desprendían bajo sus dedos, Nar descendió hasta el
fondo de la hendidura donde bramaba un pequeño arroyo. Su orilla la cubrían numerosas piedras pequeñas y grandes,
entre las cuales no era difícil encontrar las necesarias para sacar una chispa. Nar cavó rápidamente un pequeño hoyo, lo
llenó de hierbas secas y luego, cuando estas se encendieron, agregó unas ramas secas recogidas en el matorral cercano.
Las llamas dispersaron la oscuridad, dando a aquel refugio rocoso y frío cierta apariencia de vivienda humana.

Al desplumar la perdiz, Nar la ensartó en una rama gruesa, asó el ave sobre las llamas y en unos minutos sació su
hambre voraz. Le gustaba mucho la jugosa y tierna carne de perdiz, pero hoy devoró su presa casi sin sentir el sabor.
Descubría inesperadamente que comer solo no era lo mismo que disfrutar cada bocado en compañía de todos los hijos
de la Gran Montaña, escuchando las bromas de Kruk y los comentarios de los cazadores acerca de la cacería del día.
Además, un fuego solitario en la grieta entre las rocas también daba calor, dispersaba la oscuridad y ahuyentaba las
fieras, pero no podía sustituir aquella gran fogata que ardía a esta misma hora en la caverna natal.

Al terminar de comer, el muchacho se acercó al arroyo, calmó su sed con unos sorbos y se detuvo en la orilla
contemplando su propio reflejo, alumbrado por la plateada luz de la luna y las estrellas. Entre más escudriñaba con la
mirada los contornos de su cuerpo, más grande era la pena que le oprimía el corazón. Sus hombros ya son casi tan
anchos y fornidos como los de un hombre adulto, los músculos de sus brazos, su pecho y su vientre aún no se ven muy
prominentes pero ya tienen la dureza de las rocas de granito y sus piernas incansables pueden recorrer largas distancias.

Sin embargo, toda esta fuerza y robustez no le sirve para nada...

Nar volvió a la fogata y se tendió sobre la tierra, envolviéndose en la piel de lobo. Se sentía cansado pero no podía
dormir. Extrañaba a sus paisanos, el refunfuño sin malicia de Tana y Kruk, el fuerte ronquido de los cazadores, el
canturreo monótono con el cual las mujeres arrullaban a sus niños —todos aquellos sonidos que lo adormecían en su
caverna natal. La noche es el tiempo de las grandes fieras cuyos ojos ven en la oscuridad mejor que en el día; en estas
largas horas el hombre se siente lamentablemente pequeño, vulnerable y necesita la compañía de otros seres humanos
más que nunca. A veces los cazadores permanecen lejos de la caverna varios días seguidos, duermen acurrucados bajo
abrigos rocosos, pero no se sienten desamparados porque siempre pueden contar con la ayuda de un compañero.
Ahora Nar daría cualquier cosa por poder sentir a su lado el amistoso calor del fuerte hombro de Marg, o de cualquier
otro cazador de su clan.

Una hiena invisible en la oscuridad perturbó el silencio con su risa horrorosa y calló enseguida como asustada por el
rugido ensordecedor de un león. Nar sintió un frío glacial en todo su cuerpo e instintivamente echó más ramas a la
fogata. Al alzar la cabeza, trató de discernir a los predadores que merodeaban arriba, pero la oscuridad era impenetrable
y tenebrosa. El muchacho trataba de tranquilizarse a sí mismo pensando que ninguna fiera se atrevería a meterse en una
grieta tan estrecha y escarpada, en cuyo fondo, además, ardía una fogata; sin embargo, estaba nerviosamente
tensionado. Los espíritus de la caza le enviaban una prueba difícil...

De pronto, se dio cuenta que no estaba solo.

Un cazador joven, tal vez sólo dos o tres inviernos mayor que Nar, se acercó silenciosamente a la fogata y se sentó a su
lado. Tenía un rostro pálido, casi transparente, con marcas de honor en su frente, pómulos anchos y mentón orgulloso;
sus ojos eran grises, profundos, con ligeras sombras azules, y sus cabellos, oscuros y enmarañados.

—¿De dónde has llegado? —se sorprendió Nar —¡Ni siquiera oí tus pasos! ¿No te da miedo andar solo en plena noche?

—Ya no puedo sentir ni miedo, ni hambre, ni dolor —la voz del cazador parecía sonar desde lejos, aunque se encontraba
sentado a dos pasos de Nar.

—¿Qué quieres de mí?

—Tampoco puedo querer nada de nadie —el pálido rostro del extraño visitante se alumbró con una triste sonrisa—.
Pero veo que te da miedo estar aquí solo durante toda la noche y por eso vine a hacerte compañía.

—¿Quién eres? —susurró Nar con asombro —¡No puedes ser un hombre común y corriente! ¿Serás mi espíritu
protector?

—¿Acaso no reconoces tu boca en mi boca y tus ojos en los míos? Tu miedo ante la noche es grande como el de
cualquier hombre solitario, pero debes calmarte y dormir bien porque mañana tendrás que tomar una decisión muy
importante. Y también quiero decirte que no temas llegar al mundo de las sombras. Aquí todos estamos bien,  tu madre,
yo y todos nuestros antepasados.

Diciendo eso, el huésped misterioso se levantó y comenzó a alejarse de la fogata con pasos lentos y silenciosos. Los
guijarros que cubrían la orilla del arroyo no crujían bajo sus pies.

—¡Espera! —gritó Nar —¿De qué decisión me estás hablando? ¿Qué debo hacer?

El hombre se volteó y dirigió a Nar sus ojos sombríos y perspicaces:

—No puedo decírtelo. Pero creo en ti porque eres mi hijo...

Nar abrió los ojos. Aún era de noche, el cielo estaba sembrado de estrellas, chirriaban las ramas al fuego pero el visitante
nocturno desapareció sin dejar rastro. Anteriormente, Nar también sentía la invisible presencia de sus padres muertos,
pero lo ocurrido esta noche fue distinto. Por primera vez vio a su padre con tanta claridad y precisión que lo hacía
parecer no a un fantasma del más allá sino a un hombre de carne y hueso; sintió una extraña conmoción y al mismo
tiempo, un profundo apaciguamiento. De nuevo quedó dormido y su sueño era tranquilo y sin visiones.

7.
Se despertó justamente con los primeros rayos del sol y, desperezándose con todo su cuerpo entumecido, se acercó al
arroyo. Tuvo suerte: en el agua poco profunda se agitaban varias truchas grandes. Casi sin esfuerzos  enganchó uno de
los peces con su lanza y lo arrastró a la orilla.

Asando la trucha sobre las brasas, el joven pensaba en las palabras extrañas de su padre difunto. ¿Qué decisión tendrá
que tomar hoy? Lo más seguro, la sombra de su padre quería insinuarle que de un día para otro el clan de la Gran
Montaña partirá al norte y permanecerá en la tundra hasta las primeras heladas. Entonces, Nar tendrá que decidir:
seguir a sus paisanos o quedarse solo para todo el verano. Sin embargo, ninguna de estas decisiones le parecía correcta.

Volver ahora con su clan significaba sufrir las mismas miradas y cuchicheos maliciosos que lo martirizaron durante los
últimos días. Podía contar a Kruk o a Marg sobre aquella noche y ellos, por supuesto, reconocerán que para pernoctar
solo entre las rocas se necesita cierto coraje, pero tampoco considerarán esta prueba como suficiente para convertirse
en un verdadero cazador. Al mismo tiempo, Nar se sentía incapaz de vivir solo. La noche pasada fue para él una prueba
dura y ¿cuántas noches solitarias más tendría que aguantar? No es difícil alimentarse en las montañas durante el verano,
pero la vida de un cazador solitario es demasiado insegura. Él podía ser herido o caer enfermo y, sin poder esperar
ninguna ayuda, moriría lentamente, en plena soledad, cercado de hienas, chacales y aves de rapiña. Tal vez todos
aquellos carroñeros se atreverán a comenzar su siniestro festín incluso antes de que Nar exhale su último suspiro...

Como tratando de alejar aquella imagen horrorosa, el muchacho sacudió su cabellera. No, pase lo que pase, él
encontrará la posibilidad de regresar a su clan en la forma digna de un cazador. No en vano la sombra de su padre lo
había visitado precisamente esta noche. Un presentimiento confuso decía a Nar que este día, cuyo amanecer se
encendía sobre los picos nevados, sería el más importante de toda su vida.

La trucha ya estaba lista; el apetitoso olor a pescado asado había llenado toda la gruta. Nar complementó su desayuno
con agua de arroyo, apagó la fogata y salió del cañón. La mañana era serena y soleada; una brisa ligera le refrescaba
agradablemente el rostro y el pecho. Al sentir una fuerte afluencia de ánimo, atravesó a pasos rápidos una colina baja y
se detuvo sorprendido.

De detrás de las rocas salieron Marg y otros cazadores de su clan. El corazón de Nar se oprimió al pensar que sus
paisanos seguramente habían dormido cerca de él, en alguna gruta vecina, sin darse cuenta que él luchaba contra su
miedo en plena soledad, separado de ellos por una espesa cortina de oscuridad. Sintió un fuerte deseo de acercarse a
los cazadores, estar de nuevo entre los suyos, pero una voz interna le sugirió que aún no había llegado la hora de
hacerlo. Al sobreponerse, el joven permanecía inmóvil y desapercibido por sus paisanos.

Los hijos de la Gran Montaña se mostraban preocupados y Nar comprendía muy bien la causa de tal estmontañas
cercanas sin poder encontrar una presa conveniente y ahora tenían intención de continuar su búsqueda.

Era una tarea difícil y apremiante a la vez, porque casi todos los grandes animales habían emigrado al norte, y para
seguirlos los hombres necesitaban complementar sus reservas de carne, pues en el camino no habría tiempo para cazar.

Al doblar la colina, los hijos de la Gran Montaña desaparecieron de la vista de Nar, que durante un tiempo siguió inmóvil
mientras su mente se aclaraba más y más. ¡Para poder volver con los suyos hay que ayudar a los cazadores hoy mismo!

—¡Buenos espíritus, ayúdenme! —susurró mirando al amanecer y, completamente seguro de que su ruego había sido
escuchado, se puso en camino siguiendo la ruta del sol.

Al subir el cerro, el muchacho quedó pasmado. Abajo, en una pequeña quebrada, pacía un enorme  rinoceronte lanudo.
Nar observaba al gigante solitario con la respiración entrecortada. Era un verdadero milagro que este rinoceronte no
hubiera emigrado al norte, a diferencia de todos sus parientes, y Nar lo consideró como una benevolencia por parte de
los espíritus protectores. Sin embargo, al mismo tiempo se sintió afligido. ¡Los cazadores se dirigían hacia el otro lado
mientras aquí andaba un montón de carne!

Lo más razonable sería ir a buscar a los hijos de la Gran Montaña y traerlos a este sitio. Sin embargo, esto llevaría tiempo
y entretanto el rinoceronte podía abandonar este barranco tan cómodo para una emboscada, y salir al campo abierto
donde la caza se haría mucho más difícil y peligrosa.

En la sangre de Nar se encendió un afán combativo, pero trato de no perder la cabeza. Hasta un novato sabe que luchar
contra un rinoceronte es incluso más peligroso que cerrar el paso a un mamut. Aparentemente torpe y lento, un
rinoceronte es capaz de correr casi como un reno, y en un arranque de cólera es tan terrible que hasta leones y osos
tratan de no aparecer ante sus ojos henchidos de sangre.

Sin embargo, esta mañana los espíritus parecían estar del lado de Nar. El cañón era una trampa perfecta, rodeada por
tres de sus lados de cuestas escarpadas y, al otro, por un río. La mirada del muchacho se detuvo en una roca bastante
grande que podría servirle como un refugio seguro contra la rabia del paquidermo.

Arrancando unas cuantas hebras de su vestimenta, Nar las lanzó al aire para comprobar la dirección del viento. Sabía
que el rinoceronte tenía un olfato fino pero una vista débil; logró acercarse a rastras  hasta ver nítidamente su pelaje
rojizo, su enorme cabeza con dos cuernos mortíferos, sus orejas paradas y sorprendentemente pequeñas. Era un animal
igual de terrible a un oso de las cavernas, pero ahora Nar no sentía escalofrío ni temblor en sus rodillas.

Al escoger el momento preciso, el joven se levantó de un salto y arrojó contra la bestia una de sus lanzas. El tiro fue
certero, el arma se clavó en el costado del rinoceronte. Nar no tuvo tiempo de alegrarse pues se vio obligado a correr a
toda prisa para salvar la vida. Con un bufido sordo el animal se había lanzado contra su enemigo, tratando de atravesarlo
con su cuerno o pisotearlo con sus patas gruesas, pero el muchacho ya estaba sobre la cima de la roca.

Irritado por aquel obstáculo inesperado, el rinoceronte corneó la roca varias veces. La roca no cedió. El animal se detuvo
perturbado. Al cobrar aliento, Nar levantó un pedrusco y lo tiró contra el rinoceronte golpeándolo justamente en la base
del cuerno; el hocico de animal se cubrió de sangre.

—¿No puedes alcanzarme? —gritó el joven a toda voz —¡Puedes golpear tu cabeza contra esta roca hasta que rompas
tu cuerno!

El rinoceronte emprendió un nuevo intento de acabar con aquella criatura pequeña y débil pero insolente; Nar le
respondió con toda una lluvia de piedras y gritos estridentes. El joven trataba de hacer más y más ruido, para que lo
pudieran oír los hijos de la Gran Montaña, los cuales, según suponía, no deberían estar muy lejos.

El animal seguía sangrando; la lanza clavada en su piel gruesa le causaba un fuerte dolor y las piedras, que a cada
instante lo golpeaban en la cabeza, lo enfurecían más y más. El paquidermo ya se lanzaba contra la roca, ya corría
alrededor, ya se paraba como una montaña lanuda, respirando con dificultad.

Las fuerzas poco a poco abandonaban su cuerpo, junto con la sangre que brotaba de sus heridas, pero todavía era
fuerte, mucho más fuerte que el hombre. 

Comprendiéndolo bien, Nar permanecía con cordura en la cima de la roca; estaba dispuesto a esperar allí el tiempo
necesario para triunfar sobre su enemigo.

De los matorrales en la orilla del río se asomaron dos hocicos asquerosos con ojos turbios y orejas paradas. Dos hienas,
atraídas por el ruido de la batalla y el olor a sangre fresca, esperaban con paciencia el final de aquella lucha encarnizada,
como comprendiendo que cualquiera que fuera su resultado, ellas podrían quedarse con alguna presa.
—¡Fuera! —gritó Nar tirando una piedra contra los carroñeros. Las hienas asustadas desaparecieron tras el matorral. Sin
embargo, el joven sabía muy bien cuán peligrosas son estas bestias, sobre todo cuando están hambrientas.

Además, estas dos hienas podrían traer aquí toda su jauría, y cuando el rinoceronte estuviera lo suficientemente
debilitado, tratarían de arrebatarle su presa, obligándolo de nuevo a buscar la salvación sobre la roca para no ser
devorado junto con el paquidermo. Todo eso podía suceder si  los hijos de la Gran Montaña se alejaban demasiado...

—¡Na—a—ar! —sonó la voz de Marg desde la cima de una montaña cercana —¡Aguanta, estamos aquí!

Al alzar la cabeza, Nar vio a los cazadores bajar la escarpada cuesta. El muchacho suspiró con alivio, pero el rinoceronte,
al ver acercarse tantos enemigos nuevos, aquellos terribles seres de dos patas capaces de causar martirios
insoportables, cambió su táctica inesperadamente. Al parecer, el animal por fin se había convencido de lo inútil de sus
intentos por acabar con Nar, y en vez de golpear la roca con su pesada cabeza, se echó a correr hacia una grieta  entre las
montañas, la única salida de la quebrada y su única salvación.

—¡Se va! —gritó estridentemente uno de los cazadores.

Los hijos de la Gran Montaña acudían en ayuda de su joven compañero, pero la bajada era difícil y peligrosa, las piedras
se desprendían bajo sus pies y los cazadores no podían descender tan rápido como querían, sin arriesgar estrellarse
contra las rocas en el fondo de la quebrada.

Mientras tanto el rinoceronte, como si no sintiera sus heridas, se acercaba a la grieta salvadora. Unos cuantos
momentos más y el animal desaparecerá de la vista de los hombres, saldrá de la trampa y se esconderá en el bosque
donde los cazadores tendrán que buscarlo más de un día. Todos estos pensamientos volaron en la mente de Nar como
un torbellino, pero en el fondo de su alma ya había brotado una decisión definitiva. Peligrosa, temeraria, casi
desesperada.

Arañando sus codos y rodillas, el muchacho se deslizó en una fracción de segundo por la roca casi vertical, en un abrir y
cerrar de ojos alcanzó el paso entre las montañas y lanzando su segunda lanza, cerró el paso a la bestia enfurecida.
Logró hundir su arma en el cuello del animal, pero en el último momento el rinoceronte movió bruscamente la cabeza,
alcanzando a Nar con su cuerno frontal. El joven rodó a un lado, cayó sobre la playa cubierta de guijarros y encogió su
cuerpo, sintiendo que la piel enroscada alrededor de su vientre se mojaba de sangre y sus ojos se cubrían de una extraña
niebla gris. Con los dientes apretados, Nar esperaba que el rinoceronte  lo pisotearía con sus enormes patas,
convirtiendo todo su cuerpo en una masa deforme, mezclada con piedras y líquenes. Sin embargo, eso no sucedió.
Tratando de levantarse, con las manos crispadas sobre su vientre ensangrentado, Nar pudo ver en aquellos instantes
que sus esfuerzos no habían sido inútiles.

Revolviéndose con desesperación contra los cazadores, el gigante lanudo trataba de liberarse, pero ellos lo empujaban
hacia el agua y locos de furor clavaban sus lanzas en el pecho del animal, apuntando al corazón.

Con una sonrisa apaciguada, Nar se desplomó sobre el suelo rocoso, manchándolo con su sangre.

9.

—¡Nar, manténte despierto! ¡Nar, dime algo! ¡Respira, por todos los espíritus!

Al oír la temblorosa voz de Marg, Nar despegó con dificultad sus párpados sorprendentemente pesados y abrió sus ojos
lentamente. Lo primero que vio fue el cielo azul y claro, con manchas blancas de nubes ligeras, luego el alarmado rostro
de Marg y, finalmente, a los demás cazadores junto al rinoceronte muerto. Al ver todo este cuadro, el joven sintió un
vuelco de alegría: ¡ahora el clan tendrá carne, mucha carne que le alcanzará para todo el viaje! Sin embargo, los
cazadores permanecían taciturnos y Nar no podía comprender el porqué, pues no sentía dolor, solo un extraño ardor en
el vientre.

—¿Nar, qué sientes? —preguntó Marg, inclinándose sobre el mismo rostro del muchacho.

—Tengo sed. Dame agua —pidió Nar, sorprendido porque su lengua se tornaba rígida y desobediente, como un trozo de
madera.

Al sacar un poco de agua helada del río, Marg humedeció los labios del herido.

—Dame más —dijo Nar, levantando su cabeza.

—No se puede hasta que te examine Tana. Quédate quieto o vas a sangrar más —diciendo eso, el cazador puso sobre el
vientre de Nar la ancha y fría palma de su mano, tapando la herida, tratando de disminuir la pérdida de sangre y
también dándole valor, al igual que el día de la cacería sagrada. Gracias a aquel contacto Nar se sintió tranquilo y
protegido, de nuevo cerró los ojos y ni siquiera se dio cuenta que Marg y otro cazador colocaron su cuerpo inerte sobre
una piel extendida y lo llevaron a través del bosque y las colinas.

Cuando despertó de nuevo ya no vio encima el cielo, sino el techo ennegrecido de su caverna natal. Su corazón se llenó
de alegría a pesar de que ahora, además de ardor, sentía un dolor terrible, como si alguien le clavara una lanza en el
vientre y revolviera sus entrañas. A medida que Nar recobraba su lucidez, el dolor se hacía más y más fuerte. Sin poder
aguantarlo, el joven emitió un gemido débil y lastimoso.

—¿Te duele mucho, hijo? —sonó la trémula voz de Tana. La anciana se arrodilló 

junto al lecho; su rostro oscuro y demacrado, al perder su habitual severidad, reflejaba una profunda compasión—. No
temas, ahora calmaré tu dolor.

Diciendo esto, Tana se inclinó sobre una piedra plana con la cual machacaba hierbas medicinales, mezclándolas con
arcilla roja como la sangre, la cual, según creían los hijos de la Gran Montaña, poseía una gran fuerza curativa y era un
regalo de los buenos espíritus.

Las manos de Tana eran ligeras y sensibles; apenas colocó las cataplasmas sobre el vientre de Nar, el dolor se apaciguó y
ya no parecía tan punzante.

En la caverna reinaba el silencio; todas las mujeres y niños mayores habían salido a ayudar a los cazadores a despresar el
rinoceronte y traerlo a casa. Solo la hijita menor de Gala gateaba alrededor de la fogata y el viejo Kruk parecía dormitar
sobre las pieles tendidas, pero al darse cuenta de que Nar volvió en sí, el anciano se levantó y, tambaleándose sobre sus
piernas torcidas, se acercó al lecho del herido.

—¿Moriré?

—¿Moriré? —preguntó Nar, sordamente.

—Si la herida te vuelve a doler, me lo dices y te pondré otra compresa —dijo Tana, como si no oyera la pregunta.

El joven la miraba insistentemente con sus ojos grises, que en su rostro sumido parecían aún más oscuros y profundos.

Tana bajó la cabeza; Nar jamás había visto a esta anciana tranquila y orgullosa tan azorada y abatida como hoy.
El silencio embarazoso fue interrumpido por un fuerte llanto; la hija de Gala, dejada sin custodia, se acercó demasiado a
la fogata y quemó su diminuta mano con un tizón. Tana corrió en ayuda de su nieta y Kruk, arrodillándose junto a la
cabecera de Nar, pronunció con una voz sorprendentemente suave:

—Tana pudo detener tu sangre pero el cuerno, al parecer, te afectó las entrañas... Nadie sabe cuándo los espíritus
quieran llevarse tu alma al mundo de las sombras y por eso hay que estar dispuesto...

—No temo a los espíritus que vendrán por mí —la voz del herido sonaba débil y entrecortada, pero sus ojos brillaron con
desafío—. Mi padre me dijo que en el mundo de las sombras todos estaremos bien...

—Eres un muchacho valiente, yo lo he sabido siempre —dijo Kruk. Su rostro parecía impenetrable pero su único ojo
parpadeaba muy a menudo.

—¡Kruk!

—¿Te duele? Si quieres, llamaré a mi mujer.

—No —Nar movió su cabeza con esfuerzo—. No siento casi nada.

—Entonces, trata de dormir, hijo.

—Muna... ¿Dónde está? ¿No quiere verme porque piensa que soy un cobarde?

—¡Claro que no! Ella quería quedarse aquí, contigo, pero Tana no se lo permitió porque tú tienes que descansar.
Además, el rinoceronte que atrapaste es muy grande y para traerlo a la caverna se necesita la ayuda de todas las
mujeres jóvenes y fuertes. No te preocupes, Muna volverá pronto. Descansa, hijo, descansa...

Pasando su único brazo por debajo de la cabeza de Nar, Kruk comenzó a mecerla suavemente.

Era una sensación muy agradable, el muchacho cerró los ojos pero su sueño era extraño y agitado. Vio a un monstruo
lanudo con zarpas de oso y cuernos de rinoceronte que daba vueltas alrededor de una roca, en cuya cima se perfilaba la
frágil silueta de Muna. Nar quería acercarse a la muchacha, salvarla de aquella fiera extraña, pero el animal le cerraba el
paso, amenazándolo con sus garras y cuernos. El joven estaba desarmado y se sentía impotente, pero Muna, gritando
algo incomprensible, comenzó a tirarle violetas, jacintos y malvas que al caer sobre la tierra se convertían en lanzas y
mazas...

—¡Nar, despierta! —al oír la voz de Kruk, el muchacho abrió los ojos de nuevo y no pudo comprender enseguida qué
sucedía a su alrededor.

Los cazadores y las mujeres habían regresado a la caverna. Los hombres rodeaban el lecho del herido; las mujeres y los
niños se mantenían a cierta distancia; a los más pequeños sus madres los alzaban entre sus brazos para que pudieran
ver la ceremonia. Kruk sostenía en la palma de la mano un mortero de piedra en el cual solía  moler ocre rojo y amarillo
para pinturas corporales, y cantaba una solemne canción que elogiaba el valor y la audacia de un cazador del clan de la
Gran Montaña; otros hombres acompañaban el canto con sus voces sonoras y ademanes expresivos. El corazón de Nar
dio un vuelco: ¡esta canción la cantaban en una sola ocasión —cuando un novato iba a ser iniciado como hombre!

—Un nuevo cazador ha nacido hoy entre los hijos de la Gran Montaña —tronaban las fuertes voces varoniles—. Es
poderoso como un mamut, valiente como un león y no le da miedo luchar solo contra un rinoceronte. ¡Su nombre es
Nar!

Untando sus dedos con ocre, los hombres se acercaban uno tras otro a Nar y dibujaban sobre su frente, mejillas y pecho
desnudo rayas y círculos —símbolos de un hombre adulto. Marg se detuvo junto a su joven amigo más tiempo que todos
los demás cazadores, suspiró con tristeza y se apresuró a apartar a un lado su mirada sorprendentemente húmeda y
brillante. Separándose del grupo de las mujeres, Gala abrazó a su marido con tanta ternura como si entre ellos no
existiera ninguna querella.

Terminado el rito, los hombres se dispersaron cediendo el paso a las mujeres, las cuales rociaron la cabeza de Nar con
agua y cantaron su propia canción, rogando a los espíritus ser benevolentes con el nuevo cazador, independientemente
de cuánto tiempo más permaneciera en el mundo de los vivos. Gala, sollozando ruidosamente, acarició la cabellera del
muchacho y se volteó, balbuceando algo parecido a disculpas.

Las últimas en acercarse fueron Tana y su hija menor. La anciana, sin decir una palabra, con rapidez y diligencia cambió
la compresa sobre la herida de Nar.

Muna se veía muy pálida, sus labios temblaban y sus ojos brillaban de lágrimas no derramadas; entre los largos cabellos
de la muchacha se enredaron las flores marchitas. Apenas Nar vio aquellas malvas y violetas, a su corazón lo inundó una
caliente ola de alegría.

—¿Son las mismas? —preguntó apenas audiblemente.

Muna asintió en silencio e incapaz de dominar su dolor, hundió su rostro en el pecho de Nar. El joven, sin poder
encontrar 

palabras tranquilizantes, acarició torpemente los temblorosos hombros de la muchacha, sus negros cabellos, y el susurro
de las flores secas se le antojó una voz lejana y misteriosa que venía desde el mundo de las sombras.

—Un hombre y cazador puede compartir su lecho con una mujer —dijo Tana. Todos se alejaron dejando a Muna a solas
con Nar.

...Los habitantes de la caverna volvieron a sus asuntos habituales. Las mujeres cortaban la carne del rinoceronte en
estrechas lonjas y la ahumaban sobre la fogata; los hombres reparaban las armas dañadas en la batalla contra el
paquidermo o descansaban tendidos sobre las pieles. Sin embargo, no se escuchaban ni las risas ni las conversaciones
habituales después de cualquier caza exitosa y hasta los niños, olvidando sus juegos ruidosos, se parecían a unos
pequeños pájaros tristes y erizados. Reinaba un silencio deprimente que evidenciaba con claridad que en la caverna
había un enfermo o un herido grave.

Sin embargo, Nar no sentía dolor ni tristeza. Muna, quien ayer le parecía altiva e inaccesible, ahora estaba con él,
tendida a su lado, posando su cabeza en el hombro del joven, tierna, cariñosa y capaz de adivinar todos sus deseos y
pensamientos. Nar estrechó a Muna entre sus brazos, pero en ese instante comprendió que no podría convertirla en su
mujer: aquel exceso de fuerza que no le dejaba dormir tranquilo aún hacía poco abandonó su cuerpo junto con la sangre
derramada. El joven apretó sus dientes, tratando de detener un suspiro de decepción, y Muna, comprendiendo su
estado, acudió en su ayuda con toda su sabiduría femenina. La mujer que había prevalecido definitivamente sobre la
niña, le susurró las palabras adecuadas y Muna, abrazando a Nar, murmuró a su oído algo dulce y consolador, todo lo
que suele decir una mujer para consolar a un cazador cansado y abatido. Las manos de la muchacha acariciaban todo el
cuerpo del joven, evitando tocarle el vientre para no causarle dolor. Era una sensación nueva y tan maravillosa  que
sobrepasaba todos los sueños. Nar cerró los ojos, gimiendo de placer, mientras que Muna le susurraba más y más
palabras cariñosas, hasta que quedó dormida con la cabeza apoyada en el pecho del joven. ... Si los espíritus le hubiesen
permitido quedarse unos cuantos años más en el mundo de los vivos, Muna sería para él una excelente mujer y
compañera, porque a diferencia de su hermana mayor no era perezosa ni gruñona. Ellos jamás discutirían, se cuidarían
uno al otro y tal vez los espíritus les permitieran llegar juntos a la ancianidad, al igual que a Tana y Kruk. Aunque Nar
comprendía muy bien que todos aquellos sueños jamás se harían realidad porque su alma ya se preparaba a partir para
el mundo de las sombras, en estas pocas horas que le quedaban al lado de Muna se sintió más feliz que en el resto de su
vida.

La ardiente piel de la muchacha dormida olía a menta y ajenjo, sus largos cabellos, a flores secas. Con una sonrisa feliz,
Nar hundió su rostro en la negra cabellera de Muna, sumergiéndose en una oscuridad tierna y dulce...

10.

La muerte es el hecho más amargo de la vida, una derrota inevitable al final de una larga lucha por sobrevivir que se
hace aún más triste y dolorosa cuando al más allá se va una persona joven y fuerte.

Marg y otros dos cazadores abrían una fosa en el pedregoso suelo de la caverna; los demás hombres se congregaron
alrededor de la fogata para rememorar, según las costumbres de los hijos de la Gran Montaña, todos los hechos
valerosos de su compañero caído. A veces los cazadores pasaban todo el día recordando estas historias gloriosas, pero
Nar había vivido muy poco para cometer tantas hazañas. Sin embargo, relatando con ardor los detalles de su primera y
última gran cacería, todos consideraban aquella solitaria lucha contra el rinoceronte como algo sorprendente y digno de
quedarse en la memoria de los hijos y nietos del clan.

Eso significaba que Nar, al igual que otros grandes cazadores, jamás moriría para su gente, convirtiéndose en un espíritu
protector de otros muchachos y ayudándoles en todas las pruebas difíciles, peligrosas pero indispensables para
convertirse en hombres y cazadores.

Las mujeres lloraban y Gala, como siempre, se lamentaba más que todas, repitiendo a cada instante que Nar, sin duda,
era el mejor hombre y cazador del clan, y por eso los espíritus se apresuraron a llevarlo consigo tan joven. Los niños, que
por primera vez se enfrentaban al misterio de la muerte, miraban a Nar sin poder comprender por qué el muchacho no
se movía y no hablaba.

—¿Por qué los espíritus no se llevaron mi alma? –suspiró Kruk secando su ojo hinchado y lacrimoso  —¡A mí que ya estoy
cansado de vivir!

Muna, inmóvil como una roca, permanecía sentada al lado de su joven marido con quien había pasado solo una noche y,
a diferencia de otras mujeres, no lloraba ni se lamentaba.

—Llora, hija, llora, luego te sentirás mejor – susurraba la vieja Tana al oído de la muchacha, pero Muna no reaccionaba
y, al parecer, ni siquiera oía las palabras de su madre.

Hasta ahora la joven no podía creer en lo sucedido: ayer Nar la apretaba contra su 

pecho con tanto calor, que Muna ni siquiera hubiera podido imaginar que al despertarse en la madrugada entre los
brazos de su joven marido lo encontraría inmóvil y sin aliento. Todo le parecía a Muna aún más inverosímil porque el
rostro de Nar, con sus labios entreabiertos en una sonrisa feliz, y sus ojos que incluso ahora conservaban una expresión
desafiante, se veía sorprendentemente vivo.

El cuerpo del joven era todavía tibio y flexible, pero su alma ya estaba volando hacia el mundo de las sombras.

Secando sus lágrimas, las mujeres cubrieron el fondo de la fosa con ramas de pino. Marg alzó entre sus brazos vigorosos
el cuerpo de su joven amigo y cuidadosamente, como temiendo causarle dolor, lo colocó sobre aquel lecho suave y
oloroso. El tosco y barbudo rostro del gigante perdió su habitual firmeza; sus labios temblaban y dos arrugas profundas
cruzaron su frente.
A Nar lo acostaron sobre su costado derecho, con las piernas dobladas sobre las rodillas, pues en tal posición el hombre
viene al mundo y también debe abandonarlo, con la cabeza hacia el este para que el alma pudiera seguir la ruta del sol y
no se perdiera en la oscuridad. Junto al cadáver dejaron un cuchillo, una maza y una lanza; nadie sabe qué peligros
puedan acechar el alma en su misterioso camino, y por eso cualquier cazador debe partir para el más allá bien armado y
protegido. Tana echó a la tumba unos trozos de carne ahumada y un puñado de semillas, pues en su viaje el alma no
debe aguantar hambre.

Todos los hijos de la Gran Montaña se apiñaron alrededor del muerto para echarle la última mirada de despedida y
convencerse definitivamente de que a Nar no le faltaría nada para su largo viaje. Kruk alzó la mano dando la orden de
cubrir el cadáver con las piedras, pero Muna, quien hasta ese momento parecía profundamente pasmada, hizo un
ademán de protesta y salió corriendo de la caverna.

—¿Adónde vas? —le gritó Gala, pero la muchacha ni siquiera se volteó.

—¡Voy a seguirla! – se alarmó Marg—. Parece loca de pena...

—Déjala, ahora ella necesita un poco de soledad –lo detuvo Kruk—. Podemos esperarla, y su marido muerto también.

... Muna regresó con un enorme manojo de malvas, jacintos y violetas, se acercó a la tumba, esparció las flores sobre el
cadáver y por primera vez en todo el día despegó sus labios pronunciando apenas audiblemente:

—Siempre me las regalabas tú y ahora es mi turno... ¡Cuánto te gustaban las flores, Nar!

Al oír estas palabras, otras mujeres también salieron de la caverna y se dispersaron por las colinas cercanas recogiendo
flores. Muna contemplaba en silencio cómo una lluvia de pétalos fragantes y multicolores cubría el cuerpo de Nar, hasta
que unas lágrimas ardientes y gruesas brotaron de los ojos de la muchacha, devolviéndole el deseo de seguir viviendo.
Estremeciéndose con todo su cuerpo y prorrumpiendo en sollozos, Muna lloraba su primera desgracia verdadera, pero
al mismo tiempo, en el fondo de su corazón, crecía la esperanza de que Nar, rodeado de flores, debería sentirse
completamente feliz en el lejano mundo del más allá, junto a las almas de sus padres, y agradecer a su joven mujer y a
toda la gente de su clan por aquel suntuoso regalo de despedida.

... Pasará el tiempo, se desvanecerá en la oscuridad de los siglos la memoria sobre el joven valiente, e incluso sobre el
otrora glorioso clan de la Gran Montaña, otros hombres, pueblos y naciones poblarán aquellos montes y valles. Sin
embargo, las azules violetas de la montaña, las blancas anémonas, los púrpuras jacintos, las malvas rosadas y amarillas
cubrirán cada primavera las laderas de aquellas colinas, encendiendo en los corazones humanos un ardiente deseo de
vivir y de amar.

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