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GITANOFOBIA

A treinta años del pogromo antigitano de Martos


Los ejercicios de memoria histórica deben incluir, con fines restaurativos y profilácticos, a colectivos
estigmatizados, como el que conforman los aproximadamente 750.000 integrantes de la comunidad
gitana española
MANUEL ÁNGEL RÍO RUIZ
El 14 de julio de 1986 ETA asesinaba a 12 jóvenes guardias civiles al hacer explosionar un coche
bomba contra un autobús del cuerpo en Madrid. Treinta años después, este es uno de los atentados más
recordados en el marco de la preservación de la memoria histórica, y del respeto, hacia las víctimas del
terrorismo en España. Aquellos días de verano coincidían con otro grave suceso también nutriente del
lado oscuro de la democracia española; pero sobre el que venimos demostrando escasa memoria. Dos
noches antes de aquel atentado se producía el incendio de las viviendas de una treintena de familias
gitanas de Martos, localidad jienense de 20.000 habitantes entonces y con una comunidad gitana
formada por alrededor de 150 personas. Este vecindario, segregado en la zona más paupérrima del
pueblo, acabaría desterrado como producto de contumaces acciones vecinales reveladoras de una
división de papeles entre grupos ejecutores de los daños y una amplia multitud. La misma demostró
comulgar con los medios y propósitos de los más violentos al manifestarse bajo el grito “fuera los
gitanos” alrededor del barrio finalmente saqueado e incendiado. Infructuosas fueron las apelaciones a
la convivencia del alcalde socialista de la localidad. Este se vio desbordado por “no estar al lado del
pueblo” después de que aquella tarde un joven vecino gitano agrediese a otro marteño causándole
leves daños. El alcalde tampoco pudo evitar la profusión de rumores sobre el suceso detonante del
estallido vecinal, en sintonía con los peores prejuicios y estereotipos que recaen sin distingo sobre la
población gitana.
La sujeción en aquellos críticos momentos del alcalde marteño al Derecho Constitucional, en lugar de
doblegarse a la habitual sociometría electoral aplicada contra los estigmatizados, le costó meses
después la mayoría absoluta bajo la que gobernaba el municipio. Desde la noche del 12 de julio de
1986, el mismo dejaría de ser conocido fundamentalmente por ser una de las principales localidades
aceiteras del mundo. No obstante, a diferencia de lo que sucedería años más tarde tras los ataques a
inmigrantes en El Ejido, ningún movimiento de izquierdas planteó entonces el boicot alguno a los
productos marteños.
Aunque sobre los municipios donde se producen disturbios etnicistas suele desplegarse otro injusto
prejuicio a la inversa –similar al que lleva a todo un pueblo como el gitano a ser culpado y penar por
algunos actos execrables de algunos de sus integrantes–, lo cierto es que la tímida sentencia dictada
años después de los sucesos calculaba en “cerca de cien” los ejecutores de los daños y “en alrededor
de 2.000” los participantes en las protestas que desembocaron en este festival de violencia etnicista sin
parangón en la historia reciente del antigitanismo en España. Y no sólo eso. Aunque los medios de
comunicación hicieron del bochornoso julio marteño de 1986 su agosto informativo, afanándose en la
sobreexposición de los testimonios más exaltados y perfiles más marginales de las poblaciones en
conflicto, meses después nuevamente miles de habitantes protagonizaban protestas contra el proceso
judicial que desembocó finalmente en la condena de solo dos individuos. “Ha sido el pueblo”,  fue la
pancarta y uno de los lemas más extendidos entonces.
Los poderes públicos, que en estos casos tienden a trasladarse la patata caliente dejando el horno
encendido a la máxima potencia hasta que explota, tampoco estuvieron a la altura. Las familias gitanas
fueron dispersadas entre otros pueblos andaluces conformándose con indemnizaciones no sufragadas
por los causantes de los daños. Se materializarían apenas cinco años después los demoledores efectos
de la miopía de las instituciones al no imponer la recomposición de la convivencia destrozada, algo
sabiamente reclamado por algunos sectores del entonces incipiente movimiento asociativo gitano. En
la primavera de 1991, bajo el referente de la a la postre efectiva expulsión vecinal de los gitanos en
Martos, en el cercano pueblo de Mancha Real fueron saqueadas otras cinco viviendas gitanas en el
curso de otra manifestación ilegalmente convocada tras el homicidio de un vecino a manos de otro, de
etnia gitana. Los ataques contaron en este caso con la destacada “colaboración mediata” de otro
alcalde socialista que, a diferencia de su correligionario marteño, proclamó que él mismo se encargaría
de “señalar” las viviendas de los gitanos que tendrían que abandonar su pueblo.
El de Martos junto con el de Mancha Real tal vez representen los dos casos más conocidos, de mayor
magnitud, y de consecuencias más graves; pero no son los únicos. La geografía y la cronología de la
violencia antigitana en España es variada y extensa. En pocos territorios del Estado no se han
registrado similares episodios de terrorismo étnico de baja intensidad. Enterramos pronto sin embargo
estos acontecimientos en las hemerotecas. Sin extraer las lecciones debidas que impidan su
reproducción bajo dinámicas recurrentes identificadas en un anterior trabajo académico.
La repetición de estos casos revela que deben diversificarse los ejercicios de memoria histórica
presentes y pendientes en la democracia española. Estos diversificados ejercicios de memoria histórica
deben incluir, con fines restaurativos y profilácticos, a las tradicionalmente olvidadas otras víctimas de
persecuciones, odios, hostigamientos y discriminaciones  por pertenecer a colectivos estigmatizados,
como el que conforman los aproximadamente 750.000 integrantes de la históricamente perseguida y
aún hoy desigualmente tratada comunidad gitana española.
No debemos por ejemplo olvidar que, a pesar de la diversificación de las condiciones vitales y de las
maneras de vivir la identidad étnica experimentada por gitanas y gitanos, la democracia ha constituido
un hervidero incesante de movilizaciones antigitanas a las que tampoco hemos prestado suficiente
atención. Buena parte de la izquierda política intelectual, por ejemplo, mitifica los movimientos
vecinales y las luchas urbanas del posfranquismo; pero olvida que durante la década de los ochenta y
buena parte de los noventa decenas de aquellas barriadas obreras abrazaron liderazgos, solidaridades y
protestas etnicistas contra los tardíos realojos de familias gitanas, oponiéndose frecuentemente
también a la escolarización de sus descendientes. 
Estos casos tienden a reaparecer de su letargo o aparente clandestinidad social con fuerzas renovadas,
representan sucesos demoledores para el día después de la convivencia étnica. Por donde trotan las
marchas etnicistas tarda en crecer la yerba. Es hora de que actuemos decididamente. De no mirar para
otro lado ante racismos cotidianos frecuentemente invisibilizados, cuando no reproducidos por los
medios de comunicación. Es hora de alimentar la gran esperanza que representan muchas y muchos
integrantes de las nuevas generaciones gitanas. De apoyar su coraje cívico y su esfuerzo de búsqueda
y creación de redes para la recuperación de la autoestima frente a los estigmas y los deterioros en la
identidad que históricamente han producido las miradas  estereotipadas y aviesas de las mayorías
culturalmente dominantes sobre minorías racializadas como los gitanos. Es hora de emular a estos
jóvenes y a algunos de sus mayores, en su infatigable denuncia de la naturalización de la
discriminación que, incluso desde nuestras universidades, siguen sufriendo decenas de miles de
mujeres y hombres por el mero hecho de ser y querer seguir siendo gitanas y gitanos. Tendemos
mucho a refregarles lo del Estado de Derecho a “otras culturas” a las que achacamos déficits y
sometemos a miradas arcaizantes; pero sin aplicarnos a nosotros mismos las extirpaciones necesarias
de ciertas tenebrosas costumbres patrias como las celebradas por un sector de la población mayoritaria
de Martos hace treinta años. 
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Manuel Ángel Río Ruiz es sociólogo, autor del libro Violencia étnica y destierro. Dinámicas de cuatro
disturbios antigitanos en Andalucía, Maristán, 2003.

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