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Así, Lola Mora instaló su taller en el mismo Congreso. Varias fotografías, editadas
profusamente en revistas y diarios, la registraron en plena tarea, dando retoques a
sus mármoles en ese lugar que se había convertido también, prácticamente, en su
vivienda.
Además de las cuatro estatuas referidas, modeló en mármol de Carrara todas las
figuras que ornamentarían la fachada del Palacio. Ellas eran: la Libertad, precedida
por dos leones, y las que simbolizaban respectivamente El Comercio, La Justicia,
El Trabajo y La Paz. Entretanto, recibió el encargo de la estatua de Nicolás
Avellaneda para la ciudad bonaerense del mismo nombre, y del gran Monumento
a la Bandera Nacional en Rosario, que se le adjudicó en 1909.
Los “mamarrachos”
Y, en el Congreso, desde 1912 en adelante, junto con la impugnación a los
enormes gastos que había deparado la construcción del Palacio, se inició también
un furioso ataque contra los trabajos de Lola Mora allí emplazados. Sus esculturas
fueron calificadas de “mamarrachos” por el diputadoDelfor del Valle, entre otros.
Finalmente, se dispuso retirarlas a todas, sin que nadie se opusiera.
Las alegorías y los leones fueron enviados a Jujuy. En cuanto a los próceres, se
los distribuyó en diversas provincias: Laprida pasó a San Juan; Zuviría, a Salta;
Alvear, a Corrientes y Fragueiro a Córdoba.
En “Lola Mora. Una biografía”, libro que publicamos en 1997 con Celia Terán,
hemos intentado una explicación sobre el singular caso de Lola Mora, que en diez
años pasó de la admiración al repudio. No hay espacio para el detalle, y sólo para
una síntesis que allí incluímos.
Dijimos entonces que la escultora “pagó por ser una mujer bella y sola, amiga de
políticos que, a la hora de la verdad, ya no tenían poder o preferían olvidarla, y
cuyas esposas la desdeñaban en silencio.
Pagó por toda la ponzoña que destilaba una legión de envidiosos de su libertad, de
su buena vida y de sus éxitos. Pagó por haberse atrevido a triunfar en Europa
primero y en la Argentina después, no siendo más que una oscura provinciana sin
parientes importantes”.
Pagó igualmente, “por haber sido la artista mimada de un régimen que perdía
vertiginosamente el poder. Pagó por no haber cuidado nunca sus relaciones
públicas con la colonia artística porteña, como que ningún escultor, pintor o crítico
alzó un dedo para defenderla.
Pagó, últimamente, porque le tocó la desgracia de ser una gran artista argentina,
en una Argentina que no estaba capacitada para valorar a sus artistas”.
Después, Lola Mora hizo un último viaje a Roma en 1914, para vender su
“palazetto” de vía Dogali. En 1918, vino otra bofetada oficial: la Municipalidad de
Buenos Aires resolvió trasladar su Fuente de las Nereidas, desde el
emplazamiento original en el Paseo Colón, a la Costanera Sur.
La escultora no se amilanó por estas agresiones y miró hacia adelante. Intentó una
experiencia, en 1920, con el rudimentario cine de entonces: planeaba el uso de
telas de colores para hacer proyecciones diurnas. En 1923 se instaló en Jujuy,
donde al año siguiente la nombraron asesora de obras de embellecimiento de esa
capital. Pero no se entendió con el Gobierno y al poco andar renunció.
Bien hace el Estado Nacional de rescatar las figuras que Lola Mora modeló para el
Congreso. Pero pensamos que, para ser completo, el rescate debiera incluir
también calcos de las estatuas de Alvear, Laprida, Zuviría y Fragueiro, que se
llevaron a otras provincias.