Si un arqueólogo del futuro revisara ciertas escenas históricas, comprobaría a cada
paso como se dieron los síntomas de un país destrozado. Comenzaría explorando el Norte y contemplaría los vestigios que habían quedado luego de que se privatizara la antigua pertolífera estatal. Se llamaba YPF y su nombre subsistió más tiempo porque había sido reinventado por publicistas de encargo, pero ya significaba otra cosa. La habían rebautizado "Ya Pasó Fangio", jugando con símbolos caros a la memoria popular, pero burlándose en el fondo de los significados históricos que todos conocían. Como resultado de ello, poblaciones enteras habían perdido sus fuentes de vida, formas de existencia anteriores habían quedado arrasadas y estaba quebrantado el mundo de trabajo. Esto ponía frente al abismo de la incerteza y del hambre a familias enteras. Hambre no solo de pan, sino también de reconocimiento y dignidad en el existir común. Y como resultado inmediato, la política del lugar se convertía en un torneo de dádivas, emparches y clientelismos. El arqueólogo podría ver que una población expropiada de sus manantiales de subsistencia decidía cortar la ruta como en las grandes gestas sociales de cualquier tiempo y país. Pero el pensamiento de los gobiernos no había variado desde Luis XIV. En este caso había enviado sus gendarmes y con ellos sus argumentos, tan viejos como el de los Cónsules Romanos o los Cancilleres de los Borbones: hay bandidos que perturban la circulación y se ocultan en la espesura. En la distante metrópolis, los gobernantes parecían ofrecer solo el "modelo gendarmería", pues esos soldados vestidos con armaduras que evocaban infanterías góticas, tenían los mismos rostros y las mismas historias que los pobladores sin destino, pero el corazón lleno de órdenes palaciegas. El cortejo de los muertos inocentes seguiría después. Fuente impensada pero preciosa de documentación, la televisión de ese país mostraba imágenes habituales de indignación entre las que sorbesalía la de un hombre maduro que acompañaba una de las comitivas luctuosas diciendo en un grito angustioso que era a la vez reflexivo "¡qué han hecho de este país!" y ese latiguillo se convertía en la encarnación dolorosa de un pueblo. Era como un Guernica social al costado de la refinería, al que aún le faltaba la forma artística que expusiera su dramatismo como síntoma de la hora. Por otra parte, el arqueólogo verificaba que los nuevos líderes sociales, en su rostros, nombres y en palabras, estaban tallados con el color de la tierra y con los urgentes bocetos expresivos de la vida popular. Uno de ellos, en el gracejo popular, era conocido como Oscar Piquete, como si su vida, ya sin sentido social o laboral, solo admitiera un segundo nacimiento asociado a las denominaciones que en ese momento indicaban que volvían las viejas luchas. Sí, viejas, muy viejas luchas. Es que en su forma, el piquete es precolombino o medieval. Casi arqueológico, anterior a las huelgas de los movimientos obreros del siglo XIX, pues ahora se cortaban caminos y se comían comidas colectivas, produciendo evocaciones de luchas campesinas muy anteriores al mundo industrial. Pero todo esto lo hacían ahora hombres como Pipino Fernández, que en un lejano país que se llamaba igual a éste pero que ahora era irreconocible, habían sido operarios calificados, técnicos en inyección hidráulica, proletarios que cumplían con tareas especializadas que equivalían a las de un ingeniero químico. Eso lo sabía bien el arquéologo, pues en otro tiempo muy lejano, otro viajero con inquietudes antropológicas, Bialet Massé, recorriendo esas mismas tierras había comprobado que la clase obrera de esa región y de ese país tenía sus sentidos dirigidos hacia la recreación de un mundo socialmente justo a través de su inmensa disposición intelectual y su imaginación laboral. Luego, nuestro arquéologo recorrería el Conurbano Bonaerense y apreciaría las mismas expectativas quebradas. Vería neumáticos que con su enfadada humareda reclamaban justicia. Y con una visita a los Aeropuertos de aquel país, percibiría la magnitud del desmantelamiento realizado en nombre de lo que se llamaba capitalismo neoliberal (el arquéologo asentaba estos extraños nombres en su libreta). Frente al brutal atropello -mientras anotaba, desvelado por los conocimientos que adquiría - vió que estaba en juego la autonomía de todo un pueblo. Vio que tantos y tantos no se entregaban. Vio que eran muchos los que volvían por lo que les habían quitado. Vio, y anotó el arquéologo, que ese tiempo tan lejano era simultáneamente un tiempo actual, matriz de tiempos, pues la voz ancestral que quería conjugar hablaba de emancipación y justicia. Y que en un único punto del espacio y la memoria, oro negro de la historia, acaso todo volvería a aglutinarse en nuevas formas de justicia.