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EL CALIFATO ABASÍ (750-945)

El califato Omeya fue el principal exponente del Islam árabe del mismo modo que los
abasíes lo serán del Islam multinacional. El califato Omeya no podía durar en su forma
inicial, dadas las transformaciones que estaba sufriendo la sociedad musulmana, siendo
aquí donde radicó el cambio, pues desde el punto de vista político solo se trató de la
sustitución de una dinastía árabe por otra también árabe. El verdadero cambio fue social:
la administración se transformó dando entrada en ella a elementos musulmanes no árabes;
la vida urbana será la característica fundamental del periodo, acompañada por un gran
desarrollo comercial e intelectual, pese a las crecientes dificultades para mantener la
unidad política. La civilización que maduró entre los siglos VIII y XI sería considerada
después como la edad de oro, el modelo cuyos logros merecían ser imitados y restaurados.

1. Las bases de un cambio


El califato omeya fue asentado sobre una base de supremacía racial árabe. Las conquistas
provocaron conversiones en masa y desarrollándose una nueva comunidad musulmana
universal con el objetivo de buscar la igualdad entre sus miembros, pero los omeyas
mantuvieron una posición inmovilista que provocaría su caída. Las primeras críticas
carecían de unidad en tanto en cuanto sus objetivos eran diferentes atendiendo a la
particularidad de contra quien o contra lo que se dirigían y podían ser reprimidas con
cierta facilidad, pero desde el momento en el que se expresaron en términos religiosos
apareció un conjunto que aglutinaba los descontentos de toda especie y que se enfrentaría
al poder califal que se convirtió en centro de los ataques desde cuatro puntos de vista: la
afición al lujo y la impiedad del régimen y de los altos funcionarios que lo apoyaban, el
desprecio sistemático que los árabes demostraban hacia las otras etnias del califato, el
centralismo exagerado ejercido desde Damasco que marginaba al resto de las provincias
y, finalmente, el incumplimiento de las promesas de promoción social a los creyentes no
árabes cuyas condiciones sociales no habían mejorado con la conversión, lo mismo que
sus obligaciones fiscales apenas disminuidas.
En todas esas críticas había un denominador común que se manifestaba en la
aspiración de conseguir la igualdad de los creyentes, pues en este sentido no tenía por qué
haber diferencias entre un árabe y un iraní, un beduino o un beréber, musulmanes los
cuatro, y este hecho explica que se expresaran en términos religiosos, en especial a través
de dos movimientos: el protagonizado por los jarichíes y el chiísmo. El problema radicaba
en la falta de una definición clara sobre quién debía estar al frente de la comunidad de
creyentes y, por ello, en qué legitimidad se basaba su autoridad. En tiempo de los califas
ortodoxos no parece que se perfilara ninguna cuestión al respecto, pues todos estaban
vinculados a Mahoma por lazos familiares, pero tras la subida al poder de Muawiya (661-
680) en muchos sectores ya comenzó esta cuestión a plantearse y, poco a poco, se
convirtió en un importante problema político y una delicada materia desde el punto de
vista ideológico, naciendo diversas corrientes de opinión en varios grupos que a la larga
acabaron en sectas religiosas con una relevante proyección política. En todo caso,
conforme crecía la oposición contra los omeyas en los diversos sectores de la sociedad
islámica, se hizo cada vez más apremiante responder a la pregunta de quién debía ser
califa y qué poderes, políticos y religiosos, le eran inherentes.
Los abasíes, descendientes de Abbas, un hermanastro del padre de Mahoma de
quien fue suegro y que no tuvo excesivo protagonismo en los primeros tiempos de la
predicación, convirtiéndose al Islam tras la batalla de Bard (624), en fecha algo tardía,
apoyaron a Alí. Durante el régimen omeya no tuvieron una participación política sin
embargo parece que ya en el primer cuarto del siglo VIII iniciaron la búsqueda de apoyos
para poder reclamar la jefatura de la comunidad islámica, pues podían esgrimir derechos
tan válidos como los de los demás. De hecho, el gran acierto de los abasíes fue su
capacidad para capitalizar en su propio beneficio a los principales grupos antiomeyas que
basaban su ideario en la apremiante necesidad de terminar con la dinastía reinante y sentar
en la silla califal a un miembro de la familia del Profeta.
Lograron unificar los diferentes descontentos, pues todos vieron en lo que se les ofrecía
la posibilidad de alterar el estado de cosas. Los inicios del movimiento a favor de los
abasíes se debieron a la obra de un personaje conocido como Abu Muslim, quien fue
enviado al Jurasán (746) por los dirigentes abasíes para catalizar los movimientos de
protesta y encauzarlos de manera adecuada. El mensaje que Abu Muslim llevó a los oídos
de los descontentos era muy simple: los omeyas eran una dinastía de impíos opresores
que incumplían sistemáticamente los mandatos coránicos, siendo necesario eliminarlos
del poder y sustituirlos por un jefe de la comunidad islámica que perteneciera a la familia
del Profeta y castigara la impiedad y abusos del régimen.
Abu Muslim cohesionó anteponiendo los objetivos políticos a los intereses
particulares o de grupo. El ejército, de este modo organizado, se convertiría en el arma
destinada a dar a los abasíes el triunfo sobre los omeyas y seria la fuerza de la que se
sirvieron los primeros califas de la nueva dinastía. Las diversas insurrecciones
desembocaron en una guerra civil (747), la cual no duró mucho, pues el gobierno omeya,
corroído por las luchas intestinas, no podía ofrecer resistencia y sus fuerzas fueron
derrotadas junto al río Zab, en enero del 750, lo que implicaba la caída de Marwan II, que
perecería asesinado en Egipto, y el final de su dinastía.

2. Los inicios -y asentamiento- del califato abasí


El primer califa abasí, Abu-l-Abbas al-Saffah (750-754), inauguró un mandato en
el que quiso hacer desaparecer todo rastro de la familia Omeya, exterminando a los vivos
y desenterrando a los muertos para que no quedara referencia alguna de su poder pasado,
siendo uno de los que pudo escapar el joven Abd al-Rahman, y acabó con las reacciones
que se produjeron a favor de los omeyas y que fueron ahogadas en sangre.
El nuevo califa se presentó como un instrumento de Alá cuya misión era devolver
al Islam la igualdad de los creyentes que los impíos omeyas habían sistemáticamente
omitido para beneficiar solamente a su familia y a su tribu y, en segundo término, a los
árabes. De esta manera el arabismo omeya se diluyó ante un islamismo sistemático que
caracterizará a la nueva dinastía, cuya legitimidad se basaba, aparte de la pertenencia al
linaje de Abbas, en la recuperación de los valores que el título de califa comportaba, muy
especialmente los aspectos religiosos, siendo el califa abasí, sobre todo, jefe de los
creyentes y cabeza de la comunidad de fieles musulmanes, iguales por la religión y, del
mismo modo, era dirigente político de esos musulmanes que eran, así, súbditos de un
único autócrata, dueño de cuerpos y almas, que se rodea de un estricto ceremonial que
terminará por sacralizar y aislar su persona.
Tras un breve califato en el que trabajó por consolidar el nuevo Estado, al-Saffah
murió, dejando abierta su sucesión y planteando un primer problema político, reflejado
en el enfrentamiento entre su hermano Abu Yafar y sus tíos (Abd Allah, Sulayman y
Musa) que le disputaron el poder, quedando la crisis decidida por la superioridad de las
armas de Abu Muslim y sus jurasaníes que apoyaron a Abu Yafar, proclamado califa con
el sobrenombre de al-Mansur.
Al-Mansur (754-776), el segundo califa abasí, fue el verdadero organizador de la
dinastía y pronto demostró su voluntad de ser soberano sin discusión y para ello comenzó
una labor de depuración de sus detractores enviando a prisión a sus rebeldes tíos e,
incluso, eliminando a todos aquellos que podían disputarle la jefatura califal, entre los
que se encontraba Abu Muslim (Al-Mansur tenía miedo del gran poder que atesoraba
Abu Muslim).
Al-Mansur tuvo que enfrentarse a los chiítas que también habían apoyado la
acción abasí y que ahora, tras la muerte de Abu Muslim y la consolidación de la dinastía,
se encontraban relegados y provocaron revueltas en los años 755 y, sobre todo, en 762-
763, aunque su éxito fue escaso y acabaron derrotados por las fuerzas califales. Otros
movimientos de rebeldía ocasionarían pérdidas territoriales para el califato, caso de los
protagonizados por los jarichíes con gran actividad en el norte de África. Tampoco pudo
evitar al-Mansur la instalación del último Omeya superviviente en al-Andalus (756),
provincia extrema que tardaría muy poco en independizarse.
Por otra parte, al-Mansur avanzó en la legitimación del gobierno sobre la que
había trabajado su antecesor de manera incipiente, insistiendo en la vinculación directa
con Mahoma, a través de Abbas, y en el carácter religioso del califato, al ser su titular
sucesor y lugarteniente del Profeta, jefe de los creyentes e imán -guía- de la comunidad
islámica en lo tocante a la interpretación de la ley y la práctica de la oración. Fruto de esta
política fue la vinculación hereditaria del título califal, aspecto en el que los omeyas
siempre encontraron tenaz oposición y que ahora fue aceptada en el seno de la nueva
dinastía sin apenas resistencias. De este modo, al-Mansur pudo transmitir sin problemas
el poder a su hijo (al-Mandhi) y se produjo en un clima de tranquilidad con el apoyo
incondicional de importantes linajes mawali -especialmente, los barmakíes-.
Al-Mansur acometió la organización de la administración del Estado renovando
los cargos de la burocracia central puesta en manos de secretarios (kuttab) que fueron
puestos bajo la dirección del visir (wazir), puesto que ahora se creaba. La conexión entre
el poder central y los gobiernos provinciales fue una de las grandes preocupaciones de al-
Mansur quien, como harán sus sucesores, designaba como gobernadores a miembros de
su familia, a mawali y, también, a personas de su entera confianza, no siendo raro que se
expidiesen nombramientos de gobernador a favor de personajes de relieve pertenecientes
a la propia provincia. El califa trató de evitar que pudieran acumular el poder suficiente
para rebelarse, circunstancia que podía darse si se tiene en cuenta que los gobernadores
tenían que contar con la colaboración de las aristocracias provinciales para realizar sus
funciones, tales como recaudar los impuestos y mantener el orden, y también para contar
con un ejército reclutado entre las poblaciones de la provincia. Este hecho hará que al-
Mansur, siguiendo el ejemplo persa, crease un sistema de correos (barid), servido con
rápidos relevos y monturas, que tenía la doble misión de transmitir sus órdenes y hacer
sentir su autoridad en todas las demarcaciones provinciales del califato y, a la vez,
suministrarle puntual información de los sucesos en cada una de ellas.
Al-Mansur llevó a cabo grandes obras de construcción de canales, trazado de
caminos y establecimiento de puestos fortificados a lo largo de ellos, e impulsó la creación
de escuelas de árabe en las que se preparaban los futuros funcionarios. Será, además,
quien construya la nueva capital del califato Madinat al-salam -ciudad de la paz-, más
conocida como Bagdad. Con su instalación en Bagdad el califato entró en una etapa de
desarrollo y supuso el cambio del centro de gravedad del Imperio que ahora abandonaba
definitivamente Siria para trasladarse a Irak, se alejaba del Mediterráneo y se hacía más
oriental, más iranio, pero se produjo una distensión de los lazos que sujetaban a las
provincias occidentales y se inició en ellas el proceso desintegrador experimentado ya
visto en el norte de África y al-Andalus.

3. La decadencia abasí. Sus inicios hacia el hundimiento


La causa principal es el fraccionamiento político que sufre el califato el cual no
presenta conciencia de unidad territorial. Durante el mandato de Harun al-Rasid (786-
809), quinto califa de la dinastía, será cuando el califato abasí alcanza su máximo apogeo
y los inicios de movimientos que desmembraría el Imperio durante su mandato: Ibrahim
ibn Aglab (800-830) se declaraba independiente en Yfriquiya (Túnez) y creaba una
dinastía, conocida como los aglabíes hasta el año 909 en que se hundieron ante el avance
de los fatimíes. Por su parte, los idrísíes, dirigidos por Idris II (791-828) se establecían en
tomo a Fez, ciudad fundada por éste, y reafirmaban la independencia de todo el territorio
marroquí bajo su control.
Durante el califato de Harun al-Rasid la centralización del poder llegó a su punto
más alto, lo mismo que la recaudación tributaria que alcanzó cifras realmente importantes
y, haciendo hincapié en su deber de llevar adelante la guerra santa, desencadenó diversas
operaciones militares contra los bizantinos en Asia Menor que no reportaron ganancias
territoriales, pero sí obligaron a Irene a firmar un nuevo Tratado de tregua con fuerte pago
tributario (798) y a su sucesor Nicéforo I (802-811) a mantener la situación; del mismo
modo, sobre todo en Anatolia, mandó una reorganización de la frontera y el
estacionamiento de mayores contingentes militares en previsión de futuros ataques sobre
territorio bizantino. También dirigió una severa política religiosa y se opuso con igual
dureza a los chiítas y a los herejes; mantuvo un claro favoritismo hacia los musulmanes
y una discriminación, a la vez que una reducción de la tolerancia, respecto a judíos y
cristianos que empeoraron su situación socioeconómica, todo ello fruto de una
revitalización islámica del califato que se manifestaba también en las numerosas
peregrinaciones que el califa dirigió hacia La Meca.
El califato de al-Rasid se cerraría con un problema sucesorio que el propio califa
originó al dividir el imperio entre sus dos hijos (al-Amin -mejor posicionado- y al-
Mamún). Tal planteamiento contradecía la idea con la que tanto empeño trabajó al-
Mansur. De este modo, en 809 al-Amin fue proclamado califa en Bagdad, pero desde el
inicio de su mandato trató de cambiar las prescripciones paternas. Contando con el apoyo
de los elementos militares de Bagdad y los consejos de sus asesores, intentó reducir la
independencia que su hermano mantenía en el Jurasán, provocando la revuelta armada de
Abd Allah y el estallido de una guerra civil (811). El ejército califal, enviado desde
Bagdad para someter a los territorios rebeldes, fue derrotado por un contingente inferior
que dirigía Tahiribn al-Husayn (775-822), personaje destinado a tener gran influencia en
el futuro. Esta derrota acarreó la pérdida de apoyos hacia al-Amin y esta oportunidad la
aprovechó su hermano, al-Mamún, para proclamarse califa en 813, cargo que ostentaría
hasta 833, y dirigirse hacia Bagdad.
En este contexto, el Imperio era constantemente sacudido por fuertes convulsiones
sociales que alcanzaron gran virulencia y se esparcieron por todas las zonas geográficas:
Mesopotamia, Egipto, el Jurasán, etcétera, adquiriendo en algunos casos matices
religiosos. Sería el inicio de una fase de disgregación territorial hasta el hundimiento
definitivo.

4. Gobierno y administración
El califa abasí vinculó su poder poniendo especial énfasis en su carácter religioso por
su pertenencia a la familia del Profeta, de modo que el abasí era el imán, el jefe espiritual
y temporal, un soberano absoluto cuyo poder era fijado por la ley del Islam -ley sharia-.
Entre ellos pronto surgió la idea de que estaban por encima del resto de los mortales y
comenzaron a denominarse como «representantes de Alá en la tierra» en lugar de
«sucesores del Profeta», observándose aquí como en tantas otras cosas una clara
influencia irania.
El califa era, ante todo, un jefe religioso, ejecutor de la ley y definidor de lo que
era correcto con relación a ella, necesariamente se trataba de un autócrata, atemperado
por su propia capacidad y discreción personales y por la fuerza de las realidades políticas,
así como por la misma ley que había de cumplir pero que unían en su mano el principio
de autoridad y la capacidad discrecional e ilimitada teóricamente de ejercicio concreto
del poder en todo lo que tocase a «ordenar el bien y prohibir el mal» o a perseguir a los
incrédulos, apóstatas y disidentes religiosos.
Los abasíes intentaron el mantenimiento de su dinastía mediante la sustitución
del método electivo por el principio de herencia en el seno de la familia de Abbas y se
esforzaron en regular este principio mediante la designación del sucesor en vida, aunque
sin atenerse a regla de sucesión fija, lo que siempre será motivo de disensiones e intrigas
palaciegas. Antes de tomar posesión del poder, el califa era proclamado como tal por los
sabios y notables y seguidamente aclamado por la muchedumbre; pese a que con el
tiempo estas disposiciones pasaron a ser puramente formales y simbólicas, continuaron
persistiendo. Entonces el califa podía portar las insignias del califato: el manto, el bastón
y el sello del Profeta.
Los órganos de la administración abasí ya estaban claramente establecidos bajo
al-Rasid. Al frente de los diversos servicios había secretarios -katib, pI., kuttab-, siendo
el principal entre ellos el visir -wazir-. Los principales servicios u oficinas -diwan- eran
las dedicadas a la diplomacia (chancillería), al correo (barid) y las finanzas. Al frente de
la administración provincial se encontraba un gobernador (amir) que como todos los
anteriores recibía un poder delegado del califa.
La administración de justicia correspondía al califa quien delegaba en el cadí o
juez a quien nombraba o bien por el gran cadí de Bagdad en su nombre, pero aquella
dependencia en cuanto al nombramiento no solía coartar la autonomía de sus actuaciones
en materias, sobre todo, de derecho privado y también penal y mercantil.
La administración tributaria era compleja pues la variedad de impuestos, rentas e
instituciones fiscales era grande, además de presentar algunas variedades regionales.
La limosna legal se había transformado en un diezmo sobre la producción de la tierra, un
tanto sobre las cabezas de ganado o una cantidad estimada sobre los bienes muebles
destinados al comercio. Los no musulmanes pagaban una capitación o yizya y un
impuesto territorial o jaray, que terminó por quedar adscrito a las tierras que debían
pagarlo fuese cual fuese la religión de su propietario, lo que suponía en ocasiones otro
diezmo. El califa podía contar también con los recursos de tierras explotadas por su fisco,
o derivados de monopolios industriales y comerciales, con el quinto de tesoros y botín de
guerra, con los bienes vacantes por no haber heredero o, en caso contrario, diversos
derechos sobre las herencias. Se desarrolló, además, un conjunto de tasas sobre el
comercio exterior -aduanas-e interior, y sobre la instalación de tiendas y talleres, a trueque
de la vigilancia y protección ofrecidas por los poderes públicos, que alcanzaron notable
importancia dado el desarrollo urbano y mercantil. Para el cobro y, también, para el
reparto de las cantidades obtenidas, en cada provincia había un intendente (amil) rodeado
de colaboradores y elementos de control.

5. Actividad económica.
En la amplia geografía del califato abasí, en función de las características
climáticas, existía una agricultura extensiva de secano cuyos productos principales eran
trigo y cebada. También existían zonas de regadío para lo cual era imprescindible la
captación de caudales para su mantenimiento, mucho más necesarios en aquellas tierras
subáridas, necesidad que propició el desarrollo de una amplia gama de técnicas conocidas
como acueductos, cisternas y aljibes, presas permanentes y de derivación, numerosísimas
norias y complejas redes de canalización para atender el cultivo de las huertas.
La ganadería, a pesar de ocupar un papel secundario respecto a la agricultura,
alcanzaba mucho valor en amplias zonas, tanto en régimen nómada como sedentario de
utilización extensiva de pastos y abundaban especies como dromedarios o, más adelante,
bactrianos y diversas razas de caballos -turca, iranía, beréber, árabe-, aunque la
hegemonía la tenía la ganadería caprina y ovina pese a ser nocivas para la vegetación. Los
bóvidos escaseaban debido a la falta de pastos adecuados muy relacionada con la escasez
de bosques.
Las ciudades del mundo abasí fueron nudos de la amplísima red de
comunicaciones y con la fundación de Bagdad, nueva capital del califato abasí, el mundo
urbano recibió un fuerte impulso. La organización del artesanado y del mercado urbano
conoció grandes progresos y los especialistas de cada profesión –sabih al-suq-
adquirieron cierta relevancia. Por lo general, los artesanos se ubicaban en calles o zonas,
por oficios, y a veces tenían mercados especializados, además del zoco principal y de los
mercadillos de barrio. Casi todas las manufacturas especializadas estaban en las ciudades
o en áreas.

6. La cultura abasí

El máximo esfuerzo por convertir al árabe en vehículo de creación literaria y


reflexión filosófica y científica tuvo lugar en época abasí, cuando triunfó plenamente la
enorme capacidad para sintetizar aportaciones complejas y heterogéneas que caracterizan
a la cultura islámica clásica y constituye su grandeza. Se multiplicaron las traducciones,
impulsadas por califas como al-Mamún, y se edificaron bibliotecas de gran tamaño, caso
de la «Casa de la Sabiduría» en Bagdad, ya través de aquellas empresas se asimilaron
influjos intelectuales e ideas ajenas al Islam, de modo que el helenismo filosófico y
científico se tradujo y se estudió pronto, mientras que el pensamiento iranio y con él
principios éticos de raíz maniquea también se difundían, de modo que desde el siglo IX
se fue perfilando una cultura profana, suma de los conocimientos que hacen al hombre
cortés y urbano. A esto habría que añadir la extraordinaria relevancia que adquirió la
literatura en esta época y las aportaciones que se produjeron en campos como la geografía
y la astronomía. Además, destaca sobremanera un hito del mundo musulmán: el
nacimiento de la filosofía islámica.

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