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Luis Thielemann (2019). “¿Herencia, reemplazo o autonomía?

La rueda sigue y se acabó la


juventud.” Revista Rosa, 6 de mayo.

Si ubicamos el origen de las nuevas izquierdas en las protestas de 2011, ya pasaron suficientes
años e hitos políticos como para hacer un balance de los caminos seguidos. Ya no vale justificar
el “qué hacer” como espera, y no es perdonable insistir que lo hecho se explica como un
“mientras”. A la generación impugnadora de hace una década se le acabó la juventud, pero la
rueda sigue girando. Hoy, las nuevas izquierdas no pueden refugiarse en promesas de futuro,
pues ya tienen presente y pasado, y eso es lo que son hoy, para bien o mal. Su práctica política
es un hecho, tienen varios ciclos completos como para proponer ni tan diversas formas de lo
que se quiere ser. “Pareciera que la nueva política que se abría creativa hace algunos años, hoy
se reduce a la búsqueda por ser la herencia o el reemplazo de la vieja política progresista.”

La herencia

Lo que se hereda no se roba, dice el dicho, y en este caso aplica. De las tres formas posibles en
que se construye una nueva izquierda, heredar el pasado es la más simple, pues evita el asalto
o el conflicto que significa robar la posición. No requiere mayor esfuerzo, aunque depende,
igual que sus alternativas, de la crisis de las organizaciones hegemónicas anteriores. Necesita
esa obsolescencia etaria y política. Si se hereda la conducción de una clase o alianza, la
herencia requiere de una crisis de los portadores de la tarea política de clase, estructuras y
organizaciones. Pero esta crisis no puede afectar a las fuerzas sociales que le daban densidad
real a la política de clase. La herencia es un cambio de personal, no de interés social y tampoco
de historia. La herencia es tal precisamente para conservarse.

¿Qué se hereda? La forma política del neoliberalismo. Una democracia cercenada de cualquier
capacidad de alterar el sistema económico, un consenso sobre los límites de las demandas
sociales, una anulación de la idea de historia. El realismo capitalista y las únicas dos
alternativas aceptables: moderarlo o intensificarlo. Progresismo o Conservadurismo, y lo que
se concebía como modelo económico, se eleva a fuerza de naturaleza. A lo más que se llega es
a idealizar alguna forma de republicanismo que nunca existió, salvo en las historietas que
occidente blanco cuenta de sí. Se hereda un montón de cosas que podemos denominar
izquierda de la Transición, lo que nos toca en este tiempo de lo que se llamó la “izquierda del
régimen”. La celebración de reconvertir al militante en técnico, un cambio del crítico radical al
que ofrece soluciones concretas. Es la socialdemocracia de la tercera vía, respetable en foros
académicos, pero a la que no se pone atención, salvo para legitimar la verdadera ciencia, de
cómo sacar dinero para la minoría a partir del sometimiento de la mayoría de la población.

¿Cómo se hereda? Primero, se idealiza. Se valoriza para heredar. Así comenzaron distintas
revisiones de lo hecho en el pasado por los progresismos y que revisan e invierten todo tipo de
valores. Un revisionismo largo para revalorizar el parlamentarismo y la vieja ilusión con la
política: los cambios posibles, los pactos políticos con la también mítica derecha responsable y
republicana. Otro corto, para valorizar lo que antes se rechazaba radicalmente. Según la
leyenda de los que apuestan a heredar, los acuerdos de la transición de repente pasan a ser
imposiciones que el Partido Socialista aceptó pero que los socialistas rechazaron en un silencio
que, ahora nos dicen, fue traumático. Un revisionismo corto que nos dice que pueden
desaparecer los partidos, pero no su objetivo final: el glamoroso y bien pagado rol de legitimar
por la izquierda el insoportable régimen totalitario del capitalismo mediocre del siglo XXI.
Se convierten en muleta. Viejas fuerzas, desfallecientes, encuentran nuevos grupos ansiosos
de ocupar ese lugar. Se reconocen mutuamente: unos dan credencial de contra-renovados a
otros, los otros dan credencial de maduros y serios a los unos. Una vieja corte destetada del
Estado transicional por el revanchismo piñerista, buscando jóvenes cuadros que les permitan
reabrir el flujo de dinero hacia su existencia de críticos impotentes. Es una tendencia
conservadora, pero también muy segura. La búsqueda de algunas franjas de la izquierda por
convertirse en herederos del progresismo neoliberal se debe a su orfandad de lucha social. El
proceso es posible, precisamente, porque lo que tensaba a esas franjas a la confrontación
creativa más que a la herencia, la lucha de estudiantes, profesores y otros grupos, bajó su
intensidad y el malestar social se convirtió en una normalidad fragmentada de luchas sociales.
Se llega a buscar una herencia porque se asume que, a pesar de un evidente estado de rabia
social, sólo hay un presente eterno y, si somos radicales, lo podemos moderar.

La herencia es explicable como derrota. Es la porfía por seguir activos tras el fracaso de lo que
declaradamente se intentó en la política como una “ofensiva por terminar con la Transición”; o
es la naturalización del interés mesocrático y arribista por la vía de travestirlo discursivamente
como el sincero e incuestionable interés popular. La derrota de defender lo que se juró
destruir por la vía de la herencia es algo que no ha tenido explicación política.

El reemplazo

Quién busca reemplazar a las fuerzas progresistas de la Transición no puede heredar nada de
ellas. Es la apuesta por el robo, el asalto. No se trata de hacer saltar la rueda, sino de cambiar a
las personas que están en ella. Cuando una nueva fuerza política reemplaza a otra, el orden
social se mantiene, pero solo eso. Los viejos protagonistas ya no heredan, sólo mueren con su
historia y cultura. En su lugar asumen sus hijos convencidos de ser bastardos. El que reemplaza
no puede heredar la organización, ni su historia (no de inmediato), ni nada. Viene a ocupar su
lugar como otra cosa, pero no cambia el lugar que ocupa ni modifica sus límites; es un
reemplazo en la dirección política de una clase social ya integrada como tal a la política.

Por más que buena parte de la nueva izquierda sostuvo una retórica radicalmente crítica a las
viejas izquierdas por su impotencia o derechización, nunca criticó la posición original. Los
reemplazantes acusan de deformar la naturaleza izquierdista a las viejas socialdemocracias,
pero no tienen problemas con ese viejo izquierdismo. El parlamentarismo burocratizado, el
conservadurismo nacionalista y desarrollista, el privilegio de los equilibrios económicos por
sobre el avance político de las clases populares, son temas que los reemplazos no deciden
tocar. En Chile, la izquierda que practica la política institucional en un parlamento más
constreñido en su alcance político que el previo a 1973, no hace ninguna revisión de las
razones por las que ni allí se pudo construir el socialismo. Porque, al fin, el reemplazo no es
superación. Superación significa que se va más allá de una estrategia que a su vez es integrada
como parte de lo nuevo. Reemplazo es sólo cambiar el ejecutor de la misma estrategia. Es
como si la amarga derrota del último cuarto del siglo pasado no hubiese sido sino un problema
de ejecución, que hoy, con tanto PhD en las filas, no es ni siquiera algo en lo que reparar.

El reemplazo no modifica en nada sustantivo el orden social. El equilibrio de la política


permanece, pues el fantasma neonazi es solo la radicalización de la misma vieja porción anti
democrática de la derecha. Porque la pequeña política sólo se convierte en grande si entra una
fuerza social nueva, que plantee el problema del Estado y su control social. Los políticos, como
clase administrativa del orden social, solo devienen en “la política” si ésta se convierte en
campo de la lucha de clases, si es que efectivamente hay clases contradictorias disputando la
forma del Estado, de la economía, en fin, del orden. Por más apelación a que el concepto
“clase política” es liberal, es necesario entender la especificidad administrativa que tiene la
política cuando allí dentro no está el antagonismo vivo, lo que en el siglo XX significaba la
presencia en la política de partidos rojos y de base obrera organizada y masiva. Eso no ocurre
hoy. El reemplazo es apostar a vivir en la mediocre y banal política del siglo XXI. A pesar de la
retórica “revolucionaria” que acompaña a figuras del Frente Amplio, las acciones buscan ser la
mejor versión de lo que ya conocemos, no lo nuevo que viene a destruir un pasado ya incapaz
de ofrecer otra cosa.

Por ello el reemplazo es una alternativa de supervivencia. Y la pelea del “largo 2011” por
rematar a los partidos del progresismo neoliberal no tuvo éxito, porque es el mismo campo
electoral, no constituido en fuerza social, lo que se disputa. Es la dirección de una masa cada
vez más pequeña de votantes, y no una fuerza social politizada lo que se busca reemplazar. En
estos años de amenazas de sorpasso, la guerra civil en la izquierda del régimen se develó
costosa, mientras el paulatino reemplazo se muestra hoy como lo más sensato, a través de
comisiones y documentos pomposos de “la oposición”, pero cuya sustancia social sigue siendo
la pequeña minoría que vota con cada vez menos interés y sentido. El “todos contra la
derecha” parece ganar cada vez más adeptos, sin mucho entusiasmo, pero con claridad, en el
FA; en España, Podemos está cada vez más entusiasmado de colaborar con el gobierno
socialista, apenas dos años después de amenazar con hacerlo desaparecer. Mientras la social
democracia ofrece avances que parecen espectaculares ante sus fuertes derrotas de un lustro
atrás, la alternativa que supuestamente se diferenciaba en el énfasis en la lucha social, parece
que ya no pide más que un par de cargos con los cuales capitalizar la muleta izquierda. Es una
radicalización interna para la conservación de las instituciones que supuestamente servían
para contener al capitalismo. De la revolución a la contención, de la nueva democracia contra
el régimen neoliberal a las propuestas para un cambio tímido. Para los reemplazantes, buscar
salir de un orden en que ya están seguros puede oler a utopismo, aunque en realidad piensan
que es cosa de tontos.

La autonomía

La herencia es mediocridad, el reemplazo es claudicación. Ambas formas no son capaces de


abrir la política para el ingreso de una nueva fuerza social y esa es la razón para rechazarlas
como destino de la nueva izquierda. A pesar del carácter social común que tiene el Frente
Amplio, su ambigüedad a la hora de hablar de clases denota algo más que problemas teóricos.
Ese silencio es un espacio seguro: sincerar el carácter social es sincerar qué y cómo pagan
techos y comidas los militantes que dirigen los partidos; no hacerlo, en cambio, evita
responder que, en ausencia de una fuerza social constituida en fuerza política, el qué y el cómo
de la reproducción humana tienen una tendencia irrefrenable hacia la herencia o el reemplazo
del progresismo neoliberal.

Pero no se trata de tener voluntad de otra cosa simplemente; de ser mejores izquierdistas,
como si eso resolviera otra cosa que no fuera la culpa pequeñoburguesa de los militantes.
¿Realmente queremos conservar la institucionalidad de la Transición, reemplazando o
heredando el rol de sus ejecutivos, o es posible un desafío de izquierda, una propuesta activa
de otro orden? ¿Es posible eludir el destino de ser herencia o reemplazo sin un ciclo de luchas
sociales a la ofensiva? La posibilidad de mantener un pulso abierto desde la izquierda y contra
el capital y el Estado neoliberal, sólo es posible si se le valora como fin en sí mismo y ya no
como medio para una estrategia –ultra o moderada, da igual. Abrir un ciclo de gran política
consiste en lograr que la política se convierta en la forma civilizada de las acciones motivadas
por el odio de clases; y entender tal logro como algo revolucionario. La política autónoma es la
secularización de tales categorías –lucha de clases, política revolucionaria- a través de la
masificación popular de la lucha por el poder. Y su primera utilidad es crítica hacia la izquierda,
pues combate los fundamentos de lo limítrofe y mediocre de las fuerzas que buscan ser
herederas o reemplazos del progresismo neoliberal, la mistificación elitista y tecnocrática de la
política.

Sin una fuerza social presionando contra la herencia o el reemplazo, la autonomía de la política
de los subalternos parece imposible. Pero constituir una fuerza social interesada en contener y
combatir el orden neoliberal no ocurre fuera del tiempo. La constitución de clases sociales
populares en fuerza política ocurre en la práctica política de esas fuerzas. No en un antes
mítico, un proceso sin tiempo y codificado en lengua académica por los intelectuales que
sufren de presentismo, deformación que hace creer que hoy todo es nuevo y consciente,
mientras que en el pasado sólo hubo naturaleza y una inconsciencia parecida a la animalidad o
la infancia. La constitución de una fuerza social que abra la política se produce, también,
volviendo a hilvanar pasado y presente, pues sólo así se observa el largo ir y venir de la
política, así como los aprendizajes históricos, de las clases subalternas. En la práctica de ir
abriendo la política desde las luchas sociales se valora la autonomía, en si se rechaza la
herencia y el reemplazo en una política cerrada que no sirve. “Y cuando se observa que ya se
aprendió alguna vez a practicar dicha autonomía, se recupera la caja de herramientas de la
izquierda radical.”

Esto no es pura verbalización de deseos, sino abstracción de los procesos reales de los partidos
rojos exitosos, aunque ellos se cuenten a sí mismos otras historias. “Todas las formaciones
políticas de izquierda que sortearon la irrelevancia o la derrota, surgieron de luchas sociales
que no podían representarse en la política realmente constituida.” Su éxito, más que el mito
de hacer la revolución, fue mantener abierta la política desde la lucha de clases por más de un
siglo. No hubo gran política de masas sino hasta el ingreso de los partidos rojos, y la hubo en el
siglo XX porque esos partidos rojos convirtieron la anomalía en norma: lograron que la lucha
de clases como crisis de la política pasara a ser su orden de sentido, la civilidad histórica de lo
que, sin la clase obrera organizada en la izquierda, sería simplemente barbarie. “Y la crisis de la
política es la ausencia de la lucha de clases en ella. Sin eso, sin los subalternos imponiendo su
urgencia, la política no importa, es un juego de pequeñoburgueses.”

No depende de la voluntad, sino de que haya fuerzas sociales subalternas amenazando a sus
representantes políticos con la más violenta destitución. La oligarquización parlamentaria que
sufre el Frente Amplio, y en general las nuevas izquierdas surgidas de las luchas de 2006—16,
no es un problema de vicios personales o de corrupción de ideas. Es un problema de fuerza
política. Cuando llegaron los flujos de dinero estatal a la nueva izquierda, no hubo ninguna
fuerza social representada en ella que le pusiera una lista de urgencias. En ese plano, y no en
una dimensión ilegal o ilegítima, los recursos parlamentarios del régimen están logrando
comprarse una nueva izquierda ante la obsolescencia del viejo progresismo neoliberal.

Pero la nueva izquierda puede hacer otra cosa, que no sea enfrentar con la mera honestidad al
dinero estatal que viene de compras. La nueva izquierda, tiene en sus filas suficientes
dirigentes y militantes de las luchas sociales de los subalternos del siglo XXI como para
fortalecer un interés anticapitalista que se erija en obligado límite y dirección. “Las clases se
constituyen luchando contra la fuerza destituyente que le imponen las clases dominantes. Un
partido clasista, en el sentido histórico y no orgánico del término, ha existido cuando se
construye como dirección política en las luchas fragmentadas y corporativas, adquiriendo
paulatinamente unidad y perspectiva política.”
¿Cómo, concretamente? Ubicando en posiciones resolutivas de los nuevos partidos de
izquierda a las dirigentes sociales, organizando los partidos por frentes de lucha más que por el
orden electoral (distritos, regionales, etc.), y entendiendo a los nuevos partidos como la
izquierda de la lucha social, como la política racional destinada a ganar, como la herramienta
específica de los sectores populares en lucha por sus intereses –y no como la izquierda del
parlamento, del régimen neoliberal. Se trata de pensar cómo esos dirigentes toman control de
los nuevos partidos de la izquierda, tal y como tenían asegurados sus asientos los dirigentes
obreros en los viejos partidos socialistas y comunistas. Se dirá que es un nuevo corporativismo.
Puede ser y es un riesgo, pero es más deseable un partido moderado por su anclaje real en
luchas sociales, que uno que a veces puede ser radical y otras no, porque sólo presenta como
programa las voliciones de dos o tres socios controladores, cuyo arrastre depende más de la
prensa empresarial que de anclajes en masas sociales organizadas para el conflicto.

Ese es el eje en que tiene sentido proponer la autonomía como política. O la nueva izquierda
es fruto del diálogo tenso entre los movimientos sociales populares y los políticos
profesionales, para intervenir ahí en la política, o será simplemente la burocracia roja, verde,
morada o multicolor de la política representativa. El enfrentamiento entre el interés de
reforma de las bases sociales populares y la conservación institucional que paga el dinero
estatal es la cuestión hoy de cómo producir una nueva izquierda. La autonomía no es un
espectacular asalto al palacio de invierno, sino la tediosa tarea de organizar abajo, producir
fuerza propia y golpear arriba para vencer. Y luego, comenzar otra vez, avanzar dos pasos,
retroceder uno, porque no hay salvación alguna en la política de otros, pero tampoco hay
horizonte emancipador fuera de la política.

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