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Por primera vez en décadas estamos atravesando un momento que

genuinamente podemos llamar de transición, una transición dentro de


la democracia. Y esto rompe paradigmas anquilosados, y a la vez
introduce miedos al cambio. Difícilmente se asimila que la
incertidumbre es parte de la vitalidad democrática, que se mueve entre
lo necesario y lo posible, entre logros y desencantos. No es mi propósito
controvertir las alertas de algunos escépticos, porque las encuentro a
menudo válidas, aunque también extrapoladas. En muchas de ellas se
advierte un cortoplacismo que poco ayuda a entender el momento.
Lo que quiero resaltar es que estamos frente a un haz de transiciones
simultáneas que no se pueden cerrar de un día para otro. Vamos a ritmo
de democracia, porque la correlación de fuerzas es ambivalente: el
Progresismo, como alianza variopinta ganó las elecciones, pero el poder
disperso sigue en buena medida en manos de las fuerzas más
tradicionales.

Hay muchas razones en las anotaciones críticas a ciertos episodios y al


estilo de gobierno, incluidas las patológicas de la impuntualidad o
ausencia en eventos importantes. Pero los reparos a los efectos de
superficie no dejan ver a menudo los cambios de fondo que están en
marcha, a saber: cambios generacionales, sociales, culturales y políticos.
Un escenario inédito.

En el plano del poder las limitaciones son desde luego considerables, y


obligan a alianzas costosas y a menudo poco deseables con los
contrapoderes. En contraste, en el ámbito ideológico, el discurso
reformador del presidente es potente: Petro invitó a romper las inercias y
puso a Colombia a hablar de grandes temas pendientes.

En primer lugar, el gobierno Petro recogió en campaña las banderas del


estallido social que sintetizó y articuló exclusiones heredadas.
En muchos sentidos le dio voz a una nueva generación con angustia de
futuro. Desde luego no se trata sólo de jóvenes educados abriéndose
camino, sino también de jóvenes a los cuales la pandemia puso en
condiciones de lucha, no por el ascenso social, sino por la sobrevivencia.
Durante meses la mareada juvenil gritó nuevos temas, nuevas visiones de
país y sociedad, e hizo ingentes esfuerzos para evitar ser suplantada ,
pues los jóvenes manifestantes no se sentían representados en los
aparatos organizados, así se llamaran partidos, sindicatos, o asociaciones.
Un descreimiento generalizado en las instituciones los atravesaba. Su
vínculo no era con mediadores sociales institucionales o políticos, era
directo con la calle. No son parte formal del gobierno, pero tácitamente
lo apoyan a través de esa forma libertaria de expresión que se llama La
Primera Línea.

El cambio no tiene solo expectativas generacionales. El cambio también


tiene, en segundo lugar, expresiones culturales profundas. Pueblos
afrodescendientes, indígenas, mujeres, y las diversidades sexuales
esperan todavía la ruptura con políticas y prácticas de exclusión
centenarias. Para ellos y ellas este es el momento, su momento. Sus
expectativas solo las puede canalizar, al menos en principio, una
democracia radical. Con una salvedad, son transformaciones que no
toman días, o meses, sino décadas y décadas. Es apenas un comienzo, un
comienzo al cual hay que darle tiempo, pero también hay que
demandarle claridades en los procesos de implementación.

Sorprenden, a propósito, las persistentes prevenciones frente a la


movilización de ciertos símbolos de la política nacional. El cambio se
asocia en el discurso presidencial a figuras históricas del reformismo
liberal, López Pumarejo y Gaitán, principalmente. Y quién dijo miedo:
populismo, desestabilización, dictadura, vociferaron las fuerzas del viejo
país!. La demanda de cambio, como también sucedió en nuestro cercano
Chile, fue sustituida por la de seguridad. Y del “no sabemos a dónde nos
llevan”, al “nos bajamos del tren”, hay un trecho muy corto. Aliados de
los momentos inaugurales van tomando distancia, y pasan a las urgencias
electorales. ¿Depuración de fuerzas o desmoronamiento del
Progresismo?

El punto tiene que ver, en tercer lugar, con una potencial renovación
ideológica de la política colombiana. Una suma de corrientes
contestatarias, tradicionalmente excluidas, se agrupa hoy en el
Progresismo que tiene el inesperado reto de ser expresión política del
primer gobierno de izquierda. En su seno se expresa un conglomerado
que hace rato no cabe en los moldes habituales de la política colombiana,
y que la vez se desmarca definitivamente de la lucha armada. El desafío
mayor de este proyecto es lograr no ser visto como amenazante para un
sector de la población, sino como representante de los intereses de toda
la nación. Si así se plasmara convincentemente el remezón sería
duradero. Como lo ha recordado el analista mejicano Silva Herzog, " el
político no tranquiliza, trastorna el equilibrio para encontrar, en el
conflicto, una terapia para el cuerpo social ..el político complica las cosas
para lograr un orden”. Un orden, un nuevo orden, es lo que puede estar
también en gestación en Colombia.

En cuarto término el motor del cambio para este gobierno es la promesa


de completar la transición inconclusa de la guerra a la paz, el cambio más
importante de nuestra generación retomado en los Acuerdos de la
Habana. Nos acostumbramos a vivir en guerra y nos asusta la paz total,
cualesquiera que sean sus posibilidades reales de éxito.

Como sea, para salir del laberinto la propia insurgencia tiene mucho que
aportar. Una guerrilla proteiforme ha minado en efecto por décadas la
capacidad crítica y transformadora de la izquierda y del país. No se trata
de idealizar. La Paz Total no es en últimas un producto sino una ficción
democrática, una ruta por caminar, un llamado a la ampliación de la
conversación nacional y a la invención de metodologías y estrategias que
la acerquen a lo posible.

En todo caso, la Paz Total presupone un sacudón institucional. ¿Cómo


hacer entonces para que este país que se precia tanto de la estabilidad le
abra las puertas al cambio?

Si algún mérito le cabe al gobierno Petro es haber puesto de un tajo en la


esfera pública tareas de sociedad aplazadas por décadas: la
transformación agraria; la reforma al sistema de salud; la reforma
política; la reforma tributaria, la reforma educativa, la reforma pensional.
Se trata de una transición incubada desde la Constitución del 91.

Al poner este paquete de temas en la esfera pública, Petro, como era de


esperarse, “enciende las pasiones democráticas”. Con ello, más allá del
resultado final, le habrá recordado a Colombia tareas inaplazables para su
ingreso diferido a la modernidad política. Es un legado transformador
que exige desde luego mayores niveles de concreción y una decidida
voluntad dialogante y de escucha. Toda transición, si no es violenta, es
negociada, incluso con las fuerzas resistentes al cambio. Por último, el
gobierno Petro le marca a Colombia nuevos horizontes internacionales.
Reclama en todos los foros rectificaciones al gobierno precedente,
promoviendo la inserción aplazada de Colombia en las agendas
multilaterales: las drogas, el cambio climático, la paz global, la búsqueda
de nuevos aliados, incluso en la olvidada África. Del seguidismo
tradicional se nos invita a ejercer un liderazgo inédito en la arena
internacional.
Ya lo sabemos de vieja data: el país está acostumbrado a que nada se
toca, salvo para demoler. No solo le teme a la revolución, le teme con
igual encono a la reforma. Por eso el desasosiego frente a estos temas
gruesos que, con solo enunciarlos, rompen la pereza centenaria a
innovar. Son cinco campos en torno a los cuales se consolida el relato
nacional del cambio. Me temo que el país no ha sido capaz de
dimensionar los alcances de la mutación política en marcha, y vacila aún
entre apoyar y bloquear. En lugar de mostrar alivio con estas válvulas de
escape que se le ofrecen, parece no tolerar la carga de reformas que le
asignó Petro. El principio de explicación tal vez radique en que dentro de
nuestras habituales paradojas seguimos siendo a la vez una sociedad
insumisa y conformista.

*Abogado y filósofo de la Universidad Nacional de Colombia, magíster


en historia de la Universidad de Essex (Inglaterra); doctor en sociología
política de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de
París (Francia). Ha sido profesor de la Universidad Nacional de
Colombia. Fue director del Centro Nacional de Memoria Histórica.

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