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Tomado de:
Más allá de esta constatación, que perdura bajo ciertas evoluciones propias del mundo
intelectual, hay que interrogarse sobre la efectividad y el alcance de la crisis, la
realidad de la crisis no es ostensible para todos. Algunas llegan hasta a poner en
duda su existencia, no sin argumentos: las preocupaciones, búsquedas, inquietudes y
extravíos de los filósofos y publicistas de toda clase, no señalarían más que una mayor
distancia con el mundo de los hechos. Después de todo, globalmente, en las
democracias occidentales la gente vive mejor que hace cincuenta años. Los grandes
males -la guerra civil, el hambre, las revoluciones violentas- han sido conjurados; en la
lucha contra la enfermedad se obtuvieron progresos notables; para la gran mayoría,
las condiciones de confort no tienen comparación con la situación que prevalecía sólo
treinta años atrás; el nivel general de educación de la población-noción sin duda harto
relativa, pues han cambiado las misiones que debe cumplir la educación - va en
aumento.1 ¿Qué daría pie para discernir un malestar global de la sociedad? La
hipótesis misma de una crisis no participaría sino de un método Corte a contrapelo.
En ausencia de una norma reconocida por todos, los análisis de la crisis parecen
siempre marcados por la parcialidad. La crisis de la cultura no se muestra a quienes
dan a la cultura una acepción amplia; la crisis del individuo no está establecida para
quienes, estimando que , su libre albedrío es incondicional, eluden a priori cualquier
hipótesis de alienación; la crisis de la sociedad dista de ser un hecho cierto para
quienes entienden que la existencia de una sociedad no se contrapone al
reconocimiento exclusivo de los ciudadanos en sociedades parciales y no políticas; la
crisis de la política por último, no es patente cuando se compara el debate político
actual con el de la década de 1930: el hecho de que se espere menos de la política
sería más bien tranquilizador.
Sin embargo, la crisis es real, el hecho de que sus signos ya no se perciban o de que
nos neguemos a considerarla, es quizás ya un síntoma de crisis. Esta crisis debe ser
definida como un estado intelectual, social, económico, político, cultural, donde la
perturbación es tan grande que ya no se disciernen las salidas posibles. Esto es
evidente en materia económica donde no hay remedio visible para el desempleo, no
se ve cómo alcanzar las normas deseables en materia de crecimiento, de equilibrio
exterior, etc. y en la vida política en general: mencionemos la crisis de la escuela, que
no sólo es incapaz de transmitir saberes sino también de determinar cuáles deben ser
transmitidos. Lo es menos en materia política, pues la configuración del mundo
moderno se basa en la ilusión de un espacio político. A veces parece inclusive que la
desestructuración potencial del hombre no pide sino un choque último para realizarse.
1. Tipología de la Crisis
Esta crisis global de nuestras sociedades, y que sólo en su globalidad puede ser
comprendida realmente, es ante todo política.
A. La crisis política
∙ La idea, tan marcada como falsa, por último, de un serio antagonismo entre la
sociedad y la política. Este antagonismo explica en parte por qué las crisis de la
cultura y de la sociedad no pueden ser resueltas.
Sólo dentro de un espacio público tiene sentido la política. Sin espacio común,
buscado como tal por los ciudadanos, la sociedad política degenera en "dispersión
tiránica" o en "concentración totalitaria".2 Una vez desaparecido el espacio público, o
al menos empequeñecido, ya no se percibe cuál puede ser el ámbito de aplicación de
la política; la legitimidad de la política se torna problemática, puesto que la existencia
de un lugar común como ése ya no es, a priori, legítima.
Las relaciones de los teóricos políticos con el poder nunca fueron muy claras;
oscilaron en forma continua entre una concepción metafísica o mesiánica de la
legitimidad del poder -el rey por derecho divino o el pueblo soberano por esencia, lo
que se conciliaba con un propósito de la historia -y una crítica total de la idea de poder,
al considerarse que ningún poder es lícito pues su origen tiene siempre un carácter
sospechoso. Así pues, ilegitimidad del poder, pero también ilegitimidad de la política,
que le está totalmente asimilada, ya que ésta se define no por su acción concreta sino
sólo por sus posibilidades extremas de acción, es decir, de modificación de la
naturaleza social.
Desde ese momento, el problema concreto para los hombres políticos pasa a ser el de
asegurar un gobierno correcto de la sociedad ajeno a toda idea de legitimidad superior
y, por lo tanto, a toda discusión sobre un eventual proyecto. El alcance de la referencia
de los regímenes totalitarios empuja a desconfiar de cualquier idea general que exima
al gobierno de la exigencia del presente. A la legitimidad le sucede, pues, la idea de
legalidad, pantalla necesaria de la democracia. Nuestro propósito no es discutir el
concepto de legalidad, irrebasable, al que la idea de legitimidad no podría sustituir,
sino recordar que, sin búsqueda de los criterios de legitimidad de la acción pública, no
existe política posible.
Es necesario estudiar los orígenes del rechazo del debate público. Es también
preciso, más allá de las razones generales vinculadas a la despolitización de nuestra
sociedad, percibir sus causas mecánicas y específicas. Los dos rasgos mayores de
nuestras sociedades, la complejidad y la zozobra, se conjugan para impedir un debate
semejante.
La significación y el alcance del término política no son idénticos según los períodos
históricos. En ciertas circunstancias, una concepción minimalista de la política pudo
ser legítima -sociedades culturalmente sin democracia posible o períodos de conflicto
armado-; en otras, no lo es.
El problema del número tiene una consecuencia más sobre la naturaleza de la política.
La democracia ateniense, gobierno directo y consensual, funcionaba sin debate de
fondo sobre la naturaleza de la polis, sobre su cultura y sus instituciones. Se regulaba
perfectamente, se aceptaba, se controlaba, se conocía; en suma, no tenía necesidad
de lo que ahora llamaríamos un proyecto de sociedad. Hoy en día la situación es
diferente a causa de la acentuación de la distancia entre los ciudadanos de un Estado
y el poder político. Quien dice distancia dice problema de comunicación, necesidad de
una transmisión y por lo tanto de un vínculo. La política, identificada con la
democracia participativa de Atenas, con un poder sin democracia en los siglos
siguientes, es hoy necesariamente democrática; para decirlo mejor, el papel de la
política es la búsqueda de la democracia más perfecta posible. Esto significa también
que el proyecto político podía ser nulo en Atenas -pues la sociedad era homogénea y
estable-, impuesto antiguamente a una nación heterogénea pero sin comunicación,
mientras que hoy cumple el rol de soldar a una comunidad dissemejante y
comunicante. Dicho proyecto será político en el sentido de que su esencia será
inscribir en cada uno de nosotros la naturaleza global, comunicante, del mundo en que
vivimos.
B. La crisis social
Por el contrario, nuestra sociedad mediatizada sería por naturaleza una sociedad
pacificada. Aunque no tenga conciencia de su unidad o sus valores, al menos no se
pondrá agresiva para imponer la concepción dominante del mundo a una parte
minoritaria de ella misma. Más vale la insignificancia antes que la guerra civil; puesto
que tales parecen ser los dos términos de la alternativa. En suma, lo esencial de la
argumentación de quienes no perciben ninguna crisis social, descansa en la
convicción, indudablemente sincera, de que la violencia ha quedado definitivamente
conjurada.
2. Homogeneidad y heterogeneidad
La homogeneidad es aquella, manifiesta, de los modos de vida, los gustos y aún los
conocimientos, al menos los superficiales. En términos políticos, esta homogeneidad
no es integradora sino, por el contrario, disolvente. Existe una discordancia entre la
representación social del país -homogeneidad- y su realidad -diferenciación-. Ahora
bien, la apariencia genera más efectos reales que una realidad que, de manera no
fortuita, no ve la luz sobre la escena pública: la homogeneidad permite la indiferencia
política, mientras que la heterogeneidad revela la parcelación y reclama, por tanto una
acción correctiva. En el ámbito de las representaciones sociales, los aspectos débiles
siempre pueden más que las realidades conflictivas.
Porque, de hecho, lo que domina es la heterogeniedad, como valor y sobre todo como
realidad. La sociedad se quiere heterogénea pero consensual. Es el mito de una
sociedad que concilia todas las diferencias. La heterogeneidad cultural como valor se
traduce en una relación diferente con la cultura, con el conocimiento, con la ética.
Desde este punto de vista, sería un error pensar que Francia está realmente unificada,
que los principios de vida adoptados por sus habitantes son idénticos y que se
reconoce por entero en los valores del sector más numeroso. Estando ausente la
capacidad de pensar lo que podría representar un porvenir, la unidad de la cultural
común en la que se funda la mayoría de las naciones modernas- es dudosa. Hay, no
obstante, otra heterogeneidad, muchísimo más marcada, en la percepción del mundo
y en la capacidad de comunicación, independiente tanto del contexto ideológico como
de las doctrinas políticas y sociales, las preferencias partidarias y el juicio emitido
sobre los individuos y las cosas. Si hay crisis de la sociedad, es esencialmente porque
las palabras no tienen el mismo sentido para todos.
No está excluido que conduzca a esta situación, paradójica sólo en apariencia, una
identidad de comportamiento vivida como heterogénea y no exclusiva de una nueva
fragmentación social: tal es la trampa de la moda y del conformismo. El culto de las
diferencias es casi siempre el ropaje de la repetición de lo mismo: se admite tanto
mejor al otro cuanto que es insignificante y no habla. La ausencia de comunicación
conduce a aceptar una diversidad indeterminada que puede ser trágicamente
identitaria. Las diversidades se recluyen y se amurallan en el silencio, no se
comunican para construir una sociedad rica en experiencia y obras a intercambiar y
acaban por aniquilarse en la repetición solitaria de lo mismo. Se valorizan las
heterogeneidades formales en detrimento de las diferencias reales. ¿Se puede no
hablar de crisis de la sociedad cuando hay ausencia de comunicación entre los
hombres y cuando las divisiones sociales son tanto más irrisorias cuanto que están
desprovistas de sentido?
C. La crisis cultural
Crisis política, crisis social, pero también crisis cultural. Repitámoslo: las tres son
inseparables y se alimentan mutuamente. En suma, la crisis política resulta no sólo de
un pesimismo, absoluto -de Maistre a Hayek- en cuanto a cualquier acción tendente a
reducir las imperfecciones de la sociedad y a suministrarle un proyecto, sino sobre
todo de una falta de sensibilidad a estas imperfecciones, de una ausencia de atención
al otro y de cuestionamientos de sí. La crisis social es una crisis de la comunicación
activa y por lo tanto de pertenecía voluntaria. En cuanto a la crisis cultural, se
identifica con una crisis de la conciencia histórica y con una dislocación del espacio
público en un mundo cuyas referencias han desaparecido.
El ser humano, puesto que vive en sociedad, está ligado a una cultura y a una historia.
Esta historia él debe pensarla no sólo en el pasado, aceptando y recusando ciertos
elementos de una tradición histórica, sino igualmente en el futuro. He aquí, debe
decirse, lo que deberá ser la cultura del país dentro de un siglo; he aquí el proyecto
que yo forjo para ella y en el cual, consciente del ideal que es la libertad de pensar,
voy a trabajar. Debe decirse también, en un mismo movimiento, que él pertenece a la
historia, y es esto lo que le hará anhelar que la memoria histórica conserve cierta
imagen de su época, ajustada a sus ideales de dignidad y humanidad.
Este personaje ideal está lejos de ser universal. Su ausencia es hoy lo problemático.
¡Ciertamente, el término conciencia histórica, inadecuadamente utilizado -y asimilado a
una conciencia del fin de la historia y de la libertad del hombre- hizo nacer bonitos
monstruos y embarcó varias mercancías bajo el mismo pabellón! Ahora bien, no
puede haber conciencia histórica sierva. Una conciencia histórica cuyo único
fundamento fuera la ingurgitación de una historia preescrita y a la que los hombres
deberían ajustarse, no sería una conciencia sino un simple objeto, manipulable por
una instancia exterior: el partido, el gran líder. La conciencia histórica -conciencia libre
que una historia debe hacerse- no justifica y no autoriza nada. No podría ni ser
utilizada como factor de legitimación a priori de una acción o de un poder, ni imponer
una ley cualquiera, planteada como indiscutible o irrefragable.6 Pero puede guiar un
proyecto político, servir de línea directriz a una política educativa, social, cultural.
2. La cultura pública
Hay condiciones propiamente culturales para que pueda existir esta conciencia
histórica. Primera condición: es preciso que la sociedad exista en el espíritu de la
gente. Si falta la idea de pertenencia a un grupo guiado por un destino común, si el
conjunto social aparece fragmentado, entonces la conciencia histórica no puede hacer
su aparición. Cómo no subrayar que, en la hora del mundo universal, esta conciencia
voluntaria no podría ser una conciencia étnica, nacional, particular, sino una
conciencia de pertenencia a un conjunto que no es otro que el género humano; ello
impone deberes particulares y un trabajo del pensamiento sin ninguna medida común
con el que guió la constitución de los Estados Unidos en los siglos procedentes. La
cultura pública se construirá en ruptura con las culturas vividas.
Segunda condición -si la primera está ya satisfecha-: es preciso que el espacio social,
público, no se perciba como hostil al individuo sino, por el contrario, como el vínculo
natural de consumación de su libertad. Esta percepción tiene por fundamento un
reparto entre la esfera política y la esfera privada, reparto que determina la naturaleza
de la libertad y la extensión del dominio político. Ahora bien, la determinación de este
reparto es cultural y depende del espíritu de una época.
Cuando crece la complejidad del mundo y cambian los medios para comprenderla, o
al menos para aceptarla, el "rechazo" -intelectual, pero también casi "político"- de esta
complejidad tiende igualmente a aumentar y a generalizarse a toda la sociedad. Se
acentúa entonces la distancia entre el estado del mundo y lo que nosotros queremos
que sea. De ahí la tendencia, o bien a extirpar del campo político las cuestiones
difíciles, o bien a zanjarlas de manera radical. De ahí, sobre todo, una propensión a
escapar hacia la esfera privada, para acondicionarse en ella un pequeño mundo a la
medida de cada cual, controlable y previsible. Este comportamiento, determinado por
un defecto en el ejercicio mismo del pensamiento, por un desorden de la razón, tiene
consecuencias directas sobre la formación del espíritu público y de la cultura de una
nación, la cual sigue siendo, aun en un mundo universal, el lugar político de formación
de las ideas.
Estamos sin duda en un estado de anomia ideológica, pero aún subsisten reflejos de
comportamiento; la anomia no es total. Si es preciso crear las condiciones para una
reestructuración del pensamiento, sería peligroso llegar demasiado rápido a un estado
de desestructuración manifiesta de los marcos tradicionales de referencia. Lo peor
sería quebrantar todos los mitos y que ya no quede nada. Es más rápido destruir que
construir esta nueva autonomía de juicio. Así pues, debemos tener en cuenta el
tiempo y desconfiar de una situación en la que, al ser sólo parcial la reestructuración
del pensamiento, los comportamientos se desorientarían y la zozobra se reforzaría aún
más. Aquí reside la dificultad de una actitud política que no puede ser ni de
aceptación de la cultura tal cual es, ni de desculturización brutal.
Si hay crisis, para algunos hace varios siglos que dura, pues el estado general de la
sociedad no ha empeorado, al contrario. Este debate teórico sobre la esencia de la
crisis no es el nuestro; sólo importa políticamente el análisis de la especificidad de
nuestra crisis, sin la cual no se puede entender por qué lo que antiguamente no traía
consecuencias es hoy importante. Si nuestro pensamiento cree tener que ser
dramático, es porque la contemplación de la historia deja presagiar un fenómeno
empírico de desaparición de lo que fue y nunca más será. Nuestro combate es contra
la extenuación del pensamiento.
A. La especificidad de la crisis
¿Experimentamos hoy una crisis que no conocimos ayer? Lo que antaño podía
considerarse desprovisto de todo rasgo dramático cambia de naturaleza cuando la
sociedad se modifica; en 1830, la existencia de un 80% de analfabetos no tenía casi
consecuencias sobre la sociedad de la época; hoy, un 5, 10 ó 15% significa un fracaso
capital de la política. Es preciso analizar los problemas de la comunicación en una
sociedad moderna; el aislamiento de gran número de individuos respecto de cualquier
proceso de comunicación verdadera, la ausencia de reconocimientos en valores
intelectuales comunes son hoy en día inaceptables si queremos que nuestra sociedad
conozca la estabilidad y que lo peor no vuelva a ser posible.
Mientras que hace tan sólo dos siglos el gobernante podía casi ignorar al 80 ó 90% de
la población -con tal de que no se muriese de hambre y no sufriese demasiado el yugo
de poderes locales insoportables-, ahora es sujeto de la política el 100% de los
ciudadanos y de los no ciudadanos de un país; aquí reside además la ambigüedad y la
impotencia relativa de una política de desarrollo cultural. Esto no significa que todos
los habitantes de un país tengan que ser objeto de una intervención directa de los
políticos, aunque sólo fuese porque los que deciden la política no son este 100% cada
uno individualmente. Pero toda acción política es hoy de naturaleza mucho más global
de cuanto lo era ayer, es decir que no puede contentarse con una acción marginal,
local sobre ciertos grupos sociales. Ahora es el conjunto del espíritu de un pueblo el
que debe verse afectado por su acción.
Hay que pormenorizar, pues, los factores concretos, ideológicos y materiales, que
impiden la salida de la crisis, la perpetúan, la agravan y contribuyen objetivamente a
esterilizar el pensamiento y la capacidad de resistencia.
Primero de los cuatro factores de no resolución de la crisis; una relación ambigua con
el poder. A partir del momento en que se admite que toda salida de la crisis se
cumplirá necesariamente mediante una renovación de la política, la crítica absoluta de
todo poder es un factor de mantenimiento de la crisis. Puesto que la política es el arte
del gobierno, el rechazo de la existencia de un gobierno, de un poder y de una
autoridad que lo garantice, compromete la salida de la crisis. La creencia en la
ilegitimidad del poder político proviene del olvido de que la política es, en las
condiciones históricas presentes, y de manera definitiva, deliberación,11 de que la
construcción que ella emprende no resulta sino de esta deliberación, de que ella
expresa ante todo, por parte del cuerpo social, una voluntad sobre sí mismo. La
política no es una instancia exterior que suponga una diferencia entre el que detenta el
poder y aquel sobre quien se ejerce. Así pues, debemos proceder a una crítica de la
crítica del poder.
No habría crisis de la sociedad si no hubiese crisis del individuo, pero la crisis del
individuo propicia la de la sociedad. Esta es la significación real de la crisis, y da
forma a su carácter dramático. Tristeza, desesperación en algunos; sentimiento de
abandono en otros; atontamiento y alienación y búsqueda del olvido en la diversión
son otros tantos síntomas de una crisis del individuo que nada tiene de novedosa. Lo
que sí particulariza a nuestra época es la progresiva generalización de esta crisis
individual, su efecto disolvente sobre el sentido de pertenencia pública, el eco de que
se traduzca en una doble fuga, de sí mismo y del mundo, y de que en esta forma se
refuerce aún más la dificultad para su resolución.
Nosotros proponemos un examen de esta crisis a través de tres grandes temas que
estructuran nuestro trabajo:
∙ Los atolladeros de las doctrinas políticas y sociales, que explican la crisis intelectual
que atravesamos.
∙ El fin de las referencias, es decir, de los grandes principios institucionales y de los
datos mentales que gobernaban a nuestra sociedad.
∙ Las coacciones del mundo universal, que dan cuenta de la dificultad para salir de la
crisis en un mundo de más en más complejo y donde la diversificación de
condiciones se muestran a plena luz; pero coacciones que, si lo logramos, también
auguran una esperanza inédita.
NOTAS DE PAGINA
2 André Enegrén; La pensée politique de Hannah Arendt, pág. 49, París, PUF, 1984.
3 Les aventures de la dialectique, París, Callimard, colección Idées, 1955, reed. 1977.
4 En realidad, este lazo es incluso insuperable. Expresa la esencia política del hombre. Lo
que desconoce el hombre que niega la política es esta naturaleza constitutiva de la humanidad.
Los hombres no preexisten a este lazo pues no se los puede concebir sin él. El problema es
analizar el estatuto y el papel de la inconsciencia de este lazo que constituye el signo primero
de la crisis de la política. La política no es solamente la esencia del hombre; es la toma de
conciencia de esta esencia.
5 Habría mucho que decir sobre la idea de integración y sus falsas apariencias. Señalemos
brevemente en este estadio una alarmante comprobación; la nación supo integrar nuevas
capas cuando supo integrarse ella misma, guiada por una representación de sí. Sus
dificultades actuales para pensar y querer la integración de los inmigrantes se debe no
primeramente a estos sino a ella misma y a su ausencia de autointegración, sobre todo a causa
de la pérdida de referencias comunes. Este es el síntoma esencial de la desestructuración
social Quienes hoy habla de integración de los inmigrantes se hace una concepción
singularmente minimalista, y hasta formal, de la integración. La verdadera integración de todos
está, por su parte, en el futuro. Es incluso el fundamento de cualquier proyecto político.
7 En realidad, ésta es una antigua creencia (Véase Hannah Arendt; La crise de la culture,
"Qu'est-ce que la liberté?, especialmente págs. 189, 194 y 195). Aquí señalamos únicamente
que es intolerable en democracia, ya que este régimen presupone una conciencia del carácter
favorable a la libertad de la política.
10 Pare el individuo, sin duda, la historia está hecha de irreparables relativos. Nuestro
desarrollo se coloca en el nivel colectivo para no caer en la tentación de decir que la historia es
siempre progresión de lo irreparable; actitud trágica que puede conducir a la inacción. Del
incendio de la biblioteca de Alejandría al Holocausto, del saqueo de Roma a la destrucción de
las aldeas rumanas, para tomar ejemplos evidentemente disímiles por su alcance humano y
político, los procesos irreparables abundan. Toca a la política evitarlos cuanto sea posible.