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Texto extraído del libro: Cartas a un Joven Maestro de Luís Martín Trujillo Flórez.
Carlos Fuentes
Querido hijo:
Me alegra que hayas contestado mi carta, del mismo modo, me adula saber que
investigaste arduamente lo que te propuse y te sirvieron para aplicarlos en tus clases. No
hay nada más halagador para un maestro que despertar en sus estudiantes el hambre por
el conocimiento. Hoy quiero abordar un tema que enmarca a la educación y que
lastimosamente desangra o detiene muchos, por no decir todos, los avances que podría
hacerse en ella, grandes o pequeños sin distinción. Me refiero a la Filosofía del Hambre.
Ya te había dado visos del tema en las anteriores cartas. Es hora de que la conozcas, no
me había atrevido abordarla porque ella me parece un cuento de terror, de esos
monstruos que andan en el inconsciente colectivo dispuestos a destrozarnos, otra de las
barreras mentales que tenemos y va ligada con nuestra forma de ser y de pensar, no sólo
en la escuela sino en la sociedad. Por eso mi muchacho quiero que me disculpes porque
esta carta será visceral porque esta tierra me duele, aquí crecí, hice mis raíces, lo que
soy y lo que fui se lo debo a este país. Además debo confesarte que no existe peor
enemigo para cualquier proceso educativo que la filosofía del hambre, es más, no existe
peor mal que aqueje a esta tierra.
Las posibilidades de error y de ilusión son múltiples y permanentes: las que vienen del exterior
cultural y social inhiben la autonomía del pensamiento y prohíben la búsqueda de verdad;
aquellas que vienen del interior, encerradas a veces en el seno de nuestros mejores medios de
conocimiento, hacen que los pensamientos se equivoquen entre ellos y sobre sí mismos.
Edgar Morin, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro.
Quiero que leas estos párrafos de Mario Mendoza, de su novela Satanás, para ver si
comprendes mejor lo qué quiero hablarte:
Hay una estirpe de individuos que no soporto: los pordioseros. Esos sinvergüenzas que andan
por ahí mostrando sus muñones, sus cicatrices, sus hijos famélicos y desnutridos, no me
producen sino asco y ganas de estrangularlos. Y cuando digo asco no me refiero a su pobreza
extrema, a que me disguste su olor o sus harapos, sino su actitud de bajeza y de
autoconmiseración. Me repugna que alguien convierta su propia debilidad en un espectáculo, y
que encima de eso obligue a otros a degradarse dándole una limosna. Es el colmo.
Pero qué se puede esperar de un país donde todo el mundo tiene mentalidad de limosnero. Los
políticos piden contribuciones a sus electores, los sacerdotes son unos vagos que viven del
bolsillo ajeno, los colegios piden una ayuda extra cada año a los padres de familia, los
hospitales suelen inventarse pretextos para mendigar tales como «el día del niño diferente» (un
eufemismo que se refiere a tarados mentales, mongólicos y oligofrénicos), «el día del cáncer» o
«el día de la poliomielitis», y hasta el mismo Presidente de la República se la pasa como un
indigente rogando que las naciones desarrolladas le tiren unos cuantos pesos. Los noticieros de
televisión nos informan cada mes que «el señor Presidente se entrevistó con el Banco Mundial
para concretar la ayuda para Colombia», o que «el señor Presidente está de visita en Madrid
para recordarle a España la importancia de sus donaciones al problema del narcotráfico». Qué
ejemplo recibe una nación que ve a su principal mandatario de rodillas suplicando unas cuantas
monedas. Colombia no es un país, sino una orden mendicante.
La filosofía del hambre nace cuando pensamos que aquí nada funciona, cuando
renegamos de lo que tenemos, cuando creemos que no es posible, cuando nos creemos
pobres, no sólo económica sino intelectualmente. Cuando no aceptamos lo que somos
capaces de hacer. Dudamos de nuestras capacidades, y la duda mata. ¿Cómo vamos a
ser competentes si ponemos en tela de juicio nuestros conocimientos?
Uno de los principales problemas que nos aprisionan se genera cuando pretendemos que
la educación edifique o construya a un ciudadano ideal, algo utópico en un homo
sapiens imperfecto (cuya imperfección radica en cada ser y en su modelo social de
conducta, comportamiento y saber), esto conlleva a formar seres estratificados, con una
calidad educativa que depende de dicho estrato, y con unos círculos que desconocen las
capacidades reemplazándolas por los favores. Tales inferencias crean una sociedad
dividida; no es casualidad que existan dos Colombias, una de quienes la gobiernan, y
dos, de quienes la viven. En esa construcción del ser ideal al humano se olvidó el ser, se
creyó que la educación está hecha para las masas, cuando la educación debe estar es al
servicio de quien quiera educarse. Bajo ese precepto las personas en lugar de buscar el
conocimiento, se centran en una nota, la cual carece de sentido cuando no hay un saber
que la respalde. La universidad y la escuela deben centrarse en construir conocimiento,
no en camuflarse en un resultado insulso y sin sentido, por eso debe ofrecerle al
individuo formas para desarrollar su aprendizaje, sus intereses, sus motivaciones,
depende del individuo y de su autonomía desarrollarlas de la mejor forma posible.
Debemos quitar de las aulas ese mito de que la escuela es la que enseña, no, quien
aprende es el individuo.
La educación del futuro deberá velar por que la idea de unidad de la especie humana no borre
la de su diversidad, y que la de su diversidad no borre la de la unidad. Existe una unidad
humana. Existe una diversidad humana. La unidad no está solamente en los rasgos biológicos
de la especie homo sapiens. La diversidad no está solamente en los rasgos sicológicos,
culturales y sociales del ser humano. Existe también una diversidad propiamente biológica en el
seno de la unidad humana; no sólo hay una unidad cerebral sino mental, síquica, afectiva e
intelectual.
Edgar Morin, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro.
Las ínfulas del hombre por ser Dios lo hizo buscarle a cada cosa la receta mágica para
solucionar sus problemas, cerrándole cualquier camino al error, educamos para la
academia de un mundo feliz, se nos olvida el mundo real, cuando debiera ser al revés, la
educación de un mundo real debería propender a un mundo feliz. Los profesionales no
están listos para soluciones reales porque la academia los llenó de situaciones ideales,
entonces los estudiantes aprenden sus oficios reales a trancazos y sienten que lo que
estudiaron no les sirvió para nada, si acaso para obtener un cartón. La filosofía del
hambre le dice a la sociedad que como no hay para adquirir nada, su preparación y su
oferta humana no vale nada, esa desvalorización afecta el valor de la academia, y sobre
todo el desempeño profesional, con empresas que exigen el máximo de sus trabajadores
por el mínimo de satisfacciones, es decir, el mínimo de sus ganancias. En la mayoría de
los casos los estudiantes sienten que su tenacidad y esfuerzo para salir adelante y
mejorarse como persona y como profesional es una gran pérdida de tiempo. Como
somos un país pobre no hay inversión, no hay mejoramiento, no hay calidad, y nos
creímos esa mentira para que la pobreza aumente y llenos de hambre aceptemos
cualquier trato que nos ofrezcan.
Hemos llegado a tal desvalorización del ser que cada día vemos más niños en los
semáforos, y eso no es lo peor, lo peor es la apatía de quienes tenemos los medios, y la
solución dista en una moneda que sólo enriquece a quienes abusan de ellos, está en un
cambio de pensamiento desde lo más profundo de nuestra sociedad. No sólo en la calle
se ve la falta de autoestima, en las aulas hay un creciente índice de suicidios entre los
estudiantes, es que en un país con puertas cerradas quién quiere vivir. La filosofía del
hambre se refleja en la forma como nuestros muchachos no creen en sí mismos, sus
opiniones tienen muy poco valor, tan es así, que la mayoría en lugar de expresar sus
opiniones en el aula prefieren recurrir al corte y pegue del Internet, pues comúnmente
les recalcamos que las opiniones de los intelectuales son más valederas que las propias
y no les enseñamos a sostener un discurso, menos a crear argumentos, ni a sostener sus
ideas, el referente se vuelve más cierto que cualquier pensamiento, y el sentido crítico se
acalla para no herir susceptibilidades. Perpetuamos ese manto del falso halago que nos
dice: todo esta muy bien, mientras nos damos cuenta que sigue mal.
La falta de amor por lo nuestro genera una desvaloración de nuestra academia, y de la
industria ni hablar. Tal desvaloración le quita cualquier credibilidad al país. Hablamos
demasiado, y esa manía de decir más de la cuenta ha agotado a la academia. También
sufrimos de informitis aguda, que consiste en realizar veinte mil informes previos,
después un diagnóstico, luego un pronóstico, otros mil estudios previos, para terminar
diciendo que no se puede llevar a cabo porque no hay presupuesto, pues los estudios
anteriores valieron más que la obra en cuestión, no estoy diciendo que no se deba hacer
análisis o estudios previos, tampoco estoy en contra de la planeación, al contrario, estoy
refiriéndome a que debemos pasar a la acción, traspasar la grandilocuencia del papel y
empezar a ser actores de nuestro cambio. Todos decimos que debemos cambiar, pero
qué hacemos para ello. No podemos solucionar los problemas con un suspiro, ni ser tan
inmediatistas de pensar que en dos o cuatro años cambiaremos un país viciado por casi
dos siglos. Pero si cambiamos sus cimientos filosóficos, educativos, cambiaremos en
gran parte la concepción de nuestra sociedad.
Edgar Morin, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro.
Me pregunto, te pregunto: Por qué dudamos tanto de nosotros mismos. Uno es parte de
nuestro pensamiento del hambre que genera un vicio demasiado dañino, el de resaltar
todo lo malo, lo bueno lo callamos como si a nadie le importara. Me pregunto que
influencia tendrán en eso los medios de comunicación que dedican veinte minutos a la
sangre, otros diez al fútbol y a las modelos. Las notas que hablan de los avances y
progresos del país si acaso las publican, esas no venden; y vayan a decirles que están
abusando de la sangre para que se exalten diciendo su tan mentado “represión a la
libertad de prensa”, perdona que me salga del tema, pero es que hoy los niños ven más
televisión que horas de clase. Y creo que el proceso de aprendizaje más fuerte en el
humano es la observación y adaptación, para la sucesiva transformación de su entorno.
Entonces, si alimentamos a nuestros hijos con violencia y desarraigo a través de una
pantalla nuestra labor de insertar un cambio se vuelve titánica. Lo que te decía, nos
cuesta mucho crear un ambiente social y académico lo suficientemente fuerte.
Menciono ambiente social porque lo que el estudiante aprende en la academia apenas es
un diez por ciento de lo que absorbe de su medio. El maestro debe entonces diseñar
ambientes a través de sus actividades con miras a unas intencionalidades, interacción e
interrelación. Ya no somos transmisores somos artistas, por ende nuestros materiales
deben propender a que el otro elabore. La vida emerge y se sostiene, y el organismo la
modifica. Somos bioculturales, y la cultura es un grupo complejo de significados que
construyen al ser. Recuerda que según Vigosky “Los procesos de pensamiento superior
se dan en las relaciones interpersonales, el medio genera una construcción determinada
de conocimiento y se enriquece de los valores personales insertos en dicha cultura, es
decir, de su individualidad”. El éxito de un maestro hoy en día es crear ambientes
cautivadores, motivacionales, y formativos, además de prácticos.
Edgar Morin, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro.
Es hora de gestar la transformación desde los mismos docentes, y qué se está haciendo
al respecto, no me refiero a los estatutos ni mandamientos gubernamentales, me refiero
a ti, mi hijo, a los maestros responsables de las mentes y creencias de sus educandos.
Piensa cómo una educación orientada al servicio del país debe estar enfocada a la
transformación del mismo, a su crecimiento, algo que para nosotros suena imposible.
Lo que me produce más risa es cuando escucho que hay sobre oferta de profesionales, y
el país continua con un diez por ciento de personas con educación superior (a ellos hay
que exigirles calidad en su formación académica y personal porque serán los guías del
cambio, si no lo hacen los que tienen la preparación ¿Quiénes, por Dios?). Hay
desempleo de profesionales en un país donde todo está por hacer, es tan grande la
desvaloración del profesional que para el joven a veces es más atractivo delinquir que
estudiar, gana más un atracador que un médico o un ingeniero —y tiene más privilegios
por la ley, pues el atracador está expuesto a menos demandas—.
Hernán Jaramillo Salazar, La calidad en la educación superior un bien público escaso en Colombia.
En nuestro pensamiento del hambre, los más fácil es decir no hay plata. Nunca hay para
nada. Es un pensamiento tan absurdo, y lo más triste es cuando lo vemos en nuestros
estudiantes universitarios diciendo: “no hay plata para materiales ni fotocopias”. Pero
mírelos en los bares un viernes en la tarde. Somos un país rico que piensa como pobre,
por eso, todos vienen y sacan provecho de lo nuestro, menos nosotros mismos. El
pensamiento del hambre nos lleva al empobrecimiento social, intelectual y cultural. En
muchas instituciones la parte cultural da risa, sino vergüenza, entonces que formación
integral vamos a promulgar sin la sensibilización estética que da la cultura. Hasta
cuándo nos vamos a dar cuenta que lo que no hagamos por nosotros mismos nadie
vendrá hacerlo, que un país mejor es nuestra misión para las generaciones futuras, las
mismas que estamos procreando.
Es inaudito que dudemos tanto de nuestras capacidades si aún bajo la filosofía del
hambre y todas las adversidades que ella trae consigo uno de los nuestros inventó la
vacuna contra la malaria, otro se ganó un premio Nóbel de Literatura, otro más está
reconocido como uno de los mejores pintores del mundo, otros son escuchados por el
orbe, algunos más son los ingenieros en software más fuertes del planeta, algunos
inventaron con las uñas varios de los mejores adelantos médicos; otros diseñaron las
celdas fotovoltaicas para los módulos espaciales. Y eso con un porcentaje íngrimo en
investigación, se imaginan cuando enfoquemos ese potencial creativo, investigativo, e
imaginativo a favor del país, no en su contra, y menos al servicio de otros.
La escuela debe volverse el lugar para valorar la vida, donde se resalte los seres vivos y
la naturaleza humana, actualmente la muerte tiene más importancia en las aulas, la
violencia está más próxima y se aprende con mayor facilidad. Que tristeza. Un día en
clase le dije a los muchachos que se gritaran entre sí las peores atrocidades y el salón se
llenó de gritos e injurias, días después antes de la actividad hicimos un proceso de
relajación y les indiqué que se gritaran entre sí las cualidades, que resaltaran cada una
de las cosas buenas que veía en el otro, las palabras fueron escasas, uno que otro halago
y el silencio. Nos cuesta resaltar las cosas positivas, no porque no existan o las
desconozcamos, simplemente porque estamos cargados de un lastre negativo que a
veces, en la mayoría de los casos, se vuelve destructivo. Los medios nos enseñaron a
estar más pendientes de los muertos, entonces los que hacen país se opacan ante los que
lo destruyen. La filosofía del hambre premia la injusticia política y social, y como su
nombre lo dice trae consigo el hambre, síntoma de la desesperación, por ese motivo
vamos perdiendo paulatinamente la fe, la posibilidad de creer. Si es que ya no la
perdimos por completo.
Por qué seguimos dándoles moronas a nuestros profesionales y ellos prefieren irse a
otros lados donde les paguen mejor, o lo peor, se van a desempeñar oficios varios y se
pierde todo su potencial y su talento. En la filosofía del hambre no hay espacio para la
oportunidad, menos, para la educación, pues el hambre no permite invertir, y la
enseñanza es vista como un gasto, no como una transformación. Y más triste aún, no
hay inversión porque no hay ganas de invertir. Si erradicamos nuestra filosofía del
hambre tendremos un pueblo dispuesto a mejorar, se abrirá campo a la investigación,
cambiaremos la guerra por calidad de vida, las industrias obtendrán mejores dividendos
porque su producción será mayor y estará al nivel de competir con otros países y se
podrán hacer —sólo hasta ese entonces— tratados de libre comercio. Antes sería un
suicidio industrial y económico. Si con todas las taras que tiene nuestra academia
pasando desde los estamentos gubernamentales, las instituciones, los docentes, los
estudiantes, el medio, los medios lascivos, perdón masivos, de comunicación, y aún así,
muchas personas salen adelante; los países desarrollados se rapan a nuestros
profesionales, y cuál es la razón. Que en Colombia existe un capital humano e
intelectual insuperable. Mejorando nuestra educación tendremos un pueblo pensante
dispuesto a superarse, con más oportunidades. Creo que vale la pena correr ese riesgo,
tú qué piensas hijo mío.
Si me permites hagámonos varias preguntas: ¿Por qué un país con tanto paisaje no tiene
una industria turística contundente?, ¿por qué con tanta cultura las academias de
folklore se están extinguiendo?, ¿por qué con tantas variedades de climas y terrenos
todavía importamos alimentos?, ¿por qué traemos tecnología obsoleta en lugar de
diseñarla y desarrollarla. Sabes por qué, porque la educación no está diseñada para el
país, además la política y la democracia han fallado durante 200 años, pero como no iba
a fallar si la mayoría de los gobernantes aún piensan en mendigar al exterior en lugar de
desarrollar lo que tenemos, y no porque seamos incapaces de hacerlo, pues he visto
varios proyectos excelentes al respecto, además, hemos demostrado que sí somos
capaces. Simplemente porque nos cuesta creer en lo nuestro. Somos un país que se
desconoce, por lo mismo, no se acepta, está ciego a su pasado y condenado a repetir sus
errores, somos una tierra que se la pasa de rodillas ansiando el maná, en lugar de ir por
él.
Qué pasaría si primero enseñamos a amar desde la cuna y lo reforzamos desde las aulas.
Empezaríamos por cambiar esa mirada pesimista que caracteriza a todo colombiano,
modificaríamos el pensamiento del hambre, asimismo la mentalidad de la pobreza. La
mayoría de las misiones y visiones de las instituciones apuntarían a formar
profesionales, técnicos, tecnólogos, realmente al servicio del país. Imagina por un
instante, tan sólo un instante, que cada individuo en Colombia cree en si mismo, en su
pueblo, en su país, y el país genera posibilidades de crecimiento en todos los campos.
Imagina por un momento que dejamos de ser un pueblo arrodillado y nos levantamos
para mostrarle al mundo nuestra grandeza. Ya basta de esa mentalidad en la que nunca
hay nada, en la que falta todo, teniéndolo. Piensa cómo sería esa transformación de
pensamiento, la haríamos en las aulas y en los hogares, allí nacería el nuevo país, lleno
de cultura, dispuesto al aprendizaje y a la investigación. Una nación la construye cada
uno de sus habitantes; ya tenemos lo más importante, que esperamos entonces como
maestros para generar el cambio en nuestros espejos. El paso hay que darlo ahora,
tenemos que empezar a realzar lo que somos, creer, ser, y hacer. O tu mí querido hijo,
aún te mantienes en el pensamiento del hambre, aún esperas que los demás se muevan
por ti, aún le echas la culpa al estado y a los demás de tus males.
Sé que estoy siendo reiterativo, pero quiero que la conozcas bien para que no hagas lo
que hacen muchos profesores desde las aulas y es enamorarse de ella, algunos sin querer
la promueven con vehemencia, yo mismo la promovía antes de conocerla, es más,
conociéndola. ¿Cuándo impulsaba desde mi aula la filosofía del hambre?, cuando
dejaba pasar las cosas haciéndome el de la vista gorda. Cuando aceptaba las veinte mil
excusas de mis estudiantes una y otra vez, y una cosa es ser permisivo y otra es no
exigir, y recuerda muy bien la única manera de superarse es exigirse. Cuando quería
parecer intelectual y hablaba desde mis preceptos y no desde mis conceptos, la vida me
enseñó que no hay perores mentiras que las que uno mismo se cree, que no existe un
conocimiento absoluto, que las cosas relativas disparan la curiosidad de saber más.
Cuando imponía mis conceptos porque eran míos sin aceptar los nuevos. Cuando
pensaba que mi salario era una miseria y que vivía como un esclavo sin posibilidades; la
vida me enseñó que para abrirse caminos hay que indagar por muchas partes, y no
amilanarse cuando cierran las puertas en las narices. Cuando no preparaba mis clases
porque me creía la maravilla. Recuerda que la falta de compromiso, de preparación, y
de exploración no le permiten al artista trascender. Y fui cambiando mi manera de
pensar al descubrir que no hay mayor miseria que la que uno mismo carga a cuestas por
la ceguera y la lástima. Que sentirse pobre teniéndolo todo es ser desagradecido con lo
bueno que la vida ofrece. No te estoy diciendo que seas conformista, al contrario, si eres
inconforme querrás llegar cada día más lejos, pero no debes renegar de lo que tienes,
aprovecha lo que eres para que vuelvas tus falencias ventajas. Y aunque suene
inverosímil el sólo hecho de empezar a disfrutar cada día lo que hacía me hizo sentirme
feliz, mis preocupaciones fueron desapareciendo, me convertí en un mejor ser humano,
descubrí que mi paga no era el fruto de mi esfuerzo, era la remuneración por hacer lo
que me gusta. Mi calidad de vida aumentó, porque vivir bien no es tener muchas cosas,
es disfrutar con lo poquito o mucho que se tiene.
Hemos saltado del delirio tecnológico provocado por los logros de la ciencia a la depresión
inexplicable por la inhumanidad que puede demostrar nuestra especie; sin embargo siempre
predomina el deseo de que el nuevo conocimiento nos pueda salvar y promover el desarrollo del
ser.
Edgar Morin, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro.
El camino que nos espera como maestros es tortuoso, lleno de piedras y espinas. Para
los estudiantes ni hablar, pues deberán quitarse sus propios prejuicios, como: el de la
nota, que quien hace la educación es quien aprende, así el maestro aprenda cada día de
sus estudiantes, que su responsabilidad social depende de su compromiso consigo
mismo, que su autonomía intelectual es una exigencia propia para ser mejor. De igual
forma, el cambio es tortuoso para el país, la industria; asimismo para las instituciones de
educación, pues es costoso y sus frutos se verán en un horizonte lejano. Creo hijo mío
que sinceramente no hay mejor tiempo que ahora para cambiar. Estoy seguro que vale la
pena aceptar ese riesgo. Si nosotros no afrontamos el cambio seguiremos perpetuando la
filosofía del hambre, y tal vez cuando queramos hacerlo ya sea muy tarde.
Quisiera finalizar esta carta creyendo que ya estás manos a la obra, cimentando el
cambio en tu aula, pensando qué hacer para generarlo, o aún crees que esa no es tu
responsabilidad como maestro.
Tú amigo y hermano
Juan José