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Visiones y Herramientas – 2008 – p.

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Salud y ética en la acción pastoral de Jesús


Hugo N. Santos

Aunque el análisis de los conceptos de salud y enfermedad parecerían abordar igual


complicación, en la práctica clínica la descripción de la enfermedad o de las enfermedades
tienen un marco más acotado que enfrentar que el dificultoso camino de abordar un concepto
de salud. Carecemos de un concepto claro acerca de lo que es la madurez, o la salud, más aun
si pretendemos darle a ese concepto un carácter de definitivo.

Cualquier psicólogo, médico o pastor podría hacer una lista de índices de salud para el estudio
de la conducta, pero la mayoría deberían estar precedidos por la partícula habría, tendría, que
esconden en algunos casos una cierta ambigüedad o vaguedad en las descripciones o
definiciones.

Si recurrimos al criterio estadístico de normalidad que dice que las conductas de los individuos
se distribuyen entre extremos con respecto a una variable, nos encontramos que habrá mayor
porcentaje de individuos que tengan valores intermedios entre esos extremos y un menor
porcentaje que tenga valores o muy pequeños o muy altos respecto de esa variable.

Digamos a modo de ejemplo que la gente puede presentar grados variables de retraimiento
social. Si alguien se retrae mucho, dentro de cierta población sería anormal, según el criterio
estadístico. Sin embargo, si a esa persona la incluimos dentro de una comunidad de monjes de
clausura posiblemente se convirtiera en “normal”.

Es decir que lo que hace que una conducta sea normal tiene mucho que ver con pautas
sociales y culturales cuya introyección determina la conducta de las personas. De manera tal
que el concepto de normalidad de concepto estadístico pasa a tener un status sociológico que
definiría a lo normal por aquello que la sociedad espera que los individuos realicen.

La sociedad y la cultura establecen una pauta ideal a la que las personas deben ajustarse. La
conducta de los individuos se acercará o se alejará de ese mandato cultural. Pensar la
normalidad, entonces, desde lo estadístico supone un criterio vinculado a lo que la mayoría
hace, partiendo del hecho de que lo que esta realiza está vinculado con una pauta social.
Definir lo normal desde lo estadístico supone saber lo que la cultura espera de las personas.

Esto nos lleva a comprender por qué cuando se modifican los valores de una cultura o grupo
aparezcan más conductas anormales habiendo más conflicto en establecer su categorización.
Entonces es más difícil para las personas saber lo que de ellos se espera. Implícita o
explícitamente, la normalidad supone un criterio respecto a la adaptación social. Quien es
normal es un ser adaptado a la pauta ideal o esperada.

Pero hablar de pauta ideal, de mayor o menor proximidad respecto a la pauta ideal o
esperada, nos hace ver que el criterio de normalidad incluye conceptos de valor. Pero lo que es
aceptado por todos o por la mayoría no es suficientemente considerado desde una perspectiva
crítica.
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Con los valores en general, en las ciencias, se actúa psicopáticamente, es decir se los usa sin
hacerlos consciente, se los actúa sin pensarlos. Los valores están siempre actuando
latentemente como formas internalizadas de una determinada ideología y tal ideología lleva
implícita una ética, una idea de lo que está bien y lo que está mal.

Cualquier consideración sobre la normalidad o anormalidad debería incluir el marco valorativo


de la cultura a la cual la persona pertenece y en la cual nosotros que hablamos de salud o
enfermedad estamos inmersos, y la manera en que tenemos en cuenta esos valores para
juzgar la salud o la enfermedad. Estos valores hacen que cualquiera que opina sobre una
misma conducta pueda juzgarla como sana o enferma, adecuada o inadecuada, sencillamente
porque su marco referencial es diferente.

Pero sabiendo que una persona pertenece a más de un grupo o cultura, dado que la sociedad
no es necesariamente homogénea respecto a los grupos que habitan en ella, es bueno advertir
que adaptación y normalidad no solo son sinónimos sino que para ciertas personas o grupos
hasta pueden llegar a ser antónimos.

Y esto nos va llevando a una cuestión medular de la discusión en torno al tema de la salud.
¿Por qué decimos que tal conducta es enferma y tal otra es sana? Más allá de cualquier
consideración clínica lo planteamos así porque aquella es mala y esta otra es buena. En
algunos casos hacer tal consideración nos resulta obvia dada nuestra incorporación de
determinados valores, pero justamente es lo obvio lo que debe ser considerado y revisado,
sencillamente porque lo obvio es lo instituido, lo obvio supone una construcción donde los
valores nos han llevado a darle a las cosas el sentido que habitualmente le damos. Cualquier
análisis serio de estas cuestiones nos lleva a desconfiar de aquello que calificamos como
natural, indiscutible o de cualquier “debe ser de este modo”.

Por poco directivos que seamos, cada acción profesional, aunque sea implícitamente, revela y
puede ser analizada como teniendo determinado horizonte o cierta perspectiva de vida. Los
autores que nos han seducido, aquellos que han marcado con su pensamiento las escuelas y
las prácticas que nos tienen a nosotros como ejecutores, no pueden entenderse plenamente
prescindiendo de la perspectiva histórica y los presupuestos éticos e ideológicas que se
atraviesan en su pensamiento.

Esto nos lleva a preguntarnos qué aporta la fe cristiana a esta discusión, qué encontramos en
el Jesús de los Evangelios, en qué sentido puede iluminar este al diálogo entre salud y ética
que nosotros estamos intentando en este lugar.

Ante todo tenemos que empezar diciendo que la Biblia debe ser entendida a partir del
contexto en el que fue escrita. El mensaje bíblico está encuadrado en situaciones sociales,
económicas y políticas distintas a las nuestras. Si hablamos de lo cristiano está encuadrado en
la situación de Palestina de 2000 años atrás. Debemos buscar las grandes verdades, los
grandes principios, el gran espíritu de Dios que actuó en aquellas circunstancias y relacionarlos
con nuestras circunstancias del día de hoy. Por eso quien pretenda enfocar los problemas
urgentes de la actualidad, corre siempre el riesgo de defraudar a quienes esperan soluciones,
enfoques completos, totales y finales para todos los problemas éticos o del mismo concepto
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de salud que tiene en sí una reserva de sentido que hace que siempre tengamos la impresión
de estar en actitud de aproximación. De hecho hay problemáticas que hoy enfrentamos que
no están contempladas en la Biblia del modo en que hoy las conocemos. Pero es la Biblia
misma que reconoce la complejidad de la vida humana y que no ofrece soluciones fáciles ya
hechas por anticipado.

En esa búsqueda tengo que tomar el ejemplo de Jesús, la vida de Jesús, la acción de Jesús
como centro, como eje, a partir del cual puedo comprender el mensaje bíblico en perspectiva
cristiana. Cualquier especialista en el tema podría acordar con una afirmación de este tipo. Sin
embargo, y más allá de cualquier clave hermenéutica que queramos formular, en nuestro caso
se justifica más plenamente en tanto que el tema de la salud está en el corazón del mensaje y
de los hechos de Jesús, de tal modo que muchos autores hablan de Jesús como el sanador o el
terapeuta.

Él es un curador de corazones, de mentes y de cuerpos. Él restauró vidas, devolvió la sanidad,


exorcizó demonios y reparó sueños rotos. Es cierto que las escenas de la vida de Jesús que el
Evangelio registra se escribieron muchos años después, que no fueron gravadas con los
aparatos que hoy tenemos, que hubo elementos propios de la iglesia ya constituida que de
alguna manera influyeron en el relato, pero en los Evangelios se deja ver alguien que tiene sus
énfasis y sus compromisos y adonde quiera que vayamos en el Evangelio estaremos viendo a
Jesús sanando o aludiendo de algún modo al tema de la salud.

“Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia”. Jesús vino para
enseñar a vivir, para mostrar caminos de restauración y ver la salud en el más pleno e integral
sentido de la palabra.

De modo que quisiera recorrer tres escenas del Evangelio para sacar de allí algunas líneas en
que se da esta relación entre ética y salud. No son las únicas, pero nos muestran un modo de
comprender la vida, de alcanzar madurez y nos ayudan a decidir cuestiones éticas importantes
a la luz de la tarea pastoral.

El sábado se hizo para el ser humano

Quisiera remitirme a la escena de Marcos 2: 23-28 y paralelos. La acción se produce un día de


reposo. Jesús y sus discípulos tienen hambre, y comienzan a arrancar espigas de un campo
para comer. Desde la perspectiva moderna y occidental, esto parece hurto. Pero la ley de Israel
estipulaba que los viajeros hambrientos y los pobres tenían derecho a tomar alimento de los
campos para comer. No podían sacarlo para vender, lo cual sería hurto, pero podían comer lo
que necesitaran.

Los fariseos no se molestan por eso, sino que lo que reclaman es que Jesús y sus discípulos
están violando la ley del reposo: “Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Seis días
trabajarás y harás toda tu obra; más el septimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en
él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero
que está dentro de tus puertas. Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y
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todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de
reposo y lo santificó” (Éxodo 20: 8-11). Jesús les responde que hay ocasiones en que la ley del
reposo debe ceder a otros principios. Cuando tuvo hambre, David comió de lo que no le era
lícito.

Los diez mandamientos no son órdenes emanadas por un soberano decidido a meter “en caja”
a sus súbditos. Son una propuesta de libertad. Son un estatuto para un pueblo que pretenda
mantenerse libre. Constituyen un antídoto a favor de las propuestas en contra de la esclavitud
pasada. El trabajo es algo así como el reloj de las personas, también de sus familias, no solo
para la estructuración de los ciclos diarios sino también para la previsión y desarrollo de los
tiempos a mediado y largo plazo.

Dios juega a favor del ser humano quien no puede ser una máquina de trabajar ni de producir.
La ley tutela especialmente a los débiles, a los sin derecho (forasteros, esclavos), incluso a los
animales hay que ahorrarles el trabajo ese día. Durante los otros seis días de la semana, el
hombre se encuentra bajo el engranaje de un tiempo programado, con frecuencia opresor y
fijado por otros.

En el séptimo día la persona vuelve a disponer libremente de su tiempo. Vuelve a ser señor del
tiempo. Es de nuevo creador. La relación con objetos, con vencimientos y con compromiso
cede paso a la relación con Dios, con el prójimo y consigo mismo. En el día sábado, la persona
redescubre, al menos vive de un modo especial, la propia vocación de ser señor y no esclavo
de nada ni de nadie.

El interés, la eficacia, la ganancia, el rendimiento, la organización, ceden su lugar a la


espontaneidad, a la gratuidad, a la imprevisibilidad, a la fantasía. Dios salvaguarda a la persona
para que no pierda lo más humano de lo humano. El hombre y la mujer no pueden caer en la
alienación de pensar que son ricos e importantes solo porque trabajan, rinden y acumulan
mucho.

Si se trataba de humanizar el mundo, no se podía dejar de lado la cuestión del trabajo a la hora
de proponer pautas para una vida mejor. En nuestros días, la adicción al trabajo, muestra un
panorama que puede confundir a quienes la observan descuidadamente. Valores tales como el
anhelo de ocupar posiciones de poder, de control, de éxito y prestigio, combinada con rasgos
de personalidad ambiciosos y autoexigentes parecerían estar en consonancia con los ideales
de un amplio grupo de personas, especialmente aquellos caracterizados como “los que llegan”
o al menos los que luchan por no quedar fuera del sistema.

Para los sujetos inmersos en un universo de valores, con un marcado individualismo y una
configuración subjetiva destacadamente narcisista, rasgos como la libertad, la espontaneidad,
la humildad, la preocupación por el bienestar del prójimo son ajenos a sus modos de vivir y
trabajar. En este tipo de personalidad, los fines de semana pueden ser dramáticos, los horarios
de regreso al hogar pueden volverse catastróficos, así como las vacaciones pasan a ser
incómodos trámites que procuran evitar. En tales circunstancias se produce el síndrome de
abstinencia con sus rasgos característicos de irascibilidad e impaciencia que los llevan a
diversas actividades con las que buscan compensar los estados de ansiedad o apatía
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provocados por el alejamiento de sus trabajos. El verdadero sentido de la adicción al trabajo es


la huída de los vínculos de intimidad y de los sentimientos de vacío que ponen en riesgo la vida
familiar.

El mandamiento del sábado trata de evitar la alienación para dedicarse al encuentro y a la


exploración de uno mismo. Pero Jesús aplica el precepto del sábado con libertad mucho mayor
que los fariseos.

Después del mandamiento aparecieron los legalistas que transforman una fiesta para la
creación en una prescripción inexorable, en una obligación sombría, en un atributo caro y
odioso. El mandamiento liberador queda aplastado bajo un cúmulo de prescripciones
minuciosas, preceptos puntillosos, sanciones, amenazas y ya no logra expresar el envío hacia el
gozo del Señor que quería el “sábado para el hombre y no el hombre para el sábado”.

Y a tal despropósito se han sumado aquellos que se lanzan a inspeccionar con operaciones de
policía para alcanzar a los infractores de las innumerables reglas.

Jesús restablece el sentido del mandamiento de Dios. Pone las cosas en su lugar o mejor
todavía, pone al ser humano en su lugar, o sea, como no podía ser de otra manera tratándose
de Jesús, poniéndolo en el centro. Así la persona es arrancada de la cárcel de los juristas, de los
testigos y de las sentencias despiadadas de los “especialistas en religión”. El ser humano es
liberado de las cadenas de los tutores de la ley y restituido a su valor de criatura, objeto del
amor y de la misericordia de Dios.

Aparentemente Jesús transgrede la ley del séptimo día, pero en realidad le hace recuperar su
espíritu y permite que se pueda entrever su sentido más profundo.

La gloria de Dios no compite con el bien del ser humano. El bien de la persona está por sobre
todas las cosas. Dios no acepta aquello que supone hacer sufrir, borrar o aplastar a los
humanos, menos aun que se haga en nombre Suyo. Dios es glorificado cuando se hace justicia
a una de sus criaturas, cuando se le restituye su valor y se le da amor, atención, esperanza,
salud. Porque los intereses de Dios coinciden con el bien de sus hijos.

Jesús con su gesto provocativo demuestra que el sábado, además de liberación, es


esencialmente celebración de la misericordia de Dios, de su amor hacia la humanidad.

Prioriza la salud, el bienestar, la necesidad de las personas a lo que se había convertido en una
carga, en una norma vacía de sentido por no ponerse al servicio de lo humano. El sábado es
para el ser humano y no el ser humano para el sábado. Vale para el séptimo día, vale para toda
la ética cristiana.

Entrar en el circuito del amor

Está claro que en la prédica de Jesús el amor queda erigido en criterio tanto de toda piedad
como de toda conducta. La capacidad de amar, que es una característica prácticamente en
todos los autores que intentaron definir a la persona sana, se convierte no solo en una guía
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para la promoción de la conducta sino en una señal de los que son seguidores de Jesús: “En
esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan
13:35). Además Jesús no se priva de adelantarse a las más avanzadas teorías psicoanalíticas al
distinguir entre el amor narcisista y el amor objetal (Mateo 5: 43-48). Amar al que piensa como
yo, al que me quiere, al que dice que soy lindo, inteligente y bueno es una cosa, amar al
enemigo es otra.

Pero el mandamiento del amor no puede ser pensado de la misma manera como muchos de
esos mandamientos que, dándonos cuenta o no, tenemos que cumplir, como por ejemplo
“deténgase ante la luz roja”, “no robe”, “tenga sus pagos al día”, etc., etc., etc. Muchos de
estos mandamientos que nos vienen originalmente desde afuera, los tratamos de resolver
procurando ser buenas personas, ser buenos ciudadanos. Si leemos el Evangelio, no era esto
de ser bueno la manera que más le gustaba a Jesús para definirse a si mismo. En una
oportunidad le dijeron “Maestro bueno” y él contestó: “Nadie es bueno, sino Dios”. Uno diría:
“¿qué ser más bueno estuvo sobre la tierra sino Jesús?”. El Evangelio no nos pide que seamos
buenos, sino que amemos.

Desde niños nos han dicho que hay que ser buenos y sabemos que siéndolo conquistamos el
amor - la consideración por lo menos- de los demás. Pero el Evangelio no nos dice que
tenemos que ser buenos, porque hay personas buenas, pero que están llenas de odio, de
resentimientos que ocultan en su interior. Esto que llamamos “ser bueno” o “ser correcto”
viene por el lado del hacer, del “hacer lo que hay que hacer”. Pero el mensaje de Jesús no se
queda simplemente allí, sino que apela a nuestras motivaciones, a lo más profundo de
nosotros mismos.

El amor que Jesús nos llama a vivir tiene que ver con lo más profundo de la persona. Es decir,
el mandamiento supremo de Jesús no se entiende como algo que viene simplemente desde
afuera y que hay que cumplir como un mandamiento entre tantos, sino como algo que nos
viene de adentro, que nos llama, que nos convoca, que nos empuja, que moviliza nuestra vida
haciendo que no podamos hacer otra cosa sino amar.

Jesús no vino para eliminar la ley, pero no hay duda que él le da a la ética, a los principios de la
vida, una dimensión que, hasta entonces, la ley no tenía. Hablar de los mandamientos, hablar
del mandamiento del amor es, en última instancia, estar hablando de lo más importante de
nuestras acciones, porque los hechos más importantes de nuestra vida se definen en este dar y
recibir amor, sea en las relaciones personales o en las relaciones con las cosas, aunque a veces
andemos buscando otros objetos que son subrogados, reemplazantes, de esa motivación
principal.

Si el amor no es algo que podemos pensar como una orden venida de afuera, si pensamos que
Dios quiere cambiar nuestras propias motivaciones interiores, si el amor no es algo que tiene
solamente que ver con la voluntad, entonces ¿qué podemos hacer nosotros frente a este
mandamiento, nosotros que somos tan propensos a asumir actitudes egoístas, a ser
indiferentes, a resentirnos más fácilmente de lo deseable en medio de las relaciones
personales que nos toca vivir, a ser imperfectos en el amor?
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A estos asuntos se refiere una parábola de Jesús: La parábola del “buen” samaritano (Lucas 10:
25-37). Jesús usa de la narración no solo para trasmitir un mensaje sino para hacer una terapia
de vida. Jesús encuentra en las imágenes, en el mundo de la ficción, el medio más adecuado
para expresar sus ideas.

A la pregunta por el Reino no responde nunca con una fórmula del tipo de una definición, sino
con una historia conformada con material de la vida real o fruto de su propia imaginación, en
la que las situaciones más inverosímiles se vuelven realidad.

El relato viene en ocasión en que un intérprete de la ley quiere probar a Jesús. Le pregunta
acerca de qué hay que hacer para alcanzar la vida eterna, ¡qué pregunta! En una fracción de
segundo, el inquisidor termina siendo interrogado: “¿qué es lo que lees?, ¿qué es lo que está
escrito?” Jesús es maestro, también, en el arte de manejar los encuentros y las entrevistas con
los demás. Un tema interesante para los asesores pastorales es la manera con que Jesús
reacciona a las preguntas. Claro, la persona con la cual estaba hablando no era ningún
principiante y le contesta lo que había que contestar. Jesús le dice: “bueno, parece que
conocés el mandamiento, ahora no solamente hay que saberlo, también hay que cumplirlo”.
Parecía que la conversación se terminaba ahí, pero el maestro de la ley le hace una pregunta
que no era teórica, sino que iba más a lo existencial: “¿y quién es mi prójimo?”. Una pregunta
que no era mera especulación terminológica, porque hacía referencia a una discusión que se
daba en el interior mismo de la teología judía. ¿Quién es mi prójimo? ¿La gente más cercana?
¿La gente de mi pueblo? Está claro que quien interroga quería tener una receta sobre hasta
donde podía y debía llegar el amor al prójimo. Y ahí nomás, entonces, Jesús le lanza una
historia sumamente provocadora.

Un hombre iba de Jerusalén a Jericó, un camino seguramente muy conocido por todos los que
estaban escuchando en ese momento a Jesús. Era una senda que venía en pendiente, con
curvas imprevistas, un lugar ideal para los robos y los asaltos que se producían casi
cotidianamente. Quien se metía por ahí sabía lo que le podía esperar y a este pobre caminante
le pasa lo que a otros les habría pasado anteriormente. Lo asaltan, le sacan hasta la ropa y lo
dejan muy herido. Pasan un levita y un sacerdote (dos especialistas en religión, dos personas
que seguramente conocían mejor que el pueblo lo que había que hacer, pero dos personas
que ya tienen su programa para el día, que ya tienen sus horarios controlados), dan un rodeo,
casi como quien titubea y no sabe bien qué hacer, pero finalmente se impone el orden y el
plan que ellos tenían. Lo dejan que se las arregle. Y por ahí pasa un samaritano, un enemigo,
un extraño, alguien que no participaba de las costumbres religiosas judías, por lo menos tal
como ellos lo entendían, pero que, como un hecho natural, hace lo que hay que hacer: lo
levanta, lo cura, lo lleva a un alojamiento e inclusive cubre ciertos gastos para el futuro.

Yo creo que esta es una de las parábolas que, siendo de las más conocidas, peor hemos
enseñado en nuestras iglesias porque, casi sin advertirlo, hemos invertido la pregunta que
Jesús hace. El le pregunta al maestro de la ley no quién es el prójimo del samaritano, sino
quién es el prójimo del que cayó en manos de ladrones. Por el camino del prójimo del
samaritano (y es cierto que este consideró al que estaba caído como su prójimo) vamos por el
camino del servicio cristiano. De este modo, nos quedamos con la enseñanza por la mitad. Y lo
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peor es que nos quedamos solamente con la segunda parte de la enseñanza. Jesús considera el
hecho del samaritano, pero la lección la empieza a dar desde el lado del que cayó en manos de
los ladrones.

Jesús quiere hacernos tocar fondo en lo más profundo de nuestra vida y nos invita a que
empecemos a leer esta parábola desde allí porque nosotros también estuvimos alguna vez
desnudos, totalmente expuestos al amor y la misericordia de los demás, pero como fuimos
queridos, deseados, como alguien perdió tiempo por nosotros y puso en juego su vida
pudimos levantarnos y llegar al lugar en el cual estamos. Nosotros nacemos con las pilas
descargadas, no somos mucho más que cuerpo, pero el amor de los otros, el deseo de los
otros llena nuestra vida de amor que es la base de nuestra autoestima, la base de la vida para
hacer proyectos, para vivir, para poder caminar con la energía y con la fuerza que necesitamos.
Jesús pide al que estaba caído en el camino amar al samaritano, y amarlo como a sí mismo.

El camino del amor para poder llenar nuestra vida de amor, viene por el lado de la memoria,
de la gratitud y de la humildad. Por eso Jesús era muy severo con los orgullosos porque la
gente orgullosa, los que se creen más de lo que son, los que necesitan vivir inflándose
permanentemente tienen limitada su capacidad para amar. No solo los orgullosos, la gente
que vive quejándose de su destino, los que viven recordando lo mal que les fue y lo malo que
les hicieron, los que sienten que “la vida” les debe cosas, tienen su capacidad de amor
disminuida.

Jesús no quiere solamente actos de amor, Jesús nos pide una transformación de nuestra vida,
donde nuestros actos sean consecuencia de lo que brota del corazón y la mente, de eso que es
consecuencia de lo que otros hicieron por nosotros. El caído del camino deberá recordar toda
su vida lo que el samaritano hizo por él.

Pero todo lo que otros hicieron por nosotros es nada más que una pálida imagen del gran
amor que Dios nos tiene. Dios, que es amor desde la eternidad (la eternidad del pasado, si
cabe la expresión) no puede dejar ese amor para sí mismo y crea como un acto de amor. Jesús
llama a los seres humanos a entrar en el círculo del amor que él creó y que él sostiene, en ese
círculo del amor en el que recibimos amor y donde podemos dar amor. No nos desvalorizamos
a nosotros mismos porque pensemos que nosotros somos como los que estaban al costado del
camino; al contrario, esta es la base del amor por nosotros mismos, del amor y de la
autoestima que necesitamos para vivir. Porque fuimos dignos del amor, de la consideración,
del deseo de los demás y, sobre todo, del deseo de Dios. Quien ha sentido el amor de Dios en
su vida no puede decir que nadie lo quiere. Los seres humanos tenemos que reconocer que así
como armamos defensas para las cosas más horribles que nos puedan suceder, también
levantamos defensas para las cosas más hermosas que pueden llenar, dar felicidad, sentido y
proyección a nuestra propia vida.

El levita y el sacerdote no entendían demasiado de esto. Esta es la parábola más anticlerical


del evangelio. Porque nadie ama por el rol que tenga, nadie ama por lo mucho que sepa ni por
el lugar que tenga dentro de la comunidad o por los temas religiosos que pueda manejar. El
sacerdote y el levita son los representantes de una legalidad y un sentido ético que no se deja
interpelar por ninguna otra cosa que se salga del antiguo horizonte de la Ley. El samaritano, el
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despreciado por los judíos, por el contrario, se deja afectar por la situación; interrumpe su
viaje y se ocupa del herido hasta el momento y punto en que puede salvarle la vida: ¿No habrá
que reconocer leyendo esta parábola que algunas personas no creyentes o al menos no
pertenecientes a ninguna comunidad de fe muestran en su conducta una mayor capacidad
para el amor que otros que pertenecen a círculos eclesiásticos y dicen llamarse cristianos?

La verdadera projimidad, tal como aquí es presentada no consiste en algo previamente dado,
sino en un comportamiento activo, creador, que toma en serio la situación ajena de necesidad
y que ante ella se atreve a todo lo que haga falta para la ayuda eficaz. Es un comportamiento
que incluye la fantasía productiva y la acción decidida. En la ética de Jesús es importante que
una estricta ordenación legal no basta ya para prescribir en cualquier momento qué hay que
hacer u omitir sino que el prójimo toma el lugar de la Ley y sus necesidades determinan lo que
debe hacerse en cada situación concreta. La capacidad de amar hace al ser humano
clarividente para las verdaderas necesidades del otro. ¿No será este un criterio ético que nos
es sumamente útil para enfrentar pastoralmente temas actuales como el aborto, la
fecundación asistida, etc..?

El samaritano es el gran ejemplo para nosotros en esta parábola porque hace lo que tiene que
hacer y lo hace naturalmente, es algo que brota de él, que sale de él. No lo hace para cumplir
ni para que lo aplaudan y en esto muestra la dimensión del amor y el servicio hacia los demás
que Jesús nos invita a concretar. El samaritano hizo lo que había que hacer, pero no limitó su
vida sino que, como dice Jesús, siguió su camino, haciendo sus cosas. ¿Cuántas veces hemos
vivido el servicio como una atadura?: “Las cosas que he dejado de hacer por culpa tuya”. “El
sacrificio que hice por vos”. El samaritano no dice nada de esto, atiende al caído y sigue
haciendo lo que tiene que hacer también para él.

Jesús nos invita en esta parábola a pensar en el amor en serio, nos invita a dejarnos tomar por
su gran amor, a meternos en el circuito del amor creado y sostenido por Dios para que
podamos recibir y buscar el amor de los demás. Jesús nos insta a proyectarnos natural y
libremente para servir a los otros, como algo que sale de nuestro interior, que sale
naturalmente porque el amor de Dios y de aquellos que nos quisieron ha llenado nuestro ser:
“Vé y haz lo mismo”.

No nos olvidemos de todos los que nos han querido, de los que han hecho cosas importantes
por nosotros, de los que han obrado para nuestro bien y por nuestra salud, de las veces que
nos hemos visto sorprendidos y admirados por la presencia y el amor de Dios. De allí vendrá la
fuente y la capacidad para amar.

Autenticidad, resolución de la culpa y apertura al futuro

El tercer pasaje que quisiera señalar, donde se entrecruzan la salud y la ética, se ubica en los
once primeros versículos del capítulo 8 de Juan en el que una mujer “sorprendida en
adulterio” le es traída por los escribas y los fariseos para requerir su opinión.
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Cualquier pronunciamiento de Jesús, en los términos que ellos lo planteaban, lo colocaba en


una postura complicada. En medio de la pregunta acosadora, y mientras Jesús escribía en
tierra con el dedo, se escucha el “quien de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra
contra ella”. Uno a uno, comenzando por los más viejos, todos se van retirando.

Aquellos que vienen para “testear” a Jesús eran, en realidad, un problema para sí mismos.
Había en ellos una máscara exterior que los rodeaba. La necesidad de despojarse de la
máscara era el punto primario de la enseñanza de Jesús hacia los fariseos.

Aunque el tema de la relación entre lo que aparece y lo que es sea un tema central de la vida
humana, los fariseos no son solo una casta social y religiosa del pueblo judío, sino la expresión
extrema de una postura falsa que está contra el Reino que enseña, en las palabras de Jesús,
que “la verdad os hará libres”. Ética y salud están integrados en esta frase.

En más de una oportunidad, Jesús usa el término “hipócritas” para calificarlos (Mateo 6:2,
Lucas 13:15-16). La palabra hipócrita significa actor, y los actores en los tiempos de Jesús
usaban las máscaras que retrataban los roles que ellos estaban jugando. Hipócrita era alguien
que usaba máscaras, alguien que no mostraba una imagen real sino que solo interpretaba un
rol.

Debemos recordar que los fariseos se presentaban como el ejemplo de lo que Dios quería de la
gente. Ellos eran los respetables, personas virtuosas para la sociedad, pero Jesús los consideró
sepulcros blanqueados, vasos y platos sucios por dentro, gente corrompida interiormente.
Jesús, con sus palabras “shockeaba” a la multitud, desenmascarando y sacando a la luz lo que
querían ocultar.

Uno de los requerimientos fundamentales del mensaje y la pastoral de Jesús es la necesidad


de quitar la máscara farisea que nos rodea. La máscara suele ser la imagen de la persona que
nosotros pretendemos ser. La falsa personalidad exterior que nosotros mostramos al mundo y
que en más de un sentido se contradice con nuestro interior. La máscara disimula nuestros
reales pensamientos y sentimientos y nos sirve para escondernos de los/as otros/as y de
nosotros/as mismos/as, a tal punto que llegamos a desconocer las mismas máscaras que
hemos asumido.

Hay un aspecto funcional de la máscara: representa un modo de ser que nos permite funcionar
en ese mundo. Pero hay un aspecto destructivo y alienante: esto es la tendencia a
identificarnos con ella. La máscara nos hace creer, aunque más no sea de a ratos, que somos la
persona que pretendemos ser. Por lo tanto, permanecemos inconscientes a lo que somos
realmente. Al identificarnos con nuestro caparazón exterior pasamos por alto los
pensamientos y los sentimientos que están dentro de nosotros/as. La mentira hace su obra
produciendo una confusión entre la apariencia y la realidad. Detiene el desarrollo porque a
menudo necesita ser defendida.

La marcada diferencia que los fariseos de la historia querían imponer entre ellos y los demás,
solo se podía sostener desde la apariencia y no desde lo profundo. Este era justamente el
problema que padecían estos fariseos y escribas. Cuando se identificaban con la persona que
parecían ser, la falsedad se apoderaba de ellos. Cuando esto ocurre, se paga un precio. Si a la
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mentira hay que sostenerla y a los sentimientos y pensamientos ocultos hay que tenerlos
controlados, se debe invertir energía psíquica en el intento, con su consiguiente disminución,
limitando las posibilidades creativas. ¿No sería esto una posible explicación de la dificultad que
mostraban para descubrir lo nuevo de Jesús?

Como una nación cuya energía principal está absorbida en cuidarse de un enemigo, también
ocurre algo parecido en lo personal cuando hay mucha energía empleada en contener las
fuerzas en nosotros mismos que podrían contradecir y arrollar a la máscara. El resultado es el
estancamiento espiritual y psicológico.

La postura de Jesús era claramente pastoral, pero también partía de su propia ética. No por
nada se define a Satanás como el padre de la mentira. La mentira enferma, la verdad cura,
aunque duela. Solo una personalidad genuina, no importa cuán sospechosa o pecadora sea,
puede entrar en la atmósfera del Reino de los Cielos.

El Reino de Dios reclama una ética profunda, no superficial, que penetre en la persona y llegue
hasta el corazón. La evolución ética del ser humano requiere una actitud que vaya más allá de
lo que se ve, que se dirija hacia el mundo interior donde hay pensamientos, sentimientos,
deseos e imágenes que afectan lo más íntimo de la persona y construyen su verdadero ser.

El gran error es creer que nosotros/as podemos solucionar los problemas morales de la vida
creando una corrección exterior o una ética de obediencia exterior a la ley. La ética del Reino
está basada en la persona interior y toma en cuenta lo que está en el corazón. Para Jesús es
más importante lo que uno/a es que lo uno/a hace. Por eso la pastoral de Jesús, para apuntar
a un verdadero cambio, va a lo profundo. A Jesús no le impresionaban las jerarquías religiosas,
ni los status eclesiales. En ese sentido, todas las personas estaban en igual condición.

A partir del “quien esté sin pecado, tire la primera piedra” cada ser humano está compelido a
sentarse en un juicio sobre sí mismo. Inmediatamente después de la respuesta de Jesús, no
solo la acusada sino también los acusadores están enjuiciados.

Es más fácil tomar una persona que ha cometido una falta notoria y apuntar con un dedo
orgulloso al/a pobre infortunado/a. Proyectar lo negativo o temido sobre los/as demás es un
mecanismo ancestral para liberarse de la culpa. Criticar a los/as demás nos hace sentir más
virtuosos/as, aunque más no sea mientras lo hacemos. Ha sido una de las parodias de la
justicia cuando se ha hecho sufrir a personas que cometieron diferentes tipos de faltas
mientras el resto de la comunidad, que a veces era cómplice de tal situación, quedaba liberada
y al margen del juicio. Cada falta que un individuo comete señala un camino donde la
comunidad está en algún sentido involucrada. La iglesia está obligada hoy a revisar sus
métodos referidos a una pastoral de confrontación con la gente. No hay nadie, cerca de aquel
o aquella que es descubierto/a, que quede sin pecado.

Lástima que esta gente era demasiado soberbia para seguir aprendiendo de Jesús a pesar de
sentirse “acusados por su conciencia”. El Hijo de Dios los había tocado en lo más íntimo. El
Evangelio se encarga de remarcar que “se fueron yendo comenzando desde los más viejos”.
Visiones y Herramientas – 2008 – p. 139-157

Ahora, Jesús se queda solo con la acusada: Se endereza y mira a su alrededor. En varias
escenas del Evangelio se comenta acerca de la mirada de Jesús, que no solo sirve para explorar
sino también como un medio de expresión. “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?
¿Ninguno te condenó?”. La pregunta de Jesús tiene un tinte de ironía. Él había sido partícipe y
testigo de lo que había pasado. Hasta tienen un cierto humorismo que intenta quitar el
dramatismo de la escena anterior que seguramente habría provocado terror en la mujer. Es
una ironía que trasmite seguridad en el nivel de metamensaje y que prepara las palabras
finales: “Ni yo te condeno, vete, y no peques más”.

La presencia de la mujer en esta historia es muy fuerte, sin embargo ella solo dice unas pocas
palabras. Su acción de adulterio nunca es negada, ni discutida. Ella no pide perdón a Jesús, sin
embargo lo recibe, no como un decreto judicial que anule el juicio anterior, sino en un sentido
mucho más profundo.

Ella emerge de esta historia habiendo sido amada y cuidada. Es tratada como alguien que no
es un objeto sino un sujeto con su propia historia de vida. Se la ve como una mujer que es
capaz y responsable por su propia visión. Esto es parte del ABC del asesoramiento pastoral.
Ninguna situación personal por la que atraviese la persona puede obviar esta actitud de
aprecio, de interés y de poner bien en claro el valor de cada ser humano, más allá de cualquier
condición.

Jesús procura restaurar la confianza e impartir esperanza a esta mujer permitiéndole saber
que él cree en ella. Otros esperaban de ella que fuera víctima y condenada por su pecado. Él
esperaba de ella que lo abandonara. No remarca su pecado para que quede paralizada por la
culpa, sino que ilumina un camino posible para que, arrepintiéndose, pueda cesar en su acción
pecaminosa y pueda aprender nuevas posibilidades de su conducta.

La autoestima, esto es la conciencia del propio valor y la perspectiva confiada acerca de las
propias posibilidades, es condición fundamental para la sanación y el desarrollo de las
personas. El tema de la autoestima aparece como tema principal o asociado con otros en la
mayoría de los encuentros pastorales. Nadie puede crecer en un clima donde todo es
enjuiciamiento. Jesús no minimiza la incorrecta acción de la mujer, pero quería salvar su
autoestima y las condiciones necesarias para su propia recuperación y sanidad.

De modo que la mujer puede salir de ese lugar con la conciencia de ser enviada con una
misión: “no pecar más”, con la certeza de sentirse conectada y no marginada, con la sensación
que se han creado las condiciones para su propia salud. Probablemente todo esto estuvo
presente en su silencio. Seguramente ella pudo ver la profunda diferencia, frente a su pecado,
entre Jesús y los escribas y fariseos. El contraste entre la culpa condenatoria y destructiva
promovida en el comienzo de la historia por estos, que la llevan como una rea, usada como un
objeto para hacer caer a un justo, y la libertad, de la cual ella es portadora, al final de la
historia, cuando se le dice “vete, pero no peques más”. No había condenación para ella, sí una
nueva oportunidad en su vida. Probablemente las únicas dos palabras que registra el Evangelio
hayan expresado la situación de alivio que el encuentro con Jesús le había provocado
(probemos cada uno de nosotros/as decirnos a nosotros/as mismo/as “Nadie me condenó
por...”).
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Jesús pone las cosas en el orden correcto, lo que define el efecto de la entrevista: 1) Enfrenta a
los acusadores, 2) se dirige a la acusada y la libera; y 3) al final, se ocupa del pecado. El
adulterio es solo una parte del problema en este encuentro. Si este se hubiese colocado en
primer lugar, el resto de las enseñanzas del pasaje hubiesen quedado desteñidas. Jesús no
quiere que estemos obsesionados/as por el pecado, sino por la nueva vida en Él. He aquí un
problema para consejeras/os pastorales: en una entrevista ¿es nuestra prioridad el
crecimiento de la persona o el problema del bien y del mal respecto a lo que la persona hace?
Este segundo aspecto no puede desligarse del primero.

Porque Jesús tiene sus prioridades no la sermonea. No la trata como una nena mala, por el
contrario, ofrece su perdón, intentando energizarla para que ella misma se separe del pecado.
Jesús restituye en ella el autorespeto y la autoestima que pisoteaban los fariseos y los escribas.
Le otorga su confianza y la confronta con una nueva dirección. Había cometido una acción
inaceptable, pero ella no era inaceptable; había cometido una falta, pero ella no era una falta.

Jesús es en sí mismo un agente de la verdadera libertad. Mientras los escribas y los fariseos la
mandan a pagar las consecuencias de su pasado, Jesús la abre a un futuro nuevo. Promueve en
ella la liberación de su pasado para que no lo repita. Nosotros no sabemos que fue de la vida
de esta mujer. El Evangelio pone el final de la historia donde debe ser puesto para nuestro
aprendizaje y no para nuestra curiosidad. Ella salió tan rápidamente de la narrativa que
aparece en el Evangelio como había entrado. Pero podemos creer, más allá de lo que sucedió
después, que esta pastoral de Jesús abrió algún tipo de horizonte en su vida y que ella habrá
hecho memoria del suceso más de una vez. Así es la atención pastoral. No siempre sabemos
que sucedió después de algunos de los encuentros que tenemos con personas, pero hay
intervenciones pastorales que dejan marcado/a al/la otro/a para siempre, aun en aquellos
casos cuando la continuación no nos satisfaga plenamente.

Si necesitáramos escenas o pasajes bíblicos para fundamentar una moral única para hombres y
mujeres o reivindicar la igualdad de derechos de ambos sexos tantas veces mancillada, aquí
podríamos encontrar un ejemplo adecuado. Jesús reivindica el valor de la mujer aun en la
condición social más despreciable y condenatoria.

A partir de este pasaje, queda abierta la cuestión del papel del superyó y su visión desde la
psicología pastoral y, en relación con ello, el tema de la culpa. Uno de los elementos que
definen al ser humano es su conciencia moral. El sentimiento de culpabilidad es uno de los
componentes fundamentales de la vida afectiva. Actúa cuando nuestras acciones son
sancionadas por una instancia psíquica llamada superyó. Cuando este reprueba nuestro
accionar, produce culpa o desvalorización.

En el pasaje que estamos considerando, encontramos dos modos de resolver esta cuestión. La
primera estaría encarnada por la postura de los fariseos y los escribas. Aquí el superyó tiende a
ser estático, repetitivo, pegado compulsivamente a una ley que tenía siglos. No puede actuar
creativamente ante una nueva situación. Cuando el superyó no es rígido ni repetitivo, puede
ser sensitivo y discriminador para analizar y valorar toda situación y, por lo tanto, puede ser
dinámico y permitir la innovación.
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En el primer esquema la voz del superyó es punitiva, demanda castigo en la convicción que a
mayor dureza más virtud. Por ese camino esta instancia psicológica puede ser autodestructiva.
Si tomamos en cuenta que el superyó actúa a nivel consciente e inconsciente, podemos
concluir que muchas conductas que perjudican de muy distinta manera al individuo deben ser
pensadas desde el autocastigo. La culpa pareciera tener la habilidad para mantenerse oculta y
producir, desde ese lugar, efectos. La culpa no suele tener misericordia y abusa de su poder y,
si bien la ausencia de la misma coloca al ser humano al nivel de lo peor, su accionar no es
simple ni suficientemente lógico. No siempre es coherente, pero a menudo es feroz.

Una de los típicas formas vinculadas a esto es el remordimiento. La etimología de esta palabra
es elocuente. Proviene de mordere, vocablo latino del que nacen mordedura, mordacidad,
mordaz. Se trata de un intenso sufrimiento respecto a la imagen ideal de sí, donde priva la
idolatría a la Ley. El remordimiento une confesión con flagelación. La falta es percibida como
una carencia que amenaza la seguridad de la personalidad. El remordimiento es un
sentimiento mutilante, regresivo, que le hace perder impulso a lo más positivo que tenemos
dentro de nosotros mismos. En este sentido, podemos decir que la obsesión por el pecado es
tan perniciosa como el olvido del pecado.

El remordimiento implica un componente de repetición. Pareciera que el sujeto intentara


revivir la situación pasada que lo atormenta. Repite la situación, motivo del reproche,
buscando en vano resolverla, lo cual no es posible porque ya sucedió, él está muerto respecto
a ella. El remordimiento, como toda actitud obsesivamente repetitiva, impide vivir con
felicidad. No siempre la culpa se vincula con una acción inadecuada sino también con una
difusa sensación de indignidad que adquiere autonomía e ignora la fuente que la originó. Los
estados depresivos pueden ser un ejemplo.

Por eso Jesús se apresura, en el caso de la mujer, a “despegarse” de esta instancia psíquica
explicitando su no condenación.

El manejo del reconocimiento de la falta que propone Jesús busca reestructurar el futuro, de
modo que lo percibido como valioso sea buscado. “Vete”, le dice Jesús, “y no peques más”. Tal
sentido actúa dentro de nosotras/os como una fuente de motivación que anima a percibir y
seguir valores superiores de vida, a amar y buscar una vida mejor. Uno de estos dos modelos
puede predominar sobre el otro dentro de nuestro psiquismo y espiritualidad. Jesús no solo
libera a la mujer de los fariseos y los escribas, sino que le da una enseñanza implícita para que
le sirva en relación con ella misma. Es necesario reconciliar al yo con el superyó para recuperar
la autoestima, hace falta que aquel sea más fuerte y este menos sádico.

En este sentido, podemos comprender los problemas con este pasaje desde siglos. A veces,
nuestro superyó, como los fariseos, nos hace jugarretas para impedirnos comprender el obrar
y la misericordia de Jesús. No solo nuestros impulsos pueden alejarnos de los caminos de Dios,
también el superyó a quien otorgamos especiales honores. No hay que confundir al
representante de nuestros padres terrenales con nuestro Padre (y Madre) Celestial.

Mientras los fariseos tienden a lo repetitivo y estático (siempre están en lo mismo), Jesús lleno
de amor y de deseo de vida, no solo para él sino para los demás, resuelve creativamente la
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situación. Mientras los fariseos y los escribas se quedan siempre a mitad de camino, Jesús
completa su acción liberadora. Para un/a asesor/a pastoral no solo es importante el qué de los
valores (qué es bueno o malo) sino el cómo. Creyendo seguir el camino de la virtud podemos
estimular patologías. Más aún, es importante ser conscientes de cómo estos dos modelos,
representados en el relato por los fariseos y por Jesús, funcionan dentro de cada una/o de
nosotros y nosotras.

En síntesis: en Jesús, salud y ética están indisolublemente integrados. Las personas necesitan
valores y conceptos claros para ser sanas. Así su invitación al crecimiento en los fundamentos y
compromisos éticos se unen a su acción pastoral en pro de la vida en abundancia, vida gozosa
centrada en el Espíritu, en consonancia con el Reino de Dios. Por todo esto, nuestra acción
pastoral deberá seguir su ejemplo.

Hugo N. Santos es Doctor en Psicología. Coordinador del Departamento de Teología Práctica y


de la Secretaría de Extensión Universitaria del Instituto Universitario ISEDET. Es especialista en
temas de Asesoramiento Pastoral y Psicología de la Religión. Fue presidente de la comisión de
educación del Consejo de Iglesias Evangélicas Metodistas de América Latina y el Caribe
(CIEMAL) y secretario ejecutivo de la Asociación de Seminarios e Instituciones Teológicas
(ASIT). Pastor de la Iglesia Evangélica Metodista Argentina. Su correo electrónico es
hnsantos@ciudad.com.ar

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