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Fulgor

Brillo Contado a través de los Ojos del Reyes Farrow


Darynda Jones

¡Dos advertencias rápidas!

1. Si no leíste Quinta Tumba Más Allá de la Luz,


aquí hay un spoiler.

2. ¡Contenido explícito! ¡Esto es sólo para mayores de 18 años!


¡Gracias y disfruta!

-1-
Charley Davidson se enderezó en el borde de mi sofá y parpadeó hacia
mí, sus grandes y dorados ojos resplandecían bajo sus pestañas oscuras.
Llevaba un suéter suave que lucía como crema pesada sobre su piel y
vaqueros oscuros que se amoldaban a cada curva que poseía. Se quitó sus
botas y se sentó sobre una pierna curvada debajo de ella. Decir que parecía
encantadora sería negar los otros aspectos que la hacían tan increíblemente
única. La sensualidad. El atractivo. El hecho de que era la criatura más letal de
este lado de la eternidad. Afortunadamente para muchos, ese hecho le era
desconocido hasta ahora.

Ella brillaba bajo la tenue luz de la chimenea. Su esencia parecía


disfrutar del calor. La luz cegadora de la cual siempre estaba envuelta
absorbía los suaves amarillos y naranjas de las llamas que lamían los troncos
crepitantes. Le daban una incandescencia brillante. Envolviéndola en un rubor
de oro. El efecto era irreal e intoxicante. Tendría que recordar el prender la
chimenea más a menudo.

Cuando remodelé este apartamento por primera vez, justo al lado del
exquisito ser sentado junto a mí, instalé una chimenea eléctrica. Parecía una
buena idea en el momento. Lucía real. Incluso daba calor. Pero no era más
real que el mundo a mi alrededor. Así que hice que la quitaran y la reemplacé
con una calefacción de leña real, no fue una tarea fácil en un edificio que no
tenía chimeneas. El dinero podría no comprar la felicidad, pero podía
condenadamente bien comprar calefacción.

-2-
Pero esa lección dio a entender el hecho de que las cosas en este plano
son raramente lo que parecen. Veamos a las personas, por ejemplo. Humanos.
Esos que fingen interés en mi bienestar, no están preocupados por la simple
bondad de sus corazones. Ellos buscan una devolución en su inversión. Para la
mayoría de ellos, esa restitución soy yo. El hambre cuando me miran es
palpable. Su deseo abrasivo. Inoportuno. Sus sonrisas son falsas y llenas de
necesidad.

Pero Charley Davidson, también conocida como Holandesa, es


verdadera. Genuina. Nunca he dudado en donde estoy parado con ella. Si se
encontraba enojada conmigo por cualquier razón, me lo hacía saber
condenadamente bien. Y no permite que me salga con la mía muy a menudo.
La honestidad era refrescante y adictiva, al igual que esta Holandesa por sí
misma.

Pero su luz, su luminosidad, un elemento que pertenece a todas las


parcas por excelencia, eso era lo que me atrajo a ella en primer lugar. Mucho
antes de recordar lo que era una parca. Mucho antes de recordar lo que yo era.
Estar cerca de ella, incluso de manera incorpórea cuando era un niño, era
como permanecer de pie en el epicentro del cielo. El fulgor de su esencia era
cálido. Opíparo. Calmante. Y sin embargo, extremadamente caliente.

Mientras la estudiaba, no pude evitar preguntarme qué le harían a su


aura las luces de Navidad, brillando en una increíble variedad de colores.
¿Bailarían a través de las brumas de la calidez que irradiaba de ella?
¿Reflejaría las luces multicolores como un prisma y atraparía los fragmentos
de los espectros destellantes a lo largo de las paredes? ¿Luces que sólo los
seres sobrenaturales podían ver?

-3-
Luché por contener una sonrisa mientras me preguntaba por eso y por
su última elección de carrera. Siempre salía con artimañas o cosas así, pero
ésta última me había desconcertado. “¿Una periodista?” Pregunté, intentando
que no sonora tan extravagante como realmente lo era. No funcionó.

Su boca se convirtió en una fina línea, su expresión pretendía ser una


reprimenda y un hoyuelo apareció en la esquina de sus labios llenos. “No,”
dijo, sacudiendo la cabeza. “No quiero ser sólo una periodista. Quiero ser una
reportera de investigación.”

La sonrisa contra la que me hallaba luchando ganó, definitivamente,


revelando mis verdaderos pensamientos ante el tema. “Así que, ¿ser un
investigador privado, la dueña de un complejo de apartamento, copropietaria
de un bar, una consultora para el Departamento de Policía de Albuquerque,
camarera de medio tiempo y la única parca de este lado del universo no es
suficiente?”

El hoyuelo se profundizó mientras inspiraba una gran cantidad de aire.


Ella colocó la pluma y cuaderno que trajo consigo —presumiblemente para
tomar notas durante su primera entrevista como una auténtica fisgona— en mi
mesa de centro, luego giró y niveló su mejor mirada furiosa hacia mí.

“Esa es mi vida profesional. Profesional.” Pausó, arqueando sus cejas y


dándome tiempo para absorber su significado. Por desgracia, yo estaba más
interesado en el hoyuelo que reaparecía en la esquina de su boca cada vez que
lanzaba esa expresión de reprimenda. “Esta es mi vida personal. He decidido
convertirme en una periodista más como un pasatiempo. Porque, ya sabes,
¿qué tan difícil puede ser?”

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Me aclaré la garganta y me removí en mi asiento. “Te das cuenta que
acabas de ofender a todos los reporteros con vida. Y quizás muchos también
que no lo están.”

No lo discutió. “Tienes razón, pero en serio, conozco a la gente.”

Se inclinó hacia mí. El movimiento agitó el aire entre nosotros y su


aroma flotó más cerca. Inspiré el olor de las flores de manzana y vainilla. No
podía distinguir si emanaban de su champú o de un ligero toque de perfume.
Fuera lo que fuera, le compraría una caja. Le sentaba bien. Era fresco y fuerte,
pero profundamente seductor.

“Piénsalo,” continuó, y tuve que esforzarme para sacudir mis


divagaciones. “Podría entrevistar a gente famosa que nadie más puede
conseguir. Ya sabes, a los muertos. Imagina los trabajos que podría obtener.”

Ella continuó hablando mientras estudiaba la hendidura de su barbilla.


Intenté concentrarme, pero ese hoyuelo era condenadamente sexy. Apenas
captaba retazos de información mientras hablaba. Algo acerca de Abraham
Lincoln luchando contra Jane Austen, y Hitler haciendo metanfetaminas. Y
tan fascinante como lo era la dependencia de Hitler a las drogas, no podía
librar mi atención de la sombra que su hendidura creaba. O la forma en que
extendía sus delgados dedos cuando intentaba convencerme de algo.

“¡Las posibilidades son infinitas!”

Su entusiasmo me trajo de regreso. Su arrebato era admirable, aunque


fuera equivocado.

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Me relajé en la esquina del sofá y balanceé una copa de Bourbon puro
en mi muslo, notando el hecho de que el líquido ámbar, al reflejarse en el
cristal, asemejaba el color de ojos de mi Holandesa a la perfección. La
primera vez que vi esos ojos, la primera vez que dejé mi cuerpo físico y viajé
hacia su atrayente luz, yo tenía tres años y ella hacía su primera aparición en
este plano.

Sólo recientemente conocí al hombre que me crió y entendí el motivo


de mi aprendizaje. Quizás era por mi estatus etéreo, pero incluso a los tres
años no quería nada más que morir. Librarme de mi cuerpo terrenal. Detener
el avance de manos viajeras y dientes crueles.

Entonces la vi. Sentí el calor de su fulgor. Era como un puerto seguro


en una tormenta y yo disfrutaba de cada viaje que hacía hacia ella. Al
principio, y por muchos años, pensé que era un sueño. Un producto de mi
imaginación. Un ángel que conjuraba para ofrecerme consuelo en mis horas
de necesidad. No fue hasta que tenía diecinueve años y me hallaba tras las
rejas por un crimen que no cometí que recordé lo que yo era. Lentamente y
con minuciosa precisión, recordé por qué fui enviado a la Tierra. Por qué elegí
nacer en forma humana. Por qué Charley Davidson era como un imán,
atrayéndome hacia ella, inconcientemente demandando mi atención con un
mero pensamiento.

Las parcas tenían más poder que cualquier otro ser sobrenatural en este
plano. Algún día Holandesa lo entendería. Hasta entonces, dejaré que continúe
creyendo que yo tengo más poder que ella. Sirve a mi propósito por el
momento. Cuando se convirtiera en todo lo que era, aprendería que yo no soy
nada más que un grano de polvo que puede borrar de la faz de la tierra.

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El repentino silencio me llamó la atención y me percaté que había
estado mirando fijamente. A su vez, ella me observó de regreso. Podía sentir
el deseo chispeando en su centro, extendiéndose. Causó una reacción física en
mí. Un anhelo en mi interior que sólo Holandesa podía provocar.

Pasé el dedo índice por la línea de mi boca y bajé el ritmo de mi


corazón para poder estudiarla sin tener abalanzarme hacia ella como un
colegial borracho. Pero el hambre en sus ojos fue casi mi perdición. Ella no
tenía idea de lo fácil que yo caía cuando estaba en su cercanía. Decidí
advertirle del curso en el cual se encontraba. “Si me sigues mirando de esa
forma, esta va a ser una entrevista muy corta.”

Apartó su mirada. “Cierto,” dijo, aclarando su garganta y tomando la


pluma y el cuaderno otra vez. “Cierto. Así que, ¿esto significa que puedo
hacerte algunas preguntas?”

“Puedes preguntarme lo que quieras,” contesté. Dejé fuera la parte en


donde mis respuestas a sus preguntas aún serían opcionales, pero ella
rápidamente se dio cuenta de eso.

“Permíteme reformularlo,” dijo, golpeando la pluma contra su hermoso


hoyuelo. “¿Esto quiere decir que responderás mis preguntas?”

Luego de meditarlo un momento, respondí, “Contestaré cualquier cosa


que preguntes.”

La emoción la recorrió, provocando que yo sonriera detrás de mi mano.


“Dispara,” añadí.

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Ella se contoneó en una posición más cómoda, puso sus codos en las
rodillas y, con la pluma en mano, dijo, “Okay, ¿cómo fue crecer en el
infierno?”

Directo al grano, como siempre. Estaba a punto de decepcionarse. Casi


me hizo sentir mal. Casi. “Sí,” contesté como si fuera un hecho.

Sin perder el ritmo, ella asintió y escribió mi respuesta antes de


continuar. “Genial. De acuerdo, en ese sentido, ¿cómo fue tener al primer
ángel caído como padre?”

Me estaba siguiendo el juego. Dios, amaba cuando me seguía el juego.


Lo hacía mucho más entretenido. “A veces.”

Inclinó su cabeza para escribirlo otra vez. Largos mechones de cabello


castaño se derramaron por sobre sus hombros. “Mmmm, ¿y cuál es tu
aversión, exactamente, por la Navidad?”

Ah, de pronto lo comprendí. “Trigo integral,” dije.

Siguió escribiendo, pero podía sentir su decepción. Empañó la emoción


de excitación que la había estado recorriendo. Succionando la adrenalina que
había corrido por sus venas.

Nunca queriendo ser acusada de carecer de espíritu deportivo, ella


levantó sus pestañas, y dijo, “Eso fue profundo. Estoy conmovida.”

Aunque no fue intencional, el doble sentido cortó directamente en mis


entrañas. “Puedo tocarte mucho más profundo que eso si me dejas,” respondí,
sin poder evitarlo.

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Inspiró un suave respiro.

Me imaginé que ahora era un buen momento para poner sobre la mesa
sus artimañas. “Esto no tendrá algo que ver con una cierta caja que encontré
afuera de mi puerta esta mañana.”

“¿Qué?” Dijo, dando vuelta la conversación en ciento ochenta grados.


“¿Qué caja?” Consternada, tiró su pluma sobre el cuaderno. “Nunca he visto
una caja en mi vida.”

Tuve que controlar mi expresión para permanecer impasible.

Ella caviló más silogismos antes de ceder completamente. “Bueno, está


bien, digamos, por el bien del argumento, que había una caja de tamaño y
forma indeterminada que fue vista en las proximidades de tu umbral. ¿La
abriste?”

Permití que una ceja se alzara en amonestación. Era mi turno para


reprender. “Pensé que lo habíamos acordado.”

“Lo hicimos. Lo juro.” Hizo el signo de Boy Scouts, no estaba muy


seguro del motivo. No había nada infantil acerca de sus exuberantes curvas.
“Pero no es justo que tú puedas darme algo para Navidad y yo no pueda darte
nada.”

Levanté un hombro con indiferencia. “Pero lo acordamos.”

Rodó los ojos. “Sólo lo acordamos porque una mujer desnuda con un
cuchillo me confundió con un indigente y necesitaba refuerzos. Esa chica era
como una triatleta.”

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Ella me invocó la noche anterior cuando una mujer desnuda con un
cuchillo la perseguía, gritando, “¡Muerte a los indigentes!” Drogas podrían
haber jugado un gran rol en la furia de la mujer asesina. Pero le hice prometer
que no me regalara nada antes de ayudarla a salir de esa difícil situación.
Tenía la sensación de que ahora renegaba de nuestro acuerdo.

“No importa,” dije. “Un trato es un trato.”

“Ugh.” Ella se tiró de nuevo sobre el espacio vació del sofá y lanzó un
brazo sobre su frente. “Reyes, ¿por qué? La verdadera dicha de la Navidad es
dar. Si no me permites entregarte un regalo, estarás succionando toda la
alegría de la festividad como un motor de gasolina, con doble turbo de marca
Hoover.”

Reí. “No es mi problema.” Mientras se quedaba ahí gimiendo molesta,


decidí ceder. “Bien,” dije, con aquiescencia y se desligó del sofá, la esperanza
brotaba en su interior. “Puede que haya abierto la caja.”

Juntó sus manos, la imagen era entrañable. “¿Y?” Preguntó.

“Y…” Pausé mientras la esperanza irradiaba fuera de ella y rozaba mi


piel. “Y, tendrás que verlo por ti misma.”

Su mirada se clavó en mi entrepierna tan rápido, que tuve que luchan


contra una carcajada. “¿En serio?” Inquirió. “Como, ¿justo ahora?”

La idea de que ella misma lo comprobara me llenó con anticipación.


“No hay mejor momento que el presente.”

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Apoyé un brazo en el sofá. Tomé mi otro brazo y lo apoyé en la espalda
del sillón, la copa colgando en mi mano. Pero quería que supiera que la
invitación era real. Sus ojos me recorrieron de pies a cabeza, el interés era
indudable. Un calor electrizante se acumuló en mi abdomen provocando que
me endureciera bajo su escrutinio.

Tomando un profundo y calmado aliento, ella se acercó para


desabrochar mis vaqueros. Sus dedos temblaron y el entendimiento de que se
encontraba nerviosa y excitada era como ser golpeado por un rayo. No me
podía mover. No podía apartar mi mirada de ella mientras lentamente bajaba
el cierre. No importaba cuantas veces me tocara, la emoción visceral que se
disparaba en mi interior cada vez que su piel me rozaba bailaba dentro de mí.

La evidencia de mi interés era inconfundible bajo mis boxers. Quería


que ella hiciera algún comentario sobre el regalo que me compró. En cambio,
gateó hasta mi regazo, sus movimientos eran tan elegantes como un antílope y
se inclinó hacia delante hasta que nuestras bocas casi se tocaban, hasta que el
aroma de su brillo de labios de cereza se mezcló con mi aliento a licor.
Entonces metió la mano en la cintura de mis pantalones, sus delicados dedos
rodearon mi erección dura como piedra y un relámpago de placer se disparó
directamente a mi base.

Oí cómo la copa se deslizó de mi agarre. Cayó sobre la gruesa alfombra


con un ruido sordo mientras me liberaba de los confines de mis vaqueros,
descendió hasta el suelo y tomó mi polla en su boca. Aspiré una fuerte
bocanada de aire, preparándome al mismo tiempo en que tomaba un puñado
de su cabello para detener su ataque, para controlar su ritmo. Ya podía sentir
la oleada de excitación, el flujo de sangre que pasaba a través de mi erección

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mientras su boca se deslizaba hacia abajo por mi eje sensible, sus dientes
rozando mi piel. Me endurecí aún más. Ignorando mi agarre de hierro, se tragó
cada centímetro de mí, la agonizante y ruda emoción me embargó cuando se
echó hacia atrás, se detuvo, tensionando el momento, luego me tragó otra vez.

Retuve una maldición mientras mis caderas se levantaban del sofá.


“Holandesa,” dije a través de mis dientes apretados, advirtiéndole que
disminuyera su asalto. Yo no era un colegial, pero mierda, sí que ella podía
chupar una verga. Un hombre sólo puede aguantar tanto antes de perder el
control por completo.

Holandesa sentía la misma onda de placer que yo. Podía sentir la misma
ola nuclear derritiéndola desde dentro hacia fuera y no estaba dispuesta a
detener su ataque. Sumergí mi otra mano en su cabello y la alcé hasta que
estuvo recostada contra mi torso. Manteniéndola prisionera ahí, arranqué el
botón de sus vaqueros y los bajé por sobre su delicioso culo. La piel de gallina
estalló sobre su sedosa piel cuando el aire frío golpeó. Recorrí mis dedos
sobre su exuberante redondez antes de quitarle los vaqueros y bragas por
completo y levantándola por sobre mí para que estuviera de pie. Permitiendo
que mi boca tuviera total acceso a los exquisitos pliegues entre sus piernas.

Agarré sus caderas y la suspendí en el aire mientras la saboreaba.


Mientras la atormentaba. Al instante en que mi lengua rozó su clítoris, ella
tomó un profundo aliento. Su reacción causó que un calor líquido penetrara en
cada molécula de mi cuerpo. Apoyó las manos en el sofá para equilibrarse,
tembló cuando la bajé para acercarla y la chupé antes de retroceder para
acariciarla con roces tan suaves como una pluma sobre su piel hinchada. Cada
toque de mi lengua azotaba la lava fundida en su interior, se removió hasta

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que llegó a un punto álgido. El éxtasis irradiaba fuera de ella y se apoderaba
de mí como un viento eléctrico, llegando hasta mis poros y saturando cada
centímetro con un fervor suculento.

Estaba a punto de correrse. Lo sentía construyéndose dentro de ella,


pero antes que el orgasmo tuviera la oportunidad de manifestarse, luchó para
zafarse de mí, arañando mis muñecas, jalando los dedos que la habían
aferrado viciosamente a mí. Quería ese orgasmo tanto como ella, pero solté mi
agarre y le permití ponerse a horcajadas en mi torso. Una vez ahí, se inclinó y
tomó un puñado de mi pelo.

Con su boca en mi oído, susurró. “Quiero que entierres tu verga dentro


de mí. Quiero sentir la tierra temblar cuando te corras.”

Gruñí y obedecí sin titubear. Jalándola hacia mis brazos, nos rodé hasta
que me instalé arriba. En un movimiento rápido me hundí dentro de ella. Se
hallaba suave, caliente y húmeda. Mi invasión aumentó el placer en su
interior, el placer de mi erección la hizo jadear en voz alta.

Ella no fue la única. Tuve que detenerme, controlar mis sentidos.


Mantuve mi posición en su interior, enterrado hasta la empuñadura, pero sólo
por un momento, lo suficiente para controlarme y darle tiempo para ajustarse
a mi tamaño antes de retirarme y enterrarme nuevamente. Ella gritó, pero no
le ofrecí un momento de respiro. Mis embestidas se incrementaron
rápidamente, se hicieron más fuertes mientras enganchaba un brazo en su
rodilla, la abría aún más y la ordeñé más y más cerca, hasta el borde. Arañó
mi espalda. El aguijón afilado no hizo más que aumentar mi placer. Su propia
excitación se hinchó como un maremoto y empujé en su interior más fuerte,

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más rápido, chocando en su contra hasta que sentí una explosión viniendo de
ella, una oleada final de energía caliente. Estalló y se precipitó dentro de mí,
canalizándose hasta que alcanzó niveles nucleares. Me corrí en una onda de
fuerza volátil, la detonación tronó a través de mi interior en ondas
sorprendentemente afiladas.

La estrellé en mi contra, un bajo gruñido se escapó mientras espasmos


de placer se derramaban por mi cuerpo. Y la tierra tembló bajo nosotros.
Nuestras energías chocaron, se fusionaron y crearon una poderosa fisura en el
continuo espacio-tiempo. La tierra retumbó hasta que los átomos en nuestro
interior se calmaron y la excitación decayó.

Nos quedamos sin aliento mientras que la tierra se establecía a nuestro


alrededor, aún medio vestidos, con nuestros miembros entrelazados. El suéter
de mi Holandesa se había arrejuntado y retorcido hasta que su estómago se
asomaba por éste. Pasé mi mano por la curva de su cintura y por sobre la
cremosa cadera, maravillándome ante el suave resplandor que nuestro
encuentro amoroso había invocado en ella. Nos encontrábamos en mi
alfombra, mientras que los muebles que normalmente se hallaban sobre mi
alfombra estaban volcados o lanzados por completo.

Holandesa pasó la punta de sus dedos por debajo de mi camisa medio


abierta. Los deslizó por mi columna y tomó mi trasero, causando que una
inmediata respuesta se enrollara por mi piel. Descansé mi rostro en la
hendidura de su cuello, oliendo el fresco aroma de su cabello y piel.

Entonces recordé lo que había empezado toda esta situación en primer


lugar. La insistencia de Holandesa en comprarme un regalo en contra de mis

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deseos. Mis deseos declarados en forma bastante explícita. “¿Qué te pareció el
regalo que me diste?” Le pregunté, tratando de sonar agravado. No funcionó.

Ella alzó la cabeza y sonrió mientras observaba las ropas arrojadas al


azar por la sala de estar. “Creo que esos boxers probablemente lucen mejor en
el suelo que en ti.”

Me eché hacia atrás para que pudiera ver la sorpresa en mi cara. “¿Estás
faltándole el respeto a mis boxers de cascabeles?”

“No, en lo absoluto,” dijo, fingiendo preocupación. “Es sólo que, luces


mejor en cueros.”

Podía vivir con eso. Me relajé en su contra, pero no pude resistir seguir
un poco el juego en buena medida. “Los usaré todos los días por el resto de mi
vida.”

Rió a carcajadas, el sonido era como burbujas de champaña en el aire,


el dorado en sus ojos resplandeció en la penumbra del fuego. “No te
atreverías.”

El reto hizo entrecerrar mis párpados. “Mírame.”

“Los quemaré.”

Me encogí de hombros. “Entonces tendrás que quemarme a mí también.


Nunca me los quitaré de nuevo.”

Ella hundido sus dientes en mi hombro, la delgada camisa hizo poco


para protegerme de la picadura de su mordedura. Sólo sirvió para excitarme.

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Tomé su cabeza y la sostuve hacia mí por un largo momento. Luego me
levanté y la observé, la miré hasta que un suave rubor floreció en sus mejillas.
Recorrí con mi pulgar su labio inferior y pasé por el precipicio de su barbilla.

Después de un minuto, se desligó de mi mirada y dijo, “Hablando de


regalos, ¿qué me compraste?”

Mis cejas se alzaron. “¿Esto no fue suficiente?”

Una carcajada bastante insultante llenó la habitación. Claramente no


había sido suficiente. Tendría que hacerlo mejor la próxima vez.

“¿Este pequeño encuentro amoroso que acabamos de tener?” Preguntó.


“De ninguna forma te librarás tan fácilmente.”

Ya me lo imaginaba. Eché una mirada al cajón de la mesa de centro.


Aquel que de ninguna manera estaba cerca del espacio en el que usualmente
se encontraba cuando comenzó la velada. Sin titubear, se lanzó hacia delante.
Tristemente, yo seguía arriba de ella, así que me tocó mirar mientras luchaba
para llegar al cajón. Intenté no reírme en voz alta. Por dentro, en cambio,
estaba disfrutando sus divertidos esfuerzos mientras se agitaba alrededor y del
hedonista placer que sus sacudidas causaban.

Luego de una lucha que rivalizaba con el desove de un salmón durante


su viaje anual río arriba, ella finalmente abrió el cajón y buscó ciegamente en
su interior. Esperé, fascinado con su lengua cuando ésta se asomó por la
esquina de su boca en concentración. Agarrando algo, por fin, sacó la caja
envuelta en papel dorado que yo había puesto ahí.

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“¿Esto es mío?” Preguntó, emocionada.

Realicé la misma mirada perpleja que ella me había dado hacía un


momento cuando pregunté por la caja que estaba fuera de mi puerta. “Nunca
he visto esa caja en mi vida.”

Se quedó ahí en la alfombra y se rió entre dientes. “Es una simple


pregunta, sí o no.”

“Mis pensamientos exactos.”

“Ah,” dijo, comprendiendo.

Me refería a la pregunta que le había hecho recientemente. Otra simple


réplica, sí o no. Aún no me daba una respuesta.

“¿Puedo abrirlo?” Preguntó.

“Es todo tuyo.” Luchando contra una sonrisa, me senté a su lado y bajé
mi cabeza para observar.

Rompió el envoltorio y sacó la caja de terciopelo azul. Me miró como si


no pudiera creer lo que veía. Luego de morder su labio inferior entre sus
dientes, levantó la tapa. Dos rollos de terciopelo acolchado descansaban en su
interior. La hendidura de esos dos pequeños cojines deberían sostener un
anillo, pero no lo hacían.

Era una mierda ser ella en este momento.

Me observó boquiabierta. “¿Qué es esto?” Preguntó, horrorizada.

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“Es una simple pregunta, sí o no,” dije, intentando mantener mi rostro
serio. Me eché hacia atrás, cruzando mis brazos detrás de la cabeza. “Cuando
obtenga una respuesta, tendrás el resto de tu regalo.”

“Eso es chantaje,” respondió, quedándose catódica por la incredulidad.


Pero podía sentir sus emociones tan fácilmente como ella. Y definitivamente
no era decepción. Estaba teniendo tanta diversión como yo, jugando este
juego que ambos disfrutábamos.

Aún así, realmente quería una respuesta, preferentemente una


afirmativa, y la quería pronto. Así que, sí, un poco de chantaje nunca hacía
daño. “Eso es una buena negociación,” dije. “No tiene sentido para mí darte
un anillo si dices que no. Perdería una gran cantidad de tiempo y dinero. Todo
esto gira en torno a una pequeña palabra en castellano.”

Se acurrucó a mi lado, mirando dentro de la caja como si se imaginara


el anillo que podría contener. “¿Y si te respondo en jerigonza en cambio?
¿Obtendría el anillo entonces?”

“Nop.”

“Pero entiendes jerigonza tan bien como yo.”

“Si no puedes decir sí o no en simple castellano, no hay trato.”

Se apoyó en un codo, una sonrisa maliciosa alzó las esquinas de su


exquisita boca. “¡Sí o no en simple castellano!” Contestó, viéndose bastante
complacida consigo misma.

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“Es una lástima, de verdad,” respondí, ignorándola. “El corte es
exquisito.”

Ella suspiró y descansó su cabeza en mi hombro, pero no antes de


asegurarse que cada hebra de su cabello cayera en mi rostro. Inmóvil, soplé un
mechón, sacándolo de mi boca e ignorando el resto. Bueno, no tanto ignorar,
como oliendo el aroma fresco. Disfrutando de la sensación aterciopelada.

“No va a funcionar,” dijo, aún mirando la caja. “No puedes


chantajearme para que me case contigo.”

Tomé su barbilla entre mis dedos y alcé su rostro más cerca del mío.
“Cariño, soy el hijo de Satán. Podría chantajearte para que entregaras a tu
primogénito a un circo ambulante si así lo quisiera.”

Levantó una sola ceja en conformidad. Me creyó. Creía que yo tenía


poder sobre ella. Que perdería si alguna vez nos enfrentábamos. Dejaría que lo
continuara creyendo por ahora. Ocultaría el hecho de que podía aplastarme
como al polvo con un simple pensamiento. Tenía una única defensa en su
contra, y algún día le diría cual es, ya que cualquier persona que conociera su
nombre, su verdadero nombre celestial, tendría una pequeña partícula de
poder sobre ella. Me daría una ventaja si alguna vez la necesitaba. En el caso
de que nuestras metas sobrenaturales entraran en conflicto. Después de todo,
era el hijo del enemigo público número uno. Y tenía que dar cuenta de varios
pecados.

Aún así, la mera idea de que ambos nos enfrentáramos me traía tanto
dolor, tanta agonía, que raramente la dejaba cruzar por mi mente. Pero ella era

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una parca. Algún día comenzaría a actuar como una y yo estaría indefenso.
Hasta que ese momento llegara, bebería de ella como si mi vida dependiera de
eso. He esperado tanto, siglos de hecho, para que naciera en la tierra. La fruta
prohibida a menudo produce el más dulce de los néctares. Evitaría cualquier
batalla que estuviera por venir tanto como me sea posible y entonces me
rendiría ante ella, dejaré que me aniquile, porque la vida sin ella sería
insoportable.

Hasta entonces, sin embargo…

Bajé mi cabeza, puse mi boca contra la suya y dejé que mis dedos
exploraran los pliegues entre sus muslos otra vez. Se retorció y dejó que sus
piernas se abrieran ante mi toque y me deleité con su sensación una vez más.

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