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Bajo la dirección de Frampis Ansermety

Alain Grosrichardy Charles Méla

MANANTIAL
CENTRO FREUDIANO ROMANCE
DE ESTUDIOS CLINICOS Y LITERARIOS

LA PSICOSIS
EN EL TEXTO

MANANTIAL
Titulo original: La psychose dans le texte
© 1989, Navarin Éditeur, París

Traducción: Matilde Hom e

Diseño de Tapa: Gustavo Macri

Hecho el depósito que marca la ley 11.723


Impreso en Argentina

© 1990, de la edición en castellano: Ediciones Manantial SRL


Avda. de Mayo 1365, Local 3
Buenos Aires, Argentina
Tel. 37-7091

ISBN 950-9515-45-0

Prohibida la reproducción total o parcial


Derechos reservados

EDICIONES MANANTIAL
PREFACIO

“Por desgracia, el analista no puede hacer otra cosa


que deponer las armas ante el problema del creador literario.”
Freud, Dcsioievski y el parricidio.

A veces, el escritor abre camino al analista. Lacan, cuando declara


que “los poetas, que no saben lo que dicen, hecho bien conocido,
dicen siempre, a pesar de todo, las cosas antes que los demás”, re­
toma en cierto modo lo que Freud escribía a Schnitzler en 1922:
“Así he tenido la impresión de que usted sabía intuitivamente todo
cuanto yo he descubierto con la ayuda de un laborioso trabajo
practicado sobre los demás". Ciertas teorías psicoanalíticas pare­
cen, en efecto, directamente emanadas de obras literarias: la prácti­
ca de la letra ¿converge con el uso del inconsciente, como sugiere
Lacan a propósito de Duras? Tal es, en todo caso, uno de los temas
que constituyen el campo de trabajo del Círculo Freudiano Roman­
ce de Estudios Clínicos y Literarios, Katatuchés, creado en 1986 en
la Suiza francófona, dentro de un proyecto que sólo aspira a hacer
aplicación, contrariamente a lo habitual, en tanto aplicación de la
literatura al psicoanálisis.
La obra literaria, paralelamente al dispositivo de palabra propio
del psicoanálisis, parece abrir de un modo privilegiado a la dimen­
sión del inconsciente. Katatuchés se propone explorar el efecto de
azar de tal encuentro, atestiguando que el ser hablante se revela
sujeto al significante tanto en el diván como en las más diversas
producciones escriturarias. Nuestra meta consiste en poner sobre
el tapete esta cuestión, sin hacer desaparecer por ello las diferen­
cias y los enigmas propios de cada uno de estos campos.
¡Es una apuesta de tal envergadura que'invita a sucumbir a la
tentación del dogmatismo! De qué modo proceder, en efecto, para
que las cuestiones de lo literario planteadas en el análisis no eva­
cúen las apuestas propias de la cura analítica, o, por el contrario,
para que las preguntas del analista no acaben por congelar las de
lo literario al servicio de los bienes de la herencia freudiana.
6 - LA PSICOSIS EN E L TEXTO

La clínica psicoanalítica pone en juego el encuentro de un real al


que ningún sujeto puede sustraerse sin sufrir. Si éste emerge de
manera privilegiada en el dispositivo de palabra que instaura la cu­
ra analítica, es también lo que constituye el núcleo de la experien­
cia de la escritura. Tomar en cuenta ese real en juego en la cura al
igual que en la escritura, es a la vez volver a ponerlo en juego de
manera crítica, tanto en la clínica psicoanalítica como en la obra
literaria. Incluso sabiendo que cada cual, por poco que profundice
en ello realmente, sólo acabará por encontrarse devuelto a su pro­
pio problema.
Pero acaso habrá que dejar a Freud, una vez más, la iniciativa de
tal interés, transcribiendo un fragmento, inédito en francés, de una
entrevista con Giovanni Papini, realizada en Viena en mayo de
1934: ‘Todo el mundo cree que yo me atengo antes que nada al ca­
rácter científico de mi trabajo, y que mi meta principal es el trata­
miento de las enfermedades mentales. Es un tremendo error que ha
prevalecido durante años y que yo he sido incapaz de corregir. Yo
soy un científico por necesidad y no por vocación. Soy, en realidad,
por naturaleza un artista [...] y de ello existe una prueba irrefuta­
ble: en todos los países donde el psicoanálisis ha penetrado, ha si­
do mejor comprendido y aplicado por los escritores y los artistas
que por los médicos. Mis libros, de hecho, se parecen más a obras
de imaginación que a tratados de patología [...] Yo he podido cum­
plir mi destino por una vía indirecta y realizar mi sueño: seguir
siendo un hombre de letras, aunque bajo la apariencia de un médi­
co. En todo gran hombre de ciencia está el germen de la fantasía;
pero ninguno propone, como yo, traducir a teorías científicas la ins­
piración que la literatura moderna ofrece. En el psicoanálisis, usted
encontrará reunidas, aunque transformadas en jerga científica, las
tres grandes escuelas literarias del siglo XIX: Heine, Zola y Mallar-
mé están reunidos en mi obra bajo el patrocinio de mi viejo maes­
tro, Goethe".
¿Qué relación existe entre psicosis y escritura? Interrogar el es­
tatuto particular del texto psicótico puede conducir a reconocerlo
también como el texto de la psicosis: la psicosis en el texto. ¿Se tra­
ta acaso de un estatuto particular de la significación que trae apa­
rejada la psicosis? ¿El otro que supone lo escrito, aun ausente,
bastaría para introducir un efecto de tope capaz de detener, por fin,
una significación? ¿Se puede efectivamente acceder al problema de
la psicosis a partir de la mera lectura de un texto, tomado al pie de
la letra? Esto es, en todo caso, aquello en lo que Freud se embarca
PREFACIO - 7

a partir de las Memorias del presidente Schreber, que reemplazan


para él el conocimiento directo del enfermo: “Es por ello que consi­
dero legítimo relacionar la indagatoria analítica con la historia de la
enfermedad de un paranoico a quien nunca he visto y que ha escri­
to y publicado él mismo su caso”. Tales son algunas de las cuestio­
nes que dieron origen a la primera jornada de estudios de K ata-
tuchés, realizada en Ginebra el 4 de junio de 1988, sobre el tema:
“La psicosis en el texto". Este volumen reúne las diferentes inter­
venciones.
Frangois Ansermet
I

LOCURA, ESCRITURA
'
PREAMBULO

Alain Grosrichard

de 1769. Refugiado en Dauphine, en una granja


perdida en la montaña, solo, enfermo, aislado del mundo y defini­
tivamente persuadido de que un vasto complot se tramaba a su
para distorsionar su imagen a los ojos de los hombres,
Kousseau decide reanudar la redacción de sus Confesiones, in­
terrumpida desde hacía dos años: “Desearía más que nada en el
mundo poder sepultar en la noche de los tiempos lo que tengo que
decir”, gime en el preámbulo del libro VII, con el que se inaugura
esta segunda parte de las Confesiones. Pero es preciso que hable, a
pesar de su repugnancia, de su angustia. Es necesario que acabe
de exponer a plena luz del día la verdad, toda la verdad a cuyo ser­
vicio se ha jurado consagrar su vida y sus escritos. No es sólo su
honor lo que está enjuego: también lo está, a través de él, la salva­
ción de las generaciones futuras. Callar sería hacer el juego a sus
perseguidores -“esos señores", como los llama- quienes, desde hace
años, dondequiera que vaya, cualquier cosa que haga, lo persiguen,
lo asedian, lo vigilan, atentos a que nada de esta verdad se filtre al
exterior. En el momento mismo en que él escribe, ellos están ahí:
“Los cielos rasos que me albergan tienen ojos, los muros que me ro­
dean tienen oídos; cercado por espías malévolos y vigilantes, in­
quieto y distraído, dejo caer precipitadamente sobre el papel algu­
nas palabras interrumpidas que apenas tengo tiempo de releer y
mucho menos de corregir. Sé que pese a las barreras inmensas que
se acumulan sin cesar a mi alrededor, se teme siempre que la ver­
dad escape por alguna grieta. ¿Cómo habré de ingeniármelas para
lograr que se abra paso?” 1
Ha terminado por conseguirlo, al parecer, ya que su texto está
aquí, exponiendo aparentemente su verdad a la luz del día. Y sin
embargo...
12 - ALAIN GROSRICHARD

“Los cielos rasos que me albergan tienen ojos, los muros que me
rodean tienen oídos [...]” La queja angustiosa que formulara anta­
ño, cuando vivía soterrado en su cuarto, en medio de las montañas,
¿ha perdido algo de su actualidad? ¿No nos llega hoy desde ultra­
tumba, quiero decir, por debajo de la letra de su texto, desde el in­
terior de este volumen en el que se ha emparedado su fantasma?
Desde que no vive más que en y por lo escrito, ¿no está acaso más
rodeado de espías de lo que estaba o creía estar cuando escribía?
“Nunca se ha acabado del todo con él”, constataba J. Starobinski.
¿Acabará él, alguna vez, con nosotros? “Esos señores”, los perse­
guidores del hombre, ¿acaso no han transmitido el relevo a los se­
ñores comentaristas de la obra? El hecho de que estos nuevos Ar­
gos, a diferencia de los antiguos, le pongan hoy buenos ojos y le
presten oídos compasivos, ¿impide acaso que lo persigan a su ma­
nera, puesto que al lanzarse sobre él para interpretar su texto, y
por lo tanto para hablar en su lugar, no cesan de contener su v e r­
dad en las barreras de su saber'?

Una afección singular

Los más temibles, en subgénero, son los doctores, particularmen­


te los doctores en medicina. Ni aún en vida Rousseau los soporta­
ba. Lejos de aliviar su dolencia no habían hecho sino agravarla.
Una dolencia congénita, si damos fe a su testimonio, que padecía
desde que su madre hallara la muerte al darle la vida: “Yo nací
débil y enfermo [...] casi moribundo; había pocas esperanzas de
conservarme con vida. Traía conmigo el germen de una incomo­
didad que los años han agudizado”, declara al comienzo de las
Confesiones, sin dar más detalles acerca de la naturaleza de tal do­
lencia o enfermedad. Se sabe sin embargo por otros textos suyos,
que el mal estaba localizado en la región génito-urinaria, y que le
resultaba incómodo, incluso intolerable, cortejar con cierta insis­
tencia a las damas en los salones, aunque más no fuera porque te­
nía necesidad de hacer pís a cada momento.2 De ahí, en parte, ese
gusto por los campos y los bosques que a partir de septiembre de
1762 empieza a recorrer ataviado con una túnica armenia: un ves­
tido bien cómodo (a despecho del qué dirán), ya que le bastaba
levantarlo para aliviar su incontinencia contra el primer árbol que
encontraba, sin perder tiempo siquiera en bajar calzón o pantalón,
puesto que no los usaba.
PREAMBULO - 13

He aquí, a grosso modo, los efectos del mal. En cuanto a su cau­


sa, anatómica u orgánica, misterio. Durante un tiempo (volveré so­
bre este punto) Rousseau ha pensado en la piedra. Pero eso hubiera
sido demasiado sencillo, demasiado vulgar. De hecho, a juzgar por
su Testamento, fechado el 29 de enero de 1763 (época en la que em­
prende la redacción de las Confesiones), está convencido de que su
caso es único en los anales de la medicina: “La extraña enfermedad
que me consume desde hace tantos años y que, por lo que parece,
acabará con mis días, es tan distinta de las demás enfermedades de
su especie, que creo que será de interés público examinarla allí
donde está localizada. Es por ello que deseo que mi cuerpo sea
abierto por personas idóneas, si es posible...”
Así pues, a su muerte se apresuraron, según su deseo, a abrir
su cadáver. Tiempo perdido: nada fuera de lo normal, constatan los
médicos de la época. ¿Cómo? ¿Efectos sin causa? Nuestros eminen­
tes colegas han mirado mal, protestarán sus sucesores, espíritus
positivos que rehusarán creer en milagros. Ante la imposibilidad de
volver a abrir el cuerpo, autopsiarán el corpus, sondearán los escri­
tos y actuarán como cagatintas, antes de formular cada cual un
diagnóstico perfectamente fundado y distinto cada vez, acerca de la
singular afección de las vías génito-urinarias que padecía el gran
hombre.3

Fantasma internado en el asilo de sus escritos

Más vale admitirlo: esas vías son impenetrables, al menos para


los médicos del cuerpo. Pero, por ello mismo, se han convertido en
la Providencia de los médicos del alma. Se hablará de hipocondría,
lo cual completa, a las mil maravillas, un cuadro clínico ya parti­
cularmente cargado. Porque es evidente que Rousseau estaba o se
volvió loco, un poco, mucho, apasionadamente: las opiniones varían
según los alienistas, psiquiatras, y otros psicoanalistas, quienes,
también ellos, han establecido cada cual su diagnóstico. J. Staro-
binski ha realizado un inventario heteróclito de éstos, altamente
instructivo, por lo demás, acerca de la historia de la ideas médicas
desde 1800 hasta nuestros días.4 Sucesivamente melancólico, mo­
nomaniaco, psicoasténico, histérico, obsesivo, masoquista, homose­
xual, esquizofrénico, Rousseau'ha acabado, para enorme alivio de
la Facultad, por develar la verdad sobre su caso: paranoia con deli­
rio de persecución, acompañado de síntomas hipocondríacos.
14 - ALAIN GROSRICHARD

¿Por qué no?, ya que tantos especialistas eminentes lo afirman.


Y entre ellos uno, y no uno cualquiera: el doctor Jacques Lacan. En
Rousseau, “el diagnóstico de paranoia típica puede ser establecido
con la mayor certeza”, escribía apenas un año después de haber
publicado su tesis de medicina (De la psicosis paranoica y sus rela ­
ciones con la personalidad). Sin embargo el nombre de Lacan no
aparece en la lista establecida por J. Starobinski. Sin duda porque
le hubiera sido difícil ubicarlo bajo la misma irisigriia que sus co­
legas. Para estos últimos en aquella época (1932), la psicosis no
puede ser concebida sino como déficit. No es posible, en consecuen­
cia, reconocerle el más mínimo poder creador, el menor valor espiri­
tual positivo. Lacan piensa exactamente lo contrario: Rousseau era
paranoico, declara, pero para afirmar en seguida “que debe a su ex­
periencia propiamente mórbida la fascinación que, sobre su siglo,
ejerció por su persona y por su estilo”.5
Dicho de otro modo, no es a pesar, sino a causa de su paranoia,
o al menos en tanto que paranoico, que Rousseau fue un gran hom­
bre y sigue siendo ese gran escritor que, por su estilo, continúa fas­
cinándonos con su persona, o más bien por el fantasma encerrado,
internado bajo su nombre en el asilo de sus escritos.
El hecho de que a este paciente fantasma, a este paranoico por
siempre intratable, se lo suponga poseedor de una verdad que nos
concierne a todos y que responde a nuestra escucha, nos plantea
evidentemente un problema a nosotros, sus lectores. Ahora bien,
ese problema -“el problema de la comunicabilidad del pensamiento
psicótico, y del valor de la psicosis como creadora de expresión hu­
mana”6- Lacan sólo lo abordó a propósito de Rousseau, paranoico y
escritor “de genio”, al final de su tesis, luego de haberlo establecido
y provisoriamente resuelto en ocasión de un caso clínico: el caso de
“Aimeé", paranoica como Rousseau, escritora de libros como él (e
incluso bastante afín a su espíritu), dotada de un talento amable,
quizá, pero “de genio" como él (mal que les pese a los surrealistas)
por cierto que no.
Pero entonces, ¿en qué consiste el genio de uno, qué lo distingue
del talento de la otra? ¿Y por qué, desde el momento en que esa di­
ferencia se reconoce en el estilo, el estilo de Aimeé no es más que
una manera muy suya de escribir lo que le pasa por la cabeza, en
tanto que en Rousseau es arte, y gran arte?
Lacan no responde. ¿Qué podría responder? El genio no se expli­
ca, se constata, declaraba ya Freud, quien deponía las armas ante
el misterio de la creación artística. No obstante, cabía esperar que,
PREAMBULO - 15

al haberlo encontrado tan tempranamente en su camino, y recono­


cido, con tanta certeza, como “paranoico típico", Lacan recorriera
aún un largo trecho, en el psicoanálisis, en compañía de Rousseau.

Cuestión de ética

Pero no. Después del breve encuentro de 1932, ni una palabra


más sobre Rousseau en los Escritos de Lacan. La “forclusión del
Nombre-del-padre” , rasgo estructural diferencial de la psicosis, que
postula para explicar las condiciones de su desencadenamiento; la
ausencia de la “significación fálica” (correlativa en lo imaginario de
ese agujero en lo simbólico), que vuelve al sujeto fundamentalmente
inseguro respecto de su sexo; el subsiguiente “empuje-a-la-mujer”,
etc.; todo cuanto constituirá, en suma, en 1958, la novedad radical
de “Una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psico­
sis”, todo esto lo elabora Lacan releyendo, no a Rousseau, sino, si­
guiendo a Freud, las Memorias del presidente Schreber. A condición
que nos desembaracemos de los prejuicios difundidos internacio­
nalmente en la Escuela, dice, la estructura y el proceso de la psico­
sis aparecerán al desnudo, “en la forma más evolucionada del deli­
rio, con la cual el libro se confunde”.7 Y si el libro se confunde con
el delirio, es porque estas Memorias no son, para Lacan, tan sólo el
texto de un psicótico, sino un texto psicótico, investido de principio
a fin por dicho delirio. En este sentido, la verdad que ese libro ex­
pone, nula respecto de los hechos, será tanto más precisa a los ojos
del clínico: es, en efecto, la verdad acerca de su propio delirio lo
que el paranoico Schreber, al delirar, nos da a leer. Son las locas
razones que él nos ofrece, lo que permite a Lacan dar, teóricamente,
razón de su locura; y más allá de ella, de toda forma de locura. E
inclusive, por qué no, de la locura de Rousseau.
¿Dar razón de la locura de Rousseau? Lacan sabía de ella lo sufi­
ciente como para intentarlo. Y bien, pese a ello, no lo ha hecho. Ha
dejado que el paseante solitario siguiera soñando su camino hasta
el final, y que gozara, si no en paz, al menos en total libertad, sin
pretender encadenarlo en sus maternas, ni enlazarlo en sus nudos.
¿Por qué? Cuestión de ética, seguramente. Por otra parte, en caso
de que Lacan hubiera forzado a Rousseau a repetir lo que ya sabía
por las Memorias de Schreber, el otro se habría resistido. Escucho
desde aquí las protestas del autor del Emilio: ‘Todo está bien, mien­
tras salga de las manos del autor de las cosas: todo degenera entre
16 - ALAIN GROSRICHARD

las manos de Lacan. Obliga a una tierra a nutrir los productos de


otra; a un árbol a dar los frutos de otro [...] No quiere nada tal co­
mo lo ha hecho la naturaleza, ni siquiera al hombre; necesita adies­
trarlo para él como un caballo de picadero; necesita tallarlo a su
gusto como un árbol de su jardín”.8

Lacan con Rousseau

Me quedan aún unos quince minutos de exposición. No quisiera


aprovecharme de ellos para hacer pasar un mal rato a Rousseau,
adiestrándolo hasta convertirlo en el caballo de picadero de Lacan,
o injertándole el grafo que le permitiría ocupar un lugar privilegiado
en el jardín francés de su teoría. Quiero demasiado a Rousseau pa­
ra ello. Pero también quiero entrañablemente a Lacan. Y pienso que
van muy bien el uno con el otro. Así, la vida y la obra del primero
me parecen ilustrar de manera ejemplar esta afirmación del segun­
do, hecha en su juventud al psiquiatra H. Ey, y que más adelante a
menudo solía repetir: “Al ser del hombre no sólo no se lo puede
comprender sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no
llevara en sí la locura como límite de su libertad”. Que la afirma­
ción de su libertad pueda, efectivamente, continuar con la locura,
Rousseau lo presentía ya en 1749, y habrá hecho la experiencia, en
1774, cuando pone como exergo de su primer Discurso, y luego de
sus Diálogos, esos versos extraídos de los Tristes de Ovidio: Barba-
rus ego sum, quia non intelligor illis, “Me consideran un bárbaro
aquí, pues esta gente no entiende mi lenguaje”. Lo cual podría ser­
vir de exergo, dirán las malas lenguas, a los Escritos de Lacan...
Mi ambición, hoy, será la de desmentir dicho exergo, demostran­
do, con el apoyo de los textos, que Lacan y Rousseau no son, en to­
do caso, bárbaros el uno para el otro; y tan bien pueden entenderse
el uno con el otro, que es posible esclarecer al uno por el otro.

Las artimañas de “esos señores”

“Volvamos pues a los textos”, por lo tanto, como lo aconseja y en­


seña J. Starobinski. Releamos el comienzo de las Confesiones: “Yo
nací casi moribundo: había pocas esperanzas de conservarme con
vida. Traía conmigo el germen de una incomodidad que los años
han agudizado; y que si ahora me concede, de vez en cuando, algún
PREAMBULO - 17

respiro es sólo para hacerme sufrir cruelmente de otra forma".


Ahora, es decir, a comienzos del año 1765, fecha en que Rous­
seau se aboca a sus “Memorias” , que más tarde serán sus Confe­
siones. Si hoy sufre menos en su cuerpo, es para padecer tanto o
más cruelmente en su corazón. ¿Y cómo, en verdad, no estar loco
de dolor, con ese desencadenamiento de rumores calumniosos, in­
juriosos que, lanzados contra él o difundidos acerca de su persona
por “esos señores", circulan de boca en boca en torno de él, aquí en
Mótiers (donde ha encontrado refugio, luego de la condena del E m i­
lio), en Ginebra y en París, y que muy pronto se harán oír en Fran­
cia y en toda Europa?
Y en realidad, desde el momento en que tuvo la desdicha de pu­
blicar su primer Discurso, y empezar a hacerse un nombre en el
mundo mediante este libro, se sentía mal visto y mal interpretado
incluso por sus amigos más queridos, a causa de la libertad que
habia osado tomarse: de decir toda la verdad. Pero ¿podía él prever
que esos aparentes amigos suyos se convertirían en sus persegui­
dores más encarnizados? ¿Que conseguirían incluso que él, J. J.
Rousseau, ciudadano de Ginebra, el más dulce y amante de los
hombres, acabara por ser famoso en toda la tierra solo con esa ima­
gen insensata que ellos habían asociado a su nombre: la imagen de
un monstruo abyecto, la lacra de las familias, la escoria del género
humano? ¿Y sobre todo que -preparada soterradamente durante
largo tiempo- esa campaña diabólica de difamación sería desatada
por “esos señores” en el momento justo en que podían pronosticar
que produciría los efectos más devastadores sobre la desdichada
víctima? Y de hecho el golpe fue tan terrible, que se volvió (me refie­
ro a la víctima) totalmente loca, según la propia confesión de Rous­
seau.
En torno de las dramáticas circunstancias en que se desencade­
na este ataque de locura, me detendré brevemente, tomando como
punto de apoyo el relato que podemos leer en el libro XI de las C on ­
fesiones.

Hijos ilegítimos

Ante todo, una palabra sobre la situación.9 Estamos en el otoño


de 1761. Rousseau está al borde de la cincuentena. Desde hace al­
gunos años es huésped, en Montmorency, del Mariscal y de Mme.
de Luxemburgo, quienes le han ofrecido ocupar el torreón de Mont-
18 - ALAIN GROSRICHARD

louis, oculto en los fondos del parque de su castillo. Es también


aquí donde ha compuesto su Julia, un éxito de librería sin prece­
dentes. Es también aquí donde luego ha concebido el Emilio o la
educación, cuyo voluminoso manuscrito se halla actualmente en
prensa.
Vive solo -mortalmente enfermo, como de costumbre- con Tere­
sa, su compañera pero no su legítima esposa. Y sin hijos. Sin sus
hijos. Porque la Naturaleza lo ha hecho padre, cinco veces.10 Sólo
que, así como Teresa no es su mujer según el estado civil, y él no
es, por lo tanto, legalmente, el hombre de esta mujer, tampoco, aún
siendo el padre real de esos hijos naturales, lo es según la ley,
puesto que, apenas nacidos, se ha apresurado a depositarlos en la
Inclusa. Un secreto que sin embargo ha confiado a Mme. de Luxem-
burgo; quien, pese a sus aires de gran dama, es tan bondadosa, tan
leal. Es ella quien se ha encargado de todos los trámites para poner
en marcha la impresión del Emilio, que deberá salir a la luz de un
momento a otro.
Pero Mme. de Luxemburgo ha hecho más. En la revelación del
secreto que le ha confiado su huésped, ella ha acabado por escu­
char la voz de la sangre, el clamor de un padre desesperado ante la
idea de morir sin haber sido reconocido como tal. “Llevó su bondad
al extremo de querer retirar a uno de mis hijos" del orfelinato, don­
de su progenitor los había depositado anónimos. Pero “yo había
hecho poner una cifra en las mantillas del mayor; ella me pidió el
duplicado de la cifra; yo se la di”.11 Pero todas las búsquedas, ay,
fueron vanas. Bajo el significante criptográfico que sustituía al
nombre del padre ausente, no se halló a nadie. Vivo tal vez, pero
perdido en la naturaleza, ningún niño, ningún hijo apareció para
responder al llamado de su progenitor. Ese progenitor que antaño
había contado con una cifra, para poder, un día, contar y contarse
como padre. Un mal cálculo, ya que dicha cifra, a fin de cuentas,
equivalía a cero. De modo tal que, en tanto padre, Rousseau se des­
cubrirá nulo y no advenido.
Pero ¿y qué? ¿No había sido padre de todos modos, a su manera,
vale decir, escribiendo libros? ¿No es precisamente para poder es­
cribirlos, eses- libros, que había resuelto abandonar a sus hijos?
¿No ocuparon unos el lugar de los otros? ¿El escritor, en él, no su*
plía acaso al padre fallido? ¡Y con qué estilo!
Cierto es, y él lo reconoció de buen grado, que sus primeros es­
critos no hacían honor a su nombre. “Son hijos ilegítimos que uno
acaricia todavía con placer mientras se ruboriza de ser el padre, a
PREAMBULO - 19

los que se da el último adiós y se envía a buscar fortuna, sin preo­


cuparse demasiado por su suerte” , decía en 1753,12 en el prefacio
de una de sus obras de juventud y de la que hoy se avergüenza.
Una comedia escrita a los dieciocho años, titulada Narciso o el
amante de sí mismo. Extraña historia: la de un hombre joven que se
enamora locamente de su propia imagen, pero que no reconoce co­
mo suya, porque la han travestido de mujer.
Sí, a ese hijo, así como a algunos otros, nacidos fuera de la ley,
frutos de la locura en que lo extraviaran las fantasías de su juven­
tud, no titubeó en mandarlo, el corazón ligero, con la música a otra
parte. “Porque ya no pienso como el Autor de quien son obra.”

Hijos según la ley

En 1763, en efecto, piensa de muy distinta manera. No porque


ya no sueñe ni se deje llevar por su imaginación delirante. Al con­
trario. Pero las iluminaciones que lo deslumbran han hecho de él
otro hombre, o más exactamente le han hecho descubrir en él al
hombre, al hombre libre, tal como había debido ser al salir del seno
de la madre naturaleza hoy desaparecida: el hombre tal como debe­
ría ser, libre aún, más libre que nunca, si, en lugar de vivir esclavo
de otros hombres, se hubiera sometido a la Ley.
No hay más que verlo, además, ya que ha comenzado su reforma
por la vestimenta. Renuncia para siempre al uniforme de petimetre
afeminado, la peluca empolvada, el reloj, y todo cuanto en el mun­
do es mera ostentación. Mal rasurado, sin peluca, ignorante de la
hora que es en los salones parisinos donde se hacen y deshacen las
modas, sólo le falta la toga viril para que lo tomen por un romano,
por uno de esos héroes de aquel Plutarco que, antaño, de niño, en
Ginebra, leía en voz alta bajo la mirada de su padre, Isaac, el re­
lojero.
Y es justamente como digno hijo de tan virtuoso padre, que rei­
vindicará, ahora sí, la ’ paternidad del escrito nacido de su pluma,
algunos meses después de la publicación de Narciso: el Discurso
sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hom­
bres, que dedicará a su Patria, y que firmará con orgullo: Jean-Jac-
ques Rousseau, ciudadano de Ginebra.
Le nacerán otros de estos hijos legítimos, todos engendrados se­
gún la Ley, y todos nacidos para ser vibrantes llamados al orden de
la Ley, incluso, y sobre todo, si inicuas leyes los condenan. Todos
20 -A L A IN GROSRICHARD

ellos se parecerán, y se parecerán a su padre, nada más que por el


estilo masculino y viril que los caracteriza. Claro está que, in­
terrumpiendo esa línea de filiación, aparece esa hija, esa Julia no­
velesca con la que su progenitor se ha identificado imprudentemen­
te, al punto de escribir en su lugar las cartas de amor apasionadas
que ella dirige a su amante. Pero si se ha olvidado de sí mismo, al
encarnar en cuerpo y alma a su Julia, esa nueva Eloísa, se ha reen­
contrado también en Saint-Preux, ese nuevo Abelardo, cuyos tor­
mentos se inflige a sí mismo en su imaginación. De todos modos,
no ha reconocido abiertamente ese libro como suyo. “Si figuro a la
cabeza de este epistolario, no es para apropiármelo, sino para res­
ponder de él”, nos advierte.13
En cambio, si hay un libro por el cual J. J. Rousseau, ciudadano
de Ginebra, está no sólo decidido a responder sino a reivindicar co­
mo propio, es el hermanito de su Julia, su Emilio. En este Benjamín
se manifiesta, en efecto, en grado sumo, ese espíritu de familia que
sus hijos mayores ya recibieran de su padre, o sea (para retomar
las palabras que Rousseau prestará a su lector ideal, en los D iá lo­
gos), es en el Emilio, desarrollo cabal del sistema, donde el autor
“se pinta a sí mismo tal cual es, de una manera tan característica y
tan certera que es imposible que me equivoque al respecto”. 14

Padre imaginario y padre simbólico

En una palabra, una verdad a gritos, este Emilio. El vivo retrato


de su padre. Un padre imaginario quizá, pero un padre colmado. Y
con razón. Porque si su Emilio es, a sus ojos, el honor de la familia,
es porque está llamado a devolver la familia al honor, y a regenerar,
al mismo tiempo, al género humano, depravado por la sociedad co­
rrupta. Basta abrir el libro en la última página: allí se descubre a
Emilio y a su Sofía, pareja modelo a todas luces -él el hombre, ella
“la Mujer"; él el marido, ella la esposa, él el padre, ella la madre-
siendo uno alrededor del hijo recién nacido, bajo los ojos maravi­
llados de aquel que puede con todo derecho decirse, frente a este
cuadro encantador: he aquí mi obra maestra.
Hace cerca de veinticinco años que trabaja en ella, en calidad de
educador de Emilio. Veinticinco años para hacer de un bebé un mu-
chacho que sabrá encontrar su camino, incluso en el corazón de un
bosque; de ese niño un hombre que no se extraviará en la jungla de
las ciudades; de ese hombre un marido viril, que sabrá cumplir con
PREAMBULO - 21

su deber en el lecho conyugal; de ese marido, en suma, el padre jo ­


ven y feliz (toda su educación está dirigida a ello) que se comporta­
rá respecto de su hijo como un padre digno de tal nombre.
Un padre distinto, en todo caso, de aquel que le ha dado la vida,
y que nunca habrá conocido, o tan poco. Normal, puesto que ese
padre ha muerto. Rousseau lo declara al principio del libro; “Emilio
es huérfano”.15 No es un hecho. Es un postulado teórico. Como si,
fuera absolutamente necesario -una necesidad de estructura- pa­
sar por esta muerte del padre real, natural (uno de esos padres
tiránicos o débiles de los que se ven todos los días), para que ad­
venga aquel que, único merecedor del nombre de padre, sabrá, abs­
teniéndose de imponerle órdenes, sujetar libremente al hijo de la
Naturaleza al orden de la Ley. A este otro padre -sólo en nombre del
cual cobrará la Ley, para Emilio, fuerza de ley, y gracias a quien
descubrirá su justo lugar en el mundo, en la ciudad, en la familia,
y hasta en el lecho conyugal-, Rousseau lo representa no con los
rasgos de un vulgar preceptor, sustituto caricaturesco del padre
real, sino de un “gobernante". ¿Qué mejor título escoger, en efecto,
para designar a un padre que, no siéndolo sino de nombre, tiene
por función ofrecer al hijo la referencia simbólica sin la cual, en
medio de las tempestades y de las revoluciones que lo esperan, no
sabría nunca quién es, ni dónde está, ni cuál es su deseo, y en la
primera ocasión correría el riesgo de extraviarse por caminos imagi­
narios, corriendo en pos de las quimeras y huyendo de los fantas­
mas con los que habría poblado, insensatamente, lo real?
Ahora bien, si el padre simbólico está representado, para Emilio,
por su gobernante, ese gobernante a su vez representa, en el E m i­
lio y para el lector, el autor del libro. Presento como prueba ese “yo”
¡je] que, de un extremo a otro, sostiene el texto y lo gobierna. Marca
en el enunciado del sujeto de la enunciación, ese “yo” del gobernan­
te permite, pues, al autor del Emilio, padre imaginario de este libro
ejemplar, imaginarse (en el libro) padre simbólico del hijo ideal cuya
educación ejemplar describe.
A tal punto, que informado por Mme. de Luxemburgo de que en
el orfelinato nadie, ningún hijo responde al llamado de su progeni­
tor; que para ese hijo perdido el nombre del padre, descifrado, se
reduce a cero y condena a su progenitor, al mismo tiempo, a no lle­
var nunca el nombre de padre, Rousseau puede aún tener la espe­
ranza de morir colmado. Puesto que, respondiendo al llamado, y
supliendo a esos hijos perdidos por su padre y para su padre, es
Emilio quien imaginariamente se adelanta, más amable, más logra­
22 - ALAIN GROSRICHARD

do que todos los hijos del mundo, simbólicamente conducido por su


gobernante, guía-más seguro que todos los padres del mundo, en
este Emilio en el que el autor “se pinta a sí mismo al natural, de un
modo tan característico y tan seguro que es imposible que me enga­
ñe al respecto”, dirá sin duda el lector.

Un mal cálculo

A condición, claro está, que ese lector pueda leerlo, ese libro, y
leerlo con buenos ojos. Que ese hijo aparezca, por tanto, tal como lo
ha concebido y escrito su autor. Ahora bien, en este fin de otoño de
1761, hace ya varios meses que el manuscrito se encuentra en ma­
nos del impresor. El cual envía pruebas a Rousseau, pero de tanto
en tanto, por cuentagotas. Hecho que lo atormenta tanto más pues­
to que su enfermedad congénita lo hace sufrir como nunca desde
su nacimiento, le desgarra las entrañas, se lo va a llevar, se muere:
“En tanto que mi estado empeoraba, la impresión de Emilio se re­
trasaba y fue por fin totalmente suspendida, sin que yo pudiera co­
nocer la razón [...] sin que pudiera tener noticias de nadie, ni saber
nada de cuánto acontecía [...] Nunca una desdicha, cualquiera que
sea, me atormenta ni me abate, si sé en qué consiste; pero mi incli­
nación natural es tener miedo de las tinieblas, temo y aborrezco su
aire negro; el misterio me inquieta siempre, es demasiado antagóni­
co a mi naturaleza abierta hasta la imprudencia [...] He ahí, por lo
tanto, mi imaginación, iluminando este largo silencio, ocupada en
trazarme fantasmas. Cuanto más ansiaba la publicación de mi últi­
ma y mejor obra, más me atormentaba en conjeturar quién podía
estar entorpeciéndola; y llevando siempre las cosas al extremo, en
la suspensión de la impresión del libro, creia ver su supresión.
Mientras tanto, sin poder imaginar ni la causa ni la manera, vivía
en la más cruel de las incertidumbres [...] y como las respuestas no
llegaban, o no llegaban cuando yo las esperaba, me enloquecía, de­
liraba. Desgraciadamente, por esa misma época me enteré de que el
padre Griffet, jesuita, había hablado del Emilio, y había dado a co­
nocer unos pasajes. Al instante mi imaginación parte como un rayo
y me devela todo el misterio de iniquidad: vi la maniobra tan clara­
mente, con tanta certeza como si me hubiera sido revelada. Supuse
que los jesuitas [...] previendo mi muerte cercana, de la cual yo no
dudaba [...] querían retardar la impresión hasta entonces con el
propósito de mutilar, de alterar mi obra, y utilizarme para llevar a
PREAMBULO - 23

cabo sus designios, atribuyéndome sentimientos que no eran los


míos. Es asombrosa la multitud de hechos y circunstancias que vi­
nieron a mi espíritu para concentrarse en esta locura y conferirle
visos de verosimilitud, qué digo, para mostrarme la evidencia y de­
mostración”.16
NadaT El-silencio. Una ausencia en el lugar del hijo esperado. O
peor aún: Emilio verá la luz, sí, pero mutilado, truncado, distorsio­
nado por unos hombres perversos que lo publicarán bajo el nombre
de Rousseau para cubrir más que nunca ese nombre de vergüenza,
esa misma vergüenza ¿quién sabe? que abochornara antaño al au­
tor de Narciso, esa historia delirante de un joven enamorado de sí
mismo travestido en mujer...
“Yo me sentía morir. No llego a comprender cómo tamaña extrava­
gancia no acabó conmigo: a tal punto la idea de mi memoria deshon­
rada después de mi muerte, en mi más digno y mejor libro, me resul­
taba aterradora. Nunca he tenido tanto miedo de morir, y creo que de
haber muerto en esas circunstancias, habría muerto desesperado."17
No morirá. Pero, de momento, con el pretexto de sus dolores, se
siente morir. Y esa muerte que imagina, forma parte de su delirio.
De donde se podría inferir que, por muy delirante que fuera, mues­
tra un despiadado rigor lógico consigo mismo. “Emilio es huérfano,"
Su padre está muerto, tiene que estar muerto: estaba escrito. ¿Aca­
so no debe imaginar que muere, también él? ¿No debe el Emilio na­
cer huérfano para que su padre acceda, por fin, bajo el nombre de
Rousseau, a la paternidad simbólica?
Es. una interpretación. Pero entonces, ya que es preciso que
muera ¿por qué morir como un hombre desfigurado? Es más bien
un fantasma de transfiguración lo que se esperaría de él, quien se
sacrifica para que triunfe, por los siglos de los siglos, la verdad del
Padre: Y además, ¿de qué cree él que ha de morir? De un mal
cálculo, quiero decir, de una gran piedra que le desgarra la uretra,
sin que consiga expulsarla. El cirujano que lo ha sondeado, en esas
horas de angustia en las que espera en vano, en medio de dolores,
la salida de su Emilio, no ha encontrado nada.18 Aparentemente no
ha sondeado en el lugar correcto. Es el texto, no el hombre, lo que
había que sondear para descubrir la verdad acerca de su mal. Por­
que ¿qué dice el texto, para el caso, el texto mismo del Emilio, en
un pasaje del libro IV donde se trata, justamente, de la respuesta
que se debe dar a un niño cuando pregunta a su madre: “¿De dón­
de vienen los niños?”
La madre, habitualmente, sale del paso con una evasiva del tipo:
24 - ALAIN GROSRICHARD

“Ese es el secreto de las personas casadas [...] los niñitos no deben


ser tan curiosos”. Lo cual, por supuesto, no hace más que exacer­
bar la curiosidad del niño, quien encontrará la forma de hacerse
una idea al respecto, ¡pero qué idea, por Dios!
“Que se me permita [interviene Rousseau] relatar una respuesta
bien distinta a esta misma pregunta, que escuché al pasar y que
me sorprendió tanto más porque partía de una mujer tan modesta
en su discurso como en sus modales, pero que sabia, en caso nece­
sario, pisotear, por el bien de su hijo, y por la virtud, el falso temor
a la censura y los vanos propósitos de los bromistas. No hacía mu­
cho que el niño había expulsado, al orinar, una pequeña piedra que
le había desgarrado la uretra, pero el mal estaba olvidado:
-Mamá -dijo el pequeño atolondrado- ¿cómo se hacen los niños?
-H ijo mío -responde la madre sin vacilar- las mujeres los mean
con dolores que a veces les cuestan la vida.”
Comentarios de Rousseau: “Que los locos se rían, que los tontos
se escandalicen, pero que los sabios se pregunten si alguna vez es­
cucharon una respuesta más sensata y adecuada. [...] Ante todo, la
idea de una necesidad natural y conocida por el niño, avienta la
idea de una operación misteriosa. Las ideas accesorias del dolor y
de la muerte la cubren con un velo de tristeza que amortigua la
imaginación y reprime la curiosidad: todo conduce al espíritu a las
secuelas del parto y no a sus causas. Las imperfecciones de la
naturaleza humana, los objetos desagradables, las imágenes de su­
frimiento, he aquí las aclaraciones a las que conduce esta respues­
ta, si la repugnancia que inspira permite al niño requerirlas. ¿Por
dónde la inquietud de los deseos tendrá ocasión de nacer, en con­
versaciones así dirigidas? Y sin embargo, como veis, la verdad no
ha sido alterada, y puede no ser necesario engañar al discípulo en
lugar de instruirlo".19
La verdad no ha sido alterada. Y la verdad es que a un niño su
madre lo mea con dolores que algunas veces le cuestan la vida. Del
mismo modo que deberá costármela a mí, puesto que está escrito,
esta gran piedra que me desgarra las entrañas mientras espero, en
medio de los dolores de la angustia, la salida de ese Emilio, que de­
bía ser mi vivo retrato pero que, estoy persuadido, va a nacer irre­
conocible, enfermo, monstruosamente mutilado...
Se equivocaba, desde luego.20 Como se equivocaba en cuanto a la
gravedad de su mal. “Acabé por saber que mi enfermedad incurable
sin ser mortal, durará tanto como yo", escribe el autor de las C o n ­
fesiones, más cómodo ahora, envuelto como está en su túnica ar-
PREAMBULO - 25

rnenia, que en el momento en que dice: “Veo como única perspectiva


una muerte cruel en medio de los dolores del cálculo".21

Ser la mujer...

Cálculo doloroso, desgarrador, en efecto. Ya que para terminar


con ese cálculo y dar a luz a su Emilio, se veía reducido él, un hom­
bre, a no hallar su liberación más que como mujer. ¿Pero qué otra
cosa podía hacer, si la cifra con la que había contado para morir co­
mo un padre digno de tal nombre, esa cifra era igual a cero y lo
igualaba a cero? ¿No sería mejor, antes que carecer para siempre de
aquello que hace a un hombre, y de ese hombre un padre, al precio
de una operación delirante, es cierto, hacer otro cálculo, y elegir ser
la mujer que falta a los hombres degenerados de hoy, o mejor aún,
la madre que falta a esos semblantes de padre, meándoles el hijo
-este libro- que será para ellos la esperanza de la familia?
La esperanza de la familia... Meado por Suzanne Bernard, la
señora de Rousseau, en medio de dolores que le habian costado la
vida, nacido de su madre como su Emilio debía nacer de él, ¿acaso
Jean-Jacques no había encarnado ejemplarmente, él mismo, esa
esperanza para un padre al que, al nacer, había sumido en la
desesperación? “Yo le costé la vida a mi madre [...] No sé cómo mi
padre pudo soportar esa pérdida; pero sé que nunca se consoló. Él
creía volver a verla en mí, sin poder olvidar que yo se la había
quitado; nunca me abrazó sin que yo sintiera, en sus convulsivos
abrazo», que un amargo pesar se mezclaba a sus caricias; no po­
dían ser más tiernas [...] Ah, decía él, gimiendo: devuélvemela, con­
suélame de su perdida; llena el vacío que ella ha dejado en mi alma.
¿Te amaría yo tanto, acaso, si sólo fueras mi hijo?”22
Dicho de otro modo: si sólo fueras mi hijo, ten por seguro que te
odiaría. Para que te quiera, mi muchacho, expía tu crimen, págame
tu deuda, sé la mujer que le falta a tu padre. Durante mucho tiem­
po Jean-Jacques habrá resistido, intentando ser el digno hijo del
virtuoso ciudadano que tenía como padre, al costo de un trabajo de
romano del cual Emilio debía ser la última piedra. Pero, genial su­
plencia del defecto congénito que, estructuralmente, lo constituía
como psicótico, Emilio es también el texto que da cuenta del desen­
cadenamiento de la psicosis, y del comienzo del delirio, 'fin-delirio
por medio del cual él intentará, hasta el final, escapar del deseo del
i )lro, de un padre que no termina nunca de reprocharle su crimen
V exigirle el pago de su deuda en especie.
26 - ALAIN GROSRICHARD

ÜH-patíre'decididamente indestructible; cuyo amor insatisfecho


se torna odio inextinguible y cuya persona sé multiplica en un ejér­
cito de oscuros perseguidores, surgido de las tinieblas. Allí están y
lo miran, lo escuchan: “Los cielos rasos que me albergan tienen
ojos, los muros que me rodean tienen oídos”. Ellos esperan su hora.
Llegará el día -mañana, dentro de un año, dentro de dos siglos, no
importa cuándo- en que la víctima, no pudiendo soportar más,
aquiescente, caerá en sus brazos, para sentir en sus abrazos con­
vulsivos que un pesar amargo se mezcla a sus caricias. ¡Oh, goce!
¡No podrán ser más tiernas...!
He aquí, a modo de preámbulo, lo que quería decir, a la vez, so­
bre la psicosis en el texto y sobre el texto en la psicosis. Tratándose
de Rousseau (o de otro J. J., James Joyce, acerca de quien J. A.,
Miller les hablará, tal vez, dentro de un rato) lo dicho resultará ex­
cesivo o insuficiente. Hay un resto. Ese resto es literatura, filosofía.
Y ese resto es lo que permanece.
Muchas gracias.

NOTAS

1. CEuvres completes, París, Gallimard, “La Pléiade”, t. 1, pág. 275.


2. “Me estremezco aún de sólo imaginarme rodeado de mujeres, obligado
a esperar que un charlatán de salón acabe su frase, no atreviéndome a salir
por temor de que me pregunten si me marcho, encontrándome, en una es­
calera bien iluminada, con otras bellas damas que me observan, un patio
lleno de carrozas siempre en movimiento, siempre a punto de aplastarme, y
criadas que me observan, y señores lacayos que custodian los muros y aho­
ra se burlan de mí; no encontrando siquiera un seto, una arcada, un mise­
rable rincón que me convenga. No pudiendo, en una palabra, más que mear
a la vista de todos, y sobre alguna noble pierna con calza blanca. Señor, esa
sola razón bastaría para horrorizarme ante la idea de habitar en una ciu­
dad..." (Al marqués de Mirabeau, marzo de 1767.)
3. Cf. J. Starobinski, “Sur la maladie de Rousseau”, la Transparence et
l’Obstacle, París, Gallimard, 1971, págs. 430-444.
4. Ibíd., págs. 435-437.
5. “Le probléme du style et la conception psychiatrique des formes para-
noiaques de l’expérience” (1933), reproducido en De la psychose para-
noiaque dans ses rapports avec la personalité (tesis de 1932), París, Seuil,
1975, pág. 387.
6. J. Lacan, ob. cit., pág. 403.
7. Écriís, París, Seuil, 1966, pág. 559.
PREAMBULO - 27

8. Emile, O.C., “La Pléiade", t. IV, pág. 245.


9- “Para que la psicosis se desencadene, es necesario que el Nombre-del-
padre, verworfen, forcluido, es decir sin haber llegado nunca al lugar del
Otro, sea llamado allí en oposición simbólica al sujeto. Es la falta del Nom-
brc-del-padre en ese lugar la que, por el agujero que abre en el significado,
Inicia la cascada del reordenamiento del significante de donde procede el
desastre creciente del imaginario, hasta que se alcance el nivel en que signi­
ficante y significado se estabilizan en la metáfora delirante. Pero ¿cómo pue­
de el Nombre-del-padre ser llamado por el sujeto al único lugar de donde ha
podido advenirle y donde nunca ha estado? Por ninguna otra cosa sino por
un padre real, no en absoluto necesariamente por el padre del sujeto, por
Un-padre. Aún así es preciso que ese Un-padre venga a ese lugar donde el
sujeto no ha podido llamarlo antes. Basta para ello que ese Un-padre se si­
túe en posición tercera en alguna relación que tenga por base la pareja ima­
ginaria a-a', es decir yo-ohjeto o ideal-realidad, interesando al sujeto en el
campo de la agresión erotizada que induce. Búsquese en el comienzo de la
psicosis esta coyuntura dramática. Ya se presente para la mujer que acaba
de dar a luz en la figura de su esposo, para la penitente que confiesa su fal­
ta en la persona de su confesor, para la muchacha enamorada en el
encuentro del ‘padre del muchacho’, se la encontrará siempre, y se la en­
contrará más fácilmente si se guía uno por las ‘situaciones’ en el sentido
novelesco de este término” (J. Lacan, “Question préliminaire [...]”, Éerits, ob.
cit., págs. 577-578).
10. Confessíons, libro VIII, pág. 357.
11. Ibíd., libro XI, pág. 558.
12. O.C., t. II, pág. 963. Para ese entonces, Rousseau ha abandonado ya
los tres primeros hijos que tuvo con Teresa.
13. Julio ou la Nouvelle Heloise, segundo prefacio, O.C., t. II, pág. 27.
Donde se lee, pocas páginas antes, esta interesante observación: “Querien­
do ser lo que no se es, uno llega a creerse algo distinto de lo que es en reali­
dad. Y así es cómo uno se vuelve loco” (pág. 21).
14. Rousseau juez de Jean-Jacques, Troisieme Dialogue, O.C., pág. 934.
15. “Emilio es huérfano (...) Ésta es mi primera, o más bien, mi única
condición” (Émile, libro I, O.C., t. IV, pág. 267).
16. Confessíons, XI, pág. 566.
17. Ibíd., pág. 568.
18. “En el primer examen, el hermano Cosme creyó encontrar una piedra
grande, y me lo dijo; en el segundo, ya no la encontró" (Confessíons, XI,
pág. 572).
19. Émile, IV, pág. 499.
20. Aunque las falsificaciones del Emilio, que aparecieron de inmediato, le
Ilayan dado, en parte, la razón.
21. Pág. 572.
22. Confessíons, libro I, pág. 7.
EL TESTAMENTO DE LA HIJA MUERTA

Eugénie Lemoine-Luccioni

N o hay, o hay demasiadas respuestas, a la pregunta: los escri­


tores, los poetas, los artistas ¿son psicóticos? Sin duda, podemos
reconocer en ellos rasgos paranoicos, esquizofrénicos o perversos,
como en cualquier persona. Pero no se puede afirmar que Artaud
naciera loco; que Rousseau fuera un paranoico de atar; y Nerval,
aunque se haya ahorcado, melancólico a muerte; ni que Hólderlin o
Beckett fueran esquizofrénicos toda la vida ni, en todo caso, que lo
fueran en tanto que escritores. Tampoco se puede aventurar que el
sistema cósmico de Schreber sea de estructura idéntica al sistema
hegeliano o ptolomeico. ¿Y qué decir del de Auguste Comte? No lo
sé.
Prefiero reducir el problema al de Colette Thomas, una de las hi­
jas electivas de Artaud, e intentar desentrañar lo que pudo condu­
cirla desde El Teatro y su doble al Testamento de la hija muerta, que
firma con el nombre masculino de René [Renato].
De todas maneras, por razones de método (e incluso si no me
atengo a él) me resulta imposible evacuar totalmente la cuestión de
una estructura común a unos y otros, puesto que ha sido plantea­
da en forma precisa.

¿Una estructura común?

Blanchot, a propósito de Hólderlin, como también Laplanche y


Foucault, sientan la hipótesis de la unidad de los dos discursos: el
clínico y el poético; entendiéndose aquí discurso como estructura
de discurso, pero no sin embargo en el sentido lacaniano de la pa­
labra.
EL TESTAMENTO DE LA HIJA MUERTA - 29

Foucault dice que hay “continuidad entre lo posible y la posibili­


dad que la funda”. Cuando se pasa o transgrede la línea entre uno
y otra, hay un acontecimiento, un hecho histórico. Pero si el hecho
se produce, es porque la estructura lo permite. No obstante, aun
cuando la continuidad así planteada no es más que de estructura,
no por ello hay menos ruptura, salto, de la locura a la obra. Él lo
reconoce.
Sería preciso entonces, todavía, rendir cuenta del salto de la en­
trada en la historia. Por lo tanto, no hemos avanzado nada. Por lo
demás, esta manera de asimilar las estructuras nada nos dice acerca
de qué estructura se trata. Y peor aún: si se trata de pasar de la lo­
cura a la obra, ¿equivale ello a decir que la estructura es la locura?
Lo que verifica al mínimum el texto poético loco es el impoder
esencial .del pensamiento, que la psicosis verifica de otro modo. La
psicosis verifica otro rasgo propio del pensamiento: su tendencia a
la mecanización.
El término impoder pertenece a Blanchot, quien lo distingue de
la impotencia, como también a Lacan, en los cuatro discursos, pero
asimismo a Artaud; Mallarmé, por su parte, denomina a ese impo­
der: aridez, signo, para él, de la necesaria privación de inspiración
necesaria para que la obra no sea buscada por ella misma, como
esperado producto de la intervención divina, sino hallada en “la
amenazante intimidad del encuentro”.
¿Acaso Lacan no repetía, como Picasso: “Yo no busco, encuen­
tro”? En el verbo encontrar [trouverl es imposible no oír agujerear
\lrouer]. Ahora bien, no hay objeto que buscar, en efecto, sino objeto
que encontrar, sin duda. El agujero está en el hueco del doble aleja­
miento de los dioses y los hombres, de donde Hólderlin hacía surgir
la Palabra. No debe asimilarse a las interrupciones efectivas que
agujerean el discurso de Schreber y que ponen de manifiesto que
hubo forclusión del Nombre-del-padre. Pero hay, no obstante, en­
cuentro de los dos fenómenos. Y si nosotros no podemos explicarlo,
tanto peor. Hay, quizá, algo más que encuentro entre el rasgo ele­
mental de la psicosis que Clérambault ha denominado automatismo
mental, ciertos rasgos obsesivos y la tendencia a la mecanización
propia de todo pensamiento, que Lacan señala como ley de equi­
valencia fundamental del espíritu y de la máquina. Ya Leopardi afir­
maba, en Zibaldone, que las leyes del espíritu son homologas a las
de la materia. La lengua artificial sería, podemos agregar hoy, la
realización perfecta, si no fuera sin embargo una utopía por su pre­
tensión de reemplazar la lengua que habla el sujeto.
30 - EUGENIE LEMOINE-LUCCIONI

No me internaré ya más por esta vía, para mí imposible de explo­


rar. Prefiero reducir el problema, antes que extenderlo. Y lo reduzco
al examen de los textos. Asi, hay otro rasgo común a los poetas (o
artistas) y a los locos: es su tendencia prometeica, tema esencial de
su delirio. Es lo que se denomina rechazo de la castración simbóli­
ca, cuando se trata de neuróticos; y cuando esta tendencia produce
un delirio, éste se caracteriza como delirio del origen o del auto-en­
gendramiento. No se puede negar que los creadores, como se dice,
pretenden ser, como los locos, autores, hasta el punto de existir sin
padre ni madre. Llegan incluso a pretender inventar “el espíritu in­
creado de su raza”, como Joyce; y como él, en todo caso, despojan
de su nombre a su padre.

Un delirio paradigmático: Christine

Voy a referirles rápidamente lo esencial del delirio de una joven


paciente que acudió a verme hace mucho tiempo. Quiero decir que
yo no estaba en absoluto preparada para oír lo que oí. Si lo expongo
aquí, de entrada, es porque la aventura espiritual de Colette Tho-
mas retoma término a término ese delirio y encuentra en él su
exacta perspectiva, como se observará más adelante.
Bien. Christine tiene veinte años; es virgen y un poco débil. Hay
en ella una debilidad que puede anunciar la psicosis. Su padre me
la trae porque ya no sabe qué hacer con ella. Ella es simpática, pe­
ro extraña y fuera de órbita siempre y en todas partes. No encuen­
tra trabajo con facilidad, porque es incapaz de aplicarse aun a la
tarea más simple, y menos todavía un marido.
Así, pues, yo la escuchaba, si se puede decir así, porque ella na­
da decía; o más bien hablaba naderías. Esas inanidades sonoras
me aburrían profundamente y no veía el fin de ese aburrimiento ni
para ella ni para mí. Sin embargo, el fin sobrevino, y muy pronto.
Un día, recibo una llamado telefónico en medio de la sesión. Digo
algunas palabras y cuelgo:
-¿Era su hija? -me pregunta ella, abruptamente.
-Sí, -digo, un poco desconcertada.
-Entonces, ¿usted es casada?
-Sí, claro -digo yo; un poco impaciente, sin embargo.
-Entonces ¿usted ya no es virgen? -prosiguió.
Por una vez, es cierto, ella hablaba. Respondiendo a un gesto
mío, ella volvió a hablar, a medias furiosa, a medias triunfante:
EL TESTAMENTO DE LA HIJA MUERTA - 31

-¡Entonces usted no es un genio!


En ese momento me di cuenta que ella había aceptado conocer­
me porque me llamo Gennie.
Lo que siguió fue un largo discurso delirante del que extraigo lo
esencial: hoy en día, aún hay genios; pero antes del nacimiento de
Cristo, en la época de los Griegos, los seres humanos eran todos ge­
nios, y por lo tanto capaces de engendrar sin sexualidad. No había
hombres y mujeres, etcétera.
Yo la escuchaba subyugada. Luego ella se fue y ya no volvió. Más
adelante descubrí que muchos de los delirios se reducen a una teo­
ría de la autocreación y del autoengendramiento sin cópula y sin
pecado original; sin culpa, por lo tanto, y en todo sentido semejan­
tes al de ella. Cuando los psicóticos son paranoicos se atribuyen,
por lo demás, a Dios como pareja. Pero en el delirio de dos basta un
otro con minúscula: puede ser la hija, el hermano o la hermana, un
gemelo, por ejemplo.
El delirio del origen y de la recreación del mundo es, por lo tan­
to, común. Se verá que la teoría existencial de Colette Thomas (de
profesión filósofa, cuya primera crisis -aquella que la llevó por vez
primera a Sainte-Anne- tuvo lugar mientras preparaba su tesis de
filosofía -lo que no es poco importante- y, por lo tanto, antes de co­
nocer a Artaud) reproduce punto por punto el delirio de la débil
Christine. Débil o genial, el delirio, en todo caso, es el mismo.

La locura como límite de la libertad

¿Qué límite es, entonces, traspuesto allí? ¿Es el mismo, acaso?


Formulemos, ante todo, una definición, que buena falta nos hace.
Preferentemente, la que Lacan propone: “La locura es el límite de la
libertad-, ha dicho, acompañando su máxima de una recomenda­
ción que es su paradoja: “No se debe ceder en su deseó” . Entonces
¿dónde está el límite?
Está en la frontera entre real y semblante, allí donde se experi­
menta el goce, cuando un trozo de semblante se desprende y cae.
Que se haya dicho esto a propósito de la literatura no nos inhibe
extenderlo a todo goce, y ante todo, “al del cuerpo del Otro como
tal”.
No es que el goce sea real. Nosotros no podemos gozar de lo real:
Inhabitable. Ni del semblante, falaz y por lo tanto decepcionante.
Por otra parte, la frontera, por definición, no es ni lo uno ni lo otro,
32 - EUGENIE LEMOINE-LUCCIONI

sino que pertenece a uno y a otro. E^Lgoce socava sus bordes y se


desplaza a cada nueva conquista de lo real. Pero al goce hay que
apresarlo en la frontera misma. La intimidad amenazante de lo real
-retomo la expresión mallarmeana- lo torna imposible para el suje­
to, a despecho del imperativo: ‘jgoza!"
Esto es verdad en cuanto a los poetas, y es verdad en cuanto a
cualquiera, y es verdad a propósito de los locos. Todos hablan de
catástrofe original; unos bajo la forma de mito religioso, otros bajo-
la forma de mitos individuales, otros aun como el acontecimiento
que ha marcado su entrada en la psicosis; el tiempo se ha detenido,
dicen; el cielo se ha desplomado y se ha hecho noche; o bien: fue el
fin del mundo, etc. En efecto, la diferencia consiste en que, al pro­
ducirse el acontecimiento que inaugura su historia, en lugar de su­
ceder de este lado o del otro, ellos efectivamente cruzan la frontera.
Esto no es remitido al fuera-del-tiempo y al fuera-de-lugar del mito.
Sin duda, cualquiera puede, en principio, correr el riesgo, si así
lo quiere, de repetir el episodio. Y sin duda los poetas y los artistas
casi nos persuadirían, con su ejemplo, de correr ese riesgo. Sin em­
bargo, no es loco quien quiere serlo, ha dicho Lacan. El caso de Co-
lette Thomas nos permitirá, al menos, preguntarnos: ¿ella quiso
serlo?
Para los otros, que no estarían locos, el riesgo consiste en encon­
trar o no el goce. Los obsesivos se abstienen; otros no. Si uno de
ellos está en análisis, se trata para él de encontrar, al ñn del análi­
sis, el nuevo significante, Sp'lque, según se sabe, es la producción
del discurso del Analista. Ese significante, 1, del cual se goza, se
caracteriza por una caída de semblante y una ganancia de real, del
mismo modo que en el goce del cuerpo del Otro; y desplaza, aunque
más no sea un poco, la frontera entre semblante y real en el campo
particular del lenguaje. Corresponde a los poetas operar esta van­
guardia, ciertamente peligrosa. Porque nadie quiere ese nuevo signi­
ficante (y nadie lo quiere porque es nuevo); y es, ante todo, nulo y no
advenido para cualquiera que no sea el sujeto. Si nadie se hace eco
de lo que digo, decía Lacan un día, exasperado por el mutismo de la
audiencia, entonces estoy paranoico. Tranquilícense, en otra ocasión
declaró que era histérico; pero también obsesivo; en todo caso, en
análisis. Así, pues, tenemos para elegir, si queremos clasificarlo.
¿Qué nos queda a nosotros sino invitarnos a hablar si no quere­
mos quedar encerrados en nuestra idiotez congénita? Si no estamos
a la altura de la empresa, tanto peor para nosotros. De todas mane­
ras, no tenemos opción: se debe gozar y jugar.
EL TESTAMENTO DE LA HIJA MUERTA - 33

El análisis, pues, tiene el mismo efecto que el arte o la poesía. Es


una efracción en el universo del sentido y de las buenas formas:
('fracción de lo real. Llegada a este punto, distinguiré, una vez más,
los psicóticos de los neuróticos (y por ende los poetas): el despertar
psicótico no es, en efecto, el despertar neurótico. Para el neurótico,
rl peligro no radica en la libertad y la transgresión, por mucho que
nc diga, sino, por el contrario, en el dormir y la represión. En cam­
bio, para los psicóticos pasar el límite es perder la libertad, y con la
libertad, el goce de lo real. Unos permanecen más acá de la fronte­
ra, los otros más allá. Y no es lo mismo.

Colette Thomas

Sin duda pensarán ustedes que he divagado demasiado antes de


llegar a Colette Thomas. Sin embargo no he dejado, en realidad, de
hablar de ella. Eran necesarios todos estos rodeos para presentar a
esta mujer joven que me resulta imposible clasificar como loca, pe­
ro que, sin embargo, presentaba todos los signos de la locura.
Colette Thomas era o es mi contemporánea. No sé si ha muerto.
El título se refiere a algo muy distinto de la muerte real. La hija
muere para el mundo pero renace sin sexo. La nueva criatura se
llamará, por lo tanto, René [Renato]. Después del accidente psiquiá­
trico que evoqué en mi introducción, y que tuvo lugar alrededor de
los años 36 o 37. Colette, recuperada, creyó encontrar su vocación
m el teatro. Aquellos que la conocieron en el ’45 -yo, entre ellos-
uo sospechaban siquiera que pudo haber estado psíquicamente
Irastornada. Bonita, encantadora, inteligente y alegre, Colette tra­
baja con Dullin y Jouvet, y sin duda en otros sitios; luego descubre
teatro y su doble de Artaud y decide ir a verlo a Rodez con su
marido.
Para Colette y para Artaud el encuentro es decisivo. Colette se
imamora de él locamente: es decir, como una mujer. Sin embargo,
para Artaud no se trataba, en modo alguno, de amar como un hom­
bre; lo dice en voz alta y clara: “las hijas de mi alma [lo son a tal
punto que] me amarán como hijas y no como amantes; ¡a mí, su pa­
dre impúdico, lúbrico, soez, erótico e incestuoso y casto, tan casto
que hasta resulto peligroso!” ¡Y sí, precisamente! Ella fue, pues,
una de sus “hijas electivas”, las hijas de su alma. La primera fue
Ana, “primera hija nacida de mi alma, y que muriera por mí de de-
irsperación”, dice Artaud en Suppóts et Supplications. En cuanto a
34 - EUGENIE LEMOINE-LUCCIOM

Colette, “ella os explicará su tragedia”, escribe en el mismo momen­


to, es decir, después de la visita de Colette a Rodez. Fue, en verdad,
un calvario. Aunque Artaud advirtió rápidamente la fragilidad psí­
quica de Colette, no por ello se abstuvo de enrolarla en lo que él de­
nominó su pequeño ejército. He aquí lo que le escribe el 27 de mar-]
zo de 1946 desde Ispalión, donde había conseguido residir después
de la internación en Rodez:1 “Sólo le pido, ya que usted siente un
poco de afecto por mí, que tome [...] conciencia de que yo he llegado
a formar a algunos seres cercanos a mi corazón, y decididos como
soldados, que habrán sabido descubrir lo que necesito para cam­
biar de existencia, para evadirme de esta existencia y hacer evadir
conmigo a algunas conciencias amigas. Esos seres conforman un;
pequeño ejército que existe y vive, como por ejemplo, un grupo de
partisanos o de antiguos esclavos sublevados. A la cabeza hay un
joven de Kabul,2 que ha traducido El Arte y la Muerte al afgano, y
que posee allí un campo de adormideras no tratadas con sulfato de
cobre y por lo tanto incapaces de intoxicar o producir acostumbra-
miento. Posee también un bastón mío, mejor y más nuevo que
aquel que llevé a Irlanda. Están también una poetisa que se hizo |
médica en 1938, Mlle. Seguin, aunque ése no es su verdadero nom­
bre... [y] Anne Besnard”. 3
Por lo demás, había escrito a Jean Dubuffet, el 29 de noviembre
de 1945, que "las cosas no son tal como aparecen cada día”, y que,:
en realidad, alguien que parece totalmente ordinario es un ensalma
dor, que pretende por todos los medios “robarle el ser y la concien­
cia” a otro del que está celoso. El fenómeno ha sido perfectamente
descripto por Jeanne Favret en Las palabras, la muerte, las suertes¡
una obra de etnología. Pero Artaud lo generaliza y se presenta, ver-
dadero paranoico, como objeto privilegiado de estas empresas gene­
ralizadas de maleficio. Y entonces les declara la guerra, y enrola vo­
luntarias. Todas sus compañeras de martirio, las seis hijas que eli­
gieron seguirlo contra viento y marea, han sido asesinadas, perseguí
das o molestadas, efectivamente, de una manera u otra.
La biografía que Antonin Artaud reescribe y la vida mítica que se
inventa, esta otra existencia que elige fuera del tiempo y del espacio
ordinarios no son necesariamente locas. Una mujer escritora,
Virginia Woolf, se desplazaba también imaginariamente a través de
los siglos y del espacio, y no sin referencias a un real, más real quej
la vida ordinaria. Y sin embargo, ella se conformó con escribirlo. Ení
su vida ordinaria la depresión ocupaba, precisamente, el lugar que,
en Artaud, ocupa el delirio de la realización de su fantasma.
EL TESTAMENTO DE LA HIJA MUERTA - 35

¿Era posible para alguien -que no fuera el mismo Artaud- apro­


piarse de ese proyecto de extrañamiento al punto de transformarlo
en proyecto personal? ¿Era posible, acaso, sin peligro? Eso fue, no
obstante, lo que hizo Colette.
Ella figuró entre las “seis hijas dilectas” de Artaud. Cabe señalar
que pocos hombres fueron reclutados de tal modo; en todo caso, no
lo fueron nunca bajo ese rótulo. Algunas líneas de Suppóts et Sup­
lílications3 resumen de esta manera el proyecto de vida de Artaud;
"Y para casarse conmigo, Ana Corbin habrá esperado que la tierra
se limpie, como Ivonne, Cécile, Anne, Catherine y Nénéka, esas
muertas que, más allá de la desolación de los limbos, esperan, para
venir a mí, que yo haya terminado de desposar a mi Ka-Ka”. Muer-
las, sólo lo están en el sentido particular que Artaud le da a la pa­
labra; no lo están, en realidad, ni siquiera del mismo modo. Ellas
solamente están por nacer como “hijas del corazón” . Más adelante
veremos a qué las comprometía esto. Colette, de tal modo, es la úl­
tima en llegar, cuando Antonin Artaud, luego de sus internaciones,
vive sus visiones en un paroxismo de violencia. Ella toma sus man­
damientos al pie de la letra. Abandona padre y madre; entra en reli­
gión. Si Artaud ha podido escribir; “Yo soy mi hijo, mi padre, mi
madre y yo”,4 Colette, por su parte, se dice hija de su padre y a la
par rehúsa la existencia; el único padre que la arranca de la exis­
tencia, es, por supuesto, Artaud.
Su texto, sin embargo, no es psicótico, desde el momento en que
no podríamos detectar en él las formas sintácticas verbales propias
de la psicosis. Remito al estudio de Serge André, donde éstas se ha­
llan catalogadas5 según los hitos proporcionados por J. Lacan. He
aquí una lista suscinta: 1) neologismos (no de aquellos gramaticales
o lexicales buscados por el escritor, sino de aquellos que el sujeto
Hoporta); 2) muletillas o refranes repetidos hasta la saciedad, ecos
de la máquina de pensar que somos; 3) frases repetidamente inte­
rrumpidas (cf. Schreber); 4) ausencia de metáfora, siendo el discur-
ho psicótico esencialmente metonimia, es decir, estando agujereado;
l>) la significación maléfica atribuida a los objetos y supuestamente
vuelta contra el sujeto; 6) y yo agregaría a estos cinco rasgos, que
caracterizan sobre todo al delirio psicótico, lo que Matte Bianco de­
nomina simetría, propio del discurso esquizofrénico. Siendo este úl-
llmo tautológico, cualquier proposición en él es equivalente a cual­
quier otra y el discurso no tiene principio ni fin.
Nada de esto aparece en el texto de Colette Thomas; ni en Anto­
nia Artaud, por lo demás. Sus discursos son consistentes. Sintaxis
36 - EUGENIE LEMOINE-LUCCIONI

y vocabulario permanecen intactos; hasta clásicos, diría. El delirio


está en el ordenamiento del pensamiento mismo. Y comienza por un
acto de fe: “Estoy dispuesta a creer todo aquello que venga de us-
ted”, le escribe ella desde Saint-Germain-en-Laye, luego de una se­
gunda recaída que la ha llevado al convento de las religiosas del
Bon Sauveur, en Caen. No me parece útil incluir aquí otros datos
biográficos, que no harían más que alimentar una interpretación
psicogenética ajena a mis propósitos; lo que es más, me repugna
revelar otros datos que los que han sido publicados, y están por en­
de al alcance de todo lector. Añadiré además que de ninguna mane- f
ra me propongo un análisis del caso a posteriori.
¿Qué decir, entonces, de ese acto de fe? Que no está permitido
creer de tal manera en una criatura humana. Esto ya es locura. ;
Cuando ese acto de fe se dirige a Dios, se lo llama misticismo; y por
cierto, si la declaración de Colette se dirigiera a Dios, no sorprende­
ría a nadie. Pero he aquí lo que ella dice a ese hombre Antonin Ar-
taud: “Yo no lo amo a usted para morir por usted; lo amo para vivir
por usted, para vivir de su existencia, de la que me privo de gozar.
Lo amo más que a mí misma”. Se diría Santa Teresa de Avila, aun­
que Santa Teresa no habló de no gozar.
Está escrito en el Evangelio: “Amarás a tu prójimo como a tí mis­
mo” . Es el único mandamiento positivo, ha hecho notar Lacan, ¿Pe­
ro qué significan ese prójimo y ese sí mismo?
El psicoanálisis ha permitido descubrir que el amor propio obs­
taculiza para siempre el Otro, que sin embargo rige su deseo, al su­
jeto. Colette Thomas, en efecto, se ha vedado, ha querido negarse
en tanto que sujeto, negando todo amor propio -consciente, al me­
nos-, todo narcisismo confeso, hasta el aniquilamiento de aquello
que hay de vivo en ella; hablando con propiedad, hasta la muerte
de su ser de hija, de mujer, e incluso de actriz. En efecto, le era
preciso morir para renacer según Antonin Artaud. Ella se ha dejado
arrebatar por el otro, porque ha creído en él. Ha creído en él como
si a un hombre le estuviera dado encarnar la Verdad y la Vida. Yo
soy la Verdad y la Vida, ha dicho el Cristo, cuya pasión, de peque- |
ña, ella seguía etapa por etapa. Es el único recuerdo de infancia
que relata en el Testamento, y agrega que esperaba conocer un
hombre que sufriera más que Cristo. Que el dolor es la verdad y la
vida, ¡sin duda! Pero el hombre que sufre, no. Es este deslizamiento
lo que yo cuestiono. Seguramente, porque ese hombre, el mismo Ar­
taud, creia en eso. El orgullo de los grandes espíritus sólo puede
igualarse al orgullo de los paranoicos, es evidente. Antonin Artaud
EL TESTAMENTO DE LA HIJA MUERTA - 37

lia creído a tal punto en sí mismo, que ha logrado hacer que otros
crean en él tanto como él mismo.
Le es necesaria nada menos que esta fe en sí mismo, para impo­
ner al mundo un nuevo significante, susceptible de cambiar este
mundo. Antonin Artaud ha roto el viejo teatro para gestar un nuevo
teatro. No estaba loco, por lo tanto.
Pero en el caso de Colette, ¿ella ha usado su vida para verificar
su propio significante, o el de Artaud?

El testamento de la hija muerta

Me atendré, para saberlo, al examen del texto. Colette Thomas


ha publicado ese texto en Gallimard, en febrero de 1954. Antonin
Artaud había muerto en 1948. Pero el texto no es enteramente pos­
terior a la muerte de aquel que es su héroe. Es cierto que después
de él ella ha podido elegir otros “jefes”, otros demiurgos, como
Gurdjieff, de modo que resulta evidente que tenía vocación de per­
derse en el gran Otro. Aquel que se llamaba Antonin Artaud, dos
veces A mayúscula, era sin duda la persona más indicada. Eso es
lodo.
El Testamento me parece la versión filosófica de lo que yo llama­
ría la antropología fantástica de Artaud, la que encontró su práctica
en el teatro.
La palabra maestra del sistema filosófico-místico de Colette es la
palabra conversión [renversement], o inversión [inversementj, o c o n ­
travención [rebroussement]. “¿Qué mujer encontrará al hombre en el
hombre, es decir, ella misma invertida?”, escribe. Para ello es preci­
so negar la naturaleza, incluso destruirla, morir para el mundo. Ar­
taud lo ha dicho. Lo ha gritado. Pero Colette lo retoma para referir­
se a concepciones filosóficas conocidas y en términos estrictamente
conceptuales: Así, en la página 132: “Para alcanzar el ser, es nece-
Hario rechazar la existencia y permanecer en lo posible”. No se pue­
de ser más filósofo. “Para ser madre, es preciso permanecer virgen;
para vivir es preciso, antes, morir.” Y más aún, en la página 130:
"la virgen es madre más que la mujer porque su femineidad no está
realizada. Es posible”. Y más todavía: “Si una mujer pudiera reali­
zar toda su femineidad, recuperaría su virginidad, destruiría lo po-
nlble, quiero decir, realizaría el absoluto -sin intermediación-, las
leyes naturales serían vencidas”. Es un poco contradictoria, pero
sistemática, sin embargo... pág. 132: “No hay hombre ni mujer -ni
38 - EUGENIE LEMOINE-LUCCIONI

creador ni criatura- sólo seres lo suficientemente poderosos como


para rechazar la existencia y conocer la posibilidad”. Es una con­
cepción muy filosófica y totalmente sistematizada.
Rechazo de la existencia pues, que volvemos a encontrar en Ar-
taud. Pero él nunca lo ha expresado en esos términos. Aristóteles
no fue su maestro, ni ningún otro griego. Y, por otra parte, si él
rechaza la existencia es para realizar todos los posibles en un esce- I
nario. Esa es, justamente, la razón de El teatro y su doble, en el que
el sujeto se aliena, sin duda, pero en su ser de sujeto por venir. Ar-
taud, en suma, ha logrado su propósito, allí donde Colette está
constreñida a filosofar.
Colette filosofa. Así cautivada por el proyecto de Artaud de libe­
ración del ser en el teatro, por el teatro, lo hace suyo, deviene la in­
térprete privilegiada de Artaud y se aliena, por tanto, doblemente.
No hay que extrañarse entonces si, en tanto que hija única del
Padre, engendrada directamente por el único Padre, igual que Ate­
nea, su paranoia le inspira, en contrapartida de su doble aliena­
ción, una afirmación furiosa de su ser mujer. “El devenir [escribe],
es el devenir de la Materia; es preciso liberar el Espíritu, y es la
mujer quien librará al Ser del mundo, es decir, el principio espiri­
tual.” El hombre no tiene ese poder, porque no nace de sí mismo. Y
necesitará, pues, “convertirse en Mujer".
Colette llega al colmo del delirio metafísico cuando la mujer de­
viene “el teatro de la transmutación del devenir en ser”, lo que hace
Artaud, ciertamente, pues el teatro es también el lugar donde la
mujer deviene hombre y el hombre mujer.
Está claro que, no habiendo nacido de una mujer, a Colette no le
quedaba otro remedio, ya que no podía concebir (del mismo modo
que La mujer sin sombra, de Ugo von Hoffmannsthal),6 que trocarse
o convertirse en hombre, el cual, teniendo que trocarse o convertir­
se en mujer, acaba por abolir toda diferencia, pero en un proceso
evidentemente sin resolución. Y de eso se trata, para Artaud, pre­
cisamente, de abolir toda diferencia, todo intermediario e incluso
toda metáfora para acceder al ser sobre el escenario teatral. Pero,
repito, él ha descubierto un nuevo teatro. Su producción ha circu­
lado y le ha servido de tercero a los ojos de los otros hombres. Co­
lette ha acabado por perderse en un delirio metafísico-mistico,
siempre encarnado por un gran hombre, un demiurgo, una A ma­
yúscula que se encontraba siempre en su camino, dispuesto a po­
seerla. Artaud ha inventado. Colette sólo fue poseída.
¿Es acaso psicótico, este delirio? Desde el punto de vista de la
EL TESTAMENTO DE LA HIJA MUERTA - 39

psiquiatría, sí. Ella tuvo, por lo demás, durante sus internaciones,


accesos de violencia que le valieron la camisa de fuerza y trata­
mientos medicamentosos de shock. No pienso, sin embargo, que
ello sea suficiente para clasificarla dentro de la psicosis. Me incli­
naría, más bien, por un delirio histérico. El amor del gran Otro, el
amor del Padre y la identificación con el Padre, son el hecho de la
histérica. También el misticismo. Colette entra, creo yo, en ese cua­
dro, aun cuando para terminar haya perdido la mente: esa mente
filosofante que negaba ya a la madre en su propia historia, y que
alimentaba su deseo de saber, simple coartada para su locura.

El delirio vivido

La teoría escrita no basta para calificar al delirio psicótico. Todos


los filósofos, según este criterio, serían locos. Y en el caso de Colet-
le, es precisamente la filosofía lo que se pone en tela de juicio. En
un principio, dado su equilibrio mental, supongo que los sistemas
que la filosofía le proponía le atraían y le daban vértigo a la vez. En
efecto, el deseo de saber y el talento de teorización propios de las
histéricas tropiezan, en ellas, con su deseo aún mayor de poner en
Jaque el saber, sobre todo el de su maestro. Es, pues, un callejón
sin salida. Aunque ella haya creído cambiar de ruta, entonces, eli­
giendo el teatro, la elección que hizo de Dullin y la pasión que vivió
por él durante un tiempo fueron para ella como una primera puesta
en acto de su fantasma: ser la hija del Padre, del demiurgo, y su hi­
ja única. Y es allí donde comienza la locura.
Luego leyó El teatro y su doble. Como su marido estaba prepa­
rando un trabajo sobre Artaud, decidieron ir a verlo a Rodez, lo que
hicieron en marzo de 1946. Colette le declaró entonces que antes de
haber leído El teatro y su doble, “ella no sabía que él estaba sobre la
tierra y que era un hombre de este tiempo”. Según confesión del
propio Antonin Artaud, estas palabras “despertaron en él un anti­
guo abismo”. En efecto, ellas decían que Antonin Artaud pudo tener
una existencia fuera de este tiempo y de este lugar de la tierra: pero
que ahora era aquí donde él se hallaba, y donde ellos dos se encon-
Iraban. Artaud tenía cincuenta años, Colette alrededor de treinta y
cinco.
Y fue, en verdad, un encuentro. Desde ese día, su destino se di­
luyó en el de Artaud.
Y a partir del 7 de junio de 1946, Colette lee un pasaje de F ra g­
40 - EUGENIE LEMOINE-LUCCIONI

mentaciones, elegido por el mismo Artaud, en el Teatro Sarah Bern-


hardt. Sus amigos habian decidido organizar esta manifestación
teatral para recaudar el dinero necesario que le permitiera vivir fue­
ra de los hospitales psiquiátricos. Colette había trabajado intensa­
mente, como aconsejaba Artaud, la respiración y el gesto, a los cua­
les debía reducirse el juego del actor al precio de una dura ascesis.
Porque el teatro de Artaud desterraba las obras e incluso el texto.
Lo quería sin texto; como quería suprimir la distancia entre el autor
y el actor. El actor es, por sí solo, todo el teatro. Su acto es “defla­
gración”; se produce en escena, sin restos. En la concepción clásica
del teatro, sólo hay traducción del texto ya escrito del maestro au­
tor. El teatro, por el contrario, debe hacer nacer, ser el actor en el
escenario en un grito.
Colette fue ese actor. Y digo bien, actor, porque “el hombre ver­
dadero no tiene sexo” , dice Artaud, y Colette lo ha repetido.
Ese fue, según parece, un gran momento. Yo no estaba allí. Asis­
tí, en cambio, a la segunda manifestación de ese género, en el Vieux
Colombier esta vez, el 13 de enero de 1947, donde Artaud debía
pronunciar una conferencia titulada “Téte-á-téte”. Recuerdo que yo
estaba al lado del poeta argelino Jean Amrouche. En cuanto al res­
to, todo se pierde en el olvido o el terror, no sé. Salvo el grito de Ar­
taud. Sin duda había liberado el doble en ese grito. Colette estaba
también en escena. Después el murió, en 1948, y ella quedó a la
deriva. El delirio había sido vivido.
¿Que hay de locura en semejante concepción del teatro? Sin du­
da, el deseo frenético de abolir todo dualismo, toda diferencia, de
realizar el ser Uno; en tanto que un gran poeta, Hólderlin, aún más
amenazado que Artaud, a mi entender, sin embargo, se aferraba a
la diferenciación entre dioses y hombres, entre esferas superiores e
inferiores, preguntándoselo en estos términos: “¿Qué suerte de en­
fermedad afecta al hombre que sostiene que existe el Uno y que só­
lo existe el Uno?"
No podemos menos que pensar, al oir este interrogante, en el
“¡Hay Uno!” [¡Y'a de l'Un\\, de Lacan. Pero Lacan no ha dicho jamás
que no existiera el Otro. Ha dicho solamente que no existía el Otro
del Otro.
Artaud pretendió ser Otro ¡Autrel. ¡con una A mayúscula! Pero
encarnándolo al punto de creerse el Otro del Otro, y de suprimir el
Uno y al mismo tiempo la brecha entre el Uno y el Otro. El encontró
el arte idóneo para ese proyecto, y ése fue su teatro.
Ahora bien: su teatro se ha convertido en el nuevo teatro de este
EL TESTAMENTO DE LA HIJA MUERTA - 41

siglo. Ha visto inscribir su vocación personal en una exigencia y


una espera que eran las de todos. No hablaba solo. No deliraba, por
tanto. Por su potencia de afirmación logró resistir a las potencias
enemigas de su originalidad e imponer su invento. Aun cuando ha­
ya tenido que dejar en ello sus últimas fuerzas. Su vida se confun­
dió exactamente con su obra, y murió.
Pero Colette Thomas no ha muerto; se ha apartado del mundo.
Es lo inverso. ¿Dónde habría podido encontrar la fuerza necesaria
para imponer un delirio que no era el suyo? Al abrazar el de Ar-
taud, ella se alienó dos veces, como he dicho; y ese delirio común,
no por no ser psicótico ha sido menos ruinoso para ella. Y además,
sin beneficio alguno.
Algunos cuentos breves, extremadamente conmovedores y de
una simplicidad que asombra entre tantos aforismos y oráculos que
constituyen el texto del Testamento, me han inducido a pensar que
Colette podía escribir, a condición de que ella misma no se lo prohi­
biera -de que fuera lo bastante modesta como para no vedárselo.
Pero los destinos excepcionales la subyugan. Su locura -histérica,
creo yo - consistió en elegirse dioses, y en creer en ellos. Y, como sa­
cerdotisa de una religión nueva, consagrarse a ellos. Así, ella nos
sugiere al menos esta pregunta: ¿qué es creer? Pregunta tanto más
esencial puesto que cierta certeza es ya propiamente psicótica.
De este modo, Colette, a quien yo considero histérica, nos aproxi­
ma infinitamente a esos prójimos que son los psicóticos, prójimos
pese a que permanecen más allá de la frontera infranqueable, mar­
cada por la forclusión del Nombre-del-padre. Porque ésa es infran­
queable. Si Lacan ha hecho la apuesta de analizar a los psicóticos es
precisamente para significar que a nosotros nos concierne aproxi­
marnos, tan cerca como nos sea posible, a esos seres hablantes que
dan cuenta, por su desgracia, de nuestra verdad de seres hablantes.

KEFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

1. Vol. XIV de las Oeuvres completes, Gallimard.


2. Ilah Caíto.
3. O.C., vol. XIV, pág. 31.
4. Ibíd., Ci-git, vol. XII.
5. guarto, N» VIII.
6. Cf. Eugénie Lemoine-Luccioni, Partage des femmes, París, Seuil, 1976.
ARTAUD: LOCURAS EPISTOLARES

Vincent Kaufmann

S e sabe que desde hace por lo menos cuarenta años, Artaud divi­
de a sus lectores en dos campos. Están aquellos que lo creen loco
de atar, y los que obstinadamente niegan que lo fuera y siempre
consideraron su internación como un atentado a la libertad de ex­
presión y de creación, tanto más imperdonable cuanto que la vícti­
ma sería, esta vez, un genio. Están los que piensan que Artaud no
tiene nada que decir, que no dice nada, o en todo caso que dice im­
becilidades, y los que creen que puede decirlo todo. Esta segunda
posición es, por supuesto, la del propio Artaud, de quien lo menos
que se puede decir es que siempre tuvo sobre su propia persona
(pero todo el problema consiste en saber si se trata de una perso­
na), una opinión muy favorable, como se dice hoy en día.
Entre estas dos posiciones extremas, una multitud de posibles
matices. Artaud sólo se habría vuelto psicótico con el tiempo -por
ejemplo hacia 1937, cuando, al regreso de su viaje a Irlanda, lo in­
ternaran por escándalo en la vía pública. O bien, Artaud sólo ha­
bría estado loco por momentos. Existen las intermitencias de la lo­
cura, como existen las del corazón: él habría sido psicótico la mitad
del tiempo y poeta durante la otra mitad, intervalo que aprovecha- j
ría para describir su locura, sin duda luego de haberse recompues­
to, durante la pausa, a fuerza de opio. O bien, habría acumulado
empleos: loco y poeta, loco porque poeta, y reciprocamente -esta úl­
tima tesis se halla reforzada por todo un entorno literario y filosófi­
co (pienso aquí en Foucault, y sobre todo en Blanchot) que tuvo el
efecto de hacer centellear un punto en el que ya nada distinguiría
la locura del discurso literario; un punto hacia el cual Artaud se
habría acercado, sencillamente, más que cualquier otro.
Esta última postura, la más corriente, al parecer, en lo que con­
ARTAUD: LOCURAS EPISTOLARES - 43

cierne a Artaud, no deja de ser paradójica: por un lado, evoca conti­


nuamente algo así como la locura a título de garante de la literarie-
dad, de la poeticidad de los textos de Artaud; pero por otra parte
prohíbe, algunas veces obstinadamente, que esta locura sea anali­
zada con los instrumentos conceptuales suministrados por la clíni­
ca, y en particular por la clínica psicoanalítica. Para algunos, ha­
blar de delirio de persecución equivale ya a empujar en exceso el
lapón de la clínica. En cuanto a evocar, como invita la teoría laca-
niana de la psicosis, una falla de la metáfora paterna, o la forclu-
slón del Nombre-del-padre en el Otro, a propósito de los textos en
los que Artaud intenta indefinidamente procurarse un nombre, una
genealogía, allí donde él retoma sin cesar la cuestión de su propio
engendramiento (y aquí pienso en su famoso “yo soy mi padre, mi
inadre, mi hijo y yo"), evocar todo ello en términos clinicos o teóri­
cos, es considerado algunas veces como un sacrilegio, y más gene­
ralmente como una grave reducción. La mirada clínica es siempre
sospechosa de terminar en electroshock. En suma, puede sin duda
admitirse que, en el caso de Artaud, la escritura está indisoluble­
mente ligada a la locura, pero a condición que ésta no sea, a fin de
cuentas, más que una imagen, una metáfora, una figura. Para que
Artaud pueda entrar en la literatura, para que sea reconocido como
escritor, sería necesario, en suma, no tomar su locura al pie de la
letra.

Hacerse tomar al pie de la letra

Ahora bien, todo el problema de Artaud reside en que, desde el


vamos, desde que aparece en la escena literaria, desde su corres­
pondencia con Jacques Riviére en 1924 (volveré sobre este punto),
Artaud pretende ser tomado al pie de la letra, y esto en el marco de
un discurso que no está evidentemente destinado a ello: el discurso
literario. Después de todo, Artaud habría podido confiarse, una vez
más, a un médico o a un analista, antes que al secretario de la
NRF. La paradoja de su postura consiste en que él pretende servirse
de la literatura para fines no literarios.
Es en este punto donde yo por mi parte situaría la eventual locu­
ra de Artaud, aunque no fuera más que para intentar eludir un
debate, que me parece tramposo, sobre la coherencia o la incohe-
i encía de sus textos: se sabe que con un poco de buena voluntad (y
algunos lectores de Artaud la tienen de sobra) siempre se encuen­
44 - V1NCENT KAUFMANN

tran coherencias, pero éstas no impiden que la psicosis exista. Todo


lo contrario. A la inversa, quizá, de lo que ocurre con otros textos
“límites", no se puede plantear la cuestión del carácter psicótico o
poético de los textos de Artaud sin tener en cuenta su propia rela­
ción con el discurso o con la institución literaria. Su “locura” se en­
grana con dicha relación, y consiste, en verdad, en tomar la litera­
tura al pie de la letra, y hacer de ella un lugar en el cual él, Artaud,
tuviera la posibilidad de hacerse oír en persona, vale decir de hacer
oír la absoluta singularidad de su caso.
Tal posición, tal relación con la literatura, supone un corolario
“formal": la literatura o la poesía tendrán lugar para Artaud fuera
de todo cuanto parece literario, fuera de todos los géneros literarios
instituidos (la poesía, la novela, etc.). Ella lo conducirá más tarde
hacia el teatro, pero comienza sobre todo por inducir una sustitu­
ción: es lo epistolar lo que pasa a ocupar, desde el vamos, el lugar
de los textos propiamente literarios, y esta sustitución se repetirá
en todos los períodos de la trayectoria de Artaud, cuyas “obras
completas” están compuestas en gran medida por cartas (lo que re­
presenta, hasta donde yo sé, un caso totalmente excepcional en la
historia editorial reciente). Para hacerse tomar al pie de la letra,*
Artaud transfiere entonces el espacio literario en un espacio cuya
estructura fundamental sería epistolar.
Esto es, en todo caso, lo que está en juego de manera totalmente
ejemplar en su célebre correspondencia de 1924 con Jacques Ri-
viére, entonces secretario de la no menos célebre NRF.** Se sabe
que el hecho es relativamente único. Riviére comienza por rechazar
algunos poemas que Artaud le somete, y que todo el mundo coinci­
de, hoy en día, en considerar bastante mediocres. Luego, al cabo de
un tiempo, le propone publicar la correspondencia que se entabla
entre ellos a raíz de ese rechazo; correspondencia en el curso de la
cual Artaud intenta justificar su intención de publicar textos que él
sabe que no están logrados, y explicar su “caso” (que considera ab­
solutamente singular) a Riviére.
Artaud, que aceptará inmediatamente la propuesta de Riviére co­
mo si no hubiese estado esperando otra cosa, ingresa a la literatura
por un efecto de sustitución (cartas por poemas), y un efecto de
compensación: la correspondencia con Riviére viene a reparar en

* Lettre en francés significa “carta” y “letra”. [N. de T.¡


** Nouvelle Revue Frangaise. [N. de T.]
ARTAUD: LOCURAS EPISTOLARES - 45

lodos los sentidos del término una falta de destinatario y una difi­
cultad de expresión:* al brindarse un destinatario privilegiado,
Artaud encuentra, al mismo tiempo, la forma de acabar con su difi­
cultad de expresión. El secretario de la NRF interviene allí donde la
palabra poética no llega a cuajar (si se admite, con Riviére y el pro­
pio Artaud, que los poemas en cuestión tienen escaso valor estéti­
co), allí donde falta un lector ideal, que Artaud es incapaz de apre­
hender para destinarle una palabra, un lector que él no alcanza a
Imaginar, ni a desear, y cuya ausencia condena su “obra" (según
sus propios términos) a un desgaste perpetuo y centrífugo.

Un Otro garante de la verdad

El episodio termina, pues, en un happy end, al menos si se


considera que publicar lo que se escribe es una buena cosa. Por­
que, por lo demás, se funda en un extraño malentendido que no ha
escapado a los comentaristas de esta correspondiencia.1 Desde el
principio hasta el fin del intercambio epistolar, Riviére pretende
conservar su lugar como responsable de una revista, el lugar de
hombre de buen gusto, de esteta, acompañado a la vez, como co­
rresponde a quien representa a la NRF, de un lugar de confidente.
Riviére ve en Artaud a un hombre promisorio, un tanto exaltado,
pero pleno de energía, simpatiza con él y está incluso dispuesto a
Identificarse con él, y hacia el fin de la correspondencia se aferrará
a esa relación de identificación: “Usted dice ‘que un hombre no se
posee más que por fugaces relampagueos, e incluso cuando se po­
see, nunca se alcanza del todo’ . Ese hombre es usted; pero puedo
decirle que también soy yo” (8 de junio de 1924).2
“Yo soy como usted”: es precisamente lo que Artaud no podrá ad­
mitir, él que no cesa de insistir en su propia singularidad, descri­
biéndose ante Riviére como un “caso mental caracterizado” (29 de
enero de 1924), una “verdadera anomalía psíquica” (ibíd.), y dicién-
dole, incluso, cuando ambos deciden iniciar la publicación de las
cartas, lo siguiente: “es preciso que el lector crea en una enfermedad
verdadera” (25 de mayo de 1924): fórmulas que los piadosos defenso­
res de la salud mental de Artaud pasan de largo, en general, con de­
masiada ligereza. Es preciso que el lector crea en una enfermedad

* Adresse significa “destino" y “dirección” y, entre otros sentidos, “cuali­


dad física de una persona para hacer mejor los movimientos”. |N. de T.)
46 - VINCENT KAUFMANN

singular, y para ello es preciso que Riviére comience por creer en


ella. Riviére es convocado por Artaud no como un confidente, sino
como un garante, un fiador de su palabra, o más exactamente, de
sus escritos. Artaud, desde la primera carta, para justificar el hecho
de que se dirija a él, de que continúe dirigiéndose a él, más allá del
rechazo inicial de sus poemas, le dice, en particular, lo siguiente: “Se
trata, para mí, nada menos que de saber si tengo o no el derecho de
seguir pensando, en verso o en prosa" (5 de junio de 1923).
Junto con la cuestión de la admisibilidad de sus poemas, Artaud
se juega su existencia de sujeto, hablante y pensante: “reclamo con
tanta insistencia e inquietud esta existencia, aunque abortada"
(ibíd.). Lo que también quiere decir que, para él, Riviére debe bo­
rrarse en tanto que interlocutor, para ocupar el lugar del Otro, el
cual puede situarse aquí, me parece, en el registro lacaniano de lo
simbólico. Riviére debería ocupar para él el lugar de un Otro, ga­
rante de la verdad o de la credibilidad del discurso, que para Ar­
taud permanece como inaccesible impidiéndole al mismo tiempo
existir, vaciando el lenguaje de la posibilidad de que una palabra
advenga.

El Otro ladrón

Inasible, el Otro se torna una fuerza de depropiación, despose­


yendo a Artaud de su pensamiento, de su palabra, allí donde estaba
a punto de producirse. Despide a Artaud fuera del lenguaje, y es
percibido como “un algo furtivo que me arrebata las palabras que
yo he encontrado, que disminuye mi tensión mental, que paso a pa­
so destruye, en su sustancia, la masa de mi pensamiento, que me
arrebata hasta la memoria de los giros por medio de los cuales se
expresa uno” (29 de enero de 1924).
Las palabras, los giros por los cuales uno se expresa están allí, o
estaban allí justo antes de que Artaud se pusiera a hablar. De don­
de se desprende que el Otro ladrón es, al mismo tiempo, el lugar del
significante, pero de un significante que permanece inaccesible por
inactualizable, un significante que jamás se pondrá del lado de la
significación. Artaud lo evoca una vez más, de un modo casi explíci­
to en esta otra carta: “una voluntad superior y maligna ataca el al­
ma como un vitriolo, ataca la masa palabra-e-imagen, ataca la ma­
sa del sentimiento, y me deja, a mí, jadeante, como en la puerta
misma de la vida” (6 de junio de 1924).
ARTAUD: LOCURAS EPISTOLARES - 47

Ese motivo, el del Otro ladrón (analizado anteriormente por Jac-


ques Derrida),3 está en el origen mismo de la correspondencia con
Riviére, donde se enuncia por vez primera. Artaud procura poner a
kiviére en situación de restituirle aquello que le falta, hacer de él
esta suerte de punto o peso de alteridad que otorgaria su equilibrio,
y su crédito, a su palabra. “Déme crédito": la demanda de Artaud,
en varias ocasiones, es explícita. Que Riviére le dé crédito, y su pa­
labra será creíble para todos, incluso para él mismo.

Una práctica de la carta-letra abierta

No es demasiado seguro que Riviére haya tenido plena concien­


cia de haber ocupado esta posición. En todo caso, es notable, sin
duda, que en el momento en que Riviére propondrá a Artaud la pu­
blicación de la correspondencia entre ellos, el malentendido haya
llegado al colmo. Riviére piensa, en efecto, que con miras a la publi­
cación, habría que hacer un pequeño esfuerzo de transposición (re­
emplazar sus nombres por seudónimos, retocar en lo que a él mis­
mo se refiere, una o dos respuestas). Artaud le responde a vuelta de
correo, rechazando toda transposición, todo paso a la ficción: “Por
qué mentir, por qué querer llevar al plano literario aquéllo que es el
grito mismo de la vida, por qué dar apariencia de ficción a lo que
está hecho de la sustancia imposible de desarraigar del alma [...] No
me interesa firmar las cartas con mi nombre. Pero es absolutamen­
te necesario que el lector piense que tiene entre manos los elemen­
tos de una novela vivida” (25 de mayo de 1924).
Las cartas de Artaud deben tomarse al pie de la letra, están
escritas fuera de toda ficción, de toda figura, de toda metáfora.
Constituyen el “grito de la vida”, la “sustancia del alma”, vale decir,
cuanto existe de más auténtico en materia de palabra, cuanto exis­
te de más propio en materia de sentido. No dejan espacio alguno a
un sentido figurado. Entre lo que dicen y lo que dan a entender, no
hay el menor intervalo posible. Es, en cierto modo, el colmo de la
autobiografía.
En este sentido, las cartas de Artaud son emblemáticas de su
voluntad de sustituir el espacio literario por un espacio de auten­
ticidad, donde el sujeto estaría presente por sí mismo, y no ya so­
metido a las leyes de la representación, un espacio en el que ya no
estaría dividido. Esto es, en todo caso, lo que justifica la permanen­
cia de las cartas en su trayectoria: desde el principio, se propone
48 - VINCENT KAUFMANN

desplazar al Otro, hacerlo salir de su reserva, arrancarle un crédito


que permita al sujeto recobrarse, rescatar aquello que el Otro le ro­
ba con su silencio. Se observará, a este respecto, la ambigüedad del
“vous" de rigor [usted-ustedes], que Artaud utiliza para exponer su
caso a Riviére, como si en verdad fuera de él de quien esperara una
restitución: “Restituid a mi espíritu la totalidad de sus fuerzas, la
cohesión que le falta, la constancia de su tensión, la consistencia
de su propia sustancia. (Y todo ello es, objetivamente, tan poco.) Y
decidme si aquello que falta a mis poemas (antiguos) no les sería
restituido de golpe” (29 de enero de 1924).
Por eso mismo, es lógico y hasta absolutamente necesario que
las cartas sean publicadas: la reacción inmediata de Artaud a la
propuesta de Riviére no deja ninguna duda acerca de este punto.
En su mente, las cartas sustituyen de entrada a sus poemas falli­
dos (él bien sabe que son fallidos), están hechas para ser publica­
das. Riviére no es el verdadero destinatario de ellas, sino a lo sumo
un relevo, un rostro arrancado a un Otro invisible, que por una vez
no podrá callar ni hacer como si nada sucediera. Ya no podrá, se­
creta, furtivamente, escamotear a Artaud su palabra, abrir sus car­
tas incluso antes de que él las envíe. J,as cartas de Artaud son, por
naturaleza, públicas, abiertas. Son actos de protesta, una forma de
hacer ruido, de no hacer el juego: no sólo en Irlanda habrá hecho
escándalo en la vía pública (toda su obra se puede resumir, tal vez,
en esto: escándalo en la vía pública).
Es sin duda también en torno de esta práctica de la carta abier­
ta, de la carta de protesta o de provocación, que Artaud, un poco
más adelante, frecuentará a los surrealistas, con los cuales rompe­
rá muy pronto a causa de su propio extremismo. Se sabe que para
Bretón, Artaud es demasiado exaltado: toma las cosas demasiado a
pecho, demasiado al pie de la letra, ¿y si fuera realmente a pasar al
acto? ¿Y si saliera a la calle con un revólver y disparara al montón?
Hacer del acto surrealista más simple un verdadero paso al acto,
algo más que una metáfora, acabaría mal, y conduciría a Artaud,
evidentemente, derecho a la internación. También en este punto, y
como otros, Bretón está dispuesto a suscribir la locura, pero a con­
dición de que siga siendo solamente metafórica. Nada más desagra­
dable para él que los asilos, lugares que siempre, como si se tratara
de una extraña cuestión de honor, se ha negado a frecuentar.
ARTAUD: LOCURAS EPISTOLARES - 49

Desaparición de la literatura

Además, y sobre todo, las cartas de Riviére anuncian ya, si se las


considera como cartas abiertas, las grandes cartas de Rodez, que
escribirá veinte años después, con la única diferencia de que esta
vez Artaud no hallará ningún Riviére al cual enganchar su discur­
so. Sin Riviére, Artaud se ahoga. Allí donde encontraba con éste
una suerte de garante último de su posición subjetiva, ahora no
hay más que cartas-río, escritas contra el Otro (todos los otros, to­
dos los representantes de una ley que aplasta a Artaud) para pro­
testar contra su disposición, contra los complots, los maleficios or­
ganizados para hacerlo callar y desaparecer. Se trata de denunciar
a un Otro ladrón, y al mismo tiempo de rescatar de él aquello que
debiera permitir al sujeto ser algo propio, algo singular.
De allí la necesidad de un gesto de auto-engendramiento repetido
sin cesar, las variaciones sobre la genealogía, sobre el nombre pro­
pio, sobre la sexualidad (o más exactamente sobre su refutación -es­
to es una cochinada-), y también la reivindicación de una lengua,
que debería ser universal, que todo el mundo debería poder hablar
sin otro (o sin Otro), y de la cual las famosas “glosolalias” serían al­
go así como los últimos vestigios; resabios de una pura inspiración,
pero también, algunas veces, restos de una suerte de “libro total”
que habría sido robado, asimismo, a Artaud: “Y es que yo tenía, des­
de bastantes años atrás, una idea de la consunción, del desgaste in­
terno de la lengua [...] Y en este sentido he escrito, en 1934, un libro
entero, en una lengua que no era el francés, pero que podría leer to­
do el mundo, de cualquier nacionalidad que fuera. Este libro, des­
graciadamente, se ha perdido” (22 de setiembre de 1945).4
Sería necesario entrar en detalles acerca de todo esto. Se podría
señalar, además, que durante todo el período de Rodez la protesta
contra la literatura persiste e incluso se radicaliza. Para convencer­
se de ello bastará leer, por ejemplo, la primera carta a Parisot, re­
dactada a propósito de una eventual publicación del Viaje al país
de los tarahumaras, último texto escrito por Artaud antes de su in­
ternación. “He recibido su carta (...) Le hablaba también de publi­
car el Viaje al país de los tarahumaras (...) Todo eso está muy bien
pero, querido amigo, nosotros ya no estamos en lo mismo. En este
momento, en la tierra y en París, hay algo más que la literatura, las
ediciones, las revistas. Hay un viejo asunto del cual todo el mundo
habla, se habla a sí mismo, pero del que nadie puede hablar públi­
camente en la vida ordinaria, por más que ocurre públicamente, en
50 - VINCENT KAUFMANN

todo momento de la vida ordinaria [...] Este asunto se llama un


asunto de maleficios” (17 de diciembre de 1945).5 Y un poco más
adelante, en la misma carta: ‘Todo esto es mió personal, y a usted
no le interesa: puedo percibirlo porque se leen, sí, las memorias de
los poetas muertos, pero a los vivos nadie les enviaría siquiera una
taza de café o un vaso de opio para reconfortarlos”.
Escribo para que me tomen al pie de la letra, para que me den
una taza de café, o de opio, o lo que sea, el derecho a la vida, a la
palabra, y no para hacerme desear, para hacerme leer allí donde me
borraría detrás de un rostro. La desaparición elocutoria del poeta
no es el fruto de Artaud; por otra parte, ¿cómo desaparecer cuando
toda aparición está, precisamente, condenada al fracaso? Entre él y
sus corresponsales, el malentendido acerca de las virtudes de la li­
teratura es, pues, siempre el mismo, como lo atestigua una vez más
este comienzo de carta a Paulhan, digno sucesor de Riviére: “Usted
me ha pedido un libro, y yo aprovecho la circunstancia para escri­
birle una carta. No sé si será larga pues acabo de comenzarla, pero
me interesa que sea publicada ya que la escribo como un poema de­
dicado a usted” (10 de setiembre de 1945).6
Se le pide un libro, una obra; él responde con una carta, pero
una carta abierta que debe, imperiosamente, ser publicada, y que
es su único poema. Hay algo más que la literatura, pero eso acaba
por representar cuarenta volúmenes en la colección blanca de Ga-
llimard, lo cual resulta honroso, de todos modos. Nada más litera­
rio, en la calle Sébastian Bottin, que esta voluntad obstinada de no
querer ser literario. Nada más fascinante que esta desaparición de
la literatura detrás de una “palabra” que toma al pie de la letra el
espacio literario como lugar de engendramiento o de reconstitución
del sujeto. “La literatura marcha hacia su desaparición” , pro­
clamaba Blanchot. Y Artaud, que rechaza la metáfora, o que fracasa
en ella, acabará por convertirse en la metáfora por excelencia de tal
desaparición, en su último emblema. Incansablemente, se reinventa
un origen, una genealogía; incansablemente también, trafica su
propio nombre, avanza hacia una lengua que sería, al fin, la suya,
que no deberá a nadie, a ningún Otro. Y también incansablemente
los editores lo publican, para dar una figura a ese momento en el
que, según la expresión de Blanchot, “la inspiración es, ante todo,
ese punto puro en que ella falta”,7 momento por excelencia de la
“inacción” . La más mínima frase, el más mínimo borrador, el menor
cuaderno de notas, constituyen una prueba más de que esa caren­
cia existe y allí se la encuentra.
ARTAUD: LOCURAS EPISTOLARES - 51

Una diferencia mínima y absoluta

Artaud pasa a ser, de este modo, un monumento literario, por­


que todo lo que escribe es un testimonio de un malentendido fun­
damental acerca de los poderes del discurso literario. En una época
que no se cansa de escudriñar el acto de escribir hasta sus oríge­
nes, nada más glorioso que esta suerte de error fundamental que
hace que él crea en lo que no es más que literatura, ñcción; este
error que confiere a los más antiguos deseos de la escritura un te­
rrible peso de realidad.
“De las lenguas imperfectas, aunque son varias, falta la supre­
ma”8 decía Mallarmé, sin preocuparse demasiado ya que es esa
ausencia de una lengua suprema lo que justifica la poesía, el verso,
del que dice que “remunera la imperfección de las lenguas". En el
lugar del verso remunerador, Artaud introduce las glosolalias, esbo­
zos de una lengua suprema que él acusa a un Otro de haberle roba­
do. En el lugar del libro total que un Mallarmé y otros nunca ha­
brán hecho otra cosa que hacer destellar, como un objeto necesa­
riamente perdido, como el último rostro del deseo mismo de escri­
bir, Artaud denuncia sin tregua al Otro por haberle robado tal libro.
En el lugar de la nada que el verso deja entrever, como una sombra
deseable, él quisiera que estuviese todo, se queja de que ya no haya
todo. La diferencia con el discurso poético resulta, así, mínima
(puesto que en los dos casos se trata, fundamentalmente, de desig­
nar una ausencia), pero al mismo tiempo absoluta: es aquella que
hay entre un “hay algo que no puedo decir" (propia del discurso po­
ético, que funciona como reparación de esta imposibilidad de decir)
y un “hay algo que se me impide decir” (propio de Artaud, que no
podrá más que protestar contra este impedimento). De una fórmula
a la otra, es el “yo” el que desaparece, como sujeto del enunciado,
por supuesto, pero sin duda también como sujeto a secas, sujeto de
una carencia, y por lo tanto de un deseo.
Para que el Otro se tache conviene que lo imposible se ponga del
lado del sujeto, que éste lo asuma. Sin lo cual, el Otro, tarde o tem­
prano, vuelve para hacerse tomar al pie de la letra, escándalo en la
vida pública obliga...
52 - VINCENT KAUFMANN

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

1. Véase especialmente M. Blanchót, le Livre á venir, Gallimard, 1959,


“Idee", págs. 53-62; y J. Lenny, la Terreur et les signes, Gallimard, 1982,
págs. 213-217.
2. "Correspondance avec Jacques Riviére”, l’Ombilic des Limbes, Galli­
mard, “Poésie", 1968, págs. 19-47.
3. Cf. “La parola soufflée”, l'Écriture et la DiJJérence, Seuil, 1967, págs.
253-292.
4. CEu.vres completes, IX, Gallimard, 1971, págs. 186-187.
5. Ibíd., págs. 179-180.
6. Oeuvres completes, XI, Gallimard, 1974, pág. 100.
7. Ob. cit., pág. 61.
8. Oeuvres completes, Gallimard, “La Pléiade", 1945, pág. 363-364.
II
POESIA, MISTICA


¿TEXTO PSICOTICO, TEXTO POETICO?

Verena Ehrich y Renate Bóschenstein

I\ ad ie ha podido determinar por qué, en algunos, las voces que


perciben se transforman en voces de las Musas, en tanto que sólo
son, en otros, voces privadas que los persiguen y los atormentan.
Lejos estamos de querer arrogarnos la competencia de responder a
este interrogante. Lo que hoy nos gustaría presentar aquí es una
serie de observaciones que nos inspiraron dos textos emanados de
un estado psicótico. De esos dos textos, sólo el de Hólderlin es con­
siderado, generalmente, como texto poético.
Sin embargo Schreber mismo describe su experiencia primera,
fundadora de toda su historia, como una “inspiración divina".1
"Dios puede ponerse en comunicación con humanos altamente do­
tados (poetas, etc.) a fin de concederles por su gracia pensamientos
fructíferos e ideas sobre el más allá."2 Schreber lo describe como
una conexión de los nervios, que se produce cuando los rayos, o
nervios de Dios -y los de otras almas que ya están en el cielo- se
entroncan con sus propios nervios, permitiendo así un influjo di­
recto de las voces en él.
Una relación privilegiada, pero ambivalente, con Dios, un Dios
del cual Schreber es el elegido y la víctima; revelaciones sobre el
más allá; el fin del mundo; visiones cósmicas; epifanías de Dios: te­
mas semejantes deberían engendrar, se supone, una escritura ima­
ginativa, incluso poética. Pero la impresión que deja la lectura es
ambigua, decepcionante. En este lenguaje hay algo penoso, difícil
de soportar, algo que no respira y que, poco a poco, me corta la res­
piración. (Algo mucho menos evidente, por otro lado, en la versión
francesa, que presenta un texto más terso, más elegantemente nor­
malizado.) ¿Qué es lo que impide que en las Memorias se perciba
una cualidad poética -me refiero a esa cualidad poética, en el sentí-
56 - VERENA EHRICH

do lato, que debería caracterizar todo relato de una experiencia vivi­


da, individual?
Lacan, en su Seminario, se ha interesado sobre todo en el fenó­
meno de las voces; pero esas voces, que Schreber cita minuciosa­
mente, no representan sino una minima parte del texto. Aquí, en
cambio, se tratará del lenguaje mismo de Schreber; el cual, por
cierto, no presenta las características del discurso psicótico enume­
radas por Eugénie Lemoine.

Impersonalidad

Las Memorias hablan de las experiencias personales de Schreber


desde que se halla en esta particular relación con Dios, pero lo ha­
cen de una manera curiosamente impersonal; ningún movimiento
del texto trasunta las tribulaciones, los sufrimientos, los momentos
de plenitud que él evoca. Cierto es que las Memorias fueron redac­
tadas con el propósito, entre otros, de obtener de parte del Tribunal
el levantamiento de la tutela (como al fin ocurrió); pero en su mono­
tonía un tanto fría, el texto supera de lejos lo que de él podría re­
querirse a tal propósito. Veamos, a título de ejemplo, el relato de los
hechos, en la época del comienzo de la enfermedad: Das Au/suchen
des Bettes erfolgte natürlich nicht schon um 3 Uhr, sondern wurde
(wohl einer geheimen Instruktion entsprechend, die meine Frau emp-
Jangen hatte) bis zur 9. Stunde verzógert. Unmittelbar vor dem
Schlafengehen traten aber wieder bendenkliche Symptome hervor.
Unglücklicherweise war auch das Bett infolge zu tangen Lüftens zu
kalt, sodass mich sojort ein heftiger Schüttelfrost ergriff und ich das
Schlafmittel schon in hochgradiger Erregung einnahm. Dasselbe ver-
fehlte infolgedessen seine Wirkung Jast gánzlich, und meine Frau
gab daher schon nach einer oder weniger Stunden das ais Reserve
in Bereitschaft gehaltene Chloralhydrat nach. Die Nacht verliej trotz-
dem in der Hauptsache schlajlos [...] Am anderen Morgen lag be-
reits eine arge Nervenzerrüttung vor; das Blut war aus alien Extre-
mitáten gewichen, meine Stimmung aufs Aeusserste verdüstert, und
Projessor Flechsig, nach dem bereits am Jrühen Morgen geschickt
wurde, hielt daher nunmehr die Unterbringung in derAnstalt fü r ge-
boten.3
¿Es éste el relato de un hombre que ha sufrido o el informe que
hace el médico de un caso? Casi cada frase de la evolución está for­
mulada de manera tal que el yo [je] no aparece en la frase. Esto se
¿TEXTO PSICOTTCO, TEXTO POETICO? - 57

advierte, sobre todo, en los siguientes giros: das Aufsuchen des


Bettes erfolgte (expresión de un formalismo bizarro: das Bett aufsu­
chen = irse a la cama, por lo tanto, “el irse-a-la-cama tuvo lugar”),
cine Newer zerrütung lag vor, die Unterbringung in der Anstalt war
geboten. Tales giros están construidos según la fórmula “algo acon­
tece; se ha producido un hecho” ; en alemán, Funktionsverbgefüge;
esta fórmula permite nombrar el hecho haciendo abstracción de las
personas implicadas. Es, en alemán, característica del lenguaje de
toda administración, y por consiguiente, también, del jurista que
Schreber ha sido. Abunda en todo el texto de las Memorias, cobran­
do, algunas veces, formas grotescas. Pero ¿cómo interpretar esta
elisión del sujeto? ¿Será acaso que expresa la pérdida del yo [m oi]
del inicio de una enfermedad, la ausencia del sujeto en el texto psi-
cótico de que habla Lacan?4 ¿O, por el contrario, una suerte de au-
toprotección, de defensa del yo [moi], vale decir de esa parte de
Schreber que representa su normalidad y que no quiere, al escribir
inás tarde, dejarse sumergir de nuevo por la invasión divina; la que
Intenta dominar, limitar su delirio? Yo no puedo dilucidar la cues­
tión; no obstante, el parentesco, en este sentido, entre el lenguaje
del psicótico y el del espíritu administrativo, da que pensar. Esto
nos trae a la memoria la observación de Todorov, a propósito de la
literatura del siglo XX, según la cual lo fantástico, definido como un
orden otro, opuesto al de la realidad, parece desaparecer a medida
que la realidad misma adquiere el carácter de lo fantástico.5
Por otra parte, esta impersonalidad tiene que ver con la ausencia
de lo que yo llamaría el relieve subjetivo de un texto que pusiera en
evidencia lo que en realidad importa. Aquí, cada detalle, de manera
uniforme, es objeto de la misma atención. ¿Acaso necesitamos, en
verdad, saber por qué la cama estaba demasiado fría, o a qué hora
fue administrado tal medicamento que de todos modos no sirvió pa­
ra nada? Dibujar, decía Valéry, es el arte de omitir: pues bien, el
lexto de Schreber carece, curiosamente, de imágenes capaces de
grabarse en la memoria del lector. Pero aquí se plantea el mismo in­
terrogante que antes: la monótona atención concedida a cada ele­
mento, nociva para la poeticidad del texto, ¿proviene de la psicosis,
de la objetividad del juez, o de ambas cosas?
Al pasar a otro nivel del texto, volvemos a encontrar esta ambiva­
lencia. Por un lado, las relaciones de causalidad aparecen enfatiza­
das con exceso (infolge, entsprechend, sodass, in Folge dessen,
Irotzdem, daher]; esto para decir: una cosa está ligada con la otra
por una relación de necesidad; mis experiencias tienen una cohe­
58 - VERENA EHRICH

rencia, y no son el resultado del delirio. Y por otro lado encontra­


mos, entremezclada en la trama misma del discurso, toda una serie
de adverbios de tiempo, (schon, unmittelbar vor, sofort, bereits, nun-
mehr), que expresan una suerte de impaciencia creciente. Pero
¿quién es el que espera, y qué es lo que espera? ¿Será acaso esa
parte oculta del sujeto que quiere precipitarse en la enfermedad?

Afán de coherencia

Otro procedimiento para evitar una implicación demasiado direc­


ta del sujeto con el acontecimiento narrado se aplica en otros pun­
tos cruciales de su historia, tales como la eviración-castración o el
asesinato del alma. En vez de un relato de la experiencia vivida, en­
contramos, ante todo, una larga elaboración de las leyes que go­
biernan este suceso, y su lugar en el orden cósmico; y sólo enton­
ces Schreber aborda su propio caso. Se trata, por tanto, de estable­
cer ante todo el orden general, en el que la vivencia individual se
inscribirá a continuación: estará ya comprendida, desarmada, por
así decir -pero, precisamente, en lo referente a los dos elementos
claves de su historia que constituyen su absoluta singularidad. De
nuevo, pues, un movimiento de distanciamiento y de control, de la
parte normal del yo /moij. Pero aquí, como antes, parece actuar una
dialéctica. Este movimiento de defensa deviene la expresión misma
del tema central del delirio. La voluntad de sistematizar implica que
uno se eleva a la perspectiva del Todo, del Conjunto, del orden uni­
versal... ¿Y no equivale esto, acaso, a ser uno con Dios, a hacer
cuerpo con él al compartir su perspectiva? “En todas estas cosas, el
hombre debe procurar librarse de las mezquinas representaciones
geocéntricas que acarrea en sus venas, y considerar las cosas desde
el punto de vista sublime de la Eternidad.”6 Bajo esta mirada, que
domina el todo desde lo alto, la realidad no puede sino empequeñe­
cerse; y es entonces cuando entra en escena el fin del mundo,
cuando Leipzig es percibido como una bambalina; y en adelante los
hombres que rodean a Schreber no serán más que engañifas. El es­
píritu sistematizador, así como el psicótico unido a Dios, van cami­
no de perder la relación con los hombres vivos y las cosas reales.
El espíritu sistematizador se manifiesta asimismo en la rica or­
ganización sintáctica del texto. Uno cree sentir que Schreber casi
experimenta placer al utilizar las relaciones lógicas del modo más
abundante y más diferenciado, e, incluso, al marcar enfáticamente
¿TEXTO PSICOTICO, TEXTO POETICO? - 59

los puntos de articulación. Esto es, para él, una demostración de


que no es su razón la que está enferma, como él afirma, sino sólo
sus nervios.7 He aquí una frase, elegida al azar, que sugiere la
maestría con que ordena sus temas; esta frase de quince líneas no
es más que un eslabón de una cadena de razonamientos mucho
más extensa. De ello transcribiré tan solo los puntos de articula­
ción, a fin de mostrar su estructura; y el resto de cada proposición
será reemplazado por una simple letra. “Da rxun [...] a, obgleich [...]
b, wobeifrüher /.../c, wábrend jetzt [...¡ d, so gelange ich zurAnnah-
me, dass [...] e, wie ich denn auch der Ueberzeugung bin, dass /.../ f,
zur Zeit ais [...] g, wenn auch /.../ h” .8 Es magistral... ¿en demasía?
Porque el centro mismo de lo que Schreber quiere transmitir al lec­
tor es inaccesible al razonamiento; ese despliegue de maestría lógi­
ca acaba por no ser más que un espejismo. Y como para combatir
ese espejismo, Schreber razona tanto más, y con más fuerza y suti­
leza; el idioma alemán, que tiende naturalemente a la multiplica­
ción de las partículas lógicas, le permite toda una profusión de con­
junciones múltiples, por ejemplo: obgleich nun allerdings [...] so
doch immerhin auch [...¡L o cual conduce a frases como la siguiente
(a propósito de la actitud reprensible de Dios): Dazu war er aber,
wenn auch nicht gerade unmittelbar gezwungen, so doch mindes-
tens in Folge einer schwer widerstehlichen Versuchung veranlasst
worden [...] A u f der anderen Seite aber wiederum ¡,..]9 (“Pero a pro­
pósito de esto, ha sido, si bien no en verdad directamente forzado,
no obstante, al menos, a raíz de una tentación difícilmente resisti­
ble, llevado [...] Pero por otro lado, sin embargo...") Son muchas pa­
labras para poca sustancia.
Por lo demás, Schreber es muy consciente de cuán extraña ha de
parecer su verdad al lector; se esfuerza, por lo tanto, por diferenciar
cuidadosamente si se trata de una realidad cierta o tan sólo de una
visión o conjetura. A tal fin, despliega todo un metalenguaje me­
diante el cual su discurso enuncia su modalidad precisa: Ich glau-
be also demnach behaupten zu kónnen, dass. o behaupten zu müs-
sen, dürfen, dass...10 Pero también aquí hay proliferación: Ic h
inóchte uber doch nicht unterlassen hinzuzufügen, dass...11 (“He ad­
quirido la concepción, por otro lado, de que probablemente, en efec­
to, no faltándole todo fundamento...”)
A fuerza de diferenciar, todo empieza a girar en el vacío. Schre­
ber reitera sus protestas contra el parloteo vacío de las voces: las
voces, empero, entran en él para depositar su “veneno mortal” (Lei-
chengift)12 en su propio discurso. Y es la sintaxis, instrumento de
60 -V E R E N A EHRICH

elección de este Schreber que controla la experiencia narrada, la


que retoma la verborrea vacía de la enfermedad, verborrea que aho­
ga todo posible poder evocador de las demás palabras. Schreber
nos explica la institución de los hombres-engañifas: he aquí que su
escritura, de tal modo, tiende a reducir a semejante insustanciali-
dad todo cuanto evoca.
Sólo Kafka, creo yo, ha sabido hacer con la hipertrofia del anda­
miaje razonador un soporte esencial de su lenguaje poético; Kafka,
que era jurista, e hijo de un padre aplastante, como Schreber, y cu­
yos dos héroes K, tienen también una fijación ambivalente e indiso­
luble con una instancia casi divina. Pero para Schreber todo está
fundado en la fusión con Dios, en tanto que para Kafka, esa brecha
infranqueable que separa a K del Tribunal, y a K del Castillo, es lo
que engendra el texto.
Me gustaría volver a la última frase citada para hacer una obser­
vación a propósito del ritmo: Ich habe die übrígens whol in der Tat
nichtjedes Grundes entbehrende Anschauung gewonnen, das... Uno
no puede llegar al final de la frase sin sentirse abrumado: el peso
muerto de las palabras amontonadas nos corta el aliento y aplasta
toda vibración de vida. Este fenómeno del ritmo -imposible de ver­
ter en la sintaxis francesa- es poderoso en las Memonas; y uno no
puede sino preguntarse cuál sería la relación entre quien escribía
frases semejantes y su propio cuerpo. Hay un momento emocionan­
te en el resto que nos muestra hasta qué punto la invasión incesan­
te de las voces puede parecerse a una forma de tortura. Una sola
vez, en efecto, los rayos-voces, en lugar de interrumpir y contrade­
cir los pensamientos de Schreber, según su costumbre, se han
puesto de acuerdo con ellos, de manera tal que son preferidos en
verso, “y fue un alivio tal que al fin pude dormirme".13

Clichés

Se impone aquí una observación a propósito de la Grundsprache,


ese lenguaje de Dios y de las voces que Schreber describe como un
tanto arcaico, vigoroso, de una noble simplicidad.14 Sin embargo,
ante el lector no prevenido por este juicio, este lenguaje se presenta
de muy diferente manera. Ante todo es preciso notar que Schreber
cita, copiosamente, los ejemplos de su versión pervertida, el parlo­
teo de las voces, esas formas de hablar mil veces repetidas; pero
nunca transcribe los enunciados que le han transmitido las revela-
¿TEXTO PSICOTICO, TEXTO POETICO? - 61

dones que relata. Y por lo demás, los términos y expresiones de la


Grundsprache de los que explica el significado especial, Nervenan-
liang, Aufschreibesystem, Seelenauffassung, darstellen, zeichnen,
flüchtig hingemachte Mánner, der Nichtdenkungsgedanke, fcind Auf-
nahme, etc.,15 no se diferencian ni por su material lexical ni por la
forma de palabras compuestas de esa lengua abstracta y muy con­
vencional que escribe el propio Schreber; incluso los términos inju­
riosos que emplea son los más comunes, y un cierto formalismo ju ­
rídico caracteriza a algunas de las frases: Rücksichtlich der Strah-
lenverluste ist der Hóllenfürst (= Schreber) verantwortlich.16 La ima­
gen que da Schreber de la Grundsprache, tan diferente de los ejem­
plos que de ella cita, ¿será, entonces, más bien, un postulado, la
expresión de la falta de una palabra vigorosa, plena, auténtica, que
hubiera deseado recibir de su Dios?
En las Memorias, no obstante, existen pasajes (muy poco nume­
rosos, es cierto) en los que se tiene la impresión de que una expe­
riencia intensa, revulsiva, confiere de pronto vida al texto, lo vuelve
sugestivo, poético: Ich glaube sagen zu dürfen, dass ich damals und
nur damals Gottes Allmacht in ihrer volsstandigen Reinheit gesehen
habe (...) Wáhrend meines Gartenaufenthaltes sah ich den oberen
Gott Ormuz, diesmal nicht mit meinem geistigen Auge, sondern mit
meinem leiblichen Auge. Es war die Sonne; aber nicht die Sonne in
ihrer gewóhnlichen, alien Menschen bekannten Erscheinung, sondern
umjlossen von einem silbernen Strahlenmeer, das, wie ich schon in
Anmerkung 19, Kap. 1 hervorgehoben habe, etwaden 6. bis 8. Teil
des Himmels bedeckte. Y, por un afán de precisión, agrega: dass es
auch nur der 10, oder 12. Teil des Himmels hátte sein Kónnen.17 Al
comienzo, por fin, frases simples que otorgan fuerza y sugestividad a
las palabras (Es war die Sonne...) Pero, de inmediato, Schreber cae
en la cantidad, intentando protegerse por medio de las normas cien­
tíficas que le han sido impuestas; y de encerrar la experiencia en la
disposición perfectamente ordenada -y anotada- de su relato. Cuan­
do habla del sol, recurre al lugar común: Jedenfalls (!) ein Anblick
von überwáltigender Pracht und Grossartigkeit; giro que se presta
para cualquier propósito administrativo.18
En cuanto al rol de los clichés en las Memorias, podría extraerse
de ellos todo un Diccionario de lugares comunes. Pienso sobre todo
en esos acoplamientos fijos de palabras que enumera Flaubert:
“‘Colega’ siempre precedido por ‘Eminente’” . En el caso que nos
ocupa, por ejemplo, Gewissheit precedido siempre de unumstóss-
lich, Vermutung de haltlos, verlangen siempre acompañado de g e -
62 - VERENA EHRICH

bieterisch, etc. Incluso el hecho enorme de su eviración resulta ba­


nal cuando Schreber dice que, de ahora en más, quiere “inscribir la
femineidad en su estandarte”.19 La absoluta previsibilidad de lo que
habrá de seguir en el texto vuelve a instalar en él ese vacío de las
palabras que ya no hablan más. Es mortalmente correcto; pero al
mismo tiempo es conmovedor: volvemos a encontrar al Schreber de
la Normalidad quien, ante la amenaza de la disolución, se protege
con giros de convenciones para probar: Ich bin der Herr Senatsprá-
sident Schreber!20 Y una vez más resulta asombroso comprobar
hasta qué punto se queja Schreber de las formas de hablar estereo­
tipadas de las voces, sin percatarse de las suyas propias, que él sir­
ve al lector.

Ninguna metáfora

Al comienzo del libro Schreber anuncia que, en vista de lo inédi­


to de su materia, “tendrá que expresarse muchas veces por medio
de imágenes y comparaciones”,21 es decir, metafóricamente. Sin em­
bargo en el texto no hay metáforas, como no hay, por otra parte,
rasgo alguno de ironia. Si consideramos la equivalencia, a menudo
enfatizada, entre los rayos, las almas, las voces y finalmente los
nervios que, materiales en sí mismos, son absorbidos en su cuerpo,
creemos ver una suerte de achatamiento, en el que el nivel espiri­
tual o psíquico se rebaja hasta el nivel de la materialidad corporal.
Y nos preguntamos si no serán los sufrimientos y mutilaciones fan­
tásticas de su cuerpo los que expresan, tal vez, lo que él no puede
decir con palabras. ¿Acaso su deseo de ser un sujeto creativo no se
expresaría, entre otras cosas, en la transformación corporal en mu­
jer, capaz de procrear?
Hallar metáforas, simbolizar, para expresar mi vivencia, sería ser
un sujeto en cuanto al lenguaje. Ese sujeto podría asimismo decir
su sufrimiento o su goce, en lugar de encarnarlo. Ahora bien, el de­
recho al libre uso de sus nervios, dice Schreber, le ha sido arreba­
tado sólo a él; son las voces las que obligan a sus nervios a pronun­
ciar sus palabras.22 Schreber padece el lenguaje, la invasión ince­
sante de las voces, como soporta la fusión con Dios, de la misma
manera en que había soportado la impronta aplastante de la socia­
lización metódica de su padre. Y esa relación fusional con el padre
nunca ha podido ser cuestionada, pues de otro modo Schreber no
volvería a encontrarla, ahora, proyectada, omnipotente, en el cielo.
¿TEXTO PSICOTICO, TEXTO POETICO? - 63

Y, por supuesto, la lengua de Schreber hijo es la lengua del pa­


dre tal como nosotros la conocemos por sus libros, caracterizada,
también ella, por la actitud de una objetividad científica y razona­
dora, y por los clichés; en el escrito del hijo han proliferado tanto la
sistematización como los clichés.
La psicosis, aquí, no opera por lo tanto ninguna liberación de un
Impulso creativo, al contrario; el delirio de Schreber revela la falta
de vida concreta y espontánea, en su vivencia anterior.
Para volver a nuestro punto de partida, yo diría que las M em o­
rias, si bien no son poéticas en el sentido aceptado, tampoco son un
texto cualquiera, ni banal. Por el contrario: en esta escritura es la
falta misma la que resulta expresiva: este texto tiene, también, un
brillo pero es un brillo siniestro, mortal, de vacío; lo que Schreber
sufre de parte de Dios, su texto parece transportarlo hacia el lector.

V. E.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

Las citas en alemán las he tomado de la siguiente edición: Daniel Paul


Schreber, Denkwürdigkeiten eines Nervenkranken, Syndikat Verlag, Frank-
furt, 1985, ofreciendo una traducción muy literal cada vez que lo he juzgado
necesario. En los casos en que la formulación es menos importante, me he
servido de la traducción de Paul Duquenne y Nicole Seis, Mémoires d’un
riévropathe, Seuil, París, 1975.
1. Denkwürdigkeiten..., pág. 22, Mémoires..., pág. 37.
2. Denkwürdigkeiten, pág. 14, Mémoires, pág. 27/49.
3. Denkwürdigkeiten, págs. 32-3, Mémoires, págs.48-49.
4. Jacques Lacan, le Séminaire, libro III, Les psychoses, París, Seuil,
1981, pág. 90.
5. Todorov, Introduction á la literature fantastique, París, 1970, págs.
181-182.
6. Denkwürdigkeiten, 41, Mémoires, 58.
7. Denkwürdigkeiten, 184, Mémoires, 219.
8. Denkwürdigkeiten, págs. 21-22.
9. Denkwürdigkeiten, pág. 46.
10. Denkwürdigkeiten, pág. 26.
11. Denkwürdigkeiten, pág. 101.
12. Denkwürdigkeiten, pág. 144.
13. Denkwürdigkeiten, pág. 97, Mémoires, págs. 121-122.
14. Denkwürdigkeiten, págs. 16, 117, Mémoires, págs. 28, 144 (en este úl­
timo caso, la traducción se toma demasiada libertad).
64 - VERENA EHRICH

15. Para las referencias, ver el léxico de la Grundsprache, Denkwürdigke


ten, págs. 369 ss.
16. Denkwürdigkeiten, pág. 114.
17. Denkwürdigkeiten, págs. 96, 97-98.
18. Denkwürdigkeiten, pág. 98.
19. Denkwürdigkeiten, pág. 124.
20. Denkwürdigkeiten, pág. 345.
21. Denkwürdigkeiten, pág. 8, Mémoires, pág. 20.
22. Denkwürdigkeiten, pág. 37, Mémoires, págs. 53-54, y varias veces.
¿TEXTO PSICOTICO, TEXTO POETICO? - 65

Friedrich Holderlin
In Lieblicher Bláue...

In Lieblicher Bláue blühet mit dem metallenen Dache der Kirchturm. Den
innschwebet Geschrei der Schwalben, den umgibt die rührendste Bláue. Die
Dim e gehet hoch darúber und já rbet das Blech, im Winde aber áben stille
kráhet die Fahne. Wenn einer unter der Glocke dann herábgeht, je n e
l'ivppen, cin stilles Leben ist es, weil, wenn abgesondert so sehr die Gestalt
M, die Büdsamkeit herauskommt dann des Menschen. Die Fenster, daraus
lile Glocken tónen, sind wie Tore an Schónheit. Námlich weil noch der Natur
Mfich sind die Tore, haben diese die Áhnlichkeit von Báumen des Walds.
Ilrinheit aber ist auch Schónheit. Innen aus Verschiedenem entsteht ein
rmster G eist So sehr einfáltig aber die Bilder, so sehr heilig sind die, da/3
man wirklich oft Jürchtet, die zu beschreiben. Die Himmlischen aber, die im-
iiur gut sind, alies zumcR, wie Reiche, haben diese, Tugend und Freude. Der
Mensch d a rj das nachahmen. Darf, wenn lauter Mühe das Leben, ein
Mrnsch aufschauen und sagen: so will ich auch sein? Ja. So lange die
Deundlichkeit noch am Herzen, die Reine, dauert, mis set nicht unglücklich
iler Mensch sich mit der Gottheit Ist unbekannt Gott? Ist er offenbar wie der
lllmmel? Dieses glaub ich eher. Des Menschen Maji ists. VoR Verdienst, doch
tllchlerisch, wohnet der Mensch auf die ser Erde. Doch reiner ist nicht der
,‘li hatten der Nacht mit den Sternen, wenn ich so sagen kónnte, ais der
Mensch, der heiJ3et ein Bild der Gottheit
Gibt es a u f Erden ein Maji? Es gibt keines. Námlich es hemmen den
Donnergang nie die Welten des Schápfers. Auch eine Blume ist schón, weil
«le blühet unter der Sonríe. Es Jindet das Aug oft im Leben Wesen, die viel
■ilioner noch zu nennen wáren ais die Blumen. Oi ich weiji das wohli Denn
ii bluten an Gestalt und Herz, und ganz nicht mehr zu sein, gefállt das
(Jott? Die Seele aber, wie ich glaube, mu6 rein bleiben, sonst reich an das
Máchtige a u f Fittigen der Adler mit lobendem Gesange und der Stimme so
iIder Vógel. Es ist die Wesenheit, die Gestalt ists. Du schones Báchlein, du
■cheinest rührend, indem du rollest so klar, wie das Auge der Gottheit durch
illa Milchstrajie. Ich kenne dich wohL aber Tránen quillen aus dem Auge. Ein
lirlteres Leben sech ich in den Gestalten mich umblühen der Schópfung, weil
li li es nicht unbillig vergleiche den einsamen Tauben a u f dem Kirchhof. Das
bichen aber scheint mich zu grámen der Menschen, námlich ich hab ein
llnrtz. M óch t ich ein K om et sein ? Ic h gla u b e. D enn sie h a b en die
Urhnelligkeit der Vógel; sie blühen an Feuer, und sind wie K inder an
Ilrinheit. GróJSeres zu wünschen, kann nicht des Menschen Natur sich ver-
messen. Der Tugend Heiterkeit verdient auch gelobt zu werden vom ernsten
ltriste, der zwischen den drei Sáulen wehet des Gartens. Eine schóne
ihmgfrau muji das Haupt umkránzen mit Myrtenblumen, weil sie einfach ist
llirrm Wesen nach und ihrem Gefüht Myrten aber gibt es in Griechenland.
Wenn einer in den Spiegel siehet, ein Mann, und siehet darin sein Bild,
66 - RENATE BÓSCHENSTEIN

iufe abgemalt; es gleicht dem Manne. Augen hat des Menschen Büd, hinge
gen U cht der Mond. Der Kónig Oedipus hat eln Auge zuviel vielleicht. Diesi
Leiden dieses Manaes, sie scheinen unbeschreiblich, unaussprechlidt.
unausdrücklich. Wenn das Schauspiel ein solches darstellt, kommts daher,
Wie ist mirs aber, gedenk ich deinerjetz? Wie Bache reifit das Ende von el
was m ich dahin, welches sich wie A sien ausdehnet. N atürlich diesen
Leiden, das hat Oedipus. Natürlich ists darum. Hat auch Herkules gelitterx'i'
Wohl. Die Dioskuren in ihrer Freundschaft, haben die nicht Leiden auch ge
tragen? Námlich wie Herkules mit Gott zu streiten, das ist Leiden. Und die
Unsterblichkeit im Neide dieses Lebens, diese zu teilen, ist ein Leiden auch
Doch das ist auch ein Leiden, wenn mit Som merjlecken ist bedeckt ein
Mensch, mit manchen Flecken ganz überdeckt zu seinl Das tut die schóne
Sonríe: námlich die ziehet alies auf. Die Jünglinge Jührt die Bahn sie mil
Reizen ihrer Strahlen wie mit Rosen. Die Leiden scheinen so, die Oedipun
getragen, ais wie ein armer Mann klagt, dajS ihm etwas fehle. Sohn Laios,
arm er Fremdling in Griechenland! Leben ist Tod, und Tod ist auch eln
Leben.

Friedrich Holderlin
En azul adorable...

En azul adorable florece


el techo de metal del campanario.
Gritos de golondrinas, planeando, lo circundan
y el más conmovedor de los azules
en torno se despliega. El sol
se eleva, irisando la techumbre
y allá arriba, en el viento, silenciosa
la veleta canta. Cuando alguien
bajo la campana, descienda los peldaños
el silencio será una vida; pues
cuando una figura a tal punto se destaca,
deviene, al instante, humana.
Las ventanas, donde las campanas resuenan, son
puertas de belleza. Sí,
porque son naturaleza, a imagen
y semejanza de los árboles del bosque. Mas la pureza
también ella es belleza.
Desde el origen, desde dentro, nace un espíritu severo.
Tan simples son las imágenes, en verdad, tan santas
que a menudo tememos aquí, abajo,
describirlas. Pero los ángeles
magnánimos, todos ellos, como ricos
poseen tal virtud, tal alegría. En ello puede el hombre imitarlos.
¿TEXTO PSICOTICO, TEXTO POETICO? - 67

Un hombre, cuando la vida no es sino fatiga, ¿puede


volver los ojos a lo alto, y decir: así
lambién querría ser yo? Si. En tanto perdure, en su corazón
la benevolencia, siempre prístina,
el hombre podrá, con el Divino, medirse
no sin ventura. ¿Es Dios desconocido?
¿Es acaso, como el cielo, evidente? Yo, más bien
lo creería. Tal es la medida del hombre.
Rico en méritos, pero poéticamente siempre,
sobre la tierra habita el hombre. La sombra
de la noche, con las estrellas, no es más pura,
si a decirlo me atrevo, que
el hombre, a quien ha de llamarse una imagen de Dios.

¿Es él, sobre la tierra, una medida? No es


ninguna. Nadie en el mundo del Creador ha suspendido
jamás el curso del trueno.
Ella misma, una flor, es hermosa, porque
florece bajo el sol. A menudo, el ojo
encuentra, en esta vida, criaturas
que serían aún más bellas de nombrar
que las flores. ¡Oh, qué bien lo sél Porque
del sangrar de su cuerpo, y del corazón mismo, de no ser ya
entero, ¿obtiene Dios placer?
Pero debe el alma
permanecer, según creo, pura; o bien a los poderosos se acercará
el águila, con la alabanza de su canto
y la voz de tantos pájaros. Es
la esencia, es la forma del ser.
Helio arroyuelo, conmovedor, tú brotas
y fluyes, claro como el ojo
de la Divinidad, por la Vía Láctea.
¡Qué bien te conozcol Las lágrimas, sin embargo
rezuman del ojo. Una vida feliz, yo la veo florecer
en las formas mismas de la creación que me rodea, pues
din equivocarme la comparo
it palomas solas entre las tumbas. La risa
de los hombres, se diría, me aflige pese a todo
pues tengo un corazón.
¿Quisiera yo ser cometa? Ya lo creo. Porque son raudos
como un pájaro, florecen en fuego
y son en su pureza semejantes al niño. Desear un bien mayor,
lu naturaleza del hombre no puede pretenderlo.
El Júbilo de tal moderación también merece ser loado
por el Espíritu severo, que desde el jardín
68 - RENATE BÓSCHENSTEIN

sopla entre las tres columnas.


Una hermosa doncella deberá coronar su frente
de flores de mirto, porque ella es simple
por esencia, y de sentimientos.
Pero los mirtos están en Grecia.

Que alguien mire en el espejo, un hombre


que vea en él su imagen, como pintada, y ella
se le parecerá. La imagen del hombre tiene ojos, pero
la Luna, en cambio, tiene luz. El rey Edipo
tiene un ojo de más, tal vez. Esos dolores,
y de un hombre semejante, parecen indescriptibles,
inexpresables, indecibles. La tragedia
ha podido producir algo semejante, y de pronto, héla ahí. Pero
ahora ¿qué será de mí, que en ti pienso?
Como arroyuelos me arrastra el fin de alguna cosa, allá,
que se despliega como el Asia. Este dolor,
naturalmente, lo conoce Edipo. Por eso, sí, naturalmente.
¿Ha sufrido Hércules, también?
Sin duda. ¿Los Dióscuros, en su amistad, no han soportado
acaso, un dolor? Sí,
luchar, como Hércules, con Dios. He ahí un dolor. Pero
ser de aquello que no muere, y que la vida cela,
es también un dolor.
Dolor también, no obstante, cuando en tiempo de estío
un hombre se cubre de pecas-
|Estar, de la cabeza a los pies, cubierto de tantas manchas! Tal
es el trabajo del sol bello; pues
él llama a toda cosa a su fin. Jóvenes; él ilumina la senda de los vivos
con el encanto de sus rayos, como con rosas.
Tales dolores, parece, Edipo los ha soportado,
los de un hombre, pobre, que de algo se lamenta.
¡Hijo de Layo, pobre extranjero en Grecia!
¡Vivir es una muerte, y la muerte también es una vida!
(Traducido de la versión francesa de André du Bouche!)

En principio, cierto pudor nos inhibe de comparar estos versos


conmovedores con los escarceos de Schreber. No obstante ello, creo
poder demostrar que, en un plano fundamental, es legítimo plan
tear la cuestión de la naturaleza poética de estos dos textos, y de su
relación con un estado psicótico de sus autores. Por un lado, esto»
textos constituyen casos extremos y absolutamente divergentes del
discurso literario. Pero, por otro lado, nos sorprenden porque tic
nen puntos en común.
¿TEXTO PSICOTICO, TEXTO POETICO? - 69

“Una lucha o una confrontación con la divinidad o el destino” '


seguía preocupando a Hólderlin incluso veinte años después de su
derrumbe. Tal es al menos el testimonio de Weiblinger, ese joven
poeta que frecuentaba a Hólderlin y a quien debemos este texto. Es
cierto que el combate con la divinidad librado por Schreber consti­
tuye una irrupción inaudita en un universo convencional, en tanto
que Hólderlin se sabía, desde su juventud, en lucha con la divini­
dad, y estaba en condiciones de dar cuenta de ella de manera ple­
namente consciente aún antes de su enfermedad. Schreber desa­
rrolla su sistema religioso bajo la forma de un fantasma, mientras
que Hólderlin no construye un mundo de delirio sino que sufre por
no poder dominar sus ideas.
Curiosamente, Schreber comparte con Hólderlin no sólo el re­
curso a divinidades míticas, sino también a motivos centrales: la
importancia del ojo, los rayos, el sol divinizado. Esto no es lo previ­
sible. Poco tiempo después de las Memorias de Schreber, Alfred Ku-
bin, el dibujante, compuso a raíz de una crisis relacionada con la
muerte de su padre, una novela titulada L ’Autre cote,2 que repre­
senta igualmente el dominio de un dios ambivalente pero con otros
acentos: los tintes son oscuros, y la modernidad se opone, en ella, a
la decadencia. En cambio, Hólderlin y Schreber participan, ambos,
de la misma tradición teológica y poética. Así, el estudio de la dife­
rencia en su transformación de motivos, rasgo que tienen en co­
mún, permite vislumbrar aquello que, más que “presencia o ausen­
cia” de un potencial poético, yo preferiría llamar “eclosión insufi­
ciente o perfecta” de ese potencial. Me gustada poner de relieve tres
puntos esenciales: la génesis del estado psicótico, la génesis del
texto, y las figuraciones metafóricas.

Uno metaforiza, el otro no

En su poema, Hólderlin introduce dos figuras de identificación:


Edipo y Hércules. El fundamento de esta identificación es una rela­
ción perturbada con el símbolo del padre. Si esta última, en el caso
de Schreber, aparece deformada por la omnipresencia de un padre
molesto, la estructura psíquica de Hólderlin, en cambio, está domi­
nada por la interminable búsqueda del padre. Jean Laplanche da
de esta situación una imagen matizada.3 Yo adoptaré sin embargo
un punto de vista distinto del suyo, prefiriendo hablar de un símbo­
lo del padre imperfecto, y no de un padre ausente.* En un poema
70 - RENATE BÓSCHENSTEIN

de juventud Hólderlin agradece al semidiós que lo ha alentado a


buscar la inmortalidad, a él, que carece de padre.5 Hércules no es
para él una sustitución del padre, sino el ejemplo de lo que puede
alcanzar aquel que durante toda su vida ha debido soportar un
combate contra un padre que se ha apartado de él. Edipo, por el
contrario, es aquel a quien su padre ha rechazado. En él, el destino
de aquel que no tiene a quien recurrir salvo a sí mismo, ha suscita­
do un exceso, no de fuerza activa, sino de reflexión: el célebre “ojo
de más". Y es precisamente este tema del ojo el que nos hace ver
una diferencia capital en la relación con el padre, diferencia que es
determinante para la naturaleza poética del texto, porque influye
directamente sobre el lenguaje.
Hemos constatado que la lengua de Schreber se había impregna­
do de las abstracciones y los clichés de la lengua del padre. “Ver
con un ojo espiritual” es una locución favorita de Schreber padre.
Este había redactado una obra sobre el “milagro de la composición
del organismo humano”, mostrando que el hombre “representa, en­
tre las criaturas terrestres, la transición del mundo visible al mun­
do invisible*' (metáfora que bien pudo ser interpretada literalmente
por su hijo). En esta obra, escribe: “Así queremos levantar el telón y
contemplar, con la ayuda de los ojos de nuestro cuerpo, el teatro
augusto de nuestro propio ser pero recurriendo, al mismo tiempo, a
nuestro ojo espiritual”.6 El hijo retoma esta locución interpretándo­
la como la sustitución de un término apto para describir su percep­
ción independiente de los sentidos.7 Por analogia, la forma de per­
cepción del dios de Schreber, que es “casi” idéntico a los astros, es
considerada como una forma particular de la visión: según Schre­
ber, el sol y la luz de los astros pueden ser comprendidos “en senti­
do figurado" como el ojo de Dios.8
Pero esto no significa que haya que ver una oposición entre una
evocación poética inmediata en Hólderlin, y una reflexividad no po­
ética en Schreber. Ciertamente, Hólderlin habla sin otro del “ojo de
Dios" pero sólo bajo la forma de una comparación: el arroyuelo flu­
ye, “claro como el ojo/de la Divinidad, por la Vía Láctea”.8 El poema
de Hólderlin contiene asimismo reflexiones. “Que alguien mire en el
espejo, un hombre/que vea en él su imagen, como pintada, y
ella/se le parecerá. La imagen del hombre tiene ojos, pero la Luna,
en cambio, tiene luz.” 10 Volveré sobre el significado de la diferencia
presentada de este modo.
¿TEXTO PSICOTTCO, TEXTO POETICO? - 71

Uno se identifica, el otro fusiona

Ante todo, un indicio característico de la reflexión abstracta de


Hólderlin en este poema: hace pensar en un texto de niño. Ese es­
tado de inocencia -que de ninguna manera habrá de interpretarse
como reducción enfermiza- no aparece sino en el curso de la evolu­
ción de la lengua de Hólderlin. Porque también él estaba amenaza­
do por el peligro al que Schreber sucumbió: el de fijarse a un len­
guaje paterno. En su caso fue, primero, la lengua sentenciosa del
padre sustituto, Schiller; y luego la de los filósofos idealistas. La
mirada inocente, interrogativa, libre de preconceptos, Hólderlin sólo
la adquiere a partir de los grandes himnos, y ella se intensifica por
el aislamiento de la enfermedad. Por otro lado, la tentación de crear
formulaciones forzadas y artificiales, que era característica ya de
sus escritos teóricos, continúa manifestándose durante la enferme­
dad. En Hólderlin, ésta conduce igualmente a la creación de una
“lengua fundamental” con “palabras compuestas por elementos in­
sólitos”, tal como Behauptenheit (31).
Lo cual no es tan distinto de lo que vemos en Schreber cuando
declara que ha “logrado algunas victorias no desdeñables sobre la
divinidad” . El texto poético, también él, contiene cuestiones que
buscan ansiosamente un apoyo en el sentido común: “Por eso, sí,
naturalmente” (84). Pero la diferencia entre Schreber y Hólderlin no
reside tan sólo en las proporciones que cobra la reflexividad, sino
en la sencillez con que es formulada. Esta sencillez original resulta
de la ausencia de fusión con la divinidad paterna. Hólderlin se ha­
lla al resguardo de los “rayos agudos” gracias a las figuras protecto­
ras míticas de identificación. Por la evocación de su sufrimiento, el
problema del padre es integrado al texto, en vez de gobernarlo en
secreto. Hay allí sin duda un elemento de naturaleza poética. Con­
verge, así, hacia la especificidad de la génesis del texto. Hólderlin
escribe, también él, a partir de un recuerdo. Pero éste se transfor­
ma en presente gracias al acto de escritura. “Pero/ahora ¿qué será
de mí, que en ti pienso?/Como arroyuelos me arrastra el fin de al­
guna cosa, allá,/que se despliega como el Asia (80)". Al escribir,
Hólderlin revive sus infinitos sufrimientos, y ese sufrimiento confie­
re a su lengua su intensidad.
Al resucitar el destino de Edipo, pone en evidencia la abolición
del muro protector entre el sentido propio y el sentido figurado. El
lexto de Hólderlin se refiere a las manchas que cubrían a Edipo co­
mo indicio de esa falta suya que acarreó la peste a Tebas. Schreber
72 - RENATE BÓSCHENSTEIN

cree sufrir en su cuerpo el tormento de bubones pestíferos. El he­


cho de haber sufrido tanto en su cuerpo ¿estará ligado a su capaci­
dad disminuida de simbolización verbal, o a su temor de usarla?
Uno de los pasajes donde la evocación poética de su visión del
mundo está mejor lograda, es la ya mencionada descripción del dios
del Sol. Se halla en ella, ciertamente, una de las fuentes de toda
poesía: la experiencia intensa de un fenómeno. Pero Schreber malo­
gra la transferencia a una imagen verbal, al transponer el milagro
de la unidad de Dios con el astro en su extensión cuantitativa y no,
como Hólderlin, en la multivalencia del lenguaje. “Tal/es el trabajo
del sol bello; pues/él llama a toda cosa a su ñn. Jóvenes: él ilumina
la senda de los vivos/con el encanto de sus rayos, como con rosas
(93)." Ese dios del sol es asimismo ambivalente. Es también él
quien ha arrastrado a Edipo a cometer su falta con la ayuda de su
oráculo, imponiéndole luego una expiación. Simultáneamente, le ha
inscrito las manchas al quemarlo con sus rayos.
Comprender la unión de un sentido propio y un sentido figurado,
de manera literal, no simbólica, constituía desde mucho tiempo
atrás una tendencia propia de Hólderlin. Ya en un poema de juven­
tud confunde voluntariamente la hoja del árbol con la del libro.11 En
su comentario sobre la Antígona de Sófocles hace coincidir Geschick
en el sentido de “virtuosidad” con Geschick en el sentido de “desti­
no”. Estas coincidencias se vuelven peligrosas cuando actúan direc­
tamente sobre la vida. Pero Hólderlin conoce siempre el movimiento
complementario que pone la coincidencia en tela de juicio. A este
respecto, el ejemplo más rico es el pasaje sobre la mirada que se re­
fleja (73). La reflexión constituye el tema principal de este poema.
Este tema se presenta bajo la forma de una reflexión, y se concreta
a la vez como reflexión del hombre en un espejo. Ahora bien, lo que
se percibe a partir de esta identificación del reflejo con su imagen,
es, precisamente, la diferencia. El hombre percibe en el espejo su
propia imagen y no la de Dios, como parecía esperar: “El hombre, a
quien ha de llamarse una imagen de Dios” (36). Esta imagen le
muestra ojos, no luz como la luna. No hay, por tanto, coincidencia
entre visión humana y visión divina, hombre y cosmos, sujeto y ob­
jeto, como él lo deseaba; él, que quería ser un cometa (62).
Este momento de suspensión en el umbral de la fusión confiere
al texto su alto valor poético. Asimismo la frase “Dolor también, no
obstante...” (91) indica a la vez coincidencia y delimitación. Lo mis­
mo puede decirse de la expresión frecuente “semejar, parecer”: “Ta­
les dolores, parece, Edipo los ha soportado,/los de un hombre, po-
¿TEXTO PSICOTICO, TEXTO POETICO? - 73

bre, que de algo se lamenta” (92). Fehlen, el verbo del texto original,
tiene tres sentidos diferentes: “él se queja de algo”, “le falta algo”,
“hay algo que no logra”.
Hólderlin es un pobre hombre en comparación con el rey Edipo,
marcado por un destino trágico; comparte su mismo destino y sin
embargo se diferencia de él. Schreber es, en el plano poético, un
pobre hombre, comparado con Hólderlin. Los dos carecen de una
relación con el padre que les hubiera permitido mantenerse en la
vida, pero Schreber está, además, desprovisto de la facultad de tra­
ducir esta situación en símbolos verbales. No obstante, no se trata
aquí de un salto cualitativo sino de un distanciamiento gradual.
Que las experiencias intensas y aterradoras de un dios que se apro­
xima de manera amenazante impulsan al jurista convencional que
era Schreber a tentar la búsqueda de un lenguaje poético, prueba
que la matriz de este lenguaje pertenece a todos los hombres.
Cuando esta posibilidad es sofocada por la lengua del padre aplas­
tante, no se trata sino de la hipérbole del sofocamiento de esta mis­
ma posibilidad en el niño “normal”.
Freud relata el caso ficticio de un hombre que anuncia a los
agentes de un puesto de policía: “He sido robado por la soledad y la
oscuridad que me han despojado de mi reloj y mi cartera”. Y agre­
ga: “Aunque al expresarme así no he dicho nada inexacto, he corri­
do el riesgo de que se me considere una persona trastornada”. Sin
quererlo, el hombre designa de este modo los rasgos comunes entre
la lengua psicótica y la lengua poética, en relación con el discurso
convencional. El miedo a la policía interna y externa ha hecho del
texto de Schreber el texto de un pobre hombre. Hólderlin ha sido
conducido por su enfermedad fuera de los límites protectores den­
tro de los cuales quería asegurarse, hacia una apertura radical y
peligrosa en la que su lengua recuperó la pureza de los niños y la
de los cometas.
R. B.

NOTAS

1. ... ein Kampf und ein Anringen gegen die Gottheit oder das Schick-
sal..., Grosse Stuttgarter Ausgabe, VII/3, pág. 73.
2. Die andere Seite, 1909.
3. Hóldedin et la Question du pére, París, 1969.
4. Cf. mi crítica de este libro en Hólderlin Jahrbuch, 21, 1978/79, págs.
335-348.
74 - RENATE BÓSCHENSTEIN

5. An Herkules, Grosse Stuttgarter Ausgabe 1/1, págs. 199 ss.


6. Anthropos, Leipzig, 1859, pág. 5. So wollen wir den Vorhang aufziehen
und hineinschauen mit unserem leiblichen Auge in das erhabene Schauwerk
unseres eigenen Wesens, aber auch dabei unser eigenes Auge gebrauchen...
7. Denkwürdígkeiten, pág. 88.
8. Denkwürdígkeiten, pág. 13.
9. Testimonio de Christoph Schwab, Sámliche Werke, vol. 6, Berlín, edi­
ción de L. V. Pigenot y F. Seebass, 1923, pág. 444.
10. Die Musse, Grosse Stuttgarter Ausgabe, 1/1, pág. 237.
11. Anmerkungen zur Antigone, Grosse Stuttgarter Ausgabe, vol. V, pág.
270.
MAS VALE NO HABER NACIDO NUNCA

Frangois Ansermet

“La personalidad del hombre es su demonio".


Heráclito

H/l señor Valdemar soy yo”, declara un paciente en un momento


particular de su cura. Reconoce en el relato de Poe14 la imagen de
su fantasma. ¿Cómo interpretar esta curiosa impresión de encuen­
tro consigo mismo en la lectura de un texto? ¿Y qué decir del clíni­
co que, por su parte, se enfrenta con el problema de su paciente,
con resonancias a veces fulgurantes, a través de un texto literario?
Más allá de un juego de identificación, una fuerza de interpretación
parece habitar la obra. En su busca, un lector encuentra un texto
que no sólo lo interpela, sino que llega incluso a interpretar su pre­
gunta, como el actor cuando presta su voz y su cuerpo para recoger
el desafío de la obra. ¿Podría acaso el texto llegar a cumplir la fun­
ción de interpretación, en el sentido psicoanalitico del término? El
episodio del extraño relato de Poe en relación con la cura de este
paciente, lejos de toda preocupación sobre el psicoanálisis aplicado,
me parece que abre la pregunta del texto como intérprete.
El paciente acude al análisis por una exigencia de autenticidad.
No se siente vivir. Permanece en suspenso, fuera del tiempo, fuera
ilc las cosas en que todos los demás lo creen involucrado. Viviéndo­
lo- de manera abstracta, no está en sus opciones, como si no habi-
Iora en sí mismo.
Siempre disponible a la demanda del otro, no hace más que ce-
ili-r. Una cosa es segura: no sabe dónde está su deseo. Y durante
Imgo tiempo hablará de sí como de un objeto, definiendo su atolla-
ilnro de un modo cada vez más ceñido. Médico de sí mismo, no lle­
ga, sin embargo, a la más mínima asunción subjetiva.
l odo acto le resulta imposible. Puede ver, comprender, pero toda
pimibilidad de afirmar, de hacer, de concluir, parece estarle vedada,
i.n su historia, reemplaza a un hermano muerto y crece adap­
76 - FRANgOIS ANSERMET

tándose a la ansiedad de los padres, que temen que ese desenlace


fatal pueda repetirse. La historia suspendida, oculta, secreta, nega­
da desde su origen siempre le ha impedido creer en lo que él produ­
cía. Desinsertado de toda filiación, desde antes de su nacimiento,
por una loca conjuración paterna, suerte de desafio a la ley, intenta
un camino en un tiempo congelado, inmemorial. Historia blanca,
sin relato: él no puede ocupar un lugar en ella. Desconectado desde
el origen, vive en el rechazo de toda posibilidad última. Las cosas
son indecidibles, sin final, sin duelo: fuera del tiempo, él no cree en
la eventualidad de la muerte.
No puede separarse, cortar, romper, elegir. Espera y conserva to­
do, como si esos restos bastaran para testimoniar su existencia. Pe­
ro va a descubrir que no se puede esperar otra cosa que la muerte.
Y este impasse obsesivo -ser o no ser- constituirá el meollo de su
análisis.
Como lo demuestra Freud en “El hombre de las ratas”4 el obsesi­
vo tiene necesidad de la muerte para resolver su conflicto. Esto es,
justamente, lo que parece imposible para este paciente. En su uni­
verso cerrado, cercado, organizado, todo está dado y nada puede
ponerse enjuego. Él no puede moverse.
No es del exterior que viene la amenaza. En su fantasma, lleva con­
sigo el cadáver, el niño muerto, un doble sin vida, que él tiene la mi­
sión de conservar. No puede moverse por temor a que ese cuerpo que
lleva se licúe. Embarazado de un cadáver, todo acto le es imposible.
Responsable de ese muerto, debe protegerlo del tiempo y de la
putrefacción.
Es ese fantasma de un muerto en él lo que le será revelado por el
texto de Poe sobre el cuerpo de Valdemar, ni vivo ni muerto, pero
mantenido en suspenso bajo hipnosis.

De la vida a la muerte

Freud ha demostrado la tendencia casi sistemática del vivo a de­


jar de lado la muerte, a eliminarla de la vida.5 “Se piensa en esto
como en la muerte”, dice el proverbio, para indicar por desplaza­
miento que una cosa es negada, silenciada. ¿Será irrepresentable,
acaso, nuestra propia muerte?
Lacan, en su conferencia de Lovaina, nos recuerda que, en última
instancia, no se cree en la muerte. La muerte es una cuestión de
creencia. También Freud había declarado: “Nadie, en el fondo, cree
MAS VALE NO HABER NACIDO NUNCA - 77

en su propia muerte”.5 Éste es, asimismo, el hecho del proceso pri­


mario: en su inconsciente, cada uno de nosotros está persuadido de
su inmortalidad. El inconsciente no cree en la muerte, lo cual con
(luce generalmente al sujeto a vivir su vida como si fuera Inmortal.
Además ¿quién puede decir “yo estoy muerto"? Nadie. Por el con
trario, el “me muero” es accesible. Es el sustrato mismo de la vida,
definido por Freud como un desvío en el camino que conduce a la
muerte: “El fin de toda vida es la muerte y, remontándose hacia
atrás, lo no viviente existía antes que lo viviente”.6
La muerte es, fundamentalmente, trasponer un límite. Para el
sujeto, la muerte parece venir sólo de fuera. Nada puede decir de
ella, no puede hacer otra cosa que esperarla. Por el contrario, el
“morir” está siempre presente. Infinito, excluye todo término, todo
fin.1 Inminencia incesante, es por ese riesgo que la vida hace su
prueba y continúa.
Esta frontera, este punto límite entre el “morir” y la muerte, es lo
que explora el texto de Edgar Poe.14 En su habitación, un hombre
va a ser magnetizado in articulo mortis para ver qué sucede. Veinti­
cuatro horas antes de su muerte, día previsto por la Facultad, el
señor Valdemar es hipnotizado. El tiempo está en suspenso. El su­
jeto es mantenido en un estado de catalepsia magnética extraordi­
nariamente perfecta, lo que hace que el señor Valdemar no sienta
ya ningún dolor. Duerme bajo el efecto del magnetismo y responde
cuando se lo interroga: “Yo duermo, yo muero”.
Sus días se extinguen en el momento previsto, como velas apaga­
das de un soplo, dando paso a la máscara de la muerte. Pero sin
embargo el señor Valdemar sigue hablando: “De sus mandíbulas
distendidas e inmóviles brota una voz de sonido áspero, desgarra­
do, cavernoso, una voz tal que intentar describirla sería locura”. Y
Poe agrega: “El horror total no es definible por la razón, ya que se­
mejante sonido jamás ha aullado al oído de la humanidad”. Cuando
el magnetizador le pregunta si todavía duerme, el señor Valdemar
responde: “No, he dormido, y ahora, ahora estoy muerto".
Finalmente, por pasos inversos, el magnetizador, señalando el fi­
nal de la experiencia, decide despertarlo. La vida resurge sobre las
mejillas del señor Valdemar. El regresa a ese momento, justo antes
de la muerte, que parece haber sido conservado más allá del efecto
magnético. Punto último, preciso, insoportable, del momento de
morir. Y la horrible voz grita: “Pronto, pronto, hacedme dormir o
bien despertadme, pronto, os digo que estoy muerto".
El despertar magnético continúa bajo los gritos del desdichado,
78 - FRANQOIS ANSERMET

hasta que súbitamente, de golpe, el Sr. Valdemar se convierte en


nada más que en una licuefacción repugnante. En el lapso de me­
nos de un minuto, todo desaparece. El cuerpo se desmenuza y se
pudre. Sobre la cama no yace más que una masa de líquido nau­
seabundo, una abominable putrefacción.
Por la suspensión magnética, el paso del “yo muero" a la muerte
ha aparecido en su desnudez, develando, de golpe, en esta transi­
ción pura y brutal, el cadáver que oculta la vida, rostro imposible
de mirar, en el trasfondo de todo destino humano.11

La muerte en la vida

La muerte, para el obsesivo, parece estar considerada como un


imposible. También podría demostrarse cómo, desde una perspecti­
va de diferenciación clínica, la muerte está totalmente excluida en
el psicótico, que a veces se considera genial, y se siente héroe en to­
do, para escapar de todo en la intensidad de un desafío lanzado al
tiempo. Y sólo esta negación total de la muerte puede sostener a es­
tos pacientes, sin por ello extinguir la angustia que los desgarra y
los despedaza.
Así se trate del atolladero del obsesivo o del rechazo del psicóti­
co, como en el relato de la manipulación del Sr. Valdemar, la vida,
al cabo de estas experiencias, aparece como una tumefacción ab­
surda que puede deshincharse de golpe, desplomarse y disolverse
totalmente, revelando su verdad, mientras se deshace, en un líqui­
do purulento e inanimado.
Lacan hace notar que de esto se trata en Edipo en Cotona,15 que
Sófocles escribe al final de su vida. Desde el principio de esta trage­
dia, Edipo es presentado como “la escoria de la tierra, el deshecho,
el residuo, algo despojado de toda apariencia especiosa”.11 Lacan
muestra, en efecto, que Edipo vive una vida que es muerte. La
muerte que está allí, exactamente debajo de la vida.
Desvío obstinado, y no obstante ilusorio, en el camino de la
muerte, la vida no es a fin de cuentas sino transitoria y caduca,
desprovista, en el límite, de toda significación. ¿No encontrará, la
vida, finalmente su sentido sólo por su aptitud para la muerte? Sin
la muerte, no hay vida posible. Es la muerte la que otorga a la vida
toda su intensidad. Se vive justamente porque la vida conlleva un
término, que es la muerte. Y sin embargo, al mismo tiempo, esa
muerte torna paradójicamente absurda la vida.
MAS VALE NO HABER NACIDO NUNCA - 79

Estamos cautivos de la vida, escribe Lacan apoyándose en lo que


la muerte de Edipo pone de relieve: “Vida esencial alienada, existen­
te, vida en el otro y, como tal, en conjunción con la muerte".11 En
Edipo en Colona, Sófocles muestra que sólo al morir Edipo alcanza
la realización plena de la palabra de los oráculos, que trazan su
destino incluso antes de que él haya nacido.11 Ha llegado al fin. Ya
no es nada. Todo se ha cumplido. Libre al fin, desde este instante
se pregunta: “¿Es acaso en el momento en que ya no soy nada
cuando me convierto en hombre?" Y “llorar lágrimas trágicas [dice
André Bonnard] es reflexionar”.2 Sófocles, en una suerte de contra­
punto irónico de verdad, deja a cargo del coro la enunciación de la
fórmula trágica de un destino necesario: “Más vale no haber nacido
nunca y, si uno ha nacido, morir lo más pronto posible”. Como si
fuera solamente a partir de tal constatación que un sujeto pudiera
I tener la esperanza de encontrar alguna posibilidad de advenir. La
muerte de Edipo pone en escena una libertad que se revela al tér­
mino del cumplimiento de una palabra que ha precedido a su naci­
miento. La vida y la muerte se reúnen al fin. Y sólo esta conjunción
parece permitir la vida.
Esto es lo que Freud afirma cuando transforma el adagio: Si uis
pacem, para bellum, en Si vis vitam, para mortem: si puedes sopor­
tar la vida, organízate para la muerte.5 En cuanto a la muerte, co­
mo dice Lacan, no basta decidir sólo por sus efectos: ‘Todavía es
preciso saber de qué muerte se trata: aquella que trae la vida, o la
que se la lleva".9

La obra como supuesto saber

Insistiré aquí acerca del impacto de lo literario en la clínica más


que sobre la pertinencia de una clínica aplicada a la literatura. La
clínica puede, en ciertos momentos, volverse más fina a partir de
una obra. Un texto poético, un escrito, puede hablar al clínico tanto
como al paciente, a tal punto que ciertas teorías clínicas emanan
directamente del texto. Se sabe lo que esos hallazgos han podido
representar para el psicoanálisis.
Para Lacan, el poeta es aquel que dice las cosas antes que los
demás, incluso cuando no sabe realmente lo que dice.11 Freud afir­
ma que el poeta es un aliado precioso, porque bebe de fuentes to­
davía extrañas al análisis. Y agrega, parafraseando a Shakespeare,
que está habituado a “saber, entre cielo y tierra, una multitud de
80 - FRANgOIS ANSERMET

cosas que nuestra escolar mesura ni siquiera se atrevería a so


ñar”.3
Al escritor o al texto se le atribuye un saber; y el lector, en un<i
suerte de transferencia con lo escrito o con lo que supone de su au
tor, se encuentra más bien en posición de analizante que en posl
ción de amo analista del texto. Leído en cierto modo por el texto, rl
lector no puede acantonarse en su interpretación; ya el escrito lo
interpreta, en tanto que lo hace hablar.
No se trata entonces de psicoanálisis aplicado a la literatura, si
no, por el contrario, de literatura aplicada al psicoanálisis. Varias
teorías clínicas pueden ser consideradas, en efecto, como directa
mente surgidas del texto literario. Freud ha utilizado la literatura
en sus elaboraciones clínicas, según un estatuto paralelo a las for
maciones del inconsciente, como uno de los terrenos privilegiados
junto a la clínica del sueño, el chiste o el acto fallido, para la expío
ración de la vía psíquica.
En efecto, la creación literaria puede estar comprendida, al me
nos en lo que hace a la clínica de las neurosis, entre el síntoma y la
sublimación, en ese punto enigmático y límite donde el síntoma,
verdadera huella clínica, “se vuelve efecto de creación”.7
Pero sería preciso matizar este entusiasmo. En el campo psicoa-
nalítico, la producción literaria puede también ser considerada se­
gún un estatuto de objeto.12 En ese sentido, tendría un aspecto no
interpretable, situando simplemente al sujeto como correlato del
objeto producido. Este puede, por supuesto, dentro de un registro
imaginario, adquirir distintos valores, poniendo en juego singnifica
ciones. Lo cual no impide que el sujeto esté por ello ligado a ese ob­
jeto producido, al mismo tiempo imposible de alcanzar, y que sigue
siendo para él fundamentalmente extraño, por ende no significante,
realmente ininterpretable.12
Sin embargo, más allá de su estatuto de producción, el texto si­
gue siendo, para el sujeto, un vehículo de sentido; incluso cuando
éste sólo aparece en el aprés-coup de la construcción que la lectura
realiza. El texto conlleva un llamado. En él habita una voz que
atrae. Una voz que invita a una experiencia singular que sólo se
juega en el presente. Y el lector, si tolera esta zona de enigma, en
un punto de equilibrio, de incertidumbre, más allá de todo control,
va a realizar este curioso encuentro con una parte de las zonas de
sombra que el mismo abriga. En ese momento, él mismo es autor. O
más bien el texto habla en él. También allí está la obra, aquella que
está hecha por quien la encuentra.
MAS VALE NO HABER NACIDO NUNCA - 81

Duchamp describe un dispositivo semejante para la obra de arte,


cuando afirma por ejemplo que “son los que miran quienes hacen
los cuadros”. Entre lo que el artista piensa producir y la obra, exis­
te una diferencia. Pero es esta diferencia lo que constituye, precisa­
mente, la obra real, la que hace el ojo de quien la mira: la obra nos
hace, al mismo tiempo que nosotros la hacemos.13
Este punto de encuentro es un punto enigmático. Y también a él
conduce la cuestión del texto en la clínica. Una palabra es, a veces,
emitida. El encuentro con el texto confronta con lo real de una au­
sencia. ¿Qué estatuto conferir al efecto de la palabra que se realiza
allí, algunas veces?

El oráculo en las encrucijadas de lapalabra

Plutarco señala que en un momento dado el oráculo de Delfos


calló. ¿Qué ha producido ese brusco silencio al cabo de siglos de
inspiración y profecía?
No se sabe cómo hablaba el oráculo. Heráclito es el que se cita
con mayor frecuencia: “El Señor, cuya sede adivinatoria está en
Delfos, no dice ni oculta, significa”. Y a menudo se ha visto en la
ambigüedad y la oscuridad una de las características de las res­
puestas oraculares. Por otra parte, cualesquiera que sea la verdad
histórica, la tradición a propósito del oráculo délñco supone que el
pensamiento divino se expresa a través de juegos de palabras, ho-
monimias o fábulas oscuras: ya que su interpretación sólo podía si­
tuarse en referencia a una dimensión poética.
Hoy en día, ¿el oráculo se habría alojado en otro sitio? Desplaza­
do, podría retornar en cualquier encrucijada de la palabra. Lacan
¿no confiere acaso un fundamento de tipo oracular a la palabra en
análisis, cuando afirma que el psicoanalista, lejos de poder medir el
efecto de su palabra, “decide su oráculo y lo articula a su gusto”?8
Desde la desaparición del oráculo, un terror sagrado invade a
aquel que se pone en juego en la palabra. Bien lo sabe el poeta, que
hace esa experiencia. Pero es también el riesgo de toda palabra ple­
na en análisis. Así, tanto en la cura analítica como en el acto poéti­
co, persistiría una relación con la palabra oracular. Y Lacan invita
justamente al psicoanalista cuando haya que intervenir, a inspirar­
se en algo del orden de la poesía. Afirma, en efecto, en varios mo­
mentos de su seminario de 1977, que lo único que permite real­
mente la interpretación es la poesía: “Es por el hecho de que una
82 - FRANCOIS ANSERMET

interpretación justa extingue un sin toma, que la verdad se especifi­


ca como poética”.10
Cuando la creación literaria alcanza una función de interpreta­
ción, cabría preguntarse si su trama no es del mismo orden que la
del oráculo. Cierta poesía, en efecto, deriva de una violencia hecha
al uso de la lengua. El poeta realiza algunas veces, al decir de La-
can, ese tour de forcé por el que un sentido está ausente.10 Uno no
puede quedar pegado al sentido. La interpretación, como el oráculo,
se desprende de él. ¿No será justamente ese salto en lo imprevisi­
ble, la polisemia, lo que logra al fin despertar al sujeto, ya sea por
obra de la interpretación o de la obra literaria, como antiguamente
del oráculo?

NOTAS

1. Maurice Blanchot, l'Ecriture du désastre, NRF, París, Gallimard, 1980.


2. André Bonnard, “Sophocle et Edipe, répondre au destín”, Civilisation
grecque, tomo II, Lausanne, La Guilde du Livre, 1957, pág. 98.
3. Sigmund Freud, Délire et reves dans la Gradiva de Jensen, (1907), Pa­
rís, Gallimard, 1949.
4. Sigmund Freud, “Remarque sur un cas de névrose obsessionnelle"
(1909), Cinq psychanalises, París, PUF, 1954.
5. Sigmund Freud, “Considérations actuelles sur la guerre et sur la
mort" (1915), Essais de psychanalyse, París, PBP, 1981, págs. 7-40.
6. Sigmund Freud, “Au-delá du principe de plaisir" (1920), ibíd., págs.
41-115.
7. Jacques Lacan, “De nos antécédents", Écrits, París, Seuil, 1966, pág. 66.
8. Jacques Lacan, “La direction de la cure et les principes de son pou-
voir", ibíd., pág. 588.
9. Jacques Lacan, “Subversión du sujet et dialectique du désir dans l'in-
conscient freudien", ibíd., pág. 810.
10. Jacques Lacan, “V ers un sign ifia n t nou veau " (1977), Ornicar?,
Ns17/18, París, Navarin, 1979.
11. Jacques Lacan, le Seminaire, libro II, ¡e Moi dans la théorie de Freud et
dans la technique de la psychanalyse, París, Seuil, 1978.
12. Jacques-Alain Miller, “Sept remarques sur la création", la Lettre men-
suelle de l'École de la Cause freudienne, N2 68, 1988.
13. Octavio Paz, Marcel Duchamp; l'apparence mise á nu, París, Gallimard,
1977.
14. Edgar Alian Poe, “La vérité sur le cas de M. Valdemar", Histoires e x ­
traerdinaires, oeuvres en prose, “Pléiade", NRF, París, Gallimard, 1951.
15. Sophocle, Edipe á Cólone, Tragiques Grecs. Eschyle, Sophocle, Pléiade,
NRF, París, Gallimard, 1967.
LOS GRITOS DE LA SANTA (I)

Pascale Méla

Cyn 1958, en “Cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la


psicosis", Lacan escribe que por faltar el significante del Nombre-
del-padre en lo simbólico, éste reaparece en lo real bajo la forma de
la Mujer.
En las Memorias de un neurópata, texto a partir del cual Freud
establece su teoría de la psicosis, Schreber escribe (cap. XXI, págs.
224-232*): “Mi cuerpo entero se halla recorrido por los nervios de la
voluptuosidad. Esos nervios de la voluptuosidad no se encuentran
repartidos por el cuerpo entero sino en la mujer (...) Tan pronto co­
mo estoy a solas con Dios me es preciso hacer el esfuerzo de dar a
los rayos divinos la imagen de una mujer inmersa en el arroba­
miento y la voluptuosidad (...) Dios exige un estado constante de
goce, es mi deber ofrecerle ese goce”. Schreber, en su delirio psicóti-
co, es la mujer ofrecida a Dios.
Jacques Lacan, en su Seminario Aun, evoca otro goce experimen­
tado por la mujer. Un goce “loco” (pág. 131). Este goce, lo experi­
mentan las místicas. Y Lacan cita a una de ellas, Hadewijch de Am-
beres, y se interroga: ¿De qué goza?

Hadewijch de Amberes

De Hadewijch no se conoce nada más que el texto que ella ha le­


gado a propósito de sí misma, y que escribe en su lengua materna,
el neerlandés. Las beguinas, en efecto, introducen un hito impor-

Las citas remiten siempre a la edición francesa. |N. de T.]


1

84 - PASCALE MELA

tante en la espiritualidad cristiana al abandonar el latín por la len


gua vulgar. Hadewijch pertenece a un movimiento femenino centra
do en el éxtasis, en los Países Bajos, de principios del siglo XIII. Al
parecer, ella encabezaba una comunidad espiritual femenina. Se
trata de un movimiento laico que, por la teología, está ligado a San
Agustín, y por su espiritualidad, a San Bernardo. La influencia de
su obra se hace sentir en Ruusbroec, Meister Eckhart y en la be-
guina francesa Marguerite Poréte. Hadewijch es contemporánea de
Béatrice de Nazareth, la autora de los célebres “Siete grados de
Amor”.
¿Cuál es la obra de Hadewijch? Está compuesta por Cartas,
Visiones, una Lista de los Perfectos, y Poemas. Hadewijch es viden­
te, poetisa y amante perfecta. Las Cartas están dirigidas a herma­
nas de su misma orden, beguinas, y dan testimonio de su actividad
espiritual dentro de la comunidad. La Lista de los Perfectos, revela
las personas que han alcanzando o que alcanzarán la cumbre del
Amor divino; los Poemas hablan de la experiencia del Amor. Pero
son, sobre todo, las Visiones, lo que más ha llamado la atención.
Hadewijch describe en ellas esencialmente los estímulos y certezas
que recibe de testigos celestiales. Su género literario se asemeja al
del Apocalipsis. Cabría preguntarse si esas Visiones tienen un des­
tinatario. El Reverendo Padre Mierlo, que fue uno de los primeros
en editar la obra de Hadewijch, entre 1908 y 1914, piensa que es­
tán dirigidas a su confesor.
En estas catorce Visiones, Hadewijch describe aquello que ve; se
trata de una visión interior (género nuevo del siglo XIII, a partir de
Hildegarde, que difiere de los viajes al más allá, del siglo XII).

La visión

Hadewijch describe esta visión de Dios y transcribe las palabras


que le ha dirigido un ángel. Algunas veces, la visión va seguida de
un éxtasis, especie de desaparición en el abismo: “Entonces el goce
me devoró, y caí en el abismo sin fondo” (Visión 13); -“Y la voz me
transportó a un estado de deslumbramiento indecible, y desfallecí
en él y me faltó conciencia para ver y oír otras cosas. Permanecí su
mida en este goce una media hora" (Visión 10). Hadewijch describe
este éxtasis como un arrebato que sitúa en dos tiempos: el “arreba
to en espíritu”, al cual es guiada, conducida fuera de las impresio
nes sensibles; y el “arrebato fuera del espíritu”, momento de verda
LOS GRITOS DE LA SANTA (I) - 85

dera unión total, en el que ya no oye, ya no ve, ya no es nada más


que esta unión con Dios.
He aquí algunos extractos de la Sexta Visión:
“Era un día de Reyes.
“Yo tenía diecinueve años.
“Quería llegar a Nuestro Señor, me encontraba poseída por un
I deseo, una exigencia extrema de saber cómo Dios toma y da a aque­
llos que, en la pérdida de ellos mismos y en la acogida del goce,
quieren serle todo en todas las cosas, según Su voluntad [...] Arre­
batada en espíritu, yo fui conducida...”
Describe entonces la visión en la que le es revelada la Corona
que contiene el Universo. Y prosigue:
“Oí entonces una voz terrible, jamás oída, que me dijo: ‘Mira
quien soy’ [...] Y vi a Aquel a quien yo buscaba. Vi en su pecho el
goce total de su Esencia en el amor [...] Al conocer así, en su esen-
i cial opulencia, al Bienamado [...] caí fuera del espíritu, fuera de mí
| misma y de todo lo que había visto en él, caí totalmente perdida en
I el goce íntimo de su naturaleza de amor. Y ahí permanecí abisma­
da, sumida, sin saber, sin ver ni comprender nada más que el ser
una con él, y gozar de él.”
Luego, despierta: “Fui devuelta a mi misma con lastimero dolor".
Más adelante, dice: “Volví, lastimera y gimiente, de este exilio”.
¿Qué cosa es ese arrebato, ese rapto, sino ese otro goce del que
habla Lacan a propósito de las místicas y de Hadewijch, menciona­
do en su Seminario Aun, en la página 70? Místicas que experimen­
tan un goce que está más allá del goce fálico, que las mujeres expe-
j rimentan, pero no todas las mujeres.
El término por el cual Hadewijch designa este goce es ghebruc-
ken, y lo hace jugar constantemente con otro: ghebrecken, que sig-
j nifica carencia. En su sexta Carta dice: “Dios está en la cima de su
goce, y nosotras, nosotras, estamos en el abismo de nuestra falta".
| (Debo esta traducción francesa a Mme. Epiney, la traductora de Ha-
[ dewijch, que publicará un libro en las ediciones Brépols: Et l'art
I naquit chez les femmes. Poétesses et mystiques du Nord des X lle et
i XHIe siécles.)
El amor se basta a sí mismo, y la falta, la privación de goce, es
también el mayor goce. (Se piensa aquí en el amor cortés; remito a
ustedes a la Carta 16 de Hadewijch.) Es el tema de la pérdida bie­
naventurada, que alterna con el tema de lo pleno en demasía, la
plenitud: “[...] cuando el alma siente esta superabundancia de deli-
! das y plenitud, el cuerpo desfallece, el corazón se licúa, y sus fuer­
86 - PASCALE MELA

zas la abandonan. Está totalmente dominada por el amor, pierde el


uso de sus miembos y de sus sentidos. Ella es como un cántaro lle­
no” (Béatrice de Nazareth, cuarto grado de Amor).

La arrebatada

La experiencia mística es fundamentalmente la experiencia del


júbilo. La mística es una bienaventurada, una “arrebatada", y el
arrebato de Hadewijch me recuerda otro, el de Lol V. Stein. Lacan,
en su “Homenaje a Marguerite Duras a propósito de El Rapto de Lol
V. Stein", cita a Margarita de Navarra, Margarita de Angulema, her­
mana de Francisco I, autora del Heptamerón. Margarita de Navarra
fue también una gran mística, nutrida por otra Margarita, beguina
como Hadewijch, Marguerite Poréte. Relacionamos a estas tres Mar­
garitas por el arrebato, ya que Margarita de Navarra, en la Comedie
de Mont de Marsan, que ustedes encontrarán en su teatro profano,
pone en escena diferentes figuras femeninas: la Mundana, la Su­
persticiosa, la Prudente y la Arrebatada. Cuatro mujeres se suce­
den: la Mundana, entregada a su cuerpo y totalmente a su sensua­
lidad, se opone a la Supersticiosa, que inflige sufrimientos a su
cuerpo para salvar su alma. La Prudente concilia ambos extremos
preconizando la unión del cuerpo y el alma. Aparece por fin la Arre­
batada, mística anonadada en la unión inmediata con Dios, que no
puede decir su júbilo, su goce... lo canta. Tenemos cuatro figuras
femeninas cuya interrelación sería preciso definir.
La Arrebatada es la unión de los contrarios, quien alcanzará, por
los cuidados extremos que presta a su alma, la perfecta alegría de
su cuerpo. Lo que la Prudente prefigura, es la unión del alma y del
cuerpo en una justa armonía. Y lo que la Arrebatada aporta, res­
pecto de la Prudente, es el goce. Y evidentemente no es por la razón
como se mantienen unidos el cuerpo y el alma... El arrebato sería
entonces la verdadera plenitud, esa plenitud que la Mundana creía
detentar. ¿Qué dice la Arrebatada? Que el amor prevalece sobre to­
do otro aspecto del ser, que es necesario dejarse vencer por el arre­
bato, y sentir el éxtasis sin comprenderlo, que toda palabra es va­
na... La Arrebatada se contenta, por tanto, con cantar la alegría de
aquella que ha sido elegida por Dios.
La arrebatada es la elegida, aquella que ha sido escogida entre
todas las mujeres, porque la mística goza también por el hecho de
ser elegida, escogida, amada. Escuchemos a Hadewijch: “Desde la
I
LOS GRITOS DE LA SANTA (I) - 87

edad de diez años, estuve de tal modo acosada por el amor en su


íavor extremo, que habría muerto... si Dios no me hubiese dado
oirás fuerzas que aquellas de las que los hombres disponen habi
lualmente, y si no hubiera recreado mi naturaleza según la suya.
I’orque pronto me impartió la inteligencia y la adornó de bellas lu­
ces, me hizo numerosos presentes, concediéndome el don de sentir­
lo a El, y revelándose El mismo. Lo hizo en virtud de lo que descu­
brí entre El y yo en la íntima relación del amor, porque los amantes
no tienen costumbre de ocultarse, sino, por lo contrario, de mani­
festarse el uno al otro el sentimiento reciproco, mientras se sabo­
rean hasta el fondo, se devoran, se beben, y se engullen sin reserva
nlguna" (Carta 10).
Yo me pregunto si no habrá una identidad de estructura entre la
mística, que es la elegida entre todas las mujeres, y el erotómano. A
I propósito del amor del erotómano, Freud dice que “no comienza por
la percepción interior de que uno ama, sino por la percepción, veni­
lla del exterior, de que uno es amado". Aquí uno piensa, natural­
mente, en aquella a quien Lacan ha llamado, justamente, Aimée
IAmada].
Freud explica que el delirio del erotómano es una tentativa de re­
estructuración, tentantiva de reconstruir alguna cosa a partir de lo
que ha sido entrevisto como un lugar más fundamental de desdi-
rha, término que retomo de Lacan, en el pasaje consagrado a E l
rapto de Lol V. Stein. El arrebato de Lol no es el de la mística: es un
lugar de desdicha del cual no se la puede arrancar. “No se salva a
lol del arrebato” , dice Lacan.
Quizá, para vislumbrar este otro lugar, sea necesario volver al
•anto como punto de partida. Uno piensa, aquí, en Richard Wagner
yen la muerte de Isolda: ella canta, goza, muere.

(¡oce y angustia

Si bien la mística, la bienaventurada, describe la alegría, ella vis­


lumbra, asimismo, un lugar de anonadamiento, de vacío irremedia­
ble (goce sin fondo, sondern groad, dice Hadewijch, en la unión con
Dios) y de sufrimiento, que denomina vacío, exilio, abismo tenebro-
10 , lugar maternal quizá, en donde se leería la angustia de saber

iquello que ella es en el deseo del Otro. Hadewijch hace jugar gh e-


kucken y ghebrecken, goce y carencia; y esta vacuidad es propia de
i mujer y de Dios a la vez. Con el exceso de Alegría de Amor, la
88 - PASCALE MELA

mística pone un velo sobre el desgarramiento de la integridad. Hay


una identidad entre la femineidad y la ausencia. Ausencia del signi
ñcante de la Mujer que remite al ausente: Dios.
Marguerite Poréte, en el Espejo de las almas simples y anonada
das escribe: “Yo no soy, si soy, más que lo que Dios es”. (Fue que
mada viva en 1310.) Ser Dios es ser aquel que sabe y aquel que go­
za. Al ser Dios ella, no puede ser capturada, ella no está allí. En el
goce, el sujeto desaparece. En la muerte también. ¿Dónde estoy
cuando gozo? ¿Quién soy yo cuando no estoy ahí? “Yo soy esa nada
ofrecida al Todo.” “Yo ya no soy nada”, dice Hadewijch.
Ser Dios, ser el lugar del saber y del goce, pero denunciarlos co
mo ilusorios. Yo soy una con Dios equivale a Yo soy Dios: es el mo
mentó del goce. Se opone a lo que describe cuando vuelve en sí: el
vacío, el sufrimiento, el exilio, la enfermedad. Negación de la cas
tración por un lado, angustia de castración por el otro.
El escrito de la mística, en tanto que escrito, encierra un saber
acerca del goce. Dios es, al mismo tiempo, lo que la hace escribir y
lo que la hace callar. Hadewijch no puede hablar sino en el aprés
coup de su visión. La visión escapa al texto. Ella, Hadewijch, ve. Y
lo que ve, es una ausencia -juega además con las palabras sienleec
(visible) y siele (alma, transparente)- y la palabra también se au
senta. Alguna cosa se ve, se oye y se escribe.
Lo que se lee del texto místico es un goce, un éxtasis, un arreba
to. ¿Puede entonces comparárselo con el texto erótico? Cedo la res­
puesta a Georges Bataille, en La experiencia interior: “La experien
cia mística difiere de la erótica por el hecho de que aquélla se logra
plenamente."
Lo que se escribe en el texto místico es un delirio para enmasca
rar algo más terrible, más irremediablemente desdichado, insopor
table, insostenible. Tanto la angustia como el goce pertenecen a la
categoría de lo real, escapan al saber, escapan a lo simbólico. Ni la
una ni el otro pueden decirse. En el límite, una y otro se callan o sr
gritan.

BIBLIOGRAFIA

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pirituelles, Ginebra, Martingay, 1972; Amour est tout, París, Tequi, 1984;
Visions, París, O. E. I. L., 1987.
Béatrice De Nazareth, Septdegrés d'Amour, Ginebra, Martingay, 1972.
LOS GRITOS DE LA SANTA (I) - 89

Marguerite Poréte, le Miroir des Ames Simples et Anéantles, París, Albín Mi


chel, 1984.
Marguerite De Navarre, Théátre profane, Ginebra, Droz, 1960.
Jean-Charles Huchet, l’Amour discourtois, Privat, 1987.
Jean-Noél Vuarnet, Extases féminines, París, Arthaud, 1980.
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V. SteirC, Ornicar?, N9 34, París, Navarin.
Sigmund Freud, Cinq Psychanalyses (Schreber), París, PUF.
Georges Bataille, l'Expérience intérieure, CEuvres completes, París, Galli-
mard, 1973.
LOS GRITOS DE LA SANTA (II)

Charles Méla

E s t e título se oye como un escrito de goce, donde lo que se escrl


be/se grita, es el Cristo.* Alrededor de esta cuestión de lo escrito se
anudan las posiciones psicótica, mística, femenina: ¿cómo ligar
mujer, Dios y goce?

Releer las “Memorias” de Schreber

Diremos que el texto de Schreber es un gran texto lacaniano (La


can decía: freudiano). ¿Lo sería en ese sentido en que Lacan, en
1956, en el Seminario Las psicosis, aclara ese texto de 1903? Mejor:
ese texto predice claramente lo que Lacan propone en 1973, en el
Seminario Aun, a propósito del otro goce, que es un goce Otro
{¡ouissance-Autre], un goce femenino, por lo demás. Esta es nuestra
hipótesis: el escrito de 1903 sobre el cual Lacan vuelve en 1956 no
cobra efecto en su obra hasta 1973.
Su poder es hacernos tropezar obstinadamente con el secreto
que reveló Tiresias, a quien la furia de Juno primero enceguece pa
ra luego volverlo vidente; a saber, esa major voluptas de la que ha­
bla Ovidio en sus Metamorfosis (III, 320). Ahora bien, en la mística,
este goce del cuerpo es lo que da su soporte a la existencia de Dios,
entendiendo por ello otra cara del Otro, la de lo simbólico, la del
lenguaje. Pues lo que hace el sin-fondo de su goce, es que Otro,
Dios, encuentra en ella su goce; que incluso el Otro no sea nada
más que su goce, aquel que ella experimenta.

* Palabras homófonas en francés: S'écrit |se escribe]; S'écrie [se grita);


c'est le Christ [es el Cristo]. [N. de T.]
LOS GRITOS DE LA SANTA (II) - 91

Destaquemos dos pasajes de Schreber, la famosa nota de la In­


troducción, en principio (trad. francesa, pág. 21): “Lo que yo he ex­
perimentado personalmente... Algo análogo a la concepción de Je­
sucristo por una virgen inmaculada, es decir una virgen que nunca
se ha acostado con un hombre, se ha producido en mi propio cuer­
po... He sentido estremecimientos en mi cuerpo... Nervios de Dios
correspondientes a la simiente masculina habían sido proyectados
dentro de mi cuerpo por un milagro divino. Una fecundación se ha­
bía producido”.
Más adelante, en el capítulo XXI, su transformación en mujer,
ofrecida a Dios (págs. 224 ss): “Mi cuerpo entero se halla recorrido
por los nervios de la voluptuosidad... Esos nervios de la voluptuosi­
dad no se encuentran repartidos por el cuerpo entero sino en la
mujer.” (Están, en el hombre, por el contrario, confinados a las par­
tes sexuales y su entorno inmediato.) “Tan pronto como estoy a so­
las con Dios me es preciso que los rayos divinos reciban de mí la
imagen de una mujer que se embriaga de sensaciones de voluptuo­
sidad (Wollust)." “Dios exige un estado de goce constante (Genies-
sen)."
¿Qué dice Lacan al respecto, en su escrito de 1958, “De una
cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”? Para
entenderlo, es preciso servirse de sus categorías de lo real, lo sim­
bólico y lo imaginario: es por falta del símbolo del Padre, o sea del
Nombre-cLel-padre como la religión nos ha enseñado a invocarlo, o
dicho de otro modo, por ausencia del significante de ser padre, que
reaparece en lo real aquello a lo cual ese símbolo responde, es decir
la mujer definida a la vez en su función de procreación y como un
estado de goce, como una sustancia gozante.* “Al no poder ser el
falo que falta a la madre, le queda la solución de ser la mujer que
falta a los hombres” . De ahí que, además, “la mujer” bien podría ser
uno de los Nombres-del-padre.

La función virgen

Ahora bien, es precisamente esto lo que desde el comienzo crea


problema a la mujer en tanto que histérica. Desde que empieza el
juego, ella dice la verdad, ella sabe que el padre es un hombre cas-

Las citas corresponden siempre a la edición francesa. |N. de T.)


92 - CHARLES MELA

trado, que el amo está castrado (ver el Seminario “El envés del psi
coanálisis” , sesión del 8 de febrero de 1979). Mediante lo cual ella
intenta saber más acerca de lo que está más allá, o detrás. A qué
debería suplir, si pudiera resistirlo, la función del padre (porque no
es más que algo que hace las veces de, incluso un síntoma), a saber
ese significante de la mujer que designaría el goce absoluto. Ahora
bien, ese goce no está simbolizado ni es tampoco simbolizable en el
sistema del sujeto: no hay simbolización del sexo de la mujer como
tal en el inconsciente. Ese significante de la mujer que haría la re­
lación-proporción sexual, y cuyo saber pretende ser el esoterismo
de la Gnosis, no existe. Sólo el delirio le presta vida.
De este modo, se desprende un rasgo común a la histeria y a la
psicosis: se trata en ambos casos de un significante, en tanto éste
está forcluido. En la psicosis, lo que falta es el significante del pa­
dre, según la notación de Lacan Po; de allí su resurgimiento en lo
real bajo la forma que le da, en retorno, su contenido, ser la mujer.
En la histeria, es el significante de la mujer el que no existe: por
consiguiente, comienza una caza del hombre en lo real, el hombre
que en verdad estuviese a la altura, el amo -emplazado a producir
un saber acerca de la mujer. Sería preciso que existiera al menos
uno capaz de estar a la altura, y que ubicara en última instancia a
la mujer toda ella como al hombre, en la función fálica, porque él
sería, ese amo, la excepción en que se funda la regla. Pero el asunto
está resuelto de antemano: no existe nadie para decir no a esta fun­
ción, lo cual se escribe 3x . 4>x. Tales serían los dos maternas laca-
nianos de la forclusión: Po, a partir del delirio y su reconstrucción;
3x . <t>x, a extraer del fracaso de la búsqueda histérica, lo que se
pu ede lla m a r p a ra op on erlo a la fu n ción padre, notada
3x . <£x, la función virgen.

Del lado del goce todo

Pero estamos al borde de la experiencia mística: puesto que no


existe al menos uno que sea capaz, la mujer, entonces, no está toda
ella en la función fálica (Vx . <í>x). Ella está, por lo tanto, también en
otra parte: en lo real, justamente, donde reaparece lo que no es
simbolizable, a saber, el goce. Lacan sé ha explayado al respecto el
14 de mayo de 1969, en el Seminario “De un otro al Otro”: “Estas
observaciones precisan el sentido del falo como significante faltan-
te. Es el significante fuera de sistema y, para decirlo todo, aquel,
LOS GRITOS DE LA SANTA (II) - 93

convencional, que designa aquello que está radicalmente forcluido


del goce sexual. ‘Forclusión’ sirve para designar ciertos efectos de la
relación simbólica. Si todo lo que fue reprimido reaparece en lo
real, es por ello precisamente que el goce es absolutamente real... El
complejo de Edipo no quiere decir nada más que el lugar en el que
hay que situar este goce como absoluto: el padre, aquel que confun­
de en su goce a todas las mujeres”. (Según nuestros propios apun­
tes.)
Observemos al pasar que este real atañe de muy cerca a la ma­
dre, el primer Otro, el Otro del cuerpo, como podría ilustrarlo la vi­
da de Santa Tecla, en las Actas apócrifas de Pablo. Porque la místi­
ca aporta aquí un esclarecimiento irreemplazable: ella, en efecto,
está toda ella (tal vez su único error) en esa otra parte que hace que
la mujer no esté toda ella en el goce fálico, sino también en ese otro
goce, el que ha dado en llamarse vaginal y que es también un goce
loco, cuando uno ya no sabe a qué santo encomendarse (cf. Aun,
págs. 69-70 y Escrítos pág. 727). Nosotros proponemos, pues, esta
fórmula: lo propio de la mística es ser toda en aquello que hace a la
mujer no ser toda. Ella nada puede decir de eso, sino tan sólo expe­
rimentarlo, puesto que es en lo real, fuera del discurso, donde tiene
lugar este goce.
Ahora bien, desde lo más profundo de su locura, Schreber ha te­
nido la presciencia de ese goce; ha experimentado su necesidad co­
mo un delirio que volvería a ponerlo en el camino de la cura, una
reconstrucción que paliaría la falta o el rechazo del padre por ese
devenir mujer de su cuerpo en lo real. Pero queda, constata Lacan,
a mitad de camino en el compromiso, la mezcla, y no en una “unión
del ser con el ser” ; no muestra nada de esa presencia y esa Alegría
¡ que iluminan la experiencia mística. (Escritos, pág. 575.)
Cuidémonos, sin embargo, de exaltar a ésta exclusivamente: no
es porque la mujer, contraviniendo el anhelo histérico, no es toda
en el goce fálico, que esté por completo ausente de él, tal como lo
quería el absoluto virginal de la mística. La mística, por su no cas­
tración y su narcisismo (en el sentido de un retiro total de toda in-
s vestisión de los objetos, para hacerla recaer sólo sobre sí misma)
debe pagar un alto precio, dejando en ello la salud y la vida: su
cuerpo se ha convertido en un jardín de suplicios.
94 - CHARLES MELA

Partición de medio-dicho*

Pero ella lo convierte en un grito de amor: lo insondable de su go­


ce postula a Dios, y es por ello que la Iglesia, no sin reserva (¿inspi
rada o impuesta?) no puede prescindir de ella. Lo que ella experi­
menta exige que Él responda: fuera de sí misma, por lo tanto en Él.
Allí desde donde ella puede verse amada, dado que nada sabe de ello,
es de éxtasis que ella desfallece y que Él ex-siste. El amor es por lo
tanto mira, o más bien visión, en Dios, de la mujer. Precisemos: de la
mujer en tanto que no existe (o que Él ex-siste, es todo uno), y por
ende, en tanto que su goce es el real mismo, aquello de lo cual ella
deja, de todos modos, rastro por escrito, poesía. “Lo escrito es el go­
ce”, Lacan acuñó esa fórmula el 19 de mayo de 1971 (“De un discur­
so que no sería semblante”). La mística es aquella que, cuando vuel­
ve o redesciende de aquello que ha gustado, hace del grito de amor
por el cual Él ex-siste, escrito de goce. Que la expresión coincida de
algún modo con la poesía de la Fine Amour no es, en absoluto, ca­
sual, ya que lo imposible de este goce hace la sustancia misma en la
que un sujeto que es su vacío, en su condición de ser viviente some­
tido al lenguaje, debe advenir, construirse y ordenarse: este real allí
donde eso estaba -intima al sujeto a nacer, si ha tenido “la sabiduría
de comprender que el vacío es álito y que el álito es Metamorfosis"
(Lacan a F. Tcheng, cf. l'Ane, N- 25, pág. 55). La última palabra de la
experiencia provenzal del Trobar atañe a la iluminación del Joi de
amor, que se presenta como una transmutación interior. Esta resti­
tución subjetiva de un imaginario correlacionado con lo simbólico,
sobreviene cuando, con el espejismo artificialmente sostenido de la
mujer que no existe, se ha sabido hacer poéticamente, en su lengua
materna. Partición de Medio-Dicho. Según Lacan, esto era en lo que
Schreber habla fracasado: “Aunque, sin duda, es un escritor, no es
poeta; Schreber no nos introduce en una dimensión nueva de la ex­
periencia. Hay poesía cada vez que un escrito nos introduce en un
mundo distinto del nuestro, y, dándonos la presencia de un ser, de
una cierta relación fundamental, lo hace devenir también el nuestro.
La poesía hace que no podamos dudar de la autenticidad de la expe­
riencia de San Juan de la Cruz, ni de la de Proust o Gérard de Ner­
val. La poesía es creación de un sujeto que asume un nuevo orden de
relación simbólica con el mundo. No hay nada de todo esto en las
memorias de Schreber. (Las Psicosis, pág. 91.)

Alusión a la obra de Paul Claudel Partage de midi. 1N. de T.]


LOS GRITOS DE LA SANTA (II) - 95

La mujer es el misterio de Dios

Pero hubiéramos deseado comparar a Schreber con la gran aba


desa renana del siglo XII, de quien, en el sínodo de Trevcs (1 147
1148), el papa Eugenio III, apoyado por San Bernardo, ratificó la
escritura visionaria y el rol profético: Hildegarde de Bingen (1098
1179), benedictina de Disibodenberg, más tarde fundadora de Ru-
pertsberg, a orillas del Rin, y habitada desde la edad de cinco años
por visiones que no reveló -por mandato divino- hasta la edad de
cuarenta y dos años y siete meses, alternando luego largas enfer­
medades con la redacción de una obra de mística y de teóloga: poé­
tica, política, moral, cosmológica, física y médica. Ella, que ha cele­
brado como nadie antes a la mujer, cuya belleza, decía, proviene del
sol y ha conquistado la tierra, ella ha querido en los días de fiesta
ataviar a sus monjas con anillos, velos y tiaras de esplendores múl­
tiples (corona consistente en un círculo de tres colores reunidos, al
que se unen otros cuatro, y que ostenta en el frente el cordero, a la
derecha un querubín, a la izquierda un ángel y atrás el hombre). Lo
que ella escribe, lo ve en una luz que llama “la sombra de la clari­
dad viviente” (umbra viuentis luminis), en la cual ve a veces la “luz
viviente” (lux viuens). Las palabras mismas semejan entonces una
llama rutilante (flamma coruscans). Hay también palabras de una
lengua desconocida (lingua ignota), originaria y fundamental, que se
mezcla con el alemán y el griego como tantas palabras impuestas
que esmaltan sus escritos: se pueden rastrear más de mil, cuya se­
rie inicial se desgrana así, en grupos de cuatro más una en la pri­
mera línea (según el texto de J. B. Pitra): Aiguonz (Deus), Aieganz
(Angelus), Zivienz (Sanctus), Livionz (Salvator), Vanix (Femina),
/Diuveliz (Diabolus) Ispariz (Spiritus), Inimoiz (Homo), Jur (Vir).
Pero su vida no es otra cosa que continuas enfermedades y dolo­
res intensos. Estos pocos rasgos bastan para justificar nuestro díp­
tico con Schreber. Escogeremos dos cánticos de iglesia, un respon­
so (solista y coro) y un refrán (canto antifonado a dos coros), para
componer, según Hildegarde, este himno a la mujer cuando, Virgen
eclesial, su goce se adorna, como de una corona, del extraño fulgor
de la lengua desconocida.
96 - CHARLES MELA

De Sancta María

Ave María, o auctrix vitae Yo te saludo María, creadora de la vida,


reaedijicando salutem que vuelves a edificar la salvación
quae morten conturbasti que a la muerte conturbaste
et serpentem contrivisti y a la serpiente aplastaste
ad quem se Eva erexit ante quien Eva se irguió
erecta cervice cum sufjlatu superbiae. alzando su cerviz, henchida de orgullo.
Hunc conculasti, A quien tú conculcaste
dum de cáelo Filium Dei genuisti al concebir del cielo al hijo de Dios
quem inspiravit Spirítus Dei. que el espíritu de Dios en ti insufló
O dulcissima atque amantissima Oh dulcísima y amantísima Madre
Mater, salve, quae Natum tuum de Salve, desde el cielo diste al mundo el
de cáelo missum mundo edidistí [Hijo
Quem inspiravit Spirítus Dei. que el Espíritu de Dios te insufló.
Gloría Patri et Filio et Spirítus Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu
Sancto. [Santo,
Quem inspiravit Spirítus D el y al Espíritu de Dios que te lo ha
[insuflado.
(Traducido de la versión francesa del
autor]
Eva se invierte en Ave, Eva en María, según la tradición de los
Padres, pero Hildegarde las opone en su goce. Ella sabe hasta qué
punto es otra. Una, histérica, obscenamente, se identifica con la
erección reptiliana que otro poeta, Geoffroi de Vinsauf, describe de
esta manera hacia 1212, para el papa Inocencio III: (Lucifer) Ser-
pentis imagine sumpta, Rectus et erectus veniens clani venit ad
Evam (Poetria Nova V. 1466-67) ( “Asumiendo la imagen de una ser­
piente, erguida y erecta, ocultamente, se allegó a Eva").
El orgullo en que se funda la lujuria original denuncia a una
mujer que se consagraría por entero al goce fálico. La Virgen Madre,
amantísima, entiéndanlo: verdadera amante de Dios, está ella, por
entero en otra parte: no henchida de soberbia (sujlatus), sino inspi­
rada por el Soplo de Dios (spirítus) y en aquello que la insufla cobra
figura lo no sabido de su goce, que afecta al ser y no al tener, y cu­
yo real impensable se denomina misterio de la Encarnación. Virgen
al fin coronada, como lo quería la abadesa para sus hermanas, ella
se transfigura en su personificación eclesiástica de la cual la nave
“mariana” extrae su riqueza simbólica.
LOS GRITOS DE LA SANTA (II) - 97

In dedicatione ecclesiae Dedicado a una iglesia

O orzchis Ecclesia O Iglesia inmensa


(immensa)
armis diuinis praecincta por brazos divinos ceñida
et hyacintho ornata, y ornada de jacintos,
tu es caldemia tú eres aroma
(aroma) para los estigmas de los pueblos
Stigmatum loifolum
(populorum) y la ciudad de la ciencia.
et urbs scientiarum
O, o tu es etiam crizanta Oh, tú, tú, que en elevados sones
(uñeta)
in alto sono et es chortza gemma fuiste ungida y eres gema centelleante.
(corusca)

Cuando el himno a la iglesia deviene el cántico de la mujer, y


ambos se confunden bajo el mismo atavío del jacinto, azul malva,
que, según el lapidario de Marbode, excluye la tristeza y señala la
vía angélica en su poder de “discreción”, cinco palabras de una len­
gua ignota proyectan súbitamente su brillo fulgurante sobre el poe­
ma: chortza, glosado como chorusca, pero quizá también habitado
por choms, el coro, recuerda la llama chisporroteante de las pala­
bras percibidas por Hildegarde durante sus visiones. La Iglesia, la
mujer, la lengua, son una sola cosa. ¿Será también, acaso, el Arbol,
precisamente la encina inmensa, si se percibe la semejanza entre
orzchis y otra palabra de la lengua ignota, orschibuz, traducida co­
mo quercus? Sin olvidar no obstante el símbolo de fecundidad que
la quasi-homonimia con orchis (Plinio, XXVI, 95) inevitablemente
nos sugiere. Y por último, el calor vivificante del bálsamo curativo
(caldemia, cercano a caldor) esparcido sobre las llagas y los pesares
del mundo, y que no es más que su Hijo, porque el Cristo, de quien
ella es Madre, es el santo remedio, y su nombre se evoca en la mis­
ma unción que lo consagra (Crizanta, Christos).
¿Cómo no inferir de estos “Escritos inspirados” que la mujer es
el misterio mismo de Dios? Si aún se duda, remítase a la definición
estricta de la paternidad que ella da, sin flaquear, en Causae et
Curae: De paternitate. Sic paternitas est. Quomodo? Circulus rotae
paternitas est, plenitudo rotae deitas est. (“El padre es el círculo que
bordea la rueda, pero la deidad es la totalidad de la rueda”.) Ahora
bien, para escándalo y desasosiego de otras canonesas renanas,
Hildegarde, recordémoslo, había ordenado que en las solemnidades
la virginidad de las monjas resplandeciera para el Esposo bajo la
toca quasi pontificia de una misma rota que las coronaba. La Rué-
98 - CHARLES MELA

da, es el todo: “En ella están y de ella provienen todas la cosas, y


fuera de ella el Creador no es". También es el hombre: “El hombre
contiene en él el cielo, la tierra y toda la creación; en él ocultas es
tán todas las cosas”. Dios y el hombre no son más que uno. Pero la
rueda es un círculo y es un pleno. El circulus es el Nombre-del-pa
dre (paterniias). Para Lacan, hace agujero: es el agujero de lo sim­
bólico. La plénitude o deitas, según Hildegarde, que abre, en el lu
gar del agujero, ex-sistencia, es por consiguiente lo que designa a
la mujer.

BIBLIOGRAFIA

Peter Dronke, Women Writers o f the Middle Ages, Cambridge, 1984. Ver el
capítulo VI, “Hildegarde of Bingen", págs. 144-201, y los pasajes citados:
“Lettre á Guibert de Gembloux", págs. 252-253; “Causae et curae", pág.
241.
Hildegarde Von Bingen, Lieder, Salzburg, 1969. (N!- 4, 5, y 67-68); Wórter-
buch der Underkannten Sprache, Bale, 1986; -ver también J.B. Pitra,
Analecta Sanctae Hildegardis opera, Monte Casino, 1882, págs. 496-502.
III

CLINICA
EL SUJETO PSICOTICO ESCRIBE...

Eric Laurent

E l sujeto psicótico escribe tal como el sujeto neurótico habla: éste


es un hecho constatado desde la invención de la clínica.
Basta que sea un poco reivindicativo para que tienda a pretender
que se le haga justicia, a fuerza de legajos, informes, quejas que se
acumulan en los archivos de los hospitales psiquiátricos y en los de
las comisarías, de tan mala fama y tan mala concurrencia los unos
como las otras.

El “genio freudiano"

El alienado, como ha podido llamar Lacan a este sujeto psicótico,


se presta de buena gana a ser secretario de sí mismo. Dispone de
un sistema de toma de notas, como el presidente Schreber (a quien
se han referido esta mañana las señoras Bóschenstein y Ehrich en
una excelente exposición), un sistema de toma de notas interno,
tan consustancial a la psicosis como lo es el teatro interno al sujeto
histérico.
Esto es lo que permite a Freud constatar que el inconsciente se
halla, en la psicosis, al descubierto, en tanto que en la neurosis,
como lo indica Lacan, permanece cubierto. Que el inconsciente esté
estructurado como un lenguaje lo atestigua la construcción por el
presidente Schreber de la lengua fundamental; ya que es por medio
de esta lengua que él aspira a “remediar la insuficiencia de las len­
guas”, como lo evocaba esta mañana Vincent Kaufmann, citando a
Mallarmé. El sujeto psicótico escribe, y no ha esperado al psicoaná­
lisis para fascinar con sus escritos, para colectivizar con sus certe­
zas, para asombrar con sus pasajes al acto.
102 - ERIC LAURENT

La pregunta que se le plantea al psicoanalista ante la producción


del texto psicótico es: ¿qué hacer con él? O sea, en lo que hace al
discurso psicoanalítico: ¿qué decir sobre él? Puesto que se sabe que
interpretar la psicosis presenta un límite, ese con el que tropezó in­
mediatamente Cari Jung cuando tomó en análisis a Otto Gross,
quien habría de ser el primer psicótico analizado de la historia,
cuando estaba internado. Al cabo de catorce jornadas de análisis,
noche y día, Jung escribía, desesperado, a Freud: ¡cuando yo me
detengo, él continúa!
¿De qué manera puede el psicoanalista, entonces, hacer de inter­
locutor de un sujeto que escribe, si la vía de la interpretación le ha
sido cortada? Tal es, en el fondo, la paradoja inicial en que Lacan
nos introduce, y a la que intenta responder asignando un lugar pre­
ciso al psicoanalista. Cuando por primera vez se publicó en francés
un extracto de las Memorias del presidente Schreber, en los Ca-
hiers pour l'analyse, Lacan, al comentarlo, destacaba que la posi­
ción del psicoanalista con relación a estos escritos era la del “genio
freudiano” -término que utilizaba allí para calificar esta interven­
ción de Freud, que destacaba el texto de Schreber como un texto
freudiano, en el sentido de que este texto pone de relieve la perti­
nencia de las categorías que Freud había forjado para otros fines,
entre ellos, a saber, la neurosis.
Si Freud es genial, dice Lacan en esta introducción -y propone es­
ta definición del genio- es porque, sin duda, se ha tomado sus liber­
tades respecto del saber. En relación con el texto de Schreber, Freud,
en efecto, se toma sus libertades en un punto: introduce en él al s u ­
jeto como tal. Y al introducir en él al sujeto freudiano, al sujeto del
inconsciente, opera una intervención sobre las Memorias del presi­
dente Schreber. Lacan agrega: “introducir al sujeto como tal, lo cual
significa no calibrar al loco en términos de déficit y de disociación de
las funciones”, sino en términos de la lógica propia del inconsciente,
tal como se evidencia en el texto schreberiano.
Lacan ha podido decir, por consiguiente, que el psicoanalista de­
bía prestarse a ser el secretario del alienado; pero esto no significa
simplemente ponerse en el lugar del dispositivo de toma de notas.
Ser el secretario del alienado es también hacer lo que Freud ha he­
cho: introducir el sujeto. Por su posición misma, el acto psicoanalí­
tico aspira a introducir el sujeto en el texto psicótico, y a ordenar,
a partir de allí, la producción que va a escalonarse. Pero esta pro­
ducción habría tenido lugar, de todos modos, sin el psicoanalista,
desde el momento que Schreber y Joyce no han necesitado de él.
EL SUJETO PSICOTICO ESCRIBE... - 103

Jakobsony Lacan

Esta introducción del sujeto lleva a situar la posibilidad misma


de la interlocución con el sujeto psicótico de una manera muy espe­
cial. Y yo quisiera, a este respecto, modestamente, aprovechar la
ocasión para comentar dos posiciones muy distintas de lectura del
texto, según que el acto sea el del psicoanalista (introducir el sujeto
del inconsciente) o, por ejemplo, el del lingüista, como Jakobson le­
yendo a Hólderlin.
Ante un auditorio que cuenta con eminentes hólderlianos, mi in­
tervención no es sino una contribución que quisiera mantener tan
modesta como sea posible; pero me parece útil leer con ustedes, un
momento, lo que Jakobson ha creído poder inferir de la lectura de
Hólderlin. En efecto, en un texto de 1976, reproducido en el tomo 3
de sus Selected Writings en 1981, Jakobson hace un estudio del
poema La vista de Hólderlin, extendiéndolo incluso a un estudio
más general sobre el propio Hólderlin; y acaba por establecer cierto
número de reglas que él considera posible aplicar al sujeto psicótico
como tal, sea cual fuera su prudencia a este respecto.
En este volumen publicado en francés con el título un tanto ex­
traño de Russie, Folie, Poésie -la enumeración podría continuar, no
se ve muy bien qué ligazón hay entre estos términos- se lee, en la
página 195, a continuación de un extenso análisis conducido con el
cuidado lingüístico y la intuición poética característicos de Jakob­
son: “En Hólderlin enfermo, la dicotomía fundamental entre el con­
junto de su comportamiento lingüístico y su fuerza creadora, se
manifiesta a través de la oposición brutal entre la pérdida casi total
de la aptitud de dialogar con su entorno, y el deseo, así como la ca­
pacidad, asombrosamente intactos y entusiastas, de improvisar sin
esfuerzo, espontánea y resueltamente". Para ello, se sirve de testi­
monios recogidos en los últimos años de la vida del poeta, cuando
no podía dirigirse al otro sino acumulando infinitas cortesías que
retardaban sin cesar el momento de hablar a su Eminencia, su
Gracia; en tanto que, por otro lado, cuando se sentaba ante su me­
sa de trabajo, podía escribir de un plumazo los poemas que nos
han sido transmitidos gracias a quienes se han prestado a ser sus
secretarios. Jakobson opone, pues, la imposibilidad del diálogo a
los “verdaderos monólogos, los monólogos puros que, por un sor­
prendente contraste con los balbuceos que son las conversaciones
ordinarias de Hólderlin, revelan la unidad y la completud intacta de
su lenguaje. Son los poemas que escribe en la noche de su vida”.
104 - ERIC LAURENT

Imposibilidad de diálogo, por lo tanto, y preservación de la forma


monólogo.
Esta distinción que hace Jakobson a propósito de Hólderlin se
esclarece con el esquema simple que proponía el doctor Lacan en
su Seminario Las psicosis para que los psicoanalistas pudieran
captar las dificultades de la relación de objeto. Este término intro­
ducido en psicoanálisis por los alumnos de la escuela inglesa, los
kleinianos, que habían franqueado la barrera abriendo la posibili­
dad de tomar en análisis sujetos psicóticos, entrañaba, según La-
can, cierta confusión en el manejo de la relación de objeto, al con­
fundir dos registros: la dimensión imaginaria y la dimensión que li­
ga al Otro con el Sujeto.

Distinguir, como lo hace Jakobson, las estructuras de diálogo, del


tipo dirigirse al semejante, y el verdadero monólogo, aquel que el su­
jeto mantiene con su Otro, he aquí lo que también el doctor Lacan
buscaba precisar; y la naturaleza de estos dos ejes no es la misma en
la psicosis. En un sentido, lo que dice Jakobson se opone a lo que in­
dica Lacan, quien pone de relieve el hecho de que el presidente
Schreber, hasta el fin, manifiesta todo su interés en recibir a su es­
posa, por quien, decía, el antiguo amor se habla conservado. Ese eje
de diálogo se había mantenido siempre, y, después de todo, Schreber
también se dirige a nosotros, lectores. Por el contrario, lo que estaba
profundamente perturbado era la relación con el Otro, el Gran Otro,
que lo llevaba a producir su delirio. Ahora bien, lo que resalta Jakob­
son es que, por el contrario, habría, más bien, desaparición de las
estructuras dialógicas, y mantenimiento de una estructura monológi-
ca estrictamente idéntica a la que sería, si se quiere, la estructura
poética. Y esta toma de posición de Jakobson obedece, precisamente,
al deseo del lingüista, tal como Jean-Claude Milner lo señala en su
EL SUJETO PSICOTICO ESCRIBE... - 105

breve libro L'Amour de la langue, sirviéndose de indicaciones del doc­


tor Lacan: sólo vaciado de su goce quiere tener tratos con un Otro. El
lingüista ama la lengua, a condición de que no sirva ya para gozar.
Sólo entonces él la ama, se vuelve purista, la idealiza.
Pues bien: si las estructuras monológicas y su mantenimiento,
como lo llama Jakobson, aún persisten, es precisamente porque es­
te autor no piensa que los poemas de Hólderlin tengan relación
con su goce: y, en suma, si en un primer tiempo parece ser lo con­
trario, yo diría que, en un segundo sentido, más profundo, Jakob­
son coincide con lo que escribía el doctor Lacan veinte años antes.
Jakobson lo pone de relieve, y considera, incluso, que es un descu­
brimiento, que los poemas de Scardanelli evitan la clase gramatical
de los shifters, que remiten el acontecimiento referido al acto de co­
municación o a sus participantes. Es verdad. Pero en este sentido,
también al texto de Jakobson le falta un poco de “embrague” con
respecto al de Lacan, pues la única referencia en su texto a un es­
tudio psicoanalítico es la que hace de Jean Laplanche, a quien le
rinde el homenaje de una agudísima perspicacia, al indicar que uno
de los temas centrales de la creación de Hólderlin, y sin duda hasta
una clave que permite comprender su mundo de pensamiento, lo ha
encontrado él, a saber: la dialéctica de la proximidad y el aleja­
miento. Pues bien, esta forma en que en 1976 Jakobson hace refe­
rencia a un texto de Laplanche de 1969 que trabaja sobre las indi­
caciones de Lacan de 1958, no embragan sobre el hecho de que ¡la
primera persona que señaló la ausencia de shifters en el texto de
un sujeto psicótico, es el doctor Lacan, haciendo referencia explíci­
ta a Jakobson! Pero lo que a nosotros nos interesa es medir el ca­
mino recorrido desde lo que llamaría el “momento Laplanche", a sa­
ber: que de ese Otro del lingüista, de la operación del lingüista que
consite en introducir las estructuras de la lengua en el texto psicó­
tico, el resto es la dialéctica del alejamiento y la cercanía.
El término dialéctica, aplicado a la psicosis, resulta extraño,
pues si hay algo que no es dialéctico es la psicosis. La psicosis no
es dialéctica, procede por certeza, y la certeza psicótica no es dia­
léctica. Es por ello que la dialéctica no es, en ningún caso, una cla­
ve para introducirse en el funcionamiento del sujeto psicótico. Es
incluso absolutamente necesario desprenderse de la dialéctica para
comprender en qué consisten este alejamiento y esta proximidad. Y
lo que sigue siendo la clave del alejamiento y la proximidad es
aquello que el lingüista ha descartado, el lugar del goce que, como
Schreber lo atestigua, es el que lo invade y lo abandona, lo que in-
106 - ERIC LAURENT

traduce no una dialéctica sino una presencia y una ausencia, tan


reales la una como la otra, que le arrancan alaridos.

Vaciamiento del goce

Aquí debemos considerar, por contraste, el efecto de la introduc­


ción por el psicoanalista de la categoría “sujeto". El psicoanalista,
también él, cualquiera que sea la perturbación de la relación con el
semejante o su mantenimiento, va a hacer valer el mantenimiento
de estructuras monológicas, como dice Jakobson, o por lo menos de
la lógica de la relación entre el sujeto y el Otro; y esta lógica incluye
no sólo el inconsciente sino también aquello que permanece exte­
rior a él, o más exactamente lo que está en la estructura “éxtima" al
inconsciente y en la psicosis, íntima -oposición que Jaques-Alain
Miller ha destacado, a partir de la enseñanza de Lacan, como cen­
tral en las relaciones del inconsciente y del ello. En este sentido, el
efecto de la introducción por el psicoanalista de su categoría sujeto,
es el de destacar la literatura como ficción, no en el sentido de fan­
tasía sino como ficción en el sentido de Bentham, o sea una estruc­
tura de distribución del goce. El término ficción, si se lo refiere a
Bentham, pertenece a la teoría del derecho, y a este respecto, los
textos de Bentham o de quienes actualmente procuran inscribirse
en su línea, como por ejemplo John Rawls, lo que descubren y en lo
que ponen el acento, es que la ficción pretende ser distribución re­
partida del goce. A este respecto, es por la misma razón que Stend­
hal ha reconocido, con justeza, en el Código Civil, un fundamento
esencial de la claridad del estilo y de la literatura.
La literatura, en el fondo, es un concepto mal formado. Toda una
vertiente de esta literatura proviene de la identificación, del tipo
“Madame Bovary soy yo"; y además, en ése mismo corpus de textos
que pertenecen a la literatura, otra vertiente proviene del rechazo
del inconsciente y del rechazo de la atracción de las identificacio­
nes, según una fórmula del mismo Jacques-Alain Miller.
La introducción, pues, de la categoría “sujeto" por el psicoanalis­
ta, conduce en primer término a considerar el texto psicótico como
ficción y repartición de goce; y, en segundo término, a hacer valer
esta función del texto, no como despliegue de identificaciones sino,
hablando estrictamente, como vaciamiento del goce.
EL SUJETO PSICOTICO ESCRIBE... - 107

La pérdida necesaria

Si Lacan ha podido decir que la lógica del sujeto pertenece a la


teoría de los conjuntos, es porque ella supone también el funciona­
miento de un conjunto vacío: {0}. Ella supone, de manera eminente,
la lógica de la barra. Lo que el psicoanalista introduce con su dis­
curso es una magnitud negativa, no catarsis como se ha dicho de­
masiado de prisa a propósito de la neurosis, sino vaciamiento, co­
mo puede mostrarlo la psicosis. Lacan lo indicaba en una extensa
nota de pie de página de su texto “De una cuestión preliminar...’’:
frente a la dispersión en lo infinito del delirio, el sujeto Schreber se
atrinchera en el acto de “hacer" sobre el mundo. Es mediante la
exoneración como Schreber remunera la insuficiencia de las len­
guas. Más generalmente, el sujeto psicótico, en su ficción, se atrin­
chera en aquello que puede hacer agujero en el mundo, lo cual es
una generalización de la estructura del tipo: ser la mujer que falta
a... al universo del discurso.
Nosotros encontramos, en la cura psicoanalitica misma, la pues­
ta en práctica de esta lógica del vaciamiento. El texto, por ejemplo,
de un niño psicótico como el que describen Robert y Rosine Lefort,
quienes hacen girar la cura alrededor de un agujero de WC y de la
construcción que el sujeto establece alrededor de ese agujero, pro­
viene también del atrincherarse del sujeto en el "hacer sobre el
mundo”.
Yo he podido asimismo destacar el caso de un sujeto que estaba
agobiado por un recuerdo, de una plenitud de goce, en el que se
veía como único testigo de su infancia, con un biberón en la boca.
Más tarde pudo elaborar un delirio, un delirio con el vestíbulo de
su edificio, intentando educar a todo el edificio en el funcionamien­
to correcto del depósito de agua de un inodoro, situado en el quinto
piso, al lado de su habitación, que hacía un ruido para él insopor­
table; y consiguió tejer relaciones complejísimas, llegando, por me­
dio de subterfugios a cuál más exquisito y delicado, a abordar a
uno en un rincón, a llamar a otro desde una cabina telefónica, a
hacerse presentar por un intérprete a un tercero; en fin: a instruir
a cada uno en ese saber sobre el vaciamiento correcto de esa bote­
lla de agua que lo acompañaba para siempre y que le permitía, ade­
más, sostener los significantes que ordenaba durante todo el día en
su trabajo de bibliotecario, remediando sin tregua el hecho de que
un significante pudiera faltar de su sitio, tarea borgeana que no de­
jaba de guardar relación con ese modesto depósito de agua.
108 - ERIC LAURENT

Wolfson, por su parte, ha publicado dos libros, el primero en Ga-


llimard, sobre su dispersión en las lenguas que, en el fondo, llama­
ba al segundo, editado por Navarin, el cual, a su vez, ponía el acen­
to sobre la función de la apuesta mutua y la pérdida necesariamen­
te ligada a la actividad de apostar a los caballos. Este segundo texto
incluye, dicho sea de paso, un bellísimo relato de su larga caminata
una noche de invierno, en la que apostaba interiormente su propia
vida para llegar al hipódromo.
Este rechazo del inconsciente que, si seguimos a Lacan es, pues,
el de la psicosis, no excluye el lugar del psicoanalista. Si excluye,
en efecto, un determinado funcionamiento de la interpretación en
nombre del padre; si excluye el “hacer de padre" o “hacer de madre”
como otras tantas tentaciones que surgen cuando se pone el acento
en “recordar la ley al psicótico”, o en la transferencia maternal o
maternante; ello abre, en cambio, un lugar donde el psicoanalista
puede instalarse: el lugar del semblante de agujero que el sujeto in­
tenta producir en su delirio, que tiende a igualar letter con litter, en
donde la letra, como basura, llegue a perderse.
Me regocijo de haber leído, por ejemplo, en el texto que el señor
Vuagniaux va a presentarles ahora, un caso en el que se observa,
en un sujeto psicótico, por un lado a causa del olvido, y por otro
por la desaparición de los textos, ese funcionamiento del texto, no
como algo a interpretar, sino más bien como ready-made, como ob­
jeto en tanto que distribuido y producido. Y es también lo que mos­
traba esta mañana Vincent Kaufmann a propósito de Artaud, sobre
la necesaria publicación de sus cartas a Riviére. Para Artaud, el
texto no era ficción. ¿Por qué mentir, entonces? Es preciso publicar
integramente las cartas, puesto que ellas distribuyen y deben testi­
moniar, como lo señala M. Kaufmann, la novela vivida; en otras pa­
labras, la distribución del goce. En este sentido, deben ser publica­
das tal cual, y no reelaboradas dentro de una estructura ficticia.
Concluiré, pues, con lo siguiente: si el psicoanalista, en la cura, de­
be hacerse secretario del alienado, en cuanto concierne al texto del
psicótico, no es simplemente en el sentido de tomar notas, sino
también en el sentido de no olvidar la función eminente del secreta­
rio, que consiste en expedir las cartas.
ESCRITURA Y CLINICA

Richard Vuagniaux

V o y a hablarles de un paciente en cuya vida psíquica la escritura


desempeña un papel determinante, pero que nunca llega a publi­
car. No se trata aquí, pues, de hablar de la psicosis en el texto, sino
de reflexionar acerca de los elementos que acompañan el conflicto
de este sujeto, en la historia social y personal.
Antes de comenzar quisiera referirme al sentido de mi título:
“Escritura y clínica” . Nosotros siempre debemos manejarnos con
fragmentos, fragmentos de notas, de historia, de actas que vamos a
reunir y organizar en un discurso. Que nuestro deseo y nuestra cu­
riosidad nos conduzcan a ello, es en sí mismo motivo suficiente; y
no tenemos que justificarnos forzosamente por armar nuestros cor­
tinados con lo que Pascal Quignard llama, en el dominio de la lite­
ratura, los “retazos del texto", incluso si, como él lo demuestra, el
aspecto fragmentario se resiste a nuestros esfuerzos por reducirlo.
He querido, sin embargo, señalar esta dificultad metodológica para
que ustedes no pierdan de vista de qué material está hecho un tex­
to clínico. Me he preguntado entonces dónde reside el motor de
nuestra síntesis cuando hablamos de un paciente. Propongo situar­
lo en la traducción de una interiorización.
Existe en el campo de la psiquiatría una escritura particular,
marcada por una ley: la contenida en el dossier. Este es el lugar
donde se ejercen una interdicción y un secreto. Del mismo modo, y
por analogía, me es preciso evocar el dossier judicial que está dota­
do de iguales propiedades que el dossier psiquiátrico. Veremos de
qué modo mi paciente utiliza uno y otro.
1 1 0 - RICHARD VUAGNIAUX

El dossierjudicial

Mi paciente, a quien llamaré Michel, tiene unos treinta años. Di­


ce haber tenido una infancia feliz, en la que lo esencial de su socia­
lización pasaba por el reconocimiento del clan. Esta referencia ha
desaparecido. Cuando él era un niño, un juez decidió, por razones
probablemente fundadas, pero de todos modos racistas, dispersar a
su familia. En las minutas del proceso se encuentran inscritos por
consiguiente los embriones de información que le permiten reen­
contrar a sus hermanos y hermanas. Michel ha tenido acceso a ese
legajo pero su sola lectura no le satisface, quisiera un duplicado de
ese dossier como si únicamente su posesión pudiera asegurarlo
contra un eventual retorno de la ley contra él. Simbólicamente, esta
posesión signaría el reconocimiento de un error judicial; mientras
el texto no le sea entregado, Michel continúa en situación de acusa­
do. La administración, que pone numerosos escollos a la restitución
del texto, no se ha equivocado a este respecto. Una vez fuera de su
consenso, ya no está segura de que una lectura no descubra las
contradicciones y las maquinaciones en las que está atrapada.
De todas maneras, la restitución no resuelve el conflicto, lo plan­
tea. En efecto, para Michel, la carga del texto es triple; anticipa las
emboscadas de una búsqueda muy aleatoria de los miembros de la
familia -y por lo demás, de qué unidad familiar se tratará-; recuer­
da la pérdida de los hitos identificatorios y las desilusiones de un
niño; reitera, pues, el traumatismo y sus azares ulteriores en la
historia del sujeto. Comprendemos pues que Michel no quiera saber
nada de ese dossier, aun cuando pueda desear su posesión.
Yo no pude menos que asociar estos hechos a lo que dice Bettel-
heim sobre su experiencia en los campos de concentración; le cedo
la palabra: “En cuanto a mí, fueron los campos de concentración
alemanes los que me condujeron a indagar, de la manera más per­
sonal e inmediata, qué tipos de experiencias podían deshumanizar.
Yo tuve la experiencia, sin saber si ella acabaría alguna vez, de es­
tar a merced de fuerzas sobre las cuales yo no podia ejercer in­
fluencia alguna. Era la experiencia de vivir aislado de la familia y de
los amigos, de estar severamente restringido en el intercambio de
información. Al mismo tiempo me sentía sometido a una manipula­
ción total por un entorno que parecía hacer todo lo posible por des­
truir mi existencia, si no mi vida”.
ESCRITURA Y CLINICA - 111

La influencia de la madre

Según Michel, la pareja parental no debía sobrevivir al juicio: ca­


da uno marchó por su lado, para llevar una existencia marginal y
problemática. Michel quedó con su madre. En sus relatos, la madre
aparece como una persona a quien él le debe todo, muy idealizada,
y a la que siempre vuelve pese a algunas tentativas de autonomía.
Michel mantenía una relación fusional con su madre que no dejaba
sitio para la ambivalencia, permanecía unido con ella en un cuerpo
a cuerpo del que estaba excluida toda agresividad. Esta última se
expresaba entonces hacia el exterior, por la delincuencia, o hacia el
interior, por la toxicomanía, si bien a ésta volveremos a referirnos.
Esta formulación de una relación fusional madre-hijo, si bien no
es falsa, no es satisfactoria. En primer lugar, porque cuento con po­
co material sobre ella. Y además mi experiencia psicoterapéutica
con este tipo de pacientes me demuestra que con el trabajo de ela­
boración o bajo el golpe de las circunstancias de la vida, figuras pa-
rentales caricaturescas, con la frialdad y la rigidez de una estatua,
que testimonian el predominio de lo imaginario, evolucionan hacia
configuraciones más ricas y más conflictivas a medida que el sujeto
va haciendo la historia de su filiación. En Michel esta historia sería,
de todos modos, problemática. Con independencia de una sociogé-
nesis evidente, elementos de anamnesis que aquí no puedo comuni­
car, me hacen pensar que Michel, como hijo, no ha podido cristali­
zar, en una novela familiar, los odios, los rencores, y los amores
propios de esa edad.
En suma, ¿cuál es el deseo de una madre, y a quién está dirigi­
do? En el caso de esta madre, ella deseaba que su hijo tuviera estu­
dios. Y aun cuando Michel no realizó sus proyectos, de este deseo
nace, según él, su encuentro con la cultura y su gusto por la escri­
tura. Si bien la adolescencia de Michel fue muy turbulenta, ese de­
seo materno lo inscribía en una continuidad volcada hacia una
apertura de la pareja madre-hijo. Sin poder explicar la elección es­
pecífica de la escritura puedo, no obstante, pensar que Michel en­
contró en ella el arraigo simbólico necesario para su supervivencia,
y el compromiso aceptable entre la influencia materna y su propia
diferenciación psíquica.
Hacia el fin de la adolescencia de Michel, su madre fallece des­
pués de una larga enfermedad. Michel se va a otra ciudad, menos
para cambiar de piel y huir del entorno de su madre y de las trapa­
cerías de una policía que lo conocía demasiado bien, que para pa-
1 1 2 - RICHARD VUAGNIAUX

sar de un momento de su vida a otro y concretar la disolución defi­


nitiva de su historicidad. (Hay por otra parte, en este movimiento,
algo de un fantasma de autoengendramiento como aquel del que
hablaba esta mañana Eugénie Lemoine-Luccioni.) En efecto, el fa­
llecimiento de su madre traza una línea de demarcación presente,
no sólo en la palabra de Michel, sino también en los dossiers que yo
he leído, los cuales, si bien sobreabundan en descripciones detalla­
das de los años que siguieron al deceso, son fragmentarios y confu­
sos en lo que hace a todo el período que lo precedió.
En nuestras primeras entrevistas, Michel, demasiado prevenido
en cuanto a las respuestas que deben darse a un psiquiatra, me hi­
zo un relato de su infancia muy contradictorio. Retrospectivamente,
comprendí que, como en todos los lugares por los que pasa, Michel
practicaba conmigo, y no sin genio, un torpedeo sistemático de las
normas y del savoir vivre, en las que se basan, en general, estas
primeras entrevistas. Más tarde, cuando me hallaba libre de contin­
gencias institucionales, y en momentos en que Michel estaba depri­
mido, los relatos espontáneos acerca de su infancia siguieron sien­
do igualmente confusos, salvo por el hecho de que Michel volvía
una y otra vez a los dos acontecimientos principales de su vida: la
disolución de su familia con la baza de ese legajo judicial, y la
muerte de su madre.

Del alcohol al medicamento

En su nueva ciudad, y siguiendo un largo itineriario inexorable,


Michel entró en los meandros de las instituciones de rehabilitación.
Historiarlo aquí es inútil, porque en él se repiten, inevitablemente,
la misma estructura y los mismos fracasos: adaptación escrupulosa
del paciente a un proyecto terapéutico o educativo, más o menos
inducida por los terapeutas, en que él es el objeto del deseo de
otros, seguida de crisis de toxicomanía y rupturas violentas, que
manifiestan los sobresaltos de un sujeto que no puede reconocerse
en los procedimientos de rehabilitación. Lo cual no impide que pese
a las trabazones de esos modelos madurativos, empeñados en
transformar la susodicha inmadurez del paciente, Michel creará to­
da una red de relaciones que aún ahora utiliza tanto para fines in­
mediatamente alimentarios, como para conversaciones sobre los te­
mas que le interesan, como si tales relaciones, en el fondo simples,
debieran pasar por una verdadera dramatización para poder existir.
ESCRITURA Y CLINICA - 113

En las situaciones que se prestan para ello es un rasgo notable


de este paciente el mostrar la cara oculta de nuestros actos, los
motivos a menudo poco confesables de nuestros deseos y la ridicu­
lez de nuestros comportamientos más indispensables. Rara vez he
visto a alguien tan ajeno e indiferente a lo que muchos consideran
como principios inviolables. En tales situaciones, Michel funciona
como lo que el sociólogo M. Lobrot llama un analizador, es decir al
guien que pone en juego, inconscientemente, las contradicciones de
una situación, para extraer de ellas la verdad.
No es, por lo demás, casual que Michel se diga anarquista. Una
capacidad como la suya implica que la cuestión de la identidad ocu­
pa en él un lugar muy especial. Yo no he ahondado esta cuestión.
Michel es, pues, un escritor, ha publicado, y todavía se esfuerza
por escribir, aun cuando bajo el doble efecto de su poli toxicomanía
y de su “clochardización” , el escribir se tom e para él cada vez más
difícil y no acceda ya, desde hace mucho tiempo, a publicar. No
obstante, como a otros escritores, el tóxico y la escritura le son in­
dispensables, porque como dice Sylvie le Pouliché: “En la 'farmacia'
de Platón, escritura y tóxico representan dos medicamentos ocultos
que transgreden las leyes de los dioses. Inventan filtros y pócimas
que son, alternativamente, remedios y venenos. Estos dos procedi­
mientos artificiales fabrican ‘excesos’ en el cuerpo del discurso y
en el cuerpo de los órganos: magia de las letras y de los filtros que
segregan ‘cuerpos extraños"’.
En cuanto al tóxico, Michel había hallado un equilibrio entre el
consumo de un tóxico privilegiado y obsesivamente único, el alco­
hol, y el respeto de una interdicción de todas las demás drogas. Pa­
decía, en efecto, de una enfermedad hereditaria que tornaba peli­
groso para su cuerpo la mayor parte de los medicamentos. En mi
opinión, ese compromiso le permitía constituir y respetar algo así
como una imagen infantil de su cuerpo, e inscribirlo de ese modo
en un mínimo de filiación. Ese compromiso habría de ser destruido
por las prescripciones médicas. Hace ocho años (el momento está
nítidamente señalado en su legajo) sus terapeutas consideraron,
dentro de una lógica de abstinencia, que sería mejor reemplazar el
alcohol por un medicamento. A partir de entonces, el paciente desa­
rrolló una politoxicomanía desenfrenada que, no obstante, excluyó
la heroína.
Este hecho no carece de importancia, ya que la heroína impide al
paciente sentir su cuerpo, favorece un repliegue narcisístico, abolien­
do esas alertas que nos son tan determinantes para dialectizar núes-
114 - RICHARD VUAGNIAUX

tro cuerpo con sus entornos y sus propias manifestaciones. Para Mi-
chel, los tóxicos son una perpetua ocasión de experimentación de la
reviviscencia de sus límites corporales. Y ello tanto en la absorción
de productos, con el juego peligroso y agotador de una descompensa­
ción posible de su enfermedad, como en la utilización de los mismos
productos en su relación con los demás. En las sesiones conmigo,
Michel habla de su savoir-Jaire, su alquimia y sus manipulaciones
con los productos, en un tono de necesidad -debe consumir-, pero
también de desafio, hasta de humor, con lo que me demuestra que
no se deja engañar por sus montajes y sus puestas en escena.

Imposible invención de un lector

Antes de proseguir, quisiera establecer un distingo que me servi­


rá de ayuda para la conclusión a que quiero llegar, y que no estoy
seguro de haber respetado hasta ahora. Se trata de distinguir entre
acto de escritura y texto. La escritura abarca las dos realidades.
La escritura, para Michel, está atravesada por las mismas con­
tradicciones que la utilización de los tóxicos. Por un lado, él tiene
proyectos de escritura. El acto de escribir sigue siendo para él del
orden de la evidencia, pero, por otro lado, la suerte de los textos
una vez producidos no está asegurada, porque Michel los dispersa,
los pierde, los olvida en las cuevas de los distintos lugares que lo
albergan. A veces, hace responsables a los otros de su incapacidad
para reunirlos; a veces, por el contrario, cuando un determinado
dossier psiquiátrico es el depositario de un manuscrito, Michel se
siente pleno de gratitud y el dossier deviene un continente no sólo
de su manuscrito sino también, por metonimia, de su cuerpo. Como
vemos, el texto mantiene un vínculo contradictorio y conflictivo con
su creador. Que el texto, como la palabra, esté destinado a repre­
sentar el cuerpo, me parece uno de los componentes esenciales de
la creación, aun cuando sea preciso que el texto pueda separarse
del cuerpo del autor. En Michel, ese vinculo no puede romperse,
sus textos entran en su economía libidinal y ya no la abandonan,
siguen los movimientos de su autor quien, alternativamente, los
produce y los reúne cuando todo parece posible, incluso los contac­
tos con editores, pero los reduce al estatuto de simples pedazos, de­
yecciones, costras, cuando la angustia, la depresión y la toxicoma­
nía lo obligan a buscar refugio en el olvido, la dispersión y la dis­
continuidad de sus objetos internos y externos.
ESCRITURA Y CLINICA - 115

El acto de escritura le sirve para aferrarse al orden de lo simbóli


co. Su inscripción en él es frágil, pero determinante para su super
vivencia. Este acto está imbuido tanto de los desequilibrios y las
confusiones de su vida psíquica, como por las fracturas de su vida
social y familiar. Por sus efectos en lo real del cuerpo, el léxico ocu
pa en él un lugar contradictorio entre la destrucción y la creación.
De ahí, el error en este paciente, de querer idealizarlo mediante
procedimentos de rehabilitación que le proponen ser escritor sin ser
toxicómano.
En cuanto a sus textos, se puede concebir que a Michel, por el
modo en que los instrumentaliza, le cueste entregarlos al dominio
público. Sin embargo, una cosa no explica la otra, que los escrito­
res hagan chapuzas con sus textos no les ha impedido publicar. Yo
no me he preguntado por lo tanto si los trastornos de la identidad,
pero también los atolladeros y los fracasos de su vida social, no le
dificultaban inventar un lector para sus textos; o bien porque por
momentos ello no representa para él ningún desafío, o bien porque
no puede concebir otro a quien dirigirlos. Ese otro desprendido de
las contingencias de la lectura, sería entonces no sólo aquel que
triangula la relación del autor con su texto, permitiendo que la se­
paración se lleve a cabo, sino también aquel que ya está desde el
origen, en el deseo de escribir. Menos un padre del texto -pues ese
otro sólo tendría que ver, por derivación, con la filiación del autor-
que un garante del texto. Acompañante del autor y garante del tex­
to, tal sería la figura que le faltaría a Michel y explicaría su dificul­
tad para publicar.

BIBLIOGRAFIA

Bruno Bettelheim, la Forteresse vide, trad. de Roland Humery, París, Galli-


mard, 1969.
M. Lobrot, la Pédagogie intitutionelle, París, Gauthier-Villars, 1966,
Pascal Vignar, “Una gene technique á l'egard des fragments", Furor.
Sylvie le Pouliché, Toxicomanies et Psychanalyse, les narcoses du désir, Pa­
rís, PUF, 1987.
LA PSICOSIS EN EL TEXTO DE LACAN

Jacques-Alain Miller

N o puedo resistirme al placer de compartir con ustedes una refle­


xión que hice momentos antes de subir a esta tribuna: es triste, en
verdad, una sala con más asientos que asistentes. No me refiero tan
sólo al número de personas que haría falta para ocupar estos asien­
tos, sino también a algo en exceso. La cosa en exceso es, por otro la­
do, la única interesante, en tanto es también aquella a la que se
apunta al hablar. Aquí, en el fondo de esta sala, lo que sobra, por lo
que veo, son dossiers negros. Es a ellas, pues, a quienes me dirijo si
no presto atención, y ello resulta deprimente. Lo mismo ha de ocu-
rrirles a ustedes, los que están en la sala; pues en una sala colma­
da, que se parecería, por tanto, al mundo que habitamos juntos, ca­
da uno tiene la satisfacción de sacarle el lugar a cualquier otro.
Al confesarles esta reflexión, no intento sino exorcizar la sensa­
ción de adormecimiento de este fin de jornada, para abordar al fin
el tema que he anunciado: “La psicosis en el texto de Jacques La-
can”, donde volveremos a encontrar ciertas nociones que yo he in­
troducido, como por un juego de malabarismo.

La psicosis está siempre en el texto

Mi intervención es la última, y me siento, de algún modo, como


Aporia al llegar al Banquete, cuando ya todo ha sido comido, con la
diferencia de que a Aporia ni siquiera se la deja entrar. A esta altu­
ra de la reunión, busco qué queda para mí. Durante el día de hoy
hemos oído hablar de poesía y de poetas -y poéticamente, por lo de­
más-, y me gustaría decirles que yo, por mi parte, hablaré en prosa,
e incluso prosaicamente. Me gustaría decirlo, pero no puedo.
LA PSICOSIS EN EL TEXTO DE LACAN - 117

El Burgués Gentilhombre de Moliere se maravilla de que su


maestro le haga notar que hace prosa sin saberlo. Se lo llama su
“maestro", pero, de hecho, aquel que le enseña algo no es mucho
más que su valet. Tal es el estatuto primero del maestro que ense­
ña: él es el valet de los verdaderos maestros. Pero este maestro se
equivocaba, ciertamente, al decirle al Burgués Gentilhombre que
hacía prosa sin saberlo; pues el Burgués Gentilhombre, como cada
uno de nosotros, hace poesía; al menos si entendemos el término
poesía en su sentido más primario, evocado hoy por E. Laurent: el
de ficción. No cabe duda de que el Burgués Gentilhombre, en su
propio nombre, en el título que ostenta, se comporta en su vida de
escena como un ser de ficción, un pseudo-gentilhombre. Su “gentil-
hombría” es, por completo, ficticia.
Incluso podría situársela bajo el rótulo de delirio de grandeza. Se
trata, precisamente, de una cuestión de creencia. ¿Cree él de ver­
dad en ella, o no? Desde este punto de vista, por el solo hecho de
tener un yo [moi], todos hacemos poesía sin saberlo, con el mismo
derecho que el Burgués Gentilhombre. Por supuesto, podría distin­
guirse al Burgués Gentilhombre del poeta, el verdadero, aquel que
sabe que el lenguaje es siempre poético y que extrae las consecuen­
cias de ello. Y podría lanzarse sobre la prosa ese anatema de que
ella no es más que una poesía que aparenta escribir, argumentar,
informar, denotar.
Todo esto tiene consecuencias sobre la psicosis en el texto. Esta­
mos acostumbrados a considerar la psicosis en términos de déficit.
Estamos persuadidos de que a ellos, los psicóticos, les falta algo
con relación a nosotros. El pslcótico, es el aporos de nuestro tiem­
po. Pero quizás sería saludable invertir la cuestión y preguntarnos
qué nos falta a nosotros para ser psicóticos. Vayamos más lejos aún
en esta salubridad e intentemos demostrar con Jacques Lacan -que
ha sido hoy una referencia profundamente citada- en qué sentido
todo el mundo es delirante. A mi modo de ver, esta proposición tie­
ne visos de verdad. El punto de vista a adoptar, por ejemplo, a pro­
pósito de las ponencias escuchadas hoy, es, sin duda, que, en lo
que hace a las mejores, son delirantes. Es por ello que he encontra­
do bellísima, perfectamente justificada, la fórmula propuesta por el
Círculo Katatuchés de la “Psicosis en el texto”. Avancemos, en efec­
to, un paso más: la psicosis está siempre en el texto, vale decir que
no está, precisamente, en la referencia. Esto es lo que ahora me es­
forzaré por clarificar.
118 - JACQUES-ALAIN MILLER

Psicosis y lógica

Después de responder a quemarropa a mi amigo Alain Grosri


chard, quien me preguntaba por el título de mi ponencia en este
coloquio: “La psicosis en el texto de Lacan” -que a mí me parecía
clarísimo-, reflexioné que esta fórmula podría hacer pensar que yo
situaba a Lacan bajo el rótulo de los locos literarios.
Y en efecto, la fórmula indiscutiblemente se presta a equívoco.
Puede entenderse que el texto de Lacan tiene por objeto la psicosis,
desde el momento que es un texto teórico que se ocupa de ella; pero
también que el texto de Lacan presta testimonio clínico de la psico­
sis de su autor. Desde luego, es el primer sentido el que adoptare­
mos. No obstante, el segundo, a saber: la psicosis de Lacan, ha me­
recido el interés de Lacan mismo, desde el momento que ha formu­
lado, entre otras, esta declaración: “Yo soy psicótico”, precisando su
sentido, “por la sencilla razón de que siempre he tratado de ser ri­
guroso”: haciendo, por ende, de la psicosis, un intento de rigor.
Que la psicosis sea un ensayo de rigor -cosa que trataré de justi­
ficar- entraña que la psicosis está en el texto y que, en un sentido,
todos somos delirantes. Percatarse de ello es el primer momento de
la lucidez. Una paradoja, sin duda, si imaginamos que estar en la
psicosis es haber perdido las amarras y decir cualquier cosa res­
pecto de lo que es nuestro discurso normado. Ahora bien, nuestro
punto de vista, si es el de Lacan, hace de un caso de psicosis un
caso de lógica más o menos extremo.
Los nexos existentes entre la literatura y la psicosis son bien co­
nocidos y, de haber sido necesario, la jornada de hoy nos lo habría
recordado. Pero están también las afinidades entre la psicosis y la
lógica, que es otra disciplina de la letra. La lógica es, en tanto que
lógica, la lógica matemática. A primera vista, claro está, psicosis y
lógica están en oposición, aunque más no sea por el hecho de que
la psicosis desborda de sentido y hace eco -si se eligen bien los pa­
sajes, como se ha hecho hoy- en cada uno de nosotros; mientras
que la lógica, en tanto que matemática, se establece sobre el vacia­
miento de todo sentido.
Podría decirse que en la psicosis el significante es suprasemánti-
co, en tanto que en la lógica matemática es asemántico. Pero la ló­
gica y la psicosis tienen en común el siguiente rasgo, que puede in­
teresarnos: ni la una ni la otra se niegan apoyo en la intuición co­
mún, en el sentido común: anulan nuestra rutina para extraer del
lenguaje entidades inéditas. Tanto la una como la otra Se fundan
LA PSICOSIS EN EL TEXTO DE LACAN - 119

sobre la inexistencia, vale decir que se establecen sobre la ausencia


de toda pre-comprensión.
No en vano Clérambault había adoptado el término “postulado”
para calificar el término más incondicionado del delirio erotomanía-
co. En efecto, hacía derivar el conjunto del discurso, en la psicosis
erotomaníaca, de un postulado en el sentido lógico. Desde este
punto de vista, en una axiomática, podría decirse que no hay un
más allá del axioma; que el axioma, como la prosa, no tiene un por
qué; salvo en el caso en que se encuentre eventualmente justificado
por las consecuencias que de él se extraigan, a condición de ser ri­
guroso. Es el punto de certeza delirante en la erotomanía lo que
inspiró pues a Clérambault esta palabra: “postulado".
Por cierto dos términos aparecen ligados aquí: el de “creación” -y
hay creación tanto en la psicosis como en la lógica, una creación
que surge ex nihilo, vale decir, a partir de nada; la pizarra es la con­
dición misma de la lógica, desde este punto de vista-; pero esta
creación, por surgir de la nada, es correlativa del término que pode­
mos tomar de Freud vía Lacan, una forclusión; es decir, precisa­
mente de esta superficie de la pizarra que se limpia de todo cuanto
pudo depositarse en ella antes. Esto es lo que permite decir, en ló­
gica y en matemática: “sea A, que yo defino de este modo", es decir
en un lenguaje evidentemente creacionista. La posición misma de
una definición matemática a la que a continuación se hará refe­
rencia, es correlativa de una forclusión metódica de todo cuanto
precede.
Hay, sin duda, una diferencia entre psicosis y lógica. Pues si se
admite que un delirio psicótico implica siempre un elemento de cer­
teza que desempeña el papel lógico del axioma, la posición del axio­
ma en lógica es justamente exclusiva de la certeza. No tiene, como
correlato subjetivo, la certeza sino, por lo contrario, lo que se po­
dría llamar la tolerancia y el utilitarismo: se toma este axioma, se lo
pone a prueba, pero puede tomarse cualquier otro. Por lo demás, la
creación lógica tiene por objeto que cualquier otro pueda pensar en
el lugar del lógico, mientras que el psicótico estará encantado de su
lugar de único.

El delirio generalizado

Puesto que ahora se trata de delirio, puedo, sin duda, situar bajo
un mismo rótulo lógica y psicosis; pero, más allá de eso, ¿por qué.
120 - JACQUES-ALAIN MILLER

al decir delirio, no estaría yo delirando, a mi vez? Llamo delirio a un


montaje de lenguaje que no tiene correlato de realidad, vale decir,
al cual nada corresponde en la intuición. Llamo delirio a un monta
je de lenguaje construido sobre un vacío. Y digo: todo el mundo de­
lira. Es la perspectiva que yo llamo “del delirio generalizado”.
No es ésta la única que pueda adoptarse respecto del lenguaje,
pero es -retomando el término que utilicé al principio de esta confe­
rencia- en extremo saludable. Escuchen ustedes a sus contemporá­
neos, y lean incluso a los antiguos desde este punto de vista, y ya
me contarán. Por ahora, los invito a escucharme a mí mismo de
igual forma.
Este punto de vista del delirio generalizado es, en efecto, saluda­
ble, en tanto nos restituye una profunda humanidad del psicótico.
Por lo común, dicha humanidad es presentada en tanto se la funda
sobre su estatuto de estar-en-el-mundo, de estar en el mismo mun­
do que nosotros, vale decir, de copertenecer a este mundo. Noso­
tros, por nuestra parte, la fundamos en que él es sujeto, es decir,
que es plenamente un ser en el lenguaje, y ello, en tanto que la re­
ferencia como tal siempre falta en el lenguaje.
Suele imaginarse -y tal vez, incluso, entre los literarios- que el
lenguaje es un aparato de referir; que existe, en su uso superior,
para decir lo que es, o sea para denotar; en otras palabras, que está
allí para hacerse escuchar, sin equívoco alguno, por el otro -en ge­
neral, para hacerle hacer lo que se le pide. En efecto, es posible
mostrar, en nuestra existencia, una zona sumamente importante en
la que el lenguaje es utilizado, digamos, para hacerse obedecer, y
otra zona hecha para acusar recibo de la orden recibida.
¿En qué consiste este uso del lenguaje como aparato de referir, y
de referir lo más exactamente posible; de indicar, entre todos los
objetos que hay en el mundo, de cuál de ellos se trata? Este uso,
estrictamente, debe ser puesto en el registro de aquello que Lacan
llama el discurso del amo, que es quien dice lo que se debe hacer.
En este sentido, el colmo del lenguaje, el lenguaje supremo, es la
lengua jurídica, a saber: ‘jTráigame el elemento de prueba N- tan­
to!” En el ejercicio jurídico, en efecto, se procura actuar de manera
tal que el lenguaje se refiera exactamente al objeto de que se trata.
Sólo que es preciso comenzar por numerar los objetos y que ni se
los toque, por supuesto.
Ahora bien: lo que demuestra el análisis lógico del lenguaje -el
cual, me decía Alain Grosrichard, cuenta con cierto número de emi­
nentes representantes en la Universidad de Ginebra, y es el ejercí-
LA PSICOSIS EN EL TEXTO DE LACAN - 121

ció filosófico dominante tanto en los Estados Unidos como en Ingla­


terra- es que el lenguaje es un malísimo aparato de referir; vale de­
cir, que no se acaba nunca, con el lenguaje corriente, de dejar de
lado -invitar, por ejemplo, a la gente a que se vuelva hacia el señor
que en el fondo de la sala bebe champaña, cuando en realidad lo
que bebe es una gaseosa. Este ejemplo es largamente comentado
por el filósofo Kripke, quien a su vez lo ha tomado de Donnellan.
He aquí aquello de lo que uno se nutre. Se confunde sin cesar el
lenguaje corriente con lo que sería una denotación que en verdad
funcionara, y que llegaría a darnos el objeto de que se trata. Por lo
demás, este análisis lógico del lenguaje sólo comenzó, nada menos,
interrogándose sobre el hecho de que con el lenguaje, pueda abor­
darse la nada como si fuera algo. Me refiero aquí al artículo seminal
para el conjunto de esta filosofía, el de Bertrand Russell, 'Teoría de
las descripciones", publicado en 1905, el año de la aparición de los
Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, de Freud. Esta teoría
de las descripciones (muy imprudentemente, en definitiva), intenta
aplicar la lógica cuántica de Frege al lenguaje corriente.
¿Y cuál es el ejemplo a partir del cual Russell ha abierto este
campo al análisis lógico del lenguaje? Hace hincapié en el hecho de
que yo pueda decir: “El rey de Francia es calvo”, en tanto que no
hay rey en Francia. Esta frase por sí sola merecería ser comentada,
desde el momento en que proviene de la pluma de un inglés para
quien la función del rey, accesoriamente el de Inglaterra (y sin con­
tar la de la reina), tiene una connotación poderosa.
Pero detengámonos en esta frase; “El rey de Francia es calvo”.
Dado que no hay rey en Francia ¿resulta excesivo decir que se trata
de una frase delirante y que sobre esta frase delirante se interroga,
precisamente, Bertrand Russell? Es delirante en tanto que lo que
en ella se nombra no existe, y que se plantea entonces la cuestión
del valor de verdad de la frase de que se trata. Se plantea por el he­
cho de que se interroga a esta frase, ante todo, en tanto que apara­
to de referencia, en tanto supone que existe un rey en Francia. En
cuanto al valor de verdad de esta frase, las posiciones difieren; para
Bertrand Russell el valor de verdad es falso; para Frege y para
Strawson, hay un truth valué gap, un agujero para el valor de ver­
dad.
Dejemos esto de lado; pero es evidente que alrededor de esta fra­
se; “El rey de Francia es calvo”, se conjugan lógica, psicosis y litera­
tura; vale decir lo que puede ponerse bajo el rótulo de la ficción,
por cuanto las entidades que son evocadas en el lenguaje no tienen
122 - JACQUES-ALAIN MILLER

correlato de realidad. Desde el momento en que se ha definido, co


mo yo lo he hecho, al delirio como un montaje de lenguaje que no
tiene correlato de realidad, la lógica, la psicosis y la literatura pue
den ser puestas bajo el rótulo del delirio.
Así, cuando Lacan formula que la verdad posee estructura de fie
ción, es en tanto que no tiene estructura de correspondencia, que
la verdad no es la exactitud, porque si fuera la exactitud no habría
verdad. “La verdad posee estructura de ficción" quiere decir que la
verdad no tiene estructura de correspondencia o de adecuación,
que la verdad no es verificada por la referencia. La verdad -y esto
es lo que la ficción lógica nos enseña- es verificada por la coheren­
cia. Mejor aún, el saber en discusión no es un saber referencial si­
no un saber textual. El saber textual como tal, vale decir, aquel que
no es un saber de la referencia sino un saber de las articulaciones
internas del texto, el saber textual, según la definición que de él he
propuesto, es siempre delirante.

El lenguaje es el asesinato del goce

Comprendemos que Lacan pueda decir que desde el punto de


vista clínico, el delirio es un biombo, un biombo de nada, y que
pueda hallarse inspirado por un paso al acto -como lo vemos, en
efecto, en el caso princeps de Lacan, que llega a su conocimiento
por el paso al acto de Aimée, quien apuñala a su prójimo. ¿Y por
qué uno apuñala a su prójimo? Por la sencilla razón de que no lo­
gra referirse a él, y como no se logra indicarlo mediante el lenguaje
se lo enfrenta en la realidad.
De modo que no existe, entre la palabra y la cosa, la correspon­
dencia y la paz que cree poder establecer, por ejemplo, un Willard
Van Orman Quine, el lógico americano que ha escrito, en 1960,
un libro célebre titulado Word and Object, en el cual se ve a la pa­
labra y la cosa convivir en buenos términos, como pareja bien ave­
nida.
La posición de Lacan, por el contrario, desde los comienzos de su
enseñanza, es la de Hegel, a saber: que la palabra es el asesinato
de la cosa, y que hay una metáfora original, que podría escribirse

como palabra que conlleva la barra puesta sobre la cosa y su


la cosa
asesinato, y la creación que le es correlativa; la ficción, en efecto.
LA PSICOSIS EN EL TEXTO DE LACAN - 123

Pero la enseñanza de Lacan nos lleva aún más lejos, y nos per­

palabra
mite escribir la metáfora original: que conlleva la
cosa -> objetos’
evacuación, la anulación, el asesinato de la cosa, y, en este lugar
vacío, a partir de la palabra, la creación correlativa de los objetos
que son, a su vez, hijos de la palabra -esos objetos, nuestros obje­
tos, que no tendrán otro estatuto de existencia que su consistencia
lógica. Como ustedes verán basta una nada, una variación de signi­
ficante para que los objetos que a ustedes les parecen los mejor
constituidos del mundo pierdan su consistencia lógica.
El esquema que doy aquí es muy poderoso dentro de la teoría
analítica. Es inmediatamente traducible, generalizable en este otro,
que establece un goce primordial que, en Freud, lleva el nombre de
Lust, en relación con lo que nosotros escribim os con Lacan:

A: Es decir que el valor del aserto “la palabra es el asesinato de


y*

la cosa" implica, si se es riguroso, que todo el mundo delira, y asi­


mismo que el lenguaje es el asesinato del goce. Es por ello que La-
can ha ido a buscar en Freud, vía Heidegger, el término das Ding
para designar la Cosa en tanto que goce.
En mi curso de París he intentado demostrar en qué sentido la
fórmula según la cual “el goce está vedado a quien habla como tal”
es asimismo correlativa de la estructura misma del Edipo freudia-

que, en efecto, instala a la madre en el lugar de la Cosa, y

hace del cuerpo de la madre el objeto primordial del goce. En el


mismo orden de ideas, he demostrado que la misma estructura ac­
túa en la metapsicología freudiana, donde la metáfora resulta ser la

de la realidad en relación con el Lust: Realitát (véase la “Formula-


Lust
ción sobre los dos principios del funcionamiento psíquico", que se­
ría mejor traducir como acontecimiento psíquico).

El delirio en marcha

Este punto de vista del delirio generalizado que he intentado pre­


124 - JACQUES-ALAIN MILLER

sentar brevemente, implica que el uso del lenguaje no es en modo al


guno expresión, descripción, información o comunicación. El uso esen­
cial del lenguaje apunta a la construcción de un parapeto del defecto
que está en la raíz misma (yo la he situado debajo) de este lenguaje.
Sin duda cabe preguntarse, entonces, cómo es posible la ciencia.
La cuestión se torna interesante a partir del momento en que se
adopta el punto de vista del delirio generalizado. ¿Cómo es posible
que una construcción artificiosa, un montaje delirante del cual
abundan ejemplos en la historia de la física matemática, sea capaz
de hacer responder a lo real? Vale decir que se la convoque y que
acuda a la cita, o que no acuda, pero que en ese caso puedan ex­
traerse de ello todas las consecuencias. ¿Cómo podría ser así?, si
no porque hay saber en lo real que responde al saber delirante que
ustedes construyen. Y tampoco con la ciencia estamos tan lejos de
la psicosis, salvo por el hecho de que, en la ciencia, el saber en lo
real no habla. Como dice Galileo, este saber se escribe en lenguaje
matemático. Se escribe en el sentido de “escribir”. Si ese saber se
gritara en el sentido de los gritos -para volver al tema abordado por
nuestros amigos Méla-, si se gritara en lenguaje matemático, pasa­
ríamos en corto circuito a la psicosis. Pero las afinidades entre la
ciencia y la psicosis, que ha reseñado brevemente Eric Laurent, es­
tán, desde luego, fundadas en la estructura.
Hay también el arte como delirio, aquel que no hace responder a
lo real sino a la humanidad, que hace responder, como dice Freud,
a lo que perdura en la insatisfacción de haber debido ceder al prin­
cipio de realidad. La psicosis, respecto a la ciencia y al arte, hace
un pobre papel, puesto que parece desmentida por lo real. Y podría
pensarse que la respuesta de la comunidad humana al psicótico es­
tá hecha, más bien, de la expresión de su desacuerdo, de su replie­
gue. Pero esto sería una ilusión.
Nosotros conocemos las afinidades entre la psicosis y la política,
y ningún escritor del siglo XVIII ha tenido, en este aspecto, más re­
sonancias que Rousseau. Tendamos un púdico velo sobre las rela­
ciones entre la psicosis y la fundación de la religión. Pero el tema
de la psicosis y la ciencia ha sido el más frecuentemente tratado.
Este campo de investigación es vasto, y mucho más interesante
desde la perspectiva del delirio generalizado. Si se adopta el punto
de vista de que(el lenguaje está hecho para referir, hay que explicar
la psicosis; mientras que, desde el punto de vista del delirio genera­
lizado, hay, más bien, que explicar la ciencia, es decir, el delirio en
marcha.^
LA PSICOSIS EN EL TEXTO DE LACAN - 125

El traumatismo sexual es un delirio lógico

Terminaré con este punto. Debemos notar que el principio mis­


mo de la clínica freudiana, la distinción entre la neurosis, la psico­
sis y la perversión, gira en torno de aquello que no existe, de una
inexistencia. No se trata de la inexistencia del rey de Francia, con
la que nos arreglamos bastante bien, en tanto es ahora republica­
na, o al menos lo que queda de ella. La inexistencia que cuenta, en
realidad, y cuyo carácter operatorio ha sido puesto de relieve por
Freud en la clínica, es la del pene de la madre. El tema mismo de la
indagación clínica de Freud reside en que, en torno de este objeto
ausente, en torno de esta referencia vacía se articulan, como otros
tantos modos de responder a ella, las diferentes estructuras clíni­
cas.
Por supuesto, no se deja de hablar del sombrero de mi tía que se
halla sobre el escritorio de mi tío, pero el sombrero de mi tía, como
el rey de Francia, no hace sino enmascarar el pene de mi madre,
que no existe. Este es el punto de vista radical de Freud, que con­
llevaba la explicación de lo que es el secreto del análisis lógico del
lenguaje, a saber, que la denotación está siempre de lado. A aquello
que Freud llamaba traumatismo sexual, devolvámosle ahora su es­
tatuto, que él entrevio: es un delirio lógico. Es la creencia de Juani­
ta de que todos los seres humanos vivientes tienen un pene. Está
ya a un paso de hacer, de esa creencia, un predicado.
¿Cómo se articula, entonces, el cifrado del goce que implica esta
metáfora, y, en sentido inverso, el goce de la cifra que sería, quizá,
la definición más adecuada del síntoma? No tendré tiempo de decir­
lo esta noche.
INDICE

Prefacio
Frarvgois Ansermet....................... 5

I. L o c u r a , E s c r it u r a

Preámbulo
Alexia Grosríchard.................................................................................. 11
El testamento de la hija muerta
Eugénie Lemoine-LuccionL.................................................................... 28
Artaud: Locuras epistolares
Vincent Kaufmann.............................................................................. 42

II. P o e s ía , M ís t ic a

¿Texto psicótico, texto poético?


Verena Ehrich y Renate Bóschenstein................................................ 55
Más vale no haber nacido nunca
Frangois Anserm et.............................................................................. 75
Los gritos de la santa (I)
Pascóle M é la ...................................................................................... 83
Los gritos de la santa (II)
Charles M é la ...................................................................................... 90

III. C l ín ic a

El sujeto psicótico escribe


Eríc Lcuxrent.......................................................................................... 101
Escritura y clínica
Richard Vuagniaux.............................................................................. 109
La psicosis en el texto de Lacan
Jacques-Alain Miller............................................................................. 116
f

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192,


Avellaneda, Provincia de Buenos Aires, en Setiembre de 1990
E íL psicótico escribe, como el neuró­
tico habla, éste es un dato de la clínica. Por eso la locura puede
buscarse una salida en el texto: aquí una retórica, allá un sistema
de pensamiento. Al sujeto le basta, aveces, con localizar un otro
a quien dirigir su producción.
Antonin Artaud, Jean-Jacques Rousseau, Friedrich Hólderlin, o
incluso Hadewijch d’Anvers, que estuvo a la cabeza de un
movimiento femenino de éxtasis al principio del siglo XIII, y de
lacual Lacanevoca“el goceloco”:talesson algunos delos héroes
de este volumen.
Contrariamente alas ideas recibidas, la psicosis
no es un déficit. Es un “ensayo de rigor” (Lacan).
Con contribuciones de: Frangois Ansermet, Re-
nate Bóschenstein, Verena Ehrich, Alain Grosrichard, Vincent
Kaufman, Eric Laurent, Eugénie Lemoine-Luccione, Charles
Méla, Jacques-Alain Miller y Richard Vuagniaux.

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