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Los fuegos de la justicia

Por Annie VanderMeer Mitsoda

Matsu Tsuko salió de su ensimismamiento cuando una de las brasas se partió bajo la presión del
rastrillo de hierro, generando un pequeño chasquido y una corona de llamas. No se sobresaltó ni
parpadeó, pero por el ligero cambio de postura del hombre que se encontraba frente a ella, se dio
cuenta de que el cambio en su comportamiento no había pasado desapercibido.
Sus ojos se dirigieron de nuevo al borde de la habitación, cerca de la entrada de la tienda de
campaña, y se posaron sobre la arena precipitadamente esparcida por encima de un charco de
sangre que la había empapado parcialmente. Hasta hacía muy poco tiempo, esa sangre había per-
tenecido al cuerpo de un detestable rōnin llamado Kujira, que había cometido actos deshonrosos
para capturar tanto a la aldea de Shirei Mura como al prisionero que tenía ante ella.
Una banda de rōnin contratada por los
León para masacrar una aldea León, pensó, y
apretó fuertemente los dientes. No podía ser.
Se animó a mirar al hombre, que estaba
silenciosamente haciendo ademán de apu-
rar una taza de té que llevaba ya varios minu-
tos vacía: aunque había entrenado junto a
muchos clanes, Doji Kuwanan seguía siendo
un Grulla, y sospechaba que su corazón le
fallaría antes que su cortesía.
Una repentina ráfaga de viento agitó la
lona de la tienda, y Tsuko sintió como su
mirada se fijaba en la imagen pintada sobre
ella: un león acechando entre la hierba alta. Eran leones de aquí, de las llanuras Osari, acechando
y persiguiendo a su presa y reclamando lo que les pertenecía.
—Desconozco quién contrató a esos rōnin —admitió Tsuko en voz alta mientras sus ojos se
encontraban con los de Kuwanan—. Ni siquiera sé si se esperaba que me importase. Tengo la sos-
pecha de que se suponía que os mataría, que alguien pensó que mi rabia así me lo exigiría —res-
piró profundamente, y apretó la herida de su mano derecha para recordarse lo que se jugaban. El
dolor actuó como una fuerza estabilizadora—. Alguien nos ha tratado como si fuéramos fichas
en una partida de go.
El rostro de Doji Kuwanan se oscureció de repente, pero su furia se convirtió en confusión
mientras se esforzaba por hacer desaparecer cualquier posible insulto. —¿Estáis segura?

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Tsuko frunció los labios. —Lo que me hace dudar es la incertidumbre de la situación —dijo
con cautela—. No sabía que estarías en Shirei Mura, no sé si fue algún León el que ordenó el ata-
que, ya que como mínimo nadie consideró oportuno comunicármelo. Y tampoco sabía nada
acerca de estos rōnin. Se esperaba de mí que... que estuviese de camino hacia Yōjin no Shiro,
para enterrar a mi prometido. Pero... —la rabia se inflamó en su interior al recordar la reunión
en el pabellón de guerra después del desastre en Toshi Ranbo. La condena de Matsu Agetoki, la
condescendencia de Akodo Toturi ante su dolor, aunque no ante sus argumentos, e incluso la
renuencia del propio Kitsu Motso a involucrarse.
—Me imagino que pocos creían que me iba a limitar a obedecer y a viajar allí directamente
—continuó Tsuko—. Alguien podría haber supuesto que las llanuras Osari atraerían más mi
atención.
—Y la venganza —añadió Kuwanan en voz queda. Tsuko asintió lentamente, y el hombre
bajó la vista un momento mientras digería la afirmación, tras lo que sacudió la cabeza, disgus-
tado—. Utilizar vuestro dolor, y la muerte de un hombre de tal valía... resulta despreciable —los
dos se quedaron en silencio durante un momento que se fue alargando como un hilo de humo—.
¿Qué desearíais que hiciésemos? —preguntó finalmente.
—Mi deber es para con mi pueblo, con mi clan y con mi Campeón —admitió ella—. Me debo
a ello. A expulsar a los rōnin de Shirei Mura, a viajar a Yōjin no Shiro y a llevar a a Akodo Ara-
sou a su descanso final para, por último, regresar aquí y reconquistar las llanuras Osari para el
clan del León.
—Pero en este preciso momento, vuestra vida se encuentra a mi merced —Kuwanan se tensó un
momento, pero después levantó una mano a modo de aquiescencia, y se relajó—. Los dos honramos
el Bushidō. Y sentimos un respeto mutuo. Y de igual forma que vos odiáis la noción de que se me esté
utilizando como moneda de cambio, también yo detesto la idea de que lo estéis siendo vos.
—Os pido que abordéis el deseo de vuestro corazón, y que contestéis a la pregunta que no
pudisteis responderme —dijo Tsuko mientras sentía cómo su rostro se encendía al apretar el
puño y notar el dolor subirle por el brazo—. Preguntadle a Doji Hotaru, Campeona del Clan de
la Grulla, asesina de mi amado. Preguntadle a vuestra hermana por qué no cumple con su deber
e investiga la muerte de vuestro padre.
Tsuko respiró hondo. —Nos ha unido una tempestad de hados extraños. Pero si alguien cree
que deseáis hacer una pregunta que resulta peligrosa por el mero hecho de hacerla... —sus ojos
se posaron en los de Kuwanan—. Es posible, entonces, que alguien considerase conveniente tra-
tar de silenciaros.

Las estrellas habían comenzado a salir cuando Matsu Tsuko y Doji Kuwanan salieron de la
tienda de campaña, este último vestido como un simple mercader: con un sombrero de paja
muy calado y su distintivo cabello blanco recogido y oculto. Era posible que el caballo al que
montó fuese demasiado bueno para un mercader ordinario, y el porte del jinete era demasiado

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orgulloso, pero Tsuko confiaba en que llegaría a su destino antes de que alguien empezase a
sospechar.
—Este acuerdo me sigue pareciendo muy extraño —admitió Kuwanan mientras se subía a la
silla de montar con una mueca de dolor—, pero comprendo su sensatez. Amigo o enemigo, qui-
zás lo mejor sea que no me vean.
—Para mí también resulta extraño —admitió Tsuko, entregándole las riendas del animal—.
Pero nuestra causa es justa. Desapareceréis de Shirei Mura...
—Y apareceré en Kyūden Kakita con una historia sobre cómo logré huir de mis estúpidos
captores rōnin —terminó Kuwanan—. No soy un dramaturgo, pero debería tener una historia
apropiada para cuando llegue a la ciudad. Y conozco a alguien con mucho más talento que yo
para las palabras que me estará aguardando en el castillo —Tsuko asintió, su gesto casi impercep-
tible con tan poca luz, e hizo una nueva pausa: ya se habían acostumbrado a aquel ritmo.
—Hasta la vista, Tsuko-sama —dijo por
fin Kuwanan.
—Sayonara, Kuwanan-sama.
Tsuko observó su figura en retirada hasta
que se perdió de vista y el suave eco de los
cascos se desvaneció en el aire nocturno. La
imagen de la partida del hombre desenca-
denó en su mente la aparición de otra imagen
distinta: la de una golondrina con la cola en
llamas, que regresaba aterrorizada a su hogar
sólo para prenderle fuego.
Una parte siniestra de su interior se pre-
guntó cómo comenzaría la conflagración,
aunque tenía la leve esperanza de que Kuwanan fuera lo bastante astuto como para sobrevivir a
ella. Y se preguntó también si esas llamas serían suficientes para consumir las malas artes de sus
enemigos.

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