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Entre líneas

Por Marie Brennan

—¡Seguid bailando!
Los agotados y desnudos plebeyos trataron de obligar a sus cuerpos a moverse con mayor
brío. Unas flechas se clavaron en el suelo junto a sus pies, animándoles a saltar con una renovada
desesperación.
Suna apartó la vista, desconsolada. Se suponía que tenía que mirar. Los rōnin habían insistido
en que todo el pueblo mirase, porque decían que era un castigo por ocultarles comida. Como si
hubiera comida que ocultar... esto era pura y simple crueldad, nada más.
Había visto suficiente como para reconocerla.
Un movimiento atrajo su mirada hacia el campo desolado más allá de la última choza. Se acer-
caba un estandarte. Los rōnin no se habían dado cuenta, ocupados con su brutal divertimento.
Los hombros de la anciana se hundieron. ¿León? ¿Grulla? Apenas importaba. Su aldea había
cambiado de manos tres veces en los últimos cinco años, y cada vez su situación había empeorado.
Pero el estandarte no era amarillo ni azul. Era verde. Y al acercarse más rápidamente, vio que
el símbolo que llevaba dibujado era una forma sinuosa y retorcida.
¿Un dragón?

Mitsu subió de un solo salto a lo alto de una choza, abrió la boca, y exhaló.
Una oleada de llamas pasó sobre las cabezas de los rōnin reunidos en la plaza del pueblo. La
repentina sorpresa ante la aparición de un hombre medio desnudo, cubierto de tatuajes y exha-
lando llamas, hizo que mercenarios y plebeyos por igual saliesen corriendo. Los gritos de los
heimin le hicieron sentir una punzada de arrepentimiento. Lo arreglaré después.
Ahora mismo, otras cosas demandaban su atención.
Los dos bushi de su grupo de exploradores cargaron desde detrás de la choza, lanzando gritos
de guerra.
Cuando Mitsu cambió de postura, la destartalada paja de la choza se hundió peligrosamente
bajo sus pies. Se le apareció una imagen en la mente, la del heredero del Campeón del Clan del
Dragón cayendo de forma ignominiosa a través de un agujero en un techo... antes de que pudiese
ocurrir dio un salto para reunirse con sus aliados.
Al aterrizar, el tatuaje del tigre de su espalda cobró vida, y una energía salvaje recorrió sus
brazos y transformó sus manos en zarpas. Cuando Mitsu abrió de nuevo la boca lo que salió de
ella no fue fuego, sino un potente rugido gutural.
Su primer golpe impactó a uno de los rōnin en el hombro, destrozando los cordones de su
armadura y dejando profundos surcos ensangrentados en su piel. Un golpe en la barbilla lanzó

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hacia atrás la cabeza del hombre, tras lo que Mitsu se hizo con su espada y la lanzó hacia uno de
los compañeros del rōnin que se acercaban para unirse al combate.
El poder del tigre era tanto una bendición como una maldición. Su ferocidad era estimulante,
le permitía ignorar la moderación y lanzarse a la batalla, pero le impedía hablar para dar órdenes
a sus aliados. Perdieron la oportunidad de rodear a uno de los rōnin como haría un grupo de
lobos al aislar al ciervo más débil de la manada.
La sorpresa había proporcionado una gran ventaja inicial a los Dragón, lo que les ayudó a
despachar a cuatro mercenarios y a apartar a un quinto fuera de alcance, sangrando y sin armas...
pero la sorpresa no les serviría de mucho más a partir de ese momento.
El líder de los rōnin ladró unas órdenes a sus hombres para que se agruparan en una unidad
más organizada. Incluso con cinco muertos, el pequeño grupo de exploradores de Mitsu seguía
siendo inferior en número, y ahora no podía utilizar su aliento de fuego contra ellos sin incen-
diar también la aldea. Sin palabras, hizo un gesto a sus bushi para que se pusiesen de espaldas a
la pared de la cabaña más cercana, mientras hacía un recuento de los enemigos supervivientes e
intentaba recordar cuántos de ellos habían visto al principio. ¿Podría alguno de los rōnin haber
dado un rodeo para flanquearlos?
Oyó un débil trueno, pero el cielo estaba despejado.
Mitsu sonrió.
Un latido más tarde, Mirumoto Hitomi entró en la aldea como un ejército de una sola mujer,
con su katana y wakizashi en alto. Tras ella avanzaba una veintena de bushi y ashigaru a pie,
sus estandartes de espalda ondeando mientras corrían. Los rōnin ni siquiera intentaron resistir:
salieron corriendo inmediatamente en todas las direcciones disponibles, excepto hacia Mitsu.
El joven dejó que la energía del tigre se retirase hacia el tatuaje, ofreció una reverencia a
Hitomi, y fue a convencer a los plebeyos de que salieran de sus escondrijos.

Hitomi se lo encontró hablando con los plebeyos a los que habían obligado a bailar, que se
encontraban ahora vestidos ahora decorosamente y descansando a la sombra del granero de la
aldea.
Mitsu la vio detenerse a corta distancia y esforzarse por controlar su ira. Era consciente de
que, para ella, aquella situación era complicada. Mitsu era el samurái de mayor rango del desta-
camento Dragón, y había visto más del Imperio fuera de las fronteras de su clan que todos los
demás juntos. Pero Mitsu era un monje, no un líder militar, por lo que Hitomi estaba al mando,
y debía dar órdenes a un hombre que en cualquier otra situación era su superior social.
Cuando logró asumir algo similar a la calma, se acercó. —Deberíamos hablar.
Con lo que quería decir lejos de los plebeyos. Mitsu asintió y se excusó. Hitomi se controló
hasta que llegaron al borde de la aldea, donde nadie podía oírles. Entonces se puso las manos
detrás de la espalda y dijo: —Se suponía que estabais explorando. No atacando aldeas aleatorias.
Mitsu se encogió de hombros. —Al explora vi a un grupo de rōnin torturando campesinos.

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Así que tomé medidas.
—Por vuestra cuenta. Enviando a vuestros ashigaru para avisarme cuando era demasiado
tarde para deteneros, ¡porque sabíais que lo haría! —un músculo se tensó en la mandíbula de
Hitomi.
Había algo de verdad en aquella afirmación, pero no su totalidad. —Si hubiera esperado, los
plebeyos podrían haber muerto.
—¿Y qué? —dijo en un gruñido—. ¡No estamos aquí por esos plebeyos! Tenemos una misión
más importante, que nos ha encomendado el campeón de nuestro clan, ¡y vos la habéis puesto
en peligro!
Hitomi mantuvo el autocontrol suficiente como para mostrar el respeto que exigía su rango,
pero sus palabras eran contundentes y airadas. Mitsu no la insultó fingiendo que no entendía por
qué. Se encontraban en mitad de un territorio en disputa al oeste de Toshi Ranbo, no lejos de la
ciudad León de Oiku... y no tenían permiso para estar allí.
Habían llegado hasta aquí sin percances, sorteando el puente controlado por el Clan del León
y cruzando el Río del Mercader Ahogado con la ayuda de las oraciones de sus shugenja. Hitomi
creía que su ejército era de gran tamaño, y para los Dragón lo era, pero a pesar de ello era lo bas-
tante pequeño como para que, si se movían con rapidez y se mantenían ocultos, no lo detectasen
hasta llegar a zonas firmemente bajo el control del Clan de la Grulla, donde tendrían una mayor
probabilidad de ser bienvenidos.
Detenerse a combatir contra rōnin no era, admitió, una buena forma de evitar ser visto.
La mirada de Mitsu se dirigió a la otra punta del campo en el que se encontraban. Antes de
que alguien rompiera la presa que impedía que el agua de riego se filtrara había sido un arrozal.
Los diques bajos que marcaban los límites de las parcelas habían sido pisoteados, y aquí y allá
hojas secas de plantas de arroz salpicaban la tierra estéril.
Cuando la gente pensaba en la guerra, se imaginaba ejércitos enfrentados, flechas volando,
samuráis con armadura, ashigaru con sus lanzas. Mitsu pensaba en lugares como aquel: pueblos
que deberían ser pacíficos y fértiles, aplastados y muertos.
—En mis viajes por el Imperio, he visto mucho sufrimiento. Parte de estos por la voluntad
de los kami: inundaciones, hambrunas y sequías. No hay mucho que yo pueda hacer al respecto.
Pero ¿la crueldad humana? —extendió las manos—. Ahí sí puedo marcar la diferencia. Para esto
me ha entrenado mi orden, hatamoto: para encontrar el equilibrio entre la contemplación y la
acción. Si renuncio a la compasión por miedo a que ayudar a los necesitados me cause proble-
mas, si me escondo de mi enemigo y de mi deber, ¿qué clase de samurái sería?.
Lo dijo en términos de su propio honor, pero no había forma de que Hitomi no entendiese
lo que quería decir, y tampoco tenía intención de que así fuera. Él no era quién para discutir su
decisión de atravesar sin ser vistos los límites de las tierras León hacia territorios más amistosos:
ella estaba al mando, y tenía buenas razones para evitar la confrontación. Pero Mitsu no iba a
dejarla ocultarse de las implicaciones de esa decisión.

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El cuerpo de Hitomi se tensó. —Esos rōnin fueron contratados por los Grulla —dijo ella—.
El mismo clan en el que confiamos que nos deje paso franco. Si os hubieseis coordinado conmigo
de antemano, si hubierais presentado vuestros argumentos y me hubieseis convencido de que
valía la pena arriesgar nuestro auténtico deber por ello, entonces podría haber rodeado la aldea
y haberme asegurado de que ninguno de los rōnin escapase. Pero tal como se desarrolló la situa-
ción, uno de ellos escapó. He mandado exploradores en su busca, pero ¿qué creéis que pasará si
llega primero hasta los Grulla?
Mitsu trató de controlar una mueca de desazón. Había creído que esta zona seguía bajo el
control de los León, y que los rōnin estaban a sus órdenes. La participación Grulla era... una
cuestión diferente.
Era un ise zumi y un maestro de la orden de Togashi, entrenado a lo largo de muchas vidas
para canalizar el poder de sus tatuajes en los momentos y lugares adecuados para marcar la
diferencia, pero ningún tipo de entrenamiento podía garantizar una perfecta comprensión del
mundo que le rodeaba. Incluso ahora, había cometido errores.
Mitsu no se arrepintió de su elección, pero entendía la ira de Hitomi. Antes de que pudiese
encontrar una forma de disculparse por la parte de la que se arrepentía, ella se giró de repente
hacia la aldea, y sus manos se dirigieron hacia sus espadas.
La anciana que se acercaba a través del campo muerto no era ningún tipo de amenaza. Pero
en territorio enemigo, Hitomi no estaba dispuesta a arriesgarse. Mitsu dijo: —Su nombre es
Suna. Me estaba ayudando a atender a las víctimas.
Hitomi no se relajó.
A una respetuosa distancia, Suna se detuvo y se agachó rígidamente hasta el suelo. —Samurái-
sama. No podemos agradecerlos lo que habéis hecho lo bastante. Nuestras humildes vidas no
valen mucho, pero…
Mitsu se acercó a ella y la puso en pie. La tela de su kimono era casi tan fina y desgastada
como su piel, bien remendada con otros materiales. —Abuela, levántate. Esos rōnin eran bestias
sin honor; nunca deberías haber tenido que sufrir a sus manos.
La mujer se mantuvo medio inclinada, moviéndose arriba y abajo en una serie de reverencias
mientras reiteraba su gratitud. —Por favor, honradnos aceptando nuestra humilde hospitalidad
durante esta noche. Todo cuanto tenemos es vuestro.
—Nos quedaremos —dijo Hitomi, sorprendiendo a Mitsu—. Habla con Mirumoto Akitake, el
hombre con la armadura lacada con un dibujo de una montaña. Él se ocupará de los preparativos.
Suna le dedicó unas cuantas reverencias y agradecimientos más, y luego retrocedió con pasos
cuidadosos y cojeantes por el áspero suelo. Cuando se fue, Mitsu dijo, —Eso fue cortés. Esperaba
que insistierais en que siguiéramos adelante —era muy posible que la hospitalidad de esta aldea
fuera menos confortable que acampar al aire libre. Sin embargo, supondría una carga para los
campesinos... vería si podía contribuir con sus propias provisiones.
—No lo hice para ser cortés —soltó Hitomi—. Está a punto de anochecer, y poner unos pocos

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kilómetros más entre nosotros y quienquiera que venga a por nosotros no cambiará mucho las
cosas. La única pregunta es si serán los León o los Grulla.

El amanecer trajo consigo un mar de estandartes marrón y oro.


Mitsu mantuvo la boca cerrada, observando a Hitomi contemplar la escena. Había hecho
preparativos la noche anterior para que los Dragón se defendiesen, pero a pesar de las adverten-
cias de Mitsu, había subestimado el tamaño de la fuerza que se acercaba.
El contingente de Hitomi estaba compuesto por un mayor número de soldados de los que su
clan había reunido desde que se tenía recuerdo, pero este ejército, que era apenas una fracción de
la totalidad de las fuerzas León, les sobrepasaba sustancialmente en número. Y no eran sólo sol-
dados: viajaban con cocineros, lavanderas, peones de caballerizas, herreros... un segundo ejército
completo para apoyar al primero. Los Dragón llevaban sus propios sirvientes, pero la pobreza y
el pragmatismo hacían que la suya fuese una unidad de movimiento rápido, reducida a lo esen-
cial. A lo que se enfrentaban ahora era a una ciudad ambulante.
Hitomi nunca admitiría que aquello la intimidada. A la edad de ocho años había intentado
retar a Hida Yakamo a un duelo por la muerte de su hermano; entre la espada y la pared caería
luchando, sin importar lo difícil que fuese la situación. Pero eso no serviría a los propósitos de
nadie en aquel momento.
Mitsu divisó un estandarte conocido entre los demás. —Ikoma Tsanuri —dijo.
Las manos envueltas en guanteletes de Hitomi se cerraron en puños. —No están familiariza-
dos con las capacidades Dragón, especialmente las de los ise zumi. Si lo aprovechamos...
—En el mejor de los casos, sólo algunos de nosotros sobreviviremos para continuar, y nos
habremos enemistado aún más con los León —una idea empezó a tomar forma en la mente
de Mitsu—. Dijisteis que los rōnin se encontraban a las órdenes de los Grulla, hatamoto.
Aprovechémoslo, y pidamos una audiencia a Ikoma-sama.
Se encontraron en el mismo campo pisoteado donde él y Hitomi habían hablado, a plena
vista de ambos ejércitos. Pero no de pie en la tierra: Los soldados León sacaron esteras de tatami
y construyeron rápidamente una plataforma baja, con cojines, mesas y té para que se arrodillasen
sobre ella.
Hitomi pasó el tiempo preparándose a su manera. La posición de Mitsu hacía que las nego-
ciaciones diplomáticas fuesen su responsabilidad, pero si fracasaba le correspondería a Hitomi
liderar a los Dragón para que luchasen por su libertad. Estaban invadiendo el territorio de otro
clan, aunque dicho territorio estuviese en disputa con los Grulla; Tsanuri estaría totalmente en
su derecho de enviarlos de vuelta al norte, o incluso de masacrarlos allí mismo.
—Ayer por la tarde capturamos un rōnin —dijo Tsanuri una vez que terminaron las cortesías
iniciales—. Mis capitanes creyeron al principio que estaba loco, ya que hablaba de un hombre
que exhalaba fuego. Pero conozco vuestra reputación, Togashi-sama. Sólo me sorprende que
atacarais una aldea sin provocación.

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—¿Es así como lo describió? —dijo Mitsu, ocultando su ira con humor—. Pensé que estaba
tomando medidas para proteger a los heimin contra los ataques de unos bandidos. ¿Quién habría
creído que los honorables Grulla contratarían a mercenarios que hacen bailar desnudos a plebe-
yos y les disparan flechas por diversión?
La sonrisa se Tsanuri desapareció. Bien, no ha perdido su sentido de la compasión. Mitsu la
había visto una vez, hacía años, no mucho después de que volviese de una temporada entre los
Unicornio. De todos los León que podrían haberlos encontrado aquí, ella estaba lejos de ser
la peor. —Ya veo —dijo ella—. Esta guerra ha hecho que mucha gente se comporte de formas
inusitadas. Por ejemplo, el famoso y solitario Clan del Dragón parece haber hecho marchar un
ejército hacia nuestro territorio, sin hacer ningún intento de acordar un paso seguro. ¿O acaso
no recibí el mensaje?
Mitsu se las arregló para parecer sorprendido. —Perdonadme, Ikoma-sama. Como vos decís,
somos solitarios, y las noticias que recibimos a menudo son anticuadas. ¿Este territorio no está
en manos de los Grulla? Y sin embargo, sus rōnin estaban aquí. Qué raro.
Era un equilibrio delicado. Atribuir la disputada tierra a los enemigos del León podía ser
visto como un insulto... pero le brindaba la oportunidad a Tsanuri de dejar pasar este incidente
como un simple malentendido, más que como un acto de guerra.
Si es que decidía hacerlo.
La mujer se sentó impasible, pensando. Tsanuri era una mujer paciente; se había ganado su
nombre de niña, cuando se quedó sentada durante horas sobre una víbora negra para evitar que
la mordiera y la matara. Finalmente dijo, —¿Así que vuestros asuntos aquí son con los Grulla?
Mientras los soldados León construían su plataforma y Hitomi se preparaba para la batalla,
Mitsu se había estado preparando a su manera, contemplando los distintos derroteros por los
que podría ir aquella conversación. Ahora sonrió. —Me imagino, Ikoma-sama, que habéis oído
historias sobre la clarividencia que Tengoku creyó conveniente otorgar a los campeones de nues-
tro clan.
Todo el mundo conocía esas historias. Los Dragón dependían mucho de ellas, porque eso a
veces les permitía salirse con la suya en acciones que habrían provocado repercusiones contra
cualquier otro clan. ¿Quién quería decir que había ido en contra de la voluntad de Tengoku?
Tsanuri asintió con cautela. —¿Decís que esa es la razón por la que estáis aquí?
—La Grulla se verá obligada a dirigir su mirada hacia el interior —citó Mitsu—. Esas fueron
las palabras de Togashi-ue, antes de que nos enviara al sur.
Tsanuri se inclinó hacia atrás, con los dedos golpeando brevemente contra sus rodillas antes
de que pudiera evitarlo. El entrenamiento meditativo de Mitsu le fue muy útil en aquel momento,
ayudándole a mantener la respiración tranquila y calmada mientras ella pensaba.
—Estáis en territorio León, no Grulla —dijo finalmente. Una declaración necesaria: no podía
darse el lujo de conceder validez a la reivindicación de otro clan, no si los León esperaban hacer
suya Toshi Ranbo—. Pero no os encontráis muy lejos de sus fronteras. ¿Me dais vuestra palabra

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de honor, Togashi-sama, de que vuestro ejército no viaja con el propósito de ayudar a los Grulla
en su guerra contra mi clan?
—Os la doy —dijo Mitsu sin dudarlo.
—¡Ikoma-sama!
Tsanuri levantó una mano, deteniendo la protesta de su capitán antes de que pudiese decir
algo más que su nombre. Ciertamente, los Cielos habían bendecido a Mitsu poniéndola a ella al
frente de la negociación. —Entonces os permitiré continuar, siempre y cuando os dirijáis hacia el
este y no volváis atrás. Si os encontráis en tierras León dentro de dos días, nos veremos obligados
a tratar vuestra presencia como una invasión. ¿Lo entendéis?
Mitsu se inclinó, algo más profundamente de lo que la etiqueta requería del heredero de un
campeón de clan a un comandante del rango de Tsanuri. —Os agradezco vuestra generosidad,
Ikoma-sama.
Al alejarse del campo le picaba la piel de los omóplatos, donde se encontraba el tatuaje del
tigre, pero Tsanuri era demasiado honorable como para traicionarle; nadie le disparó. Hitomi
estaba esperando al borde de la aldea. —¿Funcionó? —dijo ella. Las palabras eran una pregunta,
pero su entonación era pura incredulidad.
Mitsu asintió. —Cree que Togashi-ue nos envió aquí para interferir con los Grulla.
Todo lo que le había dicho a Ikoma Tsanuri había sido verdad. El campeón del clan había
tenido una visión del futuro de los Grulla; había dicho que volverían su mirada hacia el interior.
Hasta donde sabía Mitsu, aquello no tenía nada que ver con su misión... pero no era culpa suya
si Tsanuri había sacado conclusiones incorrectas de lo que había dicho.
Hitomi exhaló lentamente. —Así que... ¿somos libres de irnos?
—Mientras sigamos viajando hacia el este —Mitsu volvió la vista hacia el horizonte, donde
la Dama Sol se elevaba lentamente en el cielo—. Como vos dijisteis, hatamoto, nuestro deber se
encuentra en otro lugar.

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