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F O N D O

RICARDO C0VARRUBIA3
Los Rougon-Macquart
Historia natural y social d e una
familia b a j o el segundo Imperio

jNúm. Cías.
Núm. Autor
El Vientre de París
Núm.
Procedencia Por EMILIO ZOLA
Prseio

TRADUCCION D E

EMILIO M a MARTINEZ

Tomo
BIBLIOTECA ÜíllVERSITA&m
"ALFONSO REYES
^ H O O RICARD® ©GVARRUBIAS
191218
GASSO HERMANOS, EDITORES
Santa Teresa, 4 y 6
PILLA ALFONSlRS BARCELONA
BffiLtCT j^\msEPABIA
ü . A . N. L :
El vientre de París

E n medio del g r a n silencio, y p o r el desierto


de la avenida, los carros de los hortelanos subían
en dirección a París, con los vaivenes r i t m a d o s de
sus ruedas, cuyos ecos repercutían en las facha-
d a s de las casas, adormecidas en los dos bordes,
detrás de las líneas c o n f u s a s de los olmos.
Una chirriante carreta de coles y otra de gui-
santes, en el p u e n t e de Neuilly, y se h a b í a n reuni-
do con los ocho carros de nabos y de zanahorias
que b a j a b a n desde N a n t e r r e ; y los caballos anda-
dan completamente solos, con la cabeza b a j a , con
su paso continuo y perezoso, q u e la cuesta arriba
hacía m á s lento a ú n . E n lo alto, encima de la
carga de las legumbres, t u m b a d o s boca a r r i b a y
cubiertos con sus tapabocas de r a y a s negras y gri-
ses, los carreteros d o r m i t a b á n con las riendas
arrolladas en los puños. De vez en cuando, un
mechero de gas, al salir los c a r r o s de u n trecho
de sombras, i l u m i n a b a n los clavos de u n zapato,
la m a n g a azul de u n a blusa, el extremo de u n a
gorra, entrevistos en medio de aquella floración
Parecía de estatura extraordinaria, y delgado co-
enorme de los m a n o j o s e n c a r n a d o s de las zanaho- m o u n a r a m a seca; milagro parecía que el caballo
rias, de los m a n o j o s blancos de los nabos, de las Baltasar no lo hubiese partido por la mitad con
desbordantes verdores de las coles y de los gui- u n golpe de sus h e r r a d u r a s . Madame François le
santes. Y, sobre la carretera, y en todas las carre- creyó m u e r t o ; se agachó en seguida al lado de él,
teras vecinas, asi por delante como p o r detrás, le tomó u n a m a n o , y vió q u e estaba caliente.
lejanos c r u j i d o s de c a r r o m a t o s a n u n c i a b a n otros
convoyes por el estilo, toda u n a llegada q u e atra- — ¡ E h ! ¡Amigo!—dijo dulcemente.
vesaba las tinieblas y el pesado sueño de las dos P e r o los carreteros comenzaban a impacien-
de la m a d r u g a d a , a r r u l l a n d o a la negra ciudad tarse. El que se había puesto de rodillas -sobre sus
con el r u i d o de aquel alimento que pasaba. legumbres, dijo con voz a g u a r d e n t o s a :
—¡Vamos, arree usted, comadre!... Está como
Baltasar, el caballo de Madame François, ani-
u n a cuba, el lechón maldito... ¡Tírelo al a r r o y o !
m a l demasiado grueso, era el q u e iba a la cabeza
de la hilera. Andaba, d u r m i e n d o , a medias, me- E n t r e t a n t o el caído había abierto los o j o s y con-
neando a u n lado y a otro las orejas, cuando, al templaba a Madame François con aspecto aton-
hallarse a la a l t u r a de la calle de Longchamp, u n tado, sin menearse. La m u j e r pensó q u e en efecto
sobresalto de miedo le hizo p a r a r en seco las cua- debía de estar embriagado.
tro patas. Los otros a n i m a l e s f u e r o n a d a r de ; —No puede usted quedarse ahí ; va usted a con-
cabeza contra la t r a s e r a de los carros, y la hilera seguir que le h a g a n u n a tortilla—le dijo.—¿Dón-
se detuvo, con sacudida de h e r r a j e s , en medio de de iba usted?
los j u r a m e n t o s de los despertados carreteros. Ma- —¿Yo?... No lo sé—respondió el individuo en
d a m e François recostada contra u n a tablilla, en- voz m u y b a j a .
cima de sus legumbres, m i r a b a y n o veía n a d a a Después, haciendo u n esfuerzo, y mirándola con
la débil claridad q u e a la izquierda proyectaba el inquietos ojos, a ñ a d i ó :
pequeño farolillo cuadrado, q u e no a l u m b r a b a — I b a a P a r í s ; me he caído... No sé...
gran cosa m á s allá de u n o de los relucientes cos- La verdulera le veía ya m e j o r , y el h o m b r e era
tados de Baltasar. digno de l á s t i m a ; vestía p a n t a l ó n y redingote ne-
gros, ambos completamente deshilachados y mos-
— ¡ E h ! ¡Señora, avancemos!—gritó u n o de los trando la sequedad de los huesos. L a gorra, de
hombres, q u e se había puesto de rodillas sobre gruesa tela negra, y caída temerosamente sobre
sus nabos.-^Será algún m a r r a n o de borracho. las cejas, dejaba ver dos o j o s grandes y pardos,
Madame François se había inclinado f u e r a del de singular dulzura, en u n semblante d u r o y ator-
carro, y h a b í a visto, a la derecha y casi b a j o los mentado. Madame François pensó q u e r e a l m e n t e
cascos del caballo, tina m a s a negra q u e se hallaba el h o m b r e aquél estaba demasiado flaco p a r a ha-
atravesada en el camino. ber bebido.
—No se puede a p l a s t a r a la gente—dijo echan-
do pie a tierra de u n salto. ¿Y a dónde quería usted ir en París?—le pre-
g u n t ó de nuevo.
E r a u n h o m b r e tendido c u a n largo era, con los
brazos extendidos, y caído de boca sobre el polvo. No recibió respuesta i n m e d i a t a ; el interrogato-
rio parecía embarazarle. Pareció reflexionar u n solos, con la cabeza b a j a . El s u j e t o a quien aca-
momento, y después, vacilando: baba de recoger Madame François, acostado boca
— P o r allí—dijo,—por el lado de los Mercados. abajo, tenía las largas piernas perdidas en el
Habíase puesto en pie, con infinitos t r a b a j o s , m o n t ó n de nabos que atestaba el fondo del c a r r o ;
y daba m u e s t r a s de querer proseguir su camino. su rostro se h u n d í a en el m i s m o centro de la za-
L a hortelana le vió apoyarse vacilando en u n a de nahorias, cuyos m a n o j o s subían e n s a n c h á n d o s e ;
las v a r a s del carro. y con los brazos extendidos, extenuado, abrazan-
• — ¿ E s t á usted cansado? do la e n o r m e carga de legumbres p o r temor a q u e
—Sí, m u y cansado—dijo a media voz. u n vaivén del carro le tirase al suejo, contem-
Entonces la verdulera adoptó u n tono brusco y plaba, delante de él, las dos líneas interminables
como de descontento. Le e m p u j ó diciéndole: de mecheros d e gas que se iban acercando y lle-
—¡Vamos, pronto, súbase usted al c a r r o ! Nos gaban a confundirse, allá m u y a lo lejos, en u n a
hace Usted perder la m a r de tiempo, demonio... profusión de o t r a s luces. Por el horizonte se veía
Yo voy a los Mercados, y le llevaré a usted con flotar u n a g r a n h u m a r e d a blanca, que sumergía
m i s legumbres. al d u r m i e n t e P a r í s en la neblina luminosa de to-
Y al ver que el individuo se negaba a ello, le das aquellas llamas.
levantó casi en vilo con sus gruesos brazos y le —Yo soy de Nanterre, y m e llamo Madame
a r r o j ó sobre las zanahorias y los nabos, del todo François — dijo la verdulera a su protegido, al
incomodada y g r i t a n d o : cabo de u n instante.—Desde que perdí a mi pobre
—¡Vamos, h o m b r e ! ¿Quiere usted no jorobar- marido, voy todas las m a ñ a n a s a los Mercados.
nos m á s ? Me da usted rabia, compadre. ¿No le E s cosa dura, se lo aseguro... ¿Y usted?
digo a usted q u e voy a los Mercados?... D u e r m a , —Yo m e llamo Florencio y vengo desde m u y
d u e r m a . Yo le despertaré. lejos.:.—respondió el desconocido con cierto em-
Subió de nuevo al carro y se recostó contra la barazo.—Pido a usted mil perdones; estoy tan
tablilla, sentada de medio lado, y sosteniendo las cansado, q u e m e cuesta m u c h o t r a b a j o el pro-
riendas de Baltasar, que emprendió otra vez la nunciar las palabras.
m a r c h a , adormeciéndose y m e n e a n d o l e n t a m e n t e Y no quería hablar. Entonces Madame F r a n -
las orejas. Siguieron los otros carros, y la hilera çois se calló, aflojando u n tanto las riendas sobre
volvió a t o m a r su lento paso en la obscuridad, el espinazo de Baltasar, q u e proseguía su camino
golpeando de nuevo con el vaivén de las- r u e d a s como animal q u e conoce cada a d o q u í n del em-
las d o r m i d a s fachadas. Volvieron los carreteros a pedrado.
entregarse al sueño b a j o s u s tapabocas, y el q u e Florencio, con los ojos convertidos hacia el res-
había interpelado a la verdulera se t u m b ó a lo plandor i n m e n s o de París, ' pensaba en aquella
largo, r e f u n f u ñ a n d o : historia q u e tenía oculta. Escapado de Cayen, a
—¡ Ah! Si h e m o s de recoger a todos los borra- donde le h a b í a n llevado las j o r n a d a s de diciem-
chos... ¡Buena constancia tiene usted, comadre!- bre, llevaba ya dos años de vagar por la Guayana
Rodaban los vehículos, y los caballos a n d a b a n holandesa, con el frenético deseo de regresar a su
patria, y temeroso de la policía imperial. Por fin bre el agua, le seguía con o j o sanguinolento. Des-
tenia delante la g r a n ciudad queridísima, tan pués era menester q u e subiese, que alcanzara
echada de menos, tan suspirada. E n ella se escon- París, allá m u y en lo alto. L a avenida le parecía
dería, en ella viviría su apacible vida de otro de extensión desmesurada. Los centenares de le-
tiempo. L a policía no sabría u n a palabra de ello. guas que acababa de recorrer n a d a componían
Por otra parte, allá a b a j o hubiese acabado por y a ; aquel final d e camino le desesperaba; n u n c a
morirse. Y recordaba después su llegada al Ha- podría llegar a aquella cúspide, coronada por
vre, c u a n d o no h a b í a encontrado m á s q u e quince aquellas luces. L a llana avenida se extendía, con
francos en ,el n u d o hecho en u n a esquina de su sus hileras de grandes árboles y de casas poco
pañuelo. Hasta Rouen p u d o t o m a r el coche, pero elevadas, con sus grandes aceras grisáceas, m a n -
desde Rouen, como a p e n a s le quedaban ya trein- chadas por la sombra de las r a m a s , con los som-
ta sueldos, tuvo que c o n t i n u a r su camino a pie. bríos a g u j e r o s de las bocacalles transversales, con
Luego, en Vernon, gastó los dos últimos sueldos todo su silencio y todas sus tinieblas; y los faro-
en c o m p r a r u n poco de pan. Después, no recor- les del gas, erguidos, espaciados con regularidad,
daba ya n a d a . Creía haber dormido m u c h a s no- eran los únicos q u e ponían en aquel desierto de
ches en u n foso. Se h a b í a visto obligado a enseñar m u e r t e la vida de s u s cortas llamas amarillas.
a u n g e n d a r m e los papeles de q u e se había pro- Florencio n o avanzaba ya, y en cambio la avenida
visto. Todo esto bailaba en su cabeza. se extendía cada vez más, como si quisiera hacer
retroceder a P a r í s hasta el fondo de la noche. P a -
Había a n d a d o desde Vernon sin probar bocado
recía el c a m i n a n t e que los mecheros de gas, con
con rabias y desesperaciones b r u s c a s q u e le impe-
su ojo único, corrían a derecha e izquierda, lle-
lían a m a s c a r las h o j a s de las h a y a s que al paso
vándose el camino. E n aquel rodar de los objetos
e n c o n t r a b a ; y continuaba andando, acometido de
tropezó, y se vino al suelo como u n a m a s a inerte
calambres y trasudores, con el vientre doblado,
sobre los adoquines.
t u r b a d a la vista, y con los pies como atraído, sin
que de ello tuviese conciencia, por aquella imagen Ahora rodaba dulcemente sobre aquel lecho de
de París, a lo lejos, m u y a lo lejos, detrás del ho- verdura, q u e le parecía de b l a n d u r a de plumas.
rizonte, que le llamaba, q u e le esperaba. Cuando Había levantado u n tanto la barba, p a r a ver el
llegó a Courbevoie estaba y a m u y cerrada la no- resplandor luminoso que crecía, por encima de
che. París, s e m e j a n t e a u n gran jirón de cielo es- los negros techos q u e se adivinaban en el hori-
trellado caído sobre u n a esquina de la negra tie- zonte. Por fin llegaba, era t r a n s p o r t a d o y n o tenía
r r a , se le presentó severo y como enojado por su m á s q u e a b a n d o n a r s e a las lentas sacudidas del
vuelta. Entonces, tuvo u n medio desmayo y des- c a r r o ; y aquel modo de acercarse sin cansancio
cendió la cuesta, con las p i e r n a s tronchadas. Al n o le d e j a b a padecer m á s que h a m b r e . El h a m b r e
atravesar el p u e n t e de Neuilly, se apoyaba en el se había despertado de nueyo, atroz, intolerable.
parapeto, se inclinaba p a r a m i r a r al Sena, q u e Sus miembros todos d o r m í a n ; no sentía en su
a r r a s t r a b a r o d a n d o olas de tinta, entre las espe' cuerpo m á s que el estómago, retorcido, atenazado
sadas m a s a s de las m á r g e n e s ; u n farol rojo, so- "-orno por u n hierro candente. El fresco olor de
las legumbres entre las cuales estaba h u n d i d o el
a r o m a p e n e t r a n t e de las zanahorias, le t u r b a b a bridas, e m p u j á n d o l e , haciendo retroceder el ca-
h a s t a el desvanecimiento. Con toda su f u e r z a rro, con las r u e d a s contra la acera. Hecho esto, y
a p r e t a b a el pecho contra aquel p r o f u n d o lecho de q u i t a d a la tabla de la p a r t e trasera, después de
alimentos, para comprimirse el estómago e im- haber m a r c a d o sus c u a t r o metros sobre la acera
pedirle q u e diera gritos. Y, p o r detrás, los otros con u n o s p u ñ a d o s de p a j a , rogó a Florencio que
nueve carromatos, con sus m o n t a ñ a s de coles, le fuese d a n d o las legumbres, m a n o j o por mano-
sus m o n t o n e s de guisantes, s u s pilas de alca- jo. F u é colocándolas metódicamente en el cua-
chofas, de escarolas, de lechugas, de apios, de drado, esparciendo la mercancía, disponiendo la
p u e r r o s parecían r o d a r lentamente por cima de h o j a r a s c a de modo q u e encuadrase dos m o n t o n e s
él y querer enterrarle, en la agonía de su hambre, en u n ribete de verdura, y a r m a n d o con singular
b a j o u n a oleada de m a n j a r e s . p r o n t i t u d todo u n escaparate, que, entre la som-
bra, parecía u n a a l f o m b r a de colores simétricos.
Hubo u n a parada, u n ruido de voces gruesas; Cuando le dió Florencio u n a e n o r m e brazada de
era la barrera, y los g u a r d a s d e consumos sonda- perejil que encontró en el fondo del carro, la ver-
ban los carros. Después entró Florencio en París, dulera le pidió u n nuevo servicio.
desvanecido, con los dientes apretados, sobre las
zanahorias. —Sería usted m u y amable si m e g u a r d a r a la
mercancía, m i e n t r a s yo voy a la c u a d r a a d e j a r
- ^ ¡ E h ! ¡Amigo! ¡El de ahí a r r i b a ! — g r i t ó brus-
el carro... Está aquí a dos pasos; calle de Montor-
camente Madame François.
gueil, en el Compás de Oro.
Y al ver que el c a m i n a n t e no se movía, subió la
verdulera y le sacudió. Entonces se incorporó Flo- Aseguróle Florencio q u e podía irse t r a n q u i l a .
rencio. Hahía dormido, y no sentía ya el h a m b r e ; El movimiento no le servía de n a d a , p u e s sentía
estaba por completo atontado. Madame François que se le despertaba de nuevo el h a m b r e desde
le hizo b a j a r , diciéndole: que se había vuelto a mover. Se sentó recostándo-
se en u n m o n t ó n de coles, al lado de la mercancía
—¿Me va usted a a y u d a r a descargar, verdad? de Madame François, diciéndose que estaba bien
Y la ayudó. Un h o m b r e gordo, con bastón y allí, q u e no se movería más, q u e esperaría. Pare-
sombrero de fieltro, q u e llevaba u n a placa en la cíale t e n e r la cabeza hueca, y n o podía explicarse
solapa izquierda del gabán, se incomodaba, dan- c l a r a m e n t e dónde se encontraba. A p a r t i r de los
do en la acera con la contera del bastón. p r i m e r o s días de septiembre, l a s m a d r u g a d a s son
—¡Vamos, v a m o s ! Más de prisa. Haga usted m u y obscuras. A su alrededor desfilaban despa-
avanzar el carro... ¿Cuántos metros tiene usted? cio m u c h o s faroles, que se detenían en las tinie-
Cuatro, ¿verdad? blas. Hallábase en el borde de u n a gran calle, q u e
Y entregó u n a papeleta a Madame François, no recordaba. L a calle se h u n d í a en plena noche,
que sacó u n a s m o n e d a s de cobre de u n saquito de m u y lejos. Florencio no distinguía casi m á s que
tela. Después el individuo gordo f u é a incomodar- la m e r c a n c í a q u e custodiaba. Al otro lado c o n f u -
se y a golpear con el bastón u n poco m á s lejo. samente, a lo largo del puesto, se a g r u p a b a n va-
La verdulera había cogido a Baltasar por las gos montones. E n medio del arroyo, o b s t r u í a n la
calle grandes perfiles grisáceos de otros carro- superiores, colocando en sus c u a d r a d o s las gran-
m a t o s ; y de u n extremo a otro, u n soplo que pa- des a r m a d u r a s de las claraboyas de salas inmen-
saba hacía adivinar u n a hilera de uncidos anima- sas, en las q u e se a r r a s t r a b a , b a j o el p a j i z o res-
les q u e no era posible ver. Llamadas, el r u i d o de plandor del gas, u n a mescolanza de f o r m a s gri-
u n pedazo de m a d e r a o d e u n a cadena de hierro ses, borrosas y durmientes. Volvió la cabeza, eno-
al caer sobre el empedrado, el vaciar sordo de u n a jado por no saber dónde se hallaba, y preocupado
c a r r e t a d a de legumbres, la última conmoción de por aquella visión colosal y frágil; y al alzar la
u n vehículo q u e chocaba c o n t r a el bordillo de u n a vista, divisó la esfera d u m i n o s a de San E u s t a q u i o
acera, ponían en el aire d o r m i d o a u n el m u r m u l l o con la m a s a gris de la iglesia. Esto le asombró
dulce de algún despertar estrepitoso y formida- p r o f u n d a m e n t e . E s t a b a en la p u e r t a de San Eus-
ble, c u y a proximidad se adivinaba en el fondo de taquio.
todas aquellas sombras temblorosas. E n t r e t a n t o , h a b í a vuelto m a d a m e François. Es-
Florencio, al volver la cabeza, divisó, al otro taba discutiendo violentamente con u n h o m b r e
lado de s u s coles, a u n h o m b r e que roncaba, en- que llevaba u n saco al hombro, y que quería pa-
vuelto como u n f a r d o en u n a m a n t a , con la cabe- garle las zanahorias a cinco céntimos el m a n o j o .
za apoyada en unos cestos de ciruelas. Más cerca, —Vaya, q u e no es usted razonable, Lacaille...
a la izquierda, p u d o ver a u n niño de u n o s diez Usted las revende luego por c u a t r o o cinco suel-
años, aletargado con sonrisa de ángel, en el hueco dos a los parisienses; n o diga usted q u e no... A
f o r m a d o por dos m o n t a ñ a s de lechugas. Y, al r a s dos sueldos, si las quiere usted.
de la acera, n o había n a d a bien despierto como Y al ver q u e el h o m b r e se m a r c h a b a :
n o f u e r a n los faroles q u e bailoteaban al extremo — L a gente se figura q u e esto nace solo; es la
d e brazos invisibles, p a s a n d o de u n salto por cima verdad... Ya puede buscar zanahorias a sueldo
del sueño que allí se a r r a s t r a b a , por las personas ese b o r r a c h í n de Lacaille... Ya vera usted como
y legumbres a m o n t o n a d a s esperando el día. Pero vuelve.
lo q u e le sorprendía era el ver, a ambos bordes Dirigíase a Florencio. Después, sentándose
de la calle, u n o s pabellones gigantescos, cuyos te- junto a él:
chos superpuestos le parecían agrandarse, exten- —Oiga u s t e d ; si hace t a n t o tiempo q u e está
derse, perderse en el fondo de u n a polvoreda de usted ausente de París, n o conocerá usted quizá
luces. Soñaba Florencio, con la mente, debilitada, los nuevos Mercados. Hace cinco a ñ o s que los
en u n a colección de palacios, enormes y regula- construyeron, todo lo más... Mire u s t e d ; ahí, ese
res» de ligereza de cristal, ostentando luminosa- pabellón q u e tenemos al lado, es el pabellón de
m e n t e en s u s f a c h a d a s las mil líneas de llamas las f r u t a s y de las flores; m á s lejos el pescado
de u n a s finas persianas c o n t i n u a s y sin fin. E n t r e fresco, las aves, y detrás, las legumbres al por
las a r i s t a s de los pilares, aquellas delgadas cintas m a y o r , la manteca, el queso..." Hay seis pabello-
amarillas f o r m a b a n escalas de luz, que subían nes p o r este lado; después, a la otra parte, en
h a s t a la línea sombría de los p r i m e r o s techos, y f r e n t e , hay otros c u a t r o m á s ; la carne, la tripe-
que alcanzaban el a m o n t o n a m i e n t o de los techos ría... E s m u y grande, pero hace : u n ixjiç g u e nos

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pelamos, en invierno. Dicen q u e edificarán dos rechazó suavemente a la joven, p a r a poder sacar
pabellones más, echando a b a j o las casas, alre- las piernas, de dos orificios b r o t a r o n h a s t a sus
dedor del m e r c a d o de trigo. ¿Conocía usted va manos dos hilillos de sangre. Entonces, se levan-
todo esto? tó de u n salto, y huyó, enloquecido, sin sombre-
—No—respondió Florencio.—Estaba en el ex- ro, con las m a n o s h ú m e d a s . Hasta la noche estu-
tranjero... Y esa gran calle q u e tenemos delante vo vagando con la cabeza t r a s t o r n a d a , y viendo
¿cómo se l l a m a ? sin cesar a la joven, caída de través sobre sus
— E s u n a calle nueva, la calle del P u e n t e Nue- piernas, con el rostro m o r t a l m e n t e pálido, con
vo, que arranca del Sena y que llega hasta aquí, los grandes ojos azules abiertos desmesurada-
a la calle de M o n t m a r t r e y la de Montorgueil... Si mente, con labios de sufrimiento, y con el asom-
hubiese sido de día, se h u b i e r a orientado usted bro, en todo su ser, de haber m u e r t o allí, t a n
al momento. pronto. Florencio era tímido. A los treinta años
Levantóse la verdulera al ver a u n a m u j e r in- no se atrevía a m i r a r de f r e n t e el rostro de las
clinada sobre sus nabos. m u j e r e s ; y desde entonces p a r a toda su vida,
— ¿ E s usted, tía Chantemessé?—la p r e g u n t ó tenía aquel semblante grabado en la m e m o r i a y
amistosamente. en el corazón. E r a como u n a m u j e r suya que h u -
Florencio contemplaba la p a r t e b a j a de la biese perdido.
calle de Montorgueil. Allí era donde u n a p a r t i d a Por la noche, sin saber cómo, y lleno a u n del
de agentes de policía le h a b í a cogido, en la noche trastorno que le p r o d u j e r a n las horribles escenas
del 4 de Diciembre. Iba por el bulevar M o n t m a r - de la tarde, se encontró en la calle de Montor-
tre, a cosa de las dos, a n d a n d o despacito p o r gueil, en casa de u n comerciante en vinos, en
medio de la m u c h e d u m b r e , sonriendo al ver to- donde h a b í a unos cuantos h o m b r e s bebiendo y
dos aquellos soldados q u e el Elíseo hacía pasear hablando de hacer barricadas. Acompañóles Flo-
por el arroyo para hacer que le t o m a s e n en serio, rencio, les ayudó a a r r a n c a r algunos adoquines,
c u a n d o los soldados b a r r i e r o n las aceras, a tiro y se sentó encima de la barricada, cansado de su
limpio, en u n c u a r t o de h o r a . Florencio, empu- correteo por las calles, y diciéndose q u e se bati-
jado, tirado al suelo, cayó en la esquina de la ría en c u a n t o llegasen los soldados. No llevaba
calle de Vivienne; y ya no sabía m á s ; la enlo- encima ni siquiera u n cuchillo; continuaba con
quecida m u c h e d u m b r e p a s a b a por cima de su la cabeza descubierta. A cosa de las once, se que-
cuerpo, con el h o r r o r espantoso de ios fusilazos dó a m o d o r r a d o ; veía los dos orificios de la blan-
Cuando no oyó n a d a ya, quiso levantarse. Tenía ca gorguera de pliegues menudos, m i r á n d o l e cual
encima a u n a m u j e r joven, con sombrero de co- si fuesen dos o j o s encendidos en l á g r i m a s y en
lor de rosa, y cuyo chai había resbalado, descu- sangre. Cuando se despertó, se halló en medio
briendo u n a gorguera acañonada en pequeños de cuatro policías q u e le llenaban de puñetazos.
pliegues. Por encima del seno, en la gorguera Los h o m b r e s de la b a r r i c a d a habían empren-
habían penetrado dos balas; y c u a n d o Florencio dido la fuga. P e r o los policías se pusieron f u -
riosos y estuvieron a p u n t o de ahogarle cuando

EL VIENTRE DE PARÍS. 2 TOMO I


se p e r c a t a r o n de que tenía las m a n o s t i n t a s en juez de instrucción sin testigos de n i n g u n a cla-
sangre. E r a la sangre de la joven. se, sin defensor siquiera, f u é acusado de f o r m a r
Florencio, s a t u r a d o de estos recuerdos, alzaba parte de u n a sociedad secreta; y c u a n d o j u r a b a
los ojos en dirección a la esfera luminosa de San que aquello n o era cierto el juez sacó de su car-
Eustaquio, sin ver siquiera las manecillas. E r a n tera el pedazo de papel "Cogido con las m a n o s
cerca de las cuatro. Los Mercados seguían d u r - m a n c h a d a s de sangre. Muy peligroso". Esto bas-
miendo. Madame François charlaba con la tía tó. Florencio f u é condenado a la deportación.
Chantemesse, en pie, y discutiendo el precio del Al cabo de seis semanas, en enero, u n carcelero
m a n o j o de nabos. Y Florencio recordaba q u e por le despertó u n a noche, y le encerró en u n patio
poco le f u s i l a n allí mismo, contra la pared de con cuatrocientos y pico de prisioneros. U n a ho-
San Eustaquio. Un pelotón de g e n d a r m e s acaba- ra m á s tarde, p a r t í a aquel p r i m e r convoy p a r a
ba de r o m p e r allí la cabeza a cinco desgraciados, los pontones y p a r a el destierro, con las esposas
cogidos en u n a b a r r i c a d a de. la calle de Grenéta. en las muñecas, entre dos filas de g e n d a r m e s con
Los cinco cadáveres estaban tendidos sobre la los fusiles cargados. Atravesaron el p u e n t e de
acera, en u n lugar en que Florencio creía ver hoy Austerlitz, siguieron la hilera de los bulevares,
u n m o n t ó n de rábanos. El se había librado de los y llegaron a la estación del Havre. E r a u n a bulli-
fusiles p o r q u e los policías no tenían m á s q u e ciosa noche de carnaval; relucían las v e n t a n a s
espadas. Condujéronle a u n puesto cercano, de- iluminadas de los r e s t a u r a n t e s del b u l e v a r ; a la
j a n d o al j e f e del m i s m o esta línea, escrita con altura de la calle de Vivienne, en el sitio en q u e
lápiz en u n pedazo de a r r u g a d o p a p e l : "Cogido veía siempre la desconocida m u e r t a cuya imagen
con las m a n o s m a n c h a d a s de sangre. Muy peli- llevaba en la mente, vió Florencio, en el fondo de
groso." Hasta que llegó la m a ñ a n a , f u é a r r a s t r a - u n a g r a n calesa, m u j e r e s con antifaz, desnudos
do de u n puesto a otro puesto. El pedazo de p a - los hombros, r i s u e ñ a la voz, incomodándose p o r
pel le a c o m p a ñ a b a . Le h a b í a n puesto las esposas, no poder pasar, y haciéndose las a s q u e a d a s ante
y le custodiaban como a u n loco furioso. E n el "aquellos forzados q u e n o acababan n u n c a de
puesto de la calle de la Lingerie, u n o s soldados pasar".
borrachos le quisieron f u s i l a r ; y a habían encen-
dido el farolillo, c u a n d o llegó la orden de condu- De P a r í s al Havre, los prisioneros no t o m a r o n
cir a los prisioneros al Depósito de la p r e f e c t u r a ni siquiera u n pedazo de pan, ni u n vaso de a g u a ;
de policía. A los dos días, se hallaba Florencio en se habían olvidado de distribuirles raciones an-
u n a casamata del f u e r t e de Bicétre. A p a r t i r de tes de la p a r t i d a . Sólo comieron treinta y seis
aquel día tenía h a m b r e ; h a b í a tenido h a m b r e en horas m á s tarde, cuando los hubieron ya estiva-
la casamata, y el h a m b r e no le había abandonado do en la cala de la f r a g a t a El Canadá.
ya. Hallábanse u n o s cien presos a m o n t o n a d o s en No, el h a m b r e n o se h a b í a separado ya de él.
el fondo de aquella cueva, sin aire, devorando los E s c u d r i ñ a b a en sus recuerdos, y n o hallaba en
pocos pedazos de pan que les tiraban, como a ellos ni una sola hora de a b u n d a n c i a . Se había
fieras e n j a u l a d a s . Cuando compareció ante u n quedado delgadísimo, con el estómago encogido,
con la piel pegada a los huesos. Y volvía a hallar
fianza renacía. T e n í a la cabeza llena de historia*
a P a r í s gordo, soberbio, desbordante de alimen- de policía, de agentes que estaban al acecho en
tos, en el fondo de las tinieblas. Volvía a e n t r a r la esquina de cada calle, de m u j e r e s que vendían
en la capital sobre u n lecho de legumbres; pa- los secretos que a r r a n c a b a n a los pobres diablos.
seaba por ella sobre u n m a r desconocido de vi- La verdulera estaba m u y cerca de él, y le pare-
tuallas, que sentía p u l u l a r en torno suyo y q u e cía m u y h o n r a d a , con su rostro g r a n d ó n y t r a n -
le inquietaba. L a noche dichosa de carnaval, ha- quilo, ceñido en la f r e n t e por u n pañuelo negro
bía continuado, pues, por espacio de siete años. y amarillo. Podía tener u n o s treinta y cinco
Volvía a ver las relucientes ventanas de los años; era recia, h e r m o s a por la vida a pleno aire
bulevares, las m u j e r e s risueñas, la tragona ciu- y por su virilidad, endulzada por unos ojos ne-
dad que h a b í a a b a n d o n a d o en aquella l e j a n a no- gros rebosantes de caritativa t e r n u r a . E s cierto
che de E n e r o ; y le parecía q u e todo aquello se que era m u y curiosa, pero su curiosidad debía de
había agrandado, abriéndose como las flores en ser m u y buena.
aquella enormidad de los Mercados, cuyo hálito
Continuó Madame Frangois, sin ofenderse por
colosal, espeso a ú n por la indigestión de la vís-
el m u t i s m o de Florencio:
pera, comenzaba a llegar a sus oídos.
Yo tuve u n sobrino en París. Salió u n mala
La tía Chantemesse se había decidido al fin a cabeza, y sentó plaza... E n fin, es u n a felicidad
comprar doce m a n o j o s de nabos. Teníalos en el el saber dónde p a r a r . Sus parientes de usted se
delantal, sobre el vientre, lo cual redondeaba van a q u e d a r tal vez m u y sorprendidos al verle.
a u n m á s su a n c h a c i n t u r a ; y continuaba char- Es u n a alegría el regresar ¿verdad?
lando sin cesar con su voz cansina. Cuando h u b o
partido, f u é Madame François a sentarse otra Mientras hablaba, no separaba u n m o m e n t o
vez al lado de Florencio, diciendo: los o j o s de Florencio, compadecida sin duda de
su delgadez extrema, comprendiendo que era u n
— E s a pobre tía Chantemesse, lo menos tiene " s e ñ o r " b a j o sus desdichados a n d r a j o s negros,
setenta y dos años. E r a yo u n a mocosa c u a n d o y sin atreverse a ponerle en la m a n o u n a mone-
ya le compraba los nabos a mi padre. Y no tiene da blanca.
ni u n solo pariente; n o vive m á s que con u n a
trotacalles que h a recogido n o sé en dónde, y Al fin, t í m i d a m e n t e :
que la hace condenarse... Pues bueno, va tiran- —Si entre tanto—le d i j o en voz baja—nece-
do; vende al menudeo, y a u n se gana c u a r e n t a sita usted alguna c o s a -
sueldos diarios... Yo no podría estar en este in- Pero Folrencio r e h u s ó con altivez inquieta;
fierno de París, todo el santo día, en u n a acera. dijo que tenía todo lo q u e necesitaba, q u e sabía
Si por lo menos tuviese u n a a l g ú n pariente en donde ir. L a verdulera se mostró contenta, y re-
París... pitió varias veces, como si quisiera tranquili-
zarse a sí m i s m a por la suerte de él:
Y al ver q u e Florencio n o hablaba casi n a d a : — ¡ A h ! Bueno; entonces n o tiene usted m á s
— ¿ T i e n e usted familia en París, verdad?— que a g u a r d a r el día.
p r e g u n t ó la verdulera.
Una gran c a m p a n a , por cima de la cabeza de
Florencio a p a r e n t ó no haber oído. Su descon-
Florencio, en la esquina del pabellón de las f r u - Sobre el c u a d r a d o de la acera, los montones
tas, comenzó a tañer. Los golpes, lentos y regu- descargados se extendían ya hasta el arroyo. En-
lares, parecían despertar de trecho en trecho el tre cada montón, los hortelanos d e j a b a n abierta
lánguido sueño de las aceras. Los carros seguían una estrecha senda para que el público pudiera
llegando; los gritos de los carreteros, los chas- circular. Toda la a n c h a acera, cubierta de un
quidos del látigo, el ruido del e m p e d r a d o al extremo a otro, se alargaba con las jorobas som-
aplastarse b a j o el hierro de las r u e d a s y los cas- brías de las legumbres. Aun no se veía, a la clari-
cos de los animales, iban creciendo por momen- dad brusca y oscilante de los faroles, m á s q u e
tos; y los carros n o avanzaban ya m á s que a sa- la expansión carnosa de u n m o n t ó n de alcacho-
cudidas, cogiendo la hilera, y extendiéndose has- fas, los verdes delicados de las escarolas, el ro-
ta m á s allá de las miradas, en p r o f u n d i d a d e s sado coral de las zanahorias, el marfil m a t e de
grises de las que se oía llegar un confuso guiri- los nabos; y estos relámpagos de colores inten-
gay. A lo largo de la calle del Puente Nuevo, los sos desfilaban, con las linternas, a lo largo de
carreteros descargaban, poniendo los carros de los montones. La acera se había poblado; toda
espalda contra el arroyo, con los caballos i n m ó - una m u c h e d u m b r e se despertaba, a n d a b a por
viles y m u y próximos unos a otros, colocados entre las mercancías, se detenía, charlando, lla-
como en una feria. Interesóse Florencio por u n mando. Una voz gruesa, a lo lejos, gritaba: " ¡ E h !
enorme carro lleno de coles soberbias, que ha- ¡Las l e c h u g a s ! " Acababan de abrir las r e j a s del
bía dado m u c h o t r a b a j o para hacerlo retroceder pabellón de las legumbres al por m a y o r ; las re-
hasta la acera la carga subía m á s que un gran vendedoras del pabellón, con cofias blancas, con
diablo de farol de gas plantado al lado de ella, una pañoleta a n u d a d a sobre los corpinos negros,
i l u m i n a n d o de lleno el m o n t ó n de h o j a s anchas, V con las faldas recogidas con alfileres p a r a n o
que colgaban como jirones de terciopelo verde mancharse, hacían su provisión del día y carga-
obscuro, recortado y brochado. Una aldeanita ban con sus compras los grandes cuévanos de
de diez y seis años, con capilla y gorra de tela los portadores, depositados en tierra.
azul, había subido a lo alto, del carro, hundida
en las coles hasta los hombros, y las cogía una Desde el pabellón al arroyo, el ir y venir de los
por una, para lanzárselas a alguien de abajo, cuévanos se animaba, en medio de las cabezas
oculto entre las sombras. golpeadas, de las palabras gordas, del estrépito
de las voces que carraspeaban discutiendo un
A ratos, la muchacha, perdida, anegada, res- cuarto de hora por u n sueldo. Y Florencio se
balaba, desaparecía b a j o u n desmoronamiento asombraba de la calma de las verduleras, en me-
del m o n t ó n de coles; después, su rosada nariz dio del gárrulo regateo de los Mercados.
volvía a aparecer en medio de las espesas verdu-
ras; reíase, y las coles comenzaban de nuevo a Detrás de él, en las aceras de la calle de Ram-
volar, a pasar entre el farol de gas y Florencio. buteau, se vendían las f r u t a s . Hileras de canas-
Este las iba contando maquinalmente! Cuando tas, de cestas planas, se alineaban allí, cubiertas
el carro estuvo vacío quedó medio enfadado. de tela o de p a j a , y se esparcía u n a r o m a de ci-
ruelas mirabeles • demasiado m a d u r a s . Una voz
dulce y lenta q u e oía Florencio hacia rato, le hizo m a n o j o s de zanahorias, c u a n d o volvió a presen-
volver la cabeza. Vió u n a adorable m u j e r c i t a mo- tarse Lacaille con su saco al h o m b r o .
rena, sentada en el suelo, q u e a j u s t a b a precio. —Bueno, ¿vale u n sueldo eso?—dijo.
—Di, Marcelo, ¿vendes p o r cien sueldos? Di. —Bien segura estaba de que volvería u s t e d —
El hombre, a r r o p a d o en u n a manta, n o res- respondió t r a n q u i l a m e n t e la verdulera.—Vamos,
pondía, y la joven, al cabo de cinco m i n u t o s lar- llévese usted lo que me queda. Hay diez y siete
gos, volvía a d e c i r : manojos.
—Di, Marcelo. Cien sueldos por esa banasta, — O sea diez y siete sueldos.
y c u a t r o francos por la otra, son nueve f r a n c o s —-No, t r e i n t a y cuatro.
que te h e de dar, ¿verdad? Quedaron de acuerdo en veinticinco. Madame
Reinó nuevo silencio. François tenia prisa por irse. Así q u e Lacaille se
— E n t o n c e s ¿qué tengo q u e d a r t e ? hubo alejado, con las zanahorias en el saco:
— ¡ E h ! Diez francos, bien lo sabes; ya te lo he —Ya ve usted, me estaba espiando—dijo la ver-
dicho... Y de tu Julio, ¿qué haces, Sarriette? dulera a Florencio.—Ese vejestorio corretea por
L a joven se-echó a reir, sacando u n gran p u - todo el mercado ; h a y días en q u e espera el último
ñado de monedas. toque de c a m p a n a para c o m p r a r cuatro sueldos
— ¡ B u e n o va!—replicó.—Julio está d u r m i e n - de mercancías... ¡Ah! ¿Estos parisienses!... Se
do como u n lirón. Pretende que los hombres no pelean por dos céntimos, y después se van a be-
se h a n hecho p a r a t r a b a j a r . berse el fondo de la bolsa a la taberna.
Pagó y se llevó las dos cestas planas al pabe- Cuando Madame François hablaba de París, se
llón de las f r u t a s que se acababa de abrir. Los mostraba llena de ironía y de desdén; le t r a t a b a
Mercados conservaban su esbeltez negra, con las como a u n a ciudad m u y lejana, por completo
mil líneas de llamas de las persianas; b a j o las ridicula y despreciable, en la q u e sólo consentía
grandes calles cubiertas pasaba la gente, en tanto poner los pies d u r a n t e la noche.
que los pabellones, a lo lejos, permanecían desier-
tos en medio del creciente hormigueo de las ace- — A h o r a puedo m a r c h a r m e ya—continuó sen-
ras. E n la p u e r t a de San Eustaquio, p a n a d e r o s y tándose de nuevo al lado de Florencio, encima de
vinateros quitaban las m a d e r a s a las p u e r t a s ; las las legumbres de u n a vecina.
tiendas rojas, con sus mecheros de gas encendi- Florencio b a j a b a la cabeza; acababa de come-
dos, iban a g u j e r e a n d o las tinieblas a lo largo de ter u n robo. Cuando Lacaille se h a b í a ido, había
las casas grises. Florencio contemplaba u n a pana- visto u n a zanahoria en el suelo. L a había recogi-
dería de la calle de Montorgueil, a la izquierda, do, y la tenía a p r e t a d a en la m a n o izquierda. De-
atestada y dorada por la última cochura, y creía t r á s de él u n o s m a n o j o s de apio y u n o s m o n t o n e s
aspirar el buen olor del pan caliente. E r a n las de perejil exhalaban olores i r r i t a n t e s que le da-
cuatro y media. ban en la garganta.
—Me voy a ir—-repitió Madame François.
Entretanto, Madame Frangois se había despren- Interesábase por aquel desconocido, y le sentía
dido de su mercancía. Quedábanle unos cuantos s u f r i r en aquella acera de la cual no se había mo-
vido. Hízole por segunda vez ofrecimientos de ser-
vicios; pero Florencio los rechazó de nuevo, con quina del cuadro. E s t a r á m u y bien a la izquierda
altivez m á s áspera a ú n . Hasta se levantó y se del gallinero... He estado pensando en eso toda
m a n t u v o en pie, p a r a demostrar q u e tenía alien- la semana... ¡Oh! ¡Qué h e r m o s a s legumbres esta
tos. Y al volver la cabeza la verdulera se metió la m a d r u g a d a ! He b a j a d o temprano, figurándome
zanahoria en la boca. P e r o tuvo que conservarla que h a b r í a u n a salida de sol soberbia sobre esos
en ella u n i n s t a n t e a pesar del deseo terrible q u e desmontes de cotes.
tenía de a p r e t a r las muelas. Madame François le Señalaba con u n a d e m á n toda la longitud de
miraba de nuevo el rostro, y le interrogaba con su las aceras. L a verdulera r e p u s o :
curiosidad de b u e n a m u j e r . El, p a r a no hablar, —Bueno, pues m e voy. Adiós... Hasta la vista,
respondía con movimientos de cabeza. Después, señor Claudio.
poco a poco, dulcemente, se comió la zanahoria. Y cuando iba a m a r c h a r s e , presentando a Flo-
L a verdulera se iba a m a r c h a r definitivamente, rencio al joven p i n t o r :
cuando u n a voz f u e r t e dijo al lado de ella: —Mire usted; aquí está este señor q u e viene
de m u y lejos, según parece. Ya no sabe orien-
—-Buenos días, Madame François.
tarse en ese a n t r o de París. Usted podría quizá
E r a u n m u c h a c h o delgado, fuerte, de g r a n ca-
darle buenos informes.
beza, barbudo, nariz finísima, ojos pequeños y
claros. Gastaba sombrero de fieltro negro, de color Se f u é por fin, contenta por d e j a r a los dos
de ala de mosca, deformado, y se a r r o p a b a con hombres juntos. Claudio contemplaba a Floren-
u n i n m e n s o gabán abrochado h a s t a a r r i b a en cio con gran interés. Aquella figura larga, delga-
otro tiempo castaño claro, p e r o ya desteñido por da y como flotante, le parecía original. L a presen-
la lluvia en grandes f r a n j a s verdosas. Un poco tación fiecha por Madame François b a s t a b a ; y
encorvado, agitado por u n temblor de nerviosa con la familiaridad de u n v a g a b u n d o h a b i t u a d o
inquietud q u e debía de ser h a b i t u a l en él, el jo- a todos los encuentros de la casualidad, le dijo
ven permanecía como enclavado en s u s grandes tranquilamente:
zapatos de lazo. Y su pantalón, demasiado corto, — L e ' a c o m p a ñ o . ¿Dónde va usted?
dejaba ver sus calcetines azules. Florencio se quedó como embarazado. El se
— B u e n o s días, señor Claudio—respondió ale- espontaneaba menos p r o n t o ; pero, desde su lle-
gremente la verdulera.—Oiga usted, le esperé a gada, tenía u n a p r e g u n t a en la p u n t a de la len-
usted el l u n e s ; y como usted no fué, h e quitado gua. Se arriesgó al fin, y preguntó, con el temor
el lienzo; lo h e colgado de u n clavo en mi alcoba. de u n a respuesta que le d i s g u s t a r a :
—¿Existe a ú n la calle Pirouette?
— E s usted demasiado buena, Madame F r a n - —Ya lo creo que sí—dijo el pintor.—Es u n
çois; iré u n o de estos días a t e r m i n a r mi estu- rincón m u y curioso del París viejo la ealle esa.
dio... El lunes no m e f u é posible... ¿Tiene a u n el Da vueltas como u n a bailarina, y sus casas tie-
ciruelo grande todas las h o j a s ? nen vientres como de m u j e r embarazada. Yo h e
—'Claro que sí. hecho de ella u n a g u a - f u e r t e que no es del todo
— E s que... m i r e usted, lo pondré en u n a es-

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m a l e j a . Cuando vaya usted por m i casa se la en- se en plena n e g r u r a , agrietada, verdecida por la
señaré. ¿Va usted a esa calle tal vez? caída de las lluvias e n u n a d e s b a n d a d a tal de
Florencio, consolado, r e a n i m a d o por l a noticia colores y de p o s t u r a s , q u e Claudio se r e í a con
de q u e la calle P i r o u e t t e existía a ú n , j u r ó q u e toda su a l m a . Florencio se h a b í a detenido e n la
no, y a s e g u r ó q u e no tenía n i n g u n a p a r t e a don- esquina de la calle de Mondétour, e n f r e n t e de
de ir. T o d a su desconfianza Se despertaba de l a q p e n ú l t i m a casa, a la i z q u i e r d a . L o s t r e s pisos
nuevo al ver la insistencia de Claudio. dormían, con s u s dos v e n t a n a s sin p e r s i a n a s y
sus p e q u e ñ a s cortinillas b l a n c a s bien c o r r i d a s
— N o i m p o r t a — l e d i j o éste.—Vamos de todos d e t r á s de los cristales; arriba, sobre las c o r h n a s
m o d o s a la calle Pirouette. P o r la noche tiene u n de la estrecha v e n t a n a del desván, u n a luz iba y
color... Vamos, p u e s ; está a dos pasos de aquí. venía. P e r o la t i e n d a parecía c a u s a r a Florencio
Florencio se vió obligado a seguirle. Iban u n o u n a emoción e x t r a o r d i n a r i a . E s t a b a n abriéndo-
al lado del otro, como dos c a m a r a d a s , p a s a n d o la E r a u n c o m e r c i a n t e de h i e r b a s cocidas, en el
por e n c i m a de las b a n a s t a s y de las legumbres. fondo, r e l u c í a n algunos peroles; sobre la m e s a
E n la acera de la calle de R a m b u t e a u , h a b í a del m o s t r a d o r , m o n t o n e s de p a s t a de espinacas
m o n t o n e s gigantescos de coliflores, o r d e n a d a s en y de escarolas, en a l g u n a s f u e n t e s , se redondea-
pilas c o m o balas de cañón, con r e g u l a r i d a d sor- ban, t e r m i n a n d o en p u n t a , y cortados, por de-
prendente. L a p u l p a tierna y blanca de las coli- t r á s por p e q u e ñ a s palas, de las q u e so o se veía
flores se extendía abriéndose, s e m e j a n t e a r o s a s el m a n g o de metal blanco. El ver aquello tenia a
enormes, en medio de g r a n d e s h o j a s verdes, y Florencio lleno de s o r p r e s a ; sin d u d a no debía
los m o n t o n e s se a s e m e j a b a n a ramilletes de bo- de conocer la t i e n d a ; en u n a m u e s t r a r o j ^ e y o
da, alineados en j a r d i n e r a s colosales. Claudio se el n o m b r e del comerciante, Godebamf, y q u e d o
h a b í a detenido, e x h a l a n d o c o r t a s exclamaciones consternado. Con los brazos caídos y oscilantes
de a d m i r a c i ó n . e x a m i n a b a los a m a s i j o s de espinacas, con el as-
Después, allí en frente, e n la calle P i r o u e t t e , pecto desesperado de u n h o m b r e a q u i e n o c u r r e
enseñó y explicó c a d a edificio a su c o m p a ñ e r o .
Un solo farol de gas a r d í a en u n a e s q u i n a . L a s u n a desgracia s u p r e m a .
casas a g r u p a d a s , h i n c h a d a s , a d e l a n t a b a n s u s te- E n t r e t a n t o la v e n t a n a del desván se h a b í a
jadillos como " v i e n t r e de m u j e r e m b a r a z a d a " , abierto, y u n a viejecilla se a s o m a b a a ella con-
según la f r a s e del pintor, a p o y á n d o s e las u n a s t e m p l a n d o el cielo y d e s p u é s los Mercados, alia
en los h o m b r o s de las otras. T r e s o c u a t r o de
a
ellas, p o r el contrario, en el f o n d o de los h u e c o s ^ - ¡ T m n a ! ¡ Q u é m a d r u g a d o r a está Mademoi-
de sombras, p a r e c í a n a p u n t o de caerse de boca. selle S a g e t ! — d i j o Claudio, q u e h a b í a levantado
El farol de gas i l u m i n a b a u n a m u y blanca, en- l<i C3b6Z3.
jalbegada de nuevo, con su talle de m u j e r vieja Y añadió, volviéndose a su c o m p a ñ e r o :
cascada y d e f o r m a d a , e m p o l v a d í s i m a de blanco — H e tenido u n a tía viviendo en esa casa...
y p i n t a r r a j e a d a como u n a doncella. Después, la ¡Ah! Y a se l e v a n t a n los M é h u d i n ; h a y luz en el
jibosa hilera de las o t r a s se alejaba, h u n d i é n d o -
segundo.
ffíjSc"

Florencio iba a preguntarle, pero el pintor, binetillo acristalado, en el fondo de la tienda, en


e n f u n d a d o en su gabán desteñido le i n f u n d i ó
donde no estaba encendido el gas.
cierta i n q u i e t u d ; sin decir palabra le siguió, en
tanto que el otro hablaba de las Méhudin. E r a n — ¿ Q u é quiere usted t o m a r ? — p r e g u n t o Clau-
u n a s pescaderas; la m a y o r era soberbia, la pe- dio a Florencio.
queña, q u e vendía pescado de agua dulce, se pa- Al entrar, el pintor había estrechado la m a n o
recía a u n a virgen de Murillo, r u b i a en medio de del h o m b r e q u e le invitaba. E r a éste u n m u c h a -
sus c a r c a s y sus anguilas. Y p o r fin acabó di- cho «uapo y fuerte, de veintidós años todo lo
ciendo, incomodándose, que Murillo p i n t a b a co- más, afeitado, sin llevar m á s q u e u n bigotillo
mo u n píllete. Después, b r u s c a m e n t e , detenién- pequeño, con aspecto de soltura; llevaba u n gran
dose en medio de la calle: sombrero tiznado de greda y u n pantalón de
-—Vaya, sepamos dónde va usted de u n a vez! pana, cuyos t i r a n t e s oprimían su blusa azul.
— A h o r a no voy ya a n i n g u n a p a r t e — d i j o Flo- Claudio le llamaba Alejandro, le pegaba en los
rencio anonadado.—Vamos donde usted quiera. hombros y le p r e g u n t a b a c u á n d o i r í a n a Cha-
rentonneau. Y h a b l a b a n de u n a gran excursión
Cuando salían de la calle Pirouette, u n a voz
que h a b í a n hecho juntos, en canoa, por el Mar-
llamó a Claudio desde el fondo de la tienda de
ne. Por la tarde se h a b í a n comido un conejo.
u n vinatero, que f o r m a b a esquina. El pintor en-
—Vamos, ¿qué t o m a usted? repitió el pintor.
tró, a r r a s t r a n d o en pos de sí a Florencio. Sólo
Florencio m i r a b a al mostrador, t u r b a d o en
habían q u i t a d o las m a d e r a s de u n lado. El gas
extremo. E n u n a esquina, u n a s teteras de pon-
ardía en el aire dormido a u n de la tienda, una
che y de vino caliente, con u n cerco de cobre, se
rodilla olvidada, los naipes d e la víspera yacían
calentaban sobre las cortas llamas azules y ro-
sobre la mesa, y la corriente de aire de la puer-
sadas de u n fogón de gas. Por fin confeso Flo-
ta, abierta de p a r en par, p o n í a u n p u n t o de fres-
rencio q u e de b u e n a gana t o m a r í a algo caliente.
cura en medio del olor cálido y encerrado del
Monsieur Lebigre sirvió t r e s vasos de ponche.
vino. El dueño de la tienda, el señor Lebigre, ser-
Habia, cerca de las teteras, en u n a cestita, unos
vía a sus parroquianos, en chaleco con mangas,
panecillos de m a n t e c a que acababan de poner
con el cuello a r r u g a d í s i m o y con el rostro grueso
allí h u m e a n t e s todavía. Pero los otros dos no
y regular blanco de sueño. Varios hombres, en
tomaron ninguno, y Florencio tuvo q u e beberse
pie, f o r m a n d o grupos, bebían ante el mostrador,
el vaso de ponche; sintió que le caía, en el esto-
tosiendo, escupiendo, con los ojos semi-cerrados,
mago vacío, como u n chorrillo de plomo derre-
y acabando de despertarse con el vino blanco, y
tido. Alejandro f u é el q u e pagó.
el aguardiente. Florencio conoció a Lacaille, cuyo
saco, a aquellas horas, rebosaba de legumbres. Es- E s u n buen m u c h a c h o ese A l e j a n d r o — d i j o
taba ya en la tercera ronda, con u n c a m a r a d a q u e Claudio c u a n d o volvieron a h a l l a r s e los dos solos
refería p r o l i j a m e n t e la compra de un cesto de en la acera de la calle de R a m b u t e a u . — E s m u y
p a t a t a s . Cuando h u b o vaciado el saco, f u é a divertido en el c a m p o ; hace verdaderas proezas.
charlar con Monsieur Lebigre, a u n pequeño ga- Además, es soberbio el m u y t u n a n t e ; le h e visto
desnudo, y estaba empeñado en ponérseme en
p o s t u r a s académicas, al aire libre... Ahora, si saban las f a j a s d e piedras blancas, m a n c h a d a s
quiere usted, vamos a dar u n a vuelta p o r los por la s o m b r a de las cestas y de los t r a p o s olvi-
Mercados. dados. E n el de las legumbres, en el de las flores
Florencio le seguía, se abandonaba. Un res- y en el de las f r u t a s , el estrépito iba creciendo.
plandor claro, en el fondo de la calle de R a m b u - Por instantes se sentía q u e la ciudad iba desper-
teau, anunciaba el día. La gran voz de los Merca- tando, desde el populoso barrio en que se a m o n -
dos r e t u m b a b a m á s a l t a ; a ratos, algunos toques tonan las coles desde las c u a t r o de la m a n a n a ,
de campana, en u n pabellón lejano, entrecorta- hasta el barrio perezoso y rico que n o cuelga en
ban aquel clamor que rodaba y crecía. Los dos sus casas los pollos y los faisanes h a s t a cerca d e
nuevos amigos e n t r a r o n en u n a de las calles cu-
las ocho.
biertas, entre el pabellón del pescado fresco y el
Pero a las grandes calles cubiertas, la vida iba
pabellón de los volátiles. Florencio levantaba los
afluyendo. A lo largo de las aceras, a ambos bor-
ojos, m i r a b a la elevada bóveda, cuyo m a d e r á m e n
des, a u n había hortelanos, pequeños cultivado-
interior relucía entre los negros encajes de las
res, llegados de los alrededores de París, q u e os-
vigas de hierro. Cuando desembocó en la gran
tentaban en cestos su recolección del día ante-
calle del centro, pensó Florencio en alguna ciu-
rior por la noche; m a n o j o s de legumbres, p u ñ a -
dad rara, con sus barrios diversos, sus arrabales,
dos de f r u t a . E n medio del incesante ir y venir
sus aldeas, sus paseos y sus carreteras, sus pla-
de la m u c h e d u m b r e , e n t r a b a n carros b a j o las
zas y s u s encrucijadas, puesta p o r completo b a j o
bóvedas, acortando el resonante trote de sus ca-
u n cobertizo, en día de lluvia, p o r algún capri-
ballos. Dos de aquellos vehículos, d e j a d o s de tra-
cho gigantesco. L a s sombras, d o r m i t a n d o entre
vés, o b s t r u í a n la calle.
los huecos de las techumbres, multiplicaban el
bosque de pilares, alargaban h a s t a lo infinito las Florencio, p a r a pasar, tuvo q u e apoyarse con-
a r m a d u r a s delicadas, las recortadas galerías, las tra uno de los sacos grisáceos, s e m e j a n t e s a sa-
persianas t r a n s p a r e n t e s ; y parecía, p o r encima cas de carbón, y cuya e n o r m e carga hacía en-
de la ciudad, hasta el fondo de las tinieblas, ha- corvarse los ejes; los sacos, m o j a d o s , tenían u n
ber toda u n a g r a n vegetación, u n a floración olor fresco de algas m a r i n a s ; u n o de ellos, re-
completa, m o n s t r u o s a ostentación de metal, cu- ventado por u n extremo, d e j a b a fluir u n m o n t ó n
yos tallos que subían, cuyas r a m a s q u e se retor- negro de gruesos mejillones. A cada paso ya,
cían y entrelazaban, c u b r í a n u n m u n d o con las Claudio y Florencio tenían q u e detenerse. El
liviandades de follaje de un bosque secular. Ha- pescado fresco llegaba, los camiones se sucedían,
bía barrios dormidos aun, cerrados por s u s ver- descargando las altas c a j a s de m a d e r a llenas de
jas. Los pabellones de la m a n t e c a y de los volá- cestos, que los ferrocarriles traen atestados del
tiles alineaban sus tenderetes emparrados, alar- océano. Y p a r a r e s g u a r d a r s e de los camiones del
gaban sus callejuelas desiertas b a j o las hileras pescado, cada vez m á s a p i ñ a d o s e inquietantes,
de los faroles del gas. El pabellón del pescado tenían q u e meterse b a j o las r u e d a s de los camio-
acababa de ser abierto; varias m u j e r e s atrave- nes de la manteca, de los huevos y de los quesos,
de los grandes c a r r o m a t o s amarillos, con c u a t r o

EL VIENTRE DE PARÍS. 3 TOMO I


caballos y faroles de color; robustos hombres le-
v a n t a b a n las c a j a s de h u e v o s ; los cestos de quesos como b a j o la bóveda de u n a iglesia. E n ella en-
y mantecas, q u e llevaban al pabellón de la almo- contraron, enganchado a un carro del t a m a ñ o de
neda, en donde u n o s empleados de gorro escri- u n a carreta, u n borriquillo que se a b u r r í a sin
bían en sendos c u a d e r n o s a la luz del gas. Clau- duda, y que se puso a rebuznar al verles, con re-
dio estaba e n t u s i a s m a d o con aquel t u m u l t o ; soplido t a n prolongado y t a n f u e r t e que hizo re-
quedábase absorto ante u n efecto de luz, ante u n tumbar las a m p l i a s t e c h u m b r e s de los Mercados.
g r u p o de blusas, en presencia de la descarga de Respondieron al rebuzno relinchos de caballos;
u n carro. Por fin J o g r a r o n salir. Andando siem- hubo p a t a l e a r de cascos, m u c h o estrépito a lo
pre a lo largo d e l * gran calle, m a r c h a b a n p o r lejos, que creció, f u é r o d a n d o y se perdió h a s t a
medio de u n olor exquisito q u e flotaba en torno extinguirse. E n t r e t a n t o , e n f r e n t e de ellos, en la
de ellos y parecía seguirles. E s t a b a n en medio calle de Berger, las desnudas tiendas de los reca-
del Mercado de flores cortadas. E n el g r a n cua- deros, abiertas de par en par, mostraban, b a j o la
drado, a derecha e izquierda, m u j e r e s sentadas vivida claridad del gas, m o n t o n e s de cestas y
tenían ante sí u n a s cestas cuadradas, llenas de de frutos, entre l a s tres paredes sucias, cubiertas
m a n o j o s de rosas, de violetas, de dalias, de m a r - de s u m a s hechas con lápiz.
garitas. Y m i e n t r a s estaban allí, divisaron a u n a d a m a
bien compuesta, a c u r r u c a d a con aspecto de di-
Los m a n o j o s se obscurecían, semejantes a
choso cansancio en el rincón de u n fiacre, perdi-
m a n c h a s de sangre, palidecían dulcemente con
do en medio de la confusión del arroyo, y desfi-
argentados colores grises de g r a n delicadeza.
lando solapadamente.
Cerca de u n a cesta, u n a b u j í a encendida ponía
allí, sobre la n e g r u r a de los alrededores, u n a can- — E s la Cenicienta que vuelve a casa sin las
ción a g u d a de color, los vivos pétalos de las m a r - chinelas—dijo Claudio sonriendo.
garitas, el sangriento r o j o de las dalias, el m o r a - A la sazón se h a b í a n puesto a charlar m i e n t r a s
do azulino de las violetas, las carnes vivientes daban la vuelta por d e b a j o de los Mercados.
de las rosas. Y n a d a había m á s dulce y p r i m a - Claudio, con las m a n o s en los bolsillos, silban-
veral que las t e r n u r a s de aquel p e r f u m e hallado do, refería su gran cariño a aquella s u p e r a b u n -
en u n a acera, al salir de los ásperos olores del dancia de alimentos, que se ostenta en el centro
pescado y del hedor pestilencial de las mante- mismo de P a r í s cada m a ñ a n a . Vagaba por aque-
quillas y de los quesos. llos sitios d u r a n t e noches enteras, soñando en
colosales naturalezas m u e r t a s , en cuadros extra-
Claudio y Florencio volvieron sobre sus pasos, ordinarios. Hasta h a b í a comenzado u n o de ellos;
vagando al azar, r e t r a s á n d o s e entre medio, d e las había empleado como modelo a su amigo Marjo-
flores. Detuviéronse curiosamente ante u n a s m u lin y a la picaronaza de Cadina; pero era m u y
jeres que vendían m a n o j o s de helechos y de ho- duro, porque eran demasiado hermosos aquellos
j a s de viña, m u y regulares, atados por cuartos diantres de legumbres, los frutos, los pescados
de libra. Después doblaron la esquina de u n a ca- y la carne. Florencio escuchaba, con el vientre
lle cubierta casi, en la que resonaban sus pasos encogido, aquel entusiasmo de artista.
Y era evidente que Claudio, en aquel momen- cho y derecho q u e sería m u c h o m á s h u m a n o q u e
to, no pensaba ni por soñación en q u e aquellas sus malditos cuadros tísicos?
h e r m o s a s cosas se comían. Las adoraba por sus
A lo largo de la calle cubierta, h a b í a a la sazón
colores. Bruscamente, el pintor se calló; se apre-
m u j e r e s que vendían café, y sopa. E n la e s q u i n a
tó con movimiento q u e le era habitual el ancho
de la acera, se había f o r m a d o u n gran corro de
cinturón r o j o q u e llevaba b a j o el verdoso gabán,
consumidores alrededor de u n a vendedora de
y prosiguió con malicia:
sopa de coles. L a c a l d e r a de h o j a l a t a estañada,
—Además, me desayuno aquí, con los ojos pol- llena de caldo, h u m e a b a sobre el pequeño infier-
lo menos, y eso vale siquiera algo m á s q u e el no nillo, cuyos a g u j e r o s despedían u n resplandor
tomar n a d a . Algunas veces, cuando me h e olvi- pálido de brasas. La m u j e r , a r m a d a de u n a cu-
dado de comer p o r la noche, me proporciono u n a chara en f o r m a de cazo, cogía delgadas r e b a n a -
indigestión a la m a ñ a n a siguiente, contemplan- das de pan en el fondo de u n a cesta cubierta con
do como llegan cosas b u e n a s de todas clases. E n un trapo blanco, y vertía la sopa en tazas a m a -
tales m a ñ a n a s , siento a ú n m a y o r t e r n u r a hacia rillas. Había allí vendedoras m u y limpias, con el
mis legumbres... ¡No; m i r e usted, lo q u e es exas- gabán m a n c h a d o de grasa p o r las cargas de vi-
perante, lo que n o es justo, es q u e esos malditos tuallas que habían t r a n s p o r t a d o al h o m b r o ; po-
ciudadanos coman de todo eso! bres diablos a n d r a j o s o s ; toda el h a m b r e mati-
Refirió entonces u n a cena que le había pagado nal de los Mercados, comiendo, quemándose,
u n amigo en casa de Baratte, en u n día de es- apartando u n poco la b a r b a p a r a no m a n c h a r s e
plendor; habían comido ostras, pescado, caza. con el gotear de las cucharas. Y el pintor entu-
Pero Barat te a n d a b a m u y de capa c a í d a ; todo siasmado e n t o r n a b a los ojos, buscando el p u n t o
el carnaval del antiguo Mercado de los Inocentes de vista, p a r a componer su cuadro con u n buen
Pero Barat a n d a b a m u y de capa caída; todo conjunto. P e r o aquel d e m o n t r e de sopa de coles
afluía a los Mercados centrales, a aquel coloso exhalaba u n olor terrible. Florencio volvió la
de hierro fundido, a aquella vida nueva t a n ori- cabeza, t u r b a d o por aquellas tazas llenas, q u e
ginal. Por m á s q u e quisieran decir los imbéciles, los consumidores vaciaban sin decir palabra, con
toda la época estaba allí. Y Florencio n o sabía mirada de soslayo, como animales desconfiados.
ya si condenar el lado pintoresco o la b u e n a co- Entonces, m i e n t r a s la m u j e r servía a u n recién
mida de Baratte. Después, Claudio se despotricó llegado, el m i s m o Claudio se sintió también en-
contra el r o m a n t i c i s m o ; p r e f e r í a sus m o n t o n e s ternecido por el f u e r t e vapor de u n a c u c h a r a d a
de coles a las p o r q u e r í a s de la E d a d Media. Aca- que recibió en pleno rostro.
bó por acusarse de su a g u a - f u e r t e de la calle Pi-
rouette como de u n a flaqueza. Debían derribar Se estrechó el cinturón, sonriente, incomoda-
todas aquellas callejuelas viejas para construir do; después, echando de nuevo a a n d a r , y h a -
casas m o d e r n a s . ciendo alusión al vaso de ponche de Alejandro,
dijo a Florencio con voz u n tanto a p a g a d a :
—Mire u s t e d — d i j o deteniéndose.—Mire usted — ¡ E s singular! Quizá h a b r á usted observado
la esquina de la acera. ¿No es ese u n cuadro he- una cosa... Siempre e n c u e n t r a u n o alguien q u e
le convida a beber; pero n u n c a se e n c u e n t r a a de Marjolin, era espléndido; r u b i o como u n Ru-
nadie q u e le pague a u n o la comida. bens, con u n vello rojizo que q u e b r a b a la luz;
D e s p u n t a b a el día. AI extremo de la calle de ella, la pequeña, a s t u t a y delgaducha, tenía u n
la Cossonnerie, las casas del bulevar de Sebasto- hocico m u y picaresco b a j o el negro revoltijo de
pol se divisaban completamente negras • y por sus crespos cabellos.
cima de la distinta linea de los t e j a d o s la elevada Claudio, sin d e j a r de hablar, a p r e s u r a b a el
cintra de la gran calle cubierta recortaba, en el paso. Volvió a llevar a su compañero a la p u n t a
azul pálido del cielo, u n a media luna de clari- de San E u s t a q u i o . Florencio se dejó caer sobre
dad. Claudio, que se había inclinado sobre algu- un banco j u n t o al despacho de los ó m n i b u s con
nos tragaluces, provistos de r e j a s que se abrían, las piernas de nuevo destrozadas. El aire r e f r e s -
al nivel de la acera, sobre p r o f u n d i d a d e s de cue- caba. E n el fondo de la calle R a m b u t e a u , unos
va en q u e ardían inciertos resplandores de gas, resplandores de color de rosa j aspeaban el le-
miraba y a al aire, entre los altos pilares, bus- choso cielo, recortado m á s arriba, p o r grandes
cando por cima de los azulados techos, en el bor- desgarrones grises. Aquella a u r o r a exhalaba u n
de del claro cielo. Acabó por detenerse u n a vez olor t a n balsámico, que Florencio se creyó u n
más, con los ojos clavados en u n a de esas delga- instante en pleno campo, sobre a l g u n a colina.
das escalerillas de hierro q u e unen los dos pla- Pero Claudio le enseñó, a la otra p a r t e del b a n -
nos de t e c h u m b r e s y p e r m i t e n recorrerlos. Flo- .co, el m e r c a d o de las hierbas aromáticas. A lo
rencio le p r e g u n t ó qué era lo que veía allá arriba. largo del c u a d r a d o de la tripería, h u b i é r a s e di-
— E s ese demonio de Marjolin—dijo el pintor cho que se extendían campos d e tomillo, de es-
sin responder.—Está, como si lo viera, en algún pliego, de ajos, de chalote; y las vendedoras ha-
canalón de tejado, a n o ser q u e h a y a pasado la bían enlazado, alrededor de los plátanos jóvenes
noche con los a n i m a l e s de algún palomar... Le de la acera, altas r a m a s de laurel q u e f o r m a b a n
necesito p a r a u n estudio. trofeos de verdura. E r a el poderoso olor del lau-
Y refirió que su amigo Marjolin f u é encontra- rel lo q u e dominaba.
do u n a m a ñ a n a , por u n a vendedora, en u n mon- La esfera luminosa de San E u s t a q u i o palide-
tón de coles, y q u e creció libremente en medio cía, agonizaba, s e m e j a n t e a u n a m a r i p o s a sor-
del Mercado. Cuando le quisieron enviar a la es- prendida por la luz de la m a ñ a n a . E n las tiendas
cuela se puso enfermo, y f u é menester llevarlo de los vinateros, en el fondo de las calles vecinas,
de nuevo a los Mercados. De éstos conocía los los faroles de gas que se apagaban u n o por uno,
menores rincones, a los que a m a b a con t e r n u r a como estrellas q u e cayeran en la luz. Y Floren-
paternal, y vivía con agilidades de ardilla en cio contemplaba los grandes Mercados saliendo
medio de aquel bosque de h i e r r o fundido. Ha- de la sombra, saliendo del sueño en que los h a -
cían u n a hermosa p a r e j a él y aquella desarra- bía visto, alargando h a s t a lo infinito sus bien ilu-
pada de Cadina, a quien la tia Chantemesse ha- minados palacios. Parecían solidificarse, ponién-
bía recogido u n a noche, en la esquina del anti- dose p r i m e r o de color gris verdoso, m á s gigan-
guo mercado de los Inocentes. El, el gran bobo tescos a u n con su a r b o l a d u r a prodigiosa, q u e
sustentaban los lienzos sin fin de sus t e c h u m - cían salir del denso color azul q u e se a r r a s t r a b a
bres. Iban a m o n t o n a n d o sus m a s a s geométricas; por el suelo. Las lechugas, las escarolas, abiertas
y c u a n d o todas las claridades interiores queda- aún con la grasa de la tierra, m o s t r a b a n sus co-
ron extinguidas, c u a n d o se sumergieron, cua- razones que reventaban; los m a n o j o s de espina-
d r a d a s y uniformes, en el naciente dia, apare- cas, de acederas, de alcachofas, los m o n t o n e s
cieron como una m á q u i n a moderna superior a de habichuelas y de guisantes, las pilas de le-
toda medida, algo así como u n a m á q u i n a de va- chugas r o m a n a s a t a d a s con u n a brizna de p a j a ,
por, como u n a caldera destinada a la digestión cantaban toda la g a m a del verde, desde el verde
de u n pueblo; gigantesco vientre de metal, em- laca de las vainas h a s t a el verde oscuro de las
pernado, remachado, hecho de m a d e r a , de vidrio h o j a s ; g a m a sostenida q u e se iba perdiendo,
y de hierro fundido, de u n a elegancia y de una hasta los penachos de los extremos de los apios
potencia de m o t o r mecánico, f u n c i o n a n d o allí, y de los m a n o j o s de puerros. P e r o las notas agu-
con el calor, con el estrépito, con el estremeci- das, las que contaban en voz m á s alta, e r a n las vi-
miento furioso de sus ruedas. vas m a n c h a s de las zanahorias, las m a n c h a s pu-
Pero Claudio se h a b í a subido sobre el banco, ras de los nabos, sembrados en cantidad prodi-
llevado por el entusiasmo. Forzó a su compañero giosa a lo largo del mercado, iluminándolo con
a que a d m i r a r a el día alzándose sobre las le- el abigarramiento de sus dos colores. En el cruce
gumbres. E r a u n m a r , que se extendía desde la de la calle de los Mercados, las coles f o r m a b a n
p u n t a de San E u s t a q u i o a la calle de los Merca- m o n t a ñ a s ; las e n o r m e s coles blancas, a p r e t a d a s
dos, entre los dos grupos de los pabellones. Y, y d u r a s como balas de metal pálido; las coles ri-
en los dos extremos, en las dos encrucijadas, la zadas, cu vas grandes h o j a s se a s e m e j a b a n a pi-
ola parecía crecer m á s aún y las legumbres ane- lones d e bronce; las coles rojas, q u e el alba tro-
gaban el empedrado. caba en floraciones soberbias, heces de vino con
m a g u l l a d u r a s de c a r m í n y de sombría p ú r p u r a .
El día despuntaba lentamente, con u n color En el otro extremo, en la confluencia de la p u n t a
gris suavísimo, lavando todas las cosas con u n de San Eustaquio, la e n t r a d a de la calle de R a m -
color claro de acuarela. Aquellos montones apre- buteau estaba obstruida por u n a b a r r i c a d a de
tados como las olas presurosas, aquel río de ver- a n a r a n j a d a s calabazas, p u e s t a s en dos filas, exhi-
d u r a q u e parecía fluir por éntre el encajona- biéndose, ensanchando sus vientres. Y el dorado
miento del arroyo, s e m e j a n t e a la caída de las barniz de u n a cesta de cebollas, el r o j o sangrien-
lluvias de otoño, adquirían sombras delicadas y to dte u n m o n t ó n de tomates, el borroso amarillo
perlinas, colores tiernos de violeta, de rosas de de u n a pila de cohombros, el sombrío violeta de
matices lechosos, de verdes ahogados en a m a r i - u n p u ñ a d o de berengenas i b a n i l u m i n á n d o s e acá
llos, todos los colores que f o r m a n del cielo u n a y acullá; en tanto q u e grandes rapónchigos ne-
seda tornasolada al levantarse el sol; y a medida gros, colocados en enlutadas hileras, d e j a b a n a ú n
que el incendio de la m a ñ a n a subía con destellos algunos a g u j e r o s de tinieblas en medio d e las
de llamas por el fondo de la calle de R a m b u t e a u , vibrantes alegrías del despertar. •
las legumbres se despertaban m á s aún, y pare-

"ALFGm
Claudio batía p a l m a s ante aquel espectáculo. sombrío h u n d i m i e n t o de la calle de Montorgueil,
Aquellos " d e m o n t r e s de l e g u m b r e s " le parecían en donde se veian pedazos de llamativos rótulos,
extravagantes, locos, sublimes. Y sostenía q u e n o en el cortado lienzo de la calle de Montmartre,
estaban m u e r t a s , y que, a r r a n c a d a s la víspera, cuyos balcones relucían, cargados de letras d e
a g u a r d a b a n el sol de la m a ñ a n a p a r a decirle oro. Y c u a n d o fijaba de nuevo la vista en la en-
adiós sobre el pavimento de los Mercados. crucijada, era solicitado por otros rótulos, de las
L a s veía vivir, abrir sus h o j a s , como si aun "Droguería y F a r m a c i a " , d e las " H a r i n a s y le-
tuviesen en el estercolero las raíces sosegadas y gumbres secas", escritos en grandes m a y ú s c u l a s
calentitas. Añadía Claudio q u e le parecía sentir rojas o negras, sobre fondos desteñidos. L a s ca-
allí la respiración de todos los hortelanos de la sas de los chaflanes, de estrechas ventanas, se
barrera. E n t r e t a n t o , la m u c h e d u m b r e de cofias despertaban, y ponían, en el amplio espacio de
blancas, de corpiños negros, de blusas azules, la nueva calle del P u e n t e Nuevo, algunas viejas
atestaban los estrechos andenes, entre los mon- fachadas amarillas del antiguo París. E n la es-
tones. E r a toda u n a c a m p i ñ a zumbadora. Los quina de la calle de R a m b u t e a u , en pie en medio
grandes cuévanos de los m a n d a d e r o s desfilaban de los vacios escaparates del g r a n almacén de
pesadamente por cima de las cabezas. L a s reven- novedades, empleados bien vestidos, en m a n g a s
dedoras, los vendedores a m b u l a n t e s de carretón, de camisa, con pantalones ceñidos y anchos p u -
los fruteros, c o m p r a b a n , apresurándose. Había ños relucientes, arreglaban las vitrinas. Más le-
cabos de escuadra y b a n d a d a s de religiosas alre- jos, la casa Guillout, severa como u n a caserna,
dedor de las m o n t a ñ a s de coles; al paso q u e las ostentaba delicadamente, detrás de s u s cristales,
cocineras de colegio h u s m e a b a n , buscando las dorados montones de bizcochos y compoteras
gangas. E n t r e t a n t o , la descarga seguía; los ca- llenas de pastelillos. Todas las tiendas estaban
r r o m a t o s tiraban al suelo s u s cargas, como si ya abiertas. Obreros con b l u s a s blancas y con las
fuesen adoquines, añadiendo u n a ola a las d e m á s h e r r a m i e n t a s b a j o el brazo, a p r e s u r a b a n el paso
olas, que iban ya a estrellarse en la acera opues- para atravesar el arroyo.
ta y, desde el fondo de la calle del P u e n t e Nuevo
llegaban sin cesar, continuamente, hileras de ve- Claudio n o se había b a j a d o de su banco. E m p i -
hículos. nábase sobre la p u n t a de los pies p a r a ver las
calles h a s t a el final. B r u s c a m e n t e divisó, entre la
— ¡ O h ! E s maravillosamente hermoso, digan m u c h e d u m b r e , a la q u e dominaba con la vista,
lo q u e quieran—decía a media voz Claudio, como una cabeza r u b i a de largos cabellos, seguida de
en éxtasis. una cabecita negra, crespa y desgreñada.
Florencio s u f r í a . Creía en alguna tentación — ¡ E h ! ¡Marjolin! ¡Eh, Cadina¡—gritó.
s o b r e h u m a n a . No q u e r í a ver más, y m i r a b a a Y como su voz se perdía en medio del bullicio,
San Eustaquio, q u e se veía al sesgo, como lavado saltó al suelo y tomó carrera. Después pensó en
en sepia sobre el azul del cielo, con sus rosetones, que se olvidaba de Florencio, y volvió de u n sal-
sus grandes v e n t a n a s cintradas, su campanario, to, diciéndole con rapidez:
su techo de pizarras. Deteníase Florencio en el — Y a sabe usted, en el fondo del callejón des
44 EMILIO ZOLA

Bourdonnais... Mi n o m b r e está escrito con tiza ojeadas de los agentes de policía, aquel examen
en la puerta. Claudio Lantier... Vaya usted a ver lento y frío, le ponía en u n potro. Por fin aban-
el a g u a - f u e r t e de la calle Pirouette.... donó el banco, reprimiéndose p a r a no h u i r con
Desapareció el pintor. Ignoraba el n o m b r e de toda velocidad de sus largas piernas, alejándose
Florencio. Se separaba de él como se le había poco a poco, encogiéndose de hombros, con el
acercado, al borde de u n a acera, y después de horror de sentir las r u d a s m a n o s de los agentes
haberle explicado sus preferencias artísticas. de policía agarrándole del cuello, por la espalda.
Florencio estaba solo. Al pronto se alegró de No tuvo m á s q u e u n pensamiento, u n a necesi-
verse en aquella soledad. Desde q u e Madame dad; alejarse de los Mercados. Esperaría, busca-
François le había recogido, en la Avenida de ría otra vez, m á s tarde, c u a n d o no hubiera gen-
Neuilly, a n d a b a como invadido por u n a somno- te. Las tres calles del cruce, la calle de Mont-
lencia y un padecimiento q u e le quitaba la idea martre, la calle de Montorgueil, la calle de T u r -
exacta de las cosas. E r a libre por fin, y quiso bigo, le i n q u i e t a r o n ; estaban atestadas de ve-
desperezarse, sacudir aquella pesadilla * intole- hículos de todas clases; m o n t o n e s de legumbres
rable de alimento gigantesco por la cual se sentía cubrían las aceras. Entonces anduvo en dere-
perseguido. P e r o su cabeza continuaba vacía, y chura hacia adelante, hasta la calle de Pierre-
sólo consiguió hallar de nuevo, en el fondo de su Lescot en donde el mercado de berros y el mer-
ser, sus temores sordos. El día iba avanzando, y cado de p a t a t a s le parecieron i n f r a n q u e a b l e s .
ya podía ser visto. Y contemplaba el lastimoso Prefirió seguir por la calle de R a m b u t e a u . Pero,
estado de su i n d u m e n t a r i a . Se abrochó hasta el en el bulevard de Sebastopol, se estrelló contra
cuello y sacudió el polvo al pantalón, i n t e n t a n d o u n obstáculo tal de camiones, de carromatos, de
hacerse u n a apariencia de tocado, y creyendo oir toda clase de vehículos, q u e volvió h a s t a t o m a r
a aquellos negros a n d r a j o s pregonar de dónde por la calle de San Dionisio. Ya en ella, entró
venía. E s t a b a sentado en el centro del banco, al de nuevo entre las legumbres. E n las dos ace-
lado de unos pobres diablos, de vagabundos des- ras, los mercaderes forasteros habían instalado
plomados allí esperando el sol. L a s noches de los sus mostradores, tablas colocadas sobre altos
Mercados son dulces p a r a los vagabundos. Dos cestos, y el diluvio de coles, de zanahorias, de
agentes de policía, a u n en t r a j e de noche, con nabos comenzaba nuevamente.
capote y kepis, a n d a n d o uno al lado del otro con
las m a n o s a la espalda, iban y venían a lo largo Los Mercados se desbordaban. Intentó Floren-
de la acera; cada vez que p a s a b a n p o r delante cio salir de aquella ola que le alcanzaba en su
del banco, echaban u n a ojeada a la caza q u e allí h u i d a ; probó la calle de la Cossonnerie, la calle
olfateaban. Florencio se imaginó q u e le cono- de Berger, la plaza de los Inocentes, la calle de la
cían, que deliberaban para arrestarle. Entonces, Ferronnerie, la calle de los Mercados. Y se d e t u .
le asaltó la angustia. Sintió u n deseo frenético de vo, desalentado, despavorido, no pudiendo li-
levantarse, de correr. Pero ya n o sé atrevía y n o b r a r s e de aquella i n f e r n a l r o n d a d e h i e r b a s que
sabía de qué modo m a r c h a r s e . Y las regulares acababan por d a r vueltas en torno de él, atán-
dole por las piernas con sus débiles lazos de ver-
d u r a . A lo lejos, h a s t a la calle de Rívoli, h a s t a por m a y o r q u e p a r t í a n para los mercados de los
la plaza del Ayuntamiento, las eternas hileras de barrios, h a s t a los zapatos q u e se a r r a s t r a b a n de
r u e d a s y de animales enganchados se perdían las pobres m u j e r e s que van de p u e r t a en p u e r t a
entre la t u r b a m u l t a de mercancías q u e se car- ofreciendo h i e r b a s de ensalada colocadas en
gaban; grandes c a r r e t a s se llevaban las p a r t e s cestos.
de los f r u t e r o s de todo u n b a r r i o ; otros vehícu- Entró Florencio b a j o u n a calle cubierta, a la
los cuyos costados c r u j í a n , p a r t í a n hacia la ba- izquierda, en el grupo de los c u a t r o pabellones,
rrera. E n la calle del P u e n t e Nuevo, Florencio, cuya sombra silenciosa había observado d u r a n -
se perdió por completo; f u é a tropezar en medio te la noche. E s p e r a b a r e f u g i a r s e allí, hallar al-
de u n a c u a d r a de carretones de mano, en la q u e gún hueco. Pero, a aquellas horas, se h a b í a n des-
los vendedores a m b u l a n t e s colocaban sus mer- pertado como los otros. F u é h a s t a el extremo de
cancías. E n t r e ellos, vió Florencio a Lacaille, la calle. Llegaban camiones al trote, atestando
que tomó por la calle de San Honorato, e m p u - el mercado de la Vallée de jaulones llenos de
j a n d o delante de sí u n a c a r r e t a d a de zanahorias volátiles vivos y de cestas c u a d r a d a s en que, en
y de coliflores. Siguióle nuestro hombre, espe- profundos lechos, estaban colocadas las aves
r a n d o que el vendedor le a y u d a r í a a salir de la muertas. E n la acera opuesta, otros camiones
b a r r a h u n d a . El pavimento se había puesto res- descargaban t e r n e r a s enteras, envueltas e n un
baladizo, a pesar de ser seco el tiempo; m o n t o - paño, tendidas a lo largo, como niños, en u n o s
nes de cabos de alcachofas, de h o j a s y de hierbas capazos que n o d e j a b a n salir m á s que las c u a t r o
hacían peligroso el tránsito en la calzada. Flo- patas, s e p a r a d a s y sangrientas. Había t a m b i é n
rencio resbalaba a cada paso. Perdió de vista a carneros enteros, cuartos de buey, muslos, es-
Lacaille en la calle de Vanvilliers. Por el lado del paldas. Los carniceros, con grandes delantales
Mercado del Trigo, las esquinas de las calles for- blancos, m a r c a b a n la carne con u n timbre, la
m a b a n b a r r i c a d a s con nuevos obstáculos de ca- acarreaban, la pesaban, y la suspendían de las
rros y de carretas. Florencio no intentó seguir barras del puesto de la a l m o n e d a ; en tanto que,
l u c h a n d o ; los Mercados volvían a apoderarse de con el rostro pegado a las verjas, contemplaba
él; la ola le anegaba de nuevo. Volvió lentamen- Florencio aquellas hileras de cuerpos colgados,
te a t r á s y se halló de nuevo en la puerta de San los bueyes y carneros rojos, las t e r n e r a s m á s pá-
Eustaquio. lidas, m a n c h a d a s de amarillo por la grasa y los
tendones, con el vientre abierto. Pasó de allí al
Ahora escuchaba el gran r u m o r que p a r t í a de Mercado de la tripería, por entre las lívidas ca-
los Mercados. P a r í s m a s c a b a los bocados p a r a bezas y los pies de las terneras, las tripas limpia-
sus dos millones de habitantes. E r a como u n mente arrolladas en cajas, los sesos colocados
gran órgano central q u e latiese furiosamente, delicadamente en cestas planas, los hígados san-
lanzando la sangre de la vida a todas las venas. guinolentos, los ríñones violáceos. Detúvose ante
Ruido de m a n d í b u l a s colosales, estrépito hecho las grandes c a r r e t a s de dos ruedas, cubiertas de
con todo el r u i d o del aprovisionamiento, desde uft cuero redondo, que t r a n s p o r t a n mitades: d e ' o Lton
los restallidos del látigo de los revendedores al
! , • *»TAMA

«ALfONSS S & W '


cerdos, colgadas de ambos lados en los adrales, la «ente circulaba entre dos murallas, construi-
encima de u n lecho de p a j a ; los abiertos fondos das de m a n o j o s de v e r d u r a . Las cabezas sobre-
de las c a r r e t a s m o s t r a b a n capillas ardientes, salían u n tanto; se las veía desfilar con la m a n -
h u n d i m i e n t o s de tabernáculo, en los reflejos fla- cha blanca o negra de la p r e n d a que la c u b r í a ;
m a n t e s de aquellas carnes regulares y d e s n u d a s ; V los grandes cuévanos, balanceándose, pare-
y sobre el lecho de p a j a , había potes de hojalata, cían, al r a s de las hojas, barquillas de m i m b r e
llenos de la sangre de los cerdos. Entonces Flo- que nadasen sobre un lago de césped. Florencio
rencio se sintió asaltado por u n a rabia s o r d a ; el tropezaba con mil obstáculos, con p o r t a d o r e s q u e
olor insípido de la carnicería, el olor acre de la cargaban, con vendedores q u e discutían con as-
tripería le exasperaban. Salió de la calle cubierta peras voces; resbalaba sobre el espeso lecho de
y prefirió volver u n a vez m á s a la acera de la mondaduras y de tronchos que cubría el arroyo,
calle del Puente Nuevo. v se ahogaba por el poderoso olor de las aplasta-
E r a la agonía. Asaltábale el estremecimiento das hojas. Entonces, entontecido, se detuvo, se
de la m a ñ a n a ; le castañeteaban los dientes, y te- abandonó a los e m p u j o n e s de los unos, a las
nía miedo de caerse allí y de quedar tendido en injurias de los otros; no f u é ya m á s que u n a
el suelo. Buscó y n o halló ni u n a sola esquina en cosa golpeada, rodante, en el fondo del m a r q u e
u n banco; h u b i e r a dormido, a u n a riesgo de ser iba subiendo.
despertado por los agentes de policía. Después, Invadióle u n a cobardía enorme. Hubiera pedi-
como le cegaba u n a especie de resplandor, se do limosna. Su estúpida altivez de la noche le
a r r i m ó a u n árbol, con los o j o s cerrados y los exasperaba. Si h u b i e r a aceptado la limosna de
oídos zumbándole. L a zanahoria c r u d a que se Madame François, si, como u n imbécil, no le
había comido, casi sin m a s c a r l a le destrozaba el hubiese inspirado miedo Claudio, no se encon-
estómago, y el vaso de ponche le había emborra- traría allí, j a d e a n d o en medio de aquellas coles.
chado. E s t a b a embriagado de miseria, de can- Y le irritaba sobre todo el n o haber interrogado ^
sancio, de h a m b r e . Un fuego ardiente le q u e m a - al pintor, en la calle Pirouette. A aquellas h o r a s
ba de nuevo en la boca del estómago; llevábase estaba solo, y podía reventar sobre el e m p e d r a -
a ella las dos m a n o s , a ralos, como para t a p a r do, como u n p e r r o , p e r d i d o .
algún a g u j e r o por el cual creía sentir q u e todo
su ser se le escapaba. L a acera adquiría u n am- Levantó por ú l t i m a vez los ojos y miro hacia
plio balanceo; los s u f r i m i e n t o s del h a m b r i e n t o los Mercados. Estos llameaban b a j o el sol. Un
llegaban a hacerse t a n intolerables, que quiso gran rayo penetraba por el extremo de la calle
seguir a n d a n d o p a r a acallarlos. Echó a a n d a r cubierta, allá en el fondo, a g u j e r e a n d o la m a s a
hacia adelante, y entró en el mercado de las le- de los pabellones con u n pórtico de luz; y, estre-
gumbres. Se perdió en él. T o m ó por u n estrecho llándose contra el lienzo de las techumbres, caía
sendero, dió vuelta por otro, tuvo que d e s a n d a r u n a lluvia ardiente. La enorme a r m a d u r a de
lo andado, se equivocó, se halló en medio de las hierro f u n d i d o se anegaba, azuleando, y no era
verduras. Algunos m o n t o n e s e r a n t a n altos, q u e ya m á s que u n perfil sombrío que destacaba de
las llamas de incendio del sol q u e se elevaba. E n
TOMO I
EL VIENTRE DE PARÍS. 4
lo alto, se encendía u n vidrio, y u n a gota de cla-
ridad rodaba h a s t a los canalones^-^ lo largo de había visto, adivinando nuevas e incesantes pro-
la pendiente de las anchas planchas de zinc. En- fundidades de alimentos, pidió gracia y le asal-
tonces le pareció aquello u n a ciudad t u m u l t u o s a tó u n dolor loco al pensar que iba a m o r i r de
en u n volante polvo de oro. El despertar había hambre en el París harto, en aquel despertar
a u m e n t a d o desde el r o n q u i d o de los hortelanos, fulgurante de los Mercados. Dos gruesas lágri-
t u m b a d o s b a j o sus m a n t a s , h a s t a el r e t u m b a r mas b r o t a r o n de sus ojos.
m á s vivo de los vehículos q u e llegaban. Ahora la Había llegado a u n a calle m á s amplia. Dos
ciudad entera replegaba s u s r e j a s ; los cuadra- mujeres, u n a viejecita y otra alta y delgada, pa-
dos andenes z u m b a b a n , los pabellones r e t u m b a - saron por delante de él, charlando y dirigiéndose
ban como el t r u e n o ; todas las voces se unían, y a los pabellones.
se h u b i e r a creído aquello el desarrollo magistral —¿Y h a venido usted en busca de sus provi-
de aquella f r a s e q u e Florencio, desde las cuatro siones, mademoiselle Saget?—preguntó la alta
de la m a ñ a n a oía a r r a s t r a r s e y acrecentarse en- y delgada.
tre las sombras. —¡Oh, m a d a m e Lecoeur!... No se las puede
llamar así... Ya ve usted, u n a m u j e r sola... Yo
A derecha, a izquierda, p o r todos lados, los be-
vivo con nada... Hubiera querido u n a coliflor
rridos de la almoneda ponían a g u d a s notas de
pequeñita, pero está todo t a n caro... Y la m a n -
flautín, en medio de los sordos b a j o s de la m u -
tequilla, ¿a cómo está hoy?
chedumbre. E r a el pescado fresco, e r a n las m a n -
tequillas, e r a n los volátiles, era la carne. Pasa- —A t r e i n t a y c u a t r o sueldos... Yo tengo bue-
ban tañidos de c a m p a n a , sacudiendo t r a s sí el nas cosas. Si quiere usted vaya a verme.
m u r m u l l o de los mercados que se abrían. E n —Sí, sí; n o sé aun, tengo todavía algo de
torno de Florencio, el sol inflamaba las legum- grasa-
bres. Ya no veía la tierna acuarela de las palide- Florencio, haciendo u n esfuerzo supremo, se-
' ees del alba. Los ensanchados corazones de las guía a las dos m u j e r e s . Recordaba que había
v e r d u r a s a r d í a n ; la gama del verde estallaba con oído n o m b r a r a la viejecita en la calle P i r o u e t t e ;
vigores soberbios; las zanahorias sangraban, los se decía que le p r e g u n t a r í a en c u a n t o se hubiese
nabos se t o r n a b a n incandescentes en aquel hor- separado de la alta y delgada.
n o t r i u n f a l . A la izquierda de Florencio, los ca- —¿Y su sobrina de usted?—preguntó m a d e -
r r o m a t o s de coles seguían desmoronándose. Vol- moiselle Saget.
vió la vista, y divisó, a los lejos, los camiones —La Sarriette hace lo que le da la gana—res-
que seguían desembocando por la calle Turbigo. pondió con acritud m a d a m e Lecoeur. Ha q u e r i d o
El m a r continúa subiendo. Habíalo sentido Flo- "establecerse". Me tiene ya completamente sin
rencio en los tobillos, después en el vientre; a cuidado. Cuando la h a y a n roido los h o m b r e s n o
aquella h o r a amenazaba p a s a r por cima de su seré yo la q u e le dé u n pedazo de p a n .
cabeza. Cegado, sumergido, con los oídos zum- — E r a usted tan b u e n a p a r a ella... Debería ver
bantes y el estómago aplastado por todo lo que de ganar dinero; las f r u t a s están en b u e n a s con-
diciones este año... ¿Y su cuñado de usted?
de sorpresa aquella larga figura negra q u e no re-
— ¡ O h ! Ese...
cordaba. Después, de r e p e n t e :
Madame Lecoeur f r u n c i ó los labios y pareció
no querer decir m á s . ¡Usted! ¡usted!—exclamó en el colmo de la
— ¿ S i e m p r e el mismo, eh? — continuó Made- estupefacción.—¡Pero cómo! ¿Usted?
moiselle Saget.—Valiente... He oído decir que se Y por poco d e j a caer los gansos cebados. No
está comiendo el dinero de u n a manera... se calmaba. Pero al ver a su c u ñ a d a y a Made-
—¿Acaso se sabe si se come su dinero?—dijo moiselle Saget, q u e desde lejos contemplaban
b r u t a l m e n t e Madame Lecoeur.—Es u n tacaño, es curiosamente el encuentro, echó a a n d a r de nue-
u n ladrón, es u n hombre, m i r e usted, que me de- vo, diciendo:
j a r í a reventar de h a m b r e antes que p r e s t a r m e No nos quedemos aquí, venga usted. Hay
cien sueldos. Sabe p e r f e c t a m e n t e q u e esta tem- sobra de ojos y de lenguas.
p o r a d a no h a n dado juego ni las mantequillas Y, b a j o la calle cubierta, se pusieron a hablar.
ni los quesos ni los huevos... El vende todas las Florencio le dijo q u e no h a b í a ido a la calle Pi-
aves que quiere. Pues bien, ni u n a vez, ni u n a ronette. A Gavard le hizo la m a r de gracia esto;
sola vez siquiera, m e ha ofrecido sus servicios. se rió m u c h o y le d i j o q u e su h e r m a n o Quénu
Yo soy demasiado orgullosa p a r a aceptar, ¿sabe se había m u d a d o y abierto la n u e v a salchichería
usted? pero me h u b i e r a q u e d a d o satisfecha. a dos pasos, en la calle de Rambuleau, f r e n t e a
los Mercados. Y lo q u e le divirtió m á s prodigio-
— ¡ O h , ahí tiene usted a su c u ñ a d o ! — d i j o Ma- samente a u n f u é el enterarse de q u e Florencio
demoiselle Saget b a j a n d o la voz. se había estado paseando toda la m a ñ a n a con
Las dos m u j e r e s se volvieron y m i r a r o n a al- Claudio Lantier, u n punto de m a r c a , que era pre-
guien q u e atravesaba el arroyo para e n t r a r en la cisamente sobrino de Madame Q u é n u . Iba a
gran calle cubierta. acompañarle a la salchichería. Después, cuando
—Tengo u n poco de p r i s a — d i j o Madame Le- supo que Florencio h a b í a vuelto a F r a n c i a con
coeur a media voz.—He d e j a d o la tienda sola. documentos falsificados, adoptó toda clase de
Además, n o quiero decirle u n a palabra. medidas misteriosas y graves. Quiso a n d a r de-
Florencio se había vuelto t a m b i é n m a q u i n a l - lante del otro, a cinco pasos de distancia, p a r a
mente. Vió u n h o m b r e pequeño, robusto, con as- no llamar la atención. Después de haber pasado
pecto de felicidad, con el cabello gris cortado por el pabellón de los volátiles, en donde colgó
como u n cepillo; llevaba b a j o cada brazo u n gan- los dos gansos en su puesto, atravesó la calle de
so cebado, cuya cabeza colgaba golpeándole los Rambuleau, seguido siempre por Florencio. Allí,
muslos. Y bruscamente, hizo u n gesto de alegría, en medio del arroyo, con el rabillo del o j o le
y corrió hacia aquel hombre, olvidando su fa- mostró u n a grande y h e r m o s a tienda de salchi-
tiga. chería.
Cuando le h u b o alcanzado:
El sol enfilaba oblicuamente la calle de Ram-
—¡Gavard!—le dijo dándole un golpe en el
buteau, a l u m b r a n d o las fachadas, en medio de
hombro.
las cuales la a b e r t u r a de la calle Pirouette for-
El otro levantó la cabeza y examinó con aire
m a b a u n a g u j e r o negro. E n el otro extremo, el nes venían encima, con su b u e n aspecto redon-
gran edificio de San E u s t a q u i o se ostentaba do- do recubierto de amarillo p a n rayado y con el
r a d o por el polvo del sol, como u n a i n m e n s a vi- mango t e r m i n a d o en Un flonpon verde. E n se-
trina. Y, en medio del bullicio, del fondo del 2 llegaban las grandes f u e n t e s ; las gruesas
cruce de las calles, avanzaba u n ejército de ba- C a s de Estrasburgo, r o j a s y barnizadas san-
rrenderos, en hilera, dando regulares escobadas; e a n d o al lado de la palidez de las salchichas y
en tanto q u e los b a s u r e r o s a r r o j a b a n con palas f e los pies de cerdo; las morcillas, negras enros-
las i n m u n d i c i a s a los carros, que se detenían, cadas ^ o m o culebras b o n a c h o n a s ; los chorizos,
cada veinte pasos, con r u i d o de vajillas rotas. amontonados dos a dos, reventando de s a l u d ;
Pero Florencio n o p r e s t a b a atención m á s que £ salchichones, s e m e j a n t e s a e s p i n a o s de
a la gran salchichería, abierta y llameante b a j o chantre, con sus m a r c h a m o s de plomo , los gran
el sol naciente. des jamones, los grandes pedazos d e t u n e r a y
F o r m a b a casi la esquina de la calle Pirouette. de cerdo, helados, y cuya gelatina t e m a limpi-
E r a una alegría p a r a la vista. Reía, completa- deces de azúcar cande. Había a d e m a s m u c h a s
m e n t e clara, con p u n t o s de vivos colores que fuentes, en el fondo de las cuales d o r m í a n car-
c a n t a b a n en medio de la blancura de sus m á r - nes y picadillos, en lagos de grasa golidificoda.
moles. El rótulo, en el cual el n o m b r e de Q U E N U - Entre las fuentes, entre los platos, sobre el lecho
G R A D E L L E lucia en grandes letras de oro, en u n
de r e c o r t a d u r a s azules, se hallaban d e s p a r r a m a -
m a r c o de r a m a s y h o j a s d i b u j a d o sobre fondo dos t a r r o s de substancia de carne de t r u f a s en
claro, estaba compuesto por u n a p i n t u r a recu- conserva; pastelitos de foie gras, latas de a t ú n
bierta por u n cristal. Las dos cartelas laterales y de sardinas. Una c a j a de quesos lechosos y otra
de la fachada, igualmente p i n t a d a s y cristales, caia de caracoles u n t a d o s de m a n t e c a empereji-
representaban Amorcillos mofletudos que j u g a - lada, estaban colocadas en las dos esquinas ne-
ban en medio de cabezas de animales, de costi- ghgentemente. E n fin, en todo lo alto, pendientes
llitas de cerdo, de g u i r n a l d a s de salchichas; y de u n a b a r r a llena de ganchos, collares de sal-
aquellas n a t u r a l e z a s m u e r t a s , a d o r n a d a s d e vo- chichas, de salchichones, de morcillas, colgaban
lutas y rosetones, tenían tal suavidad de acuare- simétricamente, semejantes a c o c o n e s y bellotas
la, q u e las carnes c r u d a s a d q u i r í a n tonos rosa- de ricas colgaduras; en t a n t o que, detras de ellas
dos de confituras. Después, en aquel agradable ponian sus encajes varios jirones de r e d a ñ o s
cuadro, se erguía el escaparate. Estaba colocado como fondo de blandas blancas y carnosas. Y
sobre u n lecho de finas r e c o r t a d u r a s de papel allí, en el último peldaño de aquella capilla del
azul, a trechos, h o j a s de helécho delicadamente vientre, en medio de los extremos de los peldaños,
ordenadas, trocaban algunos platos en ramille- entre dos m a n o j o s de p u r p ú r e o s gadiolos, el al-
tes rodeados de v e r d u r a . E r a u n m u n d o de cosas tar se coronaba con u n acuario cuadrado, ador-
buenas, apetitosas, grasas. Primero, a b a j o de to- nado de rocalla, en el que n a d a b a n continua-
do, habia u n a hilera de salchichas, entremezcla- m e n t e dos peces rojos.
das con t a r r o s dG mostaza. Los desosados j a m o -
Florencio sintió u n escalofrío a flor de piel, y
diviso a una m u j e r , en el dintel de la tienda, ba-
ñ a d a de sol. L a m u j e r constituía u n a dicha m á s deraba dichoso al i n m i r c u i r s e en u n a a v e n t u r a
u n a plenitud sólida y feliz en medio de todas que juzgaba comprometedora.
aquellas alegrías grasas. E r a u n a h e r m o s a mu- —Espere u s t e d — d i j o a Florencio.—Voy a ver
j e r . Tenia la m i s m a a n c h u r a de la puerta, y sin si su h e r m a n o está solo. E n t r e usted c u a n d o yo
embargo, no era demasiado gruesa; alta de pe- dé una palmada.
chos, con la m a d u r e z de la treintena. Acababa E m p u j ó u n a p u e r t a en el fondo de u n portal.
de levantarse, y ya sus cabellos, alisados, pega- Pero c u a n d o Florencio oyó la voz de su h e r m a n o
dos y como barnizados, le caían en pequeños ban- detrás de aquelal puerta, entró de u n salto. Qué-
dos aplastados sobre las sienes. Esto la hacía nu, que le adoraba, se le echó al cuello. Se besa-
limpísima. Su piel, apacible, tenía esa blancura ban lo m i s m o que niños.
t r a n s p a r e n t e , esa piel fina y rosada de las per- — ¡ A h ! ¡Recórcholis! ¡Ah! ¿Eres tú?—balbu-
sonas q u e viven de ordinario entre g r a s a s y car- ceaba Q u é n u . — ¡ Q u é demonio había yo de espe-
nes crudas. E r a m á s bien seria, m u y calmosa y rarte ! ¡ Te creía muerto... Ayer m i s m o se lo de-
lenta, de m i r a d a alegre y labios graves. Su almi- cía a L i s a : " E l pobre Florencio..."
donado cuello blanco que le circundaba la gar- Se detuvo, y gritó, a s o m a n d o la cabeza a la
ganta, sus blancos manguitos q u e llegaban hasta tienda:
el codo, su delantal blanco que ocultaba la p u n t a — ¡ E h ! ¡Lisa!... ¡Lisa!...
de los zapatos, n o d e j a b a n ver m á s q u e los ex- Después, dirigiéndose hacia u n a n i ñ i t a q u e se
tremos de su t r a j e de c a c h e m i r a negra, los re- había refugiado en u n r i n c ó n :
dondos hombros, el busto relleno, cuva tela dis- — P a u l i n a — l a dijo,—ve a llamar a tu m a d r e .
tendía en extremo el corsé. E n aquel c o n j u n t o Pero la niña no se movió. E r a u n a niña her-
blanco se reflejaba ardiendo el sol. Pero i n u n d a - mosa de cinco años, con el rostro grueso y re-
da de claridad, azules los cabellos, rosada la car- dondo, de gran parecido con la h e r m o s a salchi-
ne, resplandecientes las m a n g a s y la falda, no chera. Tenía en brazos u n enorme gato amarillo,
entornaba los párpados, y t o m a b a con toda tran- que se a b a n d o n a b a a sus anchas, con las p a t a s
quilidad y beatitud su b a ñ o de luz matinal, con colgando. Y la niña le a p r e t a b a con las maneci-
los ojos dulces, sonriendo a los desbordantes tas, encorvándose sobre su carga, como ' si h u -
mercados. Tenía aspecto de gran honestidad. biese temido que aquel señor tan mal vestido se
la robase.
m u j e r de su
- T r- h e r m a n o de usted, su cu- Lisa llegó lentamente.
nada Lisa—dijo Gavard a Florencio. — E s Florencio, es m i h e r m a n o — repetía
Habíala saludado con leve incünación de ca- Quénu.
beza. Después, se h u n d i ó en la calle, continuan-
Ella le llamó " s e ñ o r " , y estuvo m u y amable.
do con sus precauciones minuciosas, no querien-
Le m i r a b a apaciblemente, de pies a cabeza, sin
do que Florencio entrase por la tienda, a pesar
demostrar ninguna sorpresa poco decente. Sólo
de hallarse esta vacía. Evidentemente se consi-
sus labios tenían u n ligero frunce. Y permaneció
en pie, acabando por sonreírse al ver los abrazos
de su marido. Por fin, éste pareció calmarse u n
poco. Entonces vió la delgadez, la miseria de
Florencio.
— ¡ A h ! ¡mi pobre amigo!—dijo.—No te h a s
embellecido por aquellos barrios... Yo h e engor-
dado, ¡qué quieres!
E s t a b a gordo, en efecto, demasiado gordo pa-
ra sus treinta años. Reventaba dentro de su ca-
misa, de su delantal, de sus r o p a s blancas que
le envolvían como a u n a m u ñ e c a enorme. Su II
afeitado rostro se h a b í a alargado, y h a b í a aca-
bado p o r tomar, a la larga, u n a l e j a n a semejanza
con la geta de aquellos cerdos, de aquella carne
en que sus m a n o s se h u n d í a n y vivían el día
entero. Florencio n o le conocía apenas. Se había Acababa Florencio de comenzar la c a r r e r a de
vuelto a sentar y paseaba las m i r a b a s desde su Derecho, en París, c u a n d o m u r i ó su m a d r e . Re-
h e r m a n o a la h e r m o s a Lisa, a la pequeña Pauli- sidía ésta en el Vigan, en el Gard. Habíase casa-
na. Todos s u d a b a n s a l u d ; estaban soberbios, do en segundas nupcias con u n n o r m a n d o , u n
cuadrados, relucientes; contemplaban a Floren- Quénu d'Yvetot, a quien u n subprefecto había
cio con el asombro de personas m u y gruesas llevado y olvidado en el Mediodía. Continaba
exaltadas de vaga i n q u i e t u d en presencia de u n empleado en la subprefectura, pareciéndole el
ser flaco. Y hasta el m i s m o gato, cuya piel reven- país encantador, b u e n o el vino, amables las m u -
taba de grasa, redondeaba sus ojos amarillos, jeres. Una indigestión, tres años después del ma-
examinando a Florencio con aspecto de descon- trimonio, se lo llevó. Dejaba por toda herencia
fianza. a su m u j e r u n m u c h a c h ó n gordote q u e se le
— E s p e r a r á s el almuerzo, ¿verdad?—preguntó parecía. L a m a d r e pagaba y a con g r a n d e s difi-
Quénu a su hermano.—Almorzaremos tempra- cultades los meses de colegio de su hijo mayor,
no, a las diez. Florencio, f r u t o de su p r i m e r m a t r i m o n i o . Este
Percibíase f u e r t e olor de cocina. Florencio vol- le proporcionaba grandes satisfacciones; era
vió a ver su terrible noche, su llegada encima del m u y b u e n muchacho, t r a b a j a b a con ardor, y ga-
carro de las legumbres, su agonía en medio de naba siempre los primeros premios. E n él colocó
los Mercados, aquel d e s m o r o n a m i e n t o continuo la m a d r e todas sus t e r n u r a s , todas sus esperan-
de m a n j a r e s del cual acababa de escaparse. E n - zas. Tal vez prefería, en aquel m u c h a c h o pálido
tonces, dijo a su h e r m a n o en voz b a j a , con u n a y delgado, a su p r i m e r marido, u n o de esos pro-
dulce s o n r i s a : venzales de acariciadora b l a n d u r a , que la había
amado con locura. T a l vez Quénu, cuyo b u e n
—No, mira, tengo h a m b r e . h u m o r la había seducido al principio, se había
de su marido. Por fin, éste pareció calmarse u n
poco. Entonces vió la delgadez, la miseria de
Florencio.
— ¡ A h ! ¡mi pobre amigo!—dijo.—No te h a s
embellecido por aquellos barrios... Yo h e engor-
dado, ¡qué quieres!
E s t a b a gordo, en efecto, demasiado gordo pa-
ra sus treinta años. Reventaba dentro de su ca-
misa, de su delantal, de sus r o p a s blancas que
le envolvían como a u n a m u ñ e c a enorme. Su II
afeitado rostro se h a b í a alargado, y h a b í a aca-
bado p o r tomar, a la larga, u n a l e j a n a semejanza
con la geta de aquellos cerdos, de aquella carne
en que sus m a n o s se h u n d í a n y vivían el día
entero. Florencio n o le conocía apenas. Se había Acababa Florencio de comenzar la c a r r e r a de
vuelto a sentar y paseaba las m i r a b a s desde su Derecho, en París, c u a n d o m u r i ó su m a d r e . Re-
h e r m a n o a la h e r m o s a Lisa, a la pequeña Pauli- sidía ésta en el Vigan, en el Gard. Habíase casa-
na. Todos s u d a b a n s a l u d ; estaban soberbios, do en segundas nupcias con u n n o r m a n d o , u n
cuadrados, relucientes; contemplaban a Floren- Quénu d'Yvetot, a quien u n subprefecto había
cio con el asombro de personas m u y gruesas llevado y olvidado en el Mediodía. Continaba
exaltadas de vaga i n q u i e t u d en presencia de u n empleado en la subprefectura, pareciéndole el
ser flaco. Y hasta el m i s m o gato, cuya piel reven- país encantador, b u e n o el vino, amables las m u -
taba de grasa, redondeaba sus ojos amarillos, jeres. Una indigestión, tres años después del ma-
examinando a Florencio con aspecto de descon- trimonio, se lo llevó. Dejaba por toda herencia
fianza. a su m u j e r u n m u c h a c h ó n gordote q u e se le
— E s p e r a r á s el almuerzo, ¿verdad?—preguntó parecía. L a m a d r e pagaba y a con g r a n d e s difi-
Quénu a su hermano.—Almorzaremos tempra- cultades los meses de colegio de su hijo mayor,
no, a las diez. Florencio, f r u t o de su p r i m e r m a t r i m o n i o . Este
Percibíase f u e r t e olor de cocina. Florencio vol- le proporcionaba grandes satisfacciones; era
vió a ver su terrible noche, su llegada encima del m u y b u e n muchacho, t r a b a j a b a con ardor, y ga-
carro de las legumbres, su agonía en medio de naba siempre los primeros premios. E n él colocó
los Mercados, aquel d e s m o r o n a m i e n t o continuo la m a d r e todas sus t e r n u r a s , todas sus esperan-
de m a n j a r e s del cual acababa de escaparse. E n - zas. Tal vez prefería, en aquel m u c h a c h o pálido
tonces, dijo a su h e r m a n o en voz b a j a , con u n a y delgado, a su p r i m e r marido, u n o de esos pro-
dulce s o n r i s a : venzales de acariciadora b l a n d u r a , que la había
amado con locura. T a l vez Quénu, cuyo b u e n
—No, mira, tengo h a m b r e . h u m o r la había seducido al principio, se había
m o s t r a d o después demasiado gordo, demasiado la desesperación i n m e n s a de n o poder c u m p l i r
satisfecho, demasiado convencido de q u e podía la misión q u e se h a b í a impuesto.
obtener de sí m i s m o sus m e j o r e s goces. Decidió Este relato hizo u n a impresión terrible sobre
la m a d r e que su último hijo, el b e n j a m í n , el q u e el carácter blando de Florencio. L a s lagrimas e
las familias meridionales suelen sacrificar a ú n ahogaban. Cogió en brazos a su hermanillo, le
con bastante frecuencia, no h a r í a n u n c a n a d a de tuvo estrechado, y le dió mil besos como p a r a
bueno; se contentó con enviarle a la escuela, a devolverle el cariño de que le h a b í a privado Y
casa de u n a solterona vecina suya, en donde el contemplaba los pobres zapatos rotos de Quenu,
pequeño no aprendió g r a n cosa m á s q u e a picar- sus codos agujereados, sus m a n o s sucias, toda
dear. L o s dos h e r m a n o s crecieron el u n o lejos aquella miseria de niño abandonado. Repetíale
del otro, como dos extraños. una vez y otra que se lo iba a llevar consigo, que
Cuando Florencio llegó al Vigan, su m a d r e sería dichoso con él.
había sido y a e n t e r r a d a . Había exigido q u e ocul- Al día siguiente, c u a n d o examino c a r a a cara
t a r a n su e n f e r m e d a d al h i j o m a y o r hasta el úl- la situación, tuvo miedo de no poder reservar ni
timo momento, con objeto de n o distraerle en aun la cantidad necesaria p a r a volver a París.
sus estudios. Florencio halló a su h e r m a n o Qué- De n i n g u n a m a n e r a q u e r í a quedarse en el Vi-
nu, q u e tenía doce años, sollozando completa- s a n P u d o vender en b u e n a s condiciones la pe-
mente solo en medio de la cocina, sentado enci- queña tienda de mercería, y esto le permitió
m a de una mesa. pagar las deudas que su madre, rígidat en extre-
Un comerciante en muebles, u n vecino, le con- m o e n las cuestiones de dinero, se había d e j a d o
tó la agonía de la desgraciada m a d r e . Había lle- poco a poco a r r a s t r a r a contraer. Y como no le
gado a a p u r a r los últimos recursos, y se había quedaba n a d a , el vecino, el comerciante en m u e -
m a t a d o t r a b a j a n d o para q u e su h i j o p u d i e r a se- bles, le ofreció quinientos f r a n c o s por el mobi-
guir la carrera de derecho. A u n a p e q u e ñ a tien- liario y la ropa blanca de la d i f u n t a . Hacia u n
da de mercería que producía m u y poca cosa, ha- buen negocio. El joven Florencio le <ho as gra-
bía tenido que a ñ a d i r otros t r a b a j o s que la ocu- cias, con los o j o s llenos de lágrimas. Vistió a su
p a b a n hasta altas h o r a s de la noche. L a idea fija hermano de nuevo de pies a cabeza, y se lo llevo
de ver abogado a su Florencio, bien establecido
en la ciudad, había acabado p o r hacerla d u r a , aquella m i s m a tarde.
despiadada p a r a si m i s m a y p a r a los demás. El En P a r í s no podía ya siquiera pensar en se-
hijo menor, Quénu, iba con los pantalones agu- guir los cursos de la Escuela de Derecho. Floren-
jereados, con blusas cuyas m a n g a s se deshila- cio pospuso h a s t a m á s adelante toda ambiciom
cliaban; no comía n u n c a en la mesa, y a g u a r d a - Encontró u n a s c u a n t a s lecciones, y se instalo con
ba a q u e su m a d r e le hubiera cortado su ración Quénu en la calle de Royer-Collard, en la esqui-
de pan. Ella también se cortaba r e b a n a d a s del- na de la de Saint-Jacques, en u n a gran habita-
gadísimas. A este régimen h a b í a sucumbido, con ción que amuebló con dos canias de h i e r r o u n
armario, u n a m e s a y c u a t r o sillas Desde enton-
ces, tuvo u n h i j o . Su p a t e r n i d a d le tenia encan-
tado. E n los p r i m e r o s tiempos, p o r la noche, poca m a ñ a p a r a hacer las tortillas, y del talante
cuando regresaba a su casa, i n t e n t a b a d a r lec- serio con que ponía la olla en el fuego. Apagada
ciones al niño; pero éste no le hacía gran caso; la lámpara, Florencio, a veces, volvía a ponerse
tenia la cabeza dura, y se negaba a aprender, so- triste en su lecho. P e n s a b a en e m p r e n d e r de
llozando, echando de menos la época en q u e su nuevo sus estudios de leyes, y se ingeniaba p a r a
m a d r e le dejaba corretear por las calles. Floren- poder disponer el tiempo de modo que pudiese
cio, desesperado, d e j a b a la lección, le consolaba, seguir los cursos de la Facultad. Lo consiguio,
y le prometía vacaciones indefinidas. Y p a r a ex- y f u é completamente feliz. Pero u n a s calentu-
cusarse p o r su debilidad, se decía que n o se ha- rillas que le retuvieron ocho días sin salir a la
bía llevado consigo el queridísimo niño con el calle, abrieron tal brecha en su presupuesto y le
fin de contrariarle. F u é su regla de conducta al inquietaron h a s t a tal punto, q u e abandonó toda
contemplarle creciendo en alegría. Le adoraba, y idea d e t e r m i n a r sus estudios. Su niño iba cre-
se sentía e n t u s i a s m a d o por sus risas, experi- ciendo. Florencio logró e n t r a r como profesor en
m e n t a b a dulzuras infinitas al sentirle en torno un colegio de la calle de FEstrapade, con sueldo
suyo, en b u e n a salud, i g n o r a n t e de toda preocu- de mil ochocientos francos. E r a todo u n f o r t u -
pación. Florencio iba adelgazando dentro de sus nón. Con u n poco de economía, iba a a h o r r a r di-
gabanes negros y raídos, y su rostro comenzaba nero p a r a establecer a Quénu. A los diez y ocho
amarillear, en medio de las crueles b u r l a s de la años, le consideraba a ú n como a u n a señorita a
ensenanza. Quénu se iba haciendo u n hombre- la que es preciso dotar.
cillo, redondete, algo tonto, y que no sabía casi
D u r a n t e la breve e n f e r m e d a d de su h e r m a n o ,
leer ni escribir, pero con su buen h u m o r inalte-
Quénu, por su parte, había reflexionado también.
rable que llenaba de alegría la grande y sombría
Una m a ñ a n a declaró q u e quería t r a b a j a r , que
habitación de la calle de Royer-Collard.
era lo bastante crecido p a r a poder ganarse la
E n t r e t a n t o , t r a n s c u r r í a n los años. Florencio, vida. Florencio se sintió p r o f u n d a m e n t e conmo-
que h a b í a heredado las abnegaciones de su ma- vido. Había, e n f r e n t e de ellos, en la otra p a r t e
dre, conservaba a Q u é n u en casa como a u n a de la calle, u n relojero en u n piso, al que veía el
m u c h a c h a perezosa. P r o c u r a b a evitarle h a s t a muchacho d u r a n t e el día entero, en la c r u d a cla-
los m e n o r e s cuidados del i n t e r i o r ; él era el q u e ridad de la ventana, inclinado sobre su mesita y
iba en busca de las provisiones, el q u e hacía la m a n e j a n d o cosas delicadas, m i r á n d o l a s con u n a
limpieza y guisaba. Esto, decía, le sustraía a s u s lente, con paciencia enorme. Q u é n u se sintió se-
malos pensamientos. De ordinario, estaba som- ducido, y pretendió que tenía afición a la reloje-
brío, creyéndose malo. Por la noche, c u a n d o lle- ría. Pero al cabo de quince días se puso inquieto
gaba a su casa, sucio, con la cabeza b a j a p o r el y lloró como u n motilón de diez años, diciendo
odio a los niños ajenos, sentíase enternecido has- que aquéllo era m u y complicado, y n u n c a llega-
t a el alma por el abrazo de aquel m u c h a c h o alto ría a saber " t o d a s las tonterías chicas que en-
y gordo, a quien h a l l a b a j u g a n d o al peón en el tran en u n reloj". Ahora prefería^ser cerrajero.
pavimento de la estancia. Quénu se reía de su La c e r r a j e r í a le fatigó. E n dos años probó m á s
üfil¥Sf?S!D -D DE " LEON

BÍBUQTEGA M CITARÍA

MYÍS" .
de diez oficios. Florencio pensaba que su h e r m a - patos y de las grandes pavas. P e r m a n e c í a así
no tenía razón, y que no puede u n o meterse en horas enteras, r o j o p o r las danzantes claridades
u n a cosa con repugnancia. Sólo que la h e r m o s a de la l l a m a r a d a , algo entontecido, riéndose va-
aplicación de Quénu, que quería ganarse la vida, gamente ante los grandes animales q u e se asa-
costaba m u y cara al presupuesto de los dos jó- ban, y sin despertarse hasta que los q u i t a b a n del
venes. Desde que corría por los talleres, hacía asador. Las aves caían en las f u e n t e s ; los asa-
sin cesar nuevos gastos, ora de ropas, ora de co- dores salían de s u s vientres h u m e a n d o ; los vien-
midas f u e r a de su casa, ora de bienvenidas que tres se vaciaban, d e j a n d o afluir la grasa por los
había q u e pagar a los c a m a r a d a s . Los mil ocho- agujeros del trasero y de la garganta, y llenando
cientos f r a n c o s de Florencio n o b a s t a b a n ya. la tienda d e , f u e r t e olor a asado. Entonces el ni-
Había tenido q u e aceptar otras dos lecciones q u e ño, en pie, seguía con los o j o s la operación, batía
daba p o r la noche. Por espacio de ocho años palmas, hablaba a las aves, y les decía q u e e r a n
llevó la m i s m a levita. muy buenas, q u e se las comerían y q u e los gatos
Los dos h e r m a n o s h a b í a n adquirido u n ami- no roerían m á s que los huesos. Y se sobresaltaba
go. L a casa tenía u n a f a c h a d a a la calle de Saint- cuando Gavard le daba u n a r e b a n a d a de pan,
Jacques, y allí se abría u n a gran pollería, pro- que ponía a cocer l e n t a m e n t e en la grasera por
piedad de u n digno sujeto llamado Gavard, cuya espacio de media h o r a .
m u j e r se m o r i a del pecho, en medio del olor Allí sin d u d a f u é donde Quénu tomó el gusto
graso de las aves. Cuando Florencio regresaba a la cocina. Más tarde, después de haber probado
demasiado tarde, p a r a poder guisar algún trozo todos los oficios, volvió f a t a l m e n t e a las aves
de carne, c o m p r a b a en la tienda u n pedazo de que se quitan del asador, a las grasas q u e obli-
p a v a o u n pedazo de ganso de doce sueldos. E r a n gan a lamerse los dedos. Al principio t e m í a con-
aquellos dias de gran banquete. Gavard acabó trariar a su hermano, que era u n pobre comedor
por interesarse p o r aquel m u c h a c h o delgado, co- que hablaba de las cosas buenas con el desdén
noció su historia, y se a t r a j o al menor. Y m u y del h o m b r e ignorante. Después, al ver q u e Flo-
pronto Quénu n o salió de la pollería. Desde q u e rencio le escuchaba cuando le explicaba algún
se m a r c h a b a su h e r m a n o , b a j a b a él, se instalaba plato combinado, le confesó su vocación, y entró
en el fondo de la tienda, y sé e n t u s i a s m a b a al en u n gran r e s t a u r a n t . Desde entonces, la vida
ver los cuatro asadores gigantescos que giraban de los dos h e r m a n o s estuvo arreglada. Conti-
con ruido suave, encima de las altas llamas n u a r o n habitando el cuarto de la calle Royer-
claras. Colard, en donde se encontraban cada noche; el
uno con el rostro rejuvenecido por sus h o r n o s ;
Los anchos cobres de la chimenea relucían,
el otro, con el semblante i m p r e g n a d o de su mi-
los volátiles h u m e a b a n , la grasa cantaba en la seria de profesor sucio. Florencio conservaba
grasera y los asadores acababan por c h a r l a r en- su t r a j e negro, distrayéndose con los deberes de
tre sí, por dirigir f r a s e s amables a Quénu, quien, sus alumnos, en tanto q u e Quénu, p a r a estar a
con u n a cuchara larga en la mano, rociaba de- sus anchas, se ponía su delantal, su chaqueta
votamente los dorados vientres de los obesos
EL VIENTRE DE PARÍS. 5 TOMO I
blanca y su blanco gorro de m a r m i t ó n , dando nester de largos meses p a r a encorvar los h o m -
vueltas alrededor del sartén o distrayéndose con bros y aceptar sus padecimientos de h o m b r e feo,
alguna golosina h e c h a al h o r n o . Y a veces son- mediocre y pobre. Deseoso de h u i r de las tenta-
reían al verse así, el u n o todo blanco, el otro ciones de maldad, se a r r o j ó en plena bondad
todo negro. L a gran habitación parecía medio ideal, y se creó u n refugio de justicia y de ver-
enfadada, medio alegre con aquel luto y aquella dad absolutas. E n t o n c e s f u é cuando se hizo re-
alegría. N u n c a se entendió m e j o r u n a p a r e j a tan publicano; e n t r ó en la república del m i s m o mo-
desigual como aquella. Por m á s que el mayor do que e n t r a n en el convento las m u j e r e s deses-
enflaquecía q u e m a d o por los a r d o r e s de su pa- peradas. Y como no e n c o n t r a r a u n a república
dre, y p o r m á s q u e el m e n o r engordaba, como bastante tibia, b a s t a n t e silenciosa para adorme-
digno h i j o de n o r m a n d o , se a m a b a n por su m a d r e cer sus males, se f o r j ó u n a a su m a n e r a . Los
común, p o r aquella m u j e r q u e era toda ternura. libros le d e s a g r a d a b a n ; todo aquel papel enne-
T e n í a n u n pariente en París, u n h e r m a n o de grecido en medio del cual vivía, le recordaba la
su m a d r e , u n Gradella, establecido de salchicero hedionda clase, las bolitas de papel mascado de
en la calle Pirouette, barrio de los Mercados. los pilluelos, la t o r t u r a de las largas h o r a s esté-
E r a u n gran avaro, u n h o m b r e b r u t a l , que los riles. Además, los libros no le h a b l a b a n de otra
recibió como a m u e r t o s de h a m b r e , la p r i m e r a cosa q u e de rebelión; le i m p u l s a b a n a sentir or-
vez que se presentaron en su casa. Volvieron a gullo, y era de olvido y de sosiego de lo q u e tenía
ella r a r a s veces. El día del santo del h o m b r e necesidad imperiosa. Mecerse, dormirse, soñar
aquél, Quénu le llevaba u n r a m o de flores y re- que era completamente feliz, que el m u n d o es-
cibía u n a pieza de diez sueldos. Florencio, de taba a p u n t o de llegar a serlo t a m b i é n ; construir
altivez enfermiza, s u f r í a c u a n d o Gradelle exa- la ciudad republicana en q u e hubiese deseado
m i n a b a su levita delgada, con el ojo inquieto y vivir. Tal f u é su recreo, la obra e t e r n a m e n t e re-
suspicaz de u n taeaño que olfatea la d e m a n d a comenzada en s u s h o r a s de libertad. Ya n o que-
de u n a comida o de u n a pieza de cien sueldos. ría leer nada, a p a r t e de las necesidades de la en-
Un día, tuvo la ingenuidad de cambiar en casa señanza; subía por la calle de Saint-Jacques,
de su tío u n billete de cien francos. El tío tuvo hasta los bulevares exteriores, y m u c h a s veces
menos miedo al ver llegar a los pequeños, como hacía u n a gran caminata, h a s t a regresar por la
él les llamaba. P e r o en esto q u e d a r o n las amis- barrera de Italia; y m i e n t r a s d u r a b a su paseo,
tades. con los ojos clavados en el barrio Mouffetard,
que se extendía a sus pies, f o r j a b a medidas mo-
Aquellos años f u e r o n p a r a Florencio u n largo rales, componía proyectos de ley h u m a n i t a r i o s ,
ensueño dulce y triste. Gustó todas las alegrías que h u b i e r a n trocado esta vida de padecimientos
a m a r g a s de la abnegación. E n su casa no tenia en otra vida de felicidad. Cuando las j o r n a d a s
m á s q u e t e r n u r a s . F u e r a de ella, en las h u m i - de Febrero e n s a n g r e n t a r o n a París, Florencio se
llaciones que le p r o d u c í a n s u s discípulos, en el sintió consternado, y recorrió los clubs, pidiendo
contiguo codear de las aceras, se sentía perverso. el rescate de aquella sangre p o r medio de " e l
Sus m u e r t a s ambiciones se agriaban. Hubo me-
beso f r a t e r n a l de los republicanos del universo hacer algo por aquel pobre muchacho, le ofrecio
e n t e r o " . Convirtióse en u n o de aquellos oradores que le t o m a r í a a su lado. Sabía q u e Q u é n u era
iluminados que p r e d i c a r o n la revolución como un buen cocinero, y necesitaba u n ayudante.
u n a religión nueva, toda d u l z u r a y toda reden- Ouénu temía hasta tal p u n t o el volver solo a la
ción. F u é preciso q u e llegaran las j o r n a d a s de gran habitación de la calle de Royer-Collard, que
diciembre p a r a sacarle de su t e r n u r a universal. aceptó el ofrecimiento. D u r m i ó en casa de su tío
E s t a b a desarmado. Dejóse coger como u n corde- aquella misma noche, en lo m á s alto, en el fondo
rillo y f u é t r a t a d o como u n lobo. Cuando des- de un negro hueco en el que apenas podía esti-
pertó de su sermón de f r a t e r n i d a d , se sintió rarse. Allí lloró menos de lo q u e hubiese llorado
morir de h a m b r e sobre las f r í a s losas de una en presencia del lecho vacío de su h e r m a n o .
c a s a m a t a de Bicetre. Por fin logró que le d e j a r a n ver a Florencio.
Quénu, q u e contaba entonces veintidós años, Pero al regresar de Bicetre tuvo que meterse
se sintió sobrecogido por m o r t a l angustia al no en la c a m a ; u n a s calenturas le tuvieron por es-
ver regresar a su h e r m a n o . Al día siguiente f u é pacio de cerca de t r e s s e m a n a s en u n a somno-
a buscarle, en el cementerio de Montmartre, en- lencia de embrutecimiento. F u é su p r i m e r a y
tre los m u e r t o s en el bulevar, que h a b l a n sido única e n f e r m e d a d .
colocados en línea, b a j o la p a j a ; las cabezas se Gradelle enviaba al republicano de su sobrino
sucedían, espantosas. El corazón faltaba a Qué- a todos los diablos. Cuando se enteró de su par-
nu, las lágrimas le cegaban, y tuvo que pasar, tida p a r a Cayena, u n a m a ñ a n a , dió unos golpes
por dos veces distintas, a lo largo de toda la fila en las mano¿ a Quénu, le despertó y le anuncio
de muertos. Por fin, en la p r e f e c t u r a de policía, la noticia b r u t a l m e n t e . Esto provoco en el joven
al cabo de ocho días interminables, averiguó que una crisis tal, que al día siguiente estaba y a en
su h e r m a n o había sido hecho prisionero. No le pie. Su dolor se f u n d i ó ; sus carnes f o f a s pare-
f u é posible verle. Como insistiera p a r a conse- cieron beberse sus últimas lágrimas. Un mes
guirlo, le a m e n a z a r o n con prenderle a él t a m - más tarde, se reía, se encolerizaba, tristísimo
bién. Entonces corrió Quénu a casa de su tío por haberse reído; después el b u e n h u m o r que-
Gradelle, que era p a r a él u n p e r s o n a j e , esperan- daba victorioso, v Q u é n u se reía sin saberlo.
do q u e lo d e t e r m i n a r í a a salvar a Florencio. Pe- Aprendió la salchichería. E n ella experimen-
ro el tío Gradelle m o n t ó en cólera, sostuvo que le taba a ú n m á s goces que en la cocina. Pero el tío
estaba bien empleado y q u e aquel g r a n imbécil Gradelle le decía q u e no debía descuidar dema-
no tenía necesidad n i n g u n a de entremezclarse siado las cacerolas, que los salchicheros, buenos
con aquellos canallas de republicanos; llegó a cocineros a la vez, e r a n raros, y que era u n a gran
añadir que Florencio había de acabar m u y mal, suerte p a r a él el haber p a s a d o por u n r e s t a u r a n t
p o r q u e así lo llevaba escrito en el rostro. Quénu antes de e n t r a r en su casa. P o r otra parte, utili-
lloraba todas las lágrimas de su cuerpo. P e r m a - zaba las disposiciones de su sobrino; le hacia
neció sin moverse de allí, asfixiándose. El tío, u n preparar comidas p a r a f u e r a , y le encargaba es-
tanto avergonzado, y comprendiendo que debía pecialmente de los asados y de las costillitas de
cerdo con pepinillos. Como el muchacho le pres- SUS economías, u n a decena de ^ / e ^ n c o s
taba verdaderos servicios, Gradelle le quiso a su T isa permaneció ocho días sola en la habita
manera, pellizcándole los brazos en los días de c i | d é l a calle de Cuvier; allí f u é ¿onde se pre-
buen humor. Había vendido el pobre mobiliario sentó en su busca Gradelle. Conocíala por ha-
de la calle de Royer-Collard, y conservaba el di- berta visto a menudo con su ama cuando esta
nero obtenido, cuarenta y tantos francos, para á n i m a iba a su casa, en la calle de Girouette.
aquel picarón de Quénu—decía—no los tirara Pero al verla en el entierro le pareció t a n em-
por la ventana. Sin embargo, acabó por darle bellecida, t a n sólidamente formada, que llegó
cada mes seis francos para sus gastos menudos. hasta el cementerio. Mientras que b a j a b a n el
Quénu, escasísimo de dinero, y m u c h a s veces ataúd, reflexionaba Gradelle que Lisa estaría so-
tratado con brutalidad, era, no obstante, perfec- berbia en la salchichería. Echaba cálculos, y se
tamente feliz. Gustábale que le diesen la vida ya decía que bien podría ofrecerle treinta tonco,
mascada. Florencio le había educado demasiado mensuales con casa y manutención. Cuando le
como niña perezosa. Además, se había hecho con hizo proposiciones, pidió Lisa veinticuatro horas
una amiga en casa del tío Gradelle. Cuando éste para d a S e una respuesta. Despues una mana-
perdió a su esposa, tuvo que tomar una mucha- na, llegó con su escaso a j u a r y sus diez mil I r á n
cha para el servicio del mostrador. La escogió de
buen aspecto, apetitosa, porque sabía que esto ^ m t m á f t ^ d e , toda la casa le p e r t e n e c ^ ,
alegra al cliente y hace honor a las carnes asa- Gradelle, Quénu, sobre todo, se hubiera dejado
das. Conocia, en la calle de Cuvier, cerca del cortar los dedos por ella. Cuando Lisa sonreía
J a r d í n de Plantas, a u n a señora viuda, cuyo ma- el joven permanecía allí, riéndose con toda su
rido había desempeñado la dirección de correos
en Plassans y u n a sub-prefectura en el Medio- ^ T . i s a ^ q m T erT^a 3 h i j a mayor de los Macquart
día. Aquella dama, que vivía de una pequeña ren- de Plassans, tenia todavía padre. Decía ella que
ta vitalicia, con muchísima modestia, habíase estaba en el extranjero, y no le escnb.a nunca^
traído desde aquella ciudad una niña linda y A veces, lo único que se dejaba decir era que su
gruesa, a quien trataba como a su propia hija. madre había sido, en vida, u n a ^ a b a j a d o r a in-
Lisa la cuidaba con talante plácido, con h u m o r fatigable, y que ella había salido a la madre.
siempre igual; algo seria, y hermosa de veras Mostrábase, en efecto, m u y paciente para el tra-
cuando sonreía. El gran encanto suyo provenía bajo. Pero añadía que la valiente m u j e r había
de la manera exquisita con que adoptaba su r a r a tenido demasiado constancia, hasta el p u n t o de
sonrisa. Entonces su m i r a d a era una caricia, y matarse por que la casa saliese adelante Ha-
su gravedad ordinaria daba u n precio inestima- blaba entonces de los deberes de la esposa y de
ble a aquella repentina ciencia de seducción. La los deberes del marido con gran sabiduría y de
anciana señora solía decir con frecuencia que un modo honestísimo que entusiasmaba a tjue-
una sonrisa de Lisa la llevaría al infierno. Cuan- nu. Este le aseguraba que compartía en absoluto
do la m a t ó el asma, dejó a su h i j a adoptiva todas sus ideas. Las ideas de Lisa eran que todo el
m u n d o tiene que t r a b a j a r para comer; que la honor, h a r í a la b u r r a d a de casarme con ella... E s
felicidad no depende sino de u n o m i s m o ; que el oro molido, muchacho, u n a m u j e r como esa en
que cultiva la pereza hace u n mal, y en fin, que Cl
si h a y desgraciados, tanto peor para los que no Cménu la ponderaba m á s todavía. Sin e m b a r -
hacen n a d a . Esto era u n a condenación clarísima go se echó a reir a m a n d í b u l a batiente u n día
de la embriaguez, de las legendarias gandulerías aue u n vecino le acusó de estar e n a m o r a d o de
del viejo Macquart. Pero sin q u e Lisa se diese Lisa Esto no le a t o r m e n t a b a gran cosa. E r a n
cuenta, Macquart hablaba m u y alto en ella; la muv buenos amigos. Por la noche subían j u n t o s
joven n o era m á s que u n a Macquart equilibra- a acostarse. Lisa ocupaba, al lado del negro agu-
da, razonable, lógica con sus necesidades de iero en que se t u m b a b a el joven, u n a habitación
bienestar, porque había comprendido que la me- pequeña, que h a b í a convertido en clarísima,
jor m a n e r a de d o r m i r s e en u n a tibieza feliz es adornándola por todas partes con cortinillas de
la de p r e p a r a r s e por sí mismo u n lecho de feli- muselina. Quedábanse allí u n instante, sobre el
cidad. A este blanco lecho consagraba todas sus rellano de la escalera, con las p a l i a t o r i a s en la
horas, todos sus pensamientos. Desde la edad mano, charlando y metiendo la llave en la cerra-
de seis años, consentía en ser m u y b u e n a y en dura. Y volvían a c e r r a r las p u e r t a s , diciéndose
estar m u y quietecita en su silla d u r a n t e el día amistosamente:
entero, con la condición de que la recompensa- B u e n a s noches, señorita Lisa.
rían con un pastelillo por la noche.
— B u e n a s noches, señor Q u é n u .
En casa del salchichero Gradelle, Lisa prosi- Quénü se metía en cama, oyendo como Lisa
guió su vida tranquila, regular, iluminada por arreglaba sus cosas. El tabique era t a n delgado,
sus hermosas sonrisas. No había aceptado a ton- que el joven podía oir con claridad cada u n o de
tas y a locas la oferta de aquel h o m b r e ; sabia sus movimientos. P e n s a b a : " ¡ T o m a ! Ahora co-
que hallaría en él u n a égida y presentía quizás, rre las cortinas de la ventana. ¿Qué diantre pue-
en aquella sombría tienda de la calle de Pirouet- de hacer delante de la cómoda? Ahora se sienta
te, con el olfato de las personas a f o r t u n a d a s , el Y se quita las botinas. Pues, señor, b u e n a s no-
porvenir sólido q u e sonaba, u n a vida de goces ches; h a apagado la vela. D u r m a m o s . Y si oía
sanos, u n t r a b a j o sin fatiga,' cuya recompensa crujir la cama, m u r m u r a b a r i e n d o : ¡Larape.
trajese cada h o r a q u e transcurriera. Cuidó del No es m u y ligera que digamos, la señorita Lisa .
m o s t r a d o r con los t r a n q u i l o s cuidados q u e ha- Esta idea le regocijaba; y acababa por dormirse,
bía prodigado a la viuda del director de correos. pensando en los j a m o n e s y en las t i r a s de adobo
Muy pronto la limpieza de los delantales de Lisa que había de p r e p a r a r a la m a ñ a n a siguiente.
f u é proverbial en todo el barrio. El tío Gradelle Esto d u r ó u n año, sin u n sonrojo de Lisa, sin
estaba t a n satisfecho de la h e r m o s a m u c h a c h a , una turbación de Quénu. Por la m a n a n a , en o
que decía a veces a Quénu, m i e n t r a s ponía los f u e r t e del t r a b a j o , c u a n d o la joven e n t r a b a en la
cordeles a sus salchichones: cocina, las m a n o s de ambos se encontraban en
— S i n o tuviese sesenta a ñ o s largos, palabra de medio de los picadillos. Lisa le a y u d a b a a veces,
sosteniendo las t r i p a s con sus dedos regordetes, Una m a ñ a n a el tío Gradelle f u é herido como
en tanto q u e Q u é n u las llenaba de c a r n e y de un rayo por u n a t a q u e de a p o p l e g i a m i e n t r a s
tocino. O bien probaban j u n t o s la carne cruda e s t a b a p r e p a r a n d o u n a galantina. Gayo de boca
de las salchichas, con la p u n t a de la lengua, obre la tabla de picar. Lisa no perdió la sangre
p a r a ver si estaba bien sazonada de especias. Ella ría. Dijo q u e no era posible d e j a r a m u e r t o en
era inteligente y sabia algunas recetas del Me- mismo centro de la cocina, y le hizo l l e v a r a l
diodía, q u e probó con buen éxito. A m e n u d o la fondo, a u n gabinete en donde d o r m í a el tío.
sentía Quénu detrás de su hombro, m i r a n d o al Después, compuso toda u n a historia con los de-
fondo de las m a r m i t a s y acercándose tanto, que pendientes; el tío tenía que haber m u e r t o en su
Quénu tenía su t u r g e n t e seno sobre la espalda. cama, si no se quería asquear a todo el barrio y
Lisa le daba u n a cuchara, u n plato. E l g r a n fue- perder la clientela.
go les inflamaba la sangre b a j o la piel. E l por P
Quénu ayudó a llevar el muerto, entontecido,
n a d a del m u n d o h u b i e r a d e j a d o de menear las asombradísimo al n o hallar u n a lagrima. Mas
g r a s a s hervidas q u e espesaban encima del hor- tarde, Lisa y él lloraron j u n t o s . Q u e n u era el
no; en tanto que ella, completamente grave, dis- único heredero, con su h e r m a n o Florencio. L a s
cutía el p u n t o de cochura. Después del medio comadres de las calles vecinas suponían al viejo
día, cuando se vaciaba la tienda, c h a r l a b a n tran- Gradelle u n a f o r t u n a considerable. L a verdad es
quilamente d u r a n t e h o r a s enteras. Ella p e r m a - que no se descubrió ni u n solo escudo de dinero
necía detrás del mostrador, algo retrepada, ha- contante y sonante. Lisa sintió inquietud Q u e n u
ciendo calceta de u n a m a n e r a dulce y regular. la veía reflexionar, m i r a r en torno de ella desde
El se sentaba sobre u n tajo, con las piernas col- por la m a ñ a n a h a s t a por la noche, como si hu-
gantes y d a n d o con los talones en el bloque de biese perdido alguna cosa. Por fin, la joven dis-
encina. Y se entendían a maravilla; h a b l a b a n de puso u n gran lavado, pretendiendo q u e se chis-
todo; generalmente era de cocina, y después del morreaba? que la historia de la m u e r t e del viejo
tío Gradelle y a u n del barrio entero. Ella le con- corría, y que era preciso m o s t r a r u n a limpieza
taba cuentos como a u n n i ñ o ; los sabía m u y lin- extremada 4 Una tarde, c u a n d o llevaba ya dos
dos, leyendas milagrosas, llenas de corderos y horas en el sótano, en donde lavaba por si mis-
de angelitos, que r e f e r í a con voz aflautada, y con ma las artesas de salar, reapareció llevando algo
su gran aspecto de seriedad. Si entraba alguna en el delantal. Quénu picaba hígados de cerdo.
parroquiana. Lisa, p a r a no molestarse, pedía al Lisa a g u a r d a b a a que hubiese acabado, charlan-
joven el pote de la m a n t e c a de cerdo, o la c a j a do con él con voz indiferente. Pero sus ojos te-
de los caracoles. A las once, subían a acostarse, nían vislumbres extraordinarios; sonrió al jo-
lentamente, como la víspera. Después, al volver ven con u n a h e r m o s a sonrisa, diciéndole q u e le
a c e r r a r la p u e r t a , se decían con su t r a n q u i l o quería hablar. Subió la escalera penosamente,
acento: con los muslos embarazados por la cosa q u e lle-
vaba v que distendía su delantal h a s t a reventar.
— B u e n a s noches, señorita Lisa. En el tercer piso resollaba fuerte, y tuvo que
— B u e n a s noches, señor Q u é n u .
a p o y a r s e u n i n s t a n t e c o n t r a la p a r e d . Quénu, Habían d e s c o m p u e s t o la c a m a ; l a s s á b a n a s se
a s o m b r a d o , la siguió sin decir p a l a b r a h a s t a su S a n y el oro, sobre la a l m o h a d a q u e les r e p a -
alcoba. F u é la p r i m e r a vez q u e Lisa le invitó a aba f o r m a b a huecos, c o m o si dos c a b e z a s se
e n t r a r en ella. Cerró la p u e r t a , y soltando las hubieran h u n d i d o allí, a r d i e n t e s d e P * f o n .
p u n t a s del delantal, q u e n o p o d i a n sostener por Se l e v a n t a r o n t u r b a d o s , con el a i r e d e c o n f u -
m á s t i e m p o sus e n v a r a d o s dedos, d e j ó r e s b a l a r sión de dos e n a m o r a d o s q u e a c a b a n de c o m e t e r
s u a v e m e n t e sobre su lecho u n a lluvia de mone- una p r i m e r a f a l t a . Aquella c a m a ^ d e s h e c h a c o n
d a s de p l a t a y de m o n e d a s de oro. H a b í a halla- todo a q u e l dinero, les a c u s a b a e una a ^ n a
do, en el f o n d o de u n salador, el tesoro del tío
prohibida q u e h a b í a n gozado c o a la P " e r ^ c e
Gradelle. E l m o n t ó n hizo u n g r a n b a c h e e n aquel
lecho delicado y b l a n d o d e doncella. rrada. Aquello f u é l a caída de e l l o s L i s a q u e se
suietaba l a r o p a c o m o si h u b i e s e h e c h o el m a l ,
La alegría d e Lisa y de Q u é n u f u é sosegada. u f e n b u s c a de sus diez m i l f r a n c o s . Q u é n u q m -
S e n t á r o n s e en el b o r d e del lecho, L i s a a la cabe- o q u e los pusiese con los o c h e n t a y c i n c o r m l
cera, Q u é n u a los pies, a a m b o s lados del mon- del tío - mezcló las s u m a s r i é n d o s e y d i c i e n d o
t ó n ; y c o n t a r o n el d i n e r o sobre la colcha, p a r a nue el d i n e r o t a m b i é n debía p r o m e t e r s e c o m o
no h a c e r r u i d o . H a b í a c u a r e n t a mil f r a n c o s dé ellos Y q u e d ó convenido q u e seria L i s a l a q u e
oro, t r e s m i l f r a n c o s de p l a t a y en u n estuche guardase el " g a t o " en su c ó m o d a . C u a n d o lo
de h o j a l a t a c u a r e n t a y dos mil f r a n c o s en bi- l u b o encerrado y compuesto la cama, a m b o s ba-
lletes d e b a n c o . E m p l e a r o n dos h o r a s l a r g a s en jaron t r a n q u i l a m e n t e . E r a n m a r i d o y
s u m a r todo aquello. L a s m a n o s de Q u é n u tem- L a b o d a se celebró al m e s siguiente E l b a r r i o
b l a b a n u n poco; Lisa f u é la q u e hizo m á s t r a b a - la e n c o n t r ó n a t u r a l , conveniente p o r t o d o s estilos^
jo. O r d e n a b a n l a s pilas de oro sobre la a l m o h a - V a g a m e n t e se conocía la h i s t o r i a d e t e s o r o , y l a
da, d e j a n d o la p l a t a en el b a c h e d e la colcha. probidad de Lisa era o b j e t o de elojios; i n t e r m i -
C u a n d o h u b i e r o n h a l l a d o la c i f r a , p a r a ellos nables. D e s p u é s de todo, podia n o h a b e r d i c h o
e n o r m e , de o c h e n t a y cinco mil francos, charla- nada a Q u é n u , g u a r d á n d o s e los escudos p a r a e l l a ,
r o n . N a t u r a l m e n t e h a b l a r o n del porvenir, de su si h a b í a hablado, e r a p o r p u r a h o n r a d e z , p u e s t o
m a t r i m o n i o , sin q u e j a m á s se h u b i e r a t r a t a d o nue n a d i e la h a b í a visto. Bien m e r e c í a q u e
d e a m o r e n t r e ellos. Aquel d i n e r o p a r e c í a des- Quénu la t o m a s e p o r esposa. A q u e l Q u e n u
a t a r l e s la l e n g u a . Se h a b í a n h u n d i d o m á s en la tenia s u e r t e ; no era guapo, y e n c o n t r a b a u n a
c a m a , r e c o s t á n d o s e c o n t r a la pared, b a j o l a s cor- m u j e r h e r m o s a q u e le d e s e n t e r r a b a u n a f o r -
t i n a s de m u s e l i n a blanca, con las p i e r n a s m u y tuna. L a a d m i r a c i ó n llegó a tal e x t r e m o q u e
poco e x t e n d i d a s ; y como, m i e n t r a s h a b l a b a n , la gente acabó p o r decir en voz m u y b a j a q u e
h u n d í a n las m a n o s e n la p l a t a , las h a b í a n halla- " L i s a h a b í a sido v e r d a d e r a m e n t e t o n t a p o r h a -
do en contacto, olvidándose la u n a en la otra, ber h e c h o lo q u e h a b í a h e c h o " . L i s a s o n r e r a
en m e d i o d e las piezas d e cien sueldos. Allí les c u a n d o le h a b l a b a n de esto con m e d i a s p a l a b r a s
s o r p r e n d i ó el ocaso. S o l a m e n t e e n t o n c e s se son- e i n d i r e c t a s . Ella y su m a r i d o vivían c o m o ;m-
r o j ó L i s a al verse al lado de a q u e l m u c h a c h o . tes, en b u e n a a m i s t a d , en sosiego feliz. E l l a le
ayudaba, tropezaba con sus m a n o s en medio de —No, no compro m á s en su casa; no les toma-
los picadillos, se inclinaba por cima de su hom- ría u n pedazo de chorizo, amiga mía... E n su
bro p a r a echar u n vistazo a las m a r m i t a s . Y, co- cocina tuvieron u n muerto...
mo antes, solamente el gran fuego de la cocina Quénu lloró. Aquella historia del m u e r t o en
era lo q u e les i n f l a m a b a la sangre b a j o la piel. su cocina ganaba terreno. Quénu acababa por
E n t r e t a n t o , Lisa, era u n a m u j e r inteligente sonrojarse ante los parroquianos, c u a n d o les
que h a b í a comprendido al p u n t o la tontería de veía olfatear demasiado de cerca su mercancía.
d e j a r d o r m i r sus noventa y cinco mil francos El fué el q u e volvió a h a b l a r a su m u j e r de su
en el c a j ó n de la cómoda. Quénu los hubiera idea de m u d a r s e . Ella, sin decir palabra, h a b í a
vuelto a poner de b u e n a gana en el fondo del comenzado a d a r pasos p a r a la nueva t i e n d a ;
salador, a la espera de haber ganado otro tanto; había hallado allí al ladito, en la calle de Rabu-
entonces se h u b i e r a n retirado a Suresnes, un teau, maravillosamente situado. Los Mercados
rincón de la b a r r e r a q u e les a g r a d a b a m u c h o . centrales, q u e se a b r í a n enfrente, triplicarían la
Pero ella tenía o t r a s ambiciones. L a calle Pi- clientela y h a r í a n q u e la casa f u e r a conocida
rouette ofendía a sus ideas de limpieza, su ne- en los c u a t r o extremos de París.
cesidad de aire, de luz, de salud robusta. L a tien- Quénu se dejó a r r a s t r a r a locos gastos; empleo
da en que, sueldo a sueldo, había a m o n t o n a n d o más de treinta mil francos en mármoles, en espe-
su tesoro el tío Gradelle, era u n a especie de in- jos, en dorados. Lisa pasaba h o r a s e n t e r a s con
testino negro, u n a de esas salchicherías dudosas los obreros, dando su parecer sobre los m e n o r e s
de los viejos barrios, cuyas desgastadas losas detalles. Cuando, por fin, pudo instalarse en su
conservan el p e n e t r a n t e olor de las carnes, a pe- mostrador, la gente f u é en procesión a c o m p r a r
sar de los f r e g a d o s ; y la joven soñaba u n a de a su casa, sólo por ver la tienda. El revestimien-
esas claras tiendas modernas, de u n a riqueza de to de las paredes era todo d e m á r m o l blanco; en
salón q u e reflejara la nitidez de sus espejos en el techo, u n inmenso espejo c u a d r a d o se encua-
la acera de u n a calle a n c h a . Por otra parte, no draba en u n g r a n m a r c o de estuco, dorado y
era que sintiese el deseo mezquino de echár- adornadísimo, d e j a n d o colgar, en el centro, u n a
selas de señora d e t r á s de u n m o s t r a d o r ; tenía lámpara de c u a t r o brazos; y detrás del m o s t r a -
conciencia m u y clara de las l u j o s a s necesidades dor, ocupando todo el testero, y también a la
del nuevo comercio. Quénu se quedó asustado, izquierda y en el fondo, otros espejos, s u j e t o s en
la p r i m e r a vez, c u a n d o Lisa le habló de m u d a r s e las planchas de m á r m o l , ponían lagos de clari-
y de gastar parte de su dinero en decorar u n a dad, p u e r t a s que parecían abrirse a o t r a s salas,
tienda. Ella se encogía suavemente de hombros, hasta lo infinito, llenas todas de carnes colga-
sonriendo. das. A la derecha, el m o s t r a d o r , m u y grande, pa-
reció, sobre todo, a la gente u n hermoso traba-
Un día, al c e r r a r la noche, y c u a n d o la salchi- jo; losanges de m á r m o l rosa d i b u j a b a n m e d a -
chería estaba negra, los dos esposos oyeron, de- llones simétricos. E n el suelo había, como lo-
lante de la p u e r t a , a u n a m u j e r del barrio que sas, cuadros blancos y rosados alternando, y con
decía a o t r a :
EMLLIO ZOLA

u n a greca d e r o j o o b s c u r o p o r c e n e f á . E l barrio i m p u l s á n d o l e al comercio en g r a n d e con los cer-


se sintió orgulloso d e su salchichería, y nadie das E r a n jóvenes a ú n , y t e n í a n m u c h o t i e m p o
p e n s ó m á s en h a b l a r de la cocina d e la calle Pi- por d e l a n t e ; a d e m á s , no les g u s t a b a el t r a b a j o
r o u e t t e , en d o n d e h a b í a h a b i d o u n m u e r t o . Por hecho de p r i s a y corriendo, y q u e r í a n t r a b a j a r a
espacio de u n mes, l a s vecinas se d e t u v i e r o n so- su susto, sin q u e los desvelos les e n f l a q u e c i e r a n ,
b r e l a a c e r a p a r a c o n t e m p l a r a Lisa al t r a v é s de como b u e n a s g e n t e s a q u i e n e s g u s t a vivir.
l a s s a l c h i c h a s y r e d a ñ o s del e s c a p a r a t e . Q u e d á - - M i r e n u s t e d e s - a ñ a d í a Lisa en sus momen-
b a n s e m a r a v i l l a d a s d e su c a r n e r o s a d a y blanca, tos de expansión.—Yo tengo u n p r i m o en P a r í s
t a n t o c o m o de los m á r m o l e s . L i s a p a r e c í a el al- No le veo n u n c a , p o r q u e las f a m i l i a s e s t á n pe-
m a , la claridad viviente, el ídolo s a n o y sólido cadas E l h a t o m a d o el n o m b r e de Saccard, p a r a
de la s a l c h i c h e r í a ; y en a d e l a n t e no la l l a m a r o n hacer q u e se olviden c i e r t a s cosas... P u e s bien
m á s q u e l a bella Lisa. ese p r i m o , según m e h a n dicho, g a n a millones.
Pero no vive, se r e p u d r e la sangre y s i e m p r e an-
A l a d e r e c h a d e la t i e n d a estaba l a sala come- da p o r vericuetos, e n m e d i o d e tráficos d e infier-
dor, u n a h a b i t a c i ó n l i m p í s i m a , c o n a p a r a d o r , no E s imposible, ¿ v e r d a d ? q u e se coma t r a n q u i -
m e s a y sillas e n r e j i l l a d a s d e e n c i n a clara. La es- lamente la cena p o r la noche. Nosotros, p o r lo
t e r a q u e c u b r í a el piso, el p a p e l a m a r i l l o claro, menos, s a b e m o s m u y b i e n lo que c o m e m o s y no
el h u l e i m i t a n d o encina, l a h a c í a n u n poco f r í a , tenemos n a d i e ni n a d a q u e nos atosigue. No se
a l e g r a d a s o l a m e n t e p o r los colgantes de u n a l á m - debe q u e r e r el d i n e r o sino p o r q u e es necesario
p a r a d e s u s p e n s i ó n d e cobre q u e caía del techo, para vivir. Como es n a t u r a l , el b i e n e s t a r a g r a d a .
e n s a n c h a n d o , e n c i m a de la m e s a , su g r a n p a n t a - Pero eso de g a n a r p o r g a n a r , d á n d o s e m a s m o -
lla de p o r c e l a n a t r a n s p a r e n t e . U n a p u e r t a del lestias q u e placer h a d e gozarse despues... No a
c o m e d o r d a b a a la a m p l i a cocina c u a d r a d a . Y al
e x t r e m o de ésta h a b í a u n patinillo enlosado, q u e fe mía, p r e f e r i r í a c r u z a r m e de brazos... Y ade-
servía de desván, lleno d e b a r r e ñ o s , de toneles, más, q u i s i e r a yo ver los millones de m i p r i m o .
d e utensilios f u e r a d e u s o ; a la i z q u i e r d a de la Yo no creo e n millones así. E l o t r o día le vi pa-
f u e n t e , los tiestos de flores m a r c h i t a s del esca- sar en coche; estaba palidísimo, y t e m a aspecto
p a r a t e a c a b a b a n de agonizar, a lo largo de la de solapado. U n h o m b r e q u e g a n a d i n e r o n o tie-
a r t a j e a en q u e t i r a b a n l a s a g u a s g r a s a s . ne la c a r a de a q u e l color... E n fin, eso no es c u e n -
ta mía, sino de él... N o s o t r o s p r e f e r i m o s no g a n a r
Los negocios f u e r o n excelentes. Q u é n u , a m á s q u e cien sueldos y a p r o v e c h a r n o s b i e n d e
q u i e n los a d e l a n t o s h a b í a n a s u s t a d o , e x p e r i m e n -
t a b a casi r e s p e t o h a c i a su m u j e r , que, según él,
" e r a u n a g r a n c a b e z a " . Al cabo d e cinco años, ^ Y ' e l m a t r i m o n i o se aprovechaba, en efecto.
t e n í a n m u y cerca de ochenta mil f r a n c o s colo- Habían t e n i d o u n a h i j a al p r i m e r a n o de su ca-
cados en b u e n a s r e n t a s . Lisa explicaba q u e no samiento. L o s t r e s j u n t o s r e g o c i j a b a n la vista.
e r a n ambiciosos, q u e no se e m p e ñ a b a n e n h a c e r La casa p r o s p e r a b a a m á s y m e j o r , sin d e m a s i a -
d i n e r o d e m a s i a d o p r o n t o ; a no ser p o r esto, h u - da fatiga, c o m o L i s a deseaba. E l l a h a b í a d e s c a r -
biera h e c h o g a n a r a su m a r i d o " m i l e s y m i l e s " , t a d o c u i d a d o s a m e n t e t o d o s los m o t i v o s posibles
TOMO I
EL VIENTRE DE PARÍS.—6
de preocupación, d e j a n d o fluir los días en medio
de aquel ambiente graso, de aquella prosperidad hinchando u n poco los carrillos. Lisa, m á s páli-
pesada. E r a u n rincón en el cual el padre, la ma- da y grave que de ordinario, le hizo al fin subir
dre y la h i j a se h a b í a n puesto a cebar. Sólo Qué- al quinto piso, en donde le dió la habitación de
n u tenía tristezas en ocasiones, c u a n d o pensaba la criada de la tienda. Quénu h a b í a cortado p a n
en su pobre Florencio. Hasta 1856 recibió cartas y jamón. P e r o Florencio no p u d o comer a p e n a s ;
de él, de t a r d e en tarde. Después las cartas cesa- le asaltaban vértigos y le d a b a n n á u s e a s ; se
ron. Enteróse por u n periódico de q u e tres de- acostó y estuvo cinco días en el lecho, con gran
portados habían querido evadirse de la isla del defirió y u n principio de fiebre cerebral, q u e f u é
Diablo y que se h a b í a n ahogado antes de llegar felizmente combatido con energía. Cuando vol-
a la costa. E n la p r e f e c t u r a de policía no supie- vió en sí, vió a Lisa a la cabecera d e su cama,
ron darle datos precisos; su h e r m a n o debía de removiendo sin r u i d o u n a c u c h a r a en u n a taza.
haber m u e r t o . No obstante, conservó alguna es- Cuando quiso darle las gracias, le dijo Lisa que
p e r a n z a ; pero p a s a r o n meses. Florencio, que
debía estar callado, q u e y a h a b l a r í a n m á s tarde.
recorría la Guayana holandesa, se guardaba m u y
Al cabo de tres días, el e n f e r m o estuvo en pie.
bien de escribir, a la espera siempre de regresar
a Francia. Q u é n u acabó por llorarle como a u n Entonces, u n a m a ñ a n a , Q u é n u subió por él di-
m u e r t o al cual no se h a podido decir adiós. Lisa ciéndole q u e Lisa les esperaba, en el p r i m e r piso,
no conocía a Florencio. Sabía hallar f r a s e s m u y en su alcoba.
consoladoras cada vez que su m a r i d o se deses- Allí h a b i t a b a el m a t r i m o n i o u n p e q u e ñ o cuar-
peraba delante de ella; le d e j a b a r e f e r i r p o r cen- tito, tres habitaciones y u n gabinete. H a b í a q u e
tésima vez recuerdos de infancia, la gran habi- atravesar u n a estancia desnuda, en la q u e no
tación de Royer-Collard, los treinta y seis oficios había m á s que sillas; después u n saloncito, cuyo
q u e h a b í a aprendido, las golosinas q u e guisaba mobiliario, tapado con f u n d a s blancas, d o r m í a
en la sartén, vestido todo de blanco, al paso que discretamente en la media luz de las p e r s i a n a s
Florencio iba vestido todo de negro. Lisa le es- siempre cerradas, p a r a q u e la claridad dema-
cuchaba tranquilamente, con complacencias in- siado viva no se comiera el azul pálido del reps,
finitas. y se llegaba a la alcoba, la ú n i c a habitación ha-
bitada, con mobiliario de caoba, comodísima. El
E n medio de estos goces sabiamente cultiva- íécho, sobre todo, era sorprendente, con sus cua-
dos y m a d u r a d o s , fué donde cayó Florencio, en tro colchones, sus c u a t r o almohadas, s u s espe-
u n a m a ñ a n a de septiembre, a la h o r a en q u e suras de cobertores, su edredón, su v e n t r u d o
Lisa t o m a b a su b a ñ o de sol matinal, y en q u e amodorramiento en el fondo de la h ú m e d a al-
Quénu, con los ojos h i n c h a d o s a ú n p o r el sueño, coba. E r a u n a c a m a hecha p a r a d o r m i r . El ar-
m e t í a perezosamente los dedos en las grasas so- mario de luna, el tocador, cómoda, el velador
lidificadas de la víspera. L a salchichería quedó cubierto por u n encaje de ganchito, las sillas
t r a s t o r n a d a por completo. Gavard quiso que protegidas por c u a d r a d o s de blondas, colocaban
ocultasen al " p r o s c r i p t o " , como él le llamaba, allí u n l u j o casero limpio y sólido. Contra la pa-
red de la izquierda, a ambos lados de la chime-
cálculos.—Escúcheme usted... T e n e m o s q u e ren-
nea, a d o r n a d a de m a c e t a s con paisajes monta- dirle a usted cuentas, mi querido Florencio.
dos en cobre, y de u n reloj que representaba un Era la p r i m e r a vez q u e le llamaba de este mo-
Guttemberg pensativo, dorado todo y con el dedo do. T o m ó la página de los cálculos y c o n t i n u ó :
apoyado sobre u n libro, estaban colgados los re- —Su tío Gradelle m u r i ó sin haber hecho testa-
tratos al óleo de Q u é n u y Lisa, en m a r c o s ovala- mento; ustedes, usted y su h e r m a n o , e r a n los dos
dos, recargadísimos de adornos. Quénu sonreía; únicos herederos... Hoy tenemos que entregarle
Lisa tenía aspecto correctísimo; los dos vestidos a usted la parte que le corresponde.
de negro y con el rostro lavado, desleído, de flui- ¡Si yo no pido nada!—exclamó Florencio.—
do rosa y de diseño adulador. Una a l f o m b r a de ¡No quiero n a d a !
m o q u e t a en q u e u n o s complicados rosetones es- Quénu debía ignorar las intenciones de su es-
t a b a n combinados con estrellas, ocultaba el pa- posa. Se había puesto u n poco pálido, y la con-
vimento. Delante del lecho se extendía u n a de templaba con cierto aire de enojo. Verdadera-
esas a l f o m b r a s de césped, hecha con largos hilos mente, quería m u c h o a su h e r m a n o ; pero era in-
de l a n a rizados, obra de paciencia que había he- útil tirarle de aquel modo a la cabeza la herencia
cho en el m o s t r a d o r la bella salchichería. Pero de su tío. Más t a r d e h u b i e r a n visto.
lo que causaba asombro, en medio de todas aque- _ S é m u v bien, m i querido Florencio, q u e n o
llas cosas nuevas, era u n g r a n secreter, adosado a ha vuelto usted p a r a r e c l a m a r n o s lo q u e le per-
la pared de la derecha, cuadrado, robusto, que tenece. Sólo que... los negocios son negocios, y es
se había m a n d a d o rebarnizar sin poder r e p a r a r preferible acabar de u n a vez... L a s economías de
los desconchones del m á r m o l , ni ocultar los su tío de usted ascendían a ochenta y cinco mil
arañazos de la caoba ennegrecida por la ve- francos. Por consiguiente, h a pasado a la cuenta
jez. Lisa había querido conservar aquel mueble, de usted c u a r e n t a y dos mil quinientos francos.
del q u e se h a b í a servido el tío Gradelle d u r a n t e Aquí los tiene usted apuntados.
m á s de c u a r e n t a a ñ o s ; decía la joven que les lle- Y le m o s t r ó la c a n t i d a d en la h o j a de papel.
varía la suerte. Verdaderamente, tenía h e r r a j e s —Desgraciadamente, no es tan fácil el evaluar
terribles, u n a c e r r a d u r a d e calabozo, y era tan la tienda, el material, las mercancías, la parro-
pesado, q u e no le podía mover del sitio. quia. No he podido poner m á s que cantidades
Cuando entraron Florencio y Q u é n u , Lisa, aproximadas; pero creo haberlo contado todo, y
sentada delante de la tablilla b a j a d a del secre- muy por lo largo... He llegado a u n total de quin-
ter, estaba escribiendo y alineando cifras, con ce mil trescientos diez francos, q u e compone p a r a
u n a letra gruesa, redonda, m u y legible. Hizo u n a usted siete mil seiscientos cincuenta y cinco, f r a n -
seña a los dos h e r m a n o s p a r a que no la distrá- cos; u n i d o s a los otros, s u m a n cincuenta mil
jesen. Los dos h o m b r e s se sentaron. Florencio, ciento cincuenta y cinco francos... Usted lo com-
soprendido, e x a m i n a b a la habitación, los dos probará, ¿no es cierto?
retratos, el reloj, la cama. Había dicho las cifras con voz limpia, y tendía
— B u e n o — d i j o p o r fin Lisa, después d e com-
p r o b a r con toda calma u n a página entera de
a Florencio la h o j a d e papel, q u e el joven tuvo to que, sin h a b l a r , conteniéndose, Quénu se m o r -
que t o m a r . día los pulgares.
—Pero—exclamó Quénu,—la salchichería del _ ¡ O h ! — p r o s i g u i ó Florencio echándose a reir.
viejo n o valió quince mil f r a n c o s en su vida. ¡Yo Si el tío Gradelle la oyese a usted, m u y capaz
no h u b i e r a dado ni diez mil siquiera!
sería de volver a quitarles a ustedes su dinero...
Su m u j e r había acabado por exasperarle. No No me quería m u c h o el tío Gradelle...
h a y q u e llevar la h o n r a d e z h a s t a u n extremo se- —¡Oh, n o ! en cuanto a eso, tienes razón, no te
m e j a n t e . ¿Acaso Florencio le hablaba de la sal-| quería gran c o s a — m u r m u r ó Quénu, a p u n t o de
chichería? P o r otra parte, su h e r m a n o no quería estallar.
nada, así lo acababa de decir.
Pero Lisa seguía discutiendo. Decía que no
— L a salchichería valía q u i n c e mil trescientos quería tener en su secreter dinero q u e no fuese
diez francos—repitió con toda t r a n q u i l i d a d Lisa. suyo, que esto la embarazaría, que no podría vi-
— Y a c o m p r e n d e r á usted, m i querido Florencio, vir tranquila en adelante con aquel pensamiento.
q u e es inútil q u e h a g a m o s intervenir en esto a Entonces Florencio, continuando con las bromas,
u n notario. E s cosa q u e nos a t a ñ e a nosotros el la ofreció colocar el dinero en su casa, en su sal-
hacer el reparto, puesto que usted h a r e s u c i t a d o - chichería. Por otra parte, no era q u e rechazase
Desde su llegada he pensado necesariamente en sus servicios; sin d u d a no encontraría t r a b a j o de
todo esto, y m i e n t r a s estaba usted allá arriba, con golpe y porrazo; además, no estaba presentable
la calentura, h e p r o c u r a d o f o r m a r esta especie de ni con mucho, y le h a r í a f a l t a u n t r a j e completo.
inventario, lo m e j o r q u e he podido... Véalo u s t e d ;
todo está detallado en él... He repasado n u e s t r o s —¡ Pardiez! — exclamó Quénu, — d o r m i r á s en
antiguos libros, h e hecho u n llamamiento a m i s nuestra casa, comerás aquí, y nosotros te com-
recuerdos... Lea usted en voz alta, y yo le daré praremos en seguida lo necesario. E s cosa he-
todos los datos q u e p u e d a usted desear. cha... Ya sabes t ú q u e no te vamos a d e j a r en el
arroyo, ¡ q u é diablo!
Florencio h a b i a acabado por sonreír. Se sentía Sentíase enternecidísimo. Hasta experimenta-
conmovido por aquella probidad t r a n q u i l a y co- ba cierta vergüenza por haber tenido miedo de
m o n a t u r a l . Colocó Ja página de cálculos sobre dar, dé u n a sola vez, u n a cantidad i m p o r t a n t e .
las rodillas d e la joven, y después, tomándole la Dió con algunas b r o m a s ; dijo a su h e r m a n o que
mano: él se encargaba de ponerle gordo. Florencio mo-
—Mi querida Lisa—le dijo,—|j§toy m u y satis- vía dulcemente la cabeza. E n t r e t a n t o , Lisa do-
fecho de ver que m a r c h a n tan bien los negocios; blaba la página de sus cálculos. Después, la guar-
pero n o quiero el dinero. L a herencia pertenece dó en u n o de los cajones del secreter.
a m i h e r m a n o y a usted, q u e h a n cuidado del tío
—Hace usted m u y mal, Florencio—dijo como
hasta sus ú l t i m o s momentos... Yo n o necesito
para terminar.—Yo lie hecho lo q u e debía hacer.
n a d a y no quiero p e r t u r b a r a ustedes en su co-
Ahora, sea como usted quiera... Yo, compréndalo
mercio.
usted, n o h u b i e r a podido vivir sosegada. Los ma-
Lisa insistió y h a s t a llegó a enfadarse, en t a n - los pensamientos m e molestan demasiado.
EMILIO ZOLA

Era rraba de alimentos, y se incomodaba .porque era


Hablaron de otra c<
poco comedor y p o r q u e d e j a b a la mitad de los
explicase la presencia de Florencio, evitando
manjares de q u e le llenaban los platos Lisa h a -
que sospechar a la policía. El deportado les dijo
bía recobrado sus a d e m a n e s lentos y dichosos;
que había regresado a Francia, gracias a los do-
toleraba a Florencio, h a s t a por la m a n a n a , cuan-
cumentos de u n pobre diablo, que había muerto
do estorbaba el servicio; le olvidaba, y despues,
entre sus brazos de la fiebre amarilla, en Suri-
al encontrarle de nuevo f r e n t e a frente, vestido
n a m . Por u n a coincidencia singular, aquel mu-
completamente de negro, sentía u n ligero sobre-
chacho se llamaba también Florencio, como él.
salto, V hallaba, no obstante, u n a de sus h e r m o s a s
Florencio L a q u e r r i e r e no h a b í a dejado en París
sonrisas, p a r a n o ofenderle. El desinteres de
m á s q u e u n a p r i m a , cuya m u e r t e le h a b í a n par-
aquel h o m b r e t a n flaco la h a b í a conmovido, y
ticipado hallándose en América; n a d a era más
sentía por él u n a especie de respeto, mezclado a
fácil que representar el papel del m u e r t o . Lisa se
un temor indefinido. Florencio n o veía en torno
ofreció en persona a figurar como su p r i m a . Que-
nada m á s q u e u n gran cariño.
dó convenido que se contaría u n a historia de un
p r i m o que había regresado del extranjero, des- A la h o r a de acostarse, subía Florencio, algo
pués de algunas tentativas desgraciadas, y que cansado de su vacía j o r n a d a , con los dos m a n -
había sido recogido por los Quénu-Grandelle, co- cebos de la salchichería, q u e ocupaban sendas
m o llamaban al m a t r i m o n i o en el barrio, a la es- guardillas contiguas a la suya. El aprendiz, León,
pera de que pudiese hallar u n modo de vivir. no tenía m u c h o m á s de quince a ñ o s ; era u n n i n o ,
Cuando todo estuvo combinado, Quénu quiso qué delgado, con aspecto de dulzura, que robaba los
su h e r m a n o visitara sus habitaciones. No le per- desperdicios de j a m ó n y los cabos olvidados de
donó ni siquiera u n taburete. En la habitación los salchichones; los ocultaba b a j o la almohada,
desalhajada, en la que no había m á s q u e sillas, y por la noche se los comía, sin p a n . V a r i a s veces
Lisa e m p u j ó u n a p u e r t a y le m o s t r ó u n gabinete, creyó Florencio c o m p r e n d e r que León d a b a de
diciendo que la criada de la tienda dormiría allí, cenar a alguien, a cosa de la u n a de la m a n a n a ;
y q u e Florencio Conservaría p a r a sí la habitación cuchicheaban voces reprimidas, y después se oían
del quinto pfto. ruidos de q u i j a d a s , papeles que se a r r u g a n ; y se
escuchaba u n a risita perlada, u n a risa de golfiHa
Por la tarde, Florencio estaba vestido de nuevo que parecía u n trino de flautín dulcificado, en el
de pies a cabeza. Se había e m p e ñ a d o en comprar- gran silencio de la casa adormecida.
se otra vez u n gabán y u n pantalón negros, a pe-
sar de los consejos de Quénu, a quien tal color El otro mancebo, Augusto Landois, era d e Tro-
entristecía. No lo tuvieron m á s tiempo escondido, yes; gordo con grasa mala, la cabeza demasiado
y Lisa contó a quien quiso oiría la historia del gruesa, y calvo ya, n o tenía m á s q u e veintiocho
primo. Florencio vivía en la salchichería, se que- años. L a p r i m e r a noche, al subir, refirió su histo-
d a b a abstraído en u n a silla de la cocina y se le- ria a Florencio, de u n a m a n e r a algo confusa. Al
vantaba tan sólo para recostarse c o n t r a los már- principio, había venido a P a r í s p a r a perfeccio-
moles de la tienda. En la mesa, Q u é n u le atibo- narse y volver a Troyes a abrir u n a salchichería;
en Troyes le esperaba u n a p r i m a h e r m a n a suya, mía ser conocido. Lisa, dulcemente, le decía q u e
Agustina Landois. Habían tenido el m i s m o pa- haría bien en dirigirse a las casas de comercio;
drino y llevaban el m i s m o n o m b r e . Después le podía llevar la correspondencia, encargarse de
entró la ambición y pensó en establecerse en Pa- los libros. La joven volvía siempre a esta idea, y
rís, con la herencia de su madre, q u e h a b í a depo- acabó por ofrecerse a encontrarle una colocación.
sitado en casa d e u n notario antes de salir de la Poco a poco, se iba e n f a d a n d o por hallarle sin
Champagne. Cuando llegaron al quinto piso, Au- cesar en su camino, ocioso, sin saber q u é h a c e r
gusto retuvo a Florencio, hablándole m u y bien con su cuerpo. Al principio, n o f u é n a d a m á s
de m a d a m e Quénu. Esta había accedido a hacer que el odio razonado a las p e r s o n a s q u e se cru-
venir a Agustina Landois p a r a reemplazar a una zan de brazos y q u e comen, pero sin pensar to-
criadita que habia salido u n a mala cabeza. El davía en reprocharle q u e comía en su casa. De-
sabía ya u n oficio a h o r a ; ella acababa de apren- cíale :
der el comercio.. Dentro d e u n año, de diez y ocho —Yo no podría vivir todo el santo día de m a n o
meses, se c a s a r í a n ; tendrían u n a salchichería sin sobre m a n o . No debe usted de tener apetito de
d u d a en Plaisance, en algún extremo populoso de noche... Tiene usted q u e cansarse, compréndalo.
París. No tenían n i n g u n a prisa por casarse, por- Gavard, por su parte, buscaba u n a colocación
que la m a n t e c a no valia la p e n a aquel año. Le para Florencio. Pero la buscaba de u n a m a n e r a
contó además que se habían hecho r e t r a t a r j u n - extraordinaria y completamente subterránea. Hu-
tos, en u n a fiesta de Saint-Ouen. Entonces entró biera querido encontrar algún empleo dramático,
en la guardilla, deseoso de ver n u e v a m e n t e la fo- o sencillamente de a m a r g a ironía, que conviniese
tografía, q u e él habia creído n o deber q u i t a r de "a u n proscrito". Gavard era u n h o m b r e de opo-
la chimenea, p a r a q u e el p r i m o de m a d a m e Qué- sición. Acababa de trasponer los diez lustros, y
n u tuviera u n a habitación bonita. Se a b s t r a j o u n ya se vanagloriaba de haber profetizado su suerte
instante, lívido a la amarilla luz de su palmato- a cuatro gobiernos. Carlos X, los curas, los no-
ria, contemplando la estancia, llena aún p o r com- bles, toda aquella c h u s m a a quien había puesto
pleto de la joven, acercándose al lecho y pregun- de p a t i t a s en la calle, le hacia todavía encogerse
t a n d o a Florencio si le parecía buena la cama. de h o m b r o s ; L u i s Felipe era u n imbécil, con sus
Ella, Agustina, dormía a b a j o a h o r a ; estaría me- burgueses; y contaba la anécdota de las m e d i a s
jor, porque las guardillas son m u y f r í a s en in- de lana, en las cuales el rey ciudadano escondía
vierno. Por fin se fué, d e j a n d o a Florencio solo las monedas de dos sueldos; en, c u a n t o a la re-
pública del 48, era u n a f a r s a ; los obreros se ha-
con el lecho y f r e n t e a la fotografía. Augusto era
bían equivocado; pero Gavard n o confesaba ya
u n Quénu pálido. Agustina u n a Lisa no m a d u r a .
que h a b í á aplaudido el 2 de diciembre, porque,
Florencio, amigo de los mancebos, m i m a d o por a la sazón, m i r a b a a Napoleón III como a su ene-
su h e r m a n o , aceptado por Lisa, acabó por abu- migo personal; u n canalla q u e se encerraba con
rrirse soberanamente. Había buscado lecciones Morny y los otros p a r a hacer " p o r q u e r í a s " . Sobre
sin poder encontrarlas. Por otra parte, evitaba este capítulo, Gavard n o se agotaba n u n c a ; b a j a -
p a s a r p o r el barrio de las Escuelas, en donde te-
EMILIO ZOLA

ba u n poco la voz, y a f i r m a b a q u e todas las no-


ches u n o s coches cerrados llevaban m u j e r e s a las una a v e n t u r a ; tenía u n c a m a r a d a realmente com-
Tullerías, y que él, Gavard, el m i s m o q u e viste y prometido; podía, sin m e n t i r con exceso de des-
calza, había oído u n a noche, desde la plaza del caro, h a b l a r de los peligros que corría. Y cierta-
Carousel, el estrépito de la orgía. La religión de mente, experimentaba u n temor no confesado en
Gavard era la de ser lo m á s desagradable posible presencia de* aquel m u c h a c h o que volvía de la de-
al gobierno. Hacíale j u g a r r e t a s atroces, de l a s . portación y cuya delgadez decía largos padeci-
q u e se reía por dentro d u r a n t e meses enteros. mientos; pero aquel temor delicioso le hacía ver-
PrimeYo, votaba por el candidato q u e había de se m á s grande, le persuadía de q u e realizaba u n a
" j o r o b a r a los m i n i s t r o s " en el Cuerpo legislati- acción asombrosa en grado s u m o al acoger como
vo. Después, si podía robar al fisco, poner en ja- amigo a u n h o m b r e de los m á s peligrosos. Flo-
q u e a la policía, mover a l g u n a trapatiesa, traba- rencio se convirtió en sagrado para él; n o j u r ó
j a b a p o r q u e la a v e n t u r a r e s u l t a r a " m u y insu- más que por Florencio; n o m b r a b a a Florencio
rreccional". Por otra parte, m e n t í a cómo u n con- cuando los a r g u m e n t o s le faltaban, y c u a n d o que-
denado, se las echaba de h o m b r e peligroso, ha- ría a p l a s t a r al gobierno de u n a vez p a r a siempre.
blando como si la "escoria de las T u l l e r í a s " le Gavard h a b í a perdido a su m u j e r , en la calle
hubiese conocido y temblado ante él; decía que de Saint-Jacques, pocos meses después del golpe
era menester guillotinar a la m i t a d de aquellos de Estado. Conservó la pollería h a s t a 1856. E n
g r a n u j a s y d e p o r t a r a la otra m i t a d " e n la pró- dicha época corrió el r u m o r de que había ganado
x i m a t r e m o l i n a " . T o d a su política c h a r l a t a n a y sumas considerables asociándose con u n drogue-
violenta se n u t r í a con h a b l a d u r í a s de toda espe- ro vecino suyo, encargado de la c o n t r a t a de le-
cie, con cuentos q u e hacían dormir, con esa nece- gumbres secas p a r a el ejército de Oriente. La
sidad chocarrera de bullicio y de picardías que verdad f u é que, después de h a b e r vendido la po-
i m p u l s a n a u n tendero parisiense, en u n día de llería, Gavard vivió de sus r e n t a s por espacio de
barricadas, a abrir los postigos de su tienda p a r a un año. Pero no le gustaba h a b l a r del origen de
ver los muertos. De m a n e r a que, cuando Floren- su f o r t u n a . Aquello le molestaba, le impedía de-
cio volvió de Cayena, olfateó Gavard u n a treta cir m o n d a y lironda su opinión sobre la guerra
abominable, buscando de qué modo, singular- de Crimea, que t a c h a b a de expedición a v e n t u r e r a
m e n t e espiritual, iba a poder b u r l a r s e del empe- " h e c h a únicamente p a r a consolidar el t r o n o y
rador, del ministerio, de los h o m b r e s que estaban llenar ciertos bolsillos". Al cabo de u n año, se
en candelero, hasta del último agente de policía. aburrió de u n modo m o r t a l en su aposento de
soltero. Como iba a visitar a los Quénu-Gradelle
L a actitud de Gavard ante Florencio estaba casi diariamente, se acercó a ellos y f u é a vivir a
i m p r e g n a d a de u n a alegría prohibida. Le acari- la calle d e la Cossonnerie. Allí f u é donde le se-
ciaba con los ojos entornados, le hablaba en voz d u j e r o n los mercados, con su estrépito, con sus
b a j a p a r a decirle las cosas m á s sencillas y tontas enormes comadrazgos. Se dedicó a alquilar u n
del m u n d o , ponía en sus apretones de m a n o s m a - puesto en el pabellón de las aves, únicamente por
sónicas confidencias. Por fin h a b í a logrado hallar distraerse, p a r a llenar sus vacíos días con la al-
garabía del mercado. Entonces vivió en medio de morreando y que no podía h a c e r c a r r e r a con
chismorreos sin fin, al corriente de los menores ellas. No obstante, como era necesario q u e al-
escándalos del barrio, con la cabeza z u m b a n t e guien cuidase del puesto c u a n d o él se ausentaba,
por el continuo b e r r e a r de voces que le rodeaba. recogió a Marjolin q u e merodeaba p o r aquellos
Allí g u s t a b a mil alegrías cosquilleantes, dichosí- barrios, después de h a b e r probado todos los pe-
simo, hallándose por fin en su elemento y h u n - queños oficios de los Mercados. Y Florencio per-
diéndose en él con voluptuosidades de carpa na- manecía a veces u n a h o r a con Gavar maravillado
dando al sol. Florencio iba a veces a su tienda a de su inagotable chismografía, de su c u a d r a t u r a
estrecharle la m a n o . El comenzar de las tardes y de la soltura de sus modales en medio de todas
era a ú n m u y cálido. A lo largo de los estrechos aquellas faldas, cortando la palabra a u n a , pe-
andenes, las m u j e r e s , sentadas, d e s p l u m a b a n los leándose con otra, a diez tiendas de distancia,
volátiles. Rayas del sol caian entre los toldos le- arrancando un p a r r o q u i a n o a u n a tercera y h a -
vantados; volaban p l u m a s b a j o los dedos, seme- ciendo él solo m á s r u i d o que las ciento y pico de
j a n t e s a u n a nieve danzante en el aire inflama- charlatanas vecinas suyas, cuyo clamor repercu-
do, en el polvo de oro de los rayos. Llamadas, tía en las planchas de hierro f u n d i d o del pabe-
u n a sucesión de ofertas y de caricias seguían a llón, sacudiéndolas con u n estremecimiento so-
Florencio. " ¿ U n pato hermoso, s e ñ o r ? " — " V e n g a noro de t a n - t á n .
usted a q u í . " — " T e n g o pollos m u c h o m á s gor- El comerciante en volátiles no tenía, p o r toda
dos."—"Señor, señor, c ó m p r e m e usted este p a r familiá, m á s que u n a c u ñ a d a y u n a sobrina.
de pichones." Florencio se desprendía de ellas, Cuando m u r i ó su m u j e r , la h e r m a n a m a y o r de
molesto, aturdido. L a s m u j e r e s seguían desplu- ésta, m a d a m e Lecceur, q u e se h a b í a quedado viu-
m a n d o y disputándoselo, y vuelos de finas plu- da hacia u n año, la lloró de u n modo exagerado,
m a s caían, sofocándole como u n a h u m a r e d a , que yendo casi cada noche a llevar sus consuelos al
parecía m á s calentada y espesa a ú n por el olor desgraciado m a r i d o . Debió de alimentar, por
f u e r t e de las aves. Por fin, en medio del andén, aquella época, el proyecto de agradarle y de to-
cerca de las fuentes, Florencio encontraba a Ga- mar el puesto caliente a ú n de la d i f u n t a . Pero
vard en m a n g a s de camisa, con los brazos cru- Gavard detestaba a las m u j e r e s flacas; decía que
zados sobre el peto de su delantal azul, y pero- le daba p e n a el sentir los huesos debajo d e la
r a n d o delante de su tienda. Allí Gavard reinaba, piel; n u n c a acariciaba m á s q u e a los p e r r o s y a
con gesto de buen principe, en medio de u n gru- los gatos m u y gordos, gozando u n a satisfacción
po de diez o doce m u j e r e s . E r a el único h o m b r e personalísima al p a l p a r los espinazos redondos y
del mercado. Y tenia la lengua larga en tal me- bien n u t r i d o s . Madame Lecceur, ofendida, furio-
dida, q u e después de haberse peleado con las cin- sa al ver q u e se le escapaban las monedas* de cien
co o seis mozas q u e tenía sucesivamente p a r a sueldos del pollero, f u é a l m a c e n a n d o u n rencor
estar en la tienda, se decidió a vender su m e r - mortal. Su cuñado f u é el enemigo al cual consa-
cancía por sí mismo, diciendo i n g e n u a m e n t e q u e gró t o d a s sus horas. Cuando le vió establecerse
aquellas pécoras p a s a b a n todo el santo día chis- en los Mercados, a dos pasos del pabellón en que
ella vendía mantequilla, quesos y huevos, le acu- mejillas c u a n d o la e n c o n t r a b a ; la joven era gor-
só de haber " i n v e n t a d o aquello p a r a darle en dinflona y exquisita de carnes.
los hocicos y «llevarle la m a l a p a t a " . Desde en- Una tarde, cuando Florencio estaba sentado en
tonces se lamentó, se puso m á s amarilla todavía, la salchichería, cansado de los inútiles correteos
y se consumió p o r dentro de tal m a n e r a , q u e aca- que h a b í a hecho por la m a ñ a n a en busca de u n a
bó realmente por perder la p a r r o q u i a y hacer colocación, entró Marjolin. Este muchacho, de
malos negocios. Había tenido m u c h o tiempo a su espesor y de d u l z u r a flamencas, era el protegido
lado a la h i j a de u n a de sus h e r m a n a s , u n a al- de Lisa. Decía ésta que no era malo, q u e era algo
deana q u e le envió a la niña sin preocuparse nun- tonto, de f u e r z a s de caballo, y a d e m á s interesan-
ca m á s por ella. L a n i ñ a creció en medio de los te en grado superlativo, p o r q u e no se le conocía
Mercados. Como el apellido de su familia era Sa- padre ni m a d r e . E r a ella la q u e le había colocado
rriet, m u y p r o n t o n o la l l a m a r o n m á s que la en casa de Gavard.
Sarriette. A los diez y seis años, la Sarriette era
u n a bigardona t a n descarada, que m u c h o s se- Lisa estaba ert el mostrador, enojada al ver los
ñores i b a n a c o m p r a r quesos solamente por ver- zapatos llenos de b a r r o de Florencio, q u e m a n -
la. Ella no quiso a los señores; era populachera, chaban el enlosado blanco y rosa. Dos veces se
con su rostro pálido de virgen m o r e n a y s u s ojos había levantado ya para echar aserrín por la
que a r d í a n como tizones. Escogió a u n m a n d a d e - tienda. L a joven sonrió a Marjolin.
ro, u n m u c h a c h o de Ménilmontant q u e hacía los —El señor Gavar—dijo el j o v e n — m e m a n d a a
m a n d a d o s de su tía. Cuando, a los veinte años, se que pida a usted...
estableció como vendedora de f r u t a s , con algu- Se detuvo y m i r ó alrededor, b a j a n d o la voz;
nos fondos cuyo origen no se conoció bien nunca, después prosiguió:
su a m a n t e , a quien l l a m a b a n el señor Julio, co- -^-Me h a encargado m u c h o q u e esperase a q u e
menzó a cuidarse las m a n o s , n o llevó m á s que no hubiera nadie, y q u e le repitiera a usted estas
blusas limpias y u n a gorrilla de terciopelo, y so- palabras, q u e m e h a hecho aprender de m e m o r i a :
l a m e n t e f u é a los Mercados p o r la tarde, en za- " P r e g ú n t a l e s si n o hay n i n g ú n peligro, y si pue-
patillas. Vivían j u n t o s , en la calle de Vanvilliers, do ir a h a b l a r con ellos de lo que ya s a b e n " .
en el tercer piso de u n a g r a n casa, cuyos b a j o s —Di al señor Gavard q u e le esperamos—res-
ocupaba u n mezquino café. L a ingratitud de la pondió Lisa, a c o s t u m b r a d a a los misteriosos pro-
Sarriette acabó de agriar a m a d a m e Lecrcur, q u e cederes del comerciante de aves. .
la t r a t a b a con f u r o r y con p a l a b r a s i n m u n d a s . Se Pero Marjolin no se f u é ; se quedaba como en
pelearon, la tía exasperada, la sobrina inventan- éxtasis delante d e la h e r m o s a salchichera, con
do con el señor J u l i o historias que iba a referir aspecto de zalamera sumisión. Como conmovida
al pabellón de las mantequillas. A Gavard le ha- por aquella adoración m u d a , prosiguió L i s a :
cía gracia la Sarriette; mostrábase lleno de in- — ¿ E s t á s contento en casa del señor Gavard?
dulgencia hacia ella y le d a b a golpecitos en las No es mal hombre, y h a r á s m u y bien en tenerle
satisfecho.
—Si, señora Lisa.
EL VIENTRE DE PARÍS. 7 TOMO I
—Sólo que tú n o eres razonable; ayer mismo La h e r m o s a Lisa permaneció en pie ¡letrás de
te vi yo encima del techo de los Mercados; ade- su m o s t r a d o r , con la cabeza un tanto vuelta h a -
más, te reúnes con u n a pandilla de desarrapados cia la p a r t e de los Mercados; y Florencio la con-
y de picaronas. Ahora eres ya todo u n h o m b r e ; templaba, m u d o , asombrado de e n c o n t r a r l a tan
pero es menester que pienses en lo porvenir. hermosa. La h a b í a visto m a l h a s t a entonces; no
sabía m i r a r a las m u j e r e s . Lisa se le aparecía por
—Sí, señora Lisa.
cima de las carnes del m o s l r a d o r . Delante de ella
L a bella salchichera tuvo que responder a una se ostentaban, en f u e n l e s de porcelana blanca,
d a m a q u e iba a encargar u n a libra de costillitas los salchichones de Arles y de L y o n ya comen-
con pepinillos. Separóse del m o s t r a d o r y se diri- zados, l a s lenguas y los pedazos de cerdo cocidos
gió al tajo, en el fondo de la tienda. Una vez alh, en agua, la cabeza de cerdo a n e g a d a en gelatina,
con u n cuchillo delgado separó tres costillitas de u n a c a j a de salchichas abierta y u n a lata d e sar-
u n pedazo de cerdo; y, levantando el machete, dinas cuyo roto metal m o s t r a b a u n lago de acei-
con el p u ñ o desnudo y sólido, dió t r e s golpes se- te; además, a derecha e izquierda, en varias plan-
cos. A cada golpe su falda de merino negro se chas, p a n e s de queso de Italia y de queso de
levantaba ligeramente por detrás, en tanto que cerdo, u n j a m ó n ordinario de color rosa pálido,
las ballenas de su corsé se m a r c a b a n en la a j u s - u n feóa de York d.> sangrienta carne, b a j o u n a
t a d a tela del cuerpo. Mostraba Lisa u n a gran se- envoltura de grasa. Y h a b í a a d e m á s f u e n t e s re-
riedad, con los labios sumidos y claros los ojos, dondas y ovaladas, las f u e n t e s de lengua embuti-
al recoger las costillitas y pesarlas con toda len- da, de gelatina t r u f a d a , de cabeza con pistachos;
titud. en tanto que m u y cerca de ella, casi b a j o su m a -
Cuando la d a m a h u b o p a r t i d o y vió Lisa a Mar- no, estaban la ternera mechada, el pastel de hí-
jolin, e n t u s i a s m a d o por haberla visto dar aque- gado, el pastel de liebre, en lebrinitos amarillos.
llos t r e s machetazos t a n limpios y t a n duros.
—¿Cómo? ¿Pero estás ahí todavía?—exclamó. Como Gavard n o se presentaba, arregló Lisa
Y Marjolin iba a salir de la tienda, cuando Lisa la grasa del pecho en el pequeño estante de m á r -
lo retuvo. mol, al extremo del m o s t r a d o r ; alineó el t a r r o de
m a n t e c a de cerdo y el pote de grasa de asado, secó
— E s c u c h a — l e dio.—Si te vuelvo a ver con esa
los platillos de las dos balanzas, palpó el calenta-
pindonguilla de Cadina... No digas q u e no. Esta
dor cuya llama expiraba, y, sienciosa, vovió de
m a ñ a n a m i s m o estabais j u n t o s én la tripería,
nuevo la cabeza y se puso a m i r a r al fondo de
viendo despedazar cabezas de carnero... No com-
los Mercados. Subía el tufillo de las carnes, y Lisa
prendo ni me cabe en la cabeza q u e u n buen
estaba como presa, en su t r a n q u i l i d a d pesada,
mozo como tú p u e d a complacerse en estar con
por el olor de las t r u f a s . Aquel día tenia u n a fres-
esa a r r a s t r a d a , con esa trotona... Vamos, ve a de-
cura soberbia; la b l a n c u r a de su delantal y d e
cir al señor Gavard q u e venga en seguida, ahora
sus m a n g u i t o s c o n t i n u a b a la b l a n c u r a de las
que n o h a y nadie.
fuentes, h a s t a su cuello grueso, sus m e j i l l a s ro-
Marjolin se m a r c h ó confuso, con aspecto de sadas, en las cuales revivían los suaves tonos de
desesperación, y sin responder u n a palabra.
EMILIO ZOLA

los j a m o n e s y la palidez de las g r a s a s t r a n s p a -


trar a mademoiselle Saget, que había e m p u j a d o
rentes. Intimidado a m e d i d a q u e la contempla-
la p u e r t a de la tienda, después de haber visto
ba, inquietado por aquella c u a d r a t u r a correcta,
desde el arroyo la n u m e r o s a r e u n i ó n que conser-
Florencio a c a b ó por examinarla a hurtadillas,
vaba en casa de los Quénu-Gradelle. L a viejeci-
en los espejos, alrededor de la tienda. Lisa se
11a, vestida con u n t r a j e desteñido, a c o m p a ñ a d a
reflejaba en ellos de espalda, de frente, de perfil;
por el eterno capazo negro q u e llevaba al brazo,
h a s t a en el techo la hallaba el deportado, cabeza
cubierta con u n sombrero de p a j a negra, sin la-
a b a j o , con el moño a p r e t a d o y s u s delgados ban-
zos, q u e e n c u a d r a b a u n rostro blanco en u n fon-
dos pegados sobre las sienes. E r a aquello toda
do de s o m b r a solapada, dirigió u n pequeño salu-
u n a m u c h e d u m b r e de Lisas, m o s t r a n d o la an-
do a los h o m b r e s y u n a desdentada sonrisa a la
c h u r a de los hombros, el poderoso nacimiento de
Salchichera. E r a u n a conocida; vivía a ú n en la
los brazos, el pecho redondeado, tan m u d o y tan
casa de la calle Pirouette, en la q u e m o r a b a des-
distendido, q u e n o despertaba ningún pensa-
de hacía c u a r e n t a años, pagándola a n o d u d a r
miento carnal, y se parecía a u n vientre. Detúvo-
con alguna pequeña r e n t a de q u e n o hablaba
se Florencio, complaciéndose sobre todo en ob-
nunca. Un día, n o obstante, había mencionado a
servar u n o de sus perfiles, q u e veía en u n espejo
Cherburgo, añadiendo que allí había nacido. N u n -
a su lado, entre dos mitades de cerdo. A lo largo
ca se pudo saber m á s acerca de ella. No hablaba
de los m á r m o l e s y espejos, colgados de las b a r r a s
m á s q u e de los otros, refiriendo las vidas a j e n a s
de garfios, p e n d í a n cerdos y tiras de tocino, y el
hasta el p u n t o de decir el n ú m e r o de camisas
perfil de la salchichera, con sus líneas f u e r t e s y
que cada cual daba a lavar cada m e s ; y llevaba
redondeadas, su seno q u e avanzaba, ponía entre
la necesidad de p e n e t r a r en la vida privada de los
ellos u n a efigie de reina a j a m o n a d a en medio de
vecinos h a s t a tal extremo, que escuchaba detrás
aquellas m a n t e c a s y de aquellas carnes crudas.
de las p u e r t a s y despegaba los sobres de las car-
Después la h e r m o s a salchichera se inclinó y son-
tas. Su lengua era temida desde la calle de San
rió de u n modo amistoso a los dos peces encar-
Dionisio hasta la calle de J u a n Jacobo Rousseau,
n a d o s q u e n a d a b a n c o n t i n ú a m e t e en el acuario
desde la calle de San Honorato h a s t a la calle de
del escaparate.
Mauconseil. D u r a n t e el día entero, iba de u n a
parte a otra con su capazo vacío, con pretexto de
Gavard entraba. F u é al p u n t o en busca de Qué- hacer provisiones, n o c o m p r a n d o nada, t o m a n d o
n u a la cocina, con aire de importancia. Cuando y dando noticias, poniéndose al corriente de los
se h u b o sentado de media a n q u e t a en u n a mesita m á s insignificantes sucesos, y logrando llegar de
de mármol, d e j a n d o a Florencio en su silla, a esta suerte a almacenar en su cabeza la historia
U s a en su m o s t r a d o r , y a Quénu apoyado de es- completa de las casas, de los pisos, de las perso-
paldas contra u n medio cerdo, a n u n c i ó por fin nas todas del barrio. Quénu la había acusado
q u e había encontrado u n a colocación p a r a Flo- siempre de haber divulgado el r u m o r de que el
rencio, que iban a reírse en grande y q u e el go- tío Gradelle había m u e r t o sobre la tabla d e picar;
bierno quedaría l i n d a m e n t e burlado. desde aquel entonces le conservaba rencor. P o r
P e r o se i n t e r r u m p i ó bruscamente, al ver en-
m á r m o l ; y, con u n a sonrisa les invitaba a q u e
otra parte, inademoiselle Saget sabía m u y bien a
continuasen su conversación i n t e r r u m p i d a .
q u é c a r t a quedarse respecto al tío Gradelle y a
los Q u é n u ; los detallaba, se los cogía p o r los cua- — ¿ P o r q u é no compra usted u n pedacito de
t r o costados, se los sabía " d e m e m o r i a " . Pero, adobo?—preguntó Lisa.
desde hacía quince días, la llegada de Florencio — U n pedacito de adobo, sí... No está mal...
la desorientaba, la a b r a s a b a con u n a verdadera T o m ó el tenedor con m a n g o de metal blanco
fiebre de curiosidad. Se ponía mala c u a n d o se colocado en el borde de la fuente, desdeñosamen-
abría en sus anotaciones algún a g u j e r o impre- te, p i n c h a n d o cada pedazo de adobo. Daba leves
visto. Y sin embargo, la vieja j u r a b a y p e r j u r a b a golpecitos en los huesos p a r a j u z g a r de su espe-
q u e ya había visto a aquel gran petardista en al- sor, les daba la vuelta, y examinaba cada pedazo
guna parte. de rosada carne, repitiendo:
Mademoiselle Saget se quedó delante del mos- —No, no, esto no m e apetece.
trador, contemplando las f u e n t e s u n a s t r a s otras, —Entonces, tome usted u n a lengua, u n pedazo
y diciendo con adelgazada voz: de cabeza de cerdo, u n a r a j a de t e r n e r a p i c a d a —
dijo pacientemente la salchichera.
—Ya no sabe u n a qué comer. Cuando llega la
tarde, vago como u n alma en pena buscando algo P e r o mademoiselle Saget movía la cabeza. A ú n
p a r a la comida... Por otra parte, no me apetece permaneció allí algunos instantes, haciendo mo-
nada... ¿Le q u e d a n a usted costillas rebozadas, hines de disgusto al m i r a r cada f u e n t é ; después,
madame Quénu? al ver q u e decididamente se h a b í a n callado todos
y q u e no podría averiguar nada, se m a r c h ó di-
Sin a g u a r d a r la respuesta, levantó u n a de las ciendo :
t a p a d e r a s del calentador. E r a el lado de los cho-
rizos, de l a s salchichas y de las morcillas. El ca- —No, m i r e u s t e d ; tenía deseos de c o m p r a r u n a
lentador estaba frió, y no h a b í a en él m á s q u e costillita rebozada, pero la que le queda a usted
u n a salchicha, olvidada sobre la parrilla. es demasiado grasa... O t r a vez será.
—Vea usted en el otro lado, mademoiselle Sa- Lisa se inclinó p a r a seguirla con la mirada, al
get—dijo la salchichera.—Creo q u e q u e d a u n a través de los redaños del escaparate. Vió a la
costillita. vieja atravesar el arroyo y e n t r a r en el pabellón
i—No, esto no me conviene-^-dijo a media voz de las f r u t a s .
la viejecilla, que, no obstante, metió las narices — ¡ E s a cabra v i e j a ! — g r u ñ ó Gavard.
b a j o la segunda t a p a d e r a . — T e n í a u n capricho, Y c u a n d o q u e d a r o n solos, contó q u é colocación
pero las costillitas rebozadas son indigestas, de había encontrado p a r a Florencio. F u é toda u n a
noche... Prefiero otra cosa q u e n o tenga q u e ca- historia. Uno de sus amigos, el señor Verlaque,
lentar siquiera. inspector de los pescados, estaba e n f e r m o h a s t a
Habíase vuelto hacia Florencio, y le m i r a b a ; tal p u n t o , q u e se veía obligado a pedir u n a licen-
m i r a b a también a Gavard, que tocaba u n a retre- cia. Aquella m i s m a m a ñ a n a le había dicho el po-
t a con las y e m a s de los dedos sobre la m e s a de bre h o m b r e que se alegraría m u c h o de poder p r o -
poner él m i s m o al que había de reemplazarle,
con objeto de conservar p a r a sí la plaza si llega- mí cuando h e entrado. ¿Qué decían ustedes, tío?
ba a curarse. Lisa la llamó.
— Y a c o m p r e n d e r á n ustedes—añadió Gavard— —Mire usted, ¿están b a s t a n t e delgadas asi.'
que Velarque no se r e p o n d r á en seis meses. Flo- E n u n pedazo de tabla q u e tenía delante, la
rencio se q u e d a r á con el destino. E s u n a coloca- salchichera cortaba l o n j a s de tocino delicada-
ción m u y aceptable. Y ya h e m o s metido en el a j o mente. Después, m i e n t r a s las envolvía, p r e g u n t o s
a la policía, p o r q u e el puesto depende dé la pre- . —¿No necesita u s t e d n a d a m á s ?
fectura. ¿ E h , q u é tal? Sería divertidísimo el ver Hombre, sí; ya q u e m e h e molestado en ve-
a Florencio yendo a cobrar dinero de esos sa- nir—contestó la Sarriette,—deme usted u n a li-
yones... bra de manteca... Me g u s t a n con delirio las pata-
Y se reía con toda su alma, p u e s aquello le pa- tas f r i t a s ; con diez céntimos de p a t a t a s f r i t a s y
recía p r o f u n d a m e n t e cómico. u n m a n o j o de rábanos, tengo b a s t a n t e p a r a u n
—No quiero esa colocación—dijo r o t u n d a m e n - almuerzo... Si, u n a libra de manteca, m a d a m e
te Florencio. — Me h e j u r a d o a mí m i s m o no Quénu.
aceptar n a d a del imperio. Me d e j a r í a m o r i r de L a salchichera había colocado sobre u n o de
h a m b r e antes q u e e n t r a r en la prefectura. E s im- los platillos de la balanza u n a hoja de papel re-
posible, ¿entiende usted, Gavard? cio. Cogía la m a n t e c a del pote, colocado b a j o el
Gavard oía y estaba u n tanto embarazado. Qué- estante, con u n a espátula de boj, a u m e n t a n d o
n u h a b í a b a j a d o la cabeza. Pero Lisa se h a b í a lentamente, con m a n o suave, el m o n t ó n de grasa
vuelto, y contemplaba fijamente a Florencio, con que se d e s p a r r a m a b a u n poco. Cuando cayó la
el cuello hinchado, con el seno reventado en el balanza, Lisa quitó el papel, lo dobló, y le dio
corpiño. Iba ya a abrir la boca, c u a n d o entró la vueltas vivamente con la p u n t a de los dedos.
Sarriette. H u b o u n nuevo silencio. —Son veinticuatro sueldos—dijo,—y seis de
— ¡ Bueno v a ! — exclamó la Sarriette con su las l o n j a s de tocino, son treinta sueldos. ¿No ne-
blanda r i s a ; — y a se' m e olvidaba c o m p r a r toci- cesita usted n a d a m á s ?
no... Madame Quénu, córteme usted doce lonjas, L a Sarriette dijo q u e no. Pagó, sin cesar de
pero m u y delgadas ¿verdad? Son para los p á j a - reir u n momento, exibiendo los dientes, m i r a n -
ros... Ha sido J u l i o el que h a querido h o y comer do a los h o m b r e s f r e n t e a frente, con la falda
pájaros... ¡Hola! ¿Está usted bien, tío? gris q u e se h a b í a vuelto u n poco, y la pañoleta
Llenaba toda la tienda con sus a m p l i a s faldas. r o j a m a l sujeta, q u e dejaba ver en el centro u n a
Sonreía a todo el m u n d o , m o s t r a n d o su rostro de línea blanca de su seno. Antes de salir, f u é a
f r e s c u r a de leche, despeinada por u n lado por el amenazar a Gavard, repitiendo:
viento de los Mercados. Gavard le había cogido ¿De modo q u e no quiere u s t e d decirme lo
las m a n o s ; y la Sarriette, con su habitual desca- que h a b l a b a n ustedes c u a n d o yo h e venido? Le
ro, le d i j o : he visto a usted reir desde el medio de la calle...
— A p u e s t o a q u e estaban ustedes h a b l a n d o de ¡ Ah, picaro! Ya no le quiero a usted.
Abandonó la tienda, y atravesó la calle co-
rriendo. Lg h e r m o s a Lisa dijo s e c a m e n t e :
— E s mademoiselle Saget la que n e s la h a en- historias... No hablemos de política, p o r q u e m e
viado. haría usted m o n t a r en cólera... Aqui n o se t r a t a
más q u e de Florencio, verdad? P u e s b i e n ; yo
Después, continuó el silencio. Gavard estaba
consternado por la acogida d a d a por Florencio digo q u e debe absolutamente aceptar el destino
a su proposición. L a salchichera f u é la p r i m e r a de°inspector. ¿No es esa tu opinión, Q u é n u ?
en hablar, diciendo con m u y amistosa voz: Quénu, que no decía ni media palabra, se que-
dó m u y cortado por la brusca p r e g u n t a de su
—Hace usted m u y mal, Florencio, en rechazar
ese destino de inspector del pescado... Ya sabe mujer.
usted c u á n difícil es hoy encontrar u n a coloca- — E s u n buen destino—respondió, sin querer
ción. Está usted en u n a posición en que n o puede comprometerse.
usted tener escrúpulos. Y al ver que comenzaba otra p a u s a embara-
— Y a h e dicho m i s razotees—respondió Flo- zosa :
rencio. Os lo ruego, dejemos este a s u n t o — d i j o Flo-
Lisa se encogió de hombros. rencio.—Mi resolución es irrevocable. E s p e r a r é .
—Vamos, eso no es serio ni razonable... Com- — ¡ E s p e r a r á usted!—exclamó Lisa perdiendo
p r e n d o que, en rigor, no sea usted amigo del go- la paciencia.
bierno. P e r o eso n o i m p i d e q u e se gane usted el Dos l l a m a r a d a s de color de rosa le h a b í a n su-
p a n ; sería demasiado tonto... Y además, el em- bido a las mejillas. E n s a n c h a d a s las caderas,
perador no es u n h o m b r e malo, amigo mío. Yo puesta en pie, se contenía p a r a no soltar u n a
le dejo a usted h a b l a r c u a n d o nos refiere usted mala palabra. E n t r ó u n a n u e v a persona, que
sus padecimientos... Pero ¿acaso el e m p e r a d o r desvió su cólera. E r a m a d a m e Lecceur.
sabía siquiera q u e tenía usted que comer p a n — ¿ P o d r í a usted d a r m e u n plato variado de
florecido y carne p a s a d a ? El n o puede estar en media libra a cincuenta sueldos libra? — p r e -
todo. Ya ve usted que, a nosotros no nos h a im- guntó.
pedido que hagamos nuestro negocio... No es us- Al pronto a p a r e n t ó q u e no h a b í a visto a su
ted justo, Florencio; no, n o es usted justo, ni c u ñ a d o ; después le saludó con u n a inclinación
poco ni m u c h o . de cabeza, sin decir palabra. E x a m i n a b a a los
Gavard estaba cada vez m á s cortado. No podía tres h o m b r e s de a r r i b a abajo, esperando sin d u -
tolerar que, delante de él, se t r i b u t a r a n aquellos da s o r p r e n d e r su secreto por el modo como espe-
elogios al emperador. rasen que n o estuviera ella allí. Comprendía q u e
Ah, no, eso no, m a d a m e Q u é n u — m u r m u r ó . les incomodaba, y esto la t o r n a b a m á s angulosa,
—Va usted demasiado lejos. E s todo de la ca- m á s agria, dentro de sus d e s m a ñ a d a s faldas,
nalla... con sus grandes brazos de a r a ñ a y sus enlazadas
—Oh, u s t e d — i n t e r r u m p i ó la bella Lisa ani- manos, que tenía debajo del delantal. Como ex-
mándose,—usted no e s t a r á contento m á s q u e el h a l a r a u n a ligera tosecilla:
día en que le roben y le m a t e n por todas esas —¿Se ha r e s f r i a d o u s t e d ? — d i j o Gavard em-
b a r a z a d o por aquel silencio. ^ . . : „ r , ;Q l£0h

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Madame Lecceur respondió u n " n o " m u y se-
co. E n los lugares en q u e los huesos le atravesa- otra c o n t i n u a b a escudriñando las fuentes, bus-
ban el rostro, la piel, estirada, era de u n r o j o de pando qué m á s iba a pedir. Cuando el plato va-
ladrillo, y la llama sorda q u e q u e m a b a sus pár- riado estuvo pesado ya, f u é preciso q u e la sal-
pados a n u n c i a b a a l g u n a e n f e r m e d a d del hígado, chichera le añadiese gelatina y pepinillos. E l
q u e latía en s u s celosas acritudes. Volvióse hacia bloque de gelatina, que tenía la f o r m a de u n
el mostrador, siguiendo cada a d e m á n de Lisa, pastel de Saboya, en medio de u n a plancha de
con la m i r a d a de desconfianza de u n a p a r r o q u i a - porcelana, tembló b a j o la m a n o de Lisa, b r u t a l
n a convencida de que la van a robar. de cólera; y la salchichera hizo salpicar el vina-
gre al tomar, con las yemas de los dedos, dos
—No m e ponga usted morcilla—dijo.—No me grandes pepinillos del pote q u e estaba d e t r á s del
hace gracia.
calentador.
Lisa h a b í a cogido u n cuchillo delgado y cor-
taba r a j a s de salchichón. Pasó después al j a m ó n —¿Son veinticuatro sueldos, verdad?—pre-
al h u m o y al j a m ó n ordinario, cortando l o n j a s guntó m a d a m e Leeoeur sin apresurarse.
m u y finas, algo encorvada, con la vista clavada Veía p e r f e c t a m e n t e la sorda irritación d e Lisa.
en el cuchillo. Sus m a n o s regordetas, de vivo co- Gozábase en ella, sacando las m o n e d a s con len-
lor de rosa, q u e tocaban las viandas con blanda titud, como si se le perdiera la m a n o entre las
ligereza, conservaban de ellas u n a especie de piezas de diez céntimos de su bolsillo. Miraba a
ductilidad grasienta, dedos ventrudos en las fa- Gavard de reojo, satisfecha del embarazoso si-
lanjes. Adelantó u n barreño, p r e g u n t a n d o : lencio que prolongaba su presencia allí, y j u -
r a n d o q u e no se iría, p u e s q u e a n d a b a n " d e ta-
—Quiere usted t e r n e r a mechada, ¿verdad?
p u j o s " con ella. Por fin la salchichera le puso su
Madame Lecceur pareció reflexionarlo larga- paquetito en la m a n o , y m a d a m e Lecceur tuvo
m e n t e ; después aceptó. La salchichera cortaba que retirarse. Se m a r c h ó sin decir u n a palabra,
ya en los barreños. Cogía en el borde de u n cu- lanzando u n a m i r a d a larga alrededor de la
. chillo de h o j a a n c h a r o d a j a s de ternera mecha- tienda.
da y de pastel de liebre. Y ponía cada r o d a j a en
medio de la h o j a de papel, sobre la balanza. Cuando se h u b o m a r c h a d o la vieja, Lisa es-
—¿No me da usted cabeza con pistachos? talló.
observó m a d a m e LeeoeUr, con su voz perversa. - — T a m b i é n es la d e Saget la que nos h a envia-
Lisa tuvo q u e ponerle cabeza con pistachos. do a esta otra. ¡Irá esa vieja chismosa a hacer
Pero la vendedora de m a n t e q u i l l a se ponía cada que desfile por aquí toda la gente de los Merca-
vez m á s exigente. Quiso dos r u e d a s de gelatina, dos p a r a saber lo q u e decimos!... ¡Y q u é m a l a s
q u e le gustaba m u c h o . Lisa, i r r i t a d a ya, j u g a n - son!... ¿Cuándo se h a visto c o m p r a r chuletas re-
do llena de impaciencia con el m a n g o de los cu- bozadas y platos variados a las cinco de la tarde?
chillos, se vió obligada a decirle que la gelatina Reventarían de u n a indigestión antes de q u e d a r -
era t r u f a d a y que no podían ponerla m á s q u e en se sin saber... P u e s les aseguro q u e si la Saget
los platos Variados de a tres f r a n c o s la libra. La me m a n d a otra, van a ver de q u é modo la reci-

m
ñ
cY, MEXICO-
bo. A u n q u e f u e s e m i m i s m a h e r m a n a , la pon- airosamente, con su cadena de oro sonando so-
dría de patistas en la calle. bre el delantal, los descubiertos cabellos peina-
Al ver la cólera de Lisa, los tres h o m b r e s se dos a la moda, y su corbata, u n lazo de e n c a j e s
callaban; Gavard h a b í a ido a apoyarse de codos que hacía de ella u n a de las reinas de la coque-
en la barandilla del mostrador, y se quedaba ab- tería en los Mercados. E x h a l a b a u n olor vago de
sorto, haciendo girar u n o de los b a l a u s t r e s de pescado fresco; y en u n a de las m a n o s , cerca del
cristal tallado, desprendido de la varilla de latón. dedo meñique, tenía pegada u n a escama de aren-
Después, levantando la cabeza: que q u e ponía allí u n toque anacarado. L a s dos
—Yo había considerado eso como u n a g r a n mujeres, que h a b í a n vivido en la m i s m a casa,
jugarreta. en la calle Pirouette, e r a n amigas íntimas, m u y
— ¿ E l q u é ? — p r e g u n t ó Lisa extremecida a ú n . unidas por u n a p u n t a de rivalidad q u e las hacía
— L a plaza de inspector del pescado. hablar u n a de o t r a continuamente. E n el barrio
Lisa levantó las manos, miró p o r ú l t i m a vez a se decía la bella N o r m a n d a , como decían la bella
Florencio se sentó en la b a n q u e t a rellena de pe- Lisa. Esto las oponia, las comparaba, las cons-
lote del m o s t r a d o r y no despegó m á s los labios. treñía a sostener cada cual su f a m a de belleza.
Gavard explicaba de cabo a rabo su idea; el m á s Inclinándose u n poco la salchichera, desde su
burlado, en r e s u m e n , sería el gobierno, a quien m o s t r a d o r veía, en el pabellón de e n f r e n t e , a la
le costaría los cuartos. Repetía con complacencia: pescadera, en medio de sus salmones y de s u s
—Amigo mío, esos belitres le h a n d e j a d o a rodaballos. L a s dos se vigilaban m u t u a m e n t e . L a
u s t e d morir de hambre, ¿verdad? Pues bien, es h e r m o s a Lisa se a p r e t a b a m á s los corsés. L a
necesario q u e a h o r a se deje usted n u t r i r p o r bella N o r m a n d a añadia sortijas a sus dedos y
ellos... E s magnífico, y desde el p r i m e r m o m e n - lazos a sus hombros. Cuando se encontraban,
to m e h a seducido la idea. m o s t r á b a n s e m u y cariñosas, m u y cumplidas,
con los ojos furtivos b a j o los p á r p a d o s medio
Florencio sonreía y seguía diciendo que no.
cerrados, buscando defectos. Hacían alarde de
Quénu, p a r a d a r gusto a su esposa, intentó bus-
servirse la u n a en casa de la otra y de apreciarse
car buenos consejos. Pero Lisa no parecía ya es-
mucho.
cucharle. Desde hacía u n instante, m i r a b a con
atención hacia la p a r t e de los Mercados. Brusca- Diga usted, ¿es m a ñ a n a c u a n d o hacen las
m e n t e se volvió a poner en pie, e x c l a m a n d o : morcillas?—preguntó la N o r m a n d a con su son-
— ¡ Ah! Ahora m e envían a la N o r m a n d a . Peor riente rostro.
p a r a ella. L a N o r m a n d a p a g a r á por las otras. Lisa permaneció fria. La cólera, m u y poco fre-
Una g r a n m o r e n a e m p u j a b a la p u e r t a de la cuente en ella, era tenaz e implacable. Respondió
tienda. E r a la h e r m o s a pescadera Luisa Méhu- que sí, secamente, de dientes p a r a a f u e r a .
din, llamada la N o r m a n d a . E r a ésta de u n a be- — E s que... m i r e usted, me gusta a r a b i a r la
lleza atrevida, m u y blanca y delicada de cutis, morcilla caliente, c u a n d o sale de la m a r m i t a .
casi tan f u e r t e como Lisa, pero de m i r a r m á s Vendré a c o m p r a r m a ñ a n a .
desvergonzado y de pecho m á s viviente. E n t r ó
Tenía clara conciencia de la m a l a acogida de
su rival. Miró a Florencio, que pareció interesar-
l a ; después, como no q u e r í a salir de la tienda te, q u e los tres hombres, aturdidos, n o h a b í a n
sin decir algo, sin p r o n u n c i a r la ú l t i m a palabra, tenido tiempo de intervenir. Lisa se reportó m u y
tuvo la i m p r u d e n c i a de a ñ a d i r : pronto. Volvía a e m p r e n d e r la conversación, sin
hacer la m e n o r alusión a lo que a c a b a b a de ocu-
— A n t e a y e r le compre a usted morcilla... Por rrir, c u a n d o entró de la calle Agustina, la criada
cierto q u e n o estaba m u y fresca. de la tienda.
— ¡ N o estaba m u y fresca!—repitió la salchi-
Entonces Lisa llamó apai te a Gavard y le dijo
chera, m á s blanca q u e el papel, con los labios
que no diese n i n g u n a contestación al señor Ver-
temblorosos.
laque; ella se encargaba de decidir a su cuñado,
Probablemente se hubiera reprimido todavía, y sólo pedía dos días de tiempo, todo lo m á s .
p a r a q u e la N o r m a n d a n o creyese que estaba Quénu volvió a la cocina. Cuando Gavard se lle-
despechada por c a u s a de s u corbata de encaje. vaba a Florencio y e n t r a b a n a t o m a r u n ver-
P e r o ya no se contentaban con espiarla, sino que m o u t h en casa del señor Lebigre, le mostró tres
i b a n a ofenderla, y esto p a s a b a ya de castaño m u j e r e s , en la calle cubierta, entre el pabellón
obscuro. Se encorvó, apoyando los p u ñ o s en el de pescado fresco y el pabellón de las aves.
mostrador, y con voz u n tanto e n r o n q u e c i d a :
— E s t á n de c h i s m o r r e o — m u r m u r ó Gavard con
—¡Diga u s t e d ! L a semana pasada, c u a n d o me aire de envidia.
vendió usted aquel p a r de lenguados, ¿sabe us-
Vaciábanse los Mercados, y allí estaban, en
ted? ¿Acaso f u i yo a decirle a usted delante de
efecto, mademoiselle Saget, m a d a m e Lecoeur y
gente q u e estaban todos podridos?
la Sa.riette, en el borde de la acera, La solterona
—¡Podridos!... ¡Mis lenguados podridos!—ex- peroraba.
clamó la pescadera, con el rostro teñido de púr-
—Cuando yo se lo decía a usted, m a d a m e Le-
pura.
coeur. Su c u ñ a d o de usted está metido siempre
Quedáronse u n i n s t a n t e sofocadas, m u d a s y en la tienda de ellos... Le h a visto usted, ¿ver-
terribles, sobre las carnes del mostrador. Toda dad?
su h e r m o s a amistad salía p i t a n d o ; u n a p a l a b r a
— ¡ O h ! Con m i s propios ojos. E s t a b a -sentado
había bastado p a r a m o s t r a r los agudos dientes,
encima de u n a mesa. Lo m i s m o que si estuviera
b a j o las sonrisas.
en su casa.
— E s usted u n a grosera—dijo la h e r m o s a nor- — Y o — i n t e r r u m p i ó la Sarriette—no h e oído
m a n d a . — ¡ C u a l q u i e r día vuelvo yo a poner los nada de malo. No sé a qué vienen todas esas su-
pies a q u í ! posiciones.
— V a y a usted, vaya u s t e d — d i j o la bella Lisa. Mademc'selle Saget se encogió de hombros.
— Y a sabemos a q u é atenernos. — ¡ A h í Bueno—repuso.—Usted es todavía de
L a pescadera salió, después de u n a palabrota buenas tragaderas, preciosa mía... Pero, ¿no ve
q u e soltó la salchichera, temblando de pies a usted por qué quieren los Quénu atraerse a Ga-
cabeza. L a escena había p a s a d o tan r á p i d a m e n - vard? Yo apuesto cualquier cosa a que dejará
cuanto tiene a la niña, a Paulina.

EL VIENTA DE PARÍS. 8 TOMO I


EMILIO ZOLA

—¡ Usted cree eso!—exclamó Madame Lecceur, vano los sesos... El señor Gavard le conoce, con
lívida de f u r o r . toda seguridad... Yo h e debido de verle en algu-
Después prosiguió con voz doliente, como si na parte, pero no recuerdo dónde.
acabase de recibir u n golpe t r e m e n d o : Aún estaba h u r g a n d o en su memoria, c u a n d o
—Yo soy sola, n o tengo quien me d e f i e n d a - llegó la N o r m a n d a como u n a t o r m e n t a . Acababa
Ese h o m b r e puede hacer lo q u e se le antoje... Ya de salir de la salchichería.
h a oído usted... Su sobrina se pone de su parte. —'Está m u y bien educada, esa animalaza de
H a olvidado y a todo lo que m e cuesta, y seria la Quénu—exclamó la pescadera, dichosa p o r
capaz de e n t r e g a r m e atada de pies y manos. poder desahogarse.—¡ P u e s no acaba de decirme
—No, no, t í a — d i j o la Sarriette.—Usted es la que yo vendo pescado podrido!... ¡Ah! ¡Buena
que n o h a tenido n u n c a m á s que m a l a s palabras la h e p u e s t o ! ¡Vaya u n barracón, con esas por-
p a r a mí. querías averiadas q u e envenenan a la gente!
Se reconciliaron i n m e d i a t a m e n t e y se besaron. — ¿ P e r o qué es lo que le h a dicho usted?—pre-
L a sobrina prometió no volver a hacerla enfa- guntó la vieja, gozosísima, e n t u s i a s m a d a , al en-
d a r ; la tía j u r ó , por lo m á s sagrado que p a r a ella terarse de que las dos m u j e r e s se h a b i a n pe-
existía, q u e consideraba a la Sarriette como a su leado.
propia h i j a . Entonces mademoiselle Saget les —¿Yo?... Nada absolutamente. Ni esto siquie-
dió consejos respecto al modo como debían con- ra..: Había yo e n t r a d o con toda amabilidad a
ducirse p a r a obligar a Gavard a q u e n o derro- prevenirle q u e iría a c o m p r a r morcilla m a ñ a n a
chase su f o r t u n a . Quedó establecido que los Qué- por la tarde, y entonces m e h a dicho las mil ne-
n u e r a n unos cualquier cosa, y que les vigilarían. cedades... Maldita hipócrita... con su aire de hon-
radez... Me las pagará, y m á s c a r a s de lo que se
—No sé qué demonios o c u r r i r á en su casa—
cree.
dijo la solterona;—pero no m e huele n a d a bien.
¿Qué piensas ustedes de ese Florencio de ese L a s tres m u j e r e s c o m p r e n d í a n m u y bien q u e
p r i m o de m a d a m e Q u é n u ? la N o r m a n d a n o les decía la v e r d a d ; pero n o por
L a s t r e s m u j e r e s se acercaron más, b a j a n d o ello hicieron menos coro a su riña con u n a ola
la voz. de m a l a s palabras. Volvíanse hacia el lado de la
—Bien saben ustedes — r e p u s o m a d a m e Le- calle de R a m b u t e a u , insultantes, i n v e n t a n d o
cceur,—que le vimos u n a m a ñ a n a , con los za- chismes sobre la suciedad de la cocina de los
patos rotos, la ropa llena de polvo y con todo el Quénu, hallando acusaciones v e r d a d e r a m e n t e
aspecto de u n l a d r ó n que h a dado u n mal golpe... prodigiosas. Si los salchicheros hubiesen ven-
Ese individuo m e da miedo. dido carne h u m a n a , la cólera de aquellas m u -
jeres n o h u b i e r a sido, m á s a m e n a z a d o r a . F u é
—No; está flaco, pero n o es u n mal h o m b r e — preciso que la pescadera volviera a empezar su
m u r m u r ó la Sarriette. narración por t r e s veces.
Mademoiselle Saget reflexionaba, pensando en
voz a l t a : —¿Y el p r i m o ? ¿Qué h a dicho el primo?—apre-
—Estoy i n d a g a n d o hace quince días, m e de- tó p e r v e r s a m e n t e mademoiselle Saget.
EMILIO ZOLA

— ¡ El p r i m o ! — respondió la N o r m a n d a con
voz a g u d a . — ¿ U s f i p cree en el primo?... ¡Vaya cha. E n cuanto se h u b o alejado, dijo solapada-
u n enamorado, el m u y pazguato! mente Madame L e c t é u í :
L a s otras tres comadres gritaron protestando. — E s t o y segura "de q u e la N o r m a n d a se h a b r á
L a honradez de Lisa era u n o de los artículos de puesto hecha u n a insolente; es su c o s t u m b r e -
fe del barrio... Haría m u y bien en no h a b l a r de los p r i m o s que
caen como llovidos del cielo, después de haber
— ¡ D e j e n ustedes! ¿Acaso se puede saber n u n -
encontrado u n niño en su puesto de p e s c a d o -
ca, con esas s a n t a s de pega, que no son m á s q u e
grasa? ¡Quisiera yo ver su virtud sin camisa!... Las t r e s se echaron a reir, mirándose. Des-
¡Tiene u n m a r i d o demasiado calzonazos p a r a n o pués, c u a n d o Madame Lecoeur se h u b o alejado
ponerle cuernos! a su vez:
—Mi tía, h a c e m u y m a l en preocuparse por
Mademoiselle Saget movía la cabeza, como di-
todas estas cosas; eso la hace adelgazar—dijo la
ciendo que n o estaba m u y lejos de c o m p a r t i r
Sarriette.—Me pegaba c u a n d o m e m i r a b a n los
aquella opinión. Dulcemente r e p u s o :
hombres... Buena está también, se lo aseguro a
— ¡ ¡ a n t o m á s c u a n t o que el p r i m o h a venido usted...
no se sabe de dónde, y q u e la historia contada
p o r los Q u é n u es b a s t a n t e d e s m a ñ a d a . Mademoiselle Saget se rió de nuevo. Y en
cuanto se halló sola, al doblar la e s q u i n a de la
— ¡ O h ! E s el a m a n t e de la gorda—afirmó de
calle Pirouette, pensó q u e " a q u e l l a s tres péco-
nuevo la pescadera.—Algún t u n a n t e , algún va-
r a s " no valían lo que costara u n a cuerda p a r a
go-a quien h a b r á recogido del medio del arroyo.
ahorcarlas. Por otra parte, sería u n a necedad
Eso está clarísimo.
grandísima el pelearse con los Quénu-Gradelle,
— L o s h o m b r e s flacos son m u y fuertes-—decla- personas ricas y m u y estimadas al fin y a la
ró la Sarriette con acento de convicción. postre. Dió u n rodeo, y f u é a la calle de Turbigo,
—Se h a vestido de nuevo de pies a cabeza— a la p a n a d e r í a de Taboureau, la m á s hermosa
hizo observar Madame Lecceur.—lío h a debido panadería del barrio. Madame Taboureau, que
de costarle poco. era í n t i m a amiga de Lisa, tenía en todas las co-
—Sí, sí, podría usted m u y bien tener r a z ó n — sas u n a autoridad incontestable. Cuando se de-
m u r m u r ó la solterona.—Será necesario que ave- cía " m a d a m e T a b o u r e a u h a dicho esto, m a d a m e
rigüemos... Taboureau h a dicho lo otro", no h a b í a que ha-
Entonces se comprometieron a tenerse al co- cer m á s que inclinarse. L a vieja señorita, con
r r i e n t e u n a s a o t r a s de lo que ocurriera en la pretexto, el día aquel, de saber a qué h o r a esta-
pocilga d e los Quénu-Gradelle. L a vendedora de ría el h o r n o caliente, p a r a llevar u n a f u e n t e de
m a n t e q u i l l a sostenía q u e quería abrir los ojos a peras, dijo mil elogios de la salchichera y se
su c u ñ a d o acerca de las casas que f r e c u e n t a b a . deshizo en alabanzas de la limpieza y de la ex-
Entretanto, la N o r m a n d a se había sosegado celencia de s u s morcillas. Después, contenta por
u n poco; se m a r c h ó , c a n s a d a de haber dicho de- aquella compensación moral, encantada por ha-
masiado, porque en el fondo era b u e n a m u c h a - ber atizado el fuego de la ardiente batalla que
EMILIO ZOLA

olfateaba, sin haberse peleado con nadie, volvió siento de la salchichería, que le tenía t a n lángui-
definitivamente a su casa, <?on la conciencia m á s damente invadido.
descargada, y revolviendo cien veces en su me- Volvía hacia su casa, c u a n d o se encontró con
m o r i a la imagen del primo de m a d a m e Quénu. Claudio Lantier. El pintor, encerrado en el fon-
do de su verdoso gabán, tenia la voz enronque-
Aquel m i s m o dia, por la noche, después de co-
cida, llena de cólera. Despotricó en contra de la
mer, salió Florencio y se paseó algún tiempo por
pintura, de la q u e dijo era u n oficio de perros,
u n a de las calles cubiertas d e los Mercados. Su-
j u r a n d o que en su vida volvería a coger u n pin-
bía u n a débil neblina, y los vacíos pabellones
cel. Aquella tarde, después de comer, había des-
tenían u n a tristeza gris, a g u j e r e a d a p o r las lá-
trozado de u n p u n t a p i é u n estudio que hacía,
grimas amarillas del gas. P o r p r i m e r a vez, Flo-
sirviéndole de modelo aquella d e s a r r a p a d a de
rencio comprendía que era i m p o r t u n o ; tenía
Cadina. El infeliz estaba s u j e t o a estos a r r e b a -
conciencia de la d e s m a ñ a d a m a n e r a con q u e ha-
tos de artista impotente en presencia de las obras
bía caido en medio de aquel m u n d o grueso, co-
sólidas y vivientes q u e soñaba. Entonces, n o
mo u n flaco ingénuo; se confesaba r o t u n d a m e n -
existía ya n a d a p a r a él; correteaba p o r las ca-
te q u e molestaba a todo el barrio y q u e empeza-
lles, viéndolo todo negro, y esperando el día de
ba a ser u n estorbo p a r a los Quénu, u n primo de
m a ñ a n a como u n a resurrección. De ordinario,
contrabando, de aspecto comprometedor en de-
decía q u e se sentía alegre por la m a ñ a n a y ho-
masía. Estas reflexiones le p o n í a n m u y triste, y
rriblemente desgraciado p o r la t a r d e ; cada u n o
n o porque h u b i e r a observado en su h e r m a n o ni
de sus dias era u n largo esfuerzo desesperado. A
en Lisa la m e n o r d u r e z a ; hacíale s u f r i r la mis-
Florencio le costó t r a b a j o reconocer en Claudio
m a bondad de ellos; se acusaba de falta de de-
al i n d i f e r e n t e gandúl de las noches del Mercado.
licadeza al instalarse de aquel modo en su casa.
Ya se h a b í a n visto en la salchichería. Claudio,
Asaltábanle dudas. El recuerdo d e la conversa-
que conocía la historia del deportado, le había
ción en la tienda, por la tarde, le causaba u n
estrechado la mano, diciéndole que era u n va-
malestar vago. Sentíase como invadido por aquel
liente. Por otra parte, el pintor iba m u y r a r a s
olor de carnes del mostrador, y se veía deslizar
veces a casa de los Quénu.
a u n a cobardía muelle y saciada. Quizá había
hecho mal en rechazar aquel destino de inspec- —¿Sigue usted viviendo en casa d e m i tía?—
ción que le ofrecían. Este pensamiento desperta- dijo Claudio.—No sé cómo se las .compone usted
ba en él u n a gran l u c h a ; era preciso q u e hiciese para permanecer en medio de aquella cocina.
grandes esfuerzos p a r a volver a hallar las rigi- Huele mal allí dentro. Cuando paso yo allí u n a
deces de su conciencia. hora, m e parece (jue h e comido de sobra p a r a
tres días. He hecho m u y mal en e n t r a r esta ma-
Entretanto, se había alzado u n viento h ú m e - ñ a n a en la salchichería; eso es lo q u e m e h a he-
do, que soplaba b a j o la cubierta, calle. Florencio cho estropear mi estudio.
recobró algo de calma y de c e r t i d u m b r e cuando
se vió obligado a abrocharse el redingote. El Y después de dar algunos pasos en silencio,
viento se llevaba de sus vestidos aquel olor gra- añadió:
— ¡ A h ! ¡Buenas gentes! Le aseguro a usted
de las r e j a s q u e d a b a n a los sótanos de los Mer-
q u e m e d a n pena, de tan bien como están. Yo
cados, en donde a r d e el gas eternamente. Allí,
había pensado hacerles unos retratos, pero no he
en aquellas p r o f u n d i d a d e s , hizo ver a Florencio
podido n u n c a llegar a d i b u j a r esos rostros re-
a Marjolin y Cadina, q u e cenaban t r a n q u i l a -
dondos, que no tienen huesos... ¡Vaya! De segu-
mente, sentados sobre u n a de las piedras de ma-
ro que no sería m i tía Lisa la que diera punta-
tanza de los depósitos de aves. Los dos golfos te-
piés a sus cacerolas. ¡Qué b r u t o he sido por ha-
nían procedimrentos originales para esconderse
ber estropeado la cabeza de Cadina! Ahora que
y habitar los sótanos, u n a vez que se h a b í a n ce-
bien lo pienso, quizá n o estuviera del todo mal.
rrado las v e r j a s .
Entonces se pusieron a h a b l a r de la tía Lisa. — ¿ E h ? ¡Qué animal, qué hermoso a n i m a l ! —
Claudio d i j o que su m a d r e n o veía a la salchi- repetía Claudio h a b l a n d o de Marjolin con envi-
chera desde hacía m u c h o tiempo. Dió a entender diosa admiración.—¡Y decir que ese animal es
q u e Lisa estaba algo avergonzada de su h e r m a - feliz! Así que se h a y a n tragado las patatas, se
na, q u e se había casado con u n obrero; además, acostarán j u n t o s en u n o de esos e n o r m e s cestos
n o le hacían gracia los desgraciados. E n cuanto llenos de plumas. E s o es vivir, por lo menos... A
a él, refirió q u e u n buen s ú j e t o se h a b í a pro- fe mía, hace usted bien en quedarse en la salchi-
puesto enviarle a u n colegio, seducido por los chería; puede ser que eso le h a g a a usted en-
asnos y por las b u e n a s m u j e r e s q u e d i b u j a b a , gordar.
desde la edad de ocho a ñ o s ; el buen h o m b r e ha-
bía fallecido, d e j á n d o l e mil francos de renta, lo Partió bruscamente. Florencio subió a su
cual le impedía morirse de h a m b r e . guardilla, t u r b a d o por aquellas inquietudes ner-
viosas q u e despertaban sus propias i n c e r t i d u m -
—•Pero no i m p o r t a — prosiguió Lantier.—Yo bres. Al día siguiente, evitó p a s a r la m a ñ a n a en
h u b i e r a preferido ser obrero... Mire usted, eba- la salchichería y se fué a d a r u n gran paseo a lo
nista, p o r ejemplo. Los ebanistas son dichosísi- largo de los muelles. Pero, a la h o r a de almorzar,
mos. T i e n e n u n a m e s a que hacer, ¿ v e r d a d ? P u e s le asaltó de nuevo la dulzura persuasiva de Lisa.
la hacen y se acuestan, satisfechos por haber Esta le volvió a h a b l a r del destino de inspector
t e r m i n a d o la mesa, absolutamente satisfechísi- del mercado, sin insistir con exceso, y como de
mos... Pero yo, n o d u e r n o g r a n cosa de noche. u n a cosa que merecía ser reflexionada. Floren-
Todos esos malditos estudios que n o puedo ter- cio escuchaba, con el plato lleno, ganado a pesar
m i n a r , me bailotean por la cabeza... Nunca con- suyo por la devota limpieza de la sala comedor;
sigo acabar, n u n c a , n u n c a . la a l f o m b r a ponía b l a n d u r a s b a j o sus pies; los
Se le desgarraba la voz, h a s t a llegar casi a los colgantes de la suspensión de cobre, el amarillo
sollozos. Después, p r o c u r ó reírse. Soltaba ter- claro del papel y de la encina clara d e los mue-
nos, buscaba p a l a b r a s i n m u n d a s , se h u n d í a en bles, le p e n e t r a b a n de u n sentimiento de h o n r a -
pleno fango, con la rabia fina de u n espíritu de- dez dentro del bienestar, q u e p e r t u r b a b a sus
licado y exquisito q u e d u d a de sí m i s m o y sueña ideas acerca de lo verdadero y de lo falso. Sin
con m a n c h a r s e . Acabó por agacharse ante u n a embargo, tuvo f u e r z a s p a r a negar todavía, repi-
tiendo sus razones, a pesar de la conciencia que sa e i n q u i e t a n t e de alguna cocina del infierno.
tenía del mal gusto que era el ostentar brutal- Después, todo a lo largo de las paredes, en es-
m e n t e sus rencores y s u s testarudeces en u n lu- tantes y h a s t a b a j o las mesas, se a m o n t o n a b a n
gar como aquel. Lisa n o se incomodó; por el tarros, lebrillos, cubos, fuentes, utensilios de ho-
contrario, sonreía, con u n a h e r m o s a sonrisa que jalata, u n a batería de cacerolas grandes, e m b u -
embarazaba a Florencio m á s q u e la irritación dos ensanchados, panoplias de cuchillos y ma-
sorda de la víspera. A la h o r a de comer, n o se chetes, hileras de asadores y de a g u j a s , todo u n
habló m á s q u e de las grandes salazones de in- m u n d o anegado en grasa. L a grasa se desborda-
vierno, que i b a n a tener ocupadísimo a todo el ba, a pesar de la excesiva limpieza, r e z u m a n d o
personal de la salchichería. por e n t r e los azulejos, barnizando los c u a d r a d o s
L a s veladas empezaban a ser frías. E n cuanto rojos del pavimento, d a n d o u n reflejo grisáceo
se había comido, p a s a b a n todos a la cocina, en al hierro colado del horno, puliendo los bordes
donde hacía m u c h o calor. Además, la cocina era de la tabla de picar con u n a t r a n s p a r e n c i a de
t a n grande, q u e podían estar a sus a n c h a s varias encina barnizada. Y en medio de aquella lejía
personas, sin estorbar el servicio, alrededor de a m a s a d a gota a gota, de aquella evaporación con-
u n a m e s a c u a d r a d a colocada en el centro. L a s tinua de las tres m a r m i t a s , en las q u e se derre-
paredes de la pieza, a l u m b r a d a p o r gas, esta- tían los cerdos, n o habia, desde el suelo h a s t a el
b a n recubiertas de azulejos blancos y azules has- techo, ni u n solo clavo q u e no chorrease grasa.
ta la a l t u r a de u n hombre. A la izquierda se ha-
llaba el gran h o r n o de hierro fundido, atravesa- Los Quénu-Gravelle lo fabricaban todo en su
do por t r e s agujeros, en los cuales tres robustas casa. No m a n d a b a n traer de f u e r a casi m á s q u e
m a r m i t a s h u n d í a n sus panzas negras por el ho- los platos de las casas m á s r e n o m b r a d a s , las sal-
llín del carbón de t i e r r a ; en el rincón, u n a pe- chichas, las latas de conservas, las sardinas, los
q u e ñ a chimenea, m o n t a d a sobre u n hornillo, quesos, los caracoles. De m a n e r a que, a partir
servía p a r a los asados; y p o r cima del horno, del m e s de septiembre, se t r a t a b a de rellenar los
m á s alto que las e s p u m a d e r a s , las c u c h a r a s y sótanos, vaciados d u r a n t e el verano. L a s veladas
los tenedores de largos mangos, en u n a hilera se prolongaban entonces h a s t a después d e h a -
de cajones numerados, se alineaban el pan r a - berse cerrado la tienda. Quénu, a y u d a d o por Au-
yado, el ñ n o y el grueso, la miga de p a n p a r a re- gusto y por León, hacía los salchichones, prepa-
bozar, las especias, el clavo, la nuez moscada, las r a b a el j a m ó n , derretía l a s mantecas, p r e p a r a n -
pimientas. A la derecha, la tabla de picar, enor- do los tocinos del pecho, los tocinos delgados,
me bloque de encina adosado a la pared, osten- los tocinos de picar. E r a u n ruido formidable
taba su pesadez, llena de huecos y a r a ñ a z o s ; de m a r m i t a s y de picadores, con olores de coci-
en tanto que varios aparatos fijados en el blo- n a q u e ascendían por la casa entera. Esto sin
que, u n a bomba de inyectar, u n a m á q u i n a impe- perjuicio de la salchichería corriente; de la sal-
Iente, u n a picadora mecánica, p o n í a n allí, con chichería fresca, los pasteles de hígado y de lie-
sus e n g r a n a j e s y sus manivelas la idea misterio- bre, l a s galantinas, las b u t i f a r r a s y las morcillas.
Aquella noche, a eso de las once, Quénu, q u e
h a b í a puesto al fuego dos m a r m i t a s de m a n t e c a tro dedos de cuchillo; es la medida... Pero, m i r e
tuvo q u e dedicarse a la morcilla. Augusto ú usted, la m e j o r señal es c u a n d o fluye a ú n la
ayudo. En u n a esquina de la c u a d r a d ! mesa, sangre y yo la recibo golpeándola con la m a n o
Lisa y Agustina r e p a s a b a n la ropa blanca- en en el cubo. E s preciso que tenga buen calor, q u e
t a n t o que, en f r e n t e de ellas, al otro lado de la sea cremosa, pero n o espesa con exceso.
i ¡ 8 l C l 0 r . e n T , S e h a b í a s e n t a d ° . con el rostro Agustina había d e j a d o la a g u j a . Con los ojos
vuelto hacia el horno, sonriendo a la pequeña levantados, contemplaba a Augusto. Su semblan-
Paulina, la cual, apoyada en sus rodillas, quería te coloradote, de f u e r t e s cabellos castaños, ad-
q u e la hiciese " s a l t a r en el aire". Detrás de ellos quiría aspecto de p r o f u n d a atención. Por otra
León picaba c a r n e p a r a b u t i f a r r a s sobre el blo- parte, Lisa y h a s t a la pequeña Paulina, escucha-
q u e de encina, con golpes lentos y regulares ban con g r a n interés.
A
m | f s t ; comenzó por ir a b u s c a r al patio dos ; —Yo pego, pego, pego, ¿entienden ustedes?—
colodras llenas de sangre de cerdo. El era el q u e continuó el m a n c e b o agitando la m a n o en e l va-
sangraba en el matadero. T o m a b a la sangre v el cío como si batiese u n a c r e m a . — P u e s bien, cuan-
i" l 0 S / " Í m f l e s ' d e j a n d 0 a los despelle- do retiro la m a n o y la miro, es preciso q u e esté
adores el cuidado de llevar a la tienda, por la como e n g r a s a d a por la sangre, de m a n e r a que
tarde, los cerdos completamente p r e p a r a d o s en esa especie de g u a n t e rojo sea del m i s m o rojo
el coche. Quenu pretendía que A u g u í t o sangra- por todas partes. Entonces se puede decir sin
b a como n i n g ú n oficial de salchichero de París equivocarse: " L a morcilla será b u e n a " .
Lo cierto era que Augusto era inteligentísimo en Permaneció u n i n s t a n t e con la m a n o en el
lo tocante a la calidad de la sangre; la morcilla aire, placenteramente, con actitud muelle; aque-
buena 11 " 113 S1Gmpre qUe decía:
" L a morcilla será lla m a n o que vivía en los cubos de sangre, mos-
trábase por completo rosada, con f u e r t e s uñas,
— B u e n o ; ¿ t e n d r e m o s b u e n a morcilla?—ore-
F al extremo de la blanca m a n g a . Q u é n u había
gunto Lisa.
aprobado con u n movimiento de cabeza.
Augusto dejó en t i e r r a las dos colodras yJ len- Hubo u n a p a u s a . León continuaba picando.
tamente dijo:
Paulina, que se h a b í a quedado pensativa, se vol-
—Así lo creo, m a d a m e Quenu, sí; así lo c r e o . vió a a p o y a r en las rodillas de Florencio, gritan-
Empiezo por verlo en la m a n e r a como fluye la do con. su clara voz:
sangre. Cuando retiro el cuchillo, si la sangre —Oye, primo, vuélveme a contar la historia
cae demasiado despacio, no es b u e n a señal, por- de aquel señor que f u é comido por las fieras.
q u e p r u e b a q u e es pobre... Sin d u d a la idea de la sangre de los cerdos ha-
eso
f , i n t e r r u m p i ó Quénu, — depende bía despertado en la mocosa la de " a q u e l señor
también de como h a y a sido h u n d i d o el cuchillo. que f u é comido por las fieras". Florencio n o com-
El lívido rostro de Augusto m o s t r ó u n a son- prendía, y p r e g u n t a b a qué señor era. Lisa se
n S3. echó a reir.
—No, no—respondió.—Yo m e t o siempre cua- :
— P i d e la historia de aquel desgraciado, ¿sabe
usted? Aquella historia q u e contó usted u n a no- la m á q u i n a del barco, c a l e n t a b a n de tal modo los
che a Gavard. P a u l i n a debió de haberla oído. sollados, q u e diez de los forzados se m u r i e r o n
Florencio se había puesto m u y grave. L a niña de calor. D u r a n t e el día, les hacían subir de cin-
se dirigió a t o m a r en brazos al g r a n gato ama- cuenta en cincuenta, p a r a permitirles q u e respi-
rillo y f u é a dejarlo sobre las rodillas del primo, rasen el aire del m a r ; y como les tenían miedo,
diciéndole q u e t a m b i é n Mouton quería oir la his-
dos cañones estaban siempre p r e p a r a d o s en el
toria. Pero Mouton saltó sobre la mesa. Quedó-
pequeño espacio en q u e se paseaban. E l pobre
se allí, sentado, redondeado el dorso, contem-
plando a aquel alto p e r s o n a j e flaco, que, desde hombre estaba contentísimo c u a n d o le llegaba
hacía quince días, parecía ser p a r a él u n tema la vez. Sus sudores se calmaban u n poco. Ya n o
de p r o f u n d a s reflexiones. Entretanto, P a u l i n a se comía, y estaba m u y enfermo. P o r la noche,
e n f a d a b a y d a b a p a t a d i t a s queriendo oir la his- cuando les volvían a b a j a r y c u a n d o el m a l tiempo
toria a todo trance. Como se llegara a poner ver- del m a r le hacía r o d a r entre dos de sus compa-
d a d e r a m e n t e insoportable: ñeros, el pobre infeliz se sentía cobarde y llora-
ba, sintiéndose dichoso p o r poder llorar sin q u e
—Yaya, cuéntele usted lo que pide—dijo Lisa le vieran.
a Florencio,—a ver si nos d e j a tranquilos.
P a u l i n a escuchaba con los o j o s agrandados, y
Florencio g u a r d ó a u n silencio por unos ins- con las dos m a n e c i t a s devotamente cruzadas.
tantes. Tenía la vista clavada en el suelo; des-
H — P e r o — l e i n t e r r u m p i ó , — e s a no es la historia
pués, alzando l e n t a m e n t e la cabeza, contempló
del señor que f u é comido por las fieras... Esa es
f i j a m e n t e a las dos m u j e r e s que estaban t i r a n d o
de la a g u j a y m i r ó a Q u é n u y a Augusto, que otra historia, ¿verdad, p r i m o ?
p r e p a r a b a n la m a r m i t a para la morcilla. El gas —Espera, ya lo verás—respondió dulcemente
a r d í a t r a n q u i l a m e n t e ; el calor del h o r n o era m u y Florencio.—Ya llegaremos a la historia del se-
dulce, y toda la grasa de la cocina relucía con ñor... Ahora te la estoy contando entera.
u n bienestar de digestión lenta. E n t o n c e s Flo- — ¡ A h ! B u e n o — m u r m u r ó la niña con aspecto
rencio sentó a P a u l i n a sobre u n a de sus rodillas, de felicidad.
y sonriendo con triste sonrisa, y dirigiéndose a Sin embargo, permaneció pensativa, visible-
la niña, comenzó: m e n t e p r e o c u p a d a por a l g u n a gran dificultad
que no podía resolver. P o r fin se decidió:
— E r a s e u n a vez u n pobre hombre. Le envia-
—¿Y q u é h a b í a hecho el pobre h o m b r e — p r e -
ron m u y lejos, m u y lejos, al otro lado del mar...
g u n t ó — p a r a q u e le enviaran t a n lejos y le metie-
E n el barco que se lo llevaba, había cuatrocien-
tos forzados con los cuales le pusieron. El pobre r a n en el barco?
h o m b r e tuvo que vivir cinco semanas en medio Lisa y Agustina sonrieron. Las e n t u s i a s m a b a
de aquellos bandidos, vestido como ellos de tela el talento de la niña. Y Lisa, sin responder direc-
de saco, comiendo en su m i s m a escudilla. Devo- tamente, aprovechó la circunstancia p a r a darle
rábanle piojos enormes, y u n o s sudores horribles u n a lección de m o r a l ; y dejó a la niña m u y sor-
le d e j a b a n sin fuerzas. L a cocina, la panadería, prendida al decirla que m e t í a n de aquella m a n e -
r a en el barco a los niños que no e r a n buenos.
—-Entonces observó juiciosamente Paulina, ían flacos, t a n abandonados, con u n a s barbas
— e s t a b a bien becho, si el pobre h o m b r e q u e dice tan largas, q u e daban compasión...
mi p r i m o lloraba p o r las noches. —Augusto, deme usted el tocino—gritó Quénu.
Lias volvió a coser, b a j a n d o los h o m b r o s . Qué- Y c u a n d o tuvo la fuente, hizo resbalar con
n u n o había oído. Acababa de cortar en la m a r - ' suavidad h a s t a la m a r m i t a las l o n j i t a s de tocino,
m i t a u n a s r o d a j a s de cebolla, q u e adquirían, so- empujándolas con el cabo de la cuchara. Las
b r e el fuego, vocecillas claras y a g u d a s d e ciga- lonjas se f u n d í a n . Un vapor m á s espeso subió
r r a s a c h i c h a r r a d a s de calor. Aquello olía m u y del horno.
bien. L a m a r m i t a , al h u n d i r Quénu en ella en su —¿Y qué les d a b a n de comer?—preguntó P a u -
g r a n c u c h a r a de palo, c a n t a b a m á s fuerte, lle- lina p r o f u n d a m e n t e interesada.
n a n d o la cocina con el olor p e n e t r a n t e de la ce- —Les d a b a n arroz lleno ele g u s a n o s y carne
bolla frita. Augusto, en u n a fuente, p r e p a r a b a que olía pial—respondió Florencio, c u y a voz se
las l o n j a s de tocino. Y el picador de León sonaba iba poniendo sorda.—Era preciso q u i t a r los gu-
con golpes m á s vivos, r a s c a n d o la tabla a veces, sanos p a r a comerse el arroz. L a carne, asada
p a r a recoger la c a r n e de b u t i f a r r a q u e comen- o m u y frita, a ú n se podía comer; pero hervida
zaba a convertirse en pasta. echaba u n olor t a n atroz, q u e m u y a m e n u d o
— C u a n d o llegaron p o r fin—continuó Floren- daba cólicos.
cio,—llevaron al h o m b r e a u n a isla l l a m a d a " Isla —Yo p r e f e r i r í a comer sólo p a n seco—dijo la
del Diablo". Allí estaba con otros camaradas, a niña después d e reflexionar.
quienes también h a b í a n expulsado de su país, León, que h a b í a acabado de picar, llevó la
l o d o s f u e r o n desgraciadísimos. Al principio, les carne" en u n a fuente, a la m e s a c u a d r a d a . Mou-
obligaron a t r a b a j a r como a los forzados. El gen- ton, q u e había permanecido sentado, con los ojos
d a r m e q u e les g u a r d a b a los contaba tres veces fijos en Florencio, como sorprendido en extremo
al día, p a r a estar bien seguro de q u e no faltaba por la historia, tuvo que retroceder u n paso, lo
nadie. Más tarde, les d e j a r o n en libertad de ha- que hizo de malísima gana. Se hizo u n ovillo,
cer lo q u e quisiesen; sólo los encerraban por la roncando, con el hocico sobre la carne picada. E n -
noche, en u n a g r a n c a b a ñ a de m a d e r a , en donde tretanto, Lisa parecía no poder ocultar su asom-
dormían en u n a s h a m a c a s tendidas entre dos bro ni su repugnancia. El arroz lleno de gusa-
nos y la c a r n e q u e olía m a l le parecían segura-
barrotes. Al cabo de u n año, i b a n descalzos, y
mente porquerías apenas creíbles, completamen-
s u s vestidos estaban tan destrozados que d e j a -
te deshonrosas para aquel que las había comido.
b a n la piel al descubierto. Se h a b í a n construido Y en su hermoso rostro sosegado, en la turgen-
u n a s chozas con troncos de árboles, p a r a res- cia de su cuello, se veía u n vago espanto ante
g u a r d a r s e del sol, cuyas llamas lo q u e m a n todo aquel h o m b r e alimentado con cosas i n m u n d a s .
en aquellas t i e r r a s ; pero las chozas n o podían
preservarles de los m o s q u i t o s que, p o r la noche, —No, no era u n lugar de delicias—prosiguió
les cubrían de g r a n o s y de ronchas. De esto m u - Florencio, olvidando a la n i ñ a y con los ojos va-
rieron varios; los otros se pusieron amarillos. gamente posados en la m a r m i t a q u e humeaba.—-
EL VIENTRE DE PARÍS. 9 TOMO I
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Gada día v e j á m e n e s nuevos, u n a humillación sus chozas. Una noche p a r t i e r o n sobre algunas
continua, u n a violación de toda justicia, u n des- malas vigas que h a b í a n u n i d o c o n , r a m a s secas.
preció de la caridad h u m a n a q u e exasperaban a El Viento las impelía hacia la costa. Iba y a a des-
los prisioneros y les q u e m a b a n lentamente con p u n t a r el día, c u a n d o la almadia se estrelló con-
u n a c a l e n t u r a d e rencor enfermizo. Vivían como tra u n banco de a r e n a con tal volencia, que los
animales, con el látigo e t e r n a m e n t e levantado desatados troncos de los árboles f u e r o n arras-
sobre los hombros. Aquellos miserables querían trados por las olas, Estuvo en u n tris q ü e los t r e s
m a t a r al hombre... No se puede olvidar, no, no desgraciados q u e d a r a n en la arena. H u n d í a n s e
es posible— Aquellos padecimientos c l a m a r á n en ella h a s t a la e i n t u r a ; h u b o u n o de ellos q u e
venganza algún día. p se h u n d i ó h a s t a la garganta, y los otros dos tu-
Había b a j a d o la voz, y el tocino q u e silbaba vieron que retirarle de allí. P o r fin llegaron a
alegremente en la m a r m i t a la apagaba con su una roca, en la q u e a p e n a s h a b í a b a s t a n t e espa-
r u i d o de hirviente f r i t u r a . Pero Lisa le oía, asus- cio p a r a sentarse. Cuando se levantó el sol, divi-
tada por la expresión implacable q u e brusca- saron e n f r e n t e de ellos la costa, u n a línea de
m e n t e había tomado su rostro. Le juzgó hipócri- acantilados grises que ocupaba todo u n lado del
ta, por aquel aspecto de dulzura que sabía fingir. horizonte. Dos de ellos, que sabían n a d a r , se de-
cidieron a ganar los acantilados. P r e f e r í a n arries-
El sordo acento de Florencio había llevado al
garse a ahogarse en seguida antes q u e morirse
colmo el placer de Paulina. La niña se agitaba
lentamente de h a m b r e sobre la roca. Prometie-
sobre la rodilla del primo, encantada con el re-
ron a su c a m a r a d a q u e i r í a n en su busca en
lato de ésté,
cuanto hubiesen tocado tierra y se h u b i e r a n pro-
" ¿ Y el h o m b r e ? ¿Y el h o m b r e ? — m u r m u r a b a . porcionado u n a barca.
Florencio miró a la niña, pareció recprdar, y
volvió a verse en Süs labios su sonrisa triste. — ¡ A h ! ¡Bueno. Ahora ya lo sé!—exclamó
— E l h o m b r e — d i j o — n o estaba contento con P a u l i n a batiendo p a l m a s de alegría.-—Es la his-
hallarse en la isla. No tenía m á s idea q u e u n a ; toria del señor q u e f u é comido p o r las fieras.
irse, atravesar el m a r p a r a llegar a la costa, cuya —-Los dos pudieron llegar a la costa—prosi-
línea blanca se veía en el horizonte / e n los días guió Florencio.—Pero la h a l l a r o n desierta, y tan
de büen tiempo. Pero esto no era fácil. E r a pre- sólo al cabo de c u a t r o días pudieron e n c o n t r a r
ciso construir u n a almadía. Como ya h a b í a n h u í - u n a barca... Cuando volvieron a la roca, vieron a
do otros prisioneros, h a b í a n echado a b a j o todos su compañero tendido boca arriba, con los pies
los árboles de la isla, con objeto d e q u e los otros y las m a n o s devorados ,el rostro roído, el vientre
n o pudieran procurarse m a d e r a , L a isla estaba lleno de u n a infinidad de c a n g r e j o s q u e agitaban
talada por completo, tan desnuda, tan árida b a j o la piel dé los costados, como si u n estremeci-
los ardientes soles ( que la p e r m a n e n c i a en ella miento furioso hubiera sobrecogido a aquel ca-
se hacía a ú n m á s horrible y peligrosa. Entonces dáver medio comido y reciente todavía.^
el h o m b r e tuvo la idea, con dos d e süs enmara- Lisa y Agustina d e j a r o n escapar u n gruñido
das, de servirse de los troncos de los árboles de de r e p u g n a n c i a . León, q u e p r e p a r a b a las tripas
CNiygRSigñB DE NUEVO LEON
I^QIE^ «ATARIA
« i p i l
EMILIO ZOLA

<le cerdo p a r a las morcillas, hizo u n a mueca. Qué-


n u se detuvo en su t r a b a j o y m i r ó a Augusto, Al llegar a este punto, Agustina soltó u n a li-
asaltado de náuseas. L a única q u e se reía era gera c a r c a j a d a ; después, c o n f u s a p o r haberse
P a u l i n a . Aquel vientre, cubierto por infinidad reído, y n o queriendo q u e p u d i e r a creerse que
de cangrejos, se ostentaba e x t r a ñ a m e n t e en me- carecía de corazón:
dio de la cocina, mezclando olores sospechosos —No, no—balbuceó.—No m e río de eso. E s de
a los p e r f u m e s del tocino y de la cebolla. Mouton...* Mire usted a Mouton, señora.
— ¡ D a d m e la sangre!—exclamó Quénu, quien, Lisa, a su vez, se alegró. Mouton, q u e conti-
por otra parte, no seguia el hilo de la narración. nuaba teniendo b a j o el hocico la f u e n t e de la
Augusto acercó las dos colodras, y lentamen- carne picada, se hallaba probablemente incómo-
te, vertió la sangre en la m a r m i t a , en débiles hi- do y como disgustado p o r aquel m a n j a r . Se ha-
lillos rojos, en tanto que Quénu la recibía agi- bía levantado, rascando la m e s a con la p a t a , co-
tando f u r i o s a m e n t e la mezcla que iba espesan- mo para cubrir la fuente, con la prisa de los ga-
do. Cuando las colodras estuvieron vacías, Qué- tos que quieren e n t e r r a r sus inmundicias. Des-
nu, cogiendo u n o por u n o los cajones de encina pués volvió la espalda a la fuente, se t u m b ó de
del horno, tomó d e d a d a s de especias. Sobre todo, costado, estirándose, con los o j o s medio cerra-
echó g r a n cantidad de pimienta. dos, y moviendo la cabeza con u n a caricia de
—¿Y le d e j a r o n allí, v e r d a d ? — p r e g u n t ó Lisa. beatitud. E n t o n c e s todo el m u n d o alabó a Mou-
. — ¿ P u d i e r o n regresar sin peligro? ton; afirmaron q u e n u n c a robaba, y que se po_
—Cuando regresaban—respondió Florencio,— dían d e j a r todas las cosas a su alcance. P a u l i n a
cambió el viento y f u e r o n impelidos h a c i a alta contó c o n f u s a m e n t e q u e el a n i m a l le l a m í a los
m a r . Una ola les a r r e b a t ó u n remo, y el a g u a en- dedos y le limpiaba la cara, después de comer
t r a b a a c a d a soplo del viento con t a n t a f u r i a , sin morderla.
q u e n o podían hacer m á s q u e achicarla sólo con Pero Lisa volvió al a s u n t o de saber si es posi-
las m a n o s . Así r o d a r o n f r e n t e a las costas, im- ble estar sin comer t r e s días. Aquello n o podía
pelidos por u n a ráfaga, vueltos hacia la playa ser de n i n g ú n modo.
por la marea, y después de t e r m i n a r sus provi- —No—dijo.—No lo creo... Por otra parte, no
siones, sin u n a sola b o c a n a d a "de p a n . E s t o d u r ó hay nadie q u e h a y a estado t r e s días sin comer.
tres días. Cuando se dice " F u l a n o se m u e r e de h a m b r e " ,
— ¡ T r e s días!—exclamó la salchichera estupe- no es m á s que u n modo de expresarse. Siempre
f a c t a . — ¡ T r e s dias sin c o m e r ! se come, m á s o menos... Sería preciso hallar des-
—Sí, tres días sin comer. Cuando el viento del graciados abandonados p o r completo, gente per-
Este les llevó por fin a tierra, u n o de ellos estaba dida...
t a n debilitado, que permaneció toda u n a m a ñ a - Sin d u d a iba a a ñ a d i r " c a n a l l a s indignos de
n a sobre la arena. Murió por la tarde. Su com- Sacramentos", pero se detuvo, m i r a n d o a Flo-
pañero habia intentado inútilmente hacerle mas- rencio. Y el m o h i n despreciativo de s u s labios,
car h o j a s de árbol. su m i r a d a clara confesaban r o t u n d a m e n t e q u e
sólo los pillos a y u n a b a n de aquel modo t a n des-
ordenado. Un h o m b r e capaz de estarse tres días blando los tallos, haciendo caer u n a lluvia de
sin comer, era p a r a ella u n ser absolutamente hojas, como b a j o u n a r á f a g a de viento; y sobre
peligroso. Porque, en fin, n u n c a las personas todo, las serpientes e r a n las q u e le d e j a b a n he-
h o n r a d a s se ponen en situaciones semejantes. lado, c u a n d o ponía el pie sobre el movedizo sue-
Florencio se asfixiaba. F r e n t e a él, el horno, lo de h o j a s secas, y veía p e q u e ñ a s cabezas desli-
en el que León acababa de echar varias paleta- zarse entre los monstruosos enlaces de l a s raíces.
d a s d e carbón, roncaba como u n c h a n t r e d u r - Ciertos p a r a j e s , los rincones de s o m b r a h ú m e d a ,
m i e n d o al sol. El calor iba creciendo con exceso. hormigueaban con u n a m u l t i t u d de reptiles, ne-
gros, amarillos, violáceos, -acebrados, atigrados,
Augusto, q u e estaba encargado de las m a r m i t a s
parecidos a h o j a s m u e r t a s , b r u s c a m e n t e desper-
de manteca, las vigilaba» cubierto de sudor, en
tados y fugitivos. Entonces, el h o m b r e se dete-
t a n t o que Quónu, e n j u g á n d o s e la f r e n t e con la nía, buscando u n a piedra p a r a salir de aquella
manga, esperaba que la sangre estuviera bien tierra blanda en que se h u n d í a ; allí p e r m a n e c í a
desleída. Flotaba en el ambiente u n letargo de h o r a s enteras, con el espanto producido por al-
alimentos, u n a a t m ó s f e r a cargada de indiges- guna serpiente boa, entrevista en el fondo de u n
tión-. raso, con la cola arrollada, la cabeza rígida, ba-
1 —Guando el h o m b r e h u b o e n t e r r a d o a su ca- lanceándose como u n tronco enorme, m a n c h a d o
i n a r a d a en la arena—-prosiguió Florencio lenta- de placas de oro. Por la noche, dormía sobre los
mente, — se f u é sólo, m a r c h a n d o en d e r e c h u r a árboles, inquieto al m e n o r ruido, creyendo oir
hacia adelante. L a Guayana holandesa, en la c o n t i n u a m e n t e escamas sin fin q u e se deslizaban
cual se hallaba, es u n país de bosques, cortado en las tinieblas. Se ahogaba h a j o aquellos folla-
por ríos y pantanos. El h o m b r e a n d u v o por es- jes interminables; en ellas la s o m b r a adquiría
pacio de m á s de ocho días, sin encontrar u n solo un calor encerrado de horno, u n a h u m e d a d pe-
p a r a j e habitado. Por t o d a s partes, en t o r n o de gajosa, u n sudor pestilencial, cargado de los r u -
él, sentía la m u e r t e q u e le a g u a r d a b a . A m e n u - dos a r o m a s de las m a d e r a s olorosas y de las flo-
do, con el estómago atenazado por el h a m b r e , res mal olientes. Luego, c u a n d o lograba salir,
no se atrevía ni a m o r d e r los f r u t o s hermosísi- cuando, al cabo de largas h o r a s de m a r c h a , vol-
m o s q u e p e n d í a n de los árboles; tenía miedo de vía a ver el cielo, el h o m b r e se hallaba delante de
aquellas bayas d e reflejos metálicos, cuyas n u - anchos ríos, que interceptaban su c a m i n o ; b a j a -
dosas jorobas destilaban veneno. Por espacio de ba por ellos, viendo los dorsos grises de los cai-
días enteros, a n d a b a b a j o bóvedas de espesas r a - manes, escudriñando con la m i r a d a los tupidos
mas, sin divisar ni Un jirón de cielo, en medio de herbajes, p a s a n d o a nado, c u a n d o encontraba
u n a sombra verdosa, i m p r e g n a d a de u n h o r r o r a g u a s m á s tranquilizadoras. Al otro lado, vol-
viviente. Grandes aves revoloteaban por encima vían a empezar las florestas. O t r a s veces e r a n
amplias llanuras, leguas y leguas cubiertas de
de su cabeza, con u n r u i d o de alas terrible y con
u n a vegetación frondosísima, azuladas de trecho
súbitos graznidos q u e parecían estertores de
en trecho por el claro espejo de u n pequeño lago.
m u e r t e ; saltos de monos, galopar de c u a d r ú p e -
dos atravesaban la espesura, delante de él, do-
Entonces, el h o m b r e d a b a u n g r a n rodeo, y no pedazo de intestino vacío, a la extremidad del
avanzaba m á s q u e palpando el terreno, p u e s es- cual estaba adaptado u n embudo de a n c h a boca;
taba mil veces a p u n t o de m o r i r e n t e r r a d o b a j o y, con la m a n o izquierda, arrollaba la morcilla
u n a de aquellas sonrientes l l a n u r a s que sentía alrededor de u n a fuente, de u n plato redondo de
c r u j i r a cada paso. L a hierba gigante, n u t r i d a metal, a medida q u e el salchichero llenaba el
por el h u m u s amontonado, cubre p a n t a n o s apes- embudo a grandes cucharadas. L a mezcla fluía,
tados, abismos de b a r r o líquido; y entre las al- negra y h u m e a n t e , h i n c h a n d o poco a poco la tri-
f o m b r a s de v e r d u r a que se extienden en glauca pa, q u e volvía a caer v e n t r u d a , con blandas cur-
inmensidad, hasta el-borde del horizonte, n o h a y vas. Como Quénu habia retirado la m a r m i t a del
m á s q u e u n a s estrechas f a j a s de tierra firme, fuego, aparecían los dos, él y León, éste con u n
q u e es preciso conocer si n o se quiere desapare- delgado perfil, y aquél con su ancho rostro, des-
cer p a r a siempre. El hombre, u n a noche, se h a - tacándose sobre el resplandor del horno, que ca-
bía h u n d i d o h a s t a la c i n t u r a . A cada sacudida lentaba sus semblantes pálidos y sus t r a j e s blan-
q u e i n t e n t a b a p a r a levantarse, el lodo parecía cos de rosado tono.
subirle h a s t a la boca. Estuvo quieto por espacio
de cerca de dos horas. Cuando salió la luna, pudo Lisa y Agustina se i n t e r e s a b a n por la opera-
a g a r r a r s e felizmente a u n a r a m a del árbol q u e ción; sobre todo Lisa, que r e ñ í a t a m b i é n a León,
colgaba sobre su cabeza. El día en q u e llegó a porque pellizcaba demasiado la tripa, lo cual,
u n p a r a j e habitado, sangrábanle los pies y las según decia, producía nudos. Cuando la morcilla
manos, magullados, h i n c h a d o s por p i c a d u r a s estuvo lista, Q u é n u la deslizó suavemente en
malignas. Hallábase en u n estado t a n lastimoso, una m a r m i t a de agua hirviendo. Entonces pare-
estaba tan hambriento, q u e tuvieron miedo de ció m á s t r a n q u i l o ; ya n o había m á s q u e dejarla
él. Le echaron de comer a cincuenta pasos de la cocer.
casa, en tanto q u e el dueño de ésta hacía centi- —¿Y el h o m b r e ? ¿Y el h o m b r e ? — m u r m u r ó de
nela en la p u e r t a con su fusil. nuevo Paulina, volviendo a abrir los ojos, sor-
prendida al no oir h a b l a r ya al primo.
Galló Florencio, con la voz entrecortada, con Florencio la mecia sobre la rodilla, haciendo
la m i r a d a perdida a lo lejos. Parecía q u e n o ha- más lento aún su relato, y m u r m u r á n d o l o como
blaba ya m á s q u e p a r a sí m i s m o . Paulina, a u n canto de nodriza.
quien asaltaba el sueño, se abandonaba, con la — E l hombre—dijo—logró llegar a u n a gran
cabeza echada hacia atrás, haciendo esfuerzos ciudad. Al p u n t o le t o m a r o n por u n forzado eva-
p a r a m a n t e n e r abiertos sus maravillados ojos y dido; f u é retenido en la cárcel varios meses...
Quénu se incomodaba. Después le d e j a r o n en libertad, y entonces se de-
— ¡ P e r o so b r u t o ! — g r i t a b a a León.—¡No sa- dicó a toda clase de oficios, llevó cuentas, enseñó
bes sostener u n a tripa!... ¡Cuándo d e j a r á s de a leer a los n i ñ o s ; hasta u n a vez entró como jor-
m i r a r m e ! No m e h a s de m i r a r a mí, sino a la nalero en unos t r a b a j o s de derribo... E l h o m b r e
tripa... Bueno, así. No te m u e v a s m á s ahora. soñaba siempre en volver a su país. Había eco-
León, con la m a n o derecha, levantaba u n gran nomizado el dinero necesario, c u a n d o le asaltó
la liebre amarilla- Creyéronle muerto, y se re-
ban como si acabasen de comer con exceso.
partieron s u s r o p a s ; cuando se restableció, no
Agustina subió en brazos a la niña dormida-
encontró ni siquiera u n a camisa... F u é preciso
Quénu, q u e gustaba de cerrar por sí m i s m o la
empezar de nuevo. El h o m b r e estaba m u y enfer-
cocina, despidió a Augusto y a León diciendo
mo.,. Tenía miedo de permanecer allí... Por fin
que él m i s m o e n t r a r í a la morcilla. El aprendiz
el h o m b r e p u d o partir, el h o m b r e regresó...
re retiró m u y colorado; se h a b í a metido b a j o la
Había ido b a j a n d í o la voz cada vez más, hasta camisa cerca de u n m e t r o de morcilla, q u e debía
q u e acabó por m o r i r en u n estremecimiento pos- de achicharrarle. Después los Q u é n u y Floren-
trero de sus labios- L a p e q u e ñ a P a u l i n a dormía, cio, al quedarse solos, g u a r d a r o n silencio. U s a ,
adormecida p o r el final de la historia, con la en pie, se comía u n pedazo de morcilla ealiente,
eabeaa apoyada en el h o m b r o del p r i m o . Este la que m o r d í a despacito, s e p a r a n d o los hermosos
sostenía con el brazo, y seguía meciéndola sobre labios p a r a no q u e m á r s e l o s ; y el negro pedazo
la rodilla, insensiblemente, de u n modo dulcísi- desaparecía poco a poco en aquel color de rosa.
mo. Y como ya n o le p r e s t a b a n atención, perma-
neció allí, sin moverse, con aquella n i ñ a dor- — ¡ A h , b u e n o ! — d i j o — L a N o r m a n d a h a he-
mida. cho m u y m a l en ponerse insolente. Hoy sí que
es b u e n a la morcilla.
Aquel era el último cartucho, como decía Qué- L l a m a r o n a la p u e r t a del corredor, y entró
nu, Este retiraba las morcillas de la m a r m i t a . Gavard. Todos los días p e r m a n e c í a en casa del
P a r a n o r e v e n t a r l a s ni u n i r s u s extremos, las co- señor Lebigre h a s t a m e d i a noche. Llegaba en
gía con u n palo, las arrollaba y las llevaba al busca de u n a r e s p u e s t a definitiva acerca del des-'
patio, en donde debían secarse r á p i d a m e n t e en tino de inspector del pescado.
unos cañizos. León le ayudaba, sosteniendo los
trozos demasiado largos. Aquellas g u i r n a l d a s de — C o m p r e n d a n ustedes—explicó—que el señor
morcilla, q u e atravesaban sudorosas, la cocina, Verlaque no puede esperar por m á s tiempo, pues
d e j a b a n estelas de f u e r t e h u m a r e d a que acaba- v e r d a d e r a m e n t e está d e m a s i a d o enfermo... Es
b a n de poner espeso el aire. Augusto, echando preeiso que Florencio se decida. Ya h e prometi-
u n a ojeada p o s t r e r a a la m a r m i t a de la manteca, do llevar la respuesta m a ñ a n a , a p r i m e r a hora.
h a b í a descubierto las o t r a s dos, en las euales — P u e s Florencio acepta—respondió tranqui-
hervían p e s a d a m e n t e las grasas, d e j a n d o esca- lamente Lisa, t i r a n d o u n nuevo bocado a la mor-
par, de cada u n a de sus reventadas b u r b u j a s , cilla.
u n a ligera explosión de vapor acre. L a ola grasa Florencio, q u e no h a b í a a b a n d o n a d o su asien-
había comenzado a subir desde el principio de to, sobrecogido por u n a n o n a d a m i e n t o extraño,
la velada; a h o r a llegaba ya a anegar el gas, lle- i n t e n t ó i n ú t i l m e n t e levantarse y protestar.
n a b a la habitación, fluía p o r todas partes, em- _-No, no—prosiguió la salchichera.—Es cosa
p a ñ a n d o con u n a especie de neblina las r o s a d a s decidida. Vamos, m i querido Florencio, bastante
b l a n c u r a s de Quénu y de sus dos mancebos. Lisa h a padecido usted. Lo q u e contaba usted ahora
y Agustina se h a b í a n levantado. Todos resolla- m i s m o es cosa q u e pone los pelos de p u n t a . Ya
es tiempo de que entre usted en c a j a . Pertenece
usted a u n a familia h o n r a d a ; h a recibido usted miento lentísimo de su ser entero, u n a dulzura
educación, y es en realidad m u y poco decoroso muelle y tenderil. E n aquella avanzada h o r a de
el corretear por las calles como u n desarrapado. la noche, en el calor que reinaba e n aquella ha-
A la edad d e usted no se p e r m i t e n y a las niñe- bitación, todas sus asperezas, todas sus volunta-
rías... Ha hecho usted locuras, pero n o importa. des parecían derretirse en él; sentíase lleno de
Se olvidarán, y se le p e r d o n a r á n a usted. Volverá tal languidez por aquella t r a n q u i l a velada, pol-
usted a e n t r a r en su clase, de las personas hon- los a r o m a s de la morcilla y d e la manteca, p o r
radas, y vivirá u s t e d como todo el m u n d o , en aquella gorda P a u l i n a que tenía d o r m i d a sobre
u n a palabra. las rodillas, q u e se sorprendió a sí m i s m o de-
seando p a s a r otras veladas semejantes, veladas
Florencio la escuchaba asombrado, sin d a r con sin fin que le hiciesen engordar. Pero, m á s que
u n a sola palabra. Lisa tenia razón indudable- otra cosa, f u é Mouton el q u e le determinó. Mou-
mente. E s t a b a t a n sana, tan tranquila, que no ton d o r m í a p r o f u n d a m e n t e con la p a n z a hacia
podía querer el mal. E r a él, el flaco, el perfil ne- arriba, con u n a p a t a sobre el hocico, y con la
gro e inquietante, el q u e debía de ser m a l o y so- cola acercada a los costados como p a r a servirle
ñ a r cosas inconfesables. No sabía cómo había de e d r e d ó n ; y d o r m í a con tal felicidad gatuna,
podido resistir h a s t a entonces. que Florencio d i j o entre dientes, contemplán-
P e r o Lisa continuó, con a b u n d a n c i a de pala- dole :
bras, regañándole como a u n m u c h a c h i t o q u e ha
hecho alguna m a l d a d y a quien se amenaza con — N o ; al fin y af cabo, es demasiada m a j a d e -
los gendarmes. E r a m u y m a t e r n a l , y sabía hallar ría... Acepto; diga usted que acepto, amigo Ga-
razones m u y convincentes. Por fin, como último vard.
argumento: Entonces Lisa t e r m i n ó de comerse la morcilla,
.—Hágalo usted p o r nosotros, Florencio — le limpiándose dulcemente los dedos en u n a esqui-
dijo.—Nosotros o c u p a m o s en el barrio cierta po- n é de su delantal. Quiso p r e p a r a r la palmatoria
sición que nos obliga a m u c h a s cosas... Mire us- de su cuñado, e n t a n t o que Gavard y Q u é n u le
ted, p a r a " i n t e r n o s " , tengo miedo que se chis- felicitaban p o r su determinación. Al fin y al
morree... Ese destino lo a r r e g l a r á todo; será us- cabo, era preciso poner t é r m i n o a la situación
ted alguien, y h a s t a nos d a r á usted h o n o r . aquella; los quebraderos de cabeza de la política
Se iba poniendo acariciadora. Florencio se sen- no a l i m e n t a b a n . Y Lisa, en pie, con la palmato-
tía invadido por u n a especie de p l e n i t u d ; estaba ria encendida, contemplaba a Florencio llena de
como penetrado p o r aquel olor de la cocina, q u e satisfacción, con su hermoso rostro t r a n q u i l o de
le n u t r í a con todos los alimentos de q u e estaba vaca sagrada.
cargado el aire; sentíase resbalar a la cobardía
dichosa de aquella digestión continua q u e reina-
ba en el ambiente grasiento en q u e vivía desde
hacía dos semanas. Sentía, a flor de piel, como
mil cosquilieos de grasa naciente, u n enseñora-
fresca y de las a g u a s corrientes de la pescadería
con delgadas piernas de niño enfermizo.
La p r i m e r a m a ñ a n a , c u a n d o llegó Florencio a
las siete, se encontró perdido, con los o j o s tras-
tornados y la cabeza loca. Alrededor de los nueve
bancos de subastas r o d a b a n ya algunas revende-
doras, en tanto q u e los empleados llegaban con
III sus registros, y q u e los agentes de los expedido-
res» q u e llevaban en b a n d o l e r a u n a s escarcelas
de cuero, a g u a r d a b a n la recaudación, sentados
en Sillas derribadas, pegadas a los despachos de
venta. Descargábase en tanto, se desembalaba el
T r e s días m á s tarde, estaban cumplidas todas pescado» en el recinto cerrado" de los bancos y
las formalidades» y la p r e f e c t u r a aceptaba a Flo- hasta sobre las aceras. Veíase, a lo largo del g r a n
rencio a p r o p u e s t a del señor Verlaque, casi con cuadrado, u n enorme a m o n t o n a m i e n t o de pe-
los ojos cerrados, y con el mero título d e Substi- queñas espuertas, u n a llegada continua de c a j a s
t u t o ; por otra parte» Gavard había querido acom- y banastas» sacos de mejillones apilados» q u e de-
pañarles. Una vez que se encontró el pollero solo jaban fluir regueros de agua. Los contadores-
con Florencio, sobre la acera, le dió u n o s coda- vaciadores» m u y atareados» p a s a n d o por encima
zos en los costados, riendo sin p r o n u n c i a r pala- de l,os montones, a r r a n c a b a n d e u n a m a n o t a d a
bra, con guiños de ojos picarescos en grado su- la p a j a de las cestas, las vaciaban y l a s tiraban
mo. Los agentes dé policía a quienes encontra- vivamente; y sobre las a n c h a s c a n a s t a s redon-
r o n en el muelle del Reloj le parecieron sin d u d a das, con u n solo m a n o t ó n , distribuían los di-
la m a r de ridiculos; porque» al pasar por delante versos lotes. Cuando se d e s p a r r a m a r o n las ces-
de ellos, dejó ver Gavard Una leve hinchazón de tas, p u d o creer Florencio q u e u n banco de pesca-
espaldas, u n m o h í n de h o m b r e q u e se contiene dos acababa de estrellarse allí, sobre aquella
p a r a no estallar en c a r c a j a d a s en las m i s m a s na- acera, coleando todavía, con sus rosados nácares,
rices de la gente. sus sangrientos corales, sus lechosas perlas, con
todos los j a s p e a d o s y todas las palideces glaucas
A p a r t i r del siguiente día, él señor Verlaqüe del Océano.
comenzó a poner al nuevo inspector al corriente
de su t r a b a j o . Por espacio de algunas mañanas»
E n completa mescolanza, al azar de la redada,
tenia que servirle de guía por medio de la t u r b u -
las p r o f u n d a s algas en lafe q u e d u e r m e la miste-
lenta gente que en adelante t e n d r í a que vigilar
riosa vida de las grandes aguas, lo h a b í a n en-
Florencio. Aquel pobre Verlaque, como le llama-
tregado todo; las cabillas, lás platijas, peces vul-
b a Gavard, era u n hombrecillo pálido, q u e tosía
gares, dé color gris sucio Con m a n c h a s blancuz-
m u c h o ; iba f o r r a d o en franelas, en pañuelos, en
cas; los congrios, esas gruesas culebras de azul
b u f a n d a s , y se paseaba por medio de la h u m e d a d
fangoso, de pequeños ojos negros, t a n viscosos
q u e parecen r e p t a r , vivientes todavía; las en-
s a n c h a d a s rayas, de vientre pálido ribeteado de
diantes, esparcían e x t r a ñ a s floraciones, empena-
débil rojo, cuyos dorsos soberbios, alargando los
chadas de blanco de perla y de bermellón viví-
salientes n u d o s del espinazo, se j aspean, hasta
simo. Había t a m b i é n salmonetes de roca, de ex-
las p ú a s extendidas de las aletas, de placas de
quisita carne, del r o j o i l u m i n a d o de los ciprinos,
cinabrio c o r t a d a s p o r líneas de bronce florenti-
cajas de pescadillas de reflejos de ópalo, cestas
no, de u n abigaramiento sombrío de sapo y de
de eperlanos, cestitas limpias, bonitas como ces-
flor m a l s a n a ; los p e r r o s de m a r , horribles, con
tas de fresas, que d e j a b a n e s c a p a r u n poderoso
sus cabezas redondas, sus bocas ampliamente
olor de violetas. Entretanto, los langostinos ro-
abiertas de ídolos chinos, sus cortas aletas de
sados, los langostines grises, en o t i a s canastas,
carnosos murciélagos, m o n s t r u o s que deben de
ponían, en medio de la d u l z u r a de sus montones, •
custodiar con sus ladridos los tesoros de las gru-
los imperceptibles botones de azabache de sus
tas m a r i n a s . Después venían los pescados her-
millares de ojos; las espinosas langostas, los can-
mosos, aislados, u n o en cada cesto de m i m b r e ;
grejos atigrados de negro, vivos aún, y a r r a s -
los salmones, de plata torneada, cada u n a de
trándose sobre s u s rotas patas, c r u j í a n .
cuyas escamas parece u n golpe de buril en el
pulimento del m e t a l ; los mujoles, de escamas Florencio escuchaba m a l las explicaciones
m á s fuertes, de cinceladuras m á s groseras; los que le d a b a el señor Verlaque; u n a línea de sol,
grandes rodaballos, los grandes meros, de gra- que caía desde la elevada claraboya de la calle
nos apretados y blancos como c u a j a d a leche; cubierta, f u é a a l u m b r a r aquellos colores precio-
los atunes, b r u ñ i d o s y barnizados, s e m e j a n t e s a sos, desleídos y como suavizados por las ondas,
sacos de cuero negruzco; los redondeados labros, irisados y f u n d i d o s en los tonos de c a r n e de las
que a b r í a n u n a boca enorme, haciendo p e n s a r conchas, en el ópalo de las pescadillas, en el n á -
en algún alma demasiado grande, devuelta de car de las cabaljas, en el oro de los samonetes,
una vez en la estupefacción de la agonía. en el hojoso r o p a j e de las s a r d i n a s arenques, en
las grandes piezas de argentería de los salmones.
Y por todas partes, los lenguados, por p a r e j a s , Parecía aquello como si se hubieran d e r r a m a d o
grises o rubias, p u l u l a b a n ; las delgadas esquilas, por el suelo los estuches de joyas de alguna h i j a
rígidas, parecían l i m a d u r a s de estaño; l a s sardi- de las aguas, de aderezos i n a u d i t o s y r a r í s i m o s ;
n a s arenques, ligeramente encorvadas, m o s t r a - un chorreo, u n a m o n t o n a m i e n t o de collares, de
b a n todos, b a j o sus r o p a j e s de hojas, las contu- brazaletes monstruosos, de broches gigantescos,
siones de sus sangrientas agallas; las gordas do- de j o y a s b á r b a r a s cuyo uso no se adivinaba. So-
r a d a s se teñían u n p ü n t 0 de carmín, en tanto bre el dorso de las r a y a s y de los p e r r o s de m a r ,
q u e las caballas, doradas, con el dorso estriado gruesas piedras sombrías, violáceas, verdosas, se
por verdosos bruñidos, h a c í a n relucir el torna- engarzaban en ennegrecidos metales; y las dé-
solado n á c a r de sus costados, y las r o s a d a s tri^- biles líneas de las esquilas, las colas y las aletas
glas. de vientres blancos, con las cabezas dirigi- de los eperlanos, tenían delicadezas de joyería
das al centro de las canastas, con las colas ra- finísima.
Pero lo que subía h a s t a el rostro de Florencio
EL VIENTRE DE PARÍS. 10 TOMO I

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camas parecían esmaltes divididos en celdillas
era- u n soplo fresco, u n viento de m a r q u e recor- y bronceados; los g r a n d e s lucios, alargando sus
daba m u y bien, a m a r g o y salado. Traía a la me- feroces picos, bandoleros de las aguas, rudos,
moria el recuerdo de las costas de la Guayana, de un color gris de h i e r r o ; las tencas, sombrías y
los buenos tiempos de la travesía. Parecíale q u e magníficas, s e m e j a n t e s a r o j o cobre m a n c h a d o de
era aquello u n a bahía, cuando se r e t i r a n las cardenillo. E n medio de ellos, cestas de gubios y
aguas y h u m e a n las algas al sol; las rocas, pues- de percas, lotes de truchas, m o n t o n e s de brecas
tas al descubierto, se secan, y la grava exhala u n comunes, pescados vulgares cogidos con espara-
hálito f u e r t e de pescado fresco. A su alrededor, vel, adquirían b l a n c u r a s vivas, dorsos azulados
toda aquella variedad de peces, de g r a n d i s i m a de acero suavizándose poco a poco en la t r a n s -
* frescura, tenía u n buen aroma, ese a r o m a u n parente palidez de los vientres; y los grandes
tanto áspero e i r r i t a n t e q u e estraga el apetito. barbos, de blanco de nieve, e r a n la nota a g u d a
El señor Verlaque tosió. L a h u m e d a d le pene- de luz en aquella colosal n a t u r a l e z a m u e r t a .
t r a b a hasta los huesos, y le hacía esconderse Despacito, i b a n vertiendo en los víveres sacos de
m á s en su b u f a n d a . carpas jóvenes; las c a r p a s giraban sobre sí mis-
—Ahora—dijo,—vamos a p a s a r al pescado de mas, p e r m a n e c í a n u n i n s t a n t e sobre u n o de los
a g u a dulce. costados, y después desfilaban, se perdían. Ces-
Allá, por el lado del pabellón de las f r u t a s , y tas de p e q u e ñ a s anguilas e r a n vaciadas de golpe,
el último en dirección a la calle de R a m b u t e a u , y caían en el fondo de los d e p a r t a m e n t o s como
el banco de la subasta está rodeado de dos un solo n u d o de serpientes; al paso que las grue-
viveros circulares separados en d e p a r t a m e n t o s sas, las q u e t e n í a n el espesor de u n brazo de ni-
distintos por v e r j a s de hierro fundido. Unos gri- ño, levantando la cabeza, se deslizaban ellas
fos de cobre, en f o r m a de cuello de cisne; arro- mismas b a j o el agua, con el hábil impulso de las
j a n sin cesar delgados hilillos de agua. E n cada culebras que se esconden b a j o u n a maleza. Y,
departamento, se ven confusos hormigueros de acostados sobre el m a n c h a d o m i m b r e de las ces-
cangrejos, movibles lienzos de los negruzcos dor- tas, otros pescados, cuya agonía d u r a b a desde la
sos de las carpas, vagos n u d o s de anguilas, sin mañana, acababan de m o r i r lentamente, en me-
cesar atados y desatados. El señor Verlaque vol- dio del estrépito de las s u b a s t a s ; a b r í a n la boca,
vió a ser acometido por pertinaces golpes de tos. con los costados oprimidos, como para beber la
L a h u m e d a d era m á s sosa, como u n olor blan- humedad del aire; y con silenciosos hipos, cada
ducho de río, de a g u a tibia dormida sobre la tres segundos, bostezaban d e s m e s u r a d a m e n t e .
arena.
Entretanto, el señor Verlaque había vuelto a
L a llegada de los cangrejos de Alemania, en
conducir a Florencio a los puestos del pescado
c a j a s y canastos, era m u y grande aquella m a ñ a -
de mar. Le paseaba p o r allí, le daba detalles com-
na. Los pescados blancos de Holanda y de Ingla-
plicadísimos. E n los tres costados interiores del
t e r r a atestaban t a m b i é n el mercado. Desembar-
pabellón, alrededor de las nueve oficinas, se ha-
caban las doradas carpas del Rhin, tan h e r m o s a s
bían a m o n t o n a d o oleadas de m u c h e d u m b r e , q u e
con sus rojeces metálicas, y cuyas placas de es-
f o r m a b a n en cada borde pilas de movibles cabe- t u r a s . Florencio no le hacía gran caso. Contem-
zas, d o m i n a d a s por los empleados, sentados en , plaba a la m u j e r de la tablilla q u e f r e n t e a sí
alto, y escribiendo sobre los registros. tema, en u n a de las sillas altas. E r a u n a m u j e r
— P e r o — p r e g u n t ó Florencio, — esos emplea- alta y morena, de treinta años, con grandes o j o s
dos ¿pertenecen todos a los factores? negros y aspecto m u y grave; escribía, con los
E n t o n c e s el señor Verlaque, d a n d o la vuelta dedos alargados, como u n a señorita que h a re-
por la acera, le llevó al recinto de u n o de los pues- cibido instrucción.
t o s de subasta. Le explicó los d e p a r t a m e n t o s y el Pero p r o n t o le separó de ella la atención el
personal de l e g r a n oficina de m a d e r a amarilla, berrear del subastador, q u e exponía a las p u j a s
oliendo a pescado, m a n c h a d a por las salpicadu- u n magnífico rodaballo.
r a s de las cestas. E n todo lo aito, en u n a especie — ¡ H a y postor a treinta francos!... ¡A treinta
de garita, acristalada, el agente de los ingresos francos!... ¡Treinta f r a n c o s !
municipales t o m a b a nota de las c i f r a s de las pu- Y repetía la cantidad en todos los tonos, su-
jas. Más bajo, en elevadas sillas, con los p u ñ o s biendo en u n a gama extraña, llena de sobresal-
apoyados en estrechos pupitres, estaban senta- tos. Era jorobado, con el rostro de través, espe-
das las dos m u j e r e s que tenían las tablilas de luznados los cabellos, con u n gran delantal azul
v e n t a por cuenta del factor. El banco es doble; de barbero. Y con el brazo extendido, violenta-
a cada lado, en u n extremo de la m e s a de piedra mente, lanzando llamas por los o j o s :
q u e se extiende delante de la oficina, u n subas- — ¡ T r e i n t a y uno!... ¡Treinta y dos!... ¡Treinta
tador depositaba las cestas, poniendo precio a los y tres!... T r e i n t a y tres cincuenta!... ¡Treinta y
J
lotes y a las piezas g r a n d e s ; en tanto q u e la m u - tres cincuenta!...
jer de la tablilla, p o r cima de él, con la p l u m a en T o m ó aliento dando vuelta a la cesta, hacién-
la m a n o esperaba la adjudicación. Y el señor dola sobresalir de la mesa de piedra, en tanto q u e
Verlaque mostró a Florencio, f u e r a del recinto, las pescaderas se inclinaban, tocando ligeramen-
allí enfrente, en otra garita de m a d e r a a m a r i - te el rodaballo con las y e m a s de los dedos. Des-
lla, a la cajera, u n a m u j e r vieja y enorme, que pues el jorobado volvió a empezar con nueva fu-
arreglaba los montones de calderilla y de piezas ria, lanzando con la m a n o u n a cifra a cada pos-
de cinco francos. tor sorprendiendo los menores ademanes, los
— H a y dos inspecciones—decía el señor Ver- dedos levantados, el enarcar de las cejas, el avan-
laque.—La de la p r e f e c t u r a del Sena y la de la zar de los labios, el e n t o r n a r de ojos; y esto con
p r e f e c t u r a de policía. E s t a última, que n o m b r a tal rapidez, con tales chapúrreos, q u e Florencio
los factores, pretende tener el encargo de vigi- que no podía seguirle, se quedó desconcertado
larlos. L a administración del Ayuntamiento, por cuando el hombre, con voz m á s cantante, salmo-
su parte, entiende que h a de asistir a las t r a n - dio con tono de c h a n t r e que t e r m i n a u n ver-
sacciones, q u e grava con u n impuesto. sículo :
Y continuó con su vocecilla fría, refiriendo con — ¡ C u a r e n t a y dos! ¡Cuarenta y dos! ¡A cua-
renta y dos f r a n c o s el rodaballo!
toda p r o l i j i d a d la d i s p u t a entre las dos prefec-
EMILIO ZOLA
q u e lanzaba a los c u a t r o vientos, con la boca
torcida, los cabellos despeinados por el aire, y
E r a l a bella N o r m a n d a j - J £
$in a r r a n c a r ya a su seco gaznate m á s q u e u n
ú l t i m a p u j a . Florencio la M t ^ ]os barrotes silbido ininteligible. E n lo alto, el empleado de
pescaderas, c o l o c a d a s de espaKla ^ los ingresos municipales, u n viejecito todo arre-
5e hierro que c e r r a b ^ rec ni« ^ u n a ^ b u j a d o en u n cuello de imitación a s t r a k á n , no
d a . L a m a n a n a e f f r e s ^ v e ^ des m o s t r a b a m á s que la nariz b a j o el casquete de
de cuellos de pieles, u n escapar 5 terciopelo negro; y la gran tablillera morena, en
su elevada silla de m a d e r a , escribía sosegada-
d e l O T t a l e S S
Chos, h o mri-s Kenormes.
m o S A
b r o s blanca e stoÉ t o d ^ adornadí- mente, con los ojos t r a n q u i l o s en el rostro algo
simo de y deh,cacla ^ ^la her.
m o s t r a a
enrojecido por el frío, sin pestañear siquiera, al
mosa N o r m a n d a f , p 1 l e r a s tocadas con oir los berridos de c a r r a c a del jorobado, que su-
e n „ e d i o , de^ crespas c b e U e r a s ^ ^ ^ ^
bían a lo largo de su falda.
u n p a ñ u e l o , d e l a s naric r o s t r o s an-
— E s e Logre es soberbio—dijo entre dientes el
señor Verlaque sonriendo.—Es el m e j o r subas-
tador del Mercado... Sería capaz de vender suelas
¡ f f i de cucM- de zapatos por pares de lenguados.
Volvió con Florencio al pabellón. Al p a s a r de
nuevo por delante de la subasta del pescado de
señor Verlaque r e n u n c i o agua dulce, en donde las p u j a s e r a n m á s frías,
le dijo q u e aquella venta b a j a b a , q u e la pesca
fluvial en F r a n c i a se encontraba m u y compro-
metida. Un subastador, rubio y canijo, sin hacer
un a d e m á n , a d j u d i c a b a con voz m o n ó t o n a lotes
de anguilas y cangrejos; en tanto que, a lo largo
l l o n e s ! " con u n " ^ X i m b r e de los Mer-
de los viveros, los contadores-vaciadores i b a n
do que hacía fluian pescando con redes de cortos mangos.
cados. Los sacos de g ^ l ^ m de
Cn 138
E n t r e t a n t o , a u m e n t a b a el bullicio en torno de
r t a " S S K con las rayas, las oficinas de venta. El señor Verlaque cumplía
u n a pala. L a s c a n ^ p s C O ngrios, los sal- a conciencia su papel de instructor, abriéndose
ios lenguados las caballas & contadores-
! P
mones, llevados % J f ^ s £ e r r i d o s q u e redo- paso a codazo limpio, y seguía paseando a su su-
vaciadores, en medie, de lo» wff 4 ban.
cesor por lo m á s compacto de las subastas. Las
biaban y del aplastamiento de las g grandes revendedoras estaban allí, sosegadas, es-
p e r a n d o ^as piezas h e r m o s a s y cargando sobre
de los h o m b r o s de los p o r t a d o r e s los atunes, los sal-
0 C J c ^ i S encendido, •
mones, los rodaballos. E n el suelo, las vendedo-
r a s a m b u l a n t e s se dividían cestas de sardinas y
de c i f r a s |
EMILIO ZOLA

de platijas, c o m p r a d a s en comunidad. T a m b i é n m u r m u r i o suavizado de manantial, estrellándose


h a b í a burgueses, algunos rentistas de los barrios en los andenes, por los que corrían pequeños
apartados, q u e h a b í a n llegado a las c u a t r o de la arroyuelos q u e llenaban como u n lago algunos
m a ñ a n a p a r a c o m p r a r u n pescado fresco, y que huecos, y después volvían a b r o t a r en mil ra-
a c a b a b a n por d e j a r s e a d j u d i c a r u n lote enorme, mas, b a j a n d o la pendiente en dirección a la calle
por valor de c u a r e n t a o cincuenta francos, p a r a de R a m b u t e a u . Subía u n a neblina de h u m e d a d ,
p a s a r después el día entero ocupados en ceder un polvillo de lluvia q u e lanzaba al rostro de
p a r t e de él a las personas conocidas. A veces Florencio aquel hálito fresco, aquel viento de
h a b í a e m p u j o n e s q u e separaban b r u s c a m e n t e a mar que recordaba, a m a r g o y salado; en t a n t o
la m u c h e d u m b r e . U n a pescadera, demasiado que volvía a hallar, en los primeros pescados
a p r e t u j a d a , se desprendió, con los p u ñ o s levan- expuestos sobre el m á r m o l , los rosados nácares,
tados e h i n c h a d o el cuello. Después se f o r m a - los corales sangrientos, las perlas lechosas, todos
ban compactas paredes. Entonces Florencio, q u e los jaspeados y todas las palideces glaucas del
se ahogaba, declaró q u e había visto ya bastante, Océano.
que había comprendido.
Aquella primera m a ñ a n a le dejó m u y vacilan-
Cuando el señor Verlaque le ayudaba a desem- te. Se arrepentía de haber cedido a las instancias
barazarse de la gente, se e n c o n t r a r o n de m a n o s de Lisa. Desde el día siguiente, libertado de la
a boca con la h e r m o s a N o r m a n d a . E s t a se quedó somnolencia grasienta de la cocina, se había acu-
p l a n t a d a delante de ellos, y con aire de r e i n a : sado de cobardía con violencia tal, q u e casi le
— ¿ D e modo que denitivamente nos d e j a us- había hecho a s o m a r lágrimas a los ojos. Pero no
ted, señor Verlaque? se atrevió a faltar a la p a l a b r a q u e h a b í a dado,
—Sí, sí — respondió el hombrecillo. — Voy a 'porque Lisa le atemorizaba u n t a n t o ; veía el
descansar al campo, a Clamart. Parece q u e el f r u n c e de sus labios, el m u d o reproche de su
olor del pescado m e h a c e mal... Mire usted, este hermoso rostro. Considerábala como u n a m u j e r
señor es el q u e m e substituye. demasiado seria y demasiado satisfecha p a r a ser
Se había vuelto, señalando a Florencio. L a be- contrariada. Gavard, por f o r t u n a , le inspiró u n a
lla N o r m a n d a se quedó sofocada. Y c u a n d o Flo- idea que le consoló. Le llamó a p a r t e el mismo
rencio se alejaba, creyó oírle decir a media voz, día en q u e el señor Verlaque le había paseado
al oído de sus vecinas, entre risas a h o g a d a s : por medio de las almonedas, y le explicó, con
—¡Ah, bueno! ¡Entonces nos vamos a divertir mil reticencias, que " a q u e l pobre d i a b l o " no era
de lo lindo! feliz. Después, a continuación de o t r a s varias
L a s pescaderas p r e p a r a b a n sus puestos. E n to- consideraciones sobre aquel maldito gobierno
dos los bancos de m á r m o l , los grifos de los rin- que m a t a b a de t r a b a j o a sus empleados, sin ase-
cones fluían a la vez completamente abiertos. gurarles siquiera sobre qué caerse m u e r t o s , se
E r a u n r u i d o de chubasco, u n caer de chorros decidió a darle a entender q u e sería m u y carita-
rígidos q u e s o n a b a n salpicando; y desde el borde tivo el ceder u n a p a r t e de su sueldo al antiguo
de los inclinados bancos caían g r u j a s gotas, con inspector. Florencio acogió esta idea con júbilo.
No era sino m u y justo, p u e s él se consideraba
como el substituto interino del señor Verlaque; vida reglamentaria. L a sala comedor, de a m a r i -
por otra parte, él no necesitaba de nada, pues que llo claro, tenía u n a limpieza y u n calorcillo ca-
comía y dormía en casa de su h e r m a n o . Gavard sero q u e le invadían muéllemente desde el u m -
añadió que de los ciento cincuenta f r a n c o s men- bral. Los cuidados de la .bella Lisa parecían po-
suales, la cesión de cincuenta al señor Verlaque ner en t o r n o de él, cálidas p l u m a s en las que se
le parecía m u y bonita; y, b a j a n d o la voz le hizo h u n d í a n todos s u s miembros. F u e r o n aquéllas
observar que n o d u r a r í a m u c h o tiempo, p o r q u e el h o r a s de estimación y de b u e n a inteligencia ab-
desgraciado éstaba v e r d a d e r a m e n t e tísico hasta solutas.
el alma. Se convino en que Florencio vería a su P e r o Gavard juzgaba demasiado dormido eJ
esposa y se entendería con ella, p a r a no ofender interior de la casa de los Quénu-Gradelle. P e r -
al marido. E s t a b u e n a acción le consolaba, y donaba a Lisa sus t e r n u r a s por el emperador,
aceptaba y a el empleo con u n pensamiento de porque—decía—no se debe n u n c a h a b l a r de po-
abnegación; seguía desempeñando el papel de lítica con las m u j e r e s , y p o r q u e la h e r m o s a sal-
toda su vida. Solamente q u e hizo j u r a r al co-; chichera era, al fin y a la postre, u n a m u j e r
m e r c i a n t e de aves q u e no hablaría a nadie de h o n r a d í s i m a q u e hacía a n d a r su comercio a las
aquel arreglo. Como Gavard sentía t a m b i é n una mil maravillas. Sólo que, por gusto, preferiría
especie de terror vago hacia Lisa, g u a r d ó el se- p a s a r las veladas en casa del señor Lebigre, en
creto, cosa m u y meritoria. donde e n c o n t r a b a u n pequeño g r u p o de amigos
q u e tenían sus m i s m a s opiniones. Cuando Flo-
Entonces, toda la salchichería f u é feliz. L a be- rencio f u é n o m b r a d o inspector del pescado, Ga-
lla Lisa se m o s t r a b a m ü y amistosa p a r a con su vard le pervirtió, se lo llevó consigo d u r a n t e ho-
c u ñ a d o ; le m a n d a b a a acostarse t e m p r a n i t o para r a s enteras, induciéndole a vivir como u n solte-
que pudiera levantarse de m a ñ a n a ; le tenía el ro joven, y a q u e había conseguido u n destino.
desayuno bien caliente,' y ya n o le daba ver-
güenza h a b l a r con él en la acera, desde q u e Flo- El señor Lebigre tenia u n hermoso estableci-
rencio llevaba gorra con galones. Quénu, entu- miento, de l u j o c o m p l e t a m e n t e moderno. Situa-
siasmado con tan b u e n a s disposiciones, no se do en la e s q u i n a derecha de la calle Pirouette,
había sentado n u n c a a la mesa, entre su h e r m a - sobre la calle de R a m b u t e a u , con c u a t r o peque-
n o y su m u j e r , t a n satisfecho como entonces. La ños pinos de Noruega en las puertas, en sendos
comida se prolongaba con frecuencia h a s t a las c a j o n e s pintados de verde, f o r m a b a digna pare-
nueve, en tanto que Agustina se quedaba en el ja con la g r a n salchichería de los Quénu-Grade-
mostrador. E r a u n a digestión larga, entrecorta- lle. Los claros cristales d e j a b a n ver la sala ador-
da por las historias del barrio, por positivas opi- n a d a con g u i r n a l d a s de follaje, con p á m p a n o s y
niones dadas p o r la salchichera acerca de la po- racimos sobre fondo verde claro. El enlosado era
lítica. Florencio tenía q u e decir cómo h a b í a ido blanco y negro, f o r m a n d o grandes cuadrados.
la venta del pescado. Poco a poco se abandona- E n el fondo, el bostezante hueco de los sótanos
ba, y llegaba a gozar de la beatitud de aquella se abría b a j o la escalera de caracol, de r o j o p a -
samanos, q u e conducía al billar del p r i m e r piso.
Pero sobre todo el m o s t r a d o r , a la derecha, era
riquísimo, con sus grandes reflejos de cristal c h a s ; en la otra, e n t r e simétricos p a q u e t e s de
pulimentado. El zinc, cayendo sobre el b a s a m e n - bizcochos, u n a s r e d o m a s claras, verde pálido, ro-
to de m á r m o l blanco y rojo, en u n alto reborde
jo pálido, amarillo pálido, h a c í a n p e n s a r en li-
alabeado, le rodeaba de u n p a ñ o de metal, como
cores desconocidos, en esencias de flores de lim-
u n altar m a y o r cargado de bordados. E n u n o de
los extremos, las teteras de porcelana p a r a el pidez exquisita. Parecía q u e aquellas r e d o m a s
ponche y el vino caliente, cercadas de cobre, dor- estuviesen suspendidas en el aire, relucientes y
mían sobre el fogón de gas; en el otro extremo, como i l u m i n a d a s , sobre la g r a n claridad blanca
u n a f u e n t e de m á r m o l , m u y elevada y m u y es- del espejo.
culpida, dejaba caer p e r p e t u a m e n t e en u n a c u - P a r a d a r aspecto de café a u n establecimiento,
beta un hilillo de agua t a n continuo que parecía el señor Lebigre h a b í a colocado, en f r e n t e del
inmóvil ; y en medio, en el centro de los t r e s de- m o s t r a d o r , adosadas a la pared, dos p e q u e ñ a s
clives de zinc, se abría u n a f u e n t e de r e f r e s c a r m e s a s de hierro barnizado, con c u a t r o sillas.
y e n j u a g a r , en donde se veían algunos vasos ali- Una a r a ñ a de cinco mecheros y de globos de
neados. Después, el ejército de las copas, orde- cristal esmerilado colgaba del techo. El o j o de
n a d o en hileras, ocupaba los dos lados; las copi- buey, u n reloj todo dorado, estaba a la izquier-
t a s p a r a el aguardiente, los vasos gruesos para da, encima de u n torniquete abierto en la p a r e d .
las bebidas calientes, las copas p a r a las f r u t a s Además, en el fondo, estaba el gabinete reserva-
los vasos de a j e n j o , los " c h o p s " , los grandes va- do, u n r i n c ó n de la tienda separado por u n ta-
sos de pie, todos boca abajo, reflejando en su bique de cristales a h u m a d o s con u n d i b u j o de
palidez los adornos del mostrador. T a m b i é n h a - c u a d r a d i t o s ; d u r a n t e el día, u n a v e n t a n a que
bía, a la izquierda, u n a u r n a de metal blanco d a b a a la calle Pirouette i l u m i n a b a el gabinete
m o n t a d a en u n pie q u e servía de tronco; en tan- con débil claridad; de noche, a r d í a en él u n me-
to que, a la derecha, u n a u r n a s e m e j a n t e se eri- chero de gas, encima de dos m e s a s p i n t a d a s imi-
zaba con u n abanico de cucharillas. t a n d o m á r m o l . Allí era donde Gavard y s u s ami-
gos políticos se r e u n í a n cada noche después de
Ordinariamente, el señor Lebigre se entroni- comer. Allí se consideraban en su casa, y h a b í a n
zaba detrás del mostrador, sentado en u n a ba- a c o s t u m b r a d o al dueño a q u e les reservase el
queta de cuerpo r o j o acolchado. A m a n o tenía sitio. Cuando el último q u e llegaba h a b í a cerra-
los licores, frascos de crital tallado, medio h u n - do la p u e r t a del t a b i q u e de cristales, todos sa-
didos en los huecos d e u n v a s a r ; y apoyaba su
bían que e s t a b a n bien guardados, que h a b l a b a n
redonda espalda en u n i n m e n s o espejo q u e ocu-
con toda claridad de " l a gran escgbada". Ni u n
paba todo el lienzo de pared, atravesado p o r dos
estantes, dos p l a n c h a s de vidrio q u e sostenían solo p a r r o q u i a n o se h u b i e r a atrevido a e n t r a r
t a r r o s y botellas. E n u n a de las planchas, los allí.
t a r r o s de frutas, las guindas, l a s ciruelas, los El p r i m e r día, Gavard dió a Florencio algunos
melocotones, ponían sus ensombrecidas m a n - p o r m e n o r e s referentes al señor Lebigre. E r a u n
b u e n s u j e t o q u e iba a veces a t o m a r café con
ellos. Nadie se sentía coartado p o r su presencia,
p o r q u e el cafetero h a b í a dicho u u día q u e se ha-
bía batido en el año 48. Hablaba poco, y parecía bre el pomo del bastón y m i r ó a Florencio por
tonto. Al p a s a r por delante de él, antes de e n t r a r encima de su " c h o p " .
en el gabinete reservado, cada u n o de aquellos Florencio había hecho j u r a r a Gavard que no
señores le d a b a u n a p r e t ó n de m a n o s silencio- referiría su historia, con objeto de evitar indis-
so, por encima de los vasos y de las botellas. Ge- creciones peligrosas; y no le desagradó el ver
neralmente, el señor Lebigre tenía a su lado, so- cierta desconfianza en la p r u d e n t e actitud de
bre la b a n q u e t a de cuero rojo, a u n a m u j e r c i t a aquel sujeto de la b a r b a espesa. Pero se enga-
rubia, u n a m u c h a c h a que había tomado p a r a el ñaba. Robine no hablaba n u n c a m á s q u e enton-
servicio del m o s t r a d o r , a m á s del mozo de blan- ces. E r a siempre el primero en llegar, al p u n t o
co delantal q u e se cuidaba de las m e s a s y del de las ocho, y se sentaba en el m i s m o rincón,
billar. La joven llamábase Rosa, y era m u y dul- %in d e j a r el junco ni quitarse n u n c a el gabán
ce y m u y sumisa. Gavard, g u i ñ a n d o los ojos, ni el sombrero; nadie había logrado a ú n ver a
contó a Florencio q u e la chica llevaba la sumi- Robine con l a cabeza descubierta. Allí p e r m a -
sión a su a m o h a s t a m u y allá. Por otra parte, necía, oyendo a los otros, h a s t a las doce de la
.aquellos señores se h a c í a n servir por Rosa, que noche, empleando c u a t r o h o r a s p a r a t r a s e g a r su
entraba y q u e salía, con su porte h u m i l d e y di- "chop", y m i r a n d o sucesivamente a los q u e ha-
choso, en medio de las m á s tempestuosas discu- blaban, como si les oyera con los ojos. Cuando
siones políticas. Florencio, posteriormente, p r e g u n t ó a Gavard
acerca de Robine, el pollero pareció tenerle en
El día en q u e el comerciante de aves presentó muy b u e n a opinión; era u n h o m b r e m u y f u e r t e ;
a Florencio a s u s amigos, no hallaron ambos, al sin poder decir con claridad dónde h a b í a hecho
e n t r a r en el gabinetito acristalado, m á s que a u n sus p r u e b a s , le pintó como u n o de los h o m b r e s
señor de u n a cincuentena de años, de aspecto de oposición m á s temidos p o r el gobierno. Robi-
dulce y pensativo, con u n sombrero de color in- ne ocupaba, en la calle de San Dionisio, u n a ha-
definible y u n g r a n p a r d e s ú de color m a r r ó n . bitación en q u e nadie p e n e t r a b a n u n c a . Sin em-
Con la b a r b a apoyada en el p o m o de marfil de bargo, el comerciante de aves refería q u e había
u n grueso junco, delante de u n " c h o p " lleno, ido allí u n a vez. Los encerados suelos estaban
tenía la boca d e tal suerte p e r d i d a en el f o n d o protegidos por pasillos de tela verde; había col-
de u n a b a r b a fortísima, que su semblante pare- chas y u n p é n d u l o de alabastro con columnas.
cía m u d o y sin labios. Madame Robine, a quien creía Gavard haber
—¿Cómo vamos, Robine? — le p r e g u n t ó Ga- visto de espaldas, entre dos p u e r t a s , debía de ser
vard. • una d a m a a n c i a n a m u y como se debe, tocada
con cofia inglesa, pero sin q u e pudiese afirmar-
Robine alargó en silencio la m a n o , p a r a es-
lo. Ignorábase p o r q u é razón el m a t r i m o n i o ha-
t r e c h a r la del pollero, s i n responder y con los
bía ido a vivir en medio del bullicio de u n barrio
ojos dulcificados todavía por u n a sonrisa vaga
comercial; el m a r i d o no hacía absolutamente
de saludo; después volvió a colocar la b a r b a so-
n a d a ; p a s a b a el día no se sabe dónde, vivía de
— ¡ R o s a ! ¡Rosa! — llamó, asomándose f u e r a
n o se sabe qué, y se presentaba*cada noche como del gabinete.
fatigado y e n t u s i a s m a d o p o r u n viaje a las cum- Y c u a n d o la joven, temblando de pies a cabe-
bres de la alta política. za, estuvo f r e n t e a él:
—Bueno, y ese discurso del trono, ¿lo h a leí- ¿Bueno, y q u é ? ¿Cuándo d e j a r á usted de
do usted?—preguntó Gavard, cogiendo u n perió- mirarme?... Me ve usted e n t r a r , y no m e trae en
dico de sobre la mesa. seguida m i " m a z a g r á n " . . .
Robine se encogió de hombros. P e r o la puerta u a v a r d pidió otros dos " m a z a g r a n e s " . Rosa se
del tabique acristalado se estremeció violenta- apresuró a servir las tres consumaciones, b a j o
mente, y u n jorobado entró. Florencio conoció los severos ojos de Logre, que parecía estudiar
en él al jorobado de la subasta, con las manos los vasos y los platillos del azúcar. Bebió u n sor-
lavadas, decentemente vestido y con u n a gran bo y §e calmó u n poco.
b u f a n d a r o j a , u n o de cuyos extremos le caía so- — E s Charvet—dijo el jorobado al cabo de u n
bre la joroba, como la esclavina de u n a capa momento.—Sin duda debe ya de tener bastan-
veneciana. te... E s t a b a a g u a r d a n d o en la acera a Clemencia.
— ¡ A h ! Aquí está Logre — agregó el comer- Pero entró Charvet, seguido de Clemencia. E r a
ciante de aves.—Este nos va a decir lo que pien- un mocetón huesoso, e s m e r a d a m e n t e afeitado,
sa del discurso del trono. de nariz flaca y delgados labios, q u e vivía en la
P e r o Logre estaba furioso. Estuvo en u n tris calle de Vavin, d e t r á s del Luxemburgo. Titulá-
que no a r r a n c a r a el perchero al colgar de él su base profesor libre. E n política, era hebertista.
sombrero y su b u f a n d a . Sentóse violentamente, Largo y a h u m a d o el cabello, caídas en extremo
dió u n puñetazo en la m e s a y rechazó el periódi- las solapas de su raído redingote, ordinariamen-
co exclamando. te se las echaba de convencional, e n t r e oleadas
de p a l a b r a s agrias, y con u n a erudición tan ex-
—¿Acaso voy yo a leer, yo, las m a l d i t a s m e n - t r a ñ a m e n t e altanera, que de ordinario vencía a
tiras de esa gentuza? sus adversarios. Gavard le tenía miedo, sin con-
Después estalló. fesárselo; declaraba, cuando Charvet no estaba
—¿Se h a n visto n u n c a amos que se p o n g a n el allí, que el joven iba realmente demasiado lejos.
m u n d o por m o n t e r a de ese m o d o ? Hace dos ho- Robine lo aprobaba todo con los párpados. T a n
ras que espero mi sueldo. E r a m o s u n o s diez en sólo Logre era el q u e a veces se atrevía a m a n t e -
la oficina. ¡Bueno, ya e s c a m p a ! ¡Podemos espe- nérselas tiesas con Charvet, en la cuestión de los
r a r sentados, amiguitos!... El señor Manoury ha salarios. Pero Charvet seguía siendo el déspota
llegado por fin, en coche, de casa de alguna pe- del grupo, p u e s era el m á s autoritario y el m á s
landusca, de seguro... Esos factores roban... se instruido. Desde hacía m á s de diez años, Clemen-
refocilan... Y p a r a fin de fiesta, m e lo h a da- cia y él vivían m a r i t a l m e n t e , sobre bases m u y
do todo en m o n e d a s m e n u d a s , el m u y cochino. discutidas y según u n contrato estrictamente
Robine hacía coro a las q u e j a s de Logre con observado p o r u n a y otra parte. Florencio, que
leves movimientos de párpados. El jorobado,
bruscamente, encontró u n a víctima. EL VIENTRE DE PARÍS. 11 TOMO I
contemplaba a la joven con cierto asombro, re-
cordó por fin en dónde la había visto; no era morzado contigo cuatro veces, ¿verdad? Pero te
otra que la g r a n tablillera m o r e n a que escribía, presté cien sueldos la s e m a n a pasada.
con los -dedos alargados, como señorita que ha Florencio, sorprendido, volvió la cabeza p a r a
recibido instrucción. no parecer indiscreto. Y c u a n d o d e m e n c i a h u b o
hecho desaparecer el último cartucho, se bebió
Presentóse Rosa i n m e d i a t a m e n t e detrás de los
un sorbo de " g r o g " , se apoyó en el tabique acris-
recién llegados; sin decir nada, colocó u n " c h o p "
talado y se puso a escuchar t r a n q u i l a m e n t e a
delante de Chíyvet y u n a b a n d e j a delante de
los hombres, que h a b l a b a n de política. Gavard
Clemencia, la cual se puso l e n t a m e n t e a prepa-
había vuelto a coger el periódico, y leía, con voz
r a r su " g r o g " , echando agua caliente sobre el
que p r o c u r a b a hacer cómica, p á r r a f o s del dis-
limón, q u e aplastaba dándole golpecitos con la
curso del trono p r o n u n c i a d o por la m a ñ a n a en
cuchara, azucarándolo y echándole el r o n des-
la a p e r t u r a de las Cámaras. Entonces Charvet
p u é s de consultar la botella, p a r a no pasar del
se despachó a su gusto con toda aquella fraseo-
vasito reglamentario. Entonces Gavard hizo la
logía oficial; n o dejó p a s a r sin t r i t u r a r l a u n a
presentación de Florencio a aquellos señores, y
sola línea. Sobre todo, h u b o u n a f r a s e q u e les di-
p a r t i c u l a r m e n t e a Charvet. Presentólos a ambos
virtió e x t r a o r d i n a r i a m e n t e : " A b r i g a m o s la con-
como profesores, p e r s o n a s m u y i n s t r u i d a s que
fianza, señores, de que, apoyados en vuestras lu-
se comprenderían. Pero era de creer q u e el po-
ces y en los sentimientos conservadores del país,
llero había cometido y a alguna indiscreción,
lograremos a u m e n t a r de día en día la prosperi-
porque todos c a m b i a r o n apretones de manos, es-
dad pública". Logre, poniéndose en pie, declamó
trechándolas con fuerza y de u n modo masóni-
esta frase. Imitaba m u y bien, con la nariz, la voz
co. El m i s m o Charvet se m o s t r ó casi amable.
pastosa del emperador.
Por otra parte, todos evitaron el hacer la menor
alusión. . —¡Valiente prosperidad .'—dijo Charvet.—To-
—¿Le h a pagado a usted M a n o u r y en metáli- do el m u n d o se m u e r e de h a m b r e .
co?—preguntó Logre a Clemencia. — E l comercio a n d a m a l í s i m a m e n t e — afirmó
Gavard.
E s t a respondió afirmativamente, y sacó unos
c a r t u c h o s de m o n e d a s de u n o y de dos francos, —Y además, ¿qué quiere decir eso de u n se-
q u e deslió. Charvet la contemplaba, siguiendo ñor " a p o y a d o en luces"? — a ñ a d i ó Clemencia,
con la vista los cartuchos que la joven se volvía que se las echaba de entender de literatura.
a g u a r d a r u n o por uno en el bolsillo, después de Hasta el m i s m o Robine, dejó escapar u n a leve
comprobar su contenido. risa, desde el fondo de sus barbazas. L a conver-
sación se caldeaba. Pasóse a hablar del cuerpo
— T e n d r e m o s que a j u s t a r c u e n t a s — d i j o a me-
legislativo, al que pusieron por los suelos. Logre
dia voz Charvet.
no se desencolerizaba. Florencio volvió a hallar
—Desde luego, esta n o c h e — m u r m u r ó ella.— en él al gran subastador del pabellón del pesca-
Por m á s que creo que estamos saldados. He al- do, con la m a n d í b u l a saliente y las m a n o s lan-
zando las p a l a b r a s en el vacío, con actitud re-

j
concentrada y l a d r a n t e ; ordinariamente, habla- hicieron servir sendos vasitos, y la conversación
ba d e política con el aspecto f u r i b u n d o con que continuó, m á s t u m u l t u o s a y caldeada, en c u a n t o
exponía a las p u j a s u n a canasta de lenguados. la r e u n i ó n estuvo completa.
E n c u a n t o a Charvet, se ponía m á s y m á s gla- Aquella noche, al través d e la e n t o r n a d a puer-
cial, entre la neblina de las pipas y del gas que ta del tabique, vió Florencio u n a vez m á s a m a -
impregnaba el estrecho gabinete; su voz adqui- demoiselle Saget, en pie delante del m o s t r a d o r .
ría sequedades de machete, en tanto que Robme La vieja h a b í a sacado u n a botella de d e b a j o del
balanceaba suavemente la cabeza, sin separar delantal, y estaba m i r a n d o a Rosa, q u e la llena-
la b a r b a del pomo de marfil de su bastón. Des- ba con u n a gran m e d i d a de " c a s i s " y con otra
pués, u n a p a l a b r a de Gavard hizo q u e la conver- ; medida m á s pequeña de aguardiente. Después
sación fuese a p a r a r a las m u j e r e s . la botella desapareció de nuevo d e b a j o del de-
La m u j e r — declaró r o t u n d a m e n t e Charvet lantal y con las m a n o s escondidas, mademoiselle
—es igual al hombre, y con tal título, n o debe Saget se puso a h a b l a r delante del gran reflejo
estorbarle en la vida. El m a t r i m o n i o es u n a aso- blanco del m o s t r a d o r , e n f r e n t e del espejo, en el
ciación... Todo por mitad... ¿No es verdad, Cle- cual los t a r r o s y las botellas de licor parecían
mencia? suspender hileras de farolillos venecianos. P o r
Indudablemente—respondió la joven, con la la noche, el recalentado establecimiento se ilu-
cabeza apoyada en el tabique y los ojos clavados m i n a b a con todo su m e t a l y todos sus cristales.
La solterona, con sus negras faldas, f o r m a b a allí
en el aire.
u n a m a n c h a e x t r a ñ a de insecto, en medio de
P e r o Florencio vió e n t r a r al vendedor ambu-
aquellas c r u d a s claridades. Florencio, al perca-
lante Lacaille y al amigo Claudio Lantier, Ale-
tarse de q u e la vieja p r o c u r a b a h a c e r h a b l a r a
j a n d r o el f u e r t e . Estos dos h o m b r e s h a b í a n es-
Rosa, sospechó que le había visto por la p u e r t a
tado m u c h o tiempo concurriendo a la otra mesa
entornada. Desde que había e n t r a d o en los Mer-
del gabinete; n o pertenecían a la m i s m a peña
cados, se tropezaba con ella a cada paso, hallán-
que aquellos señores. Pero, m e d i a n t e la ayuda
dola p a r a d a b a j o las calles cubiertas, general-
de la política, sus sillas se f u e r o n aproximando
m e n t e en compañía de m a d a m e Lacoeur y de la
y acabaron p o r f o r m a r p á r t e de la reunión. Char-
Sarriette, examinándole l a s t r e s a h u r t a d i l l a s
vet, a cuyos ojos r e p r e s e n t a b a n el pueblo, les
y con aspecto de p r o f u n d í s i m a sorpresa por su
adoctrinó largamente, al m i s m o tiempo q u e Ga-
nuevo empleo de inspector. Sin d u d a Rosa n o
vard se mostraba como tendero sin prejuicios al
estuvo m u y a b u n d a n t e en palabras, p o r q u e ma-
alternar con ellos. A l e j a n d r o poseía u n a hermo-
demoiselle Saget se volvió u n i n s t a n t e y pareció
sa alegría de coloso, u n aspecto de niño grande y
quererse acabar al señor Lebigre, q u e j u g a b a a
feliz. Lacaille, agriado, canoso ya, con a g u j e t a s
los naipes con u n p a r r o q u i a n o , en u n a de las
t o d a s las noches p o r su eterno corretear p o r las
mesas de barnizado hierro. Poco a poco, iba aca-
calles de París, contemplaba alguna vez con mi-
bando por colocarse al lado del tabique, c u a n d o
r a r atravesado la placidez burguesa, los buenos
Gavard la vió. L a detestaba.
zapatos y el grueso gabán de Robine. Ambos se
—Cierre usted la p u e r t a , Florencio—dijo con
mesa, u n a f e m e n t i d a m e s a de m a d e r a blanca,
brusquedad.-^-No puede u n o estar en su casa
habían q u e d a d o hilos, a g u j a s , u n devocionario
aquí.
al lado de un m a n c h a d o e j e m p l a r de la "Clave
Al d a r las doce y m a r c h a r s e , Lacaille cruzó de los s u e ñ o s " ; y u n vestido de verano, blanco
algunas p a l a b r a s en voz b a j a con el señor Lebi- con motas amarillas, colgaba olvidado de u n cla-
gre. Este, a l ' darle u n apretón de m a n o s , le en- vo, en tanto que, sobre la tabla que servía de to-
tregó c u a t r o m o n e d a s de cien francos, sin que cador, detrás del j a r r o del agua, u n frasco derra-
nadie lo viera, diciéndole al oído: mado de bandolina, había d e j a d o u n a gran m a n -
— Y a sabe usted, son veintidós f r a n c o s p a r a cha. Florencio hubiera s u f r i d o en u n a alcoba de
m a ñ a n a . L a persona que presta no quiere ya ha- m u j e r ; pero de toda la habitación, de la estrecha
cerlo por menos... No olvide usted tampoco que cama de hierro, de las dos sillas de p a j a , h a s t a
debe tres días d e carro... Será menester pagarlo del papel pintado, de borroso color gris, n o se
todo. desprendía m á s que u n olor de tontería ingenua,
El señor Lebigre dió las b u e n a s noches a aque- un olor de m u c h a c h o n a pueril. Y Florencio era
llos señores. Iba a d o r m i r como u n lirón, decía. feliz por aquella pureza de las cortinas, por aque-
Y bostezaba ligeramente, e n s e ñ a n d o u n o s dien- llas niñerías de las c a j a s doradas, por aquella
tes fortísimos, en tanto q u e Rosa le contempla- desmañada coquetería que m a n c h a b a las pare-
ba, con su m i r a d a de criada sumisa. E l señor Le- des. , Todo aquello le refrescaba, evocaba en él
bigre le dió u n e m p u j ó n , m a n d á n d o l e que fuese ensueños de j u v e n t u d . Hubiese querido no co-
a apagar el gas del gabinete. nocer a aquella Agustina de los crespos cabellos
E n la acera, Gavard tropezó y estuvo a p u n t o castaños y creer que estaba en casa de u n a her-
de caerse. Como estaba de vena de h a c e r chistes : mana, en casa de u n a b u e n a m u c h a c h a que pu-
— ¡ C a r a m b a ! — d i j o . — ¡ N o estoy apoyado en siera en t o r n o de él, y en las menores cosas, su
luces, a fe m í a ! gracia de m u j e r naciente.
Esto pareció m u y gracioso, y se separaron. Pero, por las noches, era u n gran alivio m á s
Florencio volvió otras noches y le tomó el gusto para él el apoyarse de codos sobre la ventana de
a aquel gabinete acristaládo, a los silencios de su guardilla. Aquella ventana cortaba en el te-
Robine, a las cóleras de Logre, a los helados jado u n estrecho balcón, de alta b a r a n d a de hie-
odios de Charvet. P o r la noche, al volver a su i
rro, j u n t o a la cual Agustina cuidaba u n a plan-
casa, n o se acostaba en seguida. Agradábale su ta en una maceta. Florencio, en c u a n t o las noches
guardilla, aquel cuartito de soltera, en el que empezaron a ponerse frías, e n t r a b a la p l a n t a en la
Agustina había d e j a d o retazos de guiñapos co- habitación, colocándola al pie de su cama. Algu-
sas tiernas y baladíes de m u j e r , que a n d a b a n p o r nos m i n u t o s permanecía en la ventana, aspiran-
todas partes. E n la chimenea h a b í a a ú n horqui- do con fuerza el aire fresco que le llegaba del
llas, c a j a s de c a r t ó n dorado llenas de botones, Sena, por encima de las casas de la calle de Rí-
de grabados recortados, de tarritos de p o m a d a voli. Abajo, confusamente, las t e c h u m b r e s de los
vacíos que a ú n olían a j a z m í n ; en el c a j ó n de la Mercados extendían sus lienzos grises. E r a n CQ-
m o lagos adormidos, en medio de los cuales el a su f r e s c u r a soberbia, aquel apodo de la bella
furtivo reflejo de algún vidrio a l u m b r a b a el res- Normanda, q u e h a b í a heredado su h i j a mayor.
plandor argentado de u n a ola. A lo lejos, los te- Hoy, hecha u n fardo, avacada, llevaba s u s sesen-
chos del pabellón d e la carnicería y de la Vallée ta y cinco a ñ o s como m a t r o n a cuya voz h a b í a
se divisaban a ú n m á s sombríos, como si no fue- enronquecido la h u m e d a d del pescado fresco,
r a n m á s q u e a m o n t o n a m i e n t o s de tinieblas que azuleándole el cutis; estaba reventando por la
hicieran retroceder al horizonte. Florencio goza- vida sedentaria, con la c i n t u r a desbordante y la
ba del gran pedazo de cielo q u e tenía enfrente, cabeza echada hacia a t r á s por la f u e r z a del pe-
de aquel i n m e n s o desenvolvimiento de los Mer- cho y p o r la ascendente ola de la grasa. Por otra
cados, que le daba, en medio de las ahogadas ca- parte, n u n c a h a b í a querido r e n u n c i a r a las mo-
lles de Paris, la vaga visión de u n a orilla de m a r , das de su t i e m p o ; conservó el vestido rameado,
con las aguas m u e r t a s y pizarrosas de u n a ba- la pañoleta amarilla, la toca de las pescaderas
hía, a p e n a s estremecidas por el r e t u m b a r leja- clásicas, con la voz elevada, el a d e m á n rápido,
no de las olas. Quedábase abstraído y soñaba los brazos en j a r r a s y con todo el l e n g u a j e del
cada noche en u n a costa nueva. Le ponía tristí- catecismo t r u h a n e s c o Huyéndole de los labios.
simo y m u y alegre a la vez el volver a r e c o r d a r Echaba m u y de m e n o s el mercado de los Ino-
los ocho años de desesperación q u e había pasa- centes, hablaba de los antiguos derechos de las
do f u e r a de F r a n c i a . Después, estremecido de d a m a s del mercado, y mezclaba a las anécdotas
pies a cabeza, cerraba de nuevo la ventana. A de puñetazos cruzados con los inspectores de po-
menudo, c u a n d o se quitaba el cuello delante de licía otros relatos de visitas a la Corte, en tiem-
la chimenea, la fotografía de Augusto y de Agus- po de Carlos X y de Luis-Felipe, con t r a j e de
tina le i n q u i e t a b a n ; ambos le m i r a b a n desnu- seda y grandes ramilletes en la m a n o . L a tía Mé-
darse, con su sonrisa lívida, cogidos de la m a n o . hudin, como se la llamaba, había sido m u c h o
tiempo p o r t a - e s t a n d a r t e de la cofradía de la Vir-
L a s p r i m e r a s semanas que pasó Florencio en gen, en Saint-Leu. E n las procesiones de la igle-
el pabellón del pescado f u e r o n en extremo peno- sia, llevaba t r a j e y sombrero de tul, con lazos
sas. Había hallado en los Méhudin u n a abierta de raso, y sostenía m u y en alto, con los hincha-
hostilidad que le puso en p u g n a con el mercado dos dedos, la dorada v a r a del e s t a n d a r t e de seda
entero. La bella N o r m a n d a se proponía vengar- con rica f r a n j a , en el q u e estaba b o r d a d a u n a
se de la bella Lisa, y el p r i m o de ésta era u n a Madre de Dios.
víctima q u e ni h e c h a de encargo.
Los Méhudin e r a n oriundos de Rouen. L a m a - L a tía Méhudin, a j u z g a r por los chismorreos
d r e de Luisa refería a ú n cómo había llegado a del barrio, debía de h a b e r r e u n i d o u n a gran for-
París, con u n a s c u a n t a s anguilas en u n cesto. t u n a ; pero ésta casi n o aparecía m á s q u e en las
Ya n o dejó n u n c a la pescadería. Se casó con u n j o y a s de oro macizo con que, en los días que re-
empleado de los consumos, q u e m u r i ó dejándole picaban recio, se cargaba el cuello, los brazos y
dos n i ñ a s pequeñas. Ella f u é la que, en otro el pecho. Más tarde, sus dos h i j a s n o lograron
tiempo, mereció, gracias a s u s anchas caderas y avenirse. L a menor, Clara, u n a r u b i a perezosa,
se q u e j a b a de las b r u t a l i d a d e s de Luisa, y decía cuando Luisa, haciendo ostentación de sus cor-
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con voz lenta q u e n o sería en su vida la criada batas de lazos, se burlaba de sus pañoletas m a l
de su h e r m a n a . Como i n d u d a b l e m e n t e h u b i e r a n prendidas. Contábase q u e el h i j o de u n rico ten-
acabado por pegarse, la m a d r e les separó. Cedió dero del barrio se había ido a viajar, rabioso p o r
a Luisa su puesto de pescado, y Clara, a quien no h a b e r podido obtener de ella u n a sola palabra
hacía toser el olor de las r a y a s y de las sardinas, agradable.
se instaló en u n puesto de pescado de agua dul- Luisa, la bella N o r m a n d a , se h a b í a m o s t r a d o
ce. Y, a pesar de que h a b í a j u r a d o retirarse, la m á s tierna. E s t a b a ya concertado su m a t r i m o n i o
m a d r e iba de u n o a otro puesto, entrometién- con u n empleado del mercado del trigo, c u a n d o
dose a ú n en la venta y c a u s a n d o eternos disgus- el desgraciado m u c h a c h o quedó con los ríñones
tos a sus h i j a s por sus insolencias demasiado destrozados por la caída de u n saco de h a r i n a .
gordas. No por ello dejó la N o r m a n d a de d a r a luz u n
Clara era una c r i a t u r a caprichosa, m u y dulce robusto niño siete meses m á s tarde. Las perso-
y que se l a m e n t a b a continuamente. No hacía n a s q u e rodeaban a los Méhudin consideraban
n u n c a , según decían, m á s q u e lo q u e se le ponía como viuda, a la bella N o r m a n d a . La anciana
por m o n t e r a . Tenía, al propio tiempo que u n pescadera decía a veces: " C u a n d o vivía m i ver-
J
semblante soñador de virgen, u n a testarudez no"...
m u d a , u n espíritu de independencia q u e la i m - | E r a n u n a potencia los Méhudin. Cuando el se-
p u l s a b a a vivir aparte, n o aceptando n a d a q u e ñor Verlaque acabó de poner a Florencio al co-
se pareciera a los demás, con u n a rectitud abso- rriente de sus nuevas ocupaciones, le recomendó
l u t a hoy y m a ñ a n a con u n a injusticia q u e su- que no se m a l q u i s t a r a con algunas vendedoras,
blevaba. E n su puesto, revolucionaba a veces el si no quería hacerse imposible la vida; llevó la
mercado, alzando y b a j a n d o los precios, sin q u e simpatía h a s t a el extremo de enseñarle los pe-
nadie pudiese explicarse p o r qué. Al acercarse a queños secretos del oficio, las tolerancias nece-
los treinta, se presentía que su delicadeza de sarias, las severidades de comedia, los regalos
t e m p e r a m e n t o , su fino cutis q u e el agua de los aceptables. Un inspector es a la vez comisario
viveros refrescaba continuamente, su pequeño de policía y juez de paz, pues tiene que velar
rostro de d i b u j o aguado, sus ágiles miembros, se por el buen orden del mercado y q u e conciliar
h a b í a n de t o r n a r espesos, cayendo en el apol- las diferencias entre c o m p r a d o r y vendedor.
t r o n a m i e n t o de u n a s a n t a de vidriera encana- Florencio, débil de carácter, se envaraba, pasa-
llada en los mercados. Pero entonces, a los vein- ba de la m e d i d a cada vez que tenía q u e hacer
tidós años, parecía u n Murillo, en medio de sus u n acto de a u t o r i d a d ; y además, tenía en contra
c a r p a s y sus anguilas, según la f r a s e de •Claudio suya la a m a r g u r a de sus largos padecimientos,
L a n t i e r ; u n Murillo despeinado con frecuencia, su r o s t r o sombrío de paria.
con zapatos gruesos y con vestidos cortados a
hachazos que la vestían como u n a tabla. No era La táctica de la bella N o r m a n d a consistió en
coqueta; m o s t r á b a s e e~ extremo despreciativa atraerle a alguna riña. Había j u r a d o que Flo-
rencio no conservaría quince días su destino.
— ¡ A h , b u e n o ! — d i j o a m a d a m e Lecoeur, a levantó los o j o s y la vió en pie, apoyada en el
quien encontró u n a m a ñ a n a . — S i la gorda Lisa pie de bronce de los dos mecheros de gas q u e
cree q u e q u e r e m o s sus obras... T e n e m o s m á s a l u m b r a n los c u a t r o asientos de cada puesto. La
gusto q u e ella... ¡ E s horrible su h o m b r e ! pescadera le pareció m u y alta, subida en alguna
Después de las subastas, c u a n d o Florencio co- c a j a p a r a preservar los pies de la h u m e d a d .
menzaba su vuelta de inspección, a paso corto, F r u n c í a los labios, m á s h e r m o s a a ú n que de or-
a lo largo de los a n d e n e s chorreantes de agua, veia dinario, peinada con rizos, con la cabeza soca-
p e r f e c t a m e n t e a la h e r m o s a N o r m a n d a q u e le se- rrona, algo b a j a , y con las m a n o s demasiado ro-
guía con descarada risa. Su puesto, en la se- s a d a s sobre la b l a n c u r a del gran delantal. J a -
g u n d a hilera a la izquierda, cerca de los puestos m á s le había visto Florencio t a n t a s j o y a s ; la
de los pescados de a g u a dulce, caía e n f r e n t e de N o r m a n d a llevaba largos aretes, u n a cadena al
la calle de R a m b u t e a u . L a bella N o r m a n d a se euello, u n broche y u n a infinidad de anillos en
volvía, sin separar los ojos de su víctima, y b u r - los dedos de la m a n o izquierda y en u n dedo de
lándose de ella con s u s vecinas. Después, cuan- la m a n o derecha.
do Florencio p a s a b a por delante de su puesto, Como continuase m i r a n d o a Florencio de arri-
e x a m i n a n d o l e n t a m e n t e las piedras, la pescade- b a abajo, sin responder, agregó él:
r a afectaba u n a alegría i n m o d e r a d a , golpeaba — ¿ O y e usted? Haga usted desaparecer esa
los pescados, abría el grifo de par en par, i n u n - raya.
daba el andén. Florencio permanecía impasible. P e r o no había visto a la tia Méhudin sentada
P e r o u n a m a ñ a n a estalló la g u e r r a fatalmen- en u n a silla y h e c h a u n ovillo en u n rincón. Le-
te. Aquel día Florencio, al llegar delante del vantóse la vieja, y apoyando los p u ñ o s en la me-
puesto de la bella N o r m a n d a , percibió u n hedor sa de m á r m o l :
insoportable. Había allí, sobre el m á r m o l , u n -—¡Toma! ¿Y por q u é h a de tirar la r a y a ? Con
salmón soberbio, ya empezado y m o s t r a n d o la toda seguridad no será usted el q u e se la pague.
rosada rubicundez de su c a r n e ; rodaballos de Entonces, Florencio comprendió. L a s o t r a s
b l a n c u r a de c r e m a ; congrios, pinchados por los vendedoras se reían. Sentía a su alrededor u n a
negros alfileres q u e sirven p a r a m a r c a r los tro- rebelión sorda que esperaba u n a palabra p a r a
zos; p a r e s de lenguados, de salmonetes, de la- estallar. Se contuvo. Sacó p o r sí mismo, de de-
bros, todo u n escaparate fresco. Y en medio de b a j o del banco, el cubo de los desperdicios, e
aquellos pescados de ojo vivo, se ostentaba u n a hizo caer en él la raya. L a tía Méhudin se habia
gran raya, rojiza j a s p e a d a de m a n c h a s sombrías, ya puesto en j a r r a s ; pero la bella N o r m a n d a ,
magnífica por s u s extraños matices; la gran raya q u e no había despegado los labios, soltó de nue-
estaba p o d r i d a ; la cola colgaba, y las espinas de vo u n a risita de perversidad, y Florencio se f u é
las aletas a t r a v e s a b a n la d u r a piel. en medio de los m u r m u l l o s , con talante severo y
a p a r e n t a n d o q u e no oía.
— H a y q u e t i r a r esa r a y a — d i j o Florencio acer-
cándose. Cada día f u é u n a n u e v a invención. E l inspec-
La bella N o r m a n d a soltó u n a risita. Florencio tor no recorría ya los a n d e n e s sino ojo avizor,
como si se h a l l a r a en país enemigo. Cogía todas voces enronquecidas y con sus gruesos brazos
las salpicaduras de las esponjas, estaba a cada desnudos de luchadoras.
m o m e n t o a p u n t o de caerse resbalando sobre E n t r e todas aquellas h e m b r a s desatadas, tenía
los desperdicios colocados b a j o sus pies, recibía no obstante, u n a amiga. Clara declaraba r o t u n -
en la n u c a encontronazos de las cestas de los . d a m e n t e que el nuevo inspector era u n simpáti-
portadores. Hasta u n a m a ñ a n a , como riñeran co sujeto. Cuando pasaba ante ella, e n t r e los in-
dos vendedoras, y acudiese Florencio p a r a im- sultos de sus vecinas, Clara le sonreía. Estaba
pedir la pelea, tuvo q u e b a j a r s e p a r a evitar el allí, con mechones de cabellos r u b i o s en el cuello
ser abofeteado en a m b a s mejillas p o r u n a lluvia y sobre las sienes, con el t r a j e s u j e t o de través,
de p e q u e ñ a s p l a t i j a s que volaron p o r cima de su indolente, detrás de su puesto. Pero m á s a me-
cabeza; todo el m u n d o se rió mucho, y Floren- nudo, Florencio la veía en pie, con las m a n o s en
cio creyó siempre q u e las dos vendedoras for- el fondo de sus viveros, cambiando de f u e n t e los
m a b a n p a r t e de la conspiración de los Méhudin pescados, y complaciéndose en d a r vueltas a
bu antiguo oficio de profesor lleno de b a r r o le los pequeños delfines de cobre q u e a r r o j a n u n
a r m a b a de una paciencia evangélica; sabía con- hilillo de agua por la boca. Aquel c h o r r e a r daba
servar u n a frialdad magistral, c u a n d o la cólera a Clara u n a gracia temblorosa de b a ñ i s t a al bor-
ardía en su interior y cuando todo su ser m a n a - de de u n a corriente, con las r o p a s m a l s u j e t a s
ba sangre p o r la humillación. P e r o n u n c a los todavía.
arrapiezos de la calle de l ' E s t r a p a d e h a b í a n te-
nido aquella ferocidad de las d a m a s del m e r c a - Una m a ñ a n a , sobre todo, se m o s t r ó m u y a m a -
do, aquel encarnizamiento de m u j e r e s enormes, ble. Llamó al inspector p a r a mostrarle u n a h e r -
cuyos vientres y pechos saltaban de u n a alegría mosa anguila que, en la subasta, había sido el
gigante, cuando Florencio se dejaba coger en al- asombro del mercado entero. Abrió la r e j a que
g ú n lazo. Los r o j o s semblantes parecían escar- había vuelto a cerrar p r u d e n t e m e n t e sobre el
necerle. E n las inflexiones canallescas de las vo- pilón en cuyo fondo parecía d o r m i r la anguila.
ces, en las a n c h a s caderas, en los cuellos hincha- — E s p e r e usted—dijo,;—va usted a ver.
dos, en los meneos de los muslos, en el abando- Sumergió despacito en el agua s u desnudo b r a -
n o de las manos, adivinaba Florencio toda u n a zo, u n brazo u n tanto delgado, cuyo cutis de seda
ola de i n m u n d i c i a s dirigidas contra él. Gavard m o s t r a b a el pálido color azulado de las venas.
en medio de aquellas f a l d a s i m p u d e n t e s y de E n cuanto la anguila se sintió tocada, se arrolló
f u e r t e s olores, se hubiera hallado m u y a sus an- sobre sí m i s m a , en n u d o s rápidos, llenando el
chas, contentándose con d a r azotes a diestro y estrecho pilón con el verdoso jaspeado de s u s
siniestro si le h u b i e r a n estrechado en demasía anillos. Y en cuanto volvía a quedarse quieta,
Florencio, a quien las m u j e r e s h a b í a n intimida- Clara se entretenía en irritarla de nuevo, con la
do siempre, se sentía poco a poco perdido en u n a p u n t a de las uñas.
pesadilla de m u c h a c h a s de prodigiosos encantos, — E s enorme—creyó deber decir Florencio.—
q u e le rodeaban en inquietante círculo, con s u s Pocas veces h e visto o t r a s tan hermosas.
Entonces Clara le confesó que, en los prime-
ros tiempos, le h a b í a n dado miedo las anguilas.
—no m e fiaría yo de u n lucio. Me cortaría los
P e r o a h o r a sabia y a cómo hay que a p r e t a r los
dedos lo m i s m o que u n cuchillo.
dedos p a r a q u e n o p u e d a n escurrirse. Y allí al
lado, cogió o t r a m á s p e q u e ñ a . L a anguila, en los Y mostraba, en p l a n c h a s lavadas con lejía, de
dos extremos de su cerrado puño, se retorcía. excesiva limpieza, grandes lucios colocados por
Esto hacía reir a la pescadera. Despidióla lejos orden de tamaños, al lado d e las bronceadas
de sí, cogió otra, y h u r g ó en el pilón, removiendo tencas y de lotes de gubios en pequeños m o n -
aquel m o n t ó n de serpientes con sus delgados tones. Ahora tenía las m a n o s m u y grásientas
dedos. por la secreción de las c a r p a s ; las separaba, en
pie en la h u m e d a d de los viveros, p o r encima de
Después permaneció allí u n i n s t a n t e h a b l a n - los m o j a d o s pescados del escaparate. Hubiéra-
do de la venta, que no m a r c h a b a bien. Los ven- sela creído envuelta en a r o m a s de freza, en u n o
dedores de f u e r a , en el g r a n c u a d r a d o de la calle de esos olores espesos q u e se desprenden de los
cubierta, les h a c í a n m u c h o daño. Su brazo des- j u n c o s y de los vasosos n e n ú f a r e s , cuando los
nudo, que no se h a b í a secado, chorreaba, fresco, huevos hacen estallar el vientre de los pescados,
con la f r e s c u r a del agua. De cada dedo le caían p a s m a d o s de a m o r al sol. Secóse las m a n o s en
g r u e s a s gotas. el delantal, sin d e j a r de sonreír, con su t r a n q u i -
; lo aspecto de niña grande con la sangre helada,
—¡Ah!—dijo b r u s c a m e n t e . — E s preciso que le.
enseñe a usted también mis carpas. en aquel estremecimiento de las voluptuosida-
Abrió u n a tercera r e j a , y con las dos manos, des f r í a s y desaboridas de los ríos.
asió u n a c a r p a q u e daba coletazos estertorando.
Aquella simpatía de Clara era u n débil con-
P e r o buscó u n a menos g r a n d e ; aquélla, p u d o su-
suelo p a r a Florencio. Le valía b r o m a s m á s su-
j e t a r l a con u n a sola m a n o , q u e el soplo de los
cias aún, c u a n d o se detenía p a r a h a b l a r con la
costados a b r í a u n poco a cada respiración del
joven. Esta se encogía de hombros, y decía q u e
pez. Clara imaginó meterle el pulgar en la boca
su m a d r e era u n a vieja picara y que su h e r m a n a
en u n o de los bostezos.
no valia gran cosa. L a i n j u s t i c i a del mercado con
— E s t a n o m u e r d e m u r m u r a b a con su dulce el inspector, la llenaba de cólera. E n t r e t a n t o , la
risa.-—No es mala... Lo m i s m o q u e los cangre- g u e r r a continuaba, m á s cruel de día en día. Flo-
jos... Ya n o les tengo miedo. rencio pensaba en a b a n d o n a r su d e s t i n o ; - n o lo
Habia vuelto a sumergir el brazo, y sacaba, de hubiera conservado ni veinticuatro horas, de n o
u n o de los compartimientos, atestado d e u n hor- ser por el temor de aparecer cobarde a los ojos
m i g u e r o confuso, u n c a n g r e j o q u e le h a b í a co- de Lisa. Apurábase p o r lo que ella dijese, p o r lo
gido el dedo m e ñ i q u e . L a joven lo sacudió u n que ella pensase. L a salchichera estaba forzo-
i n s t a n t e ; pero sin d u d a el crustáceo debió de samente enterada del g r a n combate entre las
apretarle con demasiada fuerza, p o r q u e se p u s o pescaderas y su inspector, cuyo r u m o r llenaba
m u y colorada y le r o m p i ó la pata, con p r o n t o los sonoros Mercados, y cada u n o de cuyos nue-
a d e m á n de r a b i a y sin cesar de sonreír. vos golpes era juzgado por el barrio con comen-
— P o r e j e m p l o — d i j o p a r a ocultar su emoción, tarios sin fin.

EL VIENTRE DE PARÍS. 12 TOMO I


— ¡ A h ! ¡Bueno!—decía con frecuencia, por la —No, no; es demasiado caro.
noche, después de comer.—¡Yo me encargaría —No importa, dígalo.
de hacerlas e n t r a r en r a z ó n ! Todas son m u j e r o - —¿Quiere usted ocho f r a n c o s ?
n a s que no quisiera yo tocar ni con la y e m a de La tía Méhudin, que pareció despertarse, lan-
los dedos... Canalla, chusma... E s a N o r m a n d a es zó u n a c a r c a j a d a inquietante. L a gente creía sin
la ú l t i m a entre las últimas... ¡Ya la h a r í a yo an- d u d a q u e r o b a b a n el pescado.
dar derecha! No h a y m á s q u e m o s t r a r autori- — ¡ O c h o f r a n c o s por u n mero de ese t a m a ñ o !
dad, ¿comprende usted, Florencio? Usted está La bella N o r m a n d a , con aire ofendido, volvió
m u y equivocado en sus ideas. Dé usted u n golpe la cabeza. Pero la criada volvió dos veces, ofre-
de fuerza, y ya verá usted cómo todo el m u n d o ció nueve francos, llegó h a s t a los diez. Después
será p r u d e n t e . al ver q u e se m a r c h a b a en serio:
La última crisis f u é terrible. Una m a ñ a n a , la —Vamos, venga usted—le gritó la pescadera.
criada de m a d a m e Taboureau, la p a n a d e r a , bus- —Déme usted el dinero.
caba u n m e r o en la pescadería. La bella N o r m a n - L a criada se p l a n t ó delante del puesto, char-
da, q u e la veía girar a su alrededor desde hacía lando amigablemente con la tía Méhudin. ¡Ma-
algunos m i n u t o s , le dirigió algunas palabras, al- d a m e T a b o u r e a u se m o s t r a b a t a n exigente!
g u n a s zalamerías. Aquella noche tenía convidados a c o m e r ; u n o s
—Venga usted acá, q u e yo le d a r é lo que nece- primos de Blois, u n notario con su señora. L a
sita... ¿Quiere usted un p a r de lenguados?... ¿Un familia de m a d a m e T a b o u r e a u era m u y decente;
rodaballo? ella m i s m a , a u n q u e p a n a d e r a , h a b í a recibido
Y como la criada se acercase al fin y oliese un b u e n a educación.
mero, con el m o h í n ceñudo q u e a d o p t a n las pa- —¿Límpielo usted bien, oye?—dijo i n t e r r u m -
r r o q u i a n a s p a r a pagar menos c a r o : piéndose.
— T ó m e l o usted en peso—prosiguió la bella La bella Normanda, de u n a sola dedada, h a -
Normanda, colocándole el m e r o en la m a n o bía quitado las t r i p a s al m e r o y echado los des-
abierta, envuelto en u n a h o j a de grueso papel perdicios en el cubo. I n t r o d u j o entre las agallas
amarillo. del pescado u n a esquina d e su delantal p a r a qui-
La criada, u n a m e n u d a auvernesa toda do- t a r algunos g r a n o s de arena. Después, metiendo
liente, sopesaba el mero y le abría las agallas, p o r sí m i s m a el mero en la cesta de la auver-
siempre con la m i s m a m u e c a y sin decir pala- nesa:
b r a . Después, como a pesar s u y o : —Bueno, preciosa m í a ; estoy segura de q u e
—¿Y cuánto? m e d a r á usted las gracias.
— Q u i n c e francos—respondió la pescadera. Pero, al cabo de u n cuarto de hora, se presentó
Entonces la otra dejó de prisa y corriendo el de nuevo la criada, coloradísima, h a b í a llorado,
pescado en el m á r m o l . Parecía dispuesta a huir. y todo su cuerpecillo temblaba de cólera. Tiró el
P e r o la bella N o r m a n d a la retuvo. m e r o sobre el m á r m o l del puesto, m o s t r a n d o ,
—Vamos, diga usted lo q u e ofrece. por la p a r t e del vientre, u n a ancha encentadura
q u e había quitado la c a r n e del pescado h a s t a la
r a s p a . Una ola de p a l a b r a s entrecortadas salió ¡Muchas gracias! No m e conviene de n i n g ú n
de su garganta, hecha u n n u d o a ú n p o r las lá- modo.
grimas. —Y tus aretes, ¿cuánto te cuestan?... Bien se
-^—Madame T a b o u r e a u no lo quiere. Dice qüe ve q u e te los h a s g a n a d o sabe Dios cómo.
n o puede servirlo así. Y m e h a dicho también —¡Rediez! Si sabemos q u e va a la esquina de
q u e soy u n a imbécil y que me dejo robar por la calle de Mondetour.
todo el mundo... Ya ve usted que está echado a
( Florencio, en cuya busca había ido el g u a r d i á n
perder... Yo no le h e dado la vuelta, p o r q u e he
del mercado, llegó en lo m á s f u e r t e de la dispu-
tenido demasiada confianza... Devuélvame usted
ta. El pabellón se insurreccionaba decididamen-
los diez francos.
te. Las vendedoras, q u e tienen u n o s celos m u -
—Se debe m i r a r lo que se c o m p r a — d i j o fría- tuos terribles, c u a n d o se t r a t a de vender u n a sar-
m e n t e la N o r m a n d a . dina de diez céntimos, se entienden a las mil
Y como la otra alzase la voz, la tía Méhudin se maravillas en contra de las p a r r o q u i a n a s . Can-
levantó de nuevo de su asiento. taban a coro " L a p a n a d e r a tiene escudos que le
—¿Quiere usted d e j a r n o s en paz? No se puede cuestan poco", golpeaban con los pies, excita-
volver a t o m a r u n pescado que ha ido ya de ma- ban a las Méhudin, como a fieras a quienes se
n o en mano... ¡Vayan a averiguar dónde lo h a b r á incita a m o r d e r ; había algunas, en el otro extre-
d e j a d o usted caer p a r a dejarlo en ese estado! mo del andén, que se lanzaban f u e r a de sus
• —¡Yo, yo! puestos, como p a r a saltar al moño de la criadi-
L a criada se ahogaba. Después, p r o r r u m p i e n - ta, perdida, anegada, a r r e b a t a d a por aquella
do en sollozos: enormidad de i n j u r i a s .
—Son ustedes u n p a r de ladronas, sí, u n p a r —Devuelva usted los diez f r a n c o s a la señori-
de ladronas. Madame T a b o u r e a u tenía razón al t a — d i j o severamente Florencio, u n a vez q u e le
decírmelo. hubieron puesto al tanto del asunto.
Entonces, aquello f u é formidable. L a m a d r e y P e r o la tía Méhudin estaba ya desatada.
la h i j a , f u r i b u n d a s , avanzando los puños, se des- —A ti, vida mia, te... ¡ Mira, m i r a cómo devuel-
potricaron a su gusto. L a criadita, asustada, co- vo los diez f r a n c o s !
gida entre aquella voz r o n c a y aquella voz aflau- , Y, con toda su alma, a r r o j ó el mero a la cabe-
tada, que se la despedían m u t u a m e n t e como u n a za de la auvernesa, que lo recibió en pleno ros-
pelota, sollozaba m á s f u e r t e todavía. tro. La sangre brotó de la nariz; el mero se des-
—¡Anda enhoramala! Tu madame Taboureau prendió y cayó al suelo, en donde se aplastó con
es m u c h o m e n o s fresca que ese mero... A ella sí ruido de rodilla m o j a d a . Aquella brutalidad puso
q u e h a b r í a q u e componerla para poderla ser- f u e r a de sí a Florencio. L a bella N o r m a n d a tuvo
vir... miedo, y retrocedió, m i e n t r a s q u e el inspector
— ¡ U n pescado completo por diez f r a n c o s ! exclamaba:
•—¡Queda usted privada del puesto durante

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dería. Desde la edad de tres años, p e r m a n e c í a
ocho d í a s ! H a r é q u e le retiren el permiso, ¿lo en-
sentado sobre u n pedazo de trapo, en el m i s m o
tiende usted? centro del pescado. Dormía f r a t e r n a l m e n t e al
Y al sentir q u e seguían gritando detras de él, lado de los grandes atunes, se despertaba entre
se volvió con semblante t a n amenazador, que las las caballas y las pescadillas. El mocosuelo olía
pescaderas, dominadas, se hicieron las inocen- de tal modo, q u e se h u b i e r a podido creer que sa-
tes E n c u a n t o las Méhudin hubieron devuelto lía del vientre de algún pescado grande. Su juego
los diez f r a n c o s a la criada de m a d a m e Tabou- favorito f u é m u c h o tiempo, cuando su m a d r e
reau, Florencio las obligó a cesar en la venta in- volvía la espalda, edificar paredes y casas con
m e d i a t a m e n t e . L a vieja se ahogaba de rabia. La sardinas; t a m b i é n jugaba a la g u e r r a , sobre la
h i j a se había q u e d a d o inmóvil, palidísima. ¡Ella, mesa de mármol, alineando las triglas u n a s f r e n -
la bella N o r m a n d a , a r r o j a d a de su puesto! Cla- te a o t r a s ; las acercaba, les hacía chocar las ca-
r a dijo, con su t r a n q u i l a voz de siempre, q u e es- bezas, i m i t a b a con la boca la t r o m p e t a y el t a m -
taba m u y bien hecho, lo cual por la noche, estu- bor, y finalmente las colocaba amontonadas, di-
vo en u n tris q u e n o hiciera a g a r r a r s e del mono ciendo q u e e r a n muertos. Más tarde, f u é a d a r
a las dos h e r m a n a s , en su casa de la calle de Pi- vueltas alrededor de su tía Clara, p a r a coger las
rouette. ,,„ ,. , vejigas de las c a r p a s y de los lucios que aquélla
Al cabo de ocho días, c u a n d o las Mehudin vol- vaciaba; poníalas en el suelo y las hacía reven-
vieron al Mercado, se m o s t r a r o n prudentes, m u y tar, lo cual le entusiasmaba. A los siete años co-
envaradas, m u y breves, con f r í a cólera. Por otra rría por los andenes, se hacía u n ovillo b a j o los
parte, e n c o n t r a r o n el pabellón calmado, resta- puestos, eíitre las c a j a s de m a d e r a f o r r a d a s de
blecido el orden. L a bella N o r m a n d a , a partir de zinc, y era el galopín m i m a d o de las pescaderas.
aquel día, alimentó en secreto u n pensamiento Cuando éstas le enseñaban algún objeto nuevo
de venganza terrible. Comprendía q u e aquel gol- que le encantaba, el arrapiezo j u n t a b a las m a n o s
pe provenía de la bella Lisa; h a b í a encontrado y se quedaba como en éxtasis. Habíanle puesto
a ésta, al día siguiente del conflicto, con la f r e n t e de apodo Muche. Muche p o r allí, Muche p o r allá.
tan altiva, q u e se h a b í a j u r a d o hacerle pagar Todas le llamaban. Hallábasele en todas partes,
cara su m i r a d a de triunfo. Tuvo en los rincones en el fondo de las oficinas de la almoneda, en
de los Mercados i n t e r m i n a b l e s conciliábulos con los m o n t o n e s de canastas, entre los cubos de los
mademoiselle Saget, con m a d a m e Lecceur y con desperdicios. E s t a b a allí como u n barbillo joven,
la Sarriette; pero cuando estaban cansadas ya de rosada blancura, coleando, sumergiéndose,'
de ridículos chismes de las desvergüenzas de Li- suelto en el agua libre. Experimentaba por las
sa con el p r i m o y de los pelos q u e se encontra- aguas corrientes t e r n u r a s de pececillo. A r r a s t r á -
b a n en las morcillas de Quénu, ya n o podía ir base p o r los charcos de los andenes, recibía el
m á s allá la N o r m a n d a , y por otra parte, no que- c h o r r e a r de las mesas. A menudo, abría solapa-
daba satisfecha. Buscaba algo m u y perverso q u e d a m e n t e u n grifo, dichosísimo al ver salpicar el
hiriese a su rival en el corazón. chorro del agua. P e r o donde m á s q u e a n i n g u n a
Su h i j o crecía libremente en medio de la pesca-
p a r t e iba a cogerle su madre, por la noche, era a estufa. E n esta e s t u f a era en lo q u e pensaba Mu-
las fuentes, encima de la escalera de los sótanos; che. Florencio adoraba a los niños. Cuando vió
de allí le sacaba la N o r m a n d a empapado, con las a aquel pequeño, con las p i e r n a s chorreando,
m a n o s azules, con agua en los zapatos y hasta q u e m i r a b a al través de los cristales, le hizo en-
en los bolsillos. t r a r . L a p r i m e r a conversación con Muche le
Muche, a los siete años, era u n hombrecillo asombró p r o f u n d a m e n t e . El chiquillo estaba
lindo como u n ángel y b r u t o como u n carretero. sentado delante de la e s t u f a , y decía con t r a n -
Tenía los cabellos castaños y crespos, hermosos quilo acento:
y tiernos ojos, u n a boca p u r a q u e blasfemaba, —Me voy a tostar u n poco las aletas, ¿sabes?
soltando palabrotas q u e hubieran a r a ñ a d o el Hace u n frío que Dios tirita.
gaznate de u n gendarme. Después soltaba perlinas carcajadas, aña-
E d u c a d o entre la b a s u r a de los Mercados, diendo :
deletreaba el catecismo truhanesco, se ponía — E s t a m a ñ a n a es m i tia Clara la q u e parece
el p u ñ o a la cadera e i m i t a b a a la m a m á Mé- u n a mala pécora... Di, señor, ¿es verdad q u e t ú
h u d i n c u a n d o se encolerizaba. Entonces las v a s a calentarte los pies, por las noches? •
" p e n d a n g a s " , las " z o r r o n a s " , los " a n d a a so- Florencio, consternado, f u é sintiendo de día en
n a r a tu h o m b r e " , los " ¿ a cómo te p a g a n el pe- día m á s e x t r a ñ o interés por aquel golfillo. L a be-
llejo?", p a s a b a n por el hilillo de cristal de su voz lla N o r m a n d a continuaba envarada, y d e j a b a que
de niño de coro. Y quería t a r t a j é a r , y encanalla- su h i j o f u e r a al despacho de Florencio, sin decir
ba su exquisita infancia de niño sonriente sobre u n a palabra. Entonces el inspector se creyó au-
las rodillas de u n a Virgen. L a s pescaderas se torizado p a r a recibirlo; p r o c u r ó atraerle, por las
reían h a s t a d e r r a m a r lágrimas. El mocoso, en- tardes, a n i m a d o poco a poco por la idea de h a -
valentonado, n o soltaba y a dos p a l a b r a s sin cer de él u n m u c h a c h i t o m u y bueno. Parecíale
acompañarlas con una blasfemia al final. P e r o que su h e r m a n o Q u é n u se t o r n a b a chiquillo y
a pesar de ello, era adorable, pues ignoraba to- que se hallaban a ú n ambos en la gran habita-
das aquellas porquerías, le m a n t e n í a n lleno de ción de la calle Royer-Gollard. Su alegría, su se-
salud los frescos hálitos y los fuertes olores del creto en sueño de abnegación, era el vivir siempre
pescado fresco, y rezaba su rosario de i n j u r i a s en compañía de u n ser joven, que no creciese, a
obscenísimas con aspecto extático, como h u b i e r a q u i e n i n s t r u y e r a sin cesar, y por cuya inocencia
rezado sus oraciones. pudiese a m a r a los h o m b r e s . Desde el tercer día
se llevó u n abecedario. Muche le entusiasmó por
Llegaba el invierno. Muche se sintió friolero su inteligencia. Aprendió las letras con la liste-
aquel año. Desde que llegaron los p r i m e r o s fríos, za parisiense de u n n i ñ o de las calles. Los gra-
el despacho del inspector le p r o d u j o vivísima cu- bados del abecedario le divertían extraordina-
riosidad. El despacho de Florencio se hallaba en r i a m e n t e . Luego, en el estrecho despacho, goza-
el ángulo izquierdo del pabellón, p o r el lado de ba de recreos formidables; la estufa continuaba
la calle de R a m b u t e a u . E s t a b a a m u e b l a d o con siendo su gran amiga, u n m a n a n t i a l de placeres
u n a mesa, u n casillero, u n sillón, dos sillas y u n a
sin fin. Empezó por asar en ella p a t a t a s y casta-
ñas, pero esto le pareció soso. Entonces robó a respecto por su instrucción, mezclado con u n a
su tía Clara gubios que ponía a asar uno por curiosidad creciente de verle m á s de cerca, de
uno, en el extremo de u n hilo, a n t e la ardiente penetrar en su vida. Después, bruscamente, se
boca; y se los comía con deleite, sin pan. Un día dió a sí m i s m a u n pretexto, y se persuadió de
llegó a llevar u n a c a r p a ; pero ésta n o quiso asar- q u e ya tenía su venganza; era preciso m o s t r a r s e
se y apestó el despacho h a s t a tal punto,, que f u é a m a b l e con el primo, p a r a ponerle a m a l a s con
menester abrir la p u e r t a y la ventana. Florencio, la gorda Lisa; sería m á s divertido.
c u a n d o el olor de aquellos guisos era demasiado — ¿ T e habla de mí tu buen amigo Florencio?
fuerte, tiraba los pescados a la calle. P e r o gene- preguntó u n a m a ñ a n a a Muche m i e n t r a s le
r a l m e n t e se reía. Muche, al cabo de dos meses, vestía.
empezaba a leer de corrido, y s u s cartapacios ¡Ah, no!—respondió el chiquillo.—Nos en-
de escritura e r a n m u y limpios. tretenemos.
E n t r e tanto, el arrapiezo, por la noche, m a r e a - P u e s bueno, dile q u e y a n o le guardo rencor,
ba a su m a d r e contándole cosas de su buen y que le agradezco m u c h o que te enseñe a leer.
amigo Florencio. El b u e n amigo Florencio había Desde entonces, el niño recibió cada día u n
d i b u j a d o h o m b r e s y árboles en u n a s chozas. El encargo p a r a Florencio. Iba de su m a d r e al ins-
buen amigo Florencio hacía u n gesto, asi, al de- pector y del inspector a su m a d r e , cargado de
cir que los hombres serían m e j o r e s si todos su- f r a s e s 'amables, de p r e g u n t a s y de respuestas
piesen leer. De m a n e r a q u e la N o r m a n d a vivía q u e repetía sin entenderlas; le h u b i e r a n podido
en la intimidad de aquel h o m b r e a quien medi- hacer decir las m á s enormes barbaridades. Pero
taba estrangular. Un día dejó a Muche encerrado la bella N o r m a n d a tuvo miedo de parecer timi-
en su casa, p a r a impedir q u e fuese al despacho d a ; u n día f u é en persona al despacho de Flo-
del inspector; pero el chiquillo lloró de tal m a - rencio, y se sentó en la segunda silla, en tanto
nera, que la m a d r e le devolvió la libertad al día q u e Muche daba su lección de escritura. Mostró-
siguiente. La N o r m a n d a era m u y débil, no obs- se m u y amable, m u y cumplida. Floréncio se
t a n t e su c u a d r a t u r a y su aspecto de osadía. quedó m á s t u r b a d o q u e ella. No hablaron m á s
Cuando el chico le contaba que h a b í a estado q u e del niño. Como m a n i f e s t a s e él el temor de
m u y caliente, c u a n d o volvía con los vestidos se- 110 poder continuar las lecciones en el despacho,
cos, experimentaba u n agradecimiento vago, u n a ella le ofreció que fuese a su casa, por las noches.
gran alegría por saber que estaba abrigado, con Después habló de dinero. El se sonrojó y decla-
los pies j u n t o al fuego. Más tarde, se sintió m u y ró que n o iría si se hablaba de aquello. Entonces
conmovida c u a n d o Muche leyó delante de ella la N o r m a n d a le prometió pagarle en regalos, en
u n pedazo de periódico m a n c h a d o , que envolvía pescados buenos.
u n trozo de congrio. Poco a poco, y de esta suer-
Quedó con esto a j u s t a d a la paz. L a N o r m a n d a
te, llegó la N o r m a n d a a pensar, sin decirlo, q u e
llegó incluso a t o m a r a Florencio b a j o su pro-
quizá Florencio no era u n h o m b r e m a l o ; sintió
tección. Por otra parte, el inspector había aca-
bado por ser aceptado de las pescaderas, que le
terciopelo llena de agua, dos pequeños peces
h a l l a b a n h o m b r e m e j o r que e í señor Ver laque,
blancos que había robado a la tia Clara.
no obstante su m a l a vitola. Sólo la tía Méhudin
se encogía de h o m b r o s ; g u a r d a b a rencor al " l a r - Florencio vivió cerca de ocho meses en los
g u i r u c h o " , como ella le llamaba despreciativa- Mercados, como sobrecogido por u n a continua
mente. Y u n a m a n a n a en q u e Florencio se detu- necesidad de sueño. Al salir de sus siete a ñ o s de
vo sonriente ante u n o de los viveros de Clara, la padecimientos, caían en u n a calma t a n grande,
joven, soltando u n a anguila que tenía en la m a - en u n a vida tan reglamentada, q u e a p e n a s se
no, le volvió la espalda, furiosa, congestionada daba cuenta de que existía. Abandonábase, con
y coloradísima. Florencio se quedó t a n sorpren- la cabeza u n tanto hueca, c o n t i n u a m e n t e sor-
dido, que habló de ello a la N o r m a n d a . p r e n d i d o al verse cada m a ñ a n a sentado en el
m i s m o sillón del mezquino despacho. Aquella
—No h a g a usted caso—dijo ésta.—Es u n a chi- pieza le a g r a d a b a por su desnudez, p o r su pe-
flada... Nunca es del m i s m o modo de pensar de queñez de garita. Refugiábase en ella, lejos de
los demás... Ha hecho eso ú n i c a m e n t e p o r hacer- la gente, en medio del continuo r e t u m b a r de los
me rabiar. Mercados, q u e le hacia p e n s a r en algún m a r
L a N o r m a n d a t r i u n f a b a , y se engallaba en su grande cuyo lienzo le r o d e a r a y aislase por t o d a s
puesto, m á s coqueta, con peinados complicados partes. Pero, poco a poco, le empezó a desespe-
extraordinariamente. Habiéndose tropezado u n r a r u n a inquietud s o r d a ; estaba descontento, se
día con la bella Lisa, le devolvió su m i r a d a llena acusaba de f a l t a s que n o precisaba, y se rebela-
de desdén y llegó a soltarle u n a c a r c a j a d a en ba contra aquel vacío q u e parecía a h o n d a r s e
pleno rostro. La c e r t i d u m b r e d e que iba a deses- cada vez m á s en su cabeza y en su pecho. Des-
perar a la salchichera al atraerse a su primo, le pués, hediondas r á f a g a s , hálitos de pescado co-
daba u n a h e r m o s a risa sonora, u n a risa de gar- rrompido, pasaron por cima de él causándole
ganta, cuyo estremecimiento dejaba ver su cue- grandes náuseas. F u é u n desquiciamiento lentí-
llo grueso y blanco. E n aquel m o m e n t o se le ocu- simo, u n a b u r r i m i e n t o vago que se convirtió en
rrió la idea de vestir a Muche m u y decentemen- ' viva sobreexitación nerviosa.
te, con u n trajecillo escocés y u n a gorrilla de
terciopelo. Muche no había llevado n u n c a m á s Todos sus días se parecían u n o s a otros. An-
que blusas descuidadísimas. Y sucedió que, por daba por en medio de los mismos ruidos, de los
aquella época, Muche se vió de nuevo asaltado m i s m o s olores. Por la m a ñ a n a , el zumbido de las
por u n gran cariño a las fuentes. El hielo se ha- subastas le ensordecía como lejano repicar de
bía derretido y el tiempo estaba tibio. Hizo t o m a r c a m p a n a s ; y con frecuencia, según la lentitud
u n b a ñ o al trajecillo escocés, d e j a n d o m a n a r el de las llegadas, las subastas n o t e r m i n a b a n h a s -
a g u a a pleno grifo, desde el codo h a s t a la m a n o , t a m u y tarde. Entonces, p e r m a n e c í a en el pabe-
lo cual llamaba él j u g a r a las goteras. Su m a d r e llón h a s t a el medio día, incomodado a cada mo-
le sorprendió, en compañía de Otros dos arra- m e n t o por discusiones y por r i ñ a s en las cuales
piezos, viendo cómo n a d a b a n , en la gorrilla de se esforzaba p o r parecer j u s t o h a s t a el último
extremo. Necesitaba h o r a s enteras p a r a librarse
E M I L I O ZOLA

de algún miserable chisme q u e revolucionaba el


mercado. Paseábase en medio del bulücio y del calmaban, se adormecían. Entonces, Florencio
estrépito de la venta, recorría los andenes a pa>o se encerraba en su despacho, ponía en limpio
lento, se detenía a veces delante de las pescade- sus escritos, gozaba de sus h o r a s mejores. Si sa-
lía, si atravesaba la pescadería, la hallaba casi
r a s cuyos puestos están al borde de la calle de
desierta. Ya no había el apiñamiento, los e m p u -
R a m b u t e a u . E s t a s tienen grandes m o n t o n e s ro-
jones, la gritería de las diez de la m a ñ a n a . Las
sados de langostinos, r o j a s cestas de langostas pescaderas, sentadas t r a s s u s puestos vacíos,
cocidas, arrolladas, con la cola redondeada, h a c í a n calceta, con el c u e r p o hacia a t r á s ; y al-
m i e n t r a s las langostas vivas se m u e r e n , aplana- g u n a s c o m p r a d o r a s r e t r a s a d a s d a b a n vueltas,
das sobre el m á r m o l . Allí veía Florencio com- m i r a n d o al soslayo, con la m i r a d a lenta, con los
p r a r a algunos señores de sombrero y enguanta- f r u n c i d o s labios de las m u j e r e s q u e calculan el
dos de negro, que acababan por llevarse una lan- precio de la comida hasta el céntimo. Caía el oca-
gosta cocida, envuelta en u n periódico, en u n so, y se oía el ruido de las c a j a s removidas; el
bolsillo del redingote. Más lejos, ante los pues- pescado era tendido, p a r a p a s a r la noche en le-
tos de q u i t a y pon en que se vende el pescado chos de hielo. E n t o n c e s Florencio, después de
c o m ú n conocía a las m u j e r e s del barrio, que lle- h a b e r asistido a la clausura de las rejas, se lle-
gaban a la m i s m a hora, con la cabeza descubier- vaba consigo la pescadería en los vestidos, en la
ta. A veces se interesaba por alguna d a m a bien b a r b a , en los cabellos.
vestida, que a r r a s t r a b a sus e n c a j e s a lo largo de
En los p r i m e r o s meses no le hizo s u f r i r dema-
las m o j a d a s piedras, seguida de u n a criada con
siado aquei olor p e n e t r a n t e . El invierno era r u -
delantal blanco; a aquélla la a c o m p a ñ a b a a cier-
do; las heladas trocaban los a n d e n e s en espejos,
ta distancia, viendo a las pescaderas encogerse y los t é m p a n o s de hielo ponían e n c a j e s blancos
de h o m b r o s ante sus mohines de disgusto. Aque- en las mesas de m á r m o l y en las fuentes. Por la
lla confusión de cestas, de sacos de cuero, de ca- m a ñ a n a , había q u e encender lamparillas b a j o
n a s t a s ; todas aquellas f a l d a s destilando por el los grifos p a r a obtener u n chorrito de agua. Los
c h o r r e a r de los andenes, le distraían, le hacían pescados, helados, con la cola retorcida, m a t e s
llegar hasta la hora del almuerzo, contento al y ásperos c o m o metal sin pulimento, sonaban
ver el agua que fluía, l a f r e s c u r a q u e soplaba, con c r u j i e n t e ruido de pálido h i e r r o colado. Has-
p a s a n d o de la aspereza m a r í t i m a de las conchas ta febrero, el pabellón permaneció en estado la-
al tufillo a m a r g o de las salazones. Siempre era mentable, como erizado, desolado b a j o su suda-
por las salazones por donde terminaba su ins- rio de escarcha. Pero llegó el deshielo, el tiempo
pección; las c a j a s de a h u m a d o s arenques, las suave y tibio,.las b r u m a s y las lluvias del mes
s a r d i n a s de Nantes en sus lechos de hojas, el de marzo. Entonces los pescados se ablandaron,
arrollado bacalao ostentándose ante g r u e s a s mojándose. Aromas de c a r n e agria se mezclaron
vendedoras sosas, le hacían pensar en una par- con las r á f a g a s insípidas de lodo que llegaban de
tida, en u n viaje en medio de los barriles de sa- las calles vecinas. Hediondez vaga todavía, dulzu-
lazón. Después, por la tarde, los Mercados se ra descorazonadora de h u m e d a d , que se a r r a s t r a b a
al r a s del suelo. Después, en las ardientes tardes ve, con el ruido suave de las corrientes perpe-
de junio, el hedor fué creciendo, i m p r e g n a n d o t u a s . Aquel manantial subterráneo, aquel arro-
el aire de una niebla pestilente. Abríanse las ven- yuelo q u e m u r m u r a b a en la sombra, le apaci-
tanas superiores, grandes toldos de tela gris se guaba. T a m b i é n se extasiaba, por la tarde, con
tendían b a j o el ardoroso cielo, y u n a lluvia de las bellas p u e s t a s de sol que recortaban en negro
fuego caía sobre los Mercados, calentándolos co- los finos e n c a j e s de los Mercados sobre los rojos
mo u n h o r n o de h i e r r o ; y ni el m e n o r soplo de resplandores del cielo; la claridad de las cinco,
viento b a r r í a aquel vapor de pescado podrido. el polvo volador de los últimos r a y o s e n t r a b a por
Los puestos de venta h u m e a b a n . todos los huecos, por todas las r a y a s de las per-
Florencio padeció entonces aquel a m o n t o n a - sianas; era como u n t r a n s p a r e n t e luminoso y sin
miento de a h m e n t a c i ó n en medio del cual vivía. pulimento, en donde se d i b u j a b a n las delgadas
Volvieron a asaltarle, m á s intolerables, los ascos aristas de los pilares, las elegantes curvas de las
de la salchichería. Había soportado otros hedo- vigas, las figuras geométricas de las techumbres.
res tan terribles como aquellos; pero los otros Florencio se s a t u r a b a la vista de aquel i n m e n s o
no provenían del vientre. Su pequeño estómago plano diseñado con tinta china en u n a vitela fos-
de h o m b r e flaco se sublevaba al p a s a r por aque- forescente, y volvía a su sueño de alguna m á -
lla ostentación de pescados m o j a d o s en aguas q u i n a colosal, con sus ruedas, sus palancas, sus
corrientes, q u e se estropeaban con sólo un poco reguladores, entrevista al través de la sombría
de calor. Ellos le alimentaban con s u s p e n e t r a n - p ú r p u r a del carbón que en la caldera llameaba.
tes olores, le sofocaban, como si tuviera una in- A cada hora, los juegos de luz cambiaban los co-
digestión de olfato. Cuando se encerraba en su lores de los Mercados, desde el azulado de la ma-
despacho, le seguía el desaliento, p e n e t r a n d o por ñ a n a y las negras sombras del mediodía, hasta
el mal ensamblado m a d e r á m e n de la p u e r t a y el incendio del sol poniente, q u e se apagaba en
de la ventana. En los días de cielo gris, la pe- la ceniza gris del ocaso. Pero, en las tardes de
queña estancia estaba obscurísima; era como u n llamas, c u a n d o subían los hedores, atravesando
largo crepúsculo en el fondo de u n p a n t a n o n a u - con un estremecimiento los grandes rayos a m a -
seabundo. A menudo, asaltado por nerviosas an- rillos, como cálidas h u m a r e d a s , las n á u s e a s le
siedades, sentía u n p r u r i t o de andar, y b a j a b a a acometían de nuevo y su sueño se perdía, ima-
los sótanos p o r la amplia escalera q u e se abre ginando e s t u f a s gigantes, cubos infectos de ma-
en el centro del pabellón. Allí, en el aire ahoga- tarifes en los que se f u n d í a la grasa i n s a n a de
do, a la media luz de algunos mecheros de gas, todo u n pueblo.
volvía a hallar la f r e s c u r a del agua pura... Se de-
tenía delante del gran vivero, en donde se guar- S u f r í a también por aquel medio grosero, cu-
d a n en reserva los pescados vivos; oía la canción y a s p a l a b r a s y a d e m a n e s parecían haber a d q u i -
continua de los c u a t r o chorros de agua que'caían rido también olor. Sin embargo, n o era malo, ni
de las cuatro esquinas de la pila central, fluyen- se ponía m u y feroz. Solamente las m u j e r e s le es-
do b a j o las r e j a s de los pilones cerrados con 11a- torbaban. No se sentía a sus a n c h a s m á s que con
m a d a m e François, a quien había vuelto a ver.
E L V I E N T R E DE PARÍS.—13 TOMO I
L a verdulera demostró t a n gran alegría al verle que no había lugar a construir refugios p a r a los
colocado, feliz, sacado de apuros, como ella decía, que las vendían.
que Florencio se sintió conmovidísimo. Lisa, la Entonces, las m a ñ a n a s lluviosas desesperaron
N o r m a n d a , todas las demás, le i n q u i e t a b a n con a Florencio. P e n s a b a en m a d a m e François. Se
sus risas. A m a d a m e François se lo hubiera con- escapaba e iba a c h a r l a r u n i n s t a n t e con ella.
tado todo. Ella no se reía como quien se b u r l a ; Pero n u n c a la encontraba triste. Sacudíase como
tenía risa de m u j e r dichosa por la alegría a j e n a . u n perro, y decía que no era aquel el primer cha-
Además, era u n a m u j e r valiente; ejercía u n oficio p a r r ó n q u e aguantaba, y que n o era de azúcar
m u y duro, en invierno, en los días de h e l a d a ; el p a r a derretirse con las p r i m e r a s gotas de agua.
tiempo de las lluvias era m u c h o m á s penoso a ú n . Florencio la obligaba a e n t r a r algunos m i n u t o s
Florencio la vió algunas m a ñ a n a s recibiendo b a j o u n a calle cubierta; algunas veces h a s t a la
aguaceros enormes, lluvias que caían desde la llevó a casa del señor Lebigre, en donde bebie-
víspera, lentas y frías. L a s r u e d a s del carro, des- ron vino caliente. Mientras la verdulera le m i r a -
de N a n t e r r e a París, se habían h u n d i d o en el ba amigablemente, con t r a n q u i l o semblante, Flo-
fango h a s t a los cubos. Baltasar estaba enlodado reñcio se sentía fefiz por aquel sano olor de los
h a s t a el vientre. Y m a d a m e François le compa- c a m p o s q u e ella le llevaba a los m a l s a n o s so-
decía, se apiadaba de él, secándole con unos de- plos de los Mercados. Madame François olía a
lantales viejos. tierra, a heno, al aire libre, al cielo inmenso.
— E s t o s animales — decía a Florencio, -— son — T e n d r á usted q u e ir a Nanterre, amigo mío
m u y delicados; por cualquier tontería les d a n có- —decíale. Verá usted mi h u e r t a ; en todas p a r t e s
licos... ¡Ahí ¡pobre viejo, pobre Baltasar mío! h e puesto b o r d u r a s de tomillo. Huele a demo-
Cuando p a s a m o s por el puente de Neuilly, creí nios ese maldito París de ustedes.
q u e nos h a b í a m o s caído al Sena, de tanto como Y se iba, chorreando. Florencio se sentía re-
llovía. frescado de pies a cabeza al separarse de ella.
Baltasar iba a la posada. Madame François se T a m b i é n intentó dedicarse al t r a b a j o para com-
queda a g u a n t a n d o el chubasco p a r a vender sus batir las nerviosas angustias que padecía. E r a
legumbres. El gran cuadrado se convertía en u n u n espíritu metódico que llevaba a veces h a s t a
lago de b a r r o líquido. Las coles, las zanahorias, la m a n í a el estricto uso de sus horas. Encerróse
los nabos, golpeados por el agua gris, se anega- dos noches por semana, con objeto de escribir
b a n en aquella ola de torrente fangoso que avan- u n a g r a n obra sobre Cayena. Su habitación de
vaba por todo el arroyo. Ya n o se veían las so- colegial era excelente, pensaba, p a r a calmarle
berbias v e r d u r a s de las claras m a ñ a n a s . Los h o r - y predisponerle al t r a b a j o . Encendía el fuego, y
telanos, a r r e b u j a d o s en sus tapabocas, hincha- veía si la planta, al pie d e su lecho, crecía bien;
ban la espalda, t r o n a n d o contra la a d m i n i s t r a - después acercaba la mesita y permanecía t r a b a -
ción, que después de u n expediente, declaraba j a n d o h a s t a media noche. Había rechazado el de-
que la lluvia n o es nociva p a r a las legumbres y vocionario y la "Clave d e los s u e ñ o s " hasta el
fondo del c a j ó n , que poco a poco se f u é llenando
de notas, de cuartillas sueltas, de m a n u s c r i t o s
de todas clases. L a obra sobre Cayena no avan- | París indigestado, i n c u b a n d o su grasa y apoyan-
zaba gran cosa, i n t e r r u m p i d a por otros proyec- do sordamente al imperio. Los Mercados ponían
tos, por planes de t r a b a j o s gigantescos, cuyo bo- a su alrededor g a r g a n t a s enormes, r í ñ o n e s mons-
ceto hacía en pocas líneas. Sucesivamente, esbo- truosos, rostros redondos, como continuos a r g u -
zó u n a r e f o r m a absoluta del sistema adminis- m e n t o s contra su delgadez de m á r t i r , contra su
trativo de los Mercados, i m a t r a n s f o r m a c i ó n de amarillo semblante de descontento. E r a el vien-
los consumos en impuestos sobre las transaccio- tre tenderil, el vientre de la honradez media, q u e
nes, u n r e p a r t o nuevo del aprovisionamiento de se henchía dichoso, reluciendo al sol, hallando
los barrios pobres, y p o r fin, u n a ley h u m a n i t a - q u e todo iba de bien en m e j o r , q u e n u n c a las
ria, m u y c o n f u s a todavía, q u e almacenaba en personas de c o s t u m b r e s m o r i g e r a d a s habían en-
c o m ú n los víveres que llegaban y aseguraba cada gordado t a n lindamente. Entonces se sintió con
día u n m í n i m u m de provisiones a todas l a s ca- los p u ñ o s apretados, apercibido a u n a lucha,
sas de París. Con la espalda a r q u e a d a , abstraído m á s irritado, por el p e n s a m i e n t o de su destie-
en cosas graves, ponía su gran s o m b r a negra en rro, de lo que estaba al regresar a F r a n c i a . El
medio de la borrosa d u l z u r a de la guardilla. Y, odio volvió a enseñorearse de él por completo.
a veces, u n pinzón q u e había recogido en los Con frecuencia dejaba caer la p l u m a y m e d i t a -
Mercados u n día de nieve, se engañaba al ver la ba. El m o r i b u n d o fuego m a n c h a b a su rostro Con
luz y lanzaba su pío de la p l u m a al correr sobre u n a g r a n l l a m a ; la l á m p a r a se iba apagando, en
el papel. tanto q u e el pinzón, con la cabeza debajo del
F a t a l m e n t e volvió Florencio a la política. Ha- ala, volvía a d o r m i r s e sobre u n a sola pata.
bía padecido demasiado por ella p a r a q u e n o
constituyese la ocupación m á s cara de su vida. Algunas veces, a las once, Augusto, al ver luz
De n o ser p o r el medio y por las circunstancias, por debajo de la puerta, daba unos golpes antes
Florencio h u b i e r a llegado a ser u n b u e n profesor d e i r a acostarse. Florencio le abría con cierto
de provincias, dichoso en la t r a n q u i l i d a d de su disgusto. El mozo d e la salchichería se sentaba,
pueblecillo. Pero le h a b í a n t r a t a d o como a u n y p e r m a n e c í a delante del fuego, h a b l a n d o poco
lobo, y a h o r a se hallaba como destinado por el y no explicando n u n c a p o r q u é e n t r a b a . Mien-
destierro a alguna t a r e a de combate. Su nervio- t r a s estaba allí n o dejaba u n m o m e n t o de con-
so malestar no era m á s q u e el despertar de las templar la fotografía q u e les representaba, a
g r a n d e s meditaciones de Cayena, de sus a m a r - Agustina y a él, cogidos de las manos, endomin-
g u r a s ante s u s inmerecidos padecimientos, de gados. Florencio creyó c o m p r e n d e r al fin que
s u s j u r a m e n t o s de vengar algún dia a la h u m a n i - Augusto se complacia con especial deleite en es-
dad, t r a t a d a a latigazos, y a la justicia hollada. t a r en aquella habitación en q u e había dormido
Los gigantescos Mercados, los desbordantes y la doncella. Una noche, sonriendo, le p r e g u n t ó
f u e r t e s alimentos h a b í a n a p r e s u r a d o la crisis. si habia acertado.
Parecíanle la bestia satisfecha y digiriendo, el —Quizá sí—respondió Augusto m u y sorpren-
dido p o r el descubrimiento que él m i s m o hacía.
— N o había caído n u n c a en ello. Venía a verle a
usted sin saber p o r qué... ¡Bueno v a ! ¡Si se lo No hablaba m á s q u e de los gastos ocasionados
dijera a Agustina, no t e n d r í a poco q u e reirse! por la e n f e r m e d a d de su marido, del caldo de
Cuando u n o h a de casarse, n o piensa gran cosa pollo, de las carnes medio crudas, del burdeos
en tonterías. y del farmacéutico y el médico. Esta doliente
Cuando se m o s t r a b a charlatán, era p a r a ir a conversación embarazaba m u c h o a Florencio.
p a r a r siempre a la salchichería que abriría en Las p r i m e r a s veces no comprendió. Por fin, co-
Plaisance, con Agustina. Parecía t a n completa- mo la pobre señora lloraba sin cesar, diciendo
mente seguro de poder arreglar su vida a su que en otro tiempo e r a n felices con los mil ocho-
gusto, que Florencio acabó por sentir hacia él cientos f r a n c o s de la plaza de inspector, le ofre-
u n a especie de respeto mezclado de irritación. ció Florencio tímidamente entregarle algo sin
E n suma, que aquel m u c h a c h o era m u y fuerte, que lo supiese su m a r i d o . L a señora se defendió,
a pesar de lo tonto q u e parecía; iba derecho a y sin transición, p o r sí misma, aseguró que cin-
u n objeto, y lo alcanzaría sin sacudidas, con bea- cuenta f r a n c o s le bastarían. Pero, d u r a n t e el
titud perfecta. Aquellas noches, Florencio no mes, escribía con gran frecuencia a aquel a
podía ponerse de nuevo a t r a b a j a r ; acostábase quien llamaba su salvador; tenía u n a letrita in-
descontento, y no h a l l a b a su equilibrio h a s t a que glesa fina y sabía hallar f r a s e s fáciles y humil-
t e r m i n a b a p e n s a n d o : " ¡ P e r o ese Augusto es u n des, con las cuales llenaba tres páginas justas,
irracional!" para pedirle diez f r a n c o s ; de modo que los cien-
Cada mes iba Florencio a Clamart a ver al to cincuenta f r a n c o s del empleado pasaban por
señor Verlaque. E s t o era casi u n a alegría p a r a entero al m a t r i m o n i o Verlaque. El m a r i d o lo ig-
él. El pobre h o m b r e iba tirando, con gran asom- n o r a b a sin duda, y la m u j e r le besaba las ma-
bro de Gavard, q u e no le h a b í a dado m á s de seis nos. Aquella buena acción era el gran goce de
meses de vida. A cada visita de Florencio, el en- Florencio; ocultábala como u n placer prohibido
fermo le decía q u e se sentía m e j o r , y q u e tenía que se proporcionaba egoístamente.
grandísimos deseos de volver a encargarse de su — E s e demonio de Verlaque se b u r l a de usted
trabajo. Pero pasaban días y sobrevenían nue- —decía a veces Gavard.—Ahora q u e le p a s a us-
vas recaídas. Florencio se sentaba al lado del ted u n a renta, holgazanea.
lecho, hablando d e la pescadería y p r o c u r a n d o Un día, acabó por r e s p o n d e r :
llevar u n poco de alegría a la conversación. Po- — E s t á decidido; no le entrego ya m á s q u e ,
nía sobre la m e s a de noche los cincuenta f r a n c o s
veinticinco francos.
que cedía al inspector propietario; y éste, a pe-
Por otra parte, Florencio n o tenía necesidad
sar de ser cosa conocida, se incomodaba cada
vez, diciendo qqe n o quería el dinero. Después se ninguna. Los Quénu seguían proporcionándole
hablaba de otra cosa, y el dinero se quedaba so- m e s a y cama. Los .pocos f r a n c o s q u e le queda-
b r e la mesa. Cuando Florencio se m a r c h a b a , m a - ban, bastaban p a r a pagar su consumación, por
d a m e Verlaque le a c o m p a ñ a b a h a s t a la p u e r t a las noches, en casa del señor Lebigre. Poco a
de la calle. E r a pequeña, fofa, m u y Uoricona. poco, su vida se había ido r e g l a m e n t a n d o como
u n r e l o j ; t r a b a j a b a en su c u a r t o ; continuaba
d a n d o sus lecciones a Muche, dos veces por se- la lección comenzaba en u n a de sus esquinas. L a
m a n a , de ocho a nueve; concedía u n a velada a bella N o r m a n d a dispensaba b u e n a acogida al
la bella Lisa, p a r a no enojarla, y pasaba el tiem- profesor. Hacia calceta o repasaba la ropa blan-
po r e s t a n t e en el gabinete acristalado, en com- ca, acercando su silla y t r a b a j a n d o a la luz de la
pañía de Gavard y de sus amigos. m i s m a l á m p a r a . Con frecuencia dejaba la a g u j a
A casa de los Méhudin llegaba con su dulzura p a r a atender a la lección, q u e la sorprendía. Muy
u n tanto rígida de profesor. L a vieja m o r a d a le pronto sintió gran estimación hacia aquel m u -
agradaba. Abajo, pasaba por entre los olores so- chacho tan sabio, q u e parecía dulce como u n a
sos del comerciante de hierbas cocidas; fuentes m u j e r al hablar al pequeño, y que tenía u n a pa-
de espinacas, platos de acederas, se e n f r i a b a n ciencia angelical al repetir siempre los m i s m o s
en el fondo de u n pequeño patio; después, subía consejos. Ya no le parecía feo. Hasta tal punto,
la escalera de caracol, r e z u m a n t e de h u m e d a d , que llegó a sentirse como celosa de la bella Lisa.
Cuyos peldaños, chatos y desgastados, f o r m a b a n Acercaba m á s su silla, y m i r a b a a Florencio con
declive de modo inquietante. L a s Méhudin ocu- sonrisa embarazosa.
p a b a n todo el segundo piso. L a m a d r e n o había — ¡ Mamá, m a m á ! — decía Muche colérico. —
querido n u n c a mudarse, c u a n d o había llegado ¡Me e m p u j a s el codo, n o m e d e j a s escribir! Mi-
la holgura, a pesar de las súplicas de las dos hi- ra, ya h e hecho u n borrón. ¡Retírate!
jas, que deseaban vivir en u n a casa nueva, en Poco a poco, llegó la N o r m a n d a a decir m u -
u n a calle a n c h a . L a vieja se obstinaba diciendo cho m a l de la bella Lisa. Pretendía q u e la sal-
q u e allí había vivido y que allí moriría. Por otra chichera ocultaba su edad, q u e se apretaba el
parte, se contentaba con que le.dejasen u n gabi- corsé h a s t a ahogarse; si Lisa, desde por la m a -
nete obscuro, reservando las habitaciones me- ñ a n a , b a j a b a a la tienda aderezada, pulida, sin
jores a Clara y a la N o r m a n d a . Esta, valiéndose q u e u n solo cabello sobresaliera m á s q u e los
de su autoridad de h e r m a n a mayor, se había otros, era p o r q u e debía de estar espantosa antes
apoderado de la habitación q u e d a b a a la calle; de arreglarse. Entonces levantaba u n poco los
era la gran alcoba, la h e r m o s a alcoba. Clara que- brazos, para m o s t r a r que ella, dentro de casa,
dó t a n v e j a d a p o r ello, q u e rechazó la pieza ve- no llevaba corsé; y conservaba su sonrisa, al po-
cina, c u y a ventana tenía vistas al patio; quiso n e r de manifiesto su soberbio torso, q u e se veía
d o r m i r en el otro lado del rellano, en u n a espe- palpitar y vivir b a j o su delgada c h a m b r a m a l
cie de zaquizamí, al que ni siquiera hizo d a r u n a prendida. Muche, interesado, m i r a b a a su m a d r e
m a n o de cal. Tenía su llave y "era libre; a la me- levantar los brazos. Florencio escuchaba, y lle-
n o r contrariedad, se encerraba en su cuarto. gaba hasta reírse, con la idea de q u e las m u j e -
res e r a n m u y particulares. L a rivalidad de la
Cuando Florencio se presentaba, las Méhudin bella N o r m a n d a y de la bella Lisa le divertía.
t e r m i n a b a n de cenar. Muche se le a r r o j a b a al
cuello. Florencio permanecía u n i n s t a n t e senta- E n t r e t a n t o , Muche t e r m i n a b a su página de es-
do, con el niño parloteando sobre sus rodillas. critura. Florencio, q u e tenia u n a h e r m o s a letra,
Después, cuando limpiaban el hule de la mesa. p r e p a r a b a modelos, tiras de papel en las que es-
cribía, en grueso y medio grueso, p a l a b r a s m u y
largas, q u e o c u p a b a n toda la línea. E r a aficio- Decía esto p o r q u e bien veía p o r dónde iban
nado a las p a l a b r a s " t i r á n i c a m e n t e , liberticida, las aguas. Y h a b l a b a con admiración del señor
anticonstitucional, revolucionario"; o bien ha- Lebigre, quien, efectivamente, se m o s t r a b a m u y
cía copiar al niño f r a s e s como é s t a s : " E l día de galante con la bella N o r m a n d a ; a d e m á s de q u e
la justicia llegará... Los padecimientos del j u s t o olfateaba allí u n dote crecido, pensaba que la
son la condenación del perverso... Cuando suene joven estaría soberbia d e t r á s del mostrador. L a
la hora, caerán los culpables". Obedecía con la vieja no acababa n u n c a ; p o r lo m e n o s aquél no
m a y o r ingenuidad, al escribir los modelos de estaba escuchimizado; debía de ser f u e r t e como
escritura, a las ideas que le a t e n a z a b a n el cere- un t u r c o ; la tía Méhudin llegaba h a s t a a entu-
bro, olvidaba a Muche, a la bella N o r m a n d a , to- siasmarse con sus pantorrillas, q u e e r a n gordí-
do lo que le rodeaba. Muche h a b r í a copiado el simas. P e r o la N o r m a n d a se encogía de hombros,
" C o n t r a t o Social". El arrapiezo, alineaba, en pá- respondiendo con a c r i m o n i a :
ginas enteras, m u c h o s " t i r á n i c a m e n t e " , y " a n - —¡Valiente cuidado me d a n a mí s u s panto-
ticonstitucional", d i b u j a n d o cada letra. rrillas! Yo n o necesito las pantorrillas de nadie.
Hasta que se iba el profesor, la tía Méhudin Hago lo que m e d a la gana.
daba vuelta^ alrededor de la mesa, r e f u n f u ñ a n - Y si la m a d r e q u e r í a proseguir y hablaba con
do. Continuaba a l i m e n t a n d o hacia Florencio u n demasiada c l a r i d a d :
rencor terrible. Según ella, n o tenía sentido co- — ¿ B u e n o , y qué?—gritaba la hija.—Eso no le
m ú n aquello de hacer t r a b a j a r así al pequeño, p o r importa a usted... Además, n o es verdad. Y lue-
la noche, a la h o r a en q u e los n i ñ o s deben estar go, a u n q u e lo f u e r a , yo no le pediría a usted per^
durmiendo. Con seguridad h u b i e r a puesto al miso. No me fastidie usted m á s . ?
" l a r g u i r u c h o " en la calle, si la bella N o r m a n d a , Y entraba en su cuarto d a n d o u n g r a n porta-
después de u n a explicación en extremo tempes- zo. Había a d q u i r i d o en la casa u n dominio del
tuosa, no le hubiera dicho r o t u ñ d a m e n t e q u e se cual abusaba. Por la noche, la vieja, cuano creía
iría a yivir a otra p a r t e si no fuese d u e ñ a de re- sorprender a l g ú n ruido, se levantaba descalza,
cibir en su casa a quien bien le pareciera. P o r para ir a pegar el oído a la p u e r t a de su h i j a y
otra parte, la disputa volvía a entablarse cada ver si Florencio h a b í a ido a verla. P e r o el ins-
noche. pector tenía en casa de los Méhudin u n a enemi-
— P o r m á s que digas—repetía la vieja,—tiene ga m á s feroz todavía. E n c u a n t o llegaba, levan-
ojos de traidor... Además, yo no m e fío de los tábase Clara sin decir u n a palabra, cogía u n a
flacos. Un h o m b r e flaco es capaz de todo... No palmatoria, y se m e t í a en su cuarto, al otro lado
h e encontrado n u n c a u n o bueno... A ese se le del rellano. Se la oía d a r dos vueltas a la llave
h a pasado la b a r r i g a a las ancas, p o r q u e está m á s con r a b i a f r í a . U n a noche en que su h e r m a n a
liso q u e u n a tabla... Yo, q u e tengo sesenta y cin- invitó al profesor a cenar, Clara se hizo ella mis-
co a n o s cumplidos, no le q u e r r í a ni en la m e s a m a sus guisos y comió en su cuarto. A m e n u d o
d e noche. se encerraba de tal modo, que no la veían en
toda la s e m a n a . Continuaba siempre con su i n -
dolencia, con sus caprichos de hierro, con sus del suyo, con cierto malestar. L a joven le pare-
m i r a d a s de animal receloso, b a j o sus lanas de cía colosal, pesadísima, casi i n q u i e t a n t e por su
pálido color leonado. L a tía Méhudin, que creyó gigantesco seno; Florencio estiraba sus p u n t i a -
poder desahogarse con ella, la puso furiosa al gudos codos, sus secos hombros, acometido p o r
hablarle de Florencio. Entonces la vieja, exas- el vago temor de h u n d i r s e en aquella carne. Sus
perada, comenzó a berrear q u e se iría si no te- huesos de h o m b r e flaco e x p e r i m e n t a b a n cierta
miera d e j a r a s u s dos h i j a s q u e se devorasen angustia al contacto de los pechos gordos. Baja-
mutuamente. ba la cabeza, adelgazábase m á s aún, incómodo
por el f u e r t e hálito que e m a n a b a de ella. Cuan-
Al retirarse Florencio u n a noche, pasó p o r de-
do su c h a m b r a se entreabría, creía Florencio ver
lante de la p u e r t a de Clara, q u e había quedado
salir, e n t r e dos blancuras, u n a h u m a r e d a de vi-
abierta de p a r en p a r . Vió a la joven m u y colo-
da, u n p e r f u m e de salud q u e le p a s a b a sobre el
rada, contemplándole. Aquella actitud hostil le
rostro, cálido aún, como i m p r e g n a d o de u n p u n -
a p e n a b a m u c h o ; su timidez con las m u j e r e s era
to de la hediondez de los Mercados en las ar-
lo único que le i m p e d í a n provocar u n a explica-
dientes tardes de julio. E r a u n p e r f u m e persis-
ción. Aquella noche h u b i e r a entrado con toda
tente, adherido al cutis de finura de seda; u n a
seguridad en el c u a r t o de Clara, si n o hubiera
secreción de pescado fresco que m a n a b a de los
visto, en el piso superior, el rostro p e q u e ñ o y
soberbios pechos, de los regios brazos, del talle
blanco de mademoiselle Saget, q u e estaba apo-
sutil, poniendo u n r u d o a r o m a en su olor d e
y a d a en la b a r a n d a . Pasó de largo, y no h a b í a
h e m b r a . L a N o r m a n d a había probado todos los
b a j a d o diez escalones, c u a n d o la p u e r t a de Clara
aceites a r o m á t i c o s ; se lavaba con m u c h í s i m a
se cerró violentamente t r a s él, e hizo retemblar
a g u a ; pero en cuanto desaparecía la f r e s c u r a del
toda la escalera. E n aquella ocasión f u é c u a n d o
baño, la sangre volvía a llevar a todos los m i e m -
mademoiselle Saget se convenció de que el pri-
bros el olor soso de los salmones, la almizclada
mo de m a d a m e Q u é n u se acostaba con las dos
violeta d e los eperanos, el a r o m a acre de las sar-
Méhudin.
dinas y de las rayas. Entonces, el movimiento
Florencio no pensaba g r a n cosa en aquellas de sus f a l d a s exhalaba u n a especie de vapor de
h e r m o s a s jóvenes. De ordinario, trataba a las lejía; a n d a b a en medio de u n a evaporación d e
m u j e r e s como h o m b r e que n o tiene p a r t i d o con algas porosas; y, con su gran cuerpo de diosa,
ellas. Además, gastaba demasiada virilidad en con su p u r e z a y su palidez admirables, era como
sus ensueños. Llegó a sentir u n a amistad verda- u n hermoso m á r m o l antiguo a r r a s t r a d o por el
dera por la N o r m a n d a ; ésta tenía buen corazón m a r y llevado a la costa en la r e d a d a de u n pes-
cuando n o se le m e t í a n m a j a d e r í a s en la cabeza. cador de sardinas. Florencio s u f r í a ; n o la de-
Pero n u n c a se atrevió a pasar a mayores Por seaba en modo alguno, p u e s tenía los sentidos
las noches, a la luz de la l á m p a r a , c u a n d o ella sublevados por las t a r d e s de la pescadería; pa-
recíale irritante, demasiado salada, demasiado
acercaba su silla, como para inclinarse sobre las
páginas de escritura de Muche, llegaba Floren-
cio a sentir su cuerpo poderoso y tibio al lado
amarga, de belleza excesivamente amplia y de en q u e creyó ver salir a Florencio del c u a r t o de.
relente f u e r t e en demasía. Clara, acudió a la tienda de Lisa e hizo d u r a r el
Mademoiselle Saget, por su p a r t e , j u r a b a y cuento media h o r a larga. E r a u n a vergüenza;
p e r j u r a b a que Florencio era el a m a n t e de la Nor- a h o r a ya iba el p r i m o de u n a cama a la otra.
m a n d a . Habíase peleado con ésta por u n a plati- —Yo le he visto—dijo.—Cuando tiene ya bas-
j a de diez sueldos. Después de aquella riña, la t a n t e con la N o r m a n d a , va de puntillas e n busca
vieja d e m o s t r a b a g r a n amistad a la bella Lisa. de la rubita. Ayer se separaba de la rubia, y sin
De este modo esperaba llegar a conocer m á s duda iba a volver al lado de la morena, cuando
pronto lo que ella llamaba " e l t a p u j o de los me vió, lo cual le hizo dar media vuelta. T o d a la
Q u é n u " . Florencio continuaba siendo u n miste- noche estoy oyendo las dos puertas, sin acabar
rio, y la solterona estaba hecha u n c u e r p o sin nunca... ¡Y esa vieja Méhudin que d u e r m e en u n
alma, como ella m i s m a decía, sin confesar la gabinete entre las alcobas d e sus dos h i j a s !
causa de sus dolencias. Una m u c h a c h a que co-
Lisa hacía u n m o h í n de desprecio. Hablaba
r r i e r a t r a s los calzones de u n mancebo no habría
poco, y no alentaba los chismorreos de m a d e -
estado m á s desolada q u e aquella vieja terrible,
moiselle Saget m á s q u e con su silencio. Escu-
al ver que el secreto del primo se le escapaba de
c h a b a con la m a y o r atención. Cuando los deta-
entre los dedos. Acechaba a Florencio, le seguía,
lles eran demasiado escabrosos:
lo desnudaba, lo m i r a b a por todas partes, con
la f u r i o s a rabia de ver que su curiosidad en —No, no — decía entre dientes. — No es posi-
esto no alcanzaba a poseerle. Desde q u e el ins- ble... No es posible que h a y a m u j e r e s así...
pector iba a casa de los Méhudin, mademoiselle E n t o n c e s mademoiselle Saget le respondía
Saget no se separaba de la b a r a n d a de la escale- que, ¡qué d i a n t r e ! no todas las m u j e r e s e r a n
ra. Después comprendió que la bella Lisa esta- h o n r a d a s como ella. E n seguida se mostraba
ba m u y e n f a d a d a por ver a Florencio frecuen- m u y tolerante con el primo. E l h o m b r e corre
tando " a aquellas m u j e r e s " . Todas las m a ñ a - siempre en pos de las f a l d a s que p a s a n ; además,
nas, desde entonces, le dió noticias de la calle tal vez n o era casado. Hacía p r e g u n t a s sin que
Pirouette. E n t r a b a en la salchichería, los días de lo pareciese. P e r o Lisa no juzgaba n u n c a a su
frío intenso, encogida, achicada por las h e l a d a s ; primo, y se limitaba a encogerse de hombros,
ponía las a m o r a t a d a s m a n o s en el calentador de f r u n c i e n d o los labios. Cuando la solterona se
metal de mostrador, p a r a desentumecerse los m a r c h a b a , m i r a b a Lisa, con m u e c a de disgusto,
dedos, y permanecía en pie, sin c o m p r a r n a d a , la t a p a d e r a del calentador, en donde la vieja
y repitiendo con su a f l a u t a d a voz: h a b í a dejado, sobre el reluciente metal, la m a n -
cha m a t e de s u s dos manecillas.
—Ayer estuvo otra vez en casa de ellas; ya — A g u s t i n a — g r i t a b a — T r a i g a usted u n trapo
no sale de allí... L a N o r m a n d a le llamó " q u e r i - p a r a limpiar el calentador. E s asqueroso.
d o " en la escalera. Entonces, la rivalidad de la bella Lisa y de la
Mentía u n poco por estar allí y calentarse las bella N o r m a n d a se hizo formidable. La bella
m a n o s m á s tiempo. Al día siguiente a la noche N o r m a n d a estaba p e r s u a d i d a de haber quitado
u n a m a n t e a su enemiga, y la bella Lisa se sentía
furiosa contra aquella mujerzuela, que acabaría ¡Ah, b u e n o ! Se h a vuelto a poner el cuello del
por comprometerles al atraer a su casa a aquel sábado, y a ú n lleva su t r a j e de " p o p e l i n e " .
solapado de Florencio. E n la hostilidad se de- Al m i s m o tiempo, eh el otro lado d e la calle,
j a b a ver el t e m p e r a m e n t o de a m b a s ; la u n a t r a n - la bella Lisa, decía a la criada de su t i e n d a :
quila, despreciativa, con m o h i n e s de m u j e r que —Mire usted, Agustina, a esa c r i a t u r a q u e nos
se recoge las faldas p a r a n o m a n c h a r s e de b a r r o ; está contemplando desde allí. Está toda defor-
la otra, m á s descarada, estallando en u n a ale- m a d a p o r la vida q u e lleva... ¿Le distingue usted
gría insolente, llenando toda la a n c h u r a de la los aretes? Creo q u e lleva los grandes, ¿verdad?
acera, con las f a n f a r r o n a d a s de u n duelista que Da l á s t i m a el ver con brillantes a h e m b r a s co-
busca u n lance. Cada u n o de sus encuentros m o esa.
ocupaba a la pescadería d u r a n t e u n día entero. — ¡ P a r a lo que le c u e s t a n ! — respondía com-
L a bella Normanda, c u a n d o veía a la bella Lisa placientemente Agustina.
en el dintel de la salchichería, d a b a u n rodeo Cuando u n a de ellas llevaba u n a joya nueva,
p a r a pasar por delante de ella y rozarla con su era u n a victoria; la otra se consumía de despe^
delantal; entonces sus m i r a d a s negras se cru- cho. Toda la m a ñ a n a se envidiaban sus parro-
zaban como , espadas, con el centelleo y la p u n t a quianas, y se m o s t r a b a n m u y h u r a ñ a s , si se figu-
r á p i d a del acero. Por su parte, la bella Lisa, r a b a n que la venta iba m e j o r p a r a " l a g r a n pé.
c u a n d o iba a la pescadería, fingía u n a mueca de c o r a " de e n f r e n t e . Después venía el espiona j é
disgusto al acercarse al puesto de la bella Nor- del almuerzo; a m b a s sabian lo q u e comían y se
m a n d a ; tomaba alguna pieza grande, u n roda- espiaban hasta la digestión. Por las tardes, sen-
ballo o u n salmón, a u n a pescadera vecina, y t a d a la u n a entre sus c a r n e s cocidas y la otra
extendía su dinero sobre el m á r m o l , p o r q u e ha- entre sus pescados, se las echaban de hermosas
bía observado q u e aquello hería a la " c u a l q u i e r y se t o r t u r a b a n h a s t a lo infinito. E r a la h o r a que
.cosa", que cesaba de reírse. Por otra parte, las decidía el éxito de la j o r n a d a . L a bella Norman-
dos rivales, a oirías a ellas, no vendían m á s q u e ' da bordaba, escogiendo t r a b a j o s de a g u j a m u y
pescado podrido y embutidos averiados. Pero, delicados, lo cual exasperaba a la bella Lisa.
sobre todo, su p u n t o de combate era el puesto
Mejor h a r í a — d e c í a ésta, — e n zurcirle las
p a r a la bella N o r m a n d a y el m o s t r a d o r p a r a la
m e d i a s a su chiquillo, q u e va descalzo. .'Miren
bella Lisa, lanzándose m i r a d a s como rayos al ustedes la señorita, con las m a n o s r o j a s apes-
través de la calle de Rabuteau. Entonces estaban t a n d o a pescado!
como en sendos tronos, con sus grandes delan-
tales blancos y s u s t r a j e s y joyas. Desde por la Ordinariamente, Lisa hacía calceta.
m a ñ a n a comenzaba la batalla. —Siempre está con el m i s m o calcetín—obser-
vaba la o t r a — S e queda dormida sobre el t r a b a -
— ¡ T o m a ! ¡Ya se h a levantado la vaca g o r d a ! jo; come demasiado... Si su cornudo lo espera
t—gritaba la bella Normanda.—Se pone cordeles para tener los pies calientes...
lo m i s m o que a los salchichones, esa m u j e r . . . Hasta la noche c o n t i n u a b a n implacables, co-
m e n t a n d o cada visita, con la m i r a d a t a n rápida,
EL VIENTRE DE PARÍS.—14
TOMO I
q u e veían los m á s pequeños detalles de sus per- Quénu-Gradelle. Después se contentó con pegar-
sonas, c u a n d o otras m u j e r e s , a la m i s m a distan- la con Muche.
cia, declaraban n o ver n a d a absolutamente. Ma- —Si vuelves otra vez allí—gritó furiosa,—te
demoiselle Saget, se quedó a d m i r a d a de la b u e n a a j u s t a r é las cuentas.
vista de m a d a m e Quénu, u n día en q u e ésta dis- Pero la v e r d a d e r a víctima de las dos m u j e r e s
tinguió u n arañazo en la mejilla izquierda de la era Florencio. E n el fondo, sólo él las había
pescadera. puesto en aquel pie de guerra, y a m b a s n o se b a -
—Con unos o j o s así—decía la solterona,—se t í a n sino por él. Desde su llegada, todo iba de
podría ver al través de las puertas. m a l en peor; Florencio comprometía, enojaba,
Caía la noche, y con frecuencia la victoria per- p e r t u r b a b a a aquella gente q u e h a s t a entonces
manecía indecisa; a veces u n a d e ellas quedaba h a b í a n vivido en tan grasienta paz. L a bella Nor-
vencida, pero al día siguiente t o m a b a el desqui- m a n d a le hubiera a r a ñ a d o de b u e n a gana, cuan-
te. E n el b a r r i o se hacían apuestas por la bella do le veía distraerse m u c h o tiempo en casa de
Lisa o por la bella N o r m a n d a . los Quénu. El ardor de la lucha era lo que, en
m u c h a parte, le hacía desear a aquel h o m b r e .
Llegaron a prohibir a sus h i j o s q u e se habla- L a bella Lisa conservaba u n a conducta de juez
r a n . Antes, P a u l i n a v Muche e r a n buenos ami- en presencia de la m a l a conducta de su cuñado,
gos; Paulina, con sus tiesas f a l d a s de señorita cuyas relaciones con las Méhudin e r a n el escán-
decente; Muche desarrapado, blasfemando, pe- dalo de todo el barrio. L a salchichera se sentía
gando, haciendo el carretero a las mil maravi- h o r r o r o s a m e n t e v e j a d a ; esforzábase por n o de-
llas. Cuando j u g a b a n j u n t o s en la a n c h a acera, m o s t r a r sus celos, u n o s celos m u y singulares,
delante del pabellón del pescado, P a u l i n a hacía que, a pesar de su desdén hacia Florencio y de
de carrito. Pero u n día en que Muche f u é por su frialdad de m u j e r h o n r a d a , la exasperaban
ella, con toda ingenuidad, la bella Lisa lo p l a n t ó cada vez que aquél d e j a b a la tienda p a r a ir a la
en la calle, t r a t á n d o l e de galopín. calle P i r o u t t e , y cada vez que se imaginaba los
—¿Acaso sabe u n a a q u é atenerse — d i j o , — placeres prohibidos q u e debía de gozar allí.
con esos niños t a n m a l educados?... Ese tiene tan
malos ejemplos en su casa, que no puedo estar Por la noche, la comida en casa de los Q u é n u
t r a n q u i l a c u a n d o está con m i h i j a . iba siendo m e n o s cordial. L a limpieza del co-
El niño tenía siete años. Mademoiselle Saget, m e d o r a d q u i r í a u n carácter agudo y acusador.
q u e se hallaba presente, a ñ a d i ó : Florencio veía u n reproche, u n a especie de con-
—Tiene usted m u c h a razón. El arrapiezo está denación, en la encina clara, en la l á m p a r a lim-
siempre metido con las chiquillas del barrio... pia con exceso, en la a l f o m b r a demasiado nue-
Lo encontraron u n día en u n sótano con la h i j a va. Casi no se atrevía a comer, por miedo de de-
del carbonero. j a r caer migas de p a n o de m a n c h a r su sitio. Y
La bella Normanda, c u a n d o Muche f u é lloran- no obstante, tenía u n a sencillez h e r m o s í s i m a q u e
do a contarle lo sucedido, m o n t ó en terrible có- le impedía ver. P o r todas p a r t e s elogiaba la dul-
lera. Quería ir a destrozarlo todo r casa de los z u r a de Lisa. Esta c o n t i n u a b a m u y dulce, en
efecto, y le decía, con u n a sonrisa, como bro- ciencia. Además, creía h o n r a d o n o meterse en-
meando : t r e los dos h e r m a n o s sin tener motivos m u y
— ¡ E s singular!... Ahora n o come usted mal, serios p a r a ello. Gomo ella defcía, era m u y bue-
y sin embargo, n o se pone usted gordo... No le na, pero no había que ponerla entre la espada y
hace a usted provecho... la pared. E s t a b a en el período de tolerancia, con
Q u é n u se reía m á s fuerte, golpeaba el vientre el rostro m u d o , la cortesía estricta, la i n d i f e r e n -
de su h e r m a n o , diciendo que toda la tienda pa- cia afectada, evitando todavía con gran cuidado
saría por allí sin d e j a r siquiera u n a capa de gra- todo lo que hubiera podido hacer c o m p r e n d e r al
sa del espesor de u n a m o n e d a de diez céntimos. empleado q u e comía y dormía en casa de ellos,
P e r o la insistencia de Lisa tenía aquel odio, sin q u e su dinero se viese por n i n g u n a p a r t e ; no
aquella desconfianza de los h o m b r e s flacos q u e es q u e ella hubiera aceptado u n pago en cual-
la tia Méhudin m a n i f e s t a b a m á s b r u t a l m e n t e ; quier forma, estaba m u y lejos de ello; sólo q u e
contenía también u n a alusión indirecta a la vi- Florencio bien h u b i e r a podido, p o r lo menos,
da de desenfreno que llevaba Florencio. Por otra almorzar f u e r a . Un día hizo observar a Q u é n u :
parte, Lisa no hablaba n u n c a delante de él, de
la bella N o r m a n d a . Quénu h a b í a soltado u n a — Y a no estamos solos. Cuando>queremos ha-
broma, cierta noche, y su esposa se había que- blarnos, ahora, es necesario esperar a acostar-
dado t a n glacial, q u e el b u e n m a r i d o no volvió nos por la noche.
a las andadas. Después de los postres, p e r m a - Y u n a noche le dijo, con la cabeza en la al-
necían de sobremesa u n instante. Florencio, q u e mohada :
había observado el h u m o r de su c u ñ a d a c u a n d o — G a n a ciento cincuenta francos, ¿verdad?...
se m a r c h a b a demasiado pronto, buscaba u n po- E s m u y singular que no p u e d a g u a r d a r algo pa-
co de conversación. Lisa estaba m u y cerca de él, ra comprarse ropa blanca... Otra vez m e h e vis-
y n o le parecía tibia y viviente, como la pesca- to obligada a darle tres camisas viejas de las
d e r a ; n o tenía tampoco el m i s m o olor de pes- tuyas.
cado, salpimentado y d e f u e r t e g u s t o ; olía a gra- — ¡ B a h ! Eso no i m p o r t a — r e s p o n d i ó Quénu.
sa, a la sosería de las carnes. Ni u n solo estre- —Mi h e r m a n o n o es dificultoso... Hay q u e d e j a r -
mecimiento provocaba u n pliegue en su a j u s t a - le su dinero.
do cuerpo. El contacto demasiado firme de la — ¡ O h ! Claro que s í — m u r m u r ó Lisa sin in-
bella Lisa inquietaba sus huesos de flaco m á s sistir más.—No lo digo por eso... Q u e lo gaste
q u e la b l a n d a vecindad de la bella N o r m a n d a . bien o lo gaste mal, n a d a nos i m p o r t a .
Gavard le d i j o u n a vez, en g r a n secreto, q u e ma- Lisa estaba persuadida de q u e Florencio se
d a m e Q u é n u era ciertamente u n a h e r m o s a m u - comía su sueldo en casa de los Méhudin. Una
jer, pero que a él le a g r a d a b a n " m e n o s blindadas sola vez salió de su actitud calmosa, de aquella
que todo aquello". reserva de t e m p e r a m e n t o y de cálculo. L a bella
N o r m a n d a había regalado a Florencio u n salmón
Lisa p r o c u r a b a no hablar a Q u é n u de Floren- soberbio. El inspector, m u y embarazado con el
cio. Generalmente, hacía gran ostentación de pa-
aquel a r o m a de licores, cálido por el h u m o del
salmón, y no habiéndose atrevido a rechazarlo,
tabaco, le embriagaba, le producía u n a beatitud
se lo llevó a la bella Lisa. m u y singular, u n abandono de sí m i s m o cuyo
— H a g a usted u n pastel—le dijo íngenua- arrullo le hacía aceptar sin dificultad cosas m u y
mente. gordas. Llegó a a m a r los rostros que allí había,
Lisa le miraba fijamente, con los labios blan- a entretenerse con ellos con el placer de la cos-
cos; después, con voz q u e p r o c u r a b a r e f r e n a r : t u m b r e . El semblante dulce y barbudo de Ro-
¿Se figura usted q u e necesitamos cosas de bine, el perfil serio de Clemencia, la lívida delga-
comer? No, a Dios gracias... Bastante tenemos dez de Charvet, la joroba de Logre, y Gavard y
aquí. ¡Lléveselo u s t e d ! A l e j a n d r o y Lacaille, f o r m a b a n ya p a r t e de su
— P u e s por lo menos, h a g a usted q u e lo gui- vida, adquiriendo en ella u n puesto cada vez
sen—repuso Florencio, a s o m b r a d o de su cólera. m á s grande. E r a p a r a él como u n goce sensual
—Yo m e lo comeré. por completo. Cuando ponía la m a n o en el pomo
Entonces Lisa estalló. de cobre del gabinete, le parecía sentir que el
pomo vivía, le calentaba los dedos, giraba por sí
— ¡ E s t a casa no es u n a f o n d a ! Diga usted a las
solo; no h u b i e r a experimentado sensación m á s
personas que se lo h a n dado q u e lo guisen si viva al coger la delicada m a n o de u n a m u j e r .
quieren... Yo no quiero apestar mis c a c e r o l a s -
Lléveselo usted, ¿lo oye? Verdaderamente, ocurrían cosas m u y graves
L o hubiera cogido y tirado a la calle. Floren- en el gabinete. Una noche, Logre, después de h a -
cio lo llevó a casa del señor Lebigre, en donde ber tronado con m á s violencia que de costum-
Rosa recibió orden de hacer u n pastel. Y, u n a bre, dió varios puñetazos en la mesa, declaran-
noche, en el gabinete acristalado, se lo comieron. do q u e si los h o m b r e s f u e r a n hombres, derriba-
Gavard pagó u n a s ostras. rían al gobierno. Y añadió que era preciso po-
Florencio, poco a poco, iba con m á s frecuen- nerse de acuerdo en seguida, si q u e r í a n estar
cia y no abandonaba el gabinete. Hallaba en él apercibidos para c u a n d o llegara el desastre. Des-
•un ambiente caldeado en donde se podían expla- pués, acercando m á s las cabezas y hablando en
yar sus ardores políticos. A veces, ya, c u a n d o se voz m á s b a j a , se convino en f o r m a r u n grupo
encerraba en su guardilla p a r a t r a b a j a r , la dul- pequeñísimo pronto a todas las eventualidades.
zura de la estancia le enojaba, la investigación Gavard, a p a r t i r de aquel día, quedó p e r s u a d i -
teórica de la libertad no le b a s t a b a y era m e n e s - do de que f o r m a b a parte de u n a sociedad secreta
ter que b a j a s e , que fuese a satisfacerse con los y de q u e conspiraba. El círculo n o se extendió,
cortantes axiomas de Charvet y con las cóleras pero Logre prometió ponerlo en contacto con
de Logre. L a s p r i m e r a s noches aquel ruido, otras reuniones que conocía. E n u n ipomento
aquel flujo de p a l a b r a s le h a b í a molestado; sen- dado, c u a n d o tuvieran a todo P a r í s en la mano,
tía aun el vacío d e ellas, pero le asaltaba la ne- h a r í a n bailar a las Tullerías. Entonces comen-
cesidad de aturdirse, de d a r s e latigazos, de ser zaron discusiones sin fin que d u r a r o n varios me-
impulsado a u n a resolución extrema q u e calma- ses; cuestiones de órdenes y de medios, cuestio-
se las d u d a s de su espíritu. El olor del gabinete,
216 EMILIO ZOLA 'el vientre de parís 217

nes de estrategia y de gobierno f u t u r o . E n cuanto —'Hemos vencido, ¿no es eso?—comenzaba a


Rosa había servido el " g r o g " de Clemencia, los decir Gavard.
" c h o p s " de Charvet y de Robine, los " m a z a - Y u n a vez establecido el t r i u n f o , cada cual
g r a n s " de Logre, de Gavard y de Florencio, y las d a b a su parecer. Había dos campos. Charvet,
copitas de Alejandro y de Lacaille, el gabinete q u e profesaba el hebertismo, tenía a su lado a
era cuidadosamente cerrado como u n a barrica- Logre y a Robine. Florencio, siempre perdido en
da, y la sesión q u e d a b a abierta. su ensueño h u m a n i t a r i o , se titulaba socialista
Charvet y Florencio eran, p o r razón n a t u r a l , y se apoyaba en Alejandro y en Lacaille. E n
las voces m á s escuchadas. Gavard n o había sa- c u a n t o a Gavard, no le r e p u g n a b a n las ideas vio-
bido r e f r e n a r la lengua, y h a b í a contado poco a lentas, pero como algunas veces le r e p r o c h a b a n
poco toda la historia de Cayena, lo cual valió a su f o r t u n a , con agridulces b r o m a s que le emo-
Florencio u n a aureola de m á r t i r . Sus p a l a b r a s cionaban, era comunista.
eran como artículos de fe. Una noche, el co- —Será preciso hacer tabla rasa—decía Char-
merciante de aves, enojado al oir a t a c a r a su vet con su voz breve, como si diese u n hachazo.
amigo, q u e estaba ausente, exclamó: — E l tronco está podrido y h a y que derribarlo.
—¡No toquen ustedes a Florencio, que h a es- — ¡ Sí, sí!—proseguía Logre, poniéndose en pie
tado en Cayena! p a r a ser m á s alto y estremeciendo el tabique
Pero Chaver se consideraba picado p o r aque- con los golpes d e su joroba.—Todo se v e n d r á al
lla v e n t a j a . suelo, yo os lo digo... Después, ya veremos.
—¡Cayena, C a y e n a ! — m u r m u r a b a entre dien- Robine aprobaba con la barba. Su silencio se
tes.—No se estaba tan mal, al fin y al cabo. regocijaba c u a n d o las proposiciones e r a n p o r
E intentó demostrar que el destierro n o es na- completo revolucionarias. Sus ojos a d q u i r í a n
da, y que el gran padecimiento consiste en vivir gran dulzura al oir la palabra guillotina; cerrá-
en la patria oprimida, con la boca a m o r d a z a d a balos a medias, como si viera el objeto y le en-
a n t e el despotismo t r i u n f a n t e . Por otra parte, terneciese; y entonces se rascaba l e n t a m e n t e la
* si n o le habían detenido el 2 de diciembre, n o era b a r b a con el p u ñ o del junco, con apagado r o n -
culpa suya. Hasta d a b a a entender que los q u e quido de satisfacción.
se d e j a n prender son u n o s imbéciles. Estos celos —Sin embargo—decía a su vez Florencio, cu-
sordos hicieron de Charvet el adversario siste- y a voz conservaba u n lejano sonido de tristeza.
mático de Florencio. Las discusiones acababan —Sin embargo, si derribáis el árbol, será nece-
siempre por circunscribirse a ellos dos solos. Y sario g u a r d a r semillas... Yo creo, por el contra-
h a b l a b a n a ú n por espacio de dos horas, en me- rio, q u e es preciso conservar el árbol para i n j e r -
dio del silencio de los demás, sin que n i n g u n o t a r en él la vida nueva... La revolución política
de ellos se confesase n u n c a vencido. está h e c h a ; hay que p e n s a r en el t r a b a j a d o r , en
Uno de los temas m á s acariciados era el de la el obrero; n u e s t r o movimiento h a b r á de ser com-
reorganización del país, al día siguiente de la p l e t a m e n t e social. Y yo les desafío a ustedes a
victoria.

-
que detengan u n a reivindicación del pueblo... El
j a b a por la comisura de los labios bocanadas
pueblo está cansado, y quiere su parte.
débiles de h u m o , p r e s t a n d o m a y o r atención. P a -
E s t a s palabras e n t u s i a s m a b a n a Alejandro.
recía que la discusión se realizara ante ella, y
Este afirmaba, con rostro bonachón y regocija-
que ella tuviese que dar los p r e m i o s al final.
do, que era verdad, y q u e estaba cansado el pue-
blo. Creía ciertamente conservar su puesto de m u j e r
reservando su opinión y n o e n f a d á n d o s e como
—Y q u e r e m o s n u e s t r a p a r t e — a ñ a d í a Lacaille
los hombres. Unicamente, en lo m á s f u e r t e de
con aire m á s amenazador.—Todas las revolucio-
nes son p a r a los burgueses... Ya b a s t a de u n a las discusiones, lanzaba u n a frase, r e s u m í a con
vez. L a p r i m e r a será p a r a nosotros. u n a palabra, e n m e n d a b a la p l a n a al m i s m o
Charvet, según expresión de Gavard. E n el fon-
Entonces ya no se entendían. Gavard ofrecía
do, se creía m u c h o m á s inteligente que aquellos
el reparto. Logre lo rechazaba, j u r a n d o q u e n o
le i m p o r t a b a el dinero. Después, poco a poco, señores. No tenía respeto m á s que a Robine,
Charvet, d o m i n a n d o el tumulto, continuaba él cuyo silencio contemplaba con sus grandes ojos
solo: negros.
Florencio, como los demás, n o r e p a r a b a en
— E l egoísmo de las clases es u n o de los soste-
nes m á s firmes de la tiranía. E s m a l o q u e el pue- que estaba allí Clemencia. P a r a ellos era u n
blo sea egoísta. Si nos ayuda, o b t e n d r á su par- h o m b r e . Le d a b a apretones de m a n o s que la
te... ¿Cómo quieren ustedes q u e yo m e b a t a por descoyuntaban el brazo. U n a noche, Florencio
el obrero, si el obrero se niega a batirse por m í ? asistió a las f a m o s a s cuentas. Como la joven
Además, la cuestión no es esa. Son precisos diez acababa de cobrar, quiso Charvet que le presta-
a ñ o s de d i c t a d u r a revolucionaria, si se quiere se diez f r a n c o s . Pero ella dijo que no, y q u e
a c o s t u m b r a r a u n país como F r a n c i a al ejerci- antes era preciso saber cómo estaban. Vivían
cio de la libertad. con la base del m a t r i m o n i o libre y de la f o r t u n a
— T a n t o m á s — decía r o t u n d a m e n t e Clemen- libre. Cada u n o de ellos pagaba sus gastos es-
"cia,—cuanto q u e el obrero no está m a d u r o y de- trictamente. De este modo, decían, n o se debían
be ser dirigido. n a d a ni e r a n esclavos. El alquiler, la comida, la
L a joven hablaba r a r a s veces. Aquella m u j e r ropa, los gastos menudos, todo estaba a p u n t a -
grave, perdida en medio de aquellos hombres, do, sumado. Aquella noche Clemencia, después
tenía un modo profesoral de oír h a b l a r de polí- de comprobar, demostró a Charvet q u e ya le de-
tica. Se apoyaba en el tabique y se bebía su bía cinco francos. E n seguida le dió los otros
" g r o g " a sorbitos, contemplando a los interlocu- diez, diciendo:
tores con f r u n c i m i e n t o s de cejas, con hinchazón — R e c u e r d a q u e ahora m e debes quince... Me
de la nariz, con aprobación o desaprobación m u - los devolverás el 5, de las lecciones del niño de
das, q u e d e m o s t r a b a n q u e comprendía y q u e te- Léhudier.
nía m u y decididas ideas sobre las materias m á s Cuando se llamaba a Rosa p a r a pagar, ambos
complicadas. A veces liaba u n cigarrillo, y arro- sacaban de sus bolsillos los pocos sueldos de la
consumación. Charvet, riendo, t r a t a b a a Clemen-

SfeÜOTECA
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cia de aristócrata, porque t o m a b a " g r o g " ; de- h a s t a hacerle sangre, Rosa decía q u e no tenía
cía que la joven quería humillarle, hacerle com- cosquillas. E n t r e tanto, el señor Lebigre, e n t r e
p r e n d e r que él g a n a b a menos q u e ella, lo cual el olor del vino y el c h o r r e a r de las cálidas cla-
era cierto; en el f o n d o de sus risas había u n a ridades que le aletargaban, prestaba oído a los
protesta contra aquella ganancia m á s elevada, r u i d o s del gabinete. Levantábase c u a n d o las vo-
q u e le r e b a j a b a , a pesar de su teoría de la igual- ces subían e iba a apoyarse en el tabique; o bien
dad de los sexos. a b r í a la puerta, e n t r a b a y se sentaba u n i n s t a n -
A u n q u e de las discusiones no se sacaba n a d a te, d a n d o u n golpe en el muslo a Gavard. Allí lo
en claro, aquellos señores vociferaban continua- a p r o b a b a todo con la cabeza. El comerciante de
mente. Del gabinete salía u n r u i d o formidable; aves decía que, si bien aquel diablo de Lebigre
los deslustrados vidrios vibraban como pieles no tenía g r a n p a s t a de orador, podían contar
de tambor. A veces, el r u i d o llegaba a ser tan con él " e l día del z a f a r r a n c h o " .
f u e r t e q u e Rosa, con toda su languidez, derra-
m a b a en el m o s t r a d o r alguna copa sobre algu- Pero Florencio, u n a m a ñ a n a , en los Mercados,
na blusa, y volvía la cabeza con i n q u i e t u d . en u n a riña espantosa q u e estalló entre Rosa y
u n a pescadera, a propósito de u n barril de sar-
—¡Ah, bueno, gracias! Parece q u e se pegan dinas q u e la joven había hecho caer de u n co-
allí dentro—decía el d e la blusa, d e j a n d o el va- dazo, sin intención, oyó t r a t a r al señor Lebigre
sito sobre el zinc y limpiándose la boca con el de " s o p l ó n " y de " t r a p o viejo de la p r e f e c t u r a " .
revés de la m a n o . Cuando h u b o restablecido la paz, le d i j e r o n la
—No h a y peligro—respondía t r a n q u i l a m e n t e m a r de cosas acerca del c a f e t e r o ; era de la po-
el señor Lebigre,—son unos señores q u e h a b l a n . licía, y bien lo sabía todo el b a r r i o ; m a d e m o i -
El señor Lebigre m u y h u r a ñ o para con los selle Saget, antes de servirse en su casa, decía
d e m á s parroquianos, d e j a b a a los del gabinete haberle encontrado u n a vez yendo a h a c e r la
q u e gritaran a su gusto, sin hacerles n u n c a la delación; además, era u n h o m b r e de dinero, u n
m e n o r observación. P e r m a n e c í a h o r a s e n t e r a s u s u r e r o que prestaba de u n día p a r a otro a los
sentado en la b a n q u e t a del m o s t r a d o r , con cha- vendedores ambulantes, y q u e les alquilaba ca-
leco de mangas, con la cabezota medio dormida r r o s , exigiéndoles intereses escandalosos. Flo-
apoyada en el espejo, siguiendo con la m i r a d a a rencio quedó m u y emocionado. Aquella m i s m a
Rosa, q u e descorchaba las botellas o que limpia- noche, apagando la voz, creyó q u e debía repe-
ba con u n a rodilla. E n los días de buen h u m o r , tirlo todo a aquellos señores. E s t o s se encogie-
cuando la criada estaba delante de él, s u m e r - r o n de h o m b r o s y se rieron m u c h o de s u s i n -
giendo los vasos en la f u e n t e d e e n j u a g a r , con quietudes.
los brazos desnudos, la pellizcaba f u e r t e m e n t e
en las pantorrillas, sin que le vieran, lo cual — ¡ E s t e pobre Florencio!—dijo perversamen-
aceptaba la joven con sonrisa de satisfacción. te Charvet. — P o r q u e h a estado en Cayena, se
Ni siquiera por u n sobresalto hacía traición a imagina que toda la policia le persigue.
aquella f a m i l i a r i d a d ; c u a n d o le h a b í a pellizcado Gavard dió su palabra de h o n o r de q u e Lebi-
gre era " u n bueno, u n p u r o " . Pero, sobre todo,
f u é Logre el q u e se incomodó. Su silla se estre- aparecía por el lado de la calle de R a m b u t e a u ;
mecía; lanzaba apostrofes, y declaraba q u e no en tanto que Charvet y Clemencia se iban por
era posible continuar de aquella suerte, y q u e si los Mercados, h a s t a el Luxemburgo, el u n o al
se acusaba a todo el m u n d o de ser de la policía, lado del otro, haciendo sonar m i l i t a r m e n t e sus
él p r e f e r í a quedarse en su casa y no h a b l a r m á s tacones y discutiendo a ú n algún p u n t o de polí-
de política. ¡Pues no se h a b í a n atrevido a decir tica o de filosofía, sin darse n u n c a el brazo.
que él lo era, él, Logre! El, que se h a b í a batido El complot m a d u r a b a lentamente. A princi-
en el 48 y en el 51, y q u e h a b í a estado dos veces pios de verano, no se hablaba n u n c a m á s que de
a p u n t o de ser deportado! Y al b e r r e a r esto, mi- la necesidad de " d a r el golpe". Florencio, que,
r a b a a los demás, con la m a n d í b u l a saliente, co- en los p r i m e r o s tiempos, experimentaba cierta
mo si les h u b i e r a querido clavar, violentamente especie de desconfianza, acabó por creer en la
y a pesar de todo, la convicción de q u e n o era posibilidad de u n movimiento revolucionario.
de la policía. Al ver s u s f u r i b u n d a s m i r a d a s , los Ocupábase en él m u y s e r i a m e n t e , / t o m a n d o no-
d e m á s p r o t e s t a r o n con sendos ademanes. E n t r e tas, trazando planes por escrito. Los otros h a -
tanto Lacaille, al oír t r a t a r de u s u r e r o al señor blaban siempre. El, poco a poco, concentró su
Lebigre, había b a j a d o la cabeza. vida en la idea fija q u e le golpeaba el cráneo ca-
L a s discusiones hicieron olvidar este incidente. da noche, hasta t a l punto, que llevó a su h e r m a -
El señor Lebigre, desde q u e Logre había echado a no Quénu a casa del señor Lebigre, n a t u r a l m e n -
volar la idea de u n complot, daba apretones d e te y sin p e n s a r en n a d a malo. Siempre le t r a t a -
m a n o s m á s f u e r t e s a los p a r r o q u i a n o s del gabine- ba hasta cierto punto como su discípulo, y hasta
te. E n verdad, su clientela debía de ser de m u y es- debió de pensar que era su deber el lanzarle por
caso provecho; n i n g u n o de ellos repetía n u n c a el buen camino. Quénu era absolutamente no-
la consumación- Al llegar la h o r a de despedirse, vato en política. P e r o al cabo de cinco o seis
se bebían la ú l t i m a gota de sus vasos, q u e h a - sesiones, se halló al unísono de los otros. Mani-
• b í a n ido consumiendo p r u d e n t e m e n t e d u r a n t e los festaba gran docilidad, u n a especie de respeto
ardores de las teorías políticas y sociales. L a hacía los consejos de su hermano, c u a n d o n o es-
despedida, e n el h ú m e d o f r í o de la noche, iba taba presente la bella Lisa. Por otra parte, lo
a c o m p a ñ a d a de repeluznos. P e r m a n e c í a n * u n q u e le s e d u j o m á s q u e nada, f u é el desenfreno
i n s t a n t e sobre la acera, con los ojos quemados, de burgués de a b a n d o n a r su salchichería, de ir
los oídos medio sordos, como sorprendidos por a encerrarse en aquel gabinete en donde se gri-
el negro silencio d e la calle. Detrás de ellos, Rosa taba t a n fuerte, y en el cual la presencia de Cle-
echaba los b a r r o t e s de l a s p u e r t a s . Después, mencia ponía p a r a él u n p u n t o de olor suspecto
cuando se h a b í a n estrechado las manos, agotados, y delicioso. De modo que ya cerraba los chori-
sin d a r con u n a p a l a b r a , se separaban, m a s c a n d o zos deprisa y corriendo, con objeto de acudir
a ú n sus argumentos, con el pesar de no poder m á s pronto, pues no quería perder u n a palabra
h u n d i r s e m u t u a m e n t e s u s convicciones h a s t a la de aquellas discusiones q u e le parecían magní-
garganta. L a redonda espalda de Robine des- ficas, sin que con frecuencia p u d i e r a seguirlas
hasta el fin. La bella Lisa se percataba m u y bien
de su prisa por m a r c h a r s e . Todavía no decía na-
da. Cuando Florencio se lo llevaba, la joven iba
hasta el dintel de la p u e r t a p a r a verles e n t r a r
en casa del señor Lebigre, u n poco pálida, con
los ojos severos.

F I N D E L TOMO P R I M E R O

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